El quinto año (106 a. JC.)

EN EL CONSULADO DE QUINTO SERVILIO CEPIO Y CAYO ATILIO SERRANO.

Cuando Quinto Servilio Cepio recibió el mandato para marchar contra los volcos tectosagos de Galia y sus aliados germanos, ya tranquilamente asentados en las cercanías de Tolosa, era perfectamente consciente de que iban a dárselo. Tuvo lugar el primer día del Año Nuevo, en la sesión del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus, tras la ceremonia inaugural. Quinto Servilio Cepio, en su primer discurso como nuevo primer cónsul, anunció a la nutrida asamblea que él no utilizaría el ejército romano de nueva creación.

– Emplearé los tradicionales soldados romanos, no los pobres del censo por cabezas -dijo, entre vítores y aplausos.

Claro que hubo senadores que no aplaudieron, pues Cayo Mario no estaba solo en aquel Senado totalmente hostil. Buen número de los senadores de los bancos de atrás eran lo bastante clarividentes para comprender la lógica de la posición de Mario frente a los irreductibles, e incluso entre las familias ilustres había senadores con criterio independiente; pero el grupo de conservadores que se sentaban en la primera fila de la cámara, junto a Escauro, era el que dictaba la política senatorial; cuando ellos vitoreaban, los demás les secundaban y la cámara emitía su voto a ejemplo suyo.

A este grupo pertenecía Quinto Servilio Cepio, y era la activa presión de la facción lo que hizo que los padres conscriptos autorizasen un ejército de ocho legiones para que Quinto Servilio Cepio demostrase a los germanos que no eran bien recibidos en las tierras del Mediterráneo, y a los volcos tectosagos de Tolosa que no les traía cuenta acoger a los germanos.

Unos cuatro mil soldados de la tropa de Lucio Casio habían vuelto a alistarse, pero casi todas las tropas auxiliares de su primitivo ejército habían perecido con el resto, y la caballería que se salvó volvió a desperdigarse por sus tierras de origen con la tropa auxiliar y sus caballos. Así, Quinto Servilio Cepio se enfrentaba a la tarea de reunir cuarenta y un mil soldados de infantería más doce mil de tropas auxiliares, ocho mil esclavos auxiliares y cinco mil jinetes con sus cinco mil servidores. Todo ello en una Italia esquilmada de hombres con los debidos requisitos de propietarios, ya fuesen romanos, latinos o de origen itálico.

Las técnicas de reclutamiento de Cepio eran asombrosas. No es que él participase directamente o siquiera se molestase en ver cómo iban a encontrarse aquellos hombres, sino que pagó a un equipo de gente y envió a su cuestor, mientras él se dedicaba a otras cosas más propias de un cónsul. Así, las levas se hicieron a la fuerza, obligando a la gente a incorporarse a filas no sólo contra su voluntad, sino llegando a secuestrarla y sacando a los veteranos de grado o por fuerza de sus casas. Reclutaban tanto al hijo de catorce años y con el aspecto desarrollado de un granjero, como a su abuelo de sesenta años de aspecto juvenil. Y si la familia no podía aportar el dinero para equipar a los reclutados, siempre había alguien a mano para anotar el precio de los pertrechos y confiscar la pequeña propiedad como garantía. Quinto Servilio Cepio y sus partidarios se hicieron con gran número de tierras. Pero cuando, a pesar de todo, no se pudo juntar suficientes hombres entre los ciudadanos romanos y latinos, acosaron inmisericordes a los aliados itálicos.

De este modo, Cepio logró, al fin, reunir sus cuarenta y un mil soldados de infantería y doce mil hombres libres de tropas auxiliares según el método tradicional, para que el Estado no tuviese que pagar armas, armaduras y equipo. Y dado el predominio de legiones formadas por aliados itálicos, la mayor carga financiera de aquel ejército recayó más sobre los pueblos aliados que sobre Roma. Como consecuencia, el Senado ofreció a Cepio un voto de agradecimiento y no tuvo inconveniente en abrir su bolsa para pagar jinetes de Tracia y de las dos Galias. Mientras Cepio se daba cada día mayores aires de grandeza, los elementos conservadores de Roma hablaban maravillas de él siempre que encontraban quien los escuchara.

El resto de las cosas que realizó Cepio en persona mientras sus pandillas de secuestro asolaban la península itálica, tuvieron todas que ver con la recuperación del poder por parte del Senado. De un modo u otro, el Senado había ido perdiendo fuerza desde los tiempos de Tiberio Graco, unos treinta años atrás. Primero éste, luego Fulvio Flaco, después Cayo Graco y luego un conjunto de hombres nuevos y de nobles reformistas, habían ido cercenando la intervención senatorial en las tareas de las principales sedes legislativas.

De no haber sido por los recientes ataques de Cayo Mario a los privilegios senatoriales, es muy posible que Cepio no se hubiera visto imbuido de tal celo y decisión por restablecer las cosas en su marco tradicional. Pero Mario había revuelto el avispero senatorial y la consecuencia durante las primeras semanas del consulado de Cepio fue un deplorable obstáculo para la plebe y los caballeros que la dirigían.

En su calidad de patricio, Cepio convocó a la Asamblea del pueblo, de la que no había sido expulsado, y la obligó a decretar una ley despojando a los caballeros del tribunal de extorsiones, que lo habían recibido de Cayo Graco; de nuevo el jurado de estos tribunales volverían a constituirlo exclusivamente miembros del Senado en quienes poner la defensa de sus intereses. Fue una acerba batalla en la Asamblea del pueblo, en la que el apuesto Cayo Memio a la cabeza de un grupo de senadores se opuso a la maniobra de Cepio. Pero Cepio se salió con la suya.

Una vez que se hubo impuesto, a finales de marzo, el primer cónsul salió con las ocho legiones y una importante fuerza de caballería en dirección a Tolosa, con la cabeza llena de ilusiones, no tanto por la gloria sino por la modalidad más privada de incrementar su fortuna. Pues Quinto Servilio Cepio era un auténtico Servilio Cepio, para quien la ocasión de aumentar su fortuna durante su mandato de gobernador era muchísimo más halagadora que sus deseos de gloria militar. Había sido pretor-gobernador en la Hispania Ulterior, cuando Escipión Nasica había declinado el nombramiento alegando que no podían confiar en él, y le había ido muy bien. Ahora que era cónsul-gobernador, esperaba que le fuera mucho mejor.

De haber sido habitualmente posible enviar tropas por mar de Italia a Hispania, Cneo Domicio Ahenobarbo no habría tenido necesidad de abrir la ruta por tierra a lo largo de la costa de la Galia Transalpina; pero lo cierto era que los vientos dominantes y las corrientes marinas dificultaban la navegación entre las dos penínsulas. Así pues, las legiones de Cepio, igual que las de Lucio Casio el año anterior, tuvieron que cubrir a pie la distancia de más de mil millas entre Campania y Narbo. Y no es que a las legiones les importase la marcha, porque todos temían y detestaban el mar, y les horrorizaba mucho más la travesía que el hecho material de caminar mil millas. Para empezar, tenían acostumbrados desde la infancia los músculos a caminar de prisa durante largas distancias, ya que la marcha era el modo más cómodo de locomoción.

Las legiones de Cepio invirtieron en el viaje de Campania a Narbona algo más de setenta días, lo que quiere decir que cubrieron una media de menos de quince millas diarias; una marcha lenta, entorpecida por una gran caravana de pertrechos y el cuantioso ganado, vehículos privados y animales que tenían derecho a llevar los soldados romanos con propiedades, enrolados según el sistema tradicional.

En Narbo, un pequeño puerto reorganizado por Cneo Domicio Ahenobarbo para servir los intereses de Roma, el ejército descansó el tiempo suficiente para recuperarse de la marcha pero sin ablandarse. A principios de verano, Narbo era un lugar delicioso en cuyas diáfanas aguas abundaban gambas, langostas, grandes cangrejos y toda clase de peces; en el fango al final de las salinas, junto a la desembocadura del Atax y el Rustino, había, además de ostras, sabrosos salmonetes. De todos los pescados conocidos por las legiones romanas en sus expediciones, aquellos salmonetes del fango estaban considerados como los más exquisitos. Estos peces se escondían en el fango y había que hacerlos salir para ensartarlos cuando se revolcaban tratando de volver a hundirse.

Los legionarios no sufrían de agujetas, estaban habituados a andar, y sus sandalias de gruesa suela, ceñidas a los tobillos, llevaban tachuelas para hacer un menor contacto con el suelo, amortiguar la pisada y que no se les pegasen los guijarros. Pero era una delicia nadar en aquel mar, descansando los músculos doloridos, y los que hasta entonces habían eludido las clases de natación eran allí descubiertos, para poner en seguida remedio a su ignorancia. Las muchachas de la localidad, como las de cualquier otro lugar, se volvían locas por los uniformes; durante dieciséis días, Narbo fue un hervidero de padres encolerizados, hermanos ahítos de venganza, risitas femeninas, legionarios lascivos y peleas tabernarias, actividades que mantenían a los capitanes prebostes atareados y a los tribunos militares de muy mal humor.

A continuación, Cepio reunió sus tropas y avanzó por la excelente carretera construida por Cneo Domicio Ahenobarbo entre la costa y la ciudad de Tolosa. En el lugar en que el río Atax, procedente de los Pirineos, tuerce en ángulo recto su curso hacia el sur, la siniestra fortaleza de Carcaso se erguía en lo alto. A partir de allí, las legiones salvaron las alturas que separan las aguas del río Garumna de los riachuelos que desembocan en el Mediterráneo y entraron por fin en las fértiles llanuras aluviales de Tolosa.

Como de costumbre, Cepio tuvo la inmensa suerte de hallarse con que los germanos se habían enemistado con sus aliados los volcos y el rey Copilo de Tolosa les había ordenado evacuar la región. Así, Cepio se encontró con que los únicos adversarios para sus ocho legiones eran los desventurados volcos, quienes echaron una ojeada a las nutridas filas con coraza metálica que descendían las faldas de las colinas como una interminable serpiente, y convinieron en que la discreción era con mucho preferible al valor. El rey Copilo y sus huestes se dirigieron a las fuentes del Garumna para dar la alerta a las diversas tribus de la región y esperar a ver si Cepio era tan incauto como lo había sido Lucio Casio el año anterior. Tolosa, en manos de hombres viejos, se rindió inmediatamente. Cepio no cabía en sí de gozo.

¿Por qué ese alborozo? Porque Cepio sabía lo del oro de Tolosa. Y ahora podía caer en sus manos sin necesidad de combatir. ¡La suerte sonreía a Quinto Servilio Cepio!

Ciento setenta años antes, los volcos tectosagos se habían incorporado a una migración gala, dirigida por el segundo de los dos famosos reyes celtas llamado Breno. Este segundo Breno había invadido Macedonia y entrado en Tesalia, venció a las defensas griegas en el paso de las Termópilas, para luego penetrar en Grecia central y el Epiro, saqueando y pillando los tres templos más ricos del mundo, el de Dodona en el Epiro, el de Zeus en Olimpia y el santuario del oráculo de Apolo en Delfos. Luego, los griegos contraatacaron y los galos se retiraron al norte con su botín. Breno murió de resultas de una herida y sus planes se vinieron abajo. En Macedonia, las tribus, al verse sin jefe, decidieron cruzar el Helesponto para pasar a Asia Menor, donde fundaron una avanzadilla del pueblo galo llamada Galacia. Pero hubo quizá una mitad de los galos tectosagos que quiso volver a Tolosa en vez de cruzar el Helesponto, y en una gran asamblea todas las tribus acordaron que a aquellos añorantes galos se les confiaran las riquezas producto del pillaje en medio centenar de templos, entre ellos los de Dodona, Olimpia y Delfos. Pero se tra taba de un simple depósito, porque los volcos, de regreso a Tolosa, tenían que guardar las riquezas de toda aquella migración hasta que las tribus volvieran y las reclamasen. Para facilitar el viaje, los volcos lo fundieron todo: estatuas macizas de oro, jarrones de plata de un metro de alto, copas y platos, trípodes de oro, coronas de oro y plata fueron a parar al crisol. Cuando lo tuvieron todo en lingotes, mil carros cargados pusieron rumbo oeste por los apacibles valles del Danubio, y llegaron al cabo de varios años al Garumna y a Tolosa. La historia había llegado a oídos de Cepio siendo gobernador de la Hispania Ulterior tres años antes, y desde entonces había soñado con encontrar el oro de Tolosa, pese a que su informante hispano le había asegurado que aquel tesoro era un mito. En Tolosa no había oro, así lo juraban todos los que habían visitado la ciudad de los volcos tectosagos. Los volcos no tenían más riqueza que su generoso río y las fértiles tierras. Pero Cepio confiaba en su suerte; estaba convencido de que el oro estaba en Tolosa. Si no, ¿cómo había sabido él la historia en Hispania, y había recibido después la encomienda de seguir los pasos de Lucio Casio hasta Tolosa, encontrándose con que los germanos habían partido y pudiendo tomar la ciudad sin lucha? Porque la fortuna estaba de su parte.

Se despojó del atuendo militar, vistió su toga bordada en púrpura y recorrió las calles bastante primitivas de la ciudad, fisgando en todos los escondrijos y huecos de la fortaleza; y aun recorrió todos los campos y prados que rodeaban las afueras de la ciudad, más de estilo hispano que galo. Efectivamente, Tolosa tenía poco espíritu galo; allí no había druidas ni notaba la característica aversión gala por los entornos urbanos. Los templos y sus recintos estaban construidos a la manera de los de las ciudades hispanas, con pintorescos jardines con lagos y riachuelos artificiales alimentados por el Garumna. ¡Una delicia!

Como no encontraba nada, Cepio puso al ejército a trabajar en busca del oro; una búsqueda con ambiente festivo, realizada por unas tropas ya sin la angustia de un enfrentamiento con el enemigo y ansiosas de cobrar su parte del fabuloso botín.

Pero no daban con el oro. Si, en los templos se hallaron algunos objetos de gran valor, pero sólo unos pocos y nada de barras de oro. Y la ciudadela fue una gran decepción, como ya había comprobado el propio Cepio: nada más que armas y dioses de madera, recipientes de asta y platos de cerámica. El rey Copilo vivía con gran sencillez y no había sótanos secretos de almacenamiento.

Entonces, Cepio tuvo una genial idea y mandó a los soldados excavar en los jardines que rodeaban los templos. En vano. Ni una sola zanja, aun la más profunda, reveló el menor indicio de oro. Los zahoríes enarbolaron sus varitas de mimbre sin obtener la menor señal que las hiciera vibrar o doblarse como arcos. Del recinto de los templos, la búsqueda pasó a los campos de labor y a las calles de la ciudad, pero todo fue inútil. Y mientras el paisaje se iba pareciendo cada vez más a la obra de un topo gigante enloquecido, Cepio no paraba de pasearse y pensar.

En el Garumna había pesca abundante, incluido el salmón y ciertas variedades de carpa, y como el río alimentaba los lagos de los templos, también en éstos proliferaban los peces. A los legionarios de Cepio les resultaba más fácil pescarlos en los lagos que en el río, de ancho y profundo cauce y corriente rápida; así, paseando de arriba abajo, no veía más que soldados prendiendo moscas y haciendo cañas con ramas de sauce. Pensativo y sin dejar de pasear, llegó hasta el lago más grande. Y alli, absorto en sus pensamientos, contempló distraídamente el juego que producía la luz en las escamas de los abundantes peces, dando mil centelleos y fulgores entre los juncos. Eran en su mayoría reflejos plateados, pero de vez en cuando fulguraba una carpa con un brillo aurífero.

La idea se fue abriendo paso en su subconsciente y, de pronto, le acometió y estalló en su cerebro. Mandó llamar a su cuerpo de ingenieros y les ordenó vaciar el lago; no fue una tarea difícil y, desde luego, valió la pena. El oro de Tolosa se hallaba en el fondo de aquellos estanques sagrados, oculto por el fango, los juncos y los residuos naturales de muchas décadas.

Una vez seco y amontonado el último lingote de oro, Cepio fue a examinar el botín y tuvo que contener un grito. No había querido asistir a la operación porque, por su carácter, le gustaba sorprenderse. ¡Y menuda sorpresa! Pasmado quedó en realidad, porque habría unas cincuenta mil barras de oro de unas quince libras, un total de 15000 talentos. Y, además, diez mil barras de plata de veinte libras: 3.500 talentos de plata. Luego, los zapadores encontraron más plata en los lagos, pues resultaba que los volcos habían utilizado su tesoro para hacer piedras de plata maciza para moler, y una vez al mes las sacaban del río y las dedicaban a moler trigo para tener provisión de harina durante un mes.

– Muy bien -dijo enérgicamente Cepio-. ¿Cuántos carros podemos dedicar a transportar el oro a Narbo?

La pregunta se la había hecho a Marco Furio, su praefectus fabrum, el encargado de los aprovisionamientos, pertrechos, equipos, arreos, forrajes y todo lo necesario para mantener un ejército en campaña.

– Quinto Servilio, tenemos mil carros de pertrechos, de los cuales en este momento hay vacíos un tercio. Pongamos trescientos cincuenta, haciendo un esfuerzo. Si cada carro carga unos treinta y cinco talentos, que ya está bien aunque no es un peso excesivo, necesitaremos unos trescientos cincuenta carros para la plata y cuatrocientos cincuenta para el oro -respondió Marco Furio, que no era miembro de la antigua familia de los Furios, sino nieto de un esclavo Furio, y en aquel entonces cliente y banquero de Cepio.

– Pues entonces mejor será que enviemos primero la plata en trescientos cincuenta carros, la descarguemos en Narbo y que los carros vuelvan a Tolosa para transportar el oro -dijo Cepio-. Entretanto, haré que las tropas descarguen otros cien carros para luego poder enviar el oro en un solo convoy.


A finales de julio, la plata había llegado a la costa, fue descargada, y los carros habían vuelto a Tolosa a por el oro. Cepio, cumpliendo su palabra, se había agenciado otros cien carros.

Mientras cargaban el oro, Cepio se paseaba arrobado entre los sacos de áureos ladrillos, sin poder resistir la tentación de acariciar uno de vez en cuando. Mordiéndose el canto de la mano, pensando con tesón, lanzó un suspiro y dijo:

– Mejor será que partas con el oro, Marco Furio. Alguien con alta autoridad debe estar en Narbo hasta que se embarque la última barra. La plata ya está camino de Roma, ¿verdad? -añadió, volviéndose hacia su liberto griego Bias.

– No, Quinto Servilio -contestó Bias, sumiso-. Los barcos de transporte que viajaron con gran carga, con los vientos de invierno a principios de año se hallan dispersos. Sólo he podido localizar doce buenas naves, y consideré más prudente reservarlas para el oro. La plata está bien guardada en un almacén. Creo que cuanto antes embarquemos el oro para Roma, mejor. Cuando vayan llegando mejores barcos, los reservaré para la plata.

– Bueno, la plata quizá podamos enviarla por tierra -dijo Cepio sin pensarlo mucho.

– Aun con los riesgos de naufragio, Quinto Servilio, yo preferiría el mar para las barras de oro y de plata -replicó Marco Furio-. Por tierra existen muchos riesgos a causa de las tribus alpinas.

– Sí, tienes razón -dijo Cepio con un suspiro-. ¡Oh, es un sueño!, ¿no es cierto? ¡Estamos enviando a Roma más oro y plata de la que hay en todos sus tesoros juntos!

– Cierto, Quinto Servilio -añadió Marco Furio-. Es magnífico.

El oro salió de Tolosa en cuatrocientos cincuenta carros a mediados de agosto. Lo escoltaba una sola cohorte de legionarios, pues la vía romana cruzaba por terreno civilizado que no se había alzado contra Roma en mucho tiempo y los agentes de Cepio le habían informado de que el rey Copilo con sus guerreros seguían en Burdigala, esperando a que el cónsul se aventurase por el camino que había llevado a Lucio Casio a la muerte.

Una vez alcanzada Carcaso, la carretera seguía virtualmente cuesta abajo hasta el mar, por lo que aumentó el ritmo del convoy de carros. Todos iban contentos y despreocupados; los soldados de la cohorte comenzaban ya a bromear diciendo que se olía el aire salino; sabían que al anochecer entrarían en las calles de Narbo y no pensaban más que en ostras, salmonetes y mujeres.

Los asaltantes, en número de un millar, surgieron dando alaridos por la derecha de un espeso bosque que bordeaba la carretera por ambos lados, desplegándose delante del primer carro y del último, a unas dos millas más atrás, con la cohorte de escolta distribuida la mitad en cada extremo. En poco tiempo no quedó un soldado romano con vida y los conductores de los carros fueron simples montones de cuerpos desmadejados.

Había luna llena y era una noche cálida; durante las horas en que el convoy de carros había esperado a que se hiciera de noche, no había habido tráfico alguno en ambas direcciones de la carretera, pues las vías romanas eran para el movimiento de tropas, y el comercio en aquella región de la provincia era escaso entre la costa y el interior, sobre todo desde que los germanos se habían asentado en las cercanías de Tolosa.

Cuando ya la luna estaba alta, volvieron a enganchar las mulas a los carros y parte de los atacantes montaron al pescante, mientras el resto flanqueaba el convoy. En el punto en que el bosque ya no bordeaba la carretera, la caravana tomó por una franja costera en la que pastaban las ovejas. Al amanecer tenían a la vista Ruscino y su río. El convoy volvió a entrar en la Via Domicia y cruzó los Pirineos a la luz del día.

Pasados los Pirineos, siguió un camino tortuoso, alejado de todas las vías romanas, hasta cruzar el río Sucro a la izquierda de la ciudad de Saetabis, y de allí se encaminó a la llanura de los Juncos, una zona desierta y árida situada entre dos sistemas montañosos hispánicos, pero que no se utilizaba como atajo por su falta de agua. Después se perdió su rastro y los agentes de Cepio nunca supieron a dónde fue a parar el oro de Tolosa.

Un mensajero que llevaba un despacho de Narbo tuvo la mala fortuna de hallar los montones de cadáveres a lo largo del tramo de carretera que bordeaba el bosque al este de Carcaso, y al presentarse ante Quinto Servilio Cepio, en Tolosa, éste se desmoronó y rompió a llorar. Lloró por la suerte de Marco Furio, de la cohorte de soldados romanos y por las viudas y huérfanos que dejaban en Italia, pero sobre todo lloró por aquellos montones relucientes de barras de oro, por la pérdida del oro de Tolosa. ¡No era justo! ¿Qué había sucedido con su suerte?, se lamentaba. Y no cesaba de llorar. Ataviado con toga negra de luto, túnica negra y sin franja en el hombro derecho, Cepio volvió a llorar cuando mandó formar al ejército y les comunicó la noticia que ya se había difundido por el campamento.

– Pero al menos aún tenemos la plata -dijo, enjugándose las lágrimas-. La plata sola garantiza una buena ganancia para todos al final de la campaña.

– Yo estoy agradecido dentro de lo malo -comentó un veterano a su compañero de tienda que, como él, había sido obligado a abandonar la granja en Umbría, a pesar de haber servido antes en diez campañas durante más de quince años.

– ¡No me digas! -replicó el compañero, algo más lento en su discurrir, a causa de una antigua herida en la cabeza.

– ¡Ya lo creo! ¿Tú has visto algún general que comparta el oro con nosotros, la escoria de la tropa? No sé cómo, pero siempre encuentran alguna razón para quedárselo ellos. Ah, y el erario se lleva una parte; así es como se las arreglan para quedárselo: sobornando a los del Tesoro. Al menos nos darán algo de plata, y de plata había una montaña. Pero claro, con todo el revuelo que se ha organizado con la pérdida del oro, al cónsul no le quedaba más remedio que ser justo repartiendo la plata.

– Ya te entiendo -dijo el compañero-. Vamos a pescar un salmón gordo para cenar, ¿eh?

El año avanzaba y el ejército de Cepio aún no había entrado en combate, salvo la malhadada cohorte destinada a escoltar el oro de Tolosa. Cepio escribió a Roma contando toda la historia desde la marcha de los germanos hasta la pérdida del oro, y pidió instrucciones.

En octubre le llegó la respuesta, que era más o menos la que se esperaba: se le ordenaba permanecer en las cercanías de Narbo con su ejército, invernar allí y esperar nuevas órdenes en primavera. Lo que significaba que le habían prorrogado un año el mando y seguía siendo gobernador de la Galia romana.

Pero no era igual sin el oro. Cepio se mostraba irritable y mohíno y a veces lloraba; sus oficiales advirtieron que le costaba sentarse y no hacía más que pasear arriba y abajo. La impresión general era que se debía a su carácter y nadie creía que derramase lágrimas por la muerte de Marco Furio y de sus soldados. Cepio lloraba por el oro perdido.


* * *

Una de las principales características de una larga campaña en tierra extranjera es el modo en que el ejército y su jerarquía de mando se amoldan a un estilo de vida en el que el país extranjero llega a adquirir categoría de hogar semipermanente. A pesar de todos los movimientos de incursiones y expediciones, el campamento cobra aspecto de ciudad y la mayoría de los soldados encuentran mujer y casi todas ellas dan a luz; tiendas, tabernas y comerciantes se multiplican fuera de las fortificaciones y las casuchas de adobe para las mujeres y los niños crecen como setas en un improvisado sistema de callejas.

Tal era la situación en el campamento romano en las afueras de Utica, y, en menor grado, la del campamento de Cirta. Como Mario elegía a sus centuriones y tribunos militares con gran cuidado, el período de las lluvias invernales, durante el cual no se combatía, se dedicaba, además de a la instrucción y a maniobras, a dividir a la tropa en octetos de afinidad por tiendas y a solventar los mil y un problemas disciplinarios que por fuerza se dan entre tantos hombres obligados a vivir juntos durante plazos tan largos.

Con la llegada de la primavera africana, cálida, lujuriante, fértil y seca, el campamento entró en ebullición, con un movimiento parecido al que le acomete al caballo por un extremo y recorre su piel hasta el otro. Sacaban los equipos para la campaña que se avecinaba, encargaban la redacción de testamentos a los escribas de las legiones, se limpiaban y engrasaban las cotas de malla, se afilaban espadas y dagas, se rellenaban los cascos con fieltro en previsión del calor y de las abolladuras, se examinaban minuciosamente las sandalias para reponerles los clavos, se remendaban túnicas, y cualquier pertrecho gastado o estropeado se mostraba al centurión y se devolvía a intendencia para que lo reemplazara.

En invierno había llegado de Roma un cuestor del Tesoro con la paga de las legiones y ello provocó un aumento de la actividad entre los funcionarios, dedicados a la contabilidad y al pago de la tropa. Como sus soldados eran insolventes, Mario había creado dos fondos obligatorios para ingresar en ellos parte de la soldada de cada hombre: un fondo para el entierro digno de los legionarios que muriesen fuera de Italia y no en combate (si morían luchando, el entierro lo pagaba el Estado) y un fondo de ahorro en el que se guardaba el dinero de la tropa hasta que se licenciase.

El ejército de Africa sabía que le esperaban grandes acciones en la primavera del consulado de Cepio, aunque esto sólo se sabía en las altas esferas del mando. Recibieron órdenes de marcha ligera, lo cual significaba que no habría que formar un convoy de pertrechos de varias millas en carros tirados por bueyes, sino de carros con mulas capaces de seguir el paso de la marcha y acampar cada noche. Ahora todos los soldados estaban obligados a llevar su equipo a la espalda, lo que hacían muy ingeniosamente, colgado de un fuerte palo desbastado que portaban sobre el hombro izquierdo, con los adminículos de afeitarse, las túnicas de muda, calcetines, calzones de invierno y pañuelos para el cuello para evitar el roce de la cota de malla, todo ello dentro de la manta enrollada y metido en una funda de cuero y con el sagum, la capa circular para la lluvia; y en una bolsa de piel, cubiertos y cazuela, cantimplora, un mínimo de raciones para tres días, una estaca ya cortada para la empalizada del campamento, las herramientas de atrincheramiento que les entregasen, un cubo de cuero, una cesta de mimbre, una sierra y una hoz, y productos para cuidar las armas y la armadura. El escudo, guardado en una funda de piel fina, lo llevaban colgado a la espalda debajo de su equipo, mientras que el casco, desprovisto del penacho de crin de caballo, cuidadosamente guardado, lo metían con lo demás, se lo colgaban del pecho o lo llevaban puesto si marchaban para atacar. El soldado siempre se quitaba la cota de malla para la marcha y se ceñía a la cintura las veinte libras de peso con el cinturón para distribuir la carga en las caderas. Al lado derecho del cinturón fijaba la espada en la vaina y a la izquierda la daga, igualmente envainada, para portarlas en las marchas. No llevaba las dos lanzas.

Cada ocho hombres disponían de una mula en la que cargar la tienda de cuero, los piquetes y las lanzas, además de las raciones suplementarias si no se las repartían cada tres dias. Ochenta legionarios y veinte auxiliares formaban una centuria al mando de un centurión, y cada centuria disponía de un carro tirado por una mula en el que iba el resto de los pertrechos: ropa, herramientas, armas de reserva, parapetos de mimbre para la fortificación del campamento, raciones cuando no se repartían durante períodos largos y otras cosas. Si se desplazaba todo el ejército sabiendo que no iba a volver sobre sus pasos al final de la campaña, todas las pertenencias, desde los botines a la artillería, se transportaba en carros tirados por bueyes que le seguían varias millas a retaguardia fuertemente vigilados.

Cuando, en primavera, Mario se puso en marcha hacia Numidia occidental, dejó los pertrechos pesados en Utica. No obstante, era un impresionante desfile de tropas que se alargaba hasta el infinito, pues cada legión con sus carros de mulas y artillería ocuparía una milla, y Mario avanzaba en dirección oeste con seis legiones y la caballería. De todos modos, ésta la dispuso sobre los flancos de la infantería, con lo cual la columna se extendía unas seis millas.

En campo abierto no había posibilidad de emboscadas y el enemigo no podía lanzar un ataque simultáneo por sorpresa sobre todo el largo de la columna, y en un ataque parcial, el resto de la tropa se habría lanzado contra los agresores, rodeándolos.

No obstante, cada noche se cursaba la misma orden: acampar. Lo que significaba medir y marcar un área lo bastante grande para albergar a todos los hombres y animales del ejército, excavar hondas trincheras, fijar en el fondo las estacas afiladas llamadas stimuli, levantar taludes de tierra y empalizadas. Pero, al final, todos -excepto los centinelas-, podían dormir como un tronco, a sabiendas de que el enemigo no podía infiltrarse con suficiente rapidez para tomar el campamento por sorpresa.

Fueron los hombres de este ejército, el primero totalmente formado por "el censo por cabezas", los que se autobautizaron "mulas de Mario", porque el cónsul los había cargado como mulas. En los ejércitos al estilo tradicional, formados por propietarios, hasta la clase de tropa marchaba con los efectos cargados en mulas, burros o esclavos, y los que no podían procurárselos, alquilaban espacio de carga a los que disponían de él. En consecuencia, se tenía un mal control del número de carros y furgones, porque muchos eran privados. Y, por lo tanto, un ejército al estilo antiguo marchaba más despacio y con menor eficacia que el de Mario y otros similares que le sucederían en los seis siglos siguientes.

Mario había dado a los proletarios del "censo por cabezas" un trabajo útil y un salario por hacerlo. Pero, aparte de eso, pocos favores les hizo, salvo rebanar por arriba y por abajo el borde curvado del viejo escudo de infantería de metro y medio de altura, porque si no los soldados no habrían podido llevarlo a la espalda bajo el palo con los efectos; el nuevo escudo era noventa centimetros más bajo y no chocaba con la carga ni les pegaba en los talones durante la marcha.


Y así se dirigieron hacia el oeste de Numidia en una columna de seis millas de largo, cantando a grito pelado himnos de marcha para guardar el paso y sentir la camaradería militar; avanzando juntos, cantando juntos y formando una compacta máquina humana que todo lo arrollaba a su paso. A la mitad de la columna marchaba el general Mario con su estado mayor y los carros de mulas que transportaban sus efectos, cantando como los demás. Ningún oficial iba a caballo, porque era incómodo y llamaba la atención aunque llevaban caballos a mano para el caso de un ataque en el que el general necesitara ver desde lo alto para observar el despliegue y distribuir sus órdenes.

– Saquearemos todas las ciudades, pueblos y aldeas que vayamos encontrando -dijo Mario a Sila.

Y el programa se llevó a rajatabla, con la adición de algunos silos y almacenes de ahumados que se pillaron para aumentar los aprovisionamientos, además de la violación de las mujeres que encontraban, porque los soldados echaban de menos a sus mujeres y la homosexualidad estaba penada con la muerte. Pero sobre todo, la tropa ansiaba tomar un botín, que no estaba permitido guardar como propiedad privada, sino que quedaría sumado a los fondos del ejército.

Cada ocho días el ejército se tomaba un descanso, y siempre que llegaba a un punto en que la costa coincidía con la ruta de marcha, Mario concedía tres días para descansar, nadar, pescar y comer bien. A finales de mayo se encontraban al oeste de Cirta, y a finales de julio habían alcanzado el río Muluya, cubriendo seiscientas millas hacia el oeste.

Había sido una campaña fácil; el ejército de Yugurta no se había dejado ver, las poblaciones no podían ofrecerles resistencia y en ningún momento les había faltado comida ni agua. El inexorable régimen de galleta, gachas de legumbres, tocino salado y queso salado se había visto adornado con suficiente carne de cabra, pescado, ternera, cordero, frutas y verduras para que todos estuvieran de buen humor, y el vino agrio que a veces daba el ejército se había visto mejorado con cerveza beréber de cebada y buen vino.

El río Muluya constituía la frontera entre Numidia y Mauritania oriental. Si a finales del invierno era un turbulento torrente, a mediados de verano quedaba reducido a una serie de pozas y a finales de otoño se hallaba completamente seco. En medio de aquella llanura, no muy distante del mar, se alzaba un abrupto elevamiento volcánico en el que Yugurta había construido una fortaleza. Y en ella -le habían informado a Mario sus espías- se guardaba un gran tesoro porque la fortaleza era el cuartel general occidental de Yugurta.

El ejército romano llegó a la llanura, se aproximó a las altas riberas que el río había excavado y construyó un campamento permanente lo más cerca posible de la fortaleza de la montaña. Luego, Mario, Sila, Sertorio y Aulo Manlio, con el resto de los mandos, se dedicaron a estudiar la inexpugnable posición.

– Hay que descartar la idea de un asalto frontal -dijo Mario-. Y, la verdad, no veo el modo de sitiarla.

– Porque no hay ningún modo de sitiarla -dijo sin vacilación el joven Sertorio, que había efectuado varias inspecciones del picacho desde todos los ángulos.

Sila alzó la cabeza para ver la cumbre, bajo el ala de su sombrero.

– Creo que vamos a estarnos aquí abajo plantados sin poder subir -dijo, con una sonrisa-. Aunque construyésemos un caballo gigantesco de madera, no podríamos hacerlo llegar hasta las puertas.

– Ni tampoco una torre de asalto -añadió Aulo Manlio.

– Bien; tenemos un mes por delante antes de regresar al Este -concluyó Mario-. Vamos a pasarlo acampados aquí, haciendo la vida lo más agradable posible a los hombres. Lucio Cornelio, mira a ver de dónde vas a aprovisionarte de agua, y, después, busca río abajo unas pozas profundas para el baño. Aulo Manlio, organiza grupos de pesca para que vayan hasta el mar, que queda a unas diez millas, según los exploradores. Mañana, tú y yo cabalgaremos a lo largo de la costa para echar un vistazo. No van a correr el riesgo de hacer una incursión fuera de la fortaleza para atacarnos, así que podemos dejar que la tropa se divierta. Quinto Sertorio, encárgate del aprovisionamiento de fruta y verdura.

– Esta campaña ha sido como unas vacaciones -dijo Sila a Mario cuando estuvieron solos en la tienda-. ¿Cuándo voy a tener el bautismo de sangre?

– Deberías haber estado en Capsa, aunque se rindieron sin lucha dijo Mario, mirando inquisitivo a su cuestor-. ¿Te estás aburriendo, Lucio Cornelio?

– En realidad, no -contestó Sila, ceñudo-. No me habría imaginado lo interesante que es esta forma de vida; siempre hay algo útil que hacer, problemas interesantes que resolver. ¡Ni siquiera me importa la contabilidad! Lo que sucede es que necesito entrar en combate. Mira tu caso: cuando tenías mi edad ya habías participado en cincuenta batallas, mientras que yo soy un novato.

– Ya entrarás en combate, Lucio Cornelio, y espero que pronto.

– ¿Ah, sí?

– Claro. ¿Por qué crees que estamos aquí, tan lejos de todo centro importante?

– No, no me lo digas. ¡Déjame adivinarlo! -replicó Sila sin dejarle seguir-. Estás aquí porque… porque esperas darle un buen susto al rey Boco para que no se alíe con Yugurta… Porque si Boco se une a Yugurta, éste se sentirá lo bastante fuerte para atacar.

– ¡Excelente! -dijo Mario, sonriendo-. Este país es tan grande, que podríamos pasarnos diez años recorriéndolo de arriba abajo sin llegar a encontrar a Yugurta. Si éste no contara con los gétulos arrasando las regiones habitadas, se habría acabado su resistencia, pero los tiene a ellos. Sin embargo, es demasiado orgulloso para hacerse a la idea de un ejército romano haciendo de las suyas por las ciudades de Numidia, y no cabe duda de que debe de estar pasando apuros por nuestros pillajes, sobre todo por el de sus reservas de grano. De todos modos es lo bastante astuto para arriesgarse a una batalla campal estando yo al mando. A menos que empujemos a Boco para que se una a él, y en ese caso los moros formarían una buena fuerza de veinte mil hombres y cinco mil excelentes jinetes. Así que, si Boco se le une, Yugurta atacará. Estoy seguro.-

– ¿Y no te preocupa que con Boco nos sobrepase en número?

– ¡No! Seis legiones romanas bien entrenadas y con buen mando pueden hacer frente a cualquier enemigo, por nutrido que sea.

– Pero Yugurta ha aprendido a hacer la guerra con Escipión Emiliano en Numancia -replicó Sila-, y luchará al estilo romano.

– Hay otros reyes extranjeros que luchan al estilo romano -replicó Mario-, pero no tienen tropas romanas. Nuestros métodos han sido concebidos para que se adapten a la mentalidad y carácter de nuestra gente, y en este aspecto no hago distingos entre romanos, latinos e itálicos.

– ¿Disciplina? -inquirió Sila.

– Y organización -dijo Mario.

– Pero ninguna de esas cosas nos va a llevar a la cumbre de esa montaña -replicó Sila.

– ¡Cierto! -añadió Mario, riendo-. Pero siempre hay una posibilidad, Lucio Cornelio.

– ¿Cuál?

– La suerte -respondió Mario-. Nunca olvides la suerte.

Se habían hecho buenos amigos, pues, aunque eran muy distintos, había una similitud básica entre ambos: ninguno de los dos era de mentalidad ortodoxa y ambos eran capaces de gran desprendimiento y pasión. Pero la semejanza más importante era que tanto a Mario como a Sila les gustaba hacer su cometido lo mejor posible. Los aspectos de su carácter que habrían podido separarlos estaban latentes durante aquellos primeros años en que el joven no podía esperar rivalizar a ningún nivel con el mayor, y el más joven no necesitaba utilizar su sangre fría, del mismo modo que el mayor no necesitaba hacer gala de su iconoclastia.

– Hay quienes sostienen que un hombre es el propio artífice de su suerte -dijo Sila, estirando los brazos por encima de la cabeza.

Mario abrió unos grandes ojos, con la consiguiente elevación de sus espesas cejas.

– ¡Desde luego! ¿Pero no es bonito saber que se tiene?


Publio Vagienio, que procedía del agro de Liguria y servía en un escuadrón auxiliar de caballería, se encontró con más trabajo del que le gustaba cuando Mario montó el campamento a orillas del río Muluya. Suerte que la llanura estaba cubierta por una espesa capa de hierba, plateada por el sol estival, de modo que el pasto de los miles de mulas del ejército no representaba un problema, pero los caballos eran más delicados y comían a regañadientes aquella correosa cobertura vegetal. Por eso había que llevarlos al norte de la fortaleza, en el centro de la llanura, a que pastaran en un sitio en que las aguas subterráneas habían estimulado el crecimiento de hierba más tierna.

Si el comandante no hubiese sido Mario, pensaba enfurruñado Publio Vagienio, la caballería habría acampado aparte, cerca de unos pastos adecuados. Pero no; Cayo Mario no quería tentar a los de la fortaleza y había ordenado que todas las tropas acampasen juntas. Así que todos los días los escuchas tenían que asegurarse de que el enemigo no acechase por los alrededores y luego los auxiliares de caballería llevaban a los animales a pastar, para volver a traerlos de nuevo al campamento por la tarde; ello implicaba atar a los caballos, para que pastaran sin peligro de que escaparan.

Así, todas las mañanas, Publio Vagienio tenía que montar en uno de sus dos corceles y llevarlo con el otro al centro de la llanura hasta los buenos pastos, trabarlos para que pacieran apaciblemente todo el día y volver a cubrir las cinco millas que los separaban del campamento, en donde, apenas habían comenzado (le parecía a él) sus horas de descanso, ya tenía que reunir de nuevo a los caballos y volver a lo mismo. A lo que había que añadir que a nadie de caballería le gustaba andar al paso.

No obstante, nada estipulaba que hubiese que volver al paso al campamento después de que pastasen los animales. Por consiguiente, Publio Vagienio hizo unas modificaciones en su programa. Como montaba a pelo y sin brida -sólo un necio habría dejado silla y brida todo el día en pleno campo-, tomó la costumbre de colgarse una bolsa de agua al hombro y un zurrón con comida a la cintura cuando salía del campamento. Luego, tras soltar a los dos animales cerca de las laderas del monte de la fortaleza, se retiraba a la sombra a dejar pasar el día.

En su cuarto viaje colocó tranquilamente la cantimplora y el zurrón en un declive entre peñascos, lleno de fragantes flores, se acomodó en una hondonada, cerró los ojos y se adormeció. En ese momento sopló una ráfaga de viento procedente de la montaña, de un fuerte olor muy curioso. Un olor que a Publio Vagienio le hizo abrir los ojos, excitado, e incorporarse de un salto. Porque era un olor que él conocía: caracoles. ¡Caracoles grandes, gordos, dulces, suculentos, pura ambrosía!

En los Alpes costeros de Liguria y en los todavía más altos allende aquéllos -que era la tierra de origen de Publio Vagienio- había caracoles. Los había comido desde pequeño, y gracias a los caracoles se había acostumbrado a echar ajo a todo lo que comía. Publio Vagienio era un avezado gastrónomo de caracoles, soñaba criarlos algún día para comercializarlos, e incluso llegar a criar una nueva especie. Hay quien tiene olfato para los vinos, otros para los perfumes, pero Publio Vagienio tenía olfato para los caracoles. Y aquel aroma de caracoles que traía el viento procedente del monte de la fortaleza le decía que allí arriba había caracoles de una exquisitez sin igual.

Con la diligencia del cerdo que sigue un rastro de trufas, se dispuso a responder al estímulo de su sentido olfatorio, ascendiendo por la falda de aquella altura hasta la colonia de caracoles. Desde que había llegado a Africa en septiembre del año anterior con Lucio Cornelio Sila, no había probado un solo caracol. Los caracoles africanos tenían fama en todo el orbe, pero él no había logrado descubrir dónde anidaban, y los que llegaban a Utica y Cirta iban directamente a la mesa de los tribunos y legados, si es que no iban directamente a Roma.

Otra persona sin tanto acicate no habría dado con aquella fumarola de vapores volcánicos hacía tiempo extinguidos, porque se encontraba tras un muro de basalto, aparentemente compacto, formado por enormes cristales a guisa de columnas; pero Publio Vagienio, con la nariz baja, siguió el rastro hasta descubrir una gran chimenea en un punto disimulado por un efecto óptico. En el transcurso de millones de años de inactividad, el viento había llenado de polvo la abertura a ras del terreno y éste se acumulaba a gran altura contra la pared, pero aún quedaba sitio para acceder al interior de la cavidad. Tendría unos siete metros de ancho y tal vez setenta y cinco hasta lo alto, por donde asomaba un pedazo de cielo. Era de paredes verticales, que a cualquiera le habrían parecido inaccesibles, pero Publio Vagienio era un buen escalador, además de un goloso de caracoles que seguía el rastro de una delicia gustatoria inenarrable. Y se puso a escalar la fumarola, con dificultad, si, pero sin correr el menor riesgo de despeñarse.

Al coronarla, salió a una plataforma herbosa de unos treinta metros de largo y quince de ancho en el punto máximo de su proyección, que era donde terminaba la chimenea. Como el paraje estaba situado en la cara norte del escabroso promontorio volcánico -que era en realidad el resto erosionado de la erupción de lava, pues la montaña externa había desaparecido muchos eones atrás-, la cornisa se hallaba constantemente humedecida por filtraciones, algunas de las cuales chorreaban por el borde de la fumarola, aunque la mayor parte escurría rocas abajo por una fisura que había en la plataforma, dominada casi toda ella por un risco de más de cien metros. Y ese acantilado que la dominaba tenía en su base una concavidad llena de filtraciones con una espesa cortina de helechos, musgo, plantas muscíneas y juncos; había una zona en que se filtraba tanta agua de la roca por la enorme presión de la montaña, que brotaba un pequeño riachuelo que salpicaba en su descenso y discurría con las otras filtraciones hasta el borde de la cornisa. Era evidente que por eso los pastos por aquel lado de la llanura eran de hierba más tierna.

La gran concavidad había sido antaño un depósito de musgos, que penetraba en profundidad en el hueco del tapón volcánico, acumulaba agua y emergía a la superficie, donde lo erosionaban fuertemente los vientos y las heladas. Algún día, se dijo el experto montañero Publio Vagienio, aquel imponente muro de basalto quedaría tan socavado que se desplomaría, sepultando la concavidad, la cornisa y la vieja chimenea volcánica.

La gran concavidad era un criadero de caracoles por su filtración incesante, que en aquella tierra tan seca producía una bolsa de aire húmedo llena de gran cantidad de humus y diminutos insectos, tan codiciados por los caracoles, siempre en sombra, y protegida de los vientos por el farallón que, en dos tercios de la longitud de la cornisa, se alzaba sobre ella en forma convexa desviando los vientos.

Aquello apestaba a caracoles, pero a unos caracoles que Publio Vagienio no conocía, según su nariz. Cuando por fin vio uno, tuvo que contener un grito. ¡El caparazón era tan grande como la palma de la mano! Y en seguida vio docenas, cientos de ellos; el más pequeño con un caparazón tan largo como su dedo índice y algunos más largos que la mano abierta. Sin dar crédito a lo que veía, trepó a la concavidad, explorándola lleno de asombro, y llegó hasta su extremo, donde encontró una auténtica pista ascendente de caracoles que no acababa.

La pista llegaba a una grieta que daba paso a una concavidad más estrecha llena de helechos. Cada vez había más caracoles. Y de pronto se encontró al otro extremo del muro extraplomado, vio que tendría más de treinta metros escalables y siguió trepando hasta que, al coronarlo, se tropezó con un caracol gigante: la lava seca y erosionada del tapón de lava en la cima del extraplomo. Aterrado, contuvo un grito, y se escondió sin perder tiempo tras una roca. A menos de doscientos metros sobre su cabeza estaba la fortaleza. La pendiente era tan suave que habría podido subirla sin ningún cayado con pincho; y la muralla de la fortaleza era tan baja que habría podido saltarla sin necesidad de que le empujasen desde abajo.

Publio Vagienio volvió sobre sus pasos por la pista de caracoles, llegó a la parte baja de la concavidad y recogió media docena de los caracoles más gordos, que envolvió en unas hojas húmedas y se guardó entre pecho y túnica. Después, acometió el dificil descenso, con el impedimento de su preciosa carga, pero estimulado por ella y haciendo proezas de escalada. Finalmente llegó a la hondonada florida.

Un buen trago de agua y se Sintió mejor. Los caracoles estaban bien, pegajosos y vivos. Como no pensaba compartirlos con nadie, los metió en el zurrón con las hojas y unos puñados de humus más seco recogido en la hondonada, que mojó con agua de la bota. Ató bien el zurrón para que no se escapasen y lo dejó a la sombra.

Al día siguiente cenó como un rey, pues se trajo la cazuela para cocer dos de sus presas, acompañándolas con ajo. ¡Qué caracoles! Estaba claro que el tamaño en nada influye para que los caracoles estén duros; al contrario, lo que hace es dotarlos de otros sabrosos matices y procurar más carne para comer sin necesidad de hurgar tanto.

Durante seis días la cena consistió en un par de caracoles, y efectuó otro viaje a la fumarola para coger otra media docena. Pero el séptimo día su conciencia comenzó a remorderle. De haber sido otra persona con mayor capacidad de análisis, habría constatado que aquel aguijoneo interno aumentaba en proporción aritmética a los retortijones provocados por el hartón de caracoles. Al principio pensó que era un mentula egoísta por guardarse los caracoles sólo para él, cuando tenía buenos amigos en su escuadrón. Luego dio en pensar en la circunstancia de haber descubierto una vía de escalada a la montaña.

Tres días más estuvo luchando con su conciencia, pero, finalmente, sufrió un ataque de gastritis que casi acaba con su afición por los caracoles y que incluso le hizo desear no haberlos probado. Eso le decidió.

No se entretuvo en informar al jefe del escuadrón; fue directamente a la cúspide.

La tienda del general, con su bandera, estaba situada aproximadamente en el centro del campamento, junto a la intersección de la vía praetoria, que unía la puerta principal con la trasera, y la vía principalis, que unía las dos puertas laterales; a ambos lados había una explanada para las asambleas. Allí, en una estructura de recias pieles, sostenidas por una armadura de madera, tenía Cayo Mario su puesto de mando y su cuartel; a la sombra de un toldo que se extendía ante la entrada principal había una mesa y una silla, ocupadas por el tribuno militar del día, cuyo cometido era cribar a los que deseaban ver al general y hacer llegar a su destino las diversas órdenes. Había, a ambos lados de la puerta, dos centinelas en posición de descanso pero vigilantes, aliviados en la monotonía del servicio por la circunstancia de que podían escuchar lo que hablaba el tribuno con los visitantes que acudían a la tienda.

Estaba de servicio Quinto Sertorio y lo hacía con gran placer. Le gustaba aquello de resolver problemas de abastecimiento, disciplina, moral y atender a los que solicitaban algo, y le encantaban las tareas cada vez más difíciles e importantes que le encomendaba Mario. Si había un caso de culto a la personalidad, la palma se la llevaba Quinto Sertorio por su admiración hacia Mario, que para él representaba la encarnación perfecta del señor-soldado. Nada de lo que Cayo Mario le hubiese pedido le habría resultado desagradable a Quinto Sertorio, y, mientras que otros tribunos militares noveles detestaban estar de servicio en la tienda del general, a Quinto Sertorio le encantaba.

Cuando el ligur de las tropas auxiliares de caballería llegó hasta su mesa con el paso característico de los que se pasan la vida montados con las piernas colgando, Quinto Sertorio le miró con curiosidad. Era un individuo de aspecto poco atractivo y tenía una cara que únicamente podía haber parecido agradable a su madre, pero llevaba bien ajustada la cota de mallas, lucía en las botas ligures de montar de suela blanda unas relucientes espuelas y sus polainas de cuero estaban bastante limpias. Era de esperar que oliese un poco a caballo, porque era un aroma que impregnaba a todo el ejército y no había nada que hacer por mucho que se bañaran o lavaran la ropa.

Dos pares de ojos que se observan mutuamente, complacidos.

Ninguna condecoración, pensó Quinto Sertorio; pero tampoco la caballería había realizado acción alguna.

Joven para ese cargo, pensó Publio Vagienio, pero tiene un aspecto militar como he visto en pocos de estoS romanos andarines, que no saben nada de caballos.

– Se presenta Publio Vagienio, del escuadrón ligur de caballería. Querría ver a Cayo Mario.

– ¿Grado? -inquirió Quinto Sertorio.

– Soldado de caballería.

– ¿Qué deseas?

– Es un asunto privado.

– El general -replicó Quinto Sertorio con una sonrisa- no suele recibir a soldados rasos auxiliares de caballería, y más cuando no vienen acompañados por su tribuno. ¿Dónde está el tuyo?

– El no sabe que he venido -respondió Publio Vagienio, concara de terco-. Es un asunto privado.

– Cayo Mario está muy ocupado.

Publio Vagienio apoyó las manos en la mesa y se inclinó sobre el tribuno, casi asfixiándole con el olor a ajo.

– Mirad, joven, decidle a Cayo Mario que tengo una propuesta que le interesará mucho, pero no pienso decírsela a nadie más que a él. Nada más.

Sin alterar la mirada ni la expresión y conteniendo las ganas de reír, Quinto Sertorio se levantó.

– Espera ahí, soldado -dijo.

El interior de la tienda estaba dividido en dos zonas por una partición de piel con una raja en el centro. La sección más interior constituía la vivienda de Mario y la más externa hacía las veces de despacho. Esta primera sección era, con mucho, la más grande y en ella había una serie de sillas y mesas plegables, cartapacios con mapas, maquetas de obras de asedio realizadas por los zapadores, basándose en la montaña del Muluya, y anaqueles portátiles con casilleros llenos de documentos, rollos, libros y papeles.

Cayo Mario estaba sentado en su silla curul de marfil a un lado de la gran mesa plegable a modo de escritorio, con su legado Aulo Manlio al otro lado y su cuestor Lucio Cornelio Sila en medio. Era evidente que estaban ocupados en la tarea que más detestaban, pero tan cara a los burócratas encargados del Tesoro: los libros de contabilidad. Quinto Sertorio advirtió en seguida que era una reunión preliminar, pues de haber sido una sesión oficial habrían estado acompañados de los funcionarios y escribas.

– Cayo Mario, perdonad que os interrumpa -dijo Sertorio con cierta timidez.

Algo en su tono hizo que los tres hombres alzaran la vista para mirarle.

– Estás perdonado, Quinto Sertorio. ¿Qué hay? -dijo Mario, sonriendo.

– Es que no sé si os hará perder el tiempo, pero hay un soldado de la caballería ligur que insiste en veros y no quiere decir para qué.

– Un soldado ligur de caballería -repitió Mario, despacio-. ¿Y qué dice su tribuno?

– Es que no ha consultado con el tribuno.

– Ah, es un asunto secreto, ¿eh? -añadió Mario, mirando sagazmente a Sertorio-. ¿Y por qué tengo que recibirle, Quinto Sertorio?

– Si pudiera contestaros desempeñaría mucho mejor mi trabajo -respondió Sertorio sonriendo-. De verdad que no lo sé, pero tengo la impresión, aun a riesgo de equivocarme, de que deberíais recibirle, Cayo Mario. Es una impresión.

– Que pase -dijo Mario, dejando un papel que tenía en la mano.

El verse ante el estado mayor no hizo mella alguna en la seguridad de Publio Vagienio, que se cuadró parpadeando bajo la luz más tenue de la tienda, sin mostrar ninguna intimidación.

– El soldado Publio Vagienio -dijo Sertorio, disponiéndose a marchar.

– Quédate, Quinto Sertorio -dijo Mario-. Bien, Publio Vagienio, ¿qué quieres decirme?

– Muchas cosas -respondió el ligur.

– ¡Pues dilo, hombre!

– ¡En seguida, en seguida! -replicó Publio Vagienio sin acobardarse-. Primero voy a exponeros mi caso. ¿Os digo la información o mi propuesta de negocio?

– ¿Tiene que ver una cosa con la otra? -inquirió Aulo Manlio.

– Segurísimo, Aulo Manlio.

– Pues di primero lo del negocio -terció Mario con cara de palo-. Me gusta la aproximación indirecta.

– Caracoles -dijo Publio Vagienio.

Los cuatro romanos le miraron sin decir palabra.

– Esa es mi propuesta de negocio -añadió pausadamente el ligur-. Unos caracoles. ¡Los caracoles más grandes y sabrosos que existen!

– Ah, por eso apestas a ajo -comentó Sila.

– Sin ajo no puedo comer caracoles -replicó Vagienio.

– ¿Y en qué podemos ayudarte con lo de los caracoles? -inquirió Mario.

– Deseo una concesión -contestó Vagienio- y que me presentéis a buenos clientes en Roma para venderlos.

– Entiendo -dijo Mario, mirando a Manlio, Sila y Sertorio. Ninguno sonreía-. Bien, acordada la concesión; me imagino que podremos arreglar lo de la presentación. ¿Y cuál es la información que dices?

– He encontrado un camino para subir a la montaña.

Sila y Aulo Manlio se irguieron en su asiento.

– Has encontrado un camino que asciende a la montaña -dijo Mario pausadamente.

– Sí.

Mario se puso en pie detrás de la mesa.

– Enséñamelo -dijo.

– ¡Sí, Cayo Mario, claro, os lo enseñaré! -replicó Vagienio dando un paso atrás-. Pero cuando hayamos recogido los caracoles.

– ¿Y no pueden esperar? -terció Sila con gesto amenazador.

– ¡No, Lucio Cornelio, no es posible! -respondió el ligur, demostrando que conocía perfectamente los nombres de los mandos-. La vía hasta la cumbre pasa por la pista de los caracoles, ¡y son mios! ¡Los mejores caracoles del mundo! Mirad -añadió, descolgando el zurrón de su absurda ubicación cruzado sobre la larga espada de caballería, para abrirlo y extraer cuidadosamente un caracol de dieciséis centímetros, que puso en la mesa de Mario.

Los cuatro lo miraron perplejos, sin decir palabra. Como la superficie de la mesa estaba fresca y lustrosa, al cabo de un rato el caracol comenzó a salir de su concha, porque tenía hambre y llevaba en el zurrón de Publio Vagienio bastante tiempo, estirándose poco a poco como una tortuga, elevando la concha y desplegando su cuerpo bajo ella en viscosas protuberancias disformes. Una de las protuberancias adoptó forma de cola y el extremo contrario se configuró en achaparrada cabeza con unas antenas gelatinosas surgidas como por ensalmo. Una vez completada la metamorfosis, todos pudieron oír cómo mordía la hoja en que Publio Vagienio le había envuelto.

– Esto sí que es un caracol -dijo Cayo Mario.

– ¡Ya lo creo! -añadió jadeante Quinto Sertorio.

– Con caracoles así se podría alimentar un ejército -comentó Sila, a quien los caracoles le apetecían tan poco como las setas.

– ¡Precisamente! -exclamó Publio Vagienio-. ¡No quiero que esos mentulae glotones me quiten los caracoles! -Todos hicieron una mueca-. ¡Hay muchos caracoles, pero quinientos soldados darian cuenta de ellos! Lo que yo quiero es llevarlos a Roma para criarlos, y no deseo que me destrocen el criadero. ¡Quiero esa concesión y que nadie de este ejército de cunní me estropee la parcela donde están los caracoles!

– Un ejército de cunni, si que es -dijo Mario muy serio.

– Se da el caso -terció Aulo Manlio con su marcado acento de clase alta- de que puedo ayudaros, Publio Vagienio. Tengo un cliente en Tarquinia, en Etruria, ¿sabéis?, que ha montado un lucrativo y selecto negocio en los mercados Cuppedenis, de Roma, ¿sabéis?, para la venta de caracoles. Se llama Marco Fulvio, no es un Fulvio noble, ¿sabéis?, y yo mismo le presté algún dinero hace un par de años. Ahora le va bien, pero imagino que llegaría con mucho gusto a un acuerdo cuando vea este magnifico… realmente magnífico, Publio Vagienio… caracol.

– Trato hecho, Aulio Manlio -dijo el ligur.

– ¿Nos enseñas ahora el camino a la cumbre? -inquirió Sila, impaciente.

– En seguida, en seguida -respondió Vagienio volviéndose hacia Mario, que se ataba las botas-. Primero quiero ver qué dice el general para asegurarme que no se destruye la parcela de los caracoles.

Mario acabó de atarse las botas y se incorporó, mirando de hito en hito a Vagienio.

– Publio Vagienio -dijo-, ¡eres un hombre al que aprecio! Unes un buen sentido comercial a un firme espíritu patriótico. No temas: tienes mi palabra de que se respetará la parcela de los caracoles. Ahora, haz el favor de guiarnos hasta ese camino.

Cuando, poco después, el grupo explorador se dispuso a salir, se vio aumentado por el jefe de zapadores. Cabalgaron para ganar tiempo. Vagienio en su mejor caballo; Mario en el corcel viejo pero muy elegante, que montaba principalmente en los desfiles; Sila, haciendo honor a su preferencia, en una mula, y Aulo Manlio, Quinto Sertorio y el zapador, en caballos jóvenes de la reserva.

La fumarola no presentaba dificultades para el zapador.

– Será fácil construir una escalera hasta arriba -comentó, observando la altura de la misma-. Hay espacio.

– ¿Cuánto tardarás? -inquirió Mario.

– Tengo unos carros con tablones y vigas. Así que… un par de días, trabajando día y noche.

– Pues manos a la obra -dijo Mario, mirando a Vagienio con admiración-. Debes de ser unas tres cuartas partes de cabra para subir por ahí -dijo.

– La montaña le hace a uno -respondió modestamente el ligur.

– Bien, tus caracoles no correrán peligro cuando esté la escalera -añadió Mario mientras regresaban al sitio de los caballos-. Y si les sucede algo, ya me encargaré yo de ajustar cuentas.

Cinco días después, la fortaleza del Muluya caía en poder de Cayo Mario, junto con un fabuloso botín de monedas y barras de plata y mil talentos de oro; se hizo también con dos cofrecillos, uno lleno de finísimos y rojisimos carbunculus y el otro de unas piedras desconocidas, unos cristales largos con facetas naturales, cuidadosamente pulimentados, de rosa oscuro por un extremo y con toda la gama del verde por el otro.

– ¡Una fortuna! -dijo Sila alzando una de aquellas curiosas piedras que los indígenas llamaban lychnítes.

– ¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo! -exclamó Mario, relamiéndose.

En cuanto a Publio Vagienio, fue condecorado en una revista general del ejército y se le recompensó con nueve phalerae de plata maciza, que eran unos medallones de relieve cincelado montados en grupos de tres sobre bandas engastadas en plata para llevarlos al pecho sobre la coraza o la cota de mallas. A él le agradó aquella distinción, pero le complacía mucho más que Mario hubiese cumplido su palabra, protegiendo del pillaje los caracoles, cubriendo la subida a la cumbre con pieles para que los soldados no pudieran imaginar las exquisiteces que circulaban morosamente por la concavidad de los helechos. Una vez tomada la fortaleza, Mario ordenó derruir la escalera. Y no sólo eso, sino que Aulo Manlio escribió a su cliente el innoble Marco Fulvio acordando una sociedad para cuando acabase la campaña africana y Publio Vagienio quedase licenciado.

– Os advierto, Publio Vagienio -dijo Mario mientras le imponía las nueve phalerae de plata-, que los cuatro esperamos la justa compensación en años venideros de tener caracoles gratis en nuestra mesa, y una participación para Aulo Manlio.

– Contad con ello -dijo Publio Vagienio, que había comprobado apesadumbrado la desaparición de su afición por los caracoles desde aquella indigestión. Pero ahora los veía con el ojo vigilante del conservador, más que del consumidor.


A finales de agosto, el ejército emprendió el camino de regreso desde las tierras fronterizas, bien alimentado porque era época de cosecha. La visita a los confines del país del rey Boco dio el resultado apetecido, pues el monarca, convencido de que una vez conquistada Numidia Mario no iba a detenerse, decidió unirse a la suerte de Yugurta y se apresuró a conducir su ejército moro al río Muluya, donde se entrevistó con su yerno, que había esperado a que Mario se fuera para volver a ocupar su saqueada fortaleza.

Los dos reyes siguieron a los romanos en su marcha hacia el este, sin prisa por atacar y a suficiente distancia para no ser avistados. Y cuando Mario se hallaba a cien millas de Cirta cayeron sobre él.

Estaba oscureciendo y el ejército romano estaba montando el campamento. Pese a ello, el ataque no los sorprendió del todo porque Mario procedía a montar los campamentos con escrupulosas medidas de seguridad. Los agrimensores habían marcado las cuatro esquinas con sus respectivas estacas y a continuación todo el ejército procedió con meticulosa precisión a situarse en el interior del recinto previsto, dirigiéndose maquinalmente cada legión a su ubicación, con cada cohorte y cada centuria bien distribuidas dentro de las mismas. Nadie entorpeció los movimientos de los demás y ninguno se equivocó ocupando más espacio del previsto. Metieron también el convoy de pertrechos, y las tropas auxiliares de las respectivas centurias condujeron las mulas de cada octeto y el carro de la centuria, mientras los mozos montaban los establos y colocaban los carros. Con las herramientas de excavar, las estacas de empalizada y su respectivo armamento, los soldados se situaron en los segmentos de perímetro asignados, trabajando con cota de mallas, espada y puñal al cinto y las lanzas clavadas en tierra, con el escudo apoyado en ellas y el casco colgado de las mismas por delante para que en caso de una ráfaga de viento no se volcasen. De ese modo, toda la tropa tenía a mano el casco, el escudo y la lanza sin dejar de trabajar.

Los exploradores no localizaron al enemigo, dieron parte de que todo estaba tranquilo y fueron a ocupar sus puestos en la construcción del campamento. Ya se había ocultado el sol, y fue bajo la escasa luz crepuscular que precede a la noche cuando los ejércitos númida y mauritano surgieron por detrás de unas crestas y cayeron sobre el campamento a medio terminar.

La lucha se entabló en la oscuridad y fue una pugna desesperada, desfavorable a los romanos durante unas horas, pero Quinto Sertorio surtió a las tropas auxiliares de antorchas de tea para que Mario pudiera observar el campo y ver cómo se desarrollaba el combate; a partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar. Sila se distinguió notablemente, reuniendo a las tropas que comenzaban a huir despavoridas y apareciendo en todos los sitios en que era preciso como por arte de magia, pero en realidad porque tenía un don militar congénito que le hacía prever dónde iba a darse un punto débil. Con la espada ensangrentada y lleno él mismo de sangre, luchó como un veterano, valiente en el ataque, prudente en la defensiva y magnífico en los trances apurados.

A la octava hora de la noche, la victoria era de los romanos. Los ejércitos númida y mauritano se retiraron en bastante buen orden, dejando en el campo de batalla miles de soldados, mientras que Mario sufría pocas bajas.

Por la mañana, el ejército romano se puso en marcha, pues Mario había decidido que no era momento para descansar. Los romanos muertos fueron debidamente incinerados y los cadáveres del enemigo quedaron para los buitres. Las legiones avanzaban en cuadro, con la caballería delante y detrás de la compacta columna, y las mulas y el convoy de pertrechos en el centro. Si sobre la marcha se producía un segundo ataque, la maniobra que tenían que hacer los soldados era ponerse de cara a los lados del cuadrado, mientras la caballería se situaba formando alas. La tropa llevaba el casco puesto, con el penacho de crines de colores flameando al viento, y portaba el escudo sin funda y las dos lanzas. No se relajaría la vigilancia hasta que avistasen Cirta.

El cuarto día, cuando estaba previsto alcanzar Cirta a la noche siguiente, los dos reyes volvieron a atacar. Pero esta vez encontraron a Mario preparado. Las legiones formaron en cuadrados, cada uno de ellos configurando un enorme cuadrilátero, con los pertrechos en el centro, y a continuación estos cuadriláteros se deshicieron en filas para duplicar su espesor frente al enemigo. Como siempre, Yugurta contaba con miles de caballos númidas para romper el frente de los romanos. Soberbios jinetes, sus guerreros montaban sin silla ni brida y no llevaban armadura, confiando en la fuerza y la rapidez de la embestida, en su coraje y en la impecable precisión con que manejaban la jabalina y la espada larga. Pero ni su caballería ni la de Boco pudieron abrir brecha en el centro del cuadrado romano y sus fuerzas de infantería se estrellaron contra un compacto muro de legionarios.

Sila combatía en primera línea con la primera cohorte de la primera legión, pues Mario estaba dirigiendo la táctica y el elemento sorpresa era mínimo; cuando las líneas de infantería de Yugurta cedieron, fue Sila quien dirigió la carga, seguido de cerca por Sertorio.

El angustioso deseo de verse libre de Roma para siempre, hizo que Yugurta sostuviese el combate lo más posible, y cuando optó por retirarse ya era demasiado tarde; no le quedaba más remedio que debatirse contra las tropas romanas, ya animadas con la moral del triunfo. La victoria que obtuvieron fue absoluta y terminante. Los ejércitos númida y mauritano fueron destrozados, quedando casi todos sus hombres muertos en el campo de batalla. Pero Yugurta y Boco consiguieron huir.

Mario cabalgó hasta Cirta a la cabeza de una columna exhausta pero jubilosa. Ya no habría guerra a gran escala en Africa, y todos lo sabían. Esta vez Mario acuarteló a sus tropas dentro de Cirta para no exponerlas al enemigo, y las distribuyó entre los hogares de la desventurada población númida, con la cual formó las brigadas que al día siguiente envió a limpiar el campo de batalla, quemar los montones de cadáveres enemigos y recoger los de los romanos para hacerles los funerales adecuados.

Quinto Sertorio quedó encargado de disponer todas las condecoraciones que Mario quería imponer en una revista general del ejército tras la cremación de los caídos, cuya ceremonia también le encomendó. Como era la primera vez que asistía a aquella clase de operación, no tenía ni idea de cómo organizarla, pero era inteligente y mañoso y encontró a un centurión veterano primus pilus, quien le informó.

– Lo que tienes que hacer, Quinto Sertorio -le dijo el veterano-, es coger todas las condecoraciones de Cayo Mario y exponerlas en el estrado del general para que la tropa vea cómo ha sido su carrera de soldado. Estos son buenos chicos, proletarios o no, pero no saben nada de la vida militar ni vienen de una familia con tradición castrense. ¿Cómo van a saber qué clase de soldado ha sido Cayo Mario? ¡Yo sí! Porque he estado con él en todas las campañas en que ha luchado desde… Numancia.

– Pero no creo que tenga aquí las condecoraciones -dijo Sertorio, consternado.

– ¡Claro que las tiene, joven Sertorio! -replicó el veterano de cien batallas y escaramuzas-. ¡Son las que le dan suerte!

Y, si, cuando se presentó ante él, Cayo Mario confesó un tanto incómodo que había llevado sus condecoraciones a lo largo de toda la campaña, hasta que Sertorio le comentó la observación del veterano a propósito de la suerte.

Los habitantes de Cirta se echaron a la calle, pues era una ceremonia impresionante: el ejército entero desfilando en atavío de gala, cada legión con su águila de plata envuelta en los laureles de la victoria y todos los estandartes de las centurias -el vexillum- también cubiertos con laurel. Todos los soldados exhibían sus condecoraciones, pero como era un ejército nuevo, sólo unos cuantos centuriones y media docena de soldados exhibían brazaletes, torcas y medallones. Naturalmente, Publio Vagienio portaba sus phalerae de plata.

¡Ah, pero nadie hacía sombra a Cayo Mario!, pensaba el admirado Quinto Sertorio, mientras aguardaba turno para que le impusiera la corona de oro por un solo combate en el campo de batalla. También Sila aguardaba su corona de oro.

Allí estaban, colocadas todas en el estrado a sus espaldas, las condecoraciones de Cayo Mario: seis lanzas de plata por muerte al enemigo en combate en seis ocasiones, un estandarte vexíllum rojo.bordado en oro y con flecos de oro por dar muerte a varios hombres en un solo combate en la misma ocasión, dos escudos con incrustaciones de plata con la forma ovalada antigua por resistir tenazmente en una posición. Luego estaban las condecoraciones que portaba: coraza de cuero endurecido en lugar de la normal de bronce plateado de oficial mayor, y sobre ella llevaba sus phalerae en los arneses con incrustaciones de oro, nada menos que tres juegos de nueve de oro, dos en el pecho y uno a la espalda; seis torcas de oro y cuatro de plata, pendientes de correillas en hombros y espaldas, así como brazos y muñecas llenos de pulseras, armillas de oro y plata. Luego estaban las coronas. En la cabeza llevaba la corona cívica de hojas de roble, concedida a quien hubiese salvado la vida de sus compañeros, resistiendo en el lugar de la hazaña hasta el final de la batalla; dos coronas más de hojas de roble colgaban de dos lanzas de plata, como muestra de haber ganado la corona cívica nada menos que tres veces; en otras dos lanzas de plata colgaban dos coronas de oro en forma de hojas de laurel, por su notable valor; en la quinta lanza pendía una corona miira!:s de oro con almenas por haber sido el primero en escalar las murallas de una ciudad enemiga, y de la sexta lanza colgaba una corona vallarís de oro, ganada por haber sido el primero en saltar la valla de un campamento enemigo.

¡Qué hombre!, pensó Quinto Sertorio, haciendo mentalmente el catálogo de los trofeos. Sí, las únicas condecoraciones que le faltaban eran la corona naval, concedida al valor en batalla naval, pero, como Mario nunca había combatido en el mar, era una omisión lógica, y la corona gramínea, la simple corona de hierba concedida a quien por su solo valor e iniciativa hubiese salvado a una legión o a un ejército. La corona de hierba sólo se había concedido unas cuantas veces en la historia de la república, la primera vez al legendario Lucio Sicio Dentato, que había ganado nada menos que veintiséis coronas distintas, pero sólo una corona gramínea; a Escipión el Africano durante la segunda guerra contra Cartago. Sertorio frunció el entrecejo, esforzándose en recordar los otros condecorados. ¡Ah, sí!, Publio Decio Mus, que la había ganado en la primera guerra samnita, y Quinto Fabio Máximo Verrucosis Cunctator, por ir a la zaga de Aníbal por toda Italia, evitando que cayera en la tentación de atacar a Roma.

Luego nombraron a Sila para entregarle su corona de oro y un juego de nueve phalerae de oro por su valor durante la primera de las dos batallas contra los africanos. ¡Qué complacido parecía y qué enaltecido! Quinto Sertorio había oido decir que era un individuo bastante frío y que tenía una vena de crueldad, pero desde que estaban juntos en Africa no había visto pruebas de tales acusaciones; y, desde luego, de haber sido cierto, Cayo Mario no le habría apreciado tanto como demostraba. Evidentemente, Quinto Sertorio no entendía que cuando las cosas iban bien y la vida era agradable, con suficiente estímulo mental y fisico, la frialdad y la crueldad quedaban temporalmente ocultas; tampoco sabía que Sila era lo bastante astuto para saber que Cayo Mario no era hombre a quien conviniera mostrar el lado más siniestro de su carácter. Realmente, Lucio Cornelio Sila había hecho gala de un comportamiento irreprochable desde que Mario le había nombrado cuestor, y lo había mantenido sin esfuerzo.

– ¡Oh!, -exclamó Quinto Sertorio, sobresaltado. Estaba tan profundamente inmerso en sus pensamientos que no había oído que le nombraban, hasta que su criado le dio un codazo, casi tan orgulloso como él mismo. Se dirigió rápido hacia el estrado y, firme, aguardó a que el gran Cayo Mario le impusiera la corona de oro, para recibir a continuación los vítores del ejército y estrechar la mano de Cayo Mario y de Aulo Manlio.

Una vez repartidos las torcas, pulseras, medallones y estandartes y después que algunas cohortes recibieran condecoraciones de oro y plata para las astas de sus banderas, habló Cayo Mario.

– ¡Bravo, proletarios! -exclamó frente a la tropa condecorada-. ¡Habéis demostrado ser más valientes, más decididos, más trabajadóres, más inteligentes que nadie! ¡Las astas de muchos estandartes quedarán ahora adornadas con condecoraciones! ¡Así tendrán algo que mirar en Roma cuando desfilemos en triunfo! ¡Y a partir de este momento ningún romano podrá decir que los proletarios no ganan batallas para Roma!


Acababa de comenzar noviembre con sus prometedoras lluvias cuando llegó una embajada del rey Boco de Mauritania. Mario dejó que se cocieran en su propia salsa durante unos días, sin hacer caso de sus prisas.

– Estarán más suaves que un guante -le dijo a Sila momentos antes de recibirlos-. ¡No pienso perdonar al rey Boco -dijo nada mas entrar la comisión-, así que marchaos! Me estáis haciendo perder el tiempo.

El portavoz era Bogud, hermano menor del rey Boco; el príncipe Bogud dio un paso al frente antes de que Mario hiciera seña a sus lictores de que despidieran a la embajada.

– ¡Cayo Mario, mi hermano el rey sabe de sobra la gravedad de sus transgresiones! -dijo-. No demanda tu perdón, ni pide que solicitéis al Senado del pueblo de Roma que vuelvan a admitirle como amigo y aliado. Lo que pide es que en primavera mandéis una embajada con dos de vuestros legados mayores a su corte de Tingis, junto a las columnas de Hércules. El les explicará con todo detalle por qué se alió con el rey Yugurta, y sólo pide que le escuchen. No quiere que le repliquen nada, sino que os lo informen a vos para que respondáis en persona. ¡Os ruego que concedáis ese favor a mi hermano el rey!

– ¿Qué, enviar a dos de mis principales hasta Tingis a principios de la época de campaña? -inquirió Mario con fingida sorpresa-. ¡No! Lo único que haré es enviarlos a Saldae.

Se trataba de un pequeño puerto cercano al de Rusicade, en Cirta, y todos los miembros de la embajada alzaron las manos horrorizados.

– ¡Imposible! -exclamó Bogud-. ¡Mi hermano el rey quiere evitar a toda costa un encuentro con Yugurta!

– En Icosium -dijo Mario, nombrando otro puerto a unas doscientas millas al oeste de Rusicade-. Enviaré a mi legado mayor Aulo Manlio y a mi cuestor Lucio Cornelio Sila a Icosium, pero ahora, príncipe Bogud, no en primavera.

– ¡Imposible! -exclamó Bogud-. ¡El rey está en Tingis!

– ¡Bobadas! -exclamó Mario, despreciativo-. El rey está camino de Mauritania con el rabo entre piernas. Si enviáis un corcel rápido para que le alcance, no tendrá dificultad alguna en llegar a Icosium al tiempo que mis legados se embarcan -añadió mirando imperioso a Bogud-. Es mi mejor y última oferta. O eso, o nada.

Bogud aceptó. La embajada embarcó dos días más tarde junto con Aulo Manlio y Sila en una nave con destino a Icosium, después de haber enviado un corcel rápido que diera alcance a los maltrechos restos del ejército moro.


– Nos estaba esperando cuando zarpamos, como tú previste -dijo Sila un mes más tarde, al regresar.

– ¿Dónde está Aulo Manlio? -inquirió Mario.

– Aulo Manlio no se encontraba bien -respondió Sila con ojos risueños- y decidió regresar por tierra.

– ¿Es una indisposición grave?

– Nunca he visto a nadie que se maree tanto -respondió Sila.

– ¡Ah, no lo sabía! -añadió Mario, sorprendido-. Entonces, supongo que serías tú el más consciente de lo que dijeran en la entrevista.

– Sí -contestó Sila-. Ese Boco es un hombrecillo divertido. Parece una bola de tanto comer dulces. Muy ampuloso por fuera y muy tímido por dentro.

– Es una combinación que se da -comentó Mario.

– Bien, está claro que teme a Yugurta; en eso no creo que mienta. Y si le diésemos garantías de que no tenemos intención alguna de quitarle el trono, creo que se plegaría complacido a los intereses de Roma. Pero Yugurta le trae de cabeza.

– Yugurta nos trae de cabeza a todos. ¿Seguiste el método de Boco de no decir nada o le contestaste?

– Primero le dejé hablar -dijo Sila-, pero luego contesté. Pretendía darse aires regios y despedirme, y yo le dije que la entrevista era una iniciativa unilateral que en nada vinculaba a tus representantes.

– ¿Y qué más le dijiste?

– Que si era un rey inteligente, prescindiría de Yugurta y se avendría a la política de Roma.

– ¿Y cómo reaccionó?

– Bastante bien, desde luego; quedó más que sumiso.

– Pues veremos qué pasa ahora -dijo Mario.

– He descubierto una cosa -añadió Sila-. Que a Yugurta no le quedan hombres para reclutar. Hasta los gétulos se niegan a entregarle más tropas. Numidia está muy cansada de la guerra y casi nadie, tanto de los habitantes sedentarios como de la población nómada, cree que exista la menor posibilidad de victoria.

– Pero ¿nos entregarían a Yugurta?

– No, claro que no -respondió Sila meneando la cabeza.

– No importa -replicó Mario, sonriente-. ¡El año que viene, Lucio Cornelio! El año que viene le cogeremos.


Poco antes de que concluyera el año, Cayo Mario recibió de Publio Rutilio Rufo una carta que se había retrasado mucho por una serie de temporales.


Sé que querías que me presentara a cónsul contigo, Cayo Mario, pero me ha surgido una oportunidad que habría sido necio perder. Sí, el año que viene seré candidato al consulado, y mañana inscribiré mi nombre. De momento parece haberse secado el pozo y no se presenta nadie importante. Parece que te oigo decir: "Cómo, ¿no vuelve a presentarse Quinto Lutacio Catulo César?" No, últimamente está de capa caída por lo evidente que resulta que pertenece a la facción partidaria de todos los cónsules responsables de la pérdida de tantas vidas humanas. Hasta ahora el que más posibilidades tiene es una especie de hombre nuevo; nada menos que Cneo Malio Máximo. No está nada mal; yo podría entenderme con él, y estoy casi seguro que es el candidato más idóneo.

Te han prorrogado el mando otro año, como seguramente ya sabes.

En este momento, Roma es una ciudad muy aburrida; apenas tengo qué contarte y poquisimo en cuanto a escándalos. Los tuyos están bien; el pequeño Mario es un gozo y una delicia, muy dominante y adelantado para su edad, y vuelve loca a su madre de lo travieso que es, como deben ser los niños. Sin embargo, tu suegro no se encuentra bien, aunque, como buen César, nunca se queja. Parece que le sucede algo en la voz y no hay manera de paliarlo por mucha miel que tome.

¡Y no tengo nada más que contarte! Es horroroso. ¿De qué podría hablarte? Apenas he llenado una página. Ah, está lo de mi sobrina Aurelia. "¿Y quién diablos es esa Aurelia?", te oigo decir. Además, no te interesará lo más mínimo. Es igual. Seré breve. Seguro que conoces la historia de Helena de Troya, a pesar de que seas un provinciano que no habla griego. Era tan hermosa, que todos los reyes y príncipes de Grecia la codiciaban en matrimonio. Pues así es mi sobrina. Tan preciosa, que en Roma todos quieren casarse con ella.

Todos los hijos de mi hermana Rutilia son hermosos, pero Aurelia es algo más que hermosa. Cuando era niña, todos lamentaban el rostro que tenía; decían que era demasiado huesudo, demasiado duro, demasiado qué sé yo. Pero ahora que va a cumplir dieciocho años, todo el mundo hace elogios de ese mismo rostro.

Te diré que yo la quiero mucho. ¿Por qué? me imagino que preguntarás. Cierto, generalmente no me interesan las hijas de mis parientes cercanos, y tampoco mi hija ni mis dos nietas. Pero sí sé por qué aprecio a mi querida Aurelia. Por su criada. Cuando cumplió trece años, mi hermana y su esposo -Marco Aurelio Cota- decidieron que tuviese una criada fija que hiciera las veces de compañera y vigilanta. Así, compraron una buena muchacha y se la dieron a Aurelia, quien al poco les dijo que no quería aquella chica.

– ¿Por qué? -preguntó mi hermana Rutilia.

– Porque es perezosa -contestó la chiquilla de trece años.

Los padres volvieron a ver al tratante y se esmeraron en elegir otra criada, que Aurelia también rechazó.

– ¿Por qué? -preguntó mi hermana.

– Porque se cree que puede dominarme -le contestó Aurelia.

Y sus padres volvieron por tercera vez y examinaron con Espurio Postumio Glicón los libros para encontrar otra. Debo añadir que las tres que habían escogido eran muy instruidas, griegas y muy bien habladas.

Pero Aurelia tampoco quiso a la tercera criada.

– ¿Por qué? -volvió a preguntarle mi hermana Rutilia.

– Porque es una oportunista; ya le está haciendo guiños al mayordomo -contestó Aurelia.

– ¡Bueno, pues ve tú misma a elegir! -dijo mi hermana, harta.

Cuando Aurelia regresó a casa con la elegida, la familia se quedó atónita. Había traído a una chica de dieciséis años de la tribu gala de los arvernos, una criatura altísima y &lrasia, de rostro rosado y nariz chata, ojos azul claro, un pelo horrorosamente cortado (su antiguo amo se lo había cortado para venderlo para pelucas) y los pies y las manos mas enormes que habían visto en su vida en hombre o mujer. Aurelia dijo que se llamaba Cardixa.

Bien, como tú sabes, Cayo Mario, a mí siempre me han intrigado los antecedentes de los esclavos domésticos; siempre me ha chocado que dediquemos mucho más tiempo a decidir el menú de un banquete que a saber los orígenes de aquellos a quienes confiamos nuestra ropa, nuestra persona, nuestros hijos y hasta nuestra reputación. Y me llamó en seguida la atención que mi sobrina de trece años hubiese elegido aquella horrenda Cardixa, precisamente con toda la razón, pues ella quería una persona fiel, hacendosa, sumisa y bien intencionada, más que alguien con buen aspecto, que hablase griego como un indígena (¿no lo hablan todas?) y pudiese sostener una conversación con ella.

Así que me preocupé por enterarme de los datos de Cardixa, lo que no jue difícil, pues pregunté a Aurelia, que conocía su historia. La habían vendido cautiva con la madre cuando tenía cuatro años, después de que Cneo Domicio Ahenobarbo conquistase la región de los arvernos y crease la provincia de la Galia Transalpina. Poco después de llegar las dos a Roma, murió la madre, por lo visto de melancolía; la niña se convirtió en una especie de doncella, obligada a ir y venir con orinales, almohadas y cojines. Poco después de perder su encanto de niña, la vendieron varias veces y fue creciendo hasta convertirse en la espingarda que yo vi el día que Aurelia la trajo a casa. Uno de los amos la había vejado sexualmente a la edad de ocho años, otro la azotaba cada vez que su esposa la regañaba y un tercero la había enseñado a leer y escribir con su propia hija, que era terca para el estudio.

– Y por compasión te la has traído a casa -comenté yo.

Ahora, Cayo Mario, verás por qué quiero más a esta muchacha que a mi propia hija. Mi comentario no le gustó nada. Dio un respingo hacia atrás, como una serpiente; y me contestó:

– ¡Ni mucho menos! La compasión es admirable, tío Publio, así nos lo dicen los libros y los padres, pero yo no creo que sea una buena justificación para elegir una criada. Si la vida de Cardixa ha dejado mucho que desear, no es culpa mía. Y no tengo capacidad moral para rectificar su infortunio. Yo la he elegido porque estoy segura de que será jiel, trabajadora, sumisa y bien intencionada. Una buena encuadernación no es garantía de que el libro merezca la pena leerse.

Ah, ¿no te gusta a ti también un poco, Cayo Mario? ¡Trece años que tenía entonces! Y lo más curioso es que esto, dicho ahora con mi atroz escritura, puede sonar pedante o hasta insensible si yo no supiera que no era pedante ni insensible. ¡Sentido común, Cayo Mario! Mi sobrina tiene sentido común. ¿Cuántas mujeres conoces con una virtud como ésa? Todos quieren casarse con ella por su rostro, su cuerpo y su fortuna, cuando yo preferiría entregarla a alguien que apreciase ese sentido común. Pero ¿cómo saber quién se merece ese favor? Esa es la inquietante cuestión que nos planteamos.


Nada más dejar la carta, Mario cogió la pluma y una hoja de papel. Mojó el estilete en el tintero y escribió decidido:


Claro que lo entiendo. ¡Aprovecha, Publio Rutilio! Cneo Malio Máximo necesitará toda la ayuda que sea posible; y tú serás un cónsul excelente. En cuanto a tu sobrina, ¿por qué no la dejas que escoja ella el marido? Parece que lo ha hecho bien en lo de la criada. Aunque yo, sinceramente, no veo que sea para tanto. Lucio Cornelio me dice que es padre de un hijo, pero la noticia le llegó por Cayo Julio, no de Julilla. ¿Me harías el favor de echar un vistazo a esa joven? Porque no creo que Julilla sea como tu sobrina en cuestión de sentido común, y tampoco conozco a quien pedírselo, teniendo en cuenta que no voy a dirigirme a su tata. Te doy las gracias por informarme de que Cayo Julio no se encuentre bien. Espero que cuando recibas ésta seas ya cónsul.

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