El undécimo año (100 a. JC.)

EN EL CONSULADO DE CAYO MARIO (VI) Y LUCIO VALERIO FLACO

Sila tenía razón. Los cimbros no tenían interés alguno en cruzar el Padus. Como vacas sueltas en un gran prado, se dedicaron a dispersarse plácidamente por la mitad oriental de la Galia itálica más allá del río, unas tierras feraces y ubérrimas para el pastoreo, sin atender a las exhortaciones de su rey. Sólo a Boiorix le preocupaba su actitud y sólo a Boiorix le invadió una profunda depresión al llegar la noticia de la derrota teutona en Aquae Sextiae. Después, cuando llegó la noticia de que el contingente de tigurinos, marcomanos y queruscos se habían desanimado y volvían a su patria de origen, Boiorix sintió desesperación. Su gran estrategia se venía abajo por la conjunción de la superioridad militar romana y la irreflexión germana; y ahora comenzaba a dudar de su capacidad para controlar a su propio pueblo, los cimbros.

Seguía convencido de que el contingente más numeroso podía conquistar por sí solo Italia, aunque únicamente si lograba inculcarles la inapreciable lección de la unidad y la autodisciplina.

Durante el invierno siguiente a la batalla de Aquae Sextiae no confió a nadie sus pensamientos, consciente de que nada podía llevar a cabo hasta que su pueblo se cansase de aquel lugar o acabara con los recursos. Como no eran agricultores, era más probable la segunda posibilidad; pero en ninguna de las migraciones había visto Boiorix tierras tan fértiles y tales posibilidades de alimentación. No era de extrañar que los romanos fueran tan poderosos, teniendo aquellas tierras. A diferencia de la Galia Cabelluda, allí no quedaban grandes bosques, pero si que había encinares bien cuidados que daban una gran cosecha de bellotas para los millares de cerdos que en invierno andaban sueltos y las comían. El resto de la región estaba destinada al cultivo; con mijo en las zonas en que el Padus discurría por terrenos pantanosos, y trigo en los que eran secos, además de garbanzos, lentejas, altramuces y judías en todo tipo de terrenos. Incluso, cuando en primavera los labradores veían sus tierras inundadas o temían sembrar, los cultivos crecían debido a la cantidad de semillas que había en la tierra.

Lo que Boiorix no entendía era la estructura física de Italia; pues de haberla entendido, habría optado por declarar la Galia itálica la nueva patria del pueblo cimbro y a Roma le habría parecido aceptable, ya que la Galia más allá del Padus no era considerada de vital importancia y su población era básicamente celta. Y es que la estructura fisica de Italia impedía en gran medida que las riquezas del valle del Padus las aprovechase la propia península, porque en ella todos los ríos discurrían de este a oeste y viceversa, y la imponente cordillera de los Apeninos la dividía en dos desde la costa ligur de la Galia allende el Padus hasta la costa adriática. Y así, la Galia allende el Padus quedaba aislada, constituyendo un país aparte dividido por el gran río en sus dos regiones norte y sur.

Pero, dada su ignorancia, Boiorix volvió a su propósito al llegar el verano y observarse los primeros signos de tierras esquilmadas. Sí que habían crecido los cultivos, pero eran ralos, sin vainas ni yemas; los cerdos, dotados del instinto de conservación, habían desaparecido y el medio millón de cabezas de ganado que los propios cimbros habían traído se había consumido con el resto de las plantas.

Había llegado el momento de ponerse en marcha. Cuando Boiorix fue a ver a los jefes para estimularlos, éstos se dedicaron a recorrer las tribus para mover a la gente; y así, a primeros de junio recogieron el ganado, trabaron los caballos y cargaron los carros. Los cimbros, formando otra vez una ingente masa, se dirigieron hacia el oeste, río arriba por la orilla norte del Padus, camino de las regiones más romanizadas próximas a la ciudad de Placentia.


En Placentia estaba el ejército romano de cincuenta y cuatro mil hombres. Mario había cedido dos de sus legiones a Manio Aquilio, que había marchado a primeros de año a Sicilia para enfrentarse al rey de los esclavos Atenión. Los teutones habían sido derrotados tan aplastantemente, que no era necesario dejar mas tropas de guarnición en la Galia Transalpina.

La situación presentaba un paralelismo con las discrepancias de mando en Arausio: el comandante en jefe volvía a ser un hombre nuevo y el segundo, un rancio aristócrata. Pero la diferencia entre Cayo Mario y Cneo Malio Máximo era enorme; el hombre nuevo Mario no era persona que aceptase necedades del aristócrata Catulo César. A Catulo César se le había especificado taxativamente lo que debía hacer, dónde tenía que ir y los motivos correspondientes. No le quedaba más remedio que obedecer, y sabía perfectamente qué le sucedería si no obedecía, porque Cayo Mario se había tomado la molestia de decírselo con toda franqueza.

– Digamos que os he trazado una línea límite, Quinto Lutacio. Cruzadla un solo paso y os envío automáticamente a Roma. ¡A mí no se me hace ninguna jugarreta al estilo de Cepio! -dijo Mario-. De hecho, prefiero poneros a Lucio Cornelio entre los pies para que os pare si os desviáis de esa línea. ¿Entendido?

– No soy un subalterno, Cayo Mario, y me ofende verme tratado así -replicó Catulo César, con las mejillas coloradas.

– Escuchad, Quinto Lutacio, no me importa cómo os sintáis -contestó Mario con exagerada paciencia-. Lo único que me importa es lo que hagáis. Y lo que hagáis será lo que yo os diga. Nada más.

– No preveo ninguna dificultad en cumplir vuestras órdenes, Cayo Mario. Son concretas y minuciosas -replicó Catulo César, dominando su malhumor-. Pero os repito que no hay necesidad de que me habléis como si fuese un oficial bisoño. ¡Soy vuestro lugarteniente!

– Tampoco a mí me gustáis, Quinto Lutacio -espetó Mario, sonriendo aviesamente-. Sois uno más de los mediocres de la clase alta que se creen dotados de derecho divino para dirigir Roma. La opinión que me merecéis como persona es que sois incapaz de sacar adelante una taberna situada entre un burdel y una asociación de varones. Así que nuestro sistema de colaboración será el siguiente: yo doy las instrucciones y vos las seguís al pie de la letra.

– Protesto… -replicó Catulo César.

– Protestad pero cumplidlas -dijo Mario.

– ¿No podías haber tenido algo más de tacto? -inquirió Sila, aquel mismo día, después de haber aguantado el ir y venir de Catulo César por la tienda durante una hora, refunfuñando contra Mario.

– ¿Para qué? -inquirió éste, francamente sorprendido.

– ¡Porque en Roma eso cuenta; simplemente! ¡Y también cuenta en la Galia itálica! -espetó Sila-. ¡Ah, eres imposible! -añadió una vez calmado, meneando la cabeza-. Y te juro que cada vez peor.

– Soy viejo, Lucio Cornelio. Tengo cincuenta y seis años. La misma edad que el príncipe del Senado, al que todos llaman viejo.

– Porque el príncipe del Senado es un adorno calvo y arrugado del Foro -replicó Sila-. Tú aún eres el comandante vigoroso en activo, y nadie piensa que seas viejo.

– Pues soy demasiado mayor para aguantar alegremente a imbéciles como Quinto Lutacio -replicó Mario-. No tengo tiempo para pasarme horas acariciando las plumas erizadas de pollos de estercolero para su buen prestigio.

– ¡Yo te he avisado! -añadió Sila.


En la segunda mitad de Quinctilis, los cimbros estaban concentrados al pie de los Alpes occidentales, en una llanura llamada los Campi Raudii, próxima a la ciudad de Vercellae.

– ¿Y por qué están allí? -preguntó Mario a Quinto Sertorio que se había estado infiltrando esporádicamente entre ellos en su marcha hacia el oeste.

– Ojalá lo supiera, Cayo Mario, pero no he conseguido acercarme a Boiorix en persona -contestó Sertorio-. Parece ser que los cimbros creen que vuelven a Germania, pero un par de jefes que conozco dicen que Boiorix sigue decidido a continuar hacia el sur.

– Está demasiado situado al oeste -dijo Sila.

– Los jefes creen que trata de apaciguar a la gente haciéndoles creer que van a cruzar los Alpes para volver a la Galia Cabelluda muy pronto y que el año que viene estarán de nuevo en las tierras del Quersoneso Címbrico. Pero va a tenerlos en la Galia itálica hasta que estén cerrados los pasos alpinos y luego confrontarles con la triste alternativa de quedarse en la Galia itálica y morir de hambre este invierno o invadir Italia.

– Es una maniobra muy compleja para que la haya concebido un bárbaro -comentó Mario, escéptico.

– La maniobra en forma de tridente para penetrar en la Galia itálica tampoco era una estrategia supuestamente bárbara -dijo Sila.

– Son como buitres -dijo de pronto Sertorio.

– ¿A qué te refieres? -inquirió Mario con el entrecejo fruncido.

– Dejan en los huesos todo lo que encuentran, Cayo Mario. Por eso siguen adelante, creo yo. Quizá sea más exacto compararlos con una plaga de langosta. Devoran todo lo que pillan conforme avanzan. A los eduos y ambarres les costará veinte años rehacerse de la devastación que les han dejado sus huéspedes germanos estos cuatro años. Y, cuando los dejé, los aduatucos estaban en las últimas.

– ¿Cómo han podido estar tanto tiempo en sus tierras de origen sin moverse hasta ahora? -inquirió Mario.

– Para empezar, eran menos numerosos. Los cimbros disponían de una amplia península y los teutones de todas las tierras al sur; los tigurinos estaban en Helvecia, los queruscos con los visurgios en Germania, y los marcomanos vivían en Boiohaemum -respondió Sertorio.

– El clima es distinto -añadió Sila al callar Sertorio-. Al norte del Rhenus llueve todo el año y la hierba crece en seguida, y es jugosa, dulce y tierna. Además, parece que los inviernos no son tan crudos, al menos cerca del océano Atlántico, donde vivían los cimbros, teutones y queruscos. Incluso a finales de invierno tienen más lluvia que nieve y hielo. Por eso prefieren los pastos a los cultivos. No creo que los germanos vivan como lo hacen porque les guste, sino porque es el sistema de vida dictado por las tierras de las que proceden.

Mario alzó la vista por entre las cejas.

– Entonces, si, por ejemplo, se quedaran suficiente tiempo enItalia, ¿crees que aprenderían a cultivar?

– Sin lugar a dudas -contestó Sila.

– Pues más vale que este verano les demos la batalla definitiva y acabemos con esta situación… y con ellos. Hace casi quince años que Roma está en vilo por la amenaza, y no puedo dormir tranquilo pensando en medio millón de germanos errantes por Europa, buscando unos Elíseos que han dejado al norte del Rhenus. Hay que poner fin a esa migración. Y el único modo de hacerlo es con espadas romanas.

– Estoy de acuerdo -dijo Sila.

– Y yo -añadió Sertorio.

– ¿No tienes un hijo entre los cimbros? -inquirió Mario, dirigiéndose a Sertorio.

– Sí.

– ¿Sabes dónde se encuentra?

– Sí.

– Bien. Cuando acabe esto puedes enviarlo con su madre a donde quieras, incluso a Roma.

– Gracias, Cayo Mario. Los enviaré a la Hispania Citerior -dijo Sertorio, sonriente.

– ¿A Hispania? ¿Por qué a Hispania?

– Me gustó el país cuando aprendí a pasar por celtíbero. La tribu en la que viví cuidará de mi familia germánica.

– ¡Estupendo! Y ahora, mis buenos amigos, veamos cómo podemos entablar batalla con los cimbros.


Mario tuvo su batalla en el último día de Quinctilis, previamente fijada en una entrevista entre él y Boiorix. Porque no era sólo Mario quien estaba impaciente por aquellos años de indecisión; Boiorix también quería poner fin a aquella espera.

– Italia para el vencedor -dijo Boiorix.

– El mundo para el vencedor -contestó Mario.

En Aquae Sextiae se libró una batalla de infantería; la escasa caballería de Mario formó para proteger dos grandes alas de infantería de quince mil hombres, formadas por sus propias tropas de la Galia Transalpina. Situó entre ambas a Catulo César con sus veinticuatro mil hombres menos experimentados formando el centro, de modo que las tropas más veteranas de las alas los mantuvieran firmes y sin desbandarse. El tomó el mando del ala izquierda, Sila de la derecha y Catulo César del centro.

Iniciaron el combate quince mil jinetes cimbros, magníficamente ataviados y equipados, montados en enormes corceles del norte en vez de los caballos galos, más pequeños. Todos lucían un impresionante casco en forma de cabeza de monstruo mítico con las fauces abiertas y largas plumas a ambos lados para conferir mayor altura al jinete, dotado de un peto de hierro y espada larga con escudo redondo y dos pesadas lanzas.

Aquel cuerpo de caballería formó sobre un frente de casi cuatro millas, seguido por la infantería cimbra, pero al cargar derivaron hacia la derecha arrastrando a los romanos; táctica prevista para desplazar a la primera línea romana lo bastante hacia su propio flanco izquierdo de modo que la infantería cimbra rebasase el flanco derecho de Sila y pudiese atacar a los romanos por detrás.

Las legiones entablaron combate con tal energía, que el plan germano estuvo a punto de dar resultado, pero Mario consiguió detener a sus tropas y aguantar el empuje de la carga de caballería, dejando que Sila contuviese la primera embestida de la infantería címbrica, mientras Catulo César en el centro combatía con caballería e infantería.

En Vercellae, los romanos vencieron por su capacidad, entrenamiento y astucia, pues Mario había dispuesto la batalla para librarla principalmente antes de mediodía y formó sus tropas orientadas al oeste de modo que los cimbros tuvieran el sol de frente y combatieran deslumbrados. Habituados a un clima más suave y frío -y después de almorzar, como siempre, grandes cantidades de carne-, combatieron contra los legionarios romanos dos días después del solsticio de verano, con cielo despejado y en medio de una polvareda asfixiante. Para los romanos era un inconveniente menor, pero para los germanos era como debatirse en un horno. Atacaron por millares en sucesivas oleadas, con la lengua seca, la coraza picándoles como la camisa de pelo de Hércules, los cascos candentes y las espadas demasiado pesadas para esgrimirlas.

A mediodía ya no quedaban combatientes cimbros. Ochenta mil cadáveres llenaban el campo, incluido el de Boiorix; el resto huyó para avisar a las mujeres y niños de los carros y cruzar los Alpes con lo que fuera posible. Pero cincuenta mil carros no pueden emprender la huida al galope ni se pueden recoger medio millón de cabezas de ganado en un par de horas, y sólo los que se hallaban más cerca de los pasos alpinos del valle de los Salassi lograron escapar. Muchas mujeres a quienes repugnaba la idea del cautiverio se sacrificaron con sus hijos y algunas mataron también a los guerreros en fuga. A pesar de ello, sesenta mil mujeres y niños y veinte mil guerreros fueron vendidos como esclavos.

De los que huyeron por el valle de los Salassi y lograron cruzar por el paso de Lugdunum a la Galia Transalpina, pocos sobrevivieron a los ataques de los celtas. Alóbroges y secuanos se ensañaron con ellos, y puede que unos dos mil cimbros pudieran finalmente reunirse con los seis mil guerreros que habían permanecido entre los aduatucos; y allí donde el Sabis se junta con el Mosa, el resto de la gran migración se asentó definitivamente para tomar, con el tiempo, el nombre de aduatucos. Sólo el gran acopio de te soros les serviría para recordar que habían sido una horda germana de setecientas cincuenta mil personas; pero el tesoro no era para gastarlo, sino para protegerlo de los romanos.

Catulo César asistió a la reunión que convocó Mario después de Vercellae, dispuesto para otra guerra muy distinta. Era un Mario suave y afable, decidido a satisfacer todas sus reivindicaciones.

– Querido amigo, ¡pues claro que tendréis un triunfo! -dijo Mario, dándole unas palmaditas en la espalda-. ¡Querido amigo, disponed de dos tercios del botín! Al fin y al cabo, mis hombres tienen también el botín de Aquae Sextiae y les he entregado el producto de la venta de esclavos, así que, imagino que sacarán de esta campaña mucho más que vuestros hombres, a menos que penséis cederles el dinero de los esclavos. ¿No? Totalmente comprensible, querido Quinto Lutacio -añadió Mario acercándole un plato de comida-. ¡Querido amigo, ni en sueños se me ocurriría atribuirme todo el mérito! ¿Por qué iba a hacerlo si vuestros soldados combatieron con igual habilidad y entusiasmo? -prosiguió Mario, apartándole el plato de comida y acercándole una copa de vino-. ¡Sentaos, sentaos! ¡Es una jornada memorable y puedo dormir tranquilo!

– Boiorix ha muerto -dijo Sila, sonriendo satisfecho-. Todo ha concluido, Cayo Mario. Se acabó.

– ¿Y tu mujer y tu hijo, Quinto Sertorio? -inquirió Mario.

– Están a salvo.

– ¡Estupendo, estupendo! -exclamó Mario, mirando en derredor en la atestada tienda, con las cejas fulgurantes-. ¿Quién quiere llevar a Roma la noticia de Vercellae? -inquirió.

Le contestaron veinte bocas, y otras tantas permanecieron calladas pero con gesto de impaciencia. Mario miró aquellos rostros uno por uno y, finalmente, fijó la vista en el elegido.

– Tú lo harás, Cayo Julio -dijo-. Eres mi cuestor, pero hay más fundados motivos. Representas a los oficiales superiores que debemos permanecer en la Galia itálica hasta que todo quede bien atado, pero, además, sois cuñado de Lucio Cornelio y mio y nuestros hijos tienen sangre de vuestra familia. Y Quinto Lutacio es por nacimiento un Julio César. Por eso es lógico que un Julio César lleve a Roma la noticia de la victoria -añadió, dirigiéndose a todos los presentes-. ¿Os parece justo?

– ¡Justo! -contestaron todos a coro.


* * *

– Qué modo más ideal de entrar en el Senado -dijo Aurelia, incapaz de apartar los ojos del rostro de César, tan bronceado y tan viril-. Me alegro de que los censores no te admitieran antes de haber servido con Cayo Mario.

Aún se hallaba eufórico, viviendo aquellos momentos gloriosos, después de haber entregado la carta de Mario al portavoz de la cámara; había visto con sus propios ojos cómo el Senado de Roma recibía la noticia de que se había puesto fin a la amenaza de los bárbaros; los aplausos, los vítores, los senadores bailando y llorando de gozo, Cayo Servilio Glaucia, cabeza del colegio de los tribunos de la plebe, corriendo con la toga recogida desde la cámara hasta el Foro para gritar la noticia desde la tribuna de los Espolones, la augusta presencia de Metelo el Numídico y del pontífice máximo Ahenobarbo, dándose solemnemente la mano y procurando contener dignamente su euforia.

– Es un presagio -dijo a su esposa, mirándola admirado; era muy hermosa y no se notaba en absoluto nada que hubiera estado viviendo más de cuatro años en el Subura como propietaria de una ínsula.

– Llegarás a ser cónsul -comentó ella, convencida-. Siempre que se piense en la victoria de Vercellae, se te recordará por haber traído la noticia a Roma.

– No -replicó él-, pensarán en Cayo Mario.

– Y en ti -insistió la rendida esposa-. Fue a ti a quien vieron primero; a su cuestor.

César suspiró, se rebulló en la camilla y dio una palmadita en el sitio vacío próximo a él.

– Ven aquí -dijo.

– ¡Cayo Julio! -exclamó Aurelia, correctamente sentada en su silla, mirando hacia la puerta del comedor.

– Estamos solos, querida esposa, y no voy a ser tan rigorista en mi primera noche en casa como para estar separado de ti por una mesa -replicó él, dando otra palmadita en el sofá-. ¡Ven inmediatamente aquí, mujer!


Cuando la joven pareja montó su hogar en el Subura, su llegada acaparó lo bastante la atención para ser objeto de curiosidad de cuantos vivían en las calles contiguas a la ínsula de Aurelia. Los caseros de ascendencia aristocrática eran bastante corrientes, pero no que vivieran en el mismo barrio; por eso Cayo Julio César y su esposa resultaban una pareja extraña, y por consiguiente llamaban la atención más de lo debido, pues, pese a su enorme extensión, el Subura era un pueblo bullente dado al cotilleo en donde cualquier novedad causaba sensación.

Todos vaticinaban que la joven pareja no duraría mucho en el barrio, porque el Subura, gran rasero de pretenciosos y orgullosos, pronto les haría ver lo que eran: gente del Palatino. ¡Qué ataques de histeria iba a sufrir la señora! ¡Qué berrinches iba a coger el señor! Ja, ja. Eso decían los entendidos del Subura, frotándose las manos por verlo llegar.

Pero no sucedió nada de eso. Vieron que a la señora no le importaba hacer la compra, ni tenía pelos en la lengua para cortar de plano a cualquier rijoso que intentara hacerle proposiciones, ni se asustaba cuando las mujeres le hacían corrillo, cuando cruzaba el Vicus Patricii, diciéndole que se fuera a vivir al Palatino, que era lo que le correspondía. En cuanto al señor, era un auténtico caballero, en todo el sentido de la palabra: imperturbable, cortés, interesado por cualquier cosa que le dijeran los vecinos y solícito en cuanto a arrendamientos y contratos.

Así, pronto se ganaron el respeto y hasta el afecto, pues muchas de sus virtudes eran novedad, como su disposición a no inmiscuirse en asuntos ajenos ni a preguntar a los demás por sus cosas; nunca se quejaban ni criticaban y jamás pretendían destacar sobre sus congéneres. Si les hablaban, ellos en seguida sonreían y mostraban auténtico interés, cortesía y sensibilidad. Aunque al principio esto parecía una simple postura, al final los vecinos de aquella zona del barrio comprendieron que César y Aurelia eran tal como parecían.

Para Aurelia la aceptación del vecindario fue mucho más importante que para César; ella era quien intervenía en los asuntos del Subura y la propietaria de la populosa ínsula. Al principio no había sido fácil, aunque ella no comprendió el porqué hasta después de que César dejara Roma. Eran dificultades derivadas de su falta de experiencia. Los agentes que le habían vendido la ínsula se ofrecieron como intermediarios para cobrar los alquileres y tratar con los inquilinos; a César le pareció buena idea, y por eso ella, como obediente esposa, aceptó. Pero César no entendió el comentario latente de algo que ella le dijo un mes después de vivir allí, relativo a los inquilinos.

– Lo que más me cuesta es la diversidad -comentó con animada expresión, prescindiendo de su habitual compostura.

– ¿Diversidad? -inquirió él.

– Mira, en los dos últimos pisos son casi todos libertos y todos parecen llevar el mismo estilo de vida que sus antiguos amos, tienen el rostro arrugadísimo y más novios que esposas. En la planta principal hay de todo: desde un herrero romano con hijos, un ceramista romano con hijos y un pastor romano con hijos. ¿Sabías que hubiera pastores en Roma? Apacienta las ovejas por los Campus Lunatarius hasta que se las compran para llevarlas al matadero, ¿no es fantástico? Le pregunté por qué no vivía más cerca de su trabajo, y me dijo que tanto él como su esposa eran del Subura y no les gustaba vivir en otro sitio que no fuera el barrio, y que no le importa andar tanto.

– No es que sea elitista, Aurelia -replicó César con ceño-, pero no sé si es conveniente eso de entablar conversación con tus inquilinos. Eres la esposa de un Julio y debes guardar ciertas reglas de conducta. No hay que ser nunca autoritario ni grosero con esas gentes, pero tampoco mostrar excesivo interés por ellos; pronto partiré de Roma y no quiero que mi esposa haga amistad con personas que no conoce. Debes mantenerte un poco por encima de tus inquilinos. Menos mal que los agentes recaudan el alquiler y son los que se entienden con ellos.

Aurelia había puesto mala cara y le miraba decepcionada.

– Lo… lo siento, Cayo Julio; no… no lo había pensado. No creas que es que yo me meto en sus vidas. Sólo consideré interesante saber a qué se dedicaban.

– Sí, claro, lo es -dijo él, consciente de que la había herido-. Cuéntame más cosas.

– Hay un maestro de retórica griego con su familia, y un maestro romano con la suya que están interesados en alquilar los dos cuartos contiguos a su vivienda cuando queden libres para dar clases en ellos. Me lo han dicho los agentes -añadió, lanzando una breve mirada a su marido y mintiéndole por primera vez.

– Me parece muy bien. ¿Y quién más hay, cariño?

– En la planta que tenemos encima, gente muy rara. Hay un mercader de especias que tiene una esposa engreída y horrenda, ¡y un inventor! Es soltero y tiene toda la vivienda llena de fantásticas maquetas de grúas, bombas y molinos -contestó ella, dándole gusto a la lengua.

– ¿Es que has estado en la vivienda de un soltero, Aurelia? -inquirió César.

– ¡No, Cayo Julio, qué va! -replicó ella, diciéndole la segunda mentira, con el corazón latiéndole apresuradamente-. El agente pensó que convenía que le acompañase en una visita de inspección para ver cómo vivían los inquilinos.

– ¡Ah, ya! -dijo César, tranquilizándose-. ¿Y qué inventa ese inventor?

– Frenos y poleas principalmente, creo. Con una maqueta me demostró cómo funciona una grúa, pero dijo que no tengo conocimientos técnicos, así que no entendí gran cosa.

– Pues debe de ganar dinero con sus inventos, si vive en el piso principal -comentó César, consciente de que su esposa no hablaba con la misma animación que al principio y dándose cuenta por intuición a qué se debía.

– Para las poleas está asociado con una fundición que trabaja para los contratistas de la construcción y los frenos los fabrica en un pequeño taller suyo que tiene no lejos de aquí -contestó Aurelia, lanzando un profundo suspiro y cambiando al tema de los otros inquilinos-. ¡Hay una planta entera de judíos, Cayo Julio! Me dijeron que les gusta vivir juntos porque tienen muchas reglas y preceptos, que por cierto parecen haberse impuesto ellos mismos. ¡Son gente muy religiosa! No me extraña que provoquen xenofobia porque con su actitud nos dejan como si fuésemos gente moralmente despreciable. Todos trabajan de forma independiente, más que nada porque descansan cada siete días. ¿Verdad que es curioso? Como en Roma se celebra mercado cada ocho días, aparte de las fiestas y celebraciones, ellos no se adaptan con los trabajadores no judíos y por eso hacen tratos en lugar de aceptar empleos normales.

– ¡Qué cosa tan rara! -exclamó César.

– Son todos artesanos e intelectuales -añadió Aurelia, con cuidado de hablar en tono indiferente-. Uno de ellos, creo que se llama Simón, es un escriba extraordinario. ¡Qué maravillosos trabajos hace, Cayo Julio; una maravilla! Sólo escribe en griego. Ninguno de ellos domina muy bien el latín, pero siempre que hay un autor que desea hacer una edición especial a un precio más alto de lo normal, acude a Simón, que tiene cuatro hijos a quienes está enseñando el oficio de escriba y que van a clase con el maestro romano además de a su propia escuela religiosa, porque Simón quiere que sepan el latín tan bien como el griego, el arameo y el hebreo, creo que me dijo. Así nunca les faltará trabajo en Roma.

– ¿son escribas todos ellos?

– Oh, no, sólo Simón. Hay uno que trabaja el oro para algunas tiendas del Porticus Margaritaria. Y también un escultor, un sastre, un armero, un tejedor, un albañil y un mercader de bálsamo.

– No trabajarán todos en la vivienda… -comentó César, alarmado.

– Sólo el escriba y el orfebre, Cayo Julio. El armero tiene un taller en la cumbre de Alta Semita, el escultor tiene alquilado el suyo a una empresa de Velabrum y el albañil trabaja cerca de los muelles del puerto de Roma. -Contra su voluntad, los ojos color malva de Julia comenzaron a brillar-. Cantan mucho; sobre todo himnos religiosos. Es un modo de canto muy extraño, ¿sabes?, al estilo oriental, y disonante. Pero mucho mejor que el llanto de los críos.

César alargó la mano y le apartó un mechón que le había caído sobre el rostro; dieciocho años tenía su esposa.

– Por lo visto, a los judíos les gusta vivir en esta casa -dijo.

– Parece que les encanta -contestó Aurelia.

Aquella noche, cuando César se quedó dormido, ella, tumbada a su lado, regó la almohada con unas lágrimas. No había pensado en que César le exigiría la misma conducta allí en la ínsula del Subura que en una casa del Palatino; ¿es que no entendía que en aquel populoso barrio no existían las diversiones y esparcimientos propios de una esposa en el Palatino? No, claro que no, El estaba totalmente absorto en su incipiente carrera pública y se pasaba el día en los tribunales, con senadores importantes como Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, la casa de la moneda, el Tesoro y los diversos soportales y columnatas a los que acudía a formarse en su cargo de senador bisoño. No había esposo más amable y considerado, pero Cayo Julio César seguía creyéndola alguien especial.

Lo cierto es que Aurelia había concebido la idea de regentar ella sola la ínsula sin necesidad de ningún administrador. Por ello había visitado a todos los inquilinos; para conocerlos y saber qué clase de gente eran. Le habían gustado y no había encontrado motivo alguno para no tratar directamente con ellos. Hasta que habló con su esposo y comprendió que ella, su apreciadísima esposa, era una mujer distinta, una mujer ungida con la dignítas de los Julios, a la que nunca se permitiría hacer nada que pudiera ser un desdoro para su familia. Su formación era lo bastante similar a la de él para darse cuenta y entenderlo; pero ¿en qué iba a ocuparse, si no? Y en el hecho de haberle dicho dos mentiras, ni se atrevía a pensar; así que optó por dejar que le venciese el sueño.

Afortunadamente, su dilema quedó provisionalmente resuelto por el embarazo. Su estado la hizo más flemática, aunque no sufrió ninguno de los trastornos característicos. Tratándose de una mujer joven y sanísima, contaba, además, con suficiente sangre nueva por ambas partes a guisa de garantía contra la fragilidad de las doncellas de la rancia nobleza; aparte de que había adoptado la costumbre de andar varias millas cada día para que no le abatiera el aburrimiento, y tenía de sobra con su gigantesca criada Cardixa como protección en la calle.

César fue destinado a servir con Cayo Mario en la Galia Transalpina antes de que naciera el niño, por lo que le inquietó dejar sola en Roma a su esposa en tan avanzado estado.

– No te preocupes; estaré perfectamente -dijo ella.

– Ten cuidado de irte a casa de tu madre con suficiente antelación -dijo él.

– Tú déjame que ya me las arreglaré -fue todo lo que ella prometió.

Por supuesto que no fue a casa de su madre; el niño nació en su casa y sin necesidad de que interviniesen los físicos famosos del Palatino, sino simplemente la comadrona y Cardixa. Fue un parto bastante breve y fácil, en el que vino al mundo una niña, otra Julia, tan rubia y con ojos tan azules como era de rigor en una Julia.

– La llamaremos "Lia" para abreviar -dijo Aurelia a su madre.

– ¡Oh, no! -exclamó Rutilia, a quien eso de "Lia" le parecía demasiado corriente y anodino-. ¿Qué te parece Julilla?

– No -contestó Aurelia, meneando enérgicamente la cabeza-, es un diminutivo aciago. La llamaremos "Lia".

Pero Lia no medraba; estuvo llorando sin cesar durante seis semanas, hasta que Ruth, la esposa de Simón, bajó a casa de Aurelia, rechazó con desdén las alegaciones de los médicos de Aurelia y de los preocupados abuelos Cota sobre cólicos y resfriados.

– Esta niña lo que tiene es hambre -dijo Ruth en un griego con un fuerte deje-. ¡No tenéis leche, muchacha tonta!

– ¡Oh!, ¿y dónde voy a encontrar un ama de cría? -inquirió Aurelia, profundamente aliviada al ver que aquello era lo cierto, pero sin saber cómo iba a convencer a la servidumbre para que admitieran a otro miembro en sus cuartos.

– No necesitáis ama de cría, muchacha tOnta -replicó Ruth-. En la casa hay muchas mujeres con niños de pecho. No os preocupéis, entre todas alimentarán a la pequeña.

– Yo os lo pagaré -dijo Aurelia, procurando no mostrarse excesivamente protectora.

– ¿El qué? ¿La naturaleza? Dejadlo en mis manos, muchacha tonta. ¡Y ya me aseguraré de que primero se lavan bien los pechos! Esta pequeña tiene que recuperar el tiempo perdido, no queremos que se ponga enferma -dijo Ruth.

Y así la pequeña Lia tuvo a su disposición las amas de cría de toda una ínsula y aquella increíble batería de pezones que le ponían en la boquita parecía importarle tan poco como la mezcla de leche griega, romana, judía, hispana y siria. Y la pequeña Lia comenzó a medrar. Igual que la madre, una vez recuperada del parto y de la preocupación de oírla llorar constantemente. Una vez que César dejó Roma, el verdadero carácter de Aurelia comenzó a afirmarse. Primero venció fácilmente a sus parientes varones, a quienes él había encomendado vigilarla.

– Padre, si os necesitase -dijo con firmeza a Cota-, ya os llamaría.

– ¡Tío Publio, déjame en paz! -le espetó a Rutilio Rufo.

– ¡Sexto Julio, vete a la Galia! -conminó al hermano mayor de su esposo.

Luego miró a Cardixa y se frotó las manos, satisfecha.

– ¡Por fin puedo vivir mi vida! -exclamó-. ¡Ya verás los cambios!

Comenzó en su propia vivienda, en la que los esclavos que César había aportado con el matrimonio mandaban en la joven pareja, en vez de ser al revés. La servidumbre, dirigida por el mayordomo, un griego llamado Eutico, se había confabulado para que Aurelia no tuviese motivos de censurarlos ante su esposo, pues había comprobado que César veía las cosas de distinto modo que ella, y, sobre todo, los asuntos domésticos. Pero, en un solo día, Aurelia metió a los criados en cintura y les imbuyó perfectamente lo que esperaba de ellos con un discurso y luego con un programa. Cayo Mario habría aprobado totalmente el discurso, porque era breve, aplastantemente sincero y dirigido al estilo de un general.

– ¡Vaya con la domina! -comentó Murgus, el cocinero, al mayordomo-. ¡Y yo que creía que era una muñequita…!

– ¿Y qué voy a decir yo? -añadió Eutico, alzando al cielo sus seductores ojos de largas pestañas-. ¡Yo, que pensaba que iba a poder meterme en su dormitorio para consolarla durante la ausencia de Cayo Julio! ¡Antes me metería en la cama con un león!

– ¿Tú crees que tendría riñones para asumir la pérdida económica de vendernos con malas referencias? -inquirió el cocinero, temblando ante la perspectiva.

– Y para crucificarnos -contestó el mayordomo.

– ¡Vaya con la domina! -exclamó afligido el cocinero.

Después de aquella primera iniciativa, Aurelia fue a hablar con el inquilino de la otra vivienda de la planta baja. Su conversación con César respecto a los inquilinos la había disuadido de su primitiva intención de echarle, y al final no había hablado a su esposo de aquel hombre, comprendiendo que él no iba a ver el asunto igual que ella. Pero ahora podía actuar; y sin dilación.

A la otra vivienda de la planta baja tenía también acceso por el interior de la ínsula y lo único que tenía que hacer era cruzar el patio de luces; pero eso confería a su visita una familiaridad que en modo alguno deseaba, y optó por ir directamente a la puerta principal de la vivienda, lo que la obligaba a salir a la calle por la puerta de su casa al Vicus Patricii, doblar la esquina para pasar por delante de las tiendas que tenía alquiladas hasta la entrada de aquella segunda vivienda de la planta baja.

El inquilino era un famoso actor llamado Epafrodito, que, según el registro, llevaba viviendo allí más de tres años.

– Di a Epafrodito que la casera desea verle -dijo Aurelia al portero.

Mientras esperaba en el vestíbulo -tan grande como el de su propia vivienda- lo examinó con la experiencia acumulada en lo relativo a grietas, desportilladuras, desconchados, etcétera, y lanzó un suspiro. Estaba mejor que su propio vestíbulo y lo habían decorado hacía poco con un fresco representando ramos de flores y frutas, colgados de regordetes Cupidos entre cortinas púrpuras muy bien conseguidas.

– ¡No lo puedo creer! -exclamó una hermosa voz en griego.

Aurelia giró sobre sus talones para ver al inquilino. Era más viejo de lo que la voz, su fama en el escenario o la vista a través del patio daban a entender: un cincuentón con peluca dorada y un elaborado maquillaje, con amplia túnica púrpura de Tiro bordada con estrellas de oro. Aunque muchos de los que vestían la púrpura pretendían que era de Tiro, ésta silo era, pues reunía ese tono negro con un brillo que cambiaba de matiz según la incidencia de la luz, tiñéndose de oscuras irisaciones ciruela y carmesí; en tapicería era más frecuente, pero únicamente una vez en su vida había visto Aurelia genuina púrpura de Tiro en un vestido, y había sido con ocasión de su visita a la villa de Cornelia, madre de los Gracos, quien había mostrado con orgullo una túnica apresada por Emilio Paulo al rey Perseo de Macedonia.

– ¿No os creéis qué? -inquirió Aurelia, también en griego.

– ¡Veros a vos, querida! Había oído que nuestra casera era una beldad con ojos malva, pero la realidad supera a cuanto había imaginado viéndoos de lejos en el patio -replicó el actor con voz aflautada, más melodiosa que grotesca, pese al tono afeminado-. ¡Sentaos, sentaos! -añadió.

– Prefiero estar de pie.

Él se detuvo en seco y la miró con las cejas enarcadas.

– ¡Venís a hablar de negocios!

– Exactamente.

– ¿Y en qué puedo serviros?

– Dejando la vivienda -contestó Aurelia.

– ¿Qué? -replicó él, conteniendo un grito, sorprendido, y llevándose las manos al pecho con gesto horrorizado.

– Os doy ocho días de plazo -añadió Aurelia.

– ¡No podéis hacer eso! ¡He pagado el alquiler sin falta y cuido esta vivienda como si fuese mía! Indicadme las razones, domina -añadió, ahora con voz firme y gesto que desdecía toda la máscara de maquillaje.

– No me gustan vuestras costumbres -adujo Aurelia.

– Mis costumbres son asunto mio -replicó Epafrodito.

– No, cuando tengo que criar a mis hijos y éstos ven por el patio escenas que no son convenientes, y menos para un niño -replicó ella-. Y mucho menos aún cuando la prostitución de ambos sexos sale a ese patio a proseguir sus actividades.

– Poned cortinas -alegó Epafrodíto.

– No pienso hacerlo, ni me contentaría con que las pusieseis vos. En mi casa, además de ojos hay oídos.

– Bueno, siento mucho que os lo toméis así, pero me da igual. No pienso marcharme -dijo él con firmeza.

– En ese caso contrataré alguaciles para que os desahucien.

Recurriendo a su maestría para aumentar de estatura a fin de dominarla, Epafrodito se le aproximó, logrando hacerle recordar a la medrosa Aurelia de Aquiles, escondida en el harén del rey Licomedes de Esquiro.

– Escuchad un momento, joven señora -dijo el actor-. He gastado una fortuna adaptando esta vivienda a mi gusto y no tengo intención de marcharme. Si intentáis recurrir al truco de enviarme alguaciles, os demandaré por daños y perjuicios. De hecho, en cuanto hayáis abandonado mi casa, voy a ir al tribunal del pretor urbano a presentar una denuncia.

El malva de los ojos de Aurelia hizo una farsa imitando los matices de la púrpura tiria, secundado por la expresión que adoptó.

– ¡Hacedlo! -dijo con dulce voz-. Se llama Cayo Memio y es primo mio. De todos modos, ahora están muy ocupados para atender pleitos; así que mejor es que veáis primero a su ayudante. Es un nuevo senador, pero yo le conozco bien. Cuando vayáis, preguntad por él en persona: Sexto Julio César. Es mi cuñado -añadió, apartándose y examinando las paredes recién pintadas y el costoso piso de mosaico, impensable en una vivienda de alquiler-. ¡Sí, es todo muy bonito! Me alegro de que vuestro gusto en cuanto a decoración de la casa sea tan superior a vuestro gusto en lo relativo a amistades. Pero supongo que sabréis que todas las mejoras realizadas en las viviendas alquiladas pertenecen al propietario y que éste, según la ley, no está obligado a pagar un solo sestercio en compensacion.

Ocho días después Epafrodito se marchaba, lanzando improperios contra las mujeres y sin poder hacer lo que se había propuesto -rascar los frescos y arrancar el mosaico- porque Aurelia había apostado dos gladiadores dentro de la vivienda.

– ¡Estupendo! -exclamó, sacudiéndose el polvo de las manos-. Cardixa, ahora puedo buscar un inquilino decente.

El método de alquiler de una vivienda seguía diversos procedimientos; el propietario ponía un cartel en la puerta y otros en las tiendas de la ínsula, así como en los baños y letrinas públicos y en las paredes de propietarios que fuesen amigos suyos, y difundía de viva voz la noticia de que había una vivienda libre. Como la ínsula de Aurelia tenía fama por su buena construcción, no faltaron interesados a quienes ella misma atendió. Hubo quienes le gustaron, algunos que no le inspiraron confianza y otros a quienes no se la habría alquilado por nada del mundo aunque hubieran sido los únicos pretendientes. Pero ninguno de ellos respondió a sus aspiraciones, y por eso siguió entrevistando a gente.

Tardó siete semanas en encontrar los inquilinos idóneos: un caballero hijo de caballero llamado Cayo Matio; tenía la misma edad que César y su esposa era de la misma edad que Aurelia. Los dos eran personas cultas y educadas, se habían casado por la misma época que César y Aurelia y tenían una hijita de la misma edad que Lia. Además, su situación era desahogada. La mujer se llamaba Priscila, derivado probablemente del cognomen del padre y no del gentilicio, pero en todos los años que la familia Matio vivió allí, Aurelia no lograría averiguar el verdadero nombre de Priscila. La familia Matio se dedicaba al corretaje y a gestionar contratos, y el padre de Cayo Matio vivía con su segunda esposa y un hijo pequeño en una espaciosa casa del Quirinal. Aurelia tuvo buen cuidado en comprobar todos estos datos, y una vez verificados alquiló la vivienda de la planta baja a Cayo Matio por 10000 denarios anuales. Los costosos murales y el suelo de mosaico de Epafrodito propiciaron la firma del contrato, así como la promesa por parte de Aurelia de que todos los futuros contratos de alquiler los gestionara el propio Cayo Matio en su empresa.

Porque Aurelia había decidido prescindir de los agentes recaudadores. A partir de ahora seria ella quien decidiera los alquileres. Todas las viviendas se alquilarían mediante contrato por escrito, renovable cada dos años, incluyendo en él cláusulas multando al inquilino por daños a la propiedad y otras protegiéndole de abusos del propietario.

Aurelia transformó la sala de estar en despacho, lo llenó de libros de contabilidad, conservando sólo el telar, y se dispuso a aprender las complejidades de su papel de propietaria. Después de recabar la documentación de la ínsula de los anteriores agentes, descubrió que había archivos de todo tipo: albañilería, pintura, enyesado, compras diversas, recibos de agua, impuestos, contribuciones, facturas y recibos varios. Y vio que gran parte de los ingresos se desembolsaban casi inmediatamente. Además de cobrar el agua y la instalación de desagües, el Estado percibía una contribución según el número de ventanas con que contase la ínsula, las puertas que diesen a la calle y las escaleras de cada piso. Y aunque era un edificio bien construido, constantemente había que efectuar reparaciones. Entre los artesanos de las listas figuraban varios carpinteros, y, verificando las fechas, Aurelia vio que había uno que era el que más trabajos llevaba realizados. Mandó llamarle y le encargó quitar las celosías de madera que recubrían el patio de luces.

Era un proyecto que abrigaba desde que se había trasladado a la ínsula, porque había pensado hacer un jardín y transformar el poco lucido patio central en un oasis que alegrara la vida de todos los vecinos. Pero todo habían sido obstáculos, empezando por el inconveniente de tener a Epafrodito, que habría tenido derecho a utilizar el jardín. César nunca había sido testigo de las actividades del actor porque éste tenía buen cuidado de llevarlas a cabo sólo cuando César no estaba. Y César, como supo Aurelia, pensaba que las mujeres eran unas exageradas.

Entre las columnas de las galerías que daban al patio habían colocado unas molestas celosías de madera y ningún vecino de los pisos superiores tenía vista al patio. En teoría, tales celosías garantizaban la intimidad del patio y servían para tamizar el continuo raudal de ruidos que surgían de todas las viviendas, pero lo convertían en una horrible chimenea oscura de nueve plantas de altura, un horrendo pozo oscuro, además de impedir la entrada de luz y aire a los pisos.

Así, nada más marcharse César, Aurelia llamó al carpintero y le mandó quitar las celosías.

El hombre la miró como si se hubiese vuelto loca.

– ¿Qué sucede? -inquirió ella, sorprendida.

– Domina, dentro de tres días la mierda y los orines os llegarán a la rodilla -dijo él-, aparte de todo lo que quieran tirar, desde perros muertos hasta la abuela difunta o fetos.

Aurelia sintió un gran sofoco al ruborizarse hasta en las orejas. No era la cruda verdad de lo que decía el carpintero lo que la mortificaba, sino su propia ingenuidad. ¡Tonta, tonta, tonta! ¿Por qué no lo habría pensado? Porque, se contestó a sí misma, toda una vida pasando por las puertas y las escaleras de una casa de viviendas no bastaba para que una persona que siempre había vivido en una espaciosa casa privada adquiriera la más remota idea de lo que sucedía en el interior de una ínsula. Su tío Cota tampoco había adivinado el propósito de aquellas celosías.

Se llevó las manos a las encendidas mejillas y dirigió al carpintero una mirada tan adorable de sorprendida inocencia, que el hombre soñó con ella casi un año, pasó periódicamente a ver cómo iban las cosas y mejoró sus trabajos el cien por cien.

– ¡Gracias! -le dijo ella con fervor.

Con la marcha del asqueroso Epafrodito tenía ocasión de iniciar el jardín del patio, y descubrió que al nuevo inquilino Cayo Matio le encantaba la jardinería.

– ¡Dejad que os ayude! -suplicó Matio.

– Claro que podéis ayudarme -contestó ella, pensando en que no podía negarse después de haber buscado con tanto afán aquella clase de inquilinos.

Y con ello aprendió otra lección, pues, por medio de Cayo Matio, Aurelia supo que una cosa era soñar con hacer un jardín maravilloso y otra muy distinta conseguirlo. Porque ella no tenía ideas claras sobre ese arte y Cayo Matio sí. De hecho, era un genio de la jardinería. Anteriormente, el agua del baño de César iba a parar a las cloacas, pero ahora la recogían en una cisterna en el patio y alimentaba a las plantas que Cayo Matio sacaba adelante con increíble rapidez, en su mayoría robándolas -según informó a Aurelia- de la mansión de su padre en el Quirinal y de donde podía. Matio sabía cómo injertar plantas débiles con otras más fuertes de la misma especie; conocía las plantas a las que convenía un poco de cal y a cuáles el suelo de Roma, ácido por naturaleza; sabia la época exacta del año en que había que sembrar, plantar y podar. Al cabo de un año, el patio, un cuadrado de treinta pies de lado, era una enramada y las trepadoras subían por las celosías de las columnas hacia el trozo de cielo de lo alto.

Un día fue a verla Simón el judío; a sus ojos romanos, resultaba una curiosa imagen con su larga barba y sus largos rizos asomando por el solideo.

– Domina Aurelia, la cuarta planta quiere pediros un favor particular -dijo el hombre.

– Si en mi mano está, podéis contar con ello, Simón -le contestó, muy seria.

– Lo comprenderemos si os negáis, pues lo que solicitamos va en detrimento de vuestra intimidad -dijo Simón, eligiendo las palabras con una delicadeza que generalmente reservaba para su trabajo-. Pero si os damos nuestra palabra de que no abusaremos del privilegio tirando desperdicios y basura, ¿podríamos quitar las celosías de madera que cierran el patio de luces? Así tendríamos más ventilación y podríamos ver vuestro precioso jardín.

– Os lo concedo encantada -respondió Aurelia con una amplia sonrisa-. Sin embargo, eso no quiere decir que apruebe el echar la basura a la calle por las ventanas. Debéis prometerme que todos los desechos serán llevados al otro lado de la calle, a la letrina pública y arrojados a la cloaca.

Simón se lo prometió encantado.

Y quitaron las celosías del patio de luces en el cuarto piso, aunque Cayo Matio rogó que se dejasen en la parte de las columnas para que las enredaderas pudieran seguir trepando. El piso en que vivían los judíos inició una moda, que imitaron a continuación el inventor y el mercader de especias que vivían en el de arriba, solicitando lo mismo, seguidos por el sexto, el segundo y el quinto, hasta que sólo quedaron las de los dos últimos pisos de libertos.

En primavera, antes de la batalla de Aquae Sextiae, César efectuó un rápido viaje a través de los Alpes para llevar despachos a Roma, y esta breve visita produjo un segundo embarazo de Aurelia, que dio a luz otra niña en febrero, también en su casa e igualmente atendida por la comadrona y Cardixa. En esta ocasión sí advirtió su falta de leche, y la segunda pequeña Julia -que toda su vida tendría que aguantar el diminutivo de "Ju-Ju"- comenzó inmediatamente a mamar de una docena de madres repartidas por los distintos pisos de la ínsula.

– Muy bien -contestó César a la carta en que le anunciaba el nacimiento de Ju-Ju-, ya tenemos la tradicional pareja de niñas de los Julios. La próxima vez que lleve despachos para el Senado empezaremos con los chicos.

Que era muy parecido a lo que su madre Rutilia le había dicho para consolarla de haber concebido niñas.

– Tendrías que haber pensado que tus palabras caían en saco roto -comentó Cota sonriente.

– ¡Ya lo creo! -exclamó Rutilia, irritada-. ¡De verdad, Marco Aurelio, esta hija mía me desconcierta! Cuando quise animarla, se limitó a enarcar las cejas y a decirme que a ella le daba absolutamente igual que fuesen niños o niñas, con tal de que fuesen sanos.

– ¡Y es una encomiable actitud! -replicó Cota-. Así como hace cuatrocientos o quinientos años no eran bien vistos los nacimientos de niñas, ahora las madres las aceptan mejor.

– ¡Sí, claro! ¡Es una simple actitud! -replicó Rutilia-. Si no me quejo de su tranquilidad, lo que me indigna es que te haga creer que eres tonta por decir lo evidente.

– Yo la quiero mucho -terció Rutilio Rufo, conteniendo la risa.

– ¡Sí, claro! -apostilló Rutilia.

– ¿Es bonita la niña? -inquirió Rutilio.

– Preciosa. ¿Qué otra cosa puede esperarse? Esa pareja no podría tener un hijo feo ni aunque lo hicieran de pie en la cama -contestó Rutilia, irritada.

– Vamos, vamos, a ver si hablas como una noble romana -añadió Cota, dirigiendo un guiño a Rutilio Rufo.

– ¡Ojalá se os cayeran los dientes! -chilló Rutilia, tirándoles los almohadones.

Poco después de nacer Ju-Ju, Aurelia tuvo que enfrentarse al asunto de la taberna de la esquina. Era algo que había querido evitar, pues, aunque se hallaba en su ínsula, no podía cobrar alquiler por tratarse de un lugar de reunión de una cofradía religiosa; aunque no tenía categoría de templo ni de aedos, era un centro "oficial" que figuraba en los libros de registro del pretor urbano.

Pero era una molestia porque siempre había movimiento junto a ella, incluso por la noche, y algunos de los cofrades echaban en seguida de la acera a los peatones; por el contrario, no se daban mucha prisa en limpiar la constante acumulación de basura ante la puerta.

Cardixa fue la primera en enterarse de un aspecto más siniestro de la cofradía religiosa de la taberna. Aurelia la había enviado a la tiendecita contigua a la entrada de la casa a comprar un ungüento para el culito de Ju-Ju, y se encontró con la dueña -una anciana de Galacia, experta en medicinas, tónicos, remedios y panaceas- junto a la pared, mientras un par de individuos de mala catadura discutían sobre qué tarros y botellas iban a destrozar primero. Gracias a Cardixa no destrozaron nada y fue ella quien los molió a golpes, poniéndolos en fuga, al tiempo que lanzaba imprecaciones. Luego, la aterrada anciana le contó que no había podido pagar el impuesto de protección.

– Todas las tiendas pagan a la cofradía de la taberna para que no les molesten -contó Cardixa a Aurelia-. Dicen que prestan servicio de protección a los tenderos contra los robos y las violencias, pero los únicos robos y violencias que padecen son por mano de la cofradía si no les pagan el impuesto de protección. Como sabéis, domínilla, esa pobre gálata ha enterrado hace poco a su esposo, y le hizo unos funerales caros; por eso no tiene dinero.

– ¡No se hable más! -dijo Aurelia, dispuesta a presentar batalla-. Vamos a arreglar esto, Cardixa.

Y, muy decidida, salió de su casa y fue deteniéndose en todas las tiendas del Vicus Patricii preguntando a los propietarios por aquello del impuesto de protección. Por lo que algunos le dijeron, supo que los asuntos de la cofradía desbordaban el estricto marco de las tiendas de la ínsula, por lo que acabó recorriendo todo el vecindario, enterándose así de una increíble historia de flagrante coacción. Incluso las dos mujeres encargadas de la letrina pública en la acera opuesta del Subura Minor al servicio de la empresa que tenía contrato con el Estado se veían obligadas a pagar un porcentaje del dinero que los clientes con recursos les pagaban para disponer de una esponja o un palo para limpiarse después de defecar; cuando la cofradía se enteró de que las dos mujeres hacían además el servicio de recoger orinales de diversas viviendas para vaciarlos y limpiarlos y que no lo habían dicho, les rompieron todos los orinales y las pobres mujeres tuvieron que comprar otros. Los baños contiguos a la letrina pública eran de un propietario particular -como todos los de Roma- y eran un buen negocio. Allí también estipuló un impuesto la cofradía para garantizar que no se mantendría a los clientes sumergidos en el agua hasta que casi se ahogaran.

Cuando Aurelia concluyó la investigación, estaba tan indignada que prefirió volver a su casa para calmarse antes de enfrentarse a la cofradía.

– ¡Y eso en mi casa! -exclamó abrumada-. ¡En mi propia casa!

– No os preocupéis, Aurelia, ya les daremos su merecido -dijo Cardixa.

– ¿Dónde está Ju-Ju? -inquirió Aurelia con un profundo suspiro.

– En el cuarto piso. Esta mañana le toca a Rebeca amamantarla.

– ¿Por qué no podré yo tener leche? -exclamó Aurelia, retorciéndose las manos-. ¡Estoy más seca que una vieja!

– Hay mujeres que tienen leche y otras que no -replicó Cardixa, encogiéndose de hombros-. No se sabe por qué. No os dejéis deprimir, lo que realmente os preocupa es el asunto de la cofradía. Ya sabéis que a ninguna le importa dar el pecho a Ju-Ju. Enviaré a una criada al cuarto a que diga a Rebeca que se quede un ratito con la pequeña y nosotras saldremos a zanjar ese asunto.

– Pues vamos -dijo Aurelia poniéndose en pie-. Acabemos de una vez.

No había mucha luz dentro de la taberna y Aurelia permaneció en el umbral; a contraluz, aquella belleza que conservaría toda su vida irradiaba toda su plenitud y fue como si el interior se iluminara, pero volvió a ensombrecerse en cuanto apareció Cardixa detrás de su ama.

– ¡Es el elefante que nos sacudió esta mañana! -dijo una voz en la penumbra.

En los bancos se produjeron varias deserciones, mientras Aurelia avanzaba y miraba a su alrededor, respaldada por Cardixa.

– ¿Quién es aquí el responsable? -inquirió Aurelia.

De la mesa de un rincón se levantó un hombrecillo delgado de unos cuarenta años con inconfundible aspecto romano.

– Soy yo -dijo, acercándose-. Lucio Decumio, para serviros.

– ¿Sabéis quién soy? -inquirió Aurelia.

El hombre asintió con la cabeza.

– Estáis ocupando, sin pagar alquiler, unas dependencias que son mías -le espetó Aurelia.

– Las dependencias no son vuestras, señora, sino del Estado -replicó Lucio Decumio.

– Del Estado, no -contestó ella, mirando en derredor puesto que sus ojos se habían acostumbrado a la escasa iluminación-. Este lugar es un asco; lo tenéis totalmente descuidado. Quedáis desahuciado.

Se hizo un impresionante silencio y Lucio Decumio frunció los ojillos con gesto avieso.

– No podéis desahuciarnos -dijo

– ¡Ya lo veremos!

– Me quejaré al pretor urbano.

– ¡Hacedlo, hacedlo! Es mi primo.

– Pues recurriré al pontífice máximo.

– Claro que sí. También es primo mío.

– No serán todos primos vuestros -replicó Lucio Decumio con un retintín que bien podía ser desacato o sorna.

– Ya lo creo que lo son -replicó Aurelia-. Tomad buena nota, Lucio Decumio, de que vos y vuestros rufianes tenéis que evacuar.

El hombre se la quedó mirando pensativo, rascándose la barbilla y con una especie de sonrisa en sus ojos gris claro; luego dio un paso a un lado, haciendo un gesto en dirección a la mesa que ocupaba.

– ¿Y si lo hablamos tranquilamente? -inquirió con la misma calma que el mismísimo Escauro.

– No hay nada que hablar -replicó Aurelia-. Tenéis que marcharos.

– ¡Bah! Siempre queda el recurso de hablar de las cosas. Vamos, señora, sentémonos -insistió Lucio Decumio.

Y Aurelia se dio cuenta de que le estaba pasando algo horrible: ¡comenzaba a gustarle aquel Lucio Decumio! Era absurdo, pero estaba sucediendo.

– De acuerdo -dijo-. Cardixa, quédate detrás de mí.

Lucio Decumio acercó una silla y él tomó asiento en un banco.

– ¿Un poco de vino, señora?

– Ni mucho menos.

– ¡Oh!

– ¿Y bien?

– ¿Y bien, qué? -replicó Lucio Decumio.

– Erais vos quien quería hablar -dijo Aurelia.

– Ah, sí, era yo -dijo Lucio Decumio con un carraspeo-. Vamos a ver, ¿de qué os quejáis exactamente, señora?

– De vuestra presencia bajo mi techo.

– Bueno, bueno, eso es bastante ambiguo, ¿no? Quiero decir que podemos llegar a algún acuerdo; vos me decís qué es lo que no os gusta y yo veré de arreglarlo -dijo Lucio Decumio.

– El deplorable estado, la porquería, el ruido, el derecho que os arrogáis sobre la acera y este local, cosa totalmente falsa -comenzó a decir Aurelia, contando con los dedos de la mano-. ¡Y ese negocio que tenéis con el vecindario, aterrorizando a los inocuos tenderos para que paguen un dinero que no tienen! ¡Qué despreciable comportamiento!

– El mundo, señora -contestó Lucio Decumio, inclinándose hacia ella muy serio-, se divide en lobos y corderos. Es ley natural. Si no fuese natural, habría muchos más corderos que lobos, mientras que, como se sabe, hay unos mil corderos por cada lobo. Considerad que nosotros somos los lobos del barrio, y no somos unos lobos tan malos. Sólo enseñamos los dientes y damos algún mordisco que otro, pero no matamos a nadie.

– Eso es una metáfora repugnante -replicó Aurelia- que no me conmueve lo más mínimo. Tenéis que marcharos.

– ¡Ay de mí! -exclamó Lucio Decumio, echándose hacia atrás-. ¡Ay de mi! -repitió, mirándola a los ojos-. ¿De verdad que son primos vuestros?

– Mi padre es el ex cónsul Lucio Aurelio Cota y mi tío el cónsul Publio Rutilio Rufo, mi otro tío es el pretor Marco Aurelio Cota y mi esposo el cuestor Cayo Julio César -replicó Aurelia reclinándose en la silla, alzando un poco la cabeza y cerrando los ojos-. Además, mi cuñado es Cayo Mario.

– Pues bien, mi cuñado es el rey de Egipto, ¡ja, ja, ja! -espetó Lucio Decumio ante aquella sarta de nombres.

– Pues os aconsejo que os vayáis a vivir a Egipto -réplicó Aurelia sin imnutarse lo más mínimo por el sarcasmo-. Os digo que el cónsul Cayo Mario es mi cuñado.

– Ah, claro, y, naturalmente, la cuñada de Cayo Mario vive en pleno culo del Subura -replicó Lucio Decumio.

– Esta ínsula es mía. Es mi dote, Lucio Decumio. Mi esposo no es el primogénito y de momento vivimos en la ínsula. Más adelante viviremos en otro lugar.

– ¿De verdad que Cayo Mario es cuñado vuestro?

– Hasta el último pelo de sus cejas.

– Me gusta estar aquí -dijo Lucio Decumio con un suspiro-, así que mejor será que lleguemos a un acuerdo.

– Quiero que os marchéis -insistió Aurelia.

– Vamos a ver, señora. Me asiste cierto derecho -dijo Lucio Decumio-. Los miembros de esta cofradía son los guardianes del altar de la encrucijada; sus legítimos guardianes. Quizá os creáis que vuestros primos son los dueños del Estado, pero si nosotrOs nos vamos, entrarán otros, ¿cierto? Esto es un colegio de encrucijada, señora, registrado oficialmente ante el pretor urbano. Y os diré un secreto -añadió, inclinándose de nuevo y alargando el cuello como una tortuga-. ¡Todos los de los cruces son lobos! Lleguemos a un acuerdo, señora. Mantenemos el local limpio, pintamos un poco las paredes, andamos de puntillas cuando sea de noche, ayudamos a cruzar la calle a las ancianas, renunciamos a esa operación con el vecindario ¡y nos convertimos en pilares de la sociedad, como quien dice! ¿Qué os parece?

Pese a sus esfuerzos por reprimirla, la sonrisa se dibujó en su rostro.

– Mejor que el horror que yo conozco, ¿no, Lucio Decumio?

– ¡Mucho mejor! -añadió él efusivamente.

– Desde luego no me gustaría tener que volver a plantear todo esto con otra gente -dijo Aurelia-. Muy bien, Lucio Decumio: os pondré a prueba seis meses -añadió, levantándose y dirigiéndose a la puerta, seguida por Lucio Decumio-. Pero no penséis ni por un instante que vacilaré en echaros y dejar que entren otros-concluyó diciendo, con un pie ya en la calle.

Lucio Decumio la acompañó por el Vicus Patricii, abriéndole paso entre la multitud con asombrosa facilidad.

– Os aseguro, señora, que nos convertiremos en pilares de la sociedad.

– Veo muy difícil que podáis prescindir de unos ingresos a los que estabais acostumbrados -dijo Aurelia.

– ¡Oh, no os preocupéis, señora! -replicó Lucio Decumio, animado-. Roma es muy grande. Nos limitaremos a trasladar lo bastante lejos nuestra operación para no molestaros… al Viminal, al Ager… hay muchos sitios. No os preocupéis lo más mínimo por Lucio Decumio y sus hermanos de los cruces sagrados. Nos las arreglaremos.

– ¡Eso no es una respuesta! -replicó Aurelia-. ¿Qué diferencia hay entre aterrorizar a nuestro vecindario y hacerlo en otra parte?

– Lo que el ojo no ve y la oreja no oye, el corazón no lo lamenta -contestó el hombre, francamente sorprendido de que fuese tan obtusa-. Es la realidad, señora.

En aquel momento llegaban a la puerta principal.

– Supongo que haréis lo que queráis, Lucio Decumio -dijo ella, deteniéndose y mirándole con cara de pocos amigos-, pero que yo no me entere a dónde trasladáis vuestra "operación", como la llamáis.

– Punto en boca, señora. ¡Lo juro! ¡Punto en boca! -dijo él adelantándose a llamar a la puerta, que abrió con sospechosa prontitud el propio mayordomo-. Ah, Eutico, hace días que no se os ve por la cofradía -añadió Lucio Decumio con voz suave-. La próxima vez que la señora os dé fiesta, espero veros por el local. Vamos a limpiarlo y pintarlo para complacer a la señora. Hay que tener contenta a la cuñada de Cayo Mario, ¿no os parece?

– Por supuesto -contestó Eutico, totalmente anonadado.

– ¿Así que nos lo habías ocultado? ¿Por qué no nos dijiste quién era la señora? -insistió Lucio Decumio con voz tan suave como la seda.

– Como habréis advertido a lo largo de los años, Lucio Decumio, yo no hablo de mi familia -contestó Eutico dándose importancia.

– Malditos griegos; todos son iguales -dijo Lucio Decumio, dando un papirotazo a un mechón de su lacio pelo en dirección de Aurelia-. Que lo paséis bien, señora. Encantado de conoceros. Si deseáis algo de nosotros, servíos comunicármelo.

Cuando se cerró la puerta, Aurelia miró al mayordomo con rostro impasible.

– Bien, ¿qué me dices? -inquirió.

– ¡Domina, tengo que pertenecer a la cofradía! ¡Soy el mayordomo de los caseros y no consentirían que me quedara al margen!

– Eutico, ¿te das cuenta que podría mandar azotarte por esto? -dijo Aurelia sin cambiar de expresión.

– Sí -musitó el griego.

– Azotamiento es el castigo establecido, ¿verdad?

– Sí.

– Pues tienes suerte de que sea la esposa de mi marido y la hija de mi padre -añadió Aurelia-. Creo que mi suegro, Cayo Julio, lo concibió mejor. Antes de morir dijo que no entendía cómo una familia podía vivir en la misma casa con gente a la que mandaba azotar, ya fuesen hijos o esclavos. Sin embargo, hay otros modos de tratar la deslealtad y la insolencia. Y no pienses que no estoy dispuesta a asumir la pérdida económica de venderte con malas referencias, y cobrar mil sestercios en lugar de diez mil denarios; aparte de que tu nuevo propietario sería de tan baja clase social que te mandaría azotar sin piedad.

– Lo comprendo, domina.

– ¡Bien! Sigue perteneciendo a la cofradía del cruce; comprendo tus motivos. Y también alabo tu discreción respecto a nosotros -dijo Aurelia, disponiéndose a alejarse-. Ese Lucio Decumio, ¿qué trabajo tiene? -inquirió.

– Es el vigilante del local -respondió Eutico, más compungido aún.

– Algo me ocultas.

– ¡No, no!

– ¡Vamos, cuéntamelo todo!

– Bien, domina, no es más que un rumor -respondió el griego-. Comprended que nadie lo sabe con certeza, pero se dice que él mismo lo ha contado… aunque puede ser un simple chismorreo. O quizá lo dijera para meternos miedo.

– ¿Pero qué es lo que ha dicho?

– Que es un asesino -respondió el mayordomo palideciendo.

– ¡Ecastor! ¿Y a quién ha asesinado? -inquirió Aurelia.

– Creo que a ese personaje númida que fue apuñalado hace unos años en el Foro Romano -contestó Eutico.

– ¡Vamos de sorpresa en sorpresa! -exclamó Aurelia, alejándose a ver qué hacían las niñas.

– La domina es única -comentó Eutico a Cardixa.

La gigantesca criada gala alargó el brazo y dio un apretón al mayordomo en el hombro, como un gato que sujeta a un ratón por la cola.

– Ya lo creo -dijo, al tiempo que le zarandeaba-. Por eso tenemos que cuidarla.


No mucho después, Cayo Julio César volvió de la Galia itálica con un mensaje de Mario desde Vercellae. Llamó a la puerta y le abrió el mayordomo, quien se dispuso a entrar el equipaje mientras él iba en busca de su esposa.

Aurelia estaba en el jardín atando bolsitas de gasa en los racimos de uvas del cenador de Cayo Matio y no se molestó en volverse al oír pasos.

– ¿No os imaginabais que hubiese tantos pájaros en el Subura, -verdad? -inquirió sin mirar quién era-. Pero este año estoy decidida a que seamos nosotros quienes comamos las uvas; y voy a ver si esto da resultado.

– Estoy deseando comer las uvas -dijo César.

– ¡Cayo Julio! -exclamó ella alborozada, girando sobre sus talones y dejando caer el montón de bolsas de gasa.

Él abrió los brazos y ella se echó en ellos. El beso fue intensamente amoroso y fue seguido de otra docena, pero unos aplausos les hicieron volver a la realidad; César miró hacia arriba por el patio de luces, vio la barandilla de los balcones llena de gente y saludó con la mano.

– ¡Hemos obtenido una gran victoria! -exclamó-. ¡Cayo Mario ha aniquilado a los germanos! ¡Roma nunca más los temerá!

Dejando que los vecinos se regocijaran y difundieran la noticia por el Subura antes de informar al Senado y al pueblo, César cogió a Aurelia por los hombros y se dirigió al pasillo que llevaba del vestíbulo a la cocina, dobló en dirección a su despacho y pudo observar el orden, la limpieza y la agradable y sencilla decoración. Había floreros por todas partes; otra faceta doméstica de Aurelia, pensó, preguntándose angustiado si tendrían dinero para aquel gasto de flores.

– Tengo que ver a Marco Emilio Escauro ahora mismo -dijo-, pero no quería ir a su casa antes de venir a verte. ¡Qué alegría volver al hogar!

– Es estupendo -añadió Aurelia, temblorosa.

– Más estupendo será esta noche, esposa mía, cuando empecemos a hacer el primer niño -dijo él, besándola otra vez-. ¡Cómo te he echado de menos! De verdad que, a tu lado, ninguna mujer me atrae. ¿Podría darme un baño?

– Hace un momento que he visto rondar a Cardixa, supongo que te lo estará preparando -contestó Aurelia, apretándose contra él y dando un suspiro de satisfacción.

– ¿Estás segura de que puedes atender todo el trabajo de la casa, con dos niñas y toda la insula? -inquirió él-. Ya sé que decías que los agentes se llevaban más comisión de la debida, pero…

– No es ninguna molestia, Cayo Julio. Las viviendas están muy cuidadas y los inquilinos son de primera -contestó ella, decidida-. Incluso he solventado la pequeña dificultad que había con la taberna de la encrucijada, y ahora todo está limpio y tranquilo. ¡No sabes lo predispuestos y correctos que han sido todos cuando se enteraron de que soy la cuñada de Cayo Mario! -añadió, como sin darle importancia y riendo alegremente.

– ¡Cuántas flores! -exclamó él.

– ¿A que son bonitas? Es un regalo que me mandan periódicamente cada cuatro o cinco días.

– ¿Es que tengo un rival? -inquirió él rodeándola con sus brazos.

– No creo que te preocupe cuando le conozcas -contestó Aurelia-. Se llama Lucio Decumio y es un asesino.

– ¿Quéee?

– No, cariño mío, lo digo en broma -replicó ella-. Él dice que es un asesino, supongo que para conservar su ascendiente respecto a sus colegas de la taberna de la que está encargado.

– ¿Y de dónde saca las flores?

– A caballo regalado, no le mires el diente -contestó ella riendo-. En el Subura todo es distinto.


Fue Publio Rutilio Rufo quien informó a Cayo Mario de las novedades de Roma, en cuanto César entregó la carta comunicando la victoria.


Hay un ambiente muy poco halagüeño, debido principalmente al hecho de que has tenido éxito en lo que te propusiste -eliminar a los germanos- y a que el pueblo está tan agradecido, que si te presentases al consulado te lo concederían otra vez. "Dictador" es la palabra que murmuran todos los nobles, al menos la primera clase la está repitiendo. Sí, ya sé que tienes muchos clientes y amigos importantes en la primera clase, pero debes comprender que toda la estructura tradicional de la política romana está orientada a cercenar las pretensiones de quienes descuellan entre sus iguales. El único "primer" permisible es el primero entre sus iguales, pero después de cinco consulados, tres de ellos in absentia, se va haciendo muy difícil enmascarar el hecho de que tú destacas entre tus supuestos iguales. Escauro está disgustado, pero con él podrías entenderte en último extremo. No, el verdadero problema es nuestro común amigo el Meneitos, hábilmente secundado por su tartamudo retoño.

Desde el momento en que te trasladaste al este de los Alpes para unirte a Catulo César en la Galia itálica, el Meneitos y su hijo han dedicado todos sus esfuerzos a inflar desaforadamente la contribución de Catulo César en la campaña contra los cimbros. Así, cuando llegó la noticia de la victoria de Vercellae y la cámara se reunió en el templo de Belona para debatir los asuntos de los triunfos y los votos de agradecimiento, había muchos dispuestos a escuchar al Meneitos cuando tomó la palabra.

En resumen, propuso que sólo se celebren dos triunfos: uno contigo por la victoria de Aquae Sextiae y otro con Catulo César por Vercellae, ignorando totalmente el hecho de que tú eras el comandante en el campo de Vercellae y no Catulo César. Su argumentación es estrictamente legalista: participaron dos ejércitos, uno al mando del cónsul y el otro al mando del procónsul Catulo César, y el botín conquistado, dice el Meneitos, es tan reducido, que resultaría ridículo exhibirlo en tres triunfos. Así que, como tú no habías celebrado el triunfo aprobado por lo de Aquae Sextiae, pues lo celebras y a Catulo César se le concede el correspondiente a Vercellae, ya que sería superfluo que tú celebrases un secundo triunfo por Vercellae.

Lucio Apuleyo Saturnino se puso inmediatamente en pie para protestar, pero le abuchearon. Como este año es un privatus, no tiene cargo alguno para imponerse y que los padres conscriptos le hagan más caso. La cámara aprobó dos triunfos: el tuyo será exclusivamente por Aqaae Sextiae -batalla del año pasado y menos significativa- y Vercellae -la de este año y la más importante para todos- en exclusiva para Catulo César. Efectivamente, conforme el triunfo de Vercellae discurra por la ciudad, se irá imbuyendo en la mente de los romanos que tú no has tenido nada que ver con la derrota de los cimbros en la Galia itálica y que el héroe es Catulo César. Tu propia necedad al entregarle la mayor parte del botín y todos los estandartes germanos capturados ha inclinado la balanza. Cuando te gana la euforia y dejas que surja tu generosidad natural es cuando peores errores cometes. De verdad.

No sé qué remedio encontrarás, porque todo está ya decidido, aprobado oficialmente y registrado en los archivos. Yo estoy indignado, pero los padres de la patria (como los llama Saturnino) o los boni (como dice Esca uro) te han ganado por la mano y no obtendrás el prestigio que mereces por la derrota de los germanos. En tiempos de Numancia nos divertimos con perpetuar el revolcón de Metelo en la cochiquera aplicándole ese mote que también usan las niñeras en su jerga para referirse a los genitales de las niñas, pero yo, actualmente, considero que este hombre es un verdadero cunnus, y su hijo va a seguir el mismo camino.

Basta, basta, ¡no quiero acabar teniendo una apoplejía! Concluiré la misiva diciéndote que en Sicilia las cosas van bien. Manio Aquilio está haciendo una magnífica labor, lo que aún empequeñece más a Servilio el Augur, quien, sin embargo, ha hecho lo que prometió, denunciando a Lúculo ante el nuevo tribunal que entiende de traiciones. Lúculo se empeñó en defenderse personalmente y no le fue nada bien con todos esos caballeros engreídos, porque se les encaró con esa glacial altanería que se gasta y el jurado pensó que lo hacía por ellos. ¡Y así era, efectivamente! Este Lúculo es otro imbécil impenitente. Naturalmente, le condenaron. Creo que en todas las tablillas escribieron el DAMNO. Y es increíble la brutalidad de la sentencia. Tiene que exiliarse a más de mil millas de Roma, con lo que su única opción de vivir en una gran ciudad es Antioquía o Alejandría. Él ha elegido honrar al rey Tolomeo Alejandro en vez de al rey Antioco Gripus. Y el tribunal confiscó todos sus bienes, casas, tierras, inversiones y propiedades urbanas.

No esperó a que le obligaran a marcharse: de hecho, ni aguardó a saber a cuánto ascendían sus pertenencias, y encomendó el cuidado de la marrana de su esposa a su hermano el Meneitos -así verá lo que es bueno-, y a su hijo mayor, que ahora tiene dieciséis años y en quien el Estado tenía puestas sus miras, a su propia suerte. Es curioso que no encomiende este dotado muchacho al cuidado del Meneitos, ¿no crees? Al menor, que ahora tiene catorce, le han adoptado y ahora se llama Marco Terencio Varro Lúculo.

Me ha dicho Escauro que los muchachos han jurado procesar a Servilio el Augur en cuanto Varro Lúculo tenga edad para vestir la toga. La despedida del padre fue desgarradora, como puedes imaginarte. Escauro dice que Lúculo irá a Alejandría y se suicidará, y que los niños también lo creen así. Lo que más hiere a los Licinio Lúculo es que este dolor y esta ruina se los haya causado un hombre nuevo arribista como Servílío el Augur. Los hombres nuevos no os habéis ganado precisamente unos amigos en los hijos de Lúculo.

En fin, cuando los hijos de Lúculo tengan edad para procesar a Servilio el Augur, será ante otro nuevo tribunal constituido por otro Servílio de orígenes bastante oscuros: Cayo Servilio Glaucia. ¡Por Pólux, Cayo Mario, las leyes que dicta ese individuo! El esquema es acorazado y nuevo, pero funciona. Al estar de nuevo en manos de los caballeros, no hay recursos que les valga a los gobernadores si no son trabajadores. La recuperación de la propiedad peculada ha quedado ampliada a los últimos beneficiarios así como a los ladrones iniciales; los convictos por el tribunal no pueden hablar nunca más en público; a los que tienen derechos latinos que logren que se condene a un malversador se les recompensa con la ciudadanía romana, y ahora se efectúa una pausa en medio del juicio. El procedimiento antiguo es ya cosa del pasado, y el testimonio de los testigos, como se ha comprobado en los pocos casos juzgados, ahora cuenta mucho menos que las intervenciones de los abogados. Buena oportunidad para los buenos letrados.

Y para terminar, y no menos importante, te diré que ese curioso individuo que es Saturnino vuelve a verse en apuros. Cayo Mario, de ver dad que temo que no esté bien de la cabeza. No es una cosa lógica. Y yo creo que es por influencia de su amigo Glaucia. Los dos son brillantes, pero, al mismo tiempo, muy inestables y alocados. O quizá sea que realmente no sepan lo que quieren de la vida pública. Hasta el peor demagogo tiene un plan, una lógica orientada a ser pretor y cónsul, pero yo no la veo en esta pareja. Detestan el viejo estilo de gobierno, detestan el Senado, pero no presentan alternativas. ¿Serán quizá lo que los griegos llaman partidarios de la anarquía? No estoy seguro.

La suerte ha dado la espalda al rey Nicomedes de Bitinia en razón de la embajada del rey Mitrídates del Ponto. Nuestro joven amigo del país oriental más alejado del Euxino envió unos embajadores con suficiente inteligencia para descubrir la secreta debilidad de los romanos: ¡el dinero! Como no habían adelantado nada en la solicitud del tratado de amistad y alianza, comenzaron a sobornar senadores. Pagan bien, y ten la seguridad de que Nicomedes tiene motivos para preocuparse.

Luego, Saturnino habló en la tribuna del Foro y condenó a todos los senadores dispuestos a abandonar a Nicomedes y Bitinia en favor de Mitrídates del Ponto. Dijo que hacía años que teníamos un tratado con Bitinia y que el Ponto era el enemigo inmemorial de Bitinia. Añadió que había dinero de por medio y que Roma, por culpa del engrosamiento de las bolsas de unos cuantos senadores, iba a dejar en la estacada a su amigo y aliado de medio siglo.

Y se alega -yo no estaba presente- que dijo algo así como: "Ya sabemos lo caro que cuestan los matrimonios de senadores chochos con potrancas retozonas, ¿no es cierto? Quiero decir que los collares de perlas y las pulseras de oro son mucho más caros que un frasco de ese reconstituyente que vende Ticino en su tienda, ¿y quién dirá que una joven potrilla no es tónico más eficaz que el de Ticino?" Ja, ja, ja! Y también se burló del Meneitos, diciendo a la multitud: "¿Y qué me decís de nuestros muchachos en la Galia itálica?"

El resultado fue que dieron de palos a varios embajadores del Ponto y éstos acudieron al Senáculo a quejarse. Tras lo cual, Escauro y el Meneitos acusaron a Saturnino ante su propio tribunal de sembrar la discordia entre Roma y una embajada acreditada de un monarca extranjero. El día del juicio, nuestro tribuno de la plebe Glaucia convocó reunión de la Asamblea de la plebe y acusó al Meneitos de intentar otra vez deshacerse de Saturnino, al no haberlo podido hacer cuando era censor. El día de la vista aparecieron los famosos gladiadores que parece manipular Saturnino, rodearon a los jurados con cara de pocos amigos, éstos renunciaron al juicio y los embajadores pontinos tuvieron que regresar a su país sin tratado. Estoy de acuerdo con Saturnino en que sería algo imperdonable abandonar a nuestro amigo y aliado de hace cincuenta años para aliarnos con su enemigo de siempre, por el simple hecho de que ahora sea mucho más rico y poderoso.

Se acabó, se acabó, Cayo Mario. En realidad sólo quería que supieras lo de los triunfos antes de que te llegaran los despachos oficiales, que el Senado no se apresurará a enviarte. Ojalá pudieras hacer algo, pero mucho lo dudo.


– ¡Oh, ya lo creo que sí! -masculló Mario con una sonrisa, cogiendo papel y aplicándose laboriosamente a redactar una breve carta. Luego mandó llamar a Quinto Lutacio Catulo César.

Catulo César llegó bullente de entusiasmo, porque el correo privado que había traído la carta de Rutilio Rufo, había igualmente traído para él dos misivas: una de Metelo el Numídico y otra de Escauro.

Pero su gozo se desvaneció al ver que Mario ya sabía lo de la aprobación de los dos triunfos, porque Catulo César se estaba relamiendo de gusto ante la perspectiva de ver la cara que ponía Mario al enterarse. No obstante, era algo secundario. El triunfo era lo que contaba.

– Así que me gustaría regresar a Roma en octubre, si no tenéis inconveniente -añadió Catulo César-. Celebraré yo primero mi triunfo, ya que vos, siendo cónsul, no podréis marchar tan pronto.

– Se os niega el permiso -dijo Mario con medida cortesía-. Regresaremos juntos a Roma a finales de noviembre, como estaba previsto. De hecho, acabo de enviar una carta al Senado en nombre de los dos. ¿Queréis que os la lea? No voy a atormentaros con mi escritura, así que os la leeré en voz alta.

Dicho lo cual, cogió una hoja de su desordenada mesa y se puso a leerla.


Cayo Mario, cónsul por quinta vez, da las gracias al Senado y al pueblo de Roma por su preocupación y consideración en relación con el asunto de los triunfos para él y su lugarteniente, el procónsul Quinto Lutacio Catulo. Alabo a los padres conscriptos por su admirable frugalidad en decretar un solo triunfo para cada uno de los generales romanos. No obstante, a mí me preocupa más que a los padres conscriptos el gravoso coste de esta larga guerra. Y lo mismo sucede con Quinto Lutacio. Por lo cual Cayo Mario y Quinto Lutacio compartirán un solo triunfo. Que toda Roma sea testigo del acuerdo y avenencia de los generales al desfilar juntos por sus calles. Por lo cual me complazco en notificar que Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo celebrarán el triunfo en las calendas de diciembre. Juntos. Viva Roma.


– ¡Bromeáis! -musitó Catulo César, blanco como el papel.

– ¿Bromear? ¿Yo? -replicó Mario parpadeando bajo sus pobladas cejas-. ¡Nunca, Quinto Lutacio!

– ¡No… no lo consentiré!

– No os queda más remedio -replicó Mario con voz dulce-. Pensaban que me habían vencido, ¿verdad? El simpático Metelo el Numídico, el Meneitos, y sus amigos… ¡vuestros amigos! Pues a mi no me vence nadie de los vuestros.

– ¡El Senado ha decretado dos triunfos y dos triunfos se celebrarán! -replicó Catulo César, tembloroso.

– Sí, podéis insistir, Quinto Lutacio, pero no estará bien, ¿no creéis? Elegid: o vos y yo hacemos un único desfile triunfal o vais a quedar en ridículo. Punto.

Y así fue. La carta de Mario llegó al Senado y éste decretó un solo triunfo para el primer día del mes de diciembre.

Catulo César no tardó en vengarse, escribiendo una carta al Senado en la que se quejaba de que el cónsul Cayo Mario había usurpado las prerrogativas de la cámara y el pueblo de Roma, otorgando plena ciudadanía a mil soldados de tropas auxiliares del Picenum en el mismo campo de Vercellae. Además, se había excedido en su autoridad consular, decía Catulo César, anunciando la formación de una colonia de legionarios veteranos romanos en la ciudad de Eporedia, de la Galia itálica.


Cayo Mario ha establecido esta colonia anticonstitucional para apoderarse del oro de aluvión que se extrae del lecho fluvial del Duria Maior en Eporedia. El procónsul Quinto Lutacio -añadía- desea señalar también que fue él quien ganó la batalla de Vercellae y no Cayo Mario. Como prueba terminante, aduce los treinta y cinco estandartes germanos en su posesión, contra sólo dos en poder de Cayo Mario. En mi condición de vencedor de Vercellae, reclamo mi derecho a vender como esclavos a todos los prisioneros. Cayo Mario pretende quedarse con un tercio.


En respuesta, Mario distribuyó copias de la carta de Catulo César entre sus propias tropas y las del procónsul, con un lacónico epígrafe en el que Mario explicaba que el producto de la venta de los cautivos cimbros hechos en Vercellae, hasta el límite de un tercio que había querido reservarse, se entregarían al ejército de Quinto Lutacio Catulo. Y señalaba que su propio ejército ya había recibido el producto de la venta de esclavos teutones después de la batalla de Aquae Sextiae y no quería que el ejército de Catulo César se sintiera marginado, porque tenía entendido que Quinto Lutacio -como era su derecho- se quedaría con el producto de la venta de los otros dos tercios de esclavos cimbros.

Glaucia leyó las dos cartas en el Foro y la muchedumbre se desternilló de risa. A nadie podía caberle duda de quién era el auténtico vencedor, y de que Mario se preocupaba más de sus tropas que de sí mismo.

– Tenéis que poner fin a esa campaña para desprestigiar a Cayo Mario -dijo Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico-, u os van a abofetear la próxima vez que aparezcáis por el Foro. Y más vale que escribáis a Quinto Lutacio y se lo digáis. Queramos o no, Cayo Mario es el primer hombre de Roma. Ha ganado la guerra contra los germanos y lo sabe toda la ciudad. Es el héroe popular, el semidiós del pueblo. Tratad de derribarlo y se os echará Roma encima, Quinto Cecilio.

– ¡Me meo en la gente! -respondió Metelo el Numídico, que estaba amargado por tener que dar alojamiento a su hermana Metela Calva y al amante de baja estofa de turno.

– Mirad, podemos hacer otras cosas -añadió Escauro-. Para empezar, podéis presentaros otra vez a cónsul. Hace diez años que lo fuisteis, ¿os dais cuenta? Desde luego, Cayo Mario volverá a presentarse. ¿No sería una maravilla tararle el sexto consulado con la animadversión de un colega como vos?

– ¿Pero cuándo nos vamos a librar de esta enfermedad incurable llamada Cayo Mario? -dijo el Numídico, desesperado.

– Esperemos que pronto -dijo Escauro, nada dado a desesperarse-. Un año. No creo que más.

– Ami me parece que nunca.

– ¡No, no, Quinto Cecilio, os rendís fácilmente! Igual que Quinto Lutacio, permitís que vuestro odio hacia Cayo Mario os obnubile. ¡Pensad! ¿Cuánto tiempo durante estos cinco consulados eternos ha estado Cayo Mario en Roma?

– Apenas unos días. ¿Y eso qué tiene que ver?

– Tiene que ver totalmente, Quinto Cecilio. Cayo Mario no es un gran político, aunque hay que admitir que posee un excelente cerebro en esa cabezota. En lo que brilla Cayo Mario es como soldado y estratega. Yo os aseguro que no va a medrar en los comicios y en la curia cuando su mundo quede reducido a eso. ¡No le dejaremos medrar! Le burlaremos como a un toro, le trincaremos y no le dejaremos moverse. Y le derribaremos. Ya veréis -dijo Escauro con absoluta confianza.

Imaginando aquellas magníficas perspectivas que Escauro enunciaba, Metelo el Numídico sonrió.

– Sí, lo entiendo, Marco Emilio. Muy bien, me presentaré a cónsul.

– ¡Estupendo! Lo seréis; no puede ser de otra manera una vez que nos hagamos con toda la influencia posible en la primera y segunda clase, por mucho que admiren a Cayo Mario.

– ¡Ah, estoy deseando ser su colega! -dijo Metelo el Numídico desperezándose mentalmente-. ¡Le entorpeceré todo lo que pueda y le haré la vida imposible!

– Sospecho que recibiremos una inesperada ayuda de un cuarto -añadió Escauro con gesto felino.

– ¿Qué cuarto?

– Lucio Apuleyo Saturnino va a presentarse otra vez a las elecciones de tribuno de la plebe.

– ¡Nefasta noticia! Ese, ¡qué va a ayudarnos!

– No, es una excelente noticia, Quinto Cecilio, creedme. Cuando vos hinquéis los dientes en la grupa de Cayo Mario, igual que yo, Quinto Lutacio y cincuenta más, Cayo Mario no tendrá más remedio que alistar a Saturnino. Yo conozco a Cayo Mario. Se le acosa sin piedad, y en esas circunstancias da palos de ciego. Igual que un toro ante el señuelo. Caerá en la tentación de recurrir a Saturnino. Y yo creo que Saturnino es el peor instrumento al que puede recurrir Cayo Mario. ¡Ya veréis! Son sus aliados los que nos ayudarán a derribar al toro Cayo Mario -sentenció Escauro.


El instrumento iba camino de la Galia itálica para ver a Cayo Mario, con más ganas de establecer una alianza con él de lo que éste lo estaba en aquel momento respecto a su persona, pues Saturnino actuaba en el ruedo político de Roma y Mario permanecía en el elíseo de su mando militar.

Se entrevistaron en la pequeña ciudad de Comun, a orillas del lago Larius, en donde Mario había alquilado una villa del finado Lucio Calpurnio Piso, el mismo que había perecido con Lucio Casio en Burdigala. Lo cierto es que Mario estaba más cansado de lo que habría consentido en admitir ante Catulo César, que tenía diez años menos que él. A éste le había enviado a un remoto lugar de la provincia a presidir juicios y él se había retirado a disfrutar de unas vacaciones, dejando a Sila el mando del ejército.

Naturalmente, al presentarse Saturnino, Mario le invitó a quedarse y ambos se dispusieron a hablar despreocupadamente en aquel placentero decorado de un lago más hermoso que ninguno de la península.

No es que Mario se hubiese vuelto más enrevesado, pues cuando llegaba el momento de abordar un tema, lo hacía sin rodeos.

– No quiero que Metelo el Numídico sea mi colega consular el año que viene -dijo de pronto-. He pensado en Lucio Valerio Flaco, que es persona maleable.

– Se adaptaría bien -dijo Saturnino-, pero no conseguiréis que le nombren, porque los padres de la patria están apoyando la candidatura de Metelo -añadió mirando inquisitivo a Mario-. En cualquier caso, ¿vais a presentaros al sexto consulado? Desde luego, con la derrota de los germanos podéis dormiros en los laureles.

– Ojalá pudiera, Lucio Apuleyo, pero no ha concluido la tarea por el simple hecho de haber derrotado a los germanos. Tengo dos ejércitos de proletarios por licenciar, o mejor dicho, tengo uno de seis legiones reforzadas y Quinto Lutacio otro de seis legiones muy reforzadas. Pero me considero el responsable de los dos, porque Quinto Lutacio piensa que basta con entregarles los papeles de licencia y nada más.

– ¿Seguís decidido a darles tierras, verdad? -inquirió Saturnino.

– Así es. Si no lo hiciera, Lucio Apuleyo, Roma quedaría empobrecida en varios aspectos. Primero, porque se encontraría con más de quince mil veteranos que invadirían la urbe y toda Italia con un poco de dinero que gastarían en unos días, para convertirse a continuación en perenne foco de disturbios en donde se instalaran. Si hay guerra, volverían a alistarse; pero si no la hay, van a constituir un grave inconveniente -respondió Mario.

– Lo entiendo -añadió Saturnino inclinando la cabeza.

– Se me ocurrió estando en Africa y por eso reservé las islas de la costa para asentamiento de los veteranos. Tiberio Graco quiso asentar a los pobres de Roma en las tierras de Campania para que la ciudad resultara más cómoda y segura y así inyectar nueva sangre en el agro. Pero hacerlo en Italia fue un error, Lucio Apuleyo -dijo Mario, pensativo-. Necesitamos romanos de extracción humilde en nuestras provincias. Y sobre todo soldados veteranos.

La perspectiva era hermosa, pero Saturnino no la veía.

– Bueno, todos oímos el discurso respecto a llevar la vida de Roma a las provincias -dijo- y la respuesta de Dalmático. Pero no es ése el verdadero propósito, ¿verdad, Cayo Mario?

– ¡Veo que sois muy agudo! -replicó Mario con fulgor en la mirada-. ¡Claro que no! A Roma -añadió inclinándose hacia él- le costaría mucho dinero enviar ejércitos a las provincias para abortar las sublevaciones y hacer cumplir las leyes. Mirad el caso de Macedonia. Allí tenemos dos legiones permanentemente acantonadas que al Estado le cuestan un dinero que podría emplearse mejor en otras cosas. ¿Qué pasaría si asentásemos a veinte o treinta mil veteranos en tres o cuatro colonias en Macedonia? Grecia y Macedonia son países muy despoblados en este momento, ya hace más de un siglo que lo son. ¡No hay más que ciudades fantasma! Y los terratenientes romanos absentistas con grandes propiedades, que producen poco, que no rinden nada para el país, son reticentes a emplear a hombres y mujeres indígenas. Y cuando los escordiscos cruzan la frontera, siempre hay guerra, los terratenientes se quejan al Senado y el gobernador se vuelve loco enfrentándose, por un lado, a esos nómadas celtas y a las airadas cartas de Roma, por otro. Pues yo daría mejor uso a esas tierras de propietarios romanos absentistas, llenándolas de colonias de soldados veteranos; estarían mucho más pobladas y constituirían una importante guarnición en caso de guerra.

– Eso se os ocurrió en Africa -sentenció Saturnino.

– Cuando repartí grandes parcelas a romanos que ni siquiera visitarán sus posesiones, pues se limitaron a enviar administradores y a emplear a grupos de esclavos, sin preocuparse de la situación local ni de los indígenas, impidiendo el progreso de Africa y dejándola a merced de un nuevo Yugurta. No es que quiera derogar la propiedad romana de tierras en las provincias, sino que algunas parcelas de estas tierras alojen a buen número de romanos veteranos de la milicia que podamos alistar en caso necesario. -Se recostó de nuevo en la silla para no mostrar lo acuciante de su deseo-. Hay un modesto ejemplo de la utilidad de estas colonias de veteranos en países extranjeros en momentos de gravedad. Al pequeño contingente que asenté personalmente en la isla de Meninx le llegó la noticia de la rebelión de esclavos en Sicilia y se organizaron por unidades, alquilaron naves y desembarcaron en Lilybaeum a tiempo de impedir que la ciudad cayese en manos de Atenión.

– Ya entiendo lo que queréis conseguir, Cayo Mario -dijo Saturnino-. Es un esquema excelente.

– Pero lo rechazarán, aunque sólo sea porque es obra mía -dijo Mario con un suspiro.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Saturnino; quien rápidamente volvió la cabeza, fingiendo admirar el reflejo de árboles, montañas y nubes en el espejo perfecto del lago. ¡Mario cedía! ¡A Mario no le interesaba lo más mínimo el sexto consulado!

– Supongo que habréis sido testigo en Roma del griterío y las protestas por haber concedido la ciudadanía a esos excelentes soldados de Camerinum… -añadió Mario.

– Sí. Ha trascendido a toda Italia-respondió Saturnino-, y toda Italia está de acuerdo con la medida, pese a que en Roma los padres de la patria no la aprobaron.

– ¿Y por qué no van a ser ciudadanos romanos? -inquirió Mario, irritado-. Han combatido mejor que ninguno, Lucio Apuleyo, eso nadie puede negarlo. Si por mí fuera, concedería la ciudadanía a todos los habitantes de Italia -dijo con un suspiro-. Cuando digo que quiero tierras para los veteranos proletarios, me refiero a eso. Tierras para todos ellos: romanos, latinos e itálicos.

Saturnino lanzó un silbido.

– ¡Eso va a ser polémico! Los padres de la patria no lo aceptarán.

– Lo sé. Lo que no sé es si vos tenéis el valor para defenderlo…

– Nunca he considerado detenidamente eso del valor -replicó Saturnino, pensativo-, y, por consiguiente, no sé cuánto tengo. Pero sí, Cayo Mario, creo que no me faltará para defenderlo.

– No necesito sobornar para asegurarme la elección, porque es cosa hecha -añadió Mario-. Sin embargo, no sé por qué no iba a procurarme unos cuantos que repartieran sobornos para asegurar el cargo de segundo cónsul; y para el vuestro, si necesitáis ayuda, Lucio Apuleyo. Y también para Cayo Servilio Glaucia. Tengo entendido que va a presentarse a las elecciones de pretor.

– Así es. Sí, Cayo Mario, a los dos nos gustaría mucho que nos ayudarais a salir elegidos. En contrapartida, haremos todo lo que sea necesario para que consigáis esas tierras.

– Ya he preparado algo -dijo Mario sacando un rollo de papel- y he redactado el tipo de ley que creo será necesaria. Desgraciadamente, no soy ningún famoso jurista, mientras que vos sí. Pero, y espero que no os ofendáis, Glaucia es un verdadero genio en legislación. ¿No podríais los dos formular unas grandes leyes para los inexpertos escribas?

– Vos nos ayudáis a conseguir el cargo, Cayo Mario, y tened la seguridad de que se aprobarán vuestras leyes -contestó Saturnino.

No cabía duda del alivio que recorrió el corpachón de Mario, ostensiblemente relajado.

– Solamente añadiré una cosa, Lucio Apuleyo: os juro que no me importa si no soy cónsul por séptima vez -dijo.

~Por séptima vez?

– Me predijeron que sería cónsul siete veces.

Saturnino se echó a reir.

– ¿Por qué no? Nadie habría podido imaginar que alguien fuese a ser cónsul seis veces. Y vos vais a serlo.


Las elecciones del nuevo colegio de tribunos de la plebe se celebraron mientras Cayo Mario y Catulo César conducían a sus respectivos ejércitos hacia Roma para proceder al desfile triunfal, y fueron unos comicios muy movidos. Había más de treinta candidatos para los diez cargos, y más de la mitad eran individuos al servicio de los padres de la patria, por lo que la campaña fue cáustica y violenta.

Glaucia, presidente de los diez tribunos salientes, era el delegado para celebrar la elección del colegio entrante. De haberse celebrado ya las elecciones centuriadas de cónsules y pretores, no habría podido asumirlo por su condición de pretor electo, pero, dadas las circunstancias, nada se lo impedía.

Se llevaron a cabo en la zona de comicios, bajo la presidencia de Glaucia en la tribuna de los Espolones, mientras sus nueve colegas echaban a suertes el orden en que votaban las treinta y cinco tribus y luego fiscalizar a las distintas tribus conforme lo iban haciendo.

Había mucho dinero de por medio, parte de él repartido por Saturnino, pero mucho más por cuenta de los candidatos anónimos respaldados por los padres de la patria. Todos los ricos de los bancos delanteros conservadores se habían rascado el bolsillo para comprar votos para candidatos como Quinto Nonio de Piceno, una nulidad política de acendrado espíritu conservador. Aunque Sila nada había tenido que ver con su ingreso en el Senado, era hermano del cuñado de Sila, y cuando Cornelia Sila, la hermana de Sila, se casó y entró a formar parte de la riquísima familia de la aristocracia rural de Nonio de Piceno, el lustre de su apellido impulsó a los varones de la misma a probar su suerte en el cursus honorum, y decidieron dar el espaldarazo al hijo nacido de este matrimonio, aunque antes su tío quiso ver lo que se podía hacer.

Fueron unas elecciones llenas de sorpresas. Por ejemplo, Quinto Nonio de Piceno fue elegido sin dificultad, mientras que Lucio Apuleyo Saturnino no lo consiguió. Había diez cargos y Saturnino quedó en undécimo lugar en la lista.

– ¡No lo puedo creer! -exclamó Saturnino, mirando a Glaucia-. ¡No puedo creérmelo! ¿Qué ha pasado?

Glaucia ponía ceño, porque, de pronto, disminuían enormemente sus posibilidades de ser pretor. Pero se encogió de hombros, dio unas palmaditas a Saturnino en la espalda y bajó de la tribuna.

– No te preocupes -dijo-, aún puede cambiar la situación.

– ¿Cómo va a cambiar el resultado de una elección? -inquirió Saturnino-. No, Cayo Servilio, ¡me han eliminado!

– Dentro de un rato volveré a verte. Tú no te muevas ni te vayas -dijo Glaucia, perdiéndose entre la muchedumbre.

En el momento en que Quinto Nonio de Piceno oyó su nombre como uno de los diez tribunos elegidos, quiso marcharse a su lujosa casa del Carinae, donde le esperaban su esposa, con su cuñada Cornelia Sila y su hijo, ansiosos de saber los resultados.

Pero resultaba más difícil salir del Foro de lo que Quinto Nonio pensaba, pues no hacían más que pararle a cada paso para darle la enhorabuena; y por cortesía lógica no podía despachar por las buenas a los que le abordaban. Así, se vio forzado a retrasarse ante los incesantes saludos, sonrisas y apretones de mano.

Por fin fueron desapareciendo uno tras otro, y Quinto Nonio pudo embocar la primera calle en la ruta hacia su casa, acompañado por tres amigos que también vivían en el Carinae. Cuando les salieron al paso una docena de hombres armados de palos, uno de los amigos logró escapar corriendo hacia el Foro, para pedir auxilio, pero lo encontró virtualmente desierto. Afortunadamente Saturnino y Glaucia seguían hablando con un grupito cerca de la tribuna; a Glaucia se le veía congestionado y algo despeinado. Al oír los gritos de socorro, todos echaron a correr; pero era demasiado tarde y hallaron muertos a Quinto Nonio y a sus dos acompañantes.

– ¡Edepol! -exclamó Glaucia, poniéndose en pie después de comprobar que Quinto Nonio había expirado-. Quinto Nonio acababa de ser elegido tribuno de la plebe y yo soy el funcionario encargado de los comicios -añadió frunciendo el entrecejo-. Lucio Apuleyo, ¿quieres encargarte de hacer que lleven a Quinto Nonio a casa? Yo tengo que volver al Foro y resolver esta situación electoral.

La turbación de haber encontrado a Quinto Nonio y a sus acompañantes muertos en el charco de su propia sangre, prívó a los que habían acudido en su auxilio, incluido Saturnino, de sus normales facultades de raciocinio y nadie advirtió lo antinatural de aquellas palabras de Glaucia, ni siquiera Saturnino. Y allí, de pie y solo en la tribuna de los Espolones, ante un Foro vacío, Cayo Servilio Glaucia anunció la muerte del recién elegido tribuno de la plebe Quinto Nonio, para, acto seguido, comunicar que el candidato que ocupaba el undécimo lugar, Lucio Apuleyo Saturnino, sería quien le reemplazase.

– Todo arreglado -dijo Glaucia, satisfecho, más tarde en casa de Saturnino-. Ahora ya eres legalmente tribuno de la plebe en sustitución de Quinto Nonio.

Desde los acontecimientos que le habían forzado a abandonar su cargo de cuestor en Ostia, Saturnino no tenía muchos escrúpulos, pero aun así se quedó mirando boquiabierto a Glaucia.

– ¡No habrás sido…! -quiso exclamar.

Pero Glaucia rozó con la punta del dedo índice el lado de la nariz y sonrió ferozmente a Saturnino.

– No me preguntes, Lucio Apuleyo, y no te mentiré -respondió.

– La lástima es que era una buena persona.

– Sí, lo era. Pero su muerte ha sido cosa del destino, porque era el único que vivía en el Carinae y tenía más factores en contra. En el Palatino es más difícil organizar algo porque hay muy poca gente por las calles.

Saturnino lanzó un suspiro y se encogió de hombros.

– Es verdad. Bueno, ya soy tribuno. Gracias por tu ayuda, Cayo Servilio.

– No las merece -replicó Glaucia.

El escándalo fue monumental, pero nadie pudo probar que Saturnino estuviese implicado en un asesinato, dado que hasta el amigo del muerto atestiguó que Saturnino y Glaucia estaban en el Foro en el momento del crimen. La gente habló, pero "que hablen", comentó Saturnino con desdén. Y cuando Ahenobarbo, pontífice máximo, exigió que se celebrasen de nuevo las elecciones del tribunado, su moción no prosperó. Glaucia había creado un inaudito precedente para solventar la crisis.

– ¡Que hablen! -repitió Glaucia, esta vez en el Senado-. Las alegaciones de que Lucio Apuleyo y yo estamos implicados en la muerte de Quinto Nonio no tienen fundamento alguno. En cuanto a que yo haya sustituido a un tribuno muerto por otro vivo, debo decir que hice lo que habría hecho cualquier funcionario que preside unos comicios. Nadie puede negar que Lucio Apuleyo salió en undécimo lugar y que la elección se llevó a cabo debidamente. Nombrar a Lucio Apuleyo sustituto de Quinto Nonio lo más rápida y eficazmente posible fue lo lógico. El contio de la Asamblea de la plebe que convoqué ayer aprobó unánimemente mi actuación, como pueden verificar todos los presentes. Este debate, padres conscriptos, es inútil y está fuera de lugar. No se hable más del asunto.


Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César celebraron su triunfo el primer día de diciembre. El desfile conjunto fue un dechado de genialidad, porque no cabía duda de que Catulo César, a la zaga del carro del primer cónsul, era el segundón. El nombre de Cayo Mario estaba en todas las bocas, y hasta hubo una carroza, ideada por Lucio Cornelio Sila, que se encargó, como de costumbre, de organizar el desfile, en la que se representaba a Mario consintiendo en que los soldados de Catulo César tomaran los treinta y cinco estandartes cimbros, dado que los suyos ya habían capturado muchos en la Galia.

En la reunión que siguió en el templo de Júpiter Optimus Maximus, Mario defendió apasionadamente su decisión de conceder la ciudadanía a los soldados de Camerinum y de repoblar el valle de los Salassi creando una colonia en la pequeña Eporedia. Su anuncio de presentarse a un sexto consulado fue acogido con una serie de gruñidos, burlas, protestas y aplausos. Aplausos predominantemente. Cuando cesaron las aclamaciones, anunció que su parte del botín la dedicaría a la construcción de un nuevo templo en el Capitolio para el culto militar al honor y la virtud, en el que se guardarían sus trofeos y los trofeos de su ejército, y que, igualmente, construiría un templo al honor militar romano y a la virtud en Olimpia de Grecia.

Catulo César escuchaba cariacontecido, consciente de que si quería conservar su fama tendría que donar su parte del botín a un monumento religioso público parecido en lugar de invertirlo en acrecentar su fortuna, que era considerable, aunque sin punto de comparación con la de Mario.

A nadie causó sorpresa que la Asamblea centuriada eligiese a Cayo Mario primer cónsul por sexta vez. No sólo era ya indiscutiblemente el primer hombre de Roma, sino que se le comenzaba a denominar "tercer fundador" de la ciudad. El primer fundador era el mismísimo Rómulo y el segundo Marco Furio Camilo, quien, trescientos años antes, había expulsado a los galos de Italia. Por consiguiente, parecía adecuado llamar a Cayo Mario tercer fundador de Roma, puesto que él también había rechazado a una oleada de bárbaros.

Las elecciones consulares no carecieron de sorpresas; Quinto Cecilio Metelo el Numídico no salió elegido segundo cónsul, lo que fue la gran victoria de Mario, quien declaró su respaldo a Lucio Valerio Flaco, y éste fue el elegido. Flaco ostentaba el cargo sacerdotal honorífico de flamen Martialis o sacerdote especial de Marte, y con ello se había convertido en una persona apacible, dócil y subordinada. Un colega ideal para el dominante Cayo Mario.

Pero a nadie sorprendió que Cayo Servilio Glaucia fuese elegido pretor, porque era el testaferro de Mario y éste había sobornado generosamente a los electores. Lo que sí constituyó una sorpresa fue el hecho de que cosechara más vOtos que nadie en la lista, y por ello fue nombrado praetor urbanus, el principal de los seis pretores electos.

Poco después de las elecciones, Quinto Lutacio Catulo César anunció públicamente que donaba su parte del botín tomado a los germanos a dos causas religiosas: la primera era la compra del solar de la casa de Marco Fulvio Flaco en el Palatino -contiguo a su propia casa- para construir un magnífico pórtico que albergase los treinta y cinco estandartes cimbros capturados en Vercellae, y la segunda, construir un templo en el Campo de Marte a la diosa Fortuna en la advocación de Fortuna del Día de Hoy.

Cuando los tribunos de la plebe asumieron el cargo el décimo día de diciembre, comenzó la juerga. Tribuno de la plebe por segunda vez, Lucio Apuleyo Saturnino dominaba totalmente el colegio y explotaba el temor suscitado por el asesinato de Quinto Nonio para alcanzar sus propósitos legislativos. Aunque continuaba negando taxativamente cualquier implicación en aquella muerte, en privado seguía haciendo sucintas advertencias a sus colegas tribunicios de que se cuidaran de no estorbarle para no acabar como Quinto Nonio. En consecuencia, éstos consentían en que hiciese lo que quería, y ni Metelo el Numídico ni Catulo César podían convencer a ninguno de los tribunos de la plebe para que emitieran un solo veto.

A la semana de asumir el cargo, Saturnino propuso la primera de las dos leyes para conceder tierras públicas a los veteranos de los dos ejércitos empleados frente a los germanos; las tierras se hallaban todas en el extranjero, en Sicilia, Grecia, Macedonia y el continente africano. La ley incluía una nueva cláusula: Cayo Mario en persona adquiría la potestad de otorgar la ciudadanía romana a tres soldados itálicos de los que se asentasen en cada una de las colonias.

En el Senado se alzó una furibunda oposición.

– ¡Este hombre -dijo Metelo el Numídico- ni siquiera va a favorecer a sus soldados romanos! Las tierras las quiere para todos los recién llegados, romanos, latinos e itálicos, en pie de igualdad. ¡Sin ninguna diferencia! Yo os pregunto, apreciados colegas, ¿qué os parece semejante hombre? ¿Por ventura le preocupa Roma? ¡Claro que no! ¿Por qué iba a preocuparle si él no es romano? ¡El es un itálico y favorece a los suyos! A un millar los emancipó en el campo de batalla, mientras los soldados romanos lo contemplaban impávidos sin que les diera las gracias. ¿Qué más podemos esperar de una persona como Cayo Mario?

Cuando Mario se puso en pie para replicar no le dejaron hablar, por lo que abandonó la Curia Hostilia y subió a la tribuna de los Espolones para dirigirse directamente al público del Foro. A algunos aquello los indignó, pero era su ídolo y le escucharon.

– ¡Hay tierra suficiente para todos! -gritó-. ¡Nadie puede acusarme de trato preferencial hacia los itálicos! ¡Cien iugera para cada soldado! ¿Y por qué tanto, preguntaréis? Porque, pueblo de Roma, esos colonizadores van a tierras mucho menos feraces que las de nuestra querida Italia. Tendrán que plantar y cosechar en suelos poco propicios, en los que para vivir decentemente una persona necesita más tierra que la que normalmente se posee en nuestra querida Italia.

– ¡Ahí lo tenéis! -vociferó con voz chillona Catulo César desde la escalinata del Senado-. ¡Ahí lo tenéis! ¡Escuchadle! ¡No habla de Roma! ¡Italia, Italia, Italia, siempre Italia! ¡Él no es romano y Roma le trae sin cuidado!

– ¡Italia es Roma! -tronó Mario-. ¡Son uno y lo mismo! ¡Sin una, la otra no podría existir! ¿Es que no han dado sus vidas romanos e itálicos en los ejércitos de Roma? Y si eso es así, y no puede negarse, ¿por qué un soldado ha de ser distinto de otro?

– ¡Italia! -gritó Catulo César-. ¡Siempre Italia!

– ¡Bobadas! -replicó Mario-. ¡La primera asignación de tierras es para soldados romanos, no itálicos! ¿Acaso demuestra eso un favoritismo por los itálicos? ¿Y no es mejor que de los miles de veteranos de las legiones que vayan a esas colonias, tres de los itálicos que las compongan reciban la ciudadanía romana? ¡He dicho tres, pueblo de Roma! ¡No tres mil itálicos, pueblo de Roma! ¡No trescientos itálicos, pueblo de Roma! ¡No tres docenas de itálicos, pueblo de Roma! ¡Tres! ¡Una gota en medio de tantos millares! ¡Una gota ínfima en un océano humano!

– ¡Una gota de veneno en un océano humano! -gritó Catulo César desde la escalinata del Senado.

– La ley dice que los soldados romanos serán los primeros en recibir las tierras, pero ¿dónde dice que las primeras tierras concedidas sean las mejores? -gritó Metelo el Numídico.

Pero, a pesar de la oposición, la Asamblea de la plebe aprobó la primera de las leyes agrarias que afectaba a diversas parcelas públicas que Roma había subarrendado a terratenientes absentistas.

Quinto Popedio Silo, que se había convertido en el portavoz de los marsos pese a su juventud, había acudido a Roma a escuchar los debates sobre las leyes agrarias; le había invitado Marco Livio Druso y se alojaba en casa de éste.

– Organizan mucha polémica con ese tema de Roma e Italia, ¿no? -inquirió Silo, que nunca había tenido noticia de semejante debate.

– Ya lo creo -contestó Druso, compungido-. Es una actitud que sólo cambiará con el tiempo. Al menos eso espero, Quinto Popedio.

– Y eso que no te gusta Cayo Mario.

– Detesto a ese hombre, pero he votado por él -replicó Druso.

– Han pasado cuatro años desde la batalla de Arausio -añadió Silo, pensativo-. Sí, quizá tengas razón; las cosas irán cambiando. Dudo mucho que antes de Arausio Cayo Mario hubiese podido incluir tropas itálicas entre los colonos.

– Gracias a Arausio obtuvieron la libertad los esclavos itálicos por deudas -dijo Druso.

– Me alegra saber que no murieron inútilmente. Sin embargo, mira Sicilia; allí no se libertó a los esclavos y sí murieron.

– Es una vergüenza lo de Sicilia -contestó Druso enrojeciendo-. La culpa la tuvieron dos magistrados romanos corruptos y egoistas. ¡Dos mentulae miserables! Puede que no te gusten, Quinto Popedio, pero tienes que admitir que un Metelo el Numídico o un Emilio Escauro no mancharían la orla de su toga con una estafa de trigo.

– Sí, no digo que no, Marco Livio -replicó Silo-, pero ellos siguen creyendo que ser romano es lo más exclusivo del mundo y que ningún itálico merece la adopción.

– ¿Adopción?

– Bueno, ¿no es eso realmente el otorgamiento de la ciudadanía romana? Una adopción por la que se entra en la familia de Roma…

– Tienes razón -dijo Druso con un suspiro-. Lo único que cambia es el nombre. Pero la concesión de la ciudadanía no convierte en romano a un itálico ni a un griego. Conforme pasa el tiempo, el Senado se resiste cada vez más a crear romanos artificiales.

– Entonces, quizá sea cometido de los itálicos hacernos romanos artificiales -dijo Silo-, con la aprobación del Senado o sin ella.

Una segunda ley agraria siguió a la primera; ésta afectaba a todas las nuevas tierras públicas conquistadas por Roma en el curso de las guerras contra los germanos. Fue, con gran diferencia, la más importante de las dos, porque tales tierras eran prácticamente vírgenes y no estaban explotadas a gran escala por agricultores o ganaderos, y eran potencialmente ricas en minerales y piedras preciosas. Todas ellas se hallaban en la Galia Transalpina occidental, en torno a Narbo, Tolosa, Carcasso, y en la Galia Transalpina central, además de una zona en la Hispania Citerior, que se había sublevado mientras los cimbros presionaban junto a los Pirineos.

Había muchos caballeros romanos y muchas empresas deseosas de expansionarse en la Galia Transalpina, y todos habían cifrado sus esperanzas en la derrota de los germanos, solicitando de sus patrones en el Senado que les asegurasen el acceso al nuevo ager publicus Galiae. Por lo que ahora, al ver que la mayor parte iba a parar a manos de los soldados proletarios, asumieron una furiosa protesta, desconocida desde la época de los Gracos.

A medida que el Senado se endurecía, igual sucedió con la primera clase de caballeros, otrora principales partidarios de Mario, quienes ahora veían frustrada su posibilidad de convertirse en terratenientes absentistas de la Galia Ulterior y se volvieron sus más encarnizados adversarios. Los agentes de Metelo el Numídico y de Catulo César circulaban por todas partes divulgando acusaciones.

– Da lo que pertenece al Estado como si él fuese dueño de las tierras y el Estado propiedad suya -era una de las acusaciones, pronto generalizada.

– Pretende apoderarse del Estado, ¿por qué tiene que ser cónsul otra vez, ahora que se ha derrotado a los germanos?

– ¡Roma nunca ha recompensado a sus soldados con tierras!

– ¡A los itálicos se les da más de lo que merecen!

– ¡La tierra arrebatada a los enemigos de Roma pertenece exclusivamente a los romanos, no a latinos y a itálicos también!

– ¡Empieza con el ager publicus en el extranjero, pero antes de que nos demos cuenta estará repartiendo el ager publicus de Italia y se lo dará a los itálicos!

– ¡Se autoproclama tercer fundador de Roma, pero lo que realmente quiere es convertirse en rey de Roma!

Y la retahíla no acababa. Cuanto más clamaba Mario desde la tribuna del Foro y en el Senado que Roma necesitaba sembrar las provincias de colonias de romanos corrientes, que los soldados veteranos constituirían buenas guarniciones y que las tierras romanas en el extranjero las cuidarían mejor muchos hombres humildes que un puñado de hombres ilustres, más acerba se volvía la oposición. Crecía en vez de disminuir por reiterativa y cada día era más fuerte y tenaz. Hasta que, poco a poco, sutilmente, casi involuntariamente, la actitud pública ante la segunda ley agraria de Saturnino comenzó a cambiar. Muchos de los personajes relevantes de la plebe -y los había entre los que frecuentaban el Foro, así como entre los caballeros más influyentes- comenzaron a dudar de que Mario tuviera razón, porque nunca habían visto semejante oposición.

– No puede haber humo sin fuego -comenzaron a decirse entre sí y a los que los escuchaban porque eran personas importantes.

– Esto ya no es una rencilla senatorial; está demasiado generalizada.

– Cuando una persona como Quinto Cecilio Metelo el Numídico, que además de cónsul ha sido censor, y todos recordamos lo bien que actuó siendo censor, sigue acrecentando el número de partidarios, debe ser por algo.

– Ayer oí que un caballero cuyo apoyo necesita desesperadamente Cayo Mario le hizo un desaire en público, y que las tierras de Tolosa que tenía prometidas se las va a dar ahora a los veteranos proletarios.

– A mí me han dicho que le han oído decir que quiere conceder la ciudadanía a todos los itálicos.

– Es su sexto consulado y el quinto sucesivo. El otro dia le oyeron decir en una cena que ya no dejará de ser cónsul y que va a presentarse todos los años hasta que muera.

– ¡Lo que quiere es ser rey de Roma!

Éste fue el resultado de la campaña de rumores desatada por Metelo el Numídico y Catulo César. Y, de pronto, incluso Glaucia y Saturnino comenzaron a temerse que la segunda ley agraria estuviera condenada al fracaso.

– ¡Tengo que conseguir esas tierras! -exclamó Mario, desesperado, dirigiéndose a su esposa, que había estado varios días aguardando pacientemente a que hablase de sus asuntos con ella. No porque tuviese nuevas ideas que ofrecerle ni nada positivo que decir, sino porque sabía que era la única persona amiga que tenía a su lado. Sila había regresado a la Galia Transalpina después del triunfo y Sertorio había emprendido viaje a la Hispania Citerior para ver a su esposa germana y a su hijo.

– Cayo Mario, ¿es realmente tan esencial? -inquirió Julia-. ¿De verdad que tanto importaría si tus soldados no reciben tierras? A los soldados romanos nunca se les han concedido tierras; no existe ningún precedente. Y no podrán reprocharte que no lo hayas intentado.

– No lo entiendes -replicó él, impaciente-. Ya no tiene que ver con los soldados, sino con mi dígnítas, mi posición en la vida pública. Si no se aprueba la ley, dejaré de ser el primer hombre de Roma.

– ¿Y no puede ayudarte Lucio Apuleyo?

– Hace lo que puede, ¡bien lo saben los dioses! Pero en lugar de ganar terreno, estamos perdiéndolo. Me siento como Aquiles en el río, incapaz de salir del agua porque la orilla se aleja; subo un poco con grandes esfuerzos y luego retrocedo el doble. ¡Hay increíbles rumores, Julia! Y no hay modo de contrarrestarlos porque no se dicen abiertamente. Si hubiese una décima parte de verdad en las cosas que se me atribuyen, hace tiempo que me habrían condenado a empujar una roca cuesta arriba en el Tártaro.

– Bien, sí, las campañas de difamación no se pueden combatir -comentó Julia con toda naturalidad-. Tarde o temprano, los rumores se hacen tan absurdos que todos se despiertan con un sobresalto. Es lo que va a suceder en este caso. Te han matado, pero seguirán apuñalándote hasta que toda Roma esté más que harta. La gente es terriblemente ingenua y crédula, pero hasta los más ingenuos y crédulos tienen su límite. Estoy segura de que aprobarán la ley, Cayo Mario. No te impacientes y espera a que la opinión cambie de rumbo a favor tuyo.

– Oh, sí, es muy posible que sea como tú dices, Julia, pero ¿qué puede impedir que la cámara la derogue en cuanto Lucio Apuleyo cese en el cargo y yo no disponga de un tribuno de la plebe como él para contener al Senado? -gruñó Mario.

– Entiendo.

– ¿De verdad?

– Por supuesto. Soy una Julio César, esposo mío, lo que significa que me he criado oyendo comentarios sobre política, pese a que mi sexo me impidiese la carrera pública -replicó ella mordiéndose el labio-. Es un problema, ¿verdad? Las leyes agrarias no pueden llevarse a la práctica de la noche a la mañana; tardan toda una vida. Años y años. Hay que encontrar la tierra, medirla, parcelarla, hallar la gente que se ha inscrito para asentarse en ella, comisiones y personal adecuado. No se acaba nunca.

– ¡Has estado hablando con Cayo Julio! -dijo Mario, sonriente.

– Efectivamente. En realidad, es un asunto del que entiendo mucho -dijo ella dando una palmadita en el extremo vacío del sofá-. ¡ Siéntate, amor mío!

– No puedo, Julia.

– ¿No hay un modo de proteger esa legislación?

Mario dejó de pasear, se volvió y la miró por debajo de sus espesas cejas.

– Sí, en realidad lo hay…

– Explícamelo -insistió ella con afecto.

– Ya pensó en ello Cayo Servilio Glaucia, pero a Lucio Apuleyo no le gusta nada y los dos intentan disuadirme, y yo no se…

– ¿Tan nuevo es? -inquirió ella, consciente de la fama de Glaucia.

– Bastante.

– Explícamelo, por favor, Cayo Mario.

Sería un alivio contárselo a alguien que no tenía que actuar de un modo interesado, si no era a favor de su propio marido, pensó Mario, cansado.

– Julia, yo soy un militar y me gustan las soluciones militares -dijo-. En el ejército todos saben que cuando doy una orden es la mejor posible que las circunstancias permiten. Por eso todos se aprestan a obedecerla sin cuestionarla, porque me conocen y confían en mí. Bien, esa pandilla de Roma también me conoce y deberían confiar en mí, pero ¿lo hacen? ¡No! Están tan apegados a que se hagan las cosas a su manera, que ni siquiera se fijan en las ideas de los demás por mejores que sean. Voy al Senado sabiendo de antemano que voy a encontrarme con un ambiente de odio y de protestas que me agota antes de empezar. Soy demasiado mayor y habituado a mis modos para darles importancia, Julia. ¡Son unos idiotas y van a destruir la república si siguen haciendo como si las cosas no hubiesen cambiado desde los tiempos en que Escipión el Africano era niño! ¡El asentamiento que propongo para los soldados es una buena idea!

– Lo es -asintió Julia, ocultando su consternación. Aquellos últimos días, Mario estaba abatido y en lugar de parecer más joven, se le veía más viejo; por primera vez en su vida estaba engordando, por estar tanto tiempo sentado en reuniones en lugar de andar al aire libre. Y el pelo ya se le encanecía y empezaba a perderlo. Indudablemente era más beneficioso para el cuerpo de un hombre la guerra que la legislación-. ¡Cayo Mario, acaba de una vez y cuéntamelo! -insistió.

– Esta segunda ley tiene una cláusula adicional especial que ideó Glaucia -contestó Mario, comenzando a pasear de nuevo-. En un plazo máximo de cinco días después de la aprobación de la ley se exige a los senadores que juren defenderla para siempre.

Julia, sin poder evitarlo, se llevó las manos a la garganta para contener un grito, miró desconcertada a Mario y profirió la palabra más fuerte de su vocabulario:

– ¡Ecastor!

– Te sorprende, ¿verdad?

– ¡Cayo Mario, no te lo perdonarán nunca si la incluyes en la ley!

– ¿Crees que no lo sé? -replicó él a voces, alzando las manos como garras hacia el techo-. Pero ¿qué quieres? ¡Si no, no consigo esas tierras!

– Estarás muchos años en el Senado -dijo ella, humedeciéndose los labios-. ¿No puedes tratar de defender el cumplimiento de la ley?

– ¿Defenderla? ¿Y cuándo acabaría? -inquirió él-. ¡Estoy harto de luchar, Julia!

– ¡Oh, bah! -replicó ella fingiendo burlona irrisión-. ¿Cayo Mario cansado de luchar? ¡Si has luchado toda tu vida!

– Pero era una lucha distinta -replicó él-. Esto es sucio; no hay reglas y no sabes quiénes son ni dónde van a surgir tus enemigos. ¡A mí que me den una batalla precisa y al menos el resultado es rápido y limpio, vence el mejor! Pero el Senado de Roma es un burdel en el que se dan las conductas más ignominiosas, y yo me paso los días gateando en ese fango. Mira, Julia, de verdad te lo digo, ¡prefiero bañarme en la sangre de una batalla! Y si hay alguien tan ingenuo que crea que la intriga política no destruye más vidas que cualquier guerra, merece todas las adversidades que depara la política.

Julia se puso en pie y se acercó a él, le obligó a que dejase de pasear y le cogió las manos.

– Siento decirlo, mi amor, pero el foro político no es lugar para un hombre tan directo como tú.

– Si hasta ahora no lo sabía, desde luego; ahora si -replicó él, cabizbajo-. Supongo que habrá que hacerlo con la maldita cláusula especial de Glaucia. Pero, como no deja de decirme Publio Rutilio, ¿adónde iremos a parar con todas esas leyes de nuevo cuño? ¿Estamos realmente sustituyendo lo malo por lo bueno? ¿O simplemente cambiándolo por algo peor?

– Eso el tiempo lo dirá -dijo ella, tranquila-. Suceda lo que suceda, Cayo Mario, nunca olvides que siempre habrá profundas crisis de gobierno, que la gente siempre andará diciendo en tono horrorizado que esta o aquella ley son el hundimiento dé la república y que Roma ya no es lo que era. Lo sé porque he leído que Escipión el Africano lo decía de Catón el censor. Y es muy probable que algún antepasado de los Julios César lo dijese de Bruto cuando mató a sus hijos. La república es indestructible, y todos lo saben aunque se desgañiten diciendo que está condenada. Así que no pierdas de vista ese hecho.

Su buen humor le estaba apaciguando; Julia advirtió su satisfacción porque el fulgor rojo de sus ojos se desvanecía y la irritación desaparecía de su rostro. Era el momento de cambiar de tema, pensó.

– Por cierto, mi hermano Cayo Julio querría verte mañana, así que he aprovechado la ocasión para invitar a cenar a él y a Aurelia, si te parece bien.

– ¡Claro que sí, estupendo! -gruñó Mario-. ¡Se me había olvidado! Claro, va a salir para Cercina para establecer mi primera colonia de veteranos! -añadió desasiéndose de Julia y cogiéndose la cabeza con las manos-. ¡Por los dioses, qué memoria tengo! ¿Qué me está pasando, Julia?

– Nada -contestó ella para calmarle-. Necesitas un descanso, unas semanas fuera de Roma preferentemente. Pero como eso no podrá ser, ¿por qué no vamos juntos a buscar al pequeño Mario?

Aquel niño tan precioso, que aún no tenía nueve años, era el mejor de los hijos: alto, fuerte, rubio y con una nariz lo bastante romana para deleite de su padre. Que el niño mostrase más tendencia por lo físico que por lo intelectual, también complacía a Mario. El hecho de que siguiera siendo hijo único dolía a la madre más que al padre, porque Julia había sufrido dos abortos en los dos embarazos que siguieron a la muerte de su hermano menor, y ahora comenzaba a pensar que no podría nunca llevar un embarazo a buen término. Mientras que Mario estaba contento con tener un solo hijo y se negaba a creer que fuese a haber otro retoño.

La cena fue un éxito y no hubo otros convidados que Cayo Julio César, su esposa Aurelia y el tío de ésta, Publio Rutilio Rufo.

César se disponía a partir para Cercina, en Africa, al final del intervalo de mercado de ocho días, y estaba encantado con la encomienda, aunque había algo que empañaba su satisfacción.

– No estaré en Roma cuando nazca mi primer hijo -dijo sonriente.

– ¡No, Aurelia! ¿Otra vez? -exclamó quejumbroso Rutilio Rufo-. ¡Ya verás, será otra niña! ¿De donde vais a sacar otra dote?

– ¡Bah, tío Publio! -replicó la impenitente Aurelia, cogiendo un trozo de pollo-. Para empezar, no necesitaremos dote para las niñas. El padre de Cayo Julio nos hizo prometerle que no seríamos unos César engreídos y que mantendríamos a nuestras hijas al margen de la plutocracia. Así que pensamos casarlas con rústicos anodinos riquísimos -siguió sirviéndose trozos de pollo-. Y como ya tenemos la pareja de niñas, ahora vamos a tener niños.

– ¿Todos a la vez? -inquirió Rutilio Rufo con un guiño.

– ¡Oh, no estaría nada mal unos gemelos! ¿Es frecuente entre los Julios? -inquirió la intrépida madre a su cuñada.

– Creo que sí -contestó Julia-. Nuestro tío Sexto tuvo mellizos, aunque uno murió. César Estrabo es gemelo, ¿verdad?

– Exactamente -respondió Rutilio Rufo con una mueca-. A nuestro pobre amigo bizco le gusta poner sobrenombres adecuados y uno de ellos es "Vopiscus", que quiere decir superviviente de gemelos. Pero tengo entendido que le han puesto otro sobrenombre.

– ¿Cuál? -inquirió Mario por cuenta de los demás, que habían advertido el tono de malicioso regocijo en el comentario.

– Le ha salido una fístula en la parte inferior y alguien maliciosamente dijo que tenía culo y medio y empezó a llamarle Sesquiculus -dijo Rutilio Rufo.

Todos se echaron a reír, incluidas las mujeres, a quienes no se impidió compartir aquella leve obscenidad.

– En la familia de Lucio Cornelio también puede haber gemelos -añadió Mario, enjugándose los ojos.

– ¿Por qué lo dices? -inquirió Rutilio Rufo, figurándose que se trataba de otro chismorreo.

– Pues porque, como bien sabéis, aunque se ignore en Roma, ha vivido un año entre los cimbros y tiene una esposa querusca, llamada Germana, que le dio gemelos.

– ¿Cautiva y muerta? -inquirió Julia, ya muy seria.

– ¡Edepol, no! La devolvió a su tribu en Germania antes de regresar con nosotros.

– Un individuo muy raro, ese Lucio Cornelio -dijo Rutilio Rufo, pensativo-. No está muy bien de la cabeza.

– Pues por una vez te equivocas, Publio Rutilio -replicó Mario-. No conozco a nadie que la lleve tan firme sobre sus hombros como Lucio Cornelio. En realidad, creo que es el futuro hombre de Roma.

– Desde luego, se volvió como un rayo a la Galia itálica después del triunfo -dijo Julia con una risita-. El y mi madre no dejan de pelearse, y cada vez más.

– Bueno, es comprensible -dijo Mario con sorna-. Tu madre es la única persona de este mundo capaz de atemorizarme.

– Marcia es encantadora -añadió Rutilio Rufo, soñador-. Por lo menos en los viejos tiempos daba gusto mirarla -se apresuró a añadir.

– No cabe duda que ha hecho todo lo que ha podido por encontrarle a Lucio Cornelio otra esposa -dijo César.

Rutilio Rufo casi se atraganta con un hueso de ciruela.

– Bien, estuve cenando en casa de Marco Emilio Escauro el otro día -añadió con tono de maliciosa complacencia-, y si no hubiese sido ya esposa de otro, habría apostado algo a que Lucio Cornelio habría encontrado cónyuge por sí solo.

– ¡No me digas! -exclamó Aurelia, inclinándose en la silla-. ¡Vamos, tío Publio, cuéntanoslo!

– Pues nada menos que la pequeña Cecilia Metela Dalmática -contestó Rutilio Rufo.

– ¿La esposa del mismísimo príncipe del Senado? -cacareó Aurelia.

– Eso es. Lucio Cornelio la miró nada más presentársela, se puso más rojo que su cabellera y se pasó toda la cena embobado sin dejar de mirarla.

– No puedo ni imaginármelo -dijo Mario.

– ¡Pues imagínatelo! -replicó Rutilio Rufo-. Hasta Marco Emilio lo notó; bueno, claro, ahora está con su pequeña Dalmática como una gallina clueca con un pollito. Así que la mandó en seguida a la cama en cuanto acabamos el primer plato. Y ella, con aire de gran decepción y dirigiendo una mirada de tímida admiración a Lucio Cornelio, derramó el vino al retirarse.

– Mientras no derrame el vino en el regazo… -comentó Mario.

– ¡Oh, no, otro escándalo no! -exclamó Julia-. Lucio Cornelio no puede permitirse otro escándalo. Cayo Mario, ¿no podrías decirle algo?

Mario adoptó esa actitud molesta que se da en un marido cuando su esposa le pide algo poco masculino e impropio de él.

– ¡Desde luego que no!

– ¿Por qué? -inquirió Julia, que consideraba lógica su petición.

– ¡Porque la vida privada de un hombre es cosa de él, y no le iba a gustar que metiese la nariz en sus cosas!

Tanto Julia como Aurelia hicieron un gesto de desagrado.

En su habitual papel de moderador, César lanzó un carraspeo.

– Como Marco Emilio Escauro tiene aspecto de aguantar otros cien años hasta que lo mate un hacha, no creo que tenga que preocuparse mucho de Lucio Cornelio y de Dalmática. Tengo entendido que Marcia ya ha elegido candidata y que Lucio Cornelio ha aceptado, así que en cuanto regrese de la Galia itálica recibiremos invitaciones de boda.

– ¿De quién se trata? -inquirió Rutilio Rufo-. ¡A mí no me ha llegado un solo rumor!

– Elia, la hija única de Quinto Elio Tubero.

– Ya no es ninguna niña, ¿no? -inquirió Mario.

– Treinta y tantos; la misma edad que Lucio Cornelio -contestó apaciblemente César-. Por lo visto él no quiere más niños; por eso Marcia pensó que una viuda sin hijos era ideal. Es una dama bastante guapa.

– De una buena familia -añadió Rutilio Rufo-. ¡Y rica!

– Pues me alegro por Lucio Cornelio -dijo Aurelia, satisfecha-. ¡No lo puedo evitar, yo le aprecio!

– Todos le apreciamos -añadió Mario, dirigiéndole un guiño-. Cayo Julio, ¿no te da celos esa admiración confesada?

– Bah, tengo rivales más serios por el afecto de Aurelia que simples patricios legados -contestó sonriente César.

– ¿Ah, sí? ¿Quién? -inquirió Julia.

– Se llama Lucio Decumio, y es un hombrecillo mugriento de unos cuarenta años, de piernas delgadas, cabello grasiento y que apesta a ajo -contestó César, cogiendo el plato de frutos secos para elegir la pasa más grande-. Me llena la casa de espléndidos ramos de flores, de la estación o exóticas, a Lucio Decumio igual le da; envía un cargamento cada tres o cuatro días. Y no hace más que visitar a Aurelia dándole una coba asquerosa. En realidad está tan encantado con nuestro futuro retoño, que a veces me pregunto…

– ¡Ya está bien, Cayo Julio! -exclamó Aurelia riendo.

– ¿Y quién es ese hombre? -inquirió Rutilio Rufo.

– El vigilante o lo que sea de ese colegio de la encrucijada que Aurelia está obligada a aguantar sin cobrar alquiler -contestó César.

– Lucio Decumio y yo tenemos un trato -dijo Aurelia, arrebatándole a César la pasa que estaba a punto de llevarse a la boca.

– ¿Qué trato? -inquirió Rutilio Rufo.

– Respecto a su zona de actuación; quedando excluido el vecindario,

– ¿Qué actuación?

– Es que es un asesino -contestó Aurelia.


Cuando Saturnino presentó su segunda ley agraria, la cláusula que estipulaba lo del juramento sonó como un trueno en el Foro; no fue un rayo de Júpiter Tonante, sino un trueno aciago de los antiguos dioses, los verdaderos, los dioses sin rostro, los numina. No sólo se exigía un voto a los senadores, sino que en lugar del juramento tradicional en el templo de Saturno, la ley de Saturnino estipulaba que el voto se efectuara al aire libre en el templo sin techumbre de Semo Sancus Dius Fidius, en el bajo Quirinal, en el que el dios sin rOstrO y sin mitología contaba con la sola imagen de Caya Cecilia -esposa del rey Tarquino Prisco de la antigua Roma- humanizando el recinto. Y las deidades en cuyo nombre se efectuaba el juramento no eran las grandes deidades del Capitolio, sino las modestas numína sin faz auténticamente romanas, los Di Penates Publici, guardianes de la bolsa y la despensa públicas, los Lares Praestites, guardianes del Estado, y Vesta, guardiana de la tierra. Nadie conocía su aspecto ni de dónde procedían, ni siquiera el sexo que tenían. Constituían una presencia y tenían gran importancia porque eran romanas. Eran los símbolos públicos de los dioses más privados, las deidades que presidían la familia, la más sagrada de todas las tradiciones romanas. Ningún romano podía jurar por esas divinidades ni romper su juramento, pues ello habría supuesto acarrear la ruina, el desastre y la desintegración de su familia, su casa y su bolsa.

Pero la mentalidad legalista de Glaucia no confiaba únicamente la ley al temor sin nombre de los numina innominables; para dar empaque al voto, la ley de Saturnino especificaba que a los senadores que se negasen a jurar no se les daría fuego ni agua en toda Italia, se les impondría una multa de veinte talentos de plata y quedarían despojados de su ciudadanía.

– El inconveniente es que aún no hemos llegado lo bastante lejos con la rapidez necesaria -dijo Metelo el Numídico a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo, a su hijo Metelo, a Escauro, a Lucio Cota y a su tío Marco Cota-. La Asamblea de la plebe aún no está madura para deshacerse de Cayo Marío y aprobará la ley. Y se nos obligará a jurar -añadió con un estremecimiento-. Y si juro, tendré que mantener el juramento.

– Pues no puede aprobarse esa ley -dijo Ahenobarbo.

– No hay un solo tribuno de la plebe que se atreva a interponer el veto -añadió Marco Cota.

– Pues habrá que oponerse a ella basándonos en la religión -dijo Escauro, mirando intencionadamente a Ahenobarbo-. Si ellos han mezclado en esto a la religión, igual haremos nosotros.

– Creo que sé a lo que te refieres -dijo Ahenobarbo.

– Pues yo no -añadió Cota.

– Cuando llegue el día en que se vote la aprobación de la ley y los augures examinen los presagios para comprobar que los comicios no contravienen los deseos divinos, haremos que sean adversos -dijo Ahenobarbo-. Y seguiremos comprobando que son adversos hasta que uno de los tribunos de la plebe tenga valor para interponer el veto so pretexto de la religión. Y se acabó lo de la ley, porque la Asamblea de la plebe se cansa en seguida de las cosas.

El plan se llevó a la práctica y los augures declararon adversos los presagios. Desgraciadamente, Lucio Apuleyo Saturnino era también augur -un cargo a guisa de recompensa que se le concedió a instancias de Escauro cuando éste lo rehabilitó- y su interpretación de los presagios no concordaba.

– ¡Es un truco! -gritó a la plebe desde la tribuna-. ¡Mirad a esos paniaguados del Senado, padres de la patria! ¡Los presagios son favorables, pero lo que quieren es quebrar el poder del pueblo! ¡Todos sabemos que Escauro, príncipe del Senado, Metelo el Meneitos y Catulo son capaces de lo que sea para privar a nuestros soldados de su justa recompensa, y esto demuestra que han pasado a los hechos! ¡Han falseado deliberadamente la voluntad de los dioses!

El pueblo creyó a Saturnino, que había tenido la prevención de introducir a sus gladiadores entre la multitud, y cuando uno de los tribunos de la plebe trató de interponer el veto diciendo que los presagios eran adversos, que había oído truenos y que cualquier ley aprobada aquel día sería nefas, sacrílega, entraron en acción los gladiadores de Saturnino, y mientras él afirmaba en tono grandilocuente que no aceptaría el veto, sus matones bajaron al desventurado de la tribuna y se lo llevaron por el Clivus Argentarius hasta las mazmorras de la Lautumiae y allí lo tuvieron hasta que terminó la votación de las tribus por la que se aprobó la ley, pues la cláusula del juramento era suficiente novedad para intrigar a los habituales asistentes de la Asamblea plebeya. ¿Qué sucedería si se aprobaba la ley? ¿Quién se opondría? ¿Cómo reaccionaría el Senado? ¡Aquello era para no perdérselo! Y la gente quería participar.

Al día siguiente de la aprobación de la ley, Metelo el Numídico se puso en pie en el Senado y anunció con gran dignidad que él no iba a prestar juramento.

– ¡Mi conciencia, mis principios y toda mi vida gravitan en torno a esta decisión! -gritó-. Pagaré la multa y me exiliaré en Rodas. Porque no pienso prestar juramento. ¿Me oís, padres conscríptos? ¡No-voy-a-prestar-juramento! No puedo jurar una cosa que repugna a lo más íntimo de mi ser. ¿Qué significa abjurar? ¿Qué es crimen más alevoso, jurar mantener una ley y ponerme en contra de ella, o no jurar? Vosotros mismos podéis contestaros. Mi respuesta es que el mayor crimen es jurar. Así, yo os digo, Lucio Apuleyo Saturnino, y a vos, Cayo Mario, ¡que-no-prestare-juramento! Prefiero pagar la multa y exiliarme.

Su postura causó profunda impresión, pues todos los presentes sabían que hablaba en serio. Mario frunció el entrecejo y Saturnino esbozó una sonrisa. Comenzaron los murmullos, las dudas, las protestas en progresión creciente.

– Van a dar la lata -musitó Glaucia desde su silla curul próxima a la de Mario.

– Si no cierro la sesión, se negarán a jurar -musitó Mario poniéndose en pie-. Os conmino a que vayáis a vuestras casas y penséis durante tres días las graves consecuencias si decidís no prestar juramento. A Quinto Cecilio le resulta fácil porque tiene dinero de sobra para pagar la multa y vivir bien en el exilio. Pero ¿cuántos de vosotros podréis hacer lo mismo? Id a casa, padres conscriptos, y pensáoslo estos tres días. Esta cámara se reunirá dentro de cuatro días y entonces deberéis decidiros, porque hay que tener en cuenta que es el plazo límite que estipula la lex Appuleia agraria secunda.

No puedes hablarles así, se decía Mario para sus adentros paseando por el magnífico suelo de su preciosa casa a los pies del templo de Juno Moneta, mientras su esposa le contemplaba impotente y su revoltoso hijo se escapaba al cuarto de juegos.

¡No puedes hablarles así, Cayo Mario, no son soldados! Ni siquiera son oficiales bajo tu mando, pese al hecho de que seas cónsul y casi todos ellos unos simples magistrados que jamás pondrán sus gordos culos en una silla curul. Sí, ellos, hasta el último, se consideran mis iguales. ¡A mí, Cayo Mario, seis veces cónsul de esta ciudad, de este imperio! Tengo que vencerlos, no puedo dejar un solo resquicio a la ignominia de la derrota. Mi dígnítas es muchísimo más grande que la de ellos, por mucho que digan lo contrario. Y no lo aguanto. Soy el primer hombre de Roma. Y cuando muera, tendrán que admitir que yo, Cayo Mario, el patán itálico que no hablaba griego, fue el hombre más grande de la historia de la república, el Senado y el pueblo de Roma.

Unicamente sobre esto giraron sus pensamientos durante los tres días de plazo que había dado a los senadores. Una y otra vez pensaba en lo terrible de perder la dígnítas si le derrotaban. Y al amanecer del cuarto día salió para la Curia Hostilia decidido a vencer y sin pensar en absoluto en el tipo de tácticas a que recurrirían los padres de la patria para derrotarle. Puso particular cuidado en su aspecto para que nadie pudiese advertir su impaciencia de aquellos tres días, y descendió a buen paso la colina de los Banqueros con los doce lictores precediéndole, como si realmente fuese el amo de Roma.

La cámara se reunió en asombroso silencio; casi no se oía ruido de sillas, toses ni murmullos. Se efectuó impecablemente el sacrificio y los presagios se dictaminaron propicios.

Con perfecto dominio, Mario irguió su corpachón con gran majestad. Aunque no había reflexionado a propósito de la táctica que adoptarían los padres de la patria, él sí que había elaborado la suya hasta el más minimo detalle y todo su ser irradiaba plena confianza.

– Yo también he pasado estos tres días pensando, padres conscriptos -comenzó diciendo, con los ojos fijos en algún punto entre los senadores asistentes y en ningún rostro en particular, enemigo o partidario suyo. Y nadie podía saber en dónde clavaba la mirada porque las espesas cejas cubrían sus ojos. Metió la mano izquierda por debajo de la orla de la toga en el punto en que caía en bellos pliegues desde el hombro izquierdo hasta los tobillos, y bajó del estrado-. Un hecho es evidente -añadió dando unos pasos y deteniéndose-. Si esta ley es válida, a todos nos obliga a jurar defenderla -dio otros cuantos pasos-. Si esta ley es válida, todos debemos jurarla -continuó hasta las puertas de la cámara y se volvió hacia los senadores-. Pero ¿es válida? -inquirió con fuerte voz.

Su pregunta cayó en medio de un impresionante silencio.

– ¡Ya está! -musitó Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico-. ¡Se acabó! ¡El mismo se ha buscado la ruina!

Pero Mario, de nuevo junto a las puertas, no oyó nada y no se detuvo a reflexionar.

– Hay entre vosotros -prosiguió- quienes persisten en decir que no puede ser válida ninguna ley aprobada en las circunstancias de la lex Appuleia agraria secunda. He oído cuestionar la validez de la ley en relación con dos tesis, una que se aprobó en contra de los presagios; y otra que se aprobó pese a la violencia ejercida contra la sacrosanta persona de un tribuno de la plebe legalmente elegido. -comenzó a andar y se detuvo-. Es evidente que existen dudas sobre el futuro de la ley. La Asamblea de la plebe tendrá que reexaminarla a la luz de esas dos objeciones a su validez -afirmó, dando un paso y parándose-. Pero eso, padres conscriptos, no es la alternativa que contemplamos en esta sesión. La validez per se de la ley no es lo que más nos preocupa. Nuestra preocupación es más urgente -otro paso más-. La propia ley estipula que debemos jurarla, y eso es lo que hemos venido a debatir hoy. Hoy vence el plazo en que podemos prestar juramento para defenderla, por lo que la cuestión del voto es urgente. Y hoy la ley es una ley válida; luego hemos de jurar defenderla.

Comenzó a caminar a buen paso hasta casi el estrado, para, a continuación, girar sobre sus talones y dirigirse de nuevo a paso lento hacia las puertas, donde se volvió otra vez hacia la cámara.

– Hoy, padres conscriptos, juraremos todos. Tenemos que hacerlo por decisión específica del pueblo de Roma. ¡El es quien hace la ley! Nosotros, los senadores, somos sus simples servidores. Así que juraremos. Porque a nosotros tanto nos da, padres conscriptos. Si en el futuro, la Asamblea de la plebe reexamina la ley y encuentra que no es válida, con ello quedan invalidados nuestros juramentos -añadíó con voz de triunfo-. ¡Eso es lo que hemos de comprender! Cualquier juramento que hagamos de defender una ley será vigente mientras exista esa ley. Pero si la Asamblea de la plebe decide anular la ley, con ello queda anulado nuestro juramento.

Escauro, príncipe del Senado, asentía sincopadamente con la cabeza, y Mario pensó que era por estar de acuerdo con todo lo que decía. Pero Escauro asentía rítmicamente con la cabeza por razones muy distintas, y sus movimientos craneales correspondían a lo que le estaba diciendo en voz baja a Metelo el Numídico.

– ¡Ya lo tenemos, Quinto Cecilio! ¡Por fin lo tenemos! Ha retrocedido y no ha podido resistirnos; le hemos obligado a admitir que toda la cámara duda de la validez de la ley de Saturnino. ¡Se la hemos jugado al zorro de Arpinum!

Eufórico, pensando en que tenía a la cámara de su parte, Mario regresó al estrado con gran decisión, subió y permaneció de pie ante su silla curul para continuar su discurso.

– Yo seré el primero en prestar juramento -añadió con voz plena de lógica-. Y si yo, Cayo Mario, vuestro primer cónsul durante más de cuatro años, estoy dispuesto a jurar, ¿qué inconveniente vais a tener vosotros? He hablado con los sacerdotes del colegio de los Dos Dientes y nos han preparado el templo de Semo Sancus Dius Fidius. ¡No está muy lejos! ¡Os insto a que me sigáis!

Se oyó un débil susurro y rozar de pies, mientras los de los bancos de atrás comenzaban a ponerse en pie.

– Una cuestión, Cayo Mario -dijo Escauro.

Volvió a hacerse el silencio en la cámara, mientras Mario asentía con la cabeza.

– Cayo Mario, me gustaría saber vuestra opinión personal, no vuestra opinión oficial. Vuestra opinión personal.

– Si apreciáis mi opinión personal, Marco Emilio, naturalmente que os la daré -respondió Mario-. ¿Sobre qué?

– ¿Qué pensáis personalmente -inquirió Escauro con fuerte voz para que todos le oyesen-, es válida la lex Appuleia agraria secunda a la luz de lo que sucedió cuando se aprobó?

Silencio. Un silencio absoluto. Nadie respiraba. Ni siquiera Cayo Mario que repasaba apresuradamente las ideas que había concatenado, movido por su absoluta confianza.

– ¿Queréis que os repita la pregunta, Cayo Mario? -dijo con amable voz Escauro.

Mario pudo sacar la lengua para humedecerse los labios. ¿Qué decir, qué hacer? Finalmente has pegado un resbalón, Cayo Mario. Te has metido en un pozo del que no puedes salir. ¿Cómo no habré pensado que me plantearían esta pregunta y lo haría el más inteligente de ellos? Y ahora mi propia astucia me tiene amordazado. ¡Era lógico que lo preguntasen! Y no se me había ocurrido. Ni una sola vez en estos tres días interminables.

Bien, no tengo salida. Escauro me tiene agarrado por el escroto y tengo que bailar al son que toque. Me tiene en sus manos. No hay escapatoria. Ahora tengo que decir a la cámara que personalmente creo que la ley no es válida, porque si no, nadie prestará juramento. Les he imbuido la idea de que existía duda y les he convencido de que la duda hacía permisible el prestar juramento. Si me retracto, pierdo su apoyo. Pero si digo que pienso que la ley no es válida, el que se pierde soy yo.

Miró hacia el banco de los tribunos y vio a Lucio Apuleyo Saturnino sentado, con las manos cogidas, muy serio, pero esbozando una sonrisa.

Perderé a este hombre que tan útil me es si digo que creo que la ley no es válida. Y perderé al mejor legalista de Roma, a Glaucia… Juntos podríamos haber arreglado Italia, a pesar de los padres de la patria, pero si digo que creo que su ley no es válida, los pierdo para siempre. Y, sin embargo, debo decirlo. Porque si no lo digo, estos cunni no prestarán juramento y mis soldados no tendrán sus tierras. Eso es lo único que puedo salvar del desastre. Tierra para mis soldados. Estoy perdido. Me han vencido.

Cuando la pata de la silla de marfil de Glaucia chirrió sobre el mármol del suelo, la mitad del Senado dio un respingo. Glaucia se miró las uñas, con los labios fruncidos y con cara de palo, pero nadie rompía el silencio.

– Creo que será mejor que os repita la pregunta, Cayo Mario -dijo Escauro-. ¿Cuál es vuestra opinión personal? ¿Es válida o no la ley?

– Yo creo… -comenzó a decir Mario con el entrecejo furiosamente fruncido-. Personalmente creo que la ley probablemente no es válida -concluyó.

Escauro se golpeó los muslos con la palma de la mano.

– ¡Gracias, Cayo Mario! -dijo poniéndose en pie y volviéndose con una gran sonrisa a los de atrás y luego hacia los de enfrente-. ¡Bien, padres conscriptos, si un hombre como nuestro héroe conquistador Cayo Mario, nada menos, no considera válida la lex Appuleia, yo me complazco en prestar juramento! añadió, haciendo una reverencia hacia Saturnino y hacia Glaucia-. ¡Vamos, colegas senadores, como primero del Senado sugiero que nos apresuremos a llegar sin dilación al templo de Semo Sancus!

– ¡Alto!

Todos se detuvieron. Metelo el Numídico dio una palmada y desde la última fila bajó su criado, cargado con dos grandes bolsas que le hacían ir encorvado arrastrándolas por los anchos escalones de seis pies con un sordo sonido metálico. Cuando Metelo tuvo las dos bolsas a sus pies, el criado volvió a subir a buscar una tercera. Varios de los senadores de los bancos de atrás vieron lo que había acumulado contra la pared e hicieron señal a sus criados para que le ayudaran. Así se transportaron con mayor rapidez las cuarenta bolsas, que quedaron apiladas en torno al escabel de Metelo el Numídico. Entonces se puso en pie.

– Yo no prestaré juramento -dijo-. ¡Y no voy a jurar aunque el primer cónsul me diera todas las garantías de que la lex Appuleia no es válida! Por consiguiente, he aquí veinte talentos de plata en pago de la multa, y declaro que mañana al amanecer partiré en exilio a Rodas.

Aquello fue un pandemónium.

– ¡Orden! ¡Orden! ¡Orden! -gritaban Escauro y Mario.

Una vez restablecido el orden, Metelo el Numídico miró a sus espaldas y habló por encima del hombro con uno que estaba en los bancos de atrás.

– Cuestor del Tesoro, haced el favor de acercaros -dijo.

Hasta la primera fila descendió un presentable joven de pelo castaño y ojos marrones, con toga blanca impecable y bien marcados todos los pliegues. Era Quinto Cecilio Metelo, Meneitos hijo.

– Cuestor del Tesoro, os entrego estos veinte talentos de plata como pago de la multa que me ha sido impuesta por negarme a jurar la defensa de la lex Appuleia agraria secunda -dijo Metelo el Numídico-. Pero exijo que se cuente mientras la cámara está reunida para que los padres conscriptos tengan la garantía de que no falta ni un solo denario.

– Todos estamos dispuestos a aceptar vuestra palabra, Quinto Cecilio -dijo Mario, sonriendo sin ninguna gana.

– ¡Oh, no, insistO en que se cuente! -replicó Metelo el Numídico-. Nadie se va a mover de aquí hasta que no se haya contado. Creo que en total -añadió con una tosecilla- tienen que haber ciento treinta y cinco mil denarios.

Todos volvieron a tomar asiento con un suspiro. Dos empleados de la cámara trajeron una mesa y la colocaron ante Metelo el Numídico, quien se colocó agarrando la toga con la mano izquierda y apoyando la derecha por la punta de los dedos sobre la propia mesa. Los empleados abrieron la primera bolsa y la pusieron entre los dos sobre la mesa para verter una cascada de relucientes monedas que formaron un montón junto a la mano del Numídico. Su hijo hizo signo a los empleados de que dejasen la bolsa abierta a su lado y comenzó el recuento de las monedas, echándoselas rápidamente en el hueco de la mano situada junto al borde de la mesa.

– ¡Esperad! -exclamó Metelo.

Meneítos hijo se detuvo.

– ¡Contadlas en voz alta, cuestor del Tesoro!

Se oyó una especie de grito contenido y un gruñido generalizado.

Metelo hijo volvió a situar las monedas contadas en la mesa para comenzar otra vez.

– U… u… uno, do… do… dos, tr… tr… tres, cu… cu… cuatro…

Al anochecer, Mario se levantó de la silla curul.

– Padres conscriptos, se acaba el día y no hemos concluido. Pero en esta cámara no se prosigue la sesión una vez puesto el sol. Por consiguiente, sugiero que vayamos ahora al templo de Semo Sancus a prestar juramento. Debemos hacerlo antes de la medianoche para no violar una orden directa del pueblo -dijo mirando de través hacia donde estaba Metelo el Numídico, mirando cómo contaba su hijo, al que se le había acentuado notablemente el tartamudeo, aunque ya no se le notaba nervioso-. Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, es deber vuestro permanecer aquí vigilando esta larga tarea. Espero que lo hagáis. En consecuencia, os eximo de prestar juramento hoy; ya lo haréis mañana. O pasado mañana de no haber finalizado el recuento -añadió con un atisbo de sonrisa.

Quien no sonreía era Escauro. Pero echó la cabeza hacia atrás y soltó carcajada tras carcajada.


A finales de primavera, Sila regresó de la Galia itálica y pasó a ver a Cayo Mario nada más tomar un baño y cambiarse de ropa. Vio que Mario no tenía muy buen aspecto, cosa que no le sorprendió, porque hasta en el norte del país se habían difundido los detalles del clima en que se había aprobado la lex Appuleia, y no era necesario que Mario se lo contase. Se limitaron a mirarse mutuamente sin decir palabra como hacían cuando tenían que comunicarse algo esencial.

Sin embargo, una vez disipada la emoción del momento y consumida la primera copa de buen vino, Sila abordó la cruda realidad.

– Tu credibilidad ha sufrido un rudo golpe -dijo.

– Lo sé, Lucio Cornelio.

– Tengo entendido que por culpa de Saturnino.

– ¿Se le puede reprochar que me deteste? -replicó Mario con un suspiro-. Ha pronunciado cien discursos desde la tribuna y muchos de ellos ante asambleas no convocadas oficialmente. Todos me acusan de haberle traicionado. Y, como es un espléndido orador, la historia de mi traición no ha perdido en su estilo de presentación a las masas. Y las arrastra. No sólo a los habituales del Foro, sino que los de la tercera, cuarta y quinta clase parecen fascinados al extremo de que siempre que tienen un día libre vuelven al Foro a escucharle.

– ¿Con tanta frecuencia habla?

– ¡Todos los días!

Sila lanzó un silbido.

– ¡Eso es una novedad en los anales del Foro! ¿A diario? ¿Llueva o haga sol? ¿En asambleas oficiales y no oficiales?

– Todos los días. Cuando el pretor urbano, su propio colega Glaucia, obedeció la orden del pontífice máximo de comunicarle que no podía hablar en días de mercado, fiestas y días no decretados de comicios, él hizo oídos sordos. Y como es un tribuno de la plebe, nadie se ha atrevido a bajarle de la tribuna -dijo Mario con aire preocupado-. En consecuencia, su fama va en aumento y ahora hay otra clase de habituales del Foro: los que acuden a oír las arengas de Saturnino. Tiene…, no sé cómo se dice, supongo que será una palabra griega, como de costumbre, tiene kharisma. Me imagino que la gente comparte su pasión porque, al no ser asiduos al Foro, desconocen los recursos de la retórica y no reparan en cómo gesticula o cambia de ritmo al caminar. No; se quedan allí embobados escuchándole y cada vez más enfebrecidos por lo que dice, vitoreándole como energúmenos.

– Tendremos que echarle un ojo, ¿no? -inquirió Sila, mirando muy serio a Mario-. ¿Por qué lo hiciste?

– No me quedaba más remedio, Lucio Cornelio -contestó Mario sin pensárselo dos veces-. La verdad es que no soy, ¿cómo diría?, lo bastante retorcido para ver todos los intríngulis si tengo que mantenerme un par de pasos por delante de hombres como Escauro. Me cazó tan limpiamente como era de desear. Tengo que reconocerlo.

– Pero en cierto modo has salvado el programa -dijo Sila, tratando de consolarle-. La segunda ley agraria sigue en pie y no creo que la Asamblea de la plebe ni la Asamblea del pueblo vayan a invalidarla. Al menos así me han dicho que están las cosas.

– Cierto -contestó Mario, sin abandonar su aire preocupado y encogiéndose de hombros con un suspiro-. Saturnino es quien gana, no yo, Lucio Cornelio. Es esa actitud de ofendido lo que mantiene aglutinada a la plebe, pero yo los he perdido -añadió amargado, alzando las manos-. ¿Cómo voy a acabar mi mandato este año? Es un tormento tener que caminar en medio de abucheos y silbidos por la zona del Foro cuando Saturnino está en la tribuna, y odio el hecho de tener que ir al Senado. Detesto esa pulcra sonrisa en el rostro arrugado de Escauro, detesto la sorna insufrible de la cara de camello de Catulo… No estoy hecho para la política, y es algo que apenas he descubierto.

– ¡Pero has llegado a lo más alto del cursus honorum, Cayo Mario! -dijo Sila-. ¡fuiste uno de los más grandes tribunos de la plebe! Conocías el terreno de la política y te encantaba, de lo contrario no habrías sido un buen tribuno de la plebe.

– Oh, en aquella época era joven, Lucio Cornelio -replicó Mario encogiéndose de hombros-. Y tenía buena cabeza. Pero no soy un animal político.

– Entonces ¿vas a dejar el centro del escenario a un lobo gesticulante como Saturnino? No me pareces el mismo Cayo Mario que yo conocía -añadió Sila.

– No soy el mismo Cayo Mario que conocías -dijo Mario con desmayada sonrisa-. El Cayo Mario de ahora está muy, muy cansado. ¡Es tan desconocido para mi como para ti, créeme!

– ¡Pues haz el favor de pasar el verano fuera de Roma!

– Es lo que pretendo hacer en cuanto formalices lo de Elia -contestó Mario.

Sila se quedó sorprendido y luego se echó a reír.

– ¡Por los dioses, lo había olvidado totalmente! -dijo poniéndose en pie grácilmente con la armonía de un hombre guapo y en la flor de la vida-. Mejor será que vaya a casa y me entreviste con nuestra mutua suegra, ¿no crees? Seguro que estará haciendo lo imposible por largarse cuanto antes.

– Sí, está deseando irse -dijo Mario-. Le he comprado una pequeña villa preciosa en Cumas.

– ¡Pues me voy a casa más raudo que Mercurio en busca de un contrato para repavimentar la Via Apia! -dijo alargando la mano-. Cuídate, Cayo Mario. Si Elia sigue decidida, ahora mismo formalizaré el matrimonio. Tienes toda la razón -añadió echándose a reír al recordar algo-, Catulo César tiene cara de camello. ¡Un engreimiento monumental!

Julia esperaba fuera del despacho para abordar a Sila antes de que se marchase.

– ¿Qué te ha parecido? -inquirió preocupada.

– Ya se repondrá, hermanita. Le han zumbado y está sufriendo. Llévatelo a Campania y que se bañe en el mar y se revuelque en rosas.

– Eso haré en cuanto te cases.

– ¡Me caso, me caso! -exclamó él, alzando las manos en gesto de rendición.

– Hay una cosa que no puedo quitarme de la cabeza, Lucio Cornelio -añadió Julia con un suspiro-, y es que este casi medio año en el Foro ha gastado a Cayo Mario más que diez años de campaña con el ejército.


Se habría dicho que todos necesitaban un descanso, pues cuando Mario marchó a Cumas, la vida pública de Roma cayó en una monótona apatía. Uno a uno, los notables fueron abandonando aquella ciudad inaguantable en pleno verano, época en que toda clase de fiebres entéricas asolaban el Subura y el Esquilino y hasta en el Palatino y el Aventíno mermaban las condiciones de salubridad.

No es que la vida en el Subura preocupara excesivamente a Aurelia, porque ella se desenvolvía en una gruta fresca, a salvo de la canícula gracias al verdor del jardín y a los gruesos muros de su ínsula. Cayo Matio y su esposa Priscila estaban en igual situación, debido al embarazo de ésta, que esperaba el niño por las mismas fechas que Aurelia.

Las dos mujeres estaban muy bien cuidadas. Cayo Matio iba y venía solícito y Lucio Decumio se asomaba a diario para ver si todo iba bien; seguía mandando flores, y desde el comienzo del embarazo las acompañaba con pequeños obsequios o dulces, especias exóticas, cualquier cosa que él considerase idónea para mantener el apetito de su apreciada Aurelia.

– ¡Ni que hubiera tenido un aborto! -dijo ella en broma a Publio Rutilio Rufo, otro visitante habitual.

El niño, Cayo Julio César, nació el decimotercer día de Quinctilis y, por consiguiente, el nacimiento se registró en el templo de Juno Lucina, por haber tenido lugar dos días antes de los idus de julio, con categoría patricia y condición senatorial. Era muy larguirucho y pesó algo más de lo que parecía, pero también era muy fuerte, solemne y tranquilo y poco dado a llorar; era tan rubio que el pelo casi no se le veía, aunque, mirándole de cerca, se observaba que lo tenía en abundancia, y sus ojos, nada más nacer, eran de color verde azulado claro, circundados de un azul tan oscuro que parecía negro.

– Vaya personalidad la de vuestro hijo -comentó Lucio Decumio, mirando fijamente el rostro del niño-. ¡Mirad esos ojos! ¡Seguro que asustas a tu abuela!

– ¡No digas esas cosas, verruga insoportable! -gruñó Cardixa, que adoraba al varón recién nacido.

– Déjame que le vea los bajos -dijo Lucio Decumio, agarrando con sus mugrientos dedos los pañales-. ¡Oooh, ajá, ajá! -exclamó satisfecho-. ¡Lo que me imaginaba! ¡Nariz grande, pies grandes y buena picha!

– ¡¡Lucio Decumio!! -exclamó Aurelia, escandalizada.

– ¡Ya está bien! ¡Fuera! -chilló Cardixa, agarrándole por el pescuezo y dejándole en la calle como si se tratase de un gatito.

Sila pasó a ver a Aurelia casi un mes después del nacimiento del niño, le dijo que era el único de la familia que quedaba en Roma y que perdonara si molestaba.

– ¡Ni mucho menos! -contestó ella, encantada de verle-. Espero que te quedes a cenar, o si hoy no puedes, tal vez mañana. ¡Me aburro mucho sola!

– No puedo -dijo él sin circunloquios-. Sólo he vuelto a Roma para ver a un viejo amigo que acaba de caer enfermo de fiebres.

– ¿Quién es? ¿Le conozco? -inquirió Aurelia, más por cortesía que por curiosidad.

Pero, por un instante, fue como si hubiese preguntado algo inoportuno o indebido; la expresión de Sila suscitó en ella mucho más interés que la identidad del amigo enfermo, por aquel gesto sombrío, abrumado y pesaroso. Fue un breve instante, seguido de una de sus sonrisas.

– Dudo que le conozcas -dijo-. Se llama Metrobio.

– ¿El actor?

– El mismo. En los viejos tiempos conocí a mucha gente del teatro; antes de casarme con Julilla y entrar en el Senado. Un mundo muy distinto -dijo, vagando con sus extraños ojos fulgurantes por la habitación-. Más parecido a éste, pero más vil. ¡Qué divertido! Ahora me parece un sueño.

– Parece como si lo lamentaras -dijo Aurelia con voz amable.

– No, qué va.

– ¿Y se pondrá bien, tu amigo Metrobio?

– ¡Claro! Sólo son unas fiebres.

Siguió un silencio algo incómodo, que él rompió sin decir nada, levantándose y dirigiéndose al espacio abierto que era como una ventana al patio.

– Es un jardín precioso.

– Eso creo yo.

– ¿Y tu hijo? ¿Cómo está?

– Ahora lo verás -contestó ella sonriente.

– Estupendo -dijo Sila, sin dejar de contemplar el patio.

– Lucio Cornelio, ¿va todo bien? -inquirió Aurelia.

Sila se volvió sonriendo, y ella pensó en lo atractivo que era, de un modo poco corriente. Y qué ojos tan desconcertantes, tan luminosos y circundados de oscuridad. Igual que los de su hijo. Y, sin saber por qué, la idea le hizo estremecerse.

– Sí, Aurelia, todo va bien.

– Ojalá me dijeras la verdad.

Él abrió la boca para contestar, pero en aquel momento entró Cardixa con el heredero del apellido César.

– Ibamos al cuarto piso -dijo la criada.

– Muéstraselo a Lucio Cornelio, Cardixa.

Pero a Sila sólo le interesaban sus propios hijos, así que se limitó a mirar con detenimiento la cara del retoño y luego dirigió la vista hacia Aurelia a ver si estaba satisfecha.

– Puedes irte, Cardixa -dijo la madre, con gran alivio de Sila-. ¿A quién le toca hoy?

– A Sara.

Aurelia se volvió hacia Sila, sonriendo con toda naturalidad.

– Desgraciadamente no tengo leche y al niño le dan el pecho en los pisos. Es una de las grandes ventajas de vivir en un sitio tan grande como una insula, en la que siempre hay por lo menos media docena de mujeres dando el pecho; todas amamantan a mis hijos.

– De mayor querrá a todo el mundo -dijo Sila-, porque me imagino que tienes inquilinos de todo el orbe.

– Así es; resulta muy interesante.

Sila volvió a mirar al patio.

– Lucio Cornelio, es como si no estuvieses aquí -añadió Aurelia en amable reproche-. Algo sucede. ¿No puedes contármelo? ¿O es uno de esos asuntos estrictamente de hombres?

Sila tomó asiento en un sofá frente al de ella.

– Es que nunca tengo suerte con las mujeres -contestó de pronto.

– ¿En qué sentido? -inquirió Aurelia, sorprendida.

– Con las mujeres que… amo. Con las mujeres con quienes me caso.

Qué curioso: le resultaba más fácil hablar del matrimonio que del amor.

– ¿Pero ahora de qué se trata? -inquirió ella.

– Oh, un poco de ambas cosas. Enamorado de una y casado con otra.

– ¡Oh, Lucio Cornelio! -dijo Aurelia mirándole con verdadera complacencia y sin un ápice de deseo-. No voy a pedirte nombres, porque en realidad no quiero saberlos, pero me has planteado un dilema y trataré de contestar.

– No hay mucho que decir -replicó él encogiéndose de hombros-. Me he casado con Elia, elegida por mi suegra. Después de Julilla, quería una matrona romana cabal, alguien como Julia o como tú, si fueses mayor. Cuando Marcia me presentó a Elia, pensé que era la mujer ideal: tranquila, apacible, con buen humor, atractiva, una buena persona. Y pensé: ¡Estupendo! Por fin tengo esa mujer romana que quiero. No puedo amar a cualquiera, así que me caso con alguien que me gusta.

– Tengo entendido que tu mujer Germana te gustaba -dijo Aurelia.

– Sí, mucho. Aún hay cosas en que la echo de menos. Pero ella no es romana y de nada puede servirle a un senador, ¿no crees? En fin, pensé que Elia acabaría siendo muy parecida a Germana -dijo con una seca carcajada-. ¡Pero me equivoqué! Resultó que Elia es aburrida, vulgar. Muy buena persona, sí, pero un rato en su compañía y bostezo.

– ¿Es buena con los niños?

– Muy buena; no puedo quejarme -contestó con otra carcajada-. Si la hubiera contratado como niñera, sería ideal. Adora a los niños y ellos la idolatran.

Hablaba como si ella no existiera, como si no importara que le oyera, como si fuese un simple pretexto para expresar en voz alta sus pensamientos.

– Nada más regresar de la Galia itálica, Escauro me invitó a cenar a su casa -prosiguió-. Me sentí en cierto modo halagado, aunque no sin reservas, porque pensé si no estaría todo el clan de Metelo para intentar apartarme de Cayo Mario. Y allí fue donde la conocí, a la pobre: la esposa de Escauro. ¡Por todos los dioses!, ¿por qué tenían que casarla con Escauro? ¡Puede ser su abuelo! Dalmática es su nombre; para tener metidas en cintura a los centenares de Cecilias Metelas. Nada más verla, la amé. Al menos, creo que es amor, aunque también es compasión; pero no dejo de pensar en ella, y eso quiere decir que es amor, ¿no? Esta encinta. ¿No te parece repugnante? Naturalmente, a ella nadie le pidió su parecer. Metelo el Meneitos se la regaló simplemente a Escauro como a un niño un dulce. Ha muerto tu hijo, pues toma este premio de consolación. ¡Haz otro hijo! Repugnante. Y, sin embargo, si me conocieran a medias, serían ellos los asqueados. Para mí, Aurelia, son más inmorales que yo, pero ellos nunca lo verán asi.

Aurelia había aprendido mucho desde que vivía en el Subura, porque hablaba con todo el mundo, desde Lucio Decumio hasta los libertos que atestaban los dos últimos pisos. Y allí ocurrían cosas, cosas en las que una casera se veía implicada, lo quisiera o no; cosas que habrían dejado estupefacto a su esposo de saberlas. Abortos, brujería, asesinatos, robos con violencia, estupros, delírium trémens y vicios peores, locura, desesperación, depresiones y suicidios. Cosas que sucedían en todas aquellas grandes casas de viviendas de alquiler y que todas acababan igual; no con la denuncia de los hechos al praetor urbanus, sino solventándolas los propios interesados con una justicia sumaria. Ojo por ojo y diente por diente. Vida por vida.

Así, conforme le escuchaba, se formó una imagen de Lucio Cornelio Sila no muy alejada de la verdad. Aislado entre los aristócratas romanos que le conocían -y ella entendía las tremendas dificultades que había vivido en su niñez-, había hecho valer su linaje, pero también había estado constantemente vinculado a la hez de Roma.

Y, pasando por alto otras cosas que no osaba decir, Sila sólo hablaba de una cosa: lo desesperadamente que deseaba a la jovencita embarazada de Escauro, y no estrictamente por su cuerpo o su alma, sino porque era la mujer ideal para sus propósitos. Pero estaba casada con Escauro por confarreatio y él estaba obligado a la insulsa Elia. ¡Nada de confarreatio esta vez! Era un feo asunto el divorcio; Dalmática simplemente venía a poner de relieve una lección que a ese respecto ya había aprendido. Mujeres. Nunca tendría suerte con las mujeres, estaba convencido. ¿Sería por culpa de la otra mitad de su ser? ¡Ah, la maravillosa y hermosa relación con Metrobio! Y, sin embargo, igual que no había querido vivir con Julilla, tampoco podía hacerlo con Metrobio. Quizá fuese por incapacidad de entrega. Demasiado peligroso. ¡Oh, pero cómo ansiaba a aquella Cecilia Metela Dalmática, esposa de Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado! Repugnante. Y no es que él soliera hacer objeciones al casamiento de viejos con jovencitas. Esto era algo personal. Estaba enamorado de ella y, por consiguiente, era un caso especial.

– ¿Y tú, le gustaste a Dalmática, Lucio Cornelio? -inquirió Aurelia, interrumpiendo sus pensamientos.

– ¡Oh, sí! No me cabe la menor duda -contestó Sila sin vacilar.

– ¿Y qué piensas hacer?

– ¡He ido demasiado lejos y he gastado mucho! ¡Ahora no puedo parar, Aurelia! Incluso pensando en Dalmática, si tuviese relaciones con ella, los bonii me buscarían la ruina. Y tampoco tengo tanto dinero. Lo justo para entrar en el Senado; obtuve algo de la guerra contra los germanos, pero sólo la parte que me correspondía. Me va a costar llegar arriba, porque ellos me miran como a Cayo Mario, aunque por distintas razones, porque ninguno de los dos nos amoldamos a sus malditos ideales. Pero no acaban de entender por qué nosotros somos capaces y ellos no, y se sienten frustrados e injuriados. Yo, en definitiva, tengo más suerte que Cayo Mario, porque al menos soy de sangre noble, aunque esté manchada con el Subura, el teatro, la mala vida; no formo parte de los hombres buenos -dijo con un suspiro-. ¡Pero voy a adelantarlos, Aurelia, porque soy el mejor corcel!

– ¿Y qué sucederá si el premio no vale la pena?

Sila se la quedó mirando de hito en hito, sorprendido por la necedad.

– ¡Nunca vale la pena! ¡Nunca! Pero ninguno lo hacemos por eso. Cuando nos ponen los arreos para hacer las siete vueltas de la carrera, corremos contra nosotros mismos. ¿Qué otra alternativa le quedaría a un Cayo Mario? Es el mejor caballo y corre contra sí mismo, para superarse. Igual que yo. Soy capaz ¡y voy a hacerlo! Pero es sólo a mi a quien importa.

– Claro -dijo ella, enrojeciendo por su bobada, poniéndose en pie y dándole la mano-. Vamos, Lucio Cornelio. Hace un día espléndido a pesar del calor. El Subura estará desierto, porque todos los que pueden han huido del verano romano. ¡No quedan más que los pobres y los locos! Y yo. Vamos a dar un paseo y luego volvemos a cenar. Enviaré recado a mi tío Publio, que creo que no se ha ido de Roma. Tengo que ser prudente -añadió con una mueca-, entiéndelo, Lucio Cornelio. Mi esposo confía en mí tanto como me ama, y me ama mucho, pero no le gustaría que diese que hablar y yo me he impuesto ser una esposa tradicional. A él le parecería horroroso que no te hubiese invitado a cenar, pero si mi tío puede acompañarnos, Cayo Julio quedará más contento.

– ¡Qué tonterías aprecian los hombres de sus esposas! -dijo Sila, mirándola con afecto-. No eres ni remotamente la criatura con la que Cayo Julio sueña cuando está cenando en el campamento.

El calor en el Vicus Patricii cayó sobre sus cabezas como una pesada manta; Aurelia sintió el ahogo y volvió a entrar en la casa.

– ¡Bueno, hay que ver! ¡No creí que hiciese tanto calor! Mandaré a Eutico a casa de mi tío en el Carinae, que haga ejercicio, mientras nosotros nos sentamos en el jardín -dijo dirigiéndose al patio-. ¡Anímate, Lucio Cornelio! Al final todo se arreglará, ya verás. Vuelve a Circei con tu buena y aburrida esposa. Con el tiempo te gustará más, estoy segura. Y te vendrá mejor no ver a Dalmática. ¿Qué edad tienes ahora?

Comenzaba a traslucir aquel sentimiento oculto y el rostro de Sila se iluminó, sonriendo con más naturalidad.

– Este año es crucial, Aurelia El día primero del año cumplí cuarenta.

– Aún no eres viejo.

– En ciertos aspectos, sí. Ni siquiera he sido pretor aún y ya sobrepaso un año de la edad habitual.

– Vamos, vamos, no vuelvas a poner cara triste, que no es para tanto. ¡Mira el viejo caballo de Cayo Mario! Su primer consulado a los cincuenta, ocho años más de la edad normal. Si le vieras dispuesto para la carrera de Marte, ¿apostarías por él? ¿Dirías que es el mejor caballo de octubre? Y ya ves, las grandes hazañas las ha hecho con más de cincuenta años.

– Eso es bien cierto -comentó Sila, sintiéndose más animado-. ¿Qué dios venturoso me indujo a venir a verte? Aurelia, eres una buena amiga, y me ayudas mucho.

– Bueno, quizá algún día sea yo quien te pida ayuda.

– No tienes más que decirlo -contestó él, levantando la cabeza y viendo los balcones de los pisos de arriba-. ¡Qué valiente eres! ¿No tienes celosías? ¿Y no abusan de ello?

– Nunca.

Sila se echó a reír con auténtico regocijo.

– No puedo creer que tengas metido en tu delicado puño a toda esta gentuza del Subura.

Ella asintió con la cabeza, sonriente, balanceándose en su mecedora.

– Me gusta esta vida, Lucio Cornelio. Si te digo la verdad, no me importa que Cayo Julio nunca reúna el dinero para comprar una casa en el Palatino. Aquí en el Subura tengo cosas que hacer, soy útil y estoy rodeada de gente muy interesante y de todo tipo. Yo también participo en una carrera, ¿sabes?

– Y aún te queda mucho camino por recorrer -dijo Sila.

– Y a ti -replicó ella.


Por supuesto que Julia sabía que Mario no iba a estarse todo el verano en Cumas, a pesar de que se había manifestado como si no pensase volver a Roma hasta principios de septiembre; en cuanto comenzase a recobrar el equilibrio, estaría ansiando volver a la palestra. Por eso contaba como una bendición los días que pasaba con él en un ambiente campestre, despojado de la toga praetexta y de la coraza militar y entregado a su papel de caballero rural como sus antepasados. Se dedicaron a nadar en la playita a los pies de su magnífica villa, atracándose de ostras, cangrejos, gambas y atún; pasearon por aquellas pobladas colinas entre rosas de embriagador perfume, recibieron pocas visitas y fingieron no estar cuando llegaron otras. Cayo Mario casi se divertía tanto como el pequeño Mario haciendo grotescas muecas imitando a algunos peces. Julia se dijo que nunca había sido tan feliz como durante aquel inolvidable verano en Cumas, contando los días que pasaban.

Pero Mario no regresó a Roma. Sin dolor y de forma insidiosa, el infarto se produjo durante la primera noche del Perro, en agosto. Lo único que notó Mario al despertar por la mañana fue que su almohada estaba húmeda y pensó que había babeado en sueños. Cuando salió a desayunar y se encontró con Julia en la terraza, vio sorprendido que ella le miraba con una expresión desconocida para él.

– ¿Qué sucede? -farfulló, sintiendo la lengua pesada y torpe y una extraña sensación.

– Qué cara tienes… -contestó ella, pálida.

Alzó las manos para tocársela y notó que los dedos de la mano izquierda estaban tan torpes como la lengua.

– ¿Qué me pasa? -inquirió.

– Tienes el lado izquierdo de la cara inerte -dijo ella, ahogando un grito al darse cuenta de lo que significaba-. ¡Oh, Cayo Mario, has sufrido un infarto!

Pero como no sentía dolor ni notaba ninguna alteración, se negó a creerla hasta que Julia le trajo un espejo de plata y se vio reflejado en él. El lado derecho de la cara lo tenía firme y saludable, sin muchas arrugas para un hombre de su edad, pero el lado izquierdo parecía una máscara de cera derritiéndose por la cercanía de una antorcha.

– ¡No siento nada! -exclamó estupefacto-. Ni siquiera en mi cerebro, que es donde se supone que se nota la enfermedad. A mi lengua no le salen bien las palabras, pero mi cabeza las emite como es debido, tú entiendes lo que digo y yo entiendo lo que dices, así que no he perdido la facultad del habla. La mano izquierda me pesa, pero puedo moverla. ¡Y no me duele nada!

Cuando, temblando de ira, se negó a que llamaran a un médico, Julia cedió por temor a agravar el mal con un enfrentamiento y se pasó todo el día vigilándole y cobró ánimos para decirle, en el momento en que le convenció para que se acostase, poco después de anochecer, que la parálisis no había cambiado desde la mañana.

– Seguro que es un buen síntoma -dijo-. Ya irás mejorando. Lo que tienes que hacer es descansar y quedarte aquí más tiempo.

– ¡No puedo! ¡Pensarán que rehúyo el enfrentamiento!

– Si se molestan en venir a visitarte, y estoy segura de que lo harán, se darán cuenta de ello, Cayo Mario. Quieras o no, te quedarás aquí hasta que mejores -dijo Julia en tono autoritario, no habitual en ella-. ¡No me discutas! ¡Sabes que tengo toda la razón! ¿Qué crees que podrás hacer volviendo a Roma en ese estado, si no es sufrir otro infarto?

– Nada -musitó él, dejándose caer sobre la almohada, abatido-. Julia, Julia, ¿cómo puedo recuperarme de esto que más que enfermarme me afea? ¡Tengo que recuperarme! ¡No puedo dejar que me venzan, ahora que hay tanto en juego!

– No te vencerán, Cayo Mario -replicó ella con decisión-. Lo único que te vencerá será la muerte, y de este leve infarto no vas a morir. La parálisis mejorará, y si descansas, haces un poco de ejercicio, comes con moderación, no bebes vino y no te preocupas por lo que pasa en Roma, te recuperarás antes.


* * *

Las lluvias de primavera eran algo desconocido en Sicilia y Cerdeña, y muy escasas en Africa. Pero cuando el trigo había comenzado a espigar, cayeron unas lluvias torrenciales y el agua arruinó la cosecha. Sólo de Africa llegó algo de grano a Puteoli y a Ostia. Con ello, Roma sufría su cuarto año de alto precio en el trigo y una carestía premonitoria de hambre.

El segundo cónsul y flamen martialis, Lucio Valerio Flaco, se encontró con los silos -al pie del Aventino contiguo al puerto de Roma- vacíos y con cantidades exiguas en los graneros privados del Viscus Toscus. Estas exiguas cantidades, dijeron los mercaderes a Flaco y a sus ediles, se venderían a más de cincuenta sestercios por modius de trece libras. Y las familias del proletariado apenas podrían pagar la cuarta parte de aquel precio. No escaseaban otros alimentos más baratos, pero la carestía del trigo hacía subir los precios de todo lo demás debido al aumento del consumo y a la limitada producción. Y los estómagos acostumbrados al buen pan no se contentaban con gachas y nabos, que eran los artículos más socorridos en época de carestía. Los que estaban fuertes y sanos sobrevivían, pero los viejos, los débiles, los niños y los enfermizos solían perecer.

En octubre, el proletariado comenzaba a agitarse y la población de Roma empezó a atemorizarse, porque la perspectiva de convivir con un proletariado sin nada que comer era algo temible. Muchos ciudadanos de la tercera y cuarta clase, para quienes resultaba oneroso comprar un trigo tan caro, comenzaron a hacer acopio de armas para defender sus despensas de las depredaciones de los más necesitados.

Lucio Valerio Flaco se reunió con los ediles curules responsables de la procuraduría de grano por cuenta del Estado y solicitó al Senado fondos suplementarios para comprar grano donde fuese y de la clase que hubiera, cebada, mijo, y trigos de mala calidad. Pero, en el Senado, pocos se preocupaban por la situación. Demasiados años y un profundo distanciamiento de las clases bajas les habían hecho olvidar los últimos disturbios de los proletarios.

Para empeorar las cosas, los dos jóvenes que cubrían el cargo de cuestores del Tesoro romano eran de la clase senatorial más elitista y despiadada y apenas se preocupaban de aquellas masas de proletarios. Al ser elegidos cuestores, los dos solicitaron destino en Roma y declararon que se proponían "contener el inexcusable despilfarro del Tesoro", rotundo modo de decir que no pensaban destinar dinero a los ejércitos con tropas proletarias ni a la subvención de grano para los pobres. El cuestor urbano, y primero, era nada menos que Cepio, hijo del cónsul que había robado el oro de Tolosa en la batalla de Arausio, y el otro, Metelo el joven, hijo del exiliado Metelo el Numídico.

El Senado tenía por costumbre no oponerse a los criterios de los cuestores del Tesoro. Interpelados en la cámara a propósito de cómo andaban las finanzas estatales, tanto Cepio como Metelo respondieron tajantemente que no había dinero para comprar trigo, y que por los desembolsos masivos que se habían efectuado durante una serie de años para pagar y alimentar a los ejércitos de proletarios, el Estado estaba arruinado. Ni la guerra contra Yugurta ni la sostenida contra los germanos habían aportado ingresos suficientes en botines y tributos para equilibrar el saldo negativo de las cuentas de Roma. Eso dijeron los dos cuestores, presentando por mano de los tribunos del erario los libros que lo demostraban. Roma no tenía un denario. Los que no tuvieran dinero para pagar el precio que estaba alcanzando el trigo, tendrían que pasar hambre. Lo lamentaban, pero la situación era así.

A principios de noviembre ya se había difundido por toda Roma la noticia de que no habría grano a la venta por cuenta del Estado a precio módico, porque el Senado se había negado a aprobar los fondos para la adquisición. No era un rumor que hablase de cosechas desastrosas ni de cuestores despechados; simplemente que no habría grano barato.

Inmediatamente comenzó a llenarse el Foro Romano con multitudes de una clase nunca vista, mientras que los habituales concurrentes desaparecían o permanecían discretamente detrás de los recién llegados. Eran muchedumbres de proletarios y de gentes de la quinta clase con cara de pocos amigos. Los senadores y otros magistrados comenzaron a sufrir el abucheo de miles de bocas conforme caminaban por lo que ellos consideraban su propio territorio; pero al principio no se intimidaron gran cosa. Luego, los abucheos se convirtieron en una verdadera lluvia de basura, excrementos, estiércol, fango pestilente del Tíber y cosas podridas. Ante lo cual, el Senado eludió la confrontación suspendiendo sus sesiones y dejando que fuesen banqueros, mercaderes, abogados y tribunos del Tesoro quienes sufrieran solos la afrenta en sus personas.

No sintiéndose lo bastante fuerte para adoptar la iniciativa, el segundo cónsul Flaco dejó correr el asunto, mientras Cepio hijo y Metelo el joven se regocijaban por el éxito de su plan. Si en invierno morían unos cuantos miles de pobres del censo por cabezas, menos bocas habría que alimentar.

Y en ese momento, el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino convocó la Asamblea plebeya y propuso una ley frumentaria: el Estado estaba obligado a adquirir inmediatamente todo el trigo, cebada y mijo de Italia y la Galia itálica y ponerlo a la venta al precio absurdamente módico de un sestercio por modius. Naturalmente, Saturnino no hizo mención alguna de la imposibilidad logística del transporte de mercancías desde la Galia itálica a las regiones al sur de los Apeninos, ni del hecho de que al sur de los Apeninos casi no había grano que comprar. Lo que él quería era la multitud y para ello tenía que situarse ante ella como su único valedor.

La oposición casi no existía dada la ausencia de sesiones del Senado, ya que la carestía de grano afectaba a todos los romanos de categoría inferior a la de los ricos. Toda la cadena de alimentación y sus miembros estaban de parte de Saturnino, igual que la tercera y cuarta clases y hasta muchas centurias de la segunda clase. Ya en la segunda quincena de noviembre toda Roma estaba de parte de Saturnino.

– ¡Si la gente no puede comprar trigo no habrá pan! -gritaba el gremio de molineros y panaderos.

– ¡Si la gente pasa hambre no trabaja bien! -gritaba el gremio de la construcción.

– Si la gente no puede alimentar a sus hijos, ¿qué será de sus esclavos? -tronaba el gremio de los libertos.

– ¡Si la gente tiene que dedicar todo el dinero a comida, no podrá pagar el alquiler! -se lamentaba el gremio de caseros.

– Si la gente pasa tanta hambre que se entrega a asaltar tiendas y puestos de mercados, ¿qué haremos? -se preguntaba el gremio del comercio.

– ¡Si la gente invade las huertas para buscar comida, no podremos producir nada! -clamaba el gremio de hortelanos.

Porque no se trataba de una simple hambruna en la que murieran unos cuantos miles de personas del censo por cabezas. Si el ciudadano medio y el pobre no podían comer, ello repercutía en mil clases de negocios y profesiones. En resumen, que una hambruna era un desastre económico. Pero el Senado no se reunía ni en los templos, fuera del concurrido espacio del Foro, y dejó que Saturnino propusiera una solución, solución basada en una falsa premisa: que había grano para que lo adquiriese el Estado. El, personalmente, pensaba que sí lo había, pues juzgaba que era una crisis totalmente prefabricada, imputable a un pacto entre los padres de la patria del Senado y los capitostes de las empresas abastecedoras de grano.

Los miles de rostros que llenaban el Foro se volvían hacia él como girasoles, y Saturnino, dejándose arrebatar apasionadamente por la fuerza de su oratoria, comenzó a creerse todo lo que vociferaba, a verse apoyado por toda aquella multitud de rostros atentos y a maquinar una nueva modalidad de gobierno. ¿Qué importaba realmente el consulado? ¿Qué importancia podían tener los senadores, cuando la muchedumbre los obligaba a refugiarse en sus casas con las orejas gachas? Con las apuestas en la mesa y los dados a punto de ser arrojados, lo único que importaba era aquella multitud de rostros. Ellos eran el auténtico poder, y los que creían tenerlo, únicamente lo tenían mientras lo permitiese aquella multitud de rostros.

Así que, ¿qué importaba realmente el consulado? ¿Qué podía importar el Senado? ¡Cháchara, humo, nada! No había en Roma ni en sus cercanías tropas, salvo en los centros de reclutamiento de Capua. Los cónsules y el Senado no conservaban el poder sin el respaldo de la fuerza de las armas ni de las masas. El verdadero poder estaba allí en el Foro; allí estaban las masas para respaldar el auténtico poder. ¿Por qué tenía uno que ser cónsul para ser el primer hombre de Roma? ¡No hacía falta! ¿Se había dado cuenta de ello Cayo Graco? ¿O le habían obligado a matarse antes de darse cuenta?

¡Yo seré el primer hombre de Roma!, pensó Saturnino contemplando aquellos miles de rostros. Pero sin ser cónsul; simplemente como tribuno de la plebe. Con el auténtico poder investido a los tribunos de la plebe y no a los cónsules. Si Cayo Mario se hacía elegir cónsul prácticamente a perpetuidad, ¿qué iba a impedir que Lucio Apuleyo Saturnino se hiciera elegir tribuno de la plebe a perpetuidad?

No obstante, Saturnino eligió un día tranquilo para aprobar su ley frumentaria, principalmente porque no había perdido la capacidad para comprender que la oposición a la distribución de grano barato debía seguir pareciendo elitista y arbitraria, y, por consiguiente, no debía haber una gran multitud en el Foro que diera al Senado ocasión de acusar a la Asamblea plebeya de alborotos, desórdenes y violencia, para denunciar la invalidez de la ley. Aún le dolía la segunda ley agraria, la deserción de Cayo Mario y el exilio de Metelo el Numídico; que la ley siguiera inscrita en las tablillas era obra suya, no de Cayo Mario, lo que le convertía en el verdadero artífice de las concesiones de tierras a los veteranos de los ejércitos proletarios.

En noviembre había pocas fiestas, sobre todo fiestas en las que pudiesen reunirse los comicios. Pero la ocasión de disponer de un día tranquilo se le presentó al morir un caballero riquísimo. Sus hijos organizaron unos variados juegos funerarios de gladiadores en su honor, y como escenario de los juegos, en lugar del habitual del Foro, eligieron el Circo Flaminio para evitar las muchedumbres que a diario se congregaban en el Foro.

Cepio hijo echó por tierra los planes de Saturnino. Se convocó la Asamblea de la plebe y los presagios fueron favorables; en el Foro estaban los habituales porque las masas habían acudido al Circo Flaminio y los otros tribunos de la plebe estaban ocupados sacando a suertes el orden de votación de las tribus. Saturnino estaba en la tribuna de los Espolones, exhortando a los grupos de tribus que se iban congregando en la zona de comicios para que le dieran el voto.

Dada la reiterada falta de reuniones del Senado, no se le había ocurrido a Saturnino que hubiese miembros del mismo vigilando los acontecimientos del Foro, salvo sus nueve colegas tribunos de la plebe, quienes, aquellos días, se limitaban a hacer lo que les decía. Pero había algunos senadores que sentían tanto desprecio como el propio Saturnino por la cobarde actitud de la cámara. Eran todos gente joven, en el año de la cuestura o con dos años más, y todos con aliados entre los hijos de senadores y de caballeros de la primera clase; gente aun demasiado joven para ingresar en el Senado y ocupar puestos de responsabilidad en las empresas paternas. Se reunían en grupos en sus casas y eran Cepio hijo y Metelo el joven quienes los animaban, contando con un consejero de confianza de más edad, que estructuraba lo que de otro modo no habría pasado de ser una simple serie de exaltadas discusiones producto de un excesivo consumo de vino.

Este consejero no tardó en convertirse en una especie de ídolo, pues poseía las cualidades que tanto admiran los jóvenes: era audaz, intrépido, flemático, sofisticado, tenía fama de vividor y mujeriego, era muy inteligente, tenía estilo y un impresionante historial militar. Se llamaba Lucio Cornelio Sila.

Hallándose Mario enfermo en Cumas desde un tiempo que ya parecían meses, Sila se había dedicado a observar los acontecimientos de Roma de un modo que Publio Rutilio Rufo, por ejemplo, jamás habría podido imaginar. Los motivos de Sila no dimanaban exclusivamente de su lealtad a Mario. Después de su conversación con Aurelia, había examinado objetivamente sus perspectivas de ingresar en el Senado, llegando a la conclusión de que Aurelia tenía razón: él, igual que Cayo Mario, sería lo que un hortelano llamaría fruta tardía. En cuyo caso no tenía objeto que se buscase amistades y alianzas entre los senadores de más edad que él. Escauro, por ejemplo, le resultaba inútil. ¡Y qué adecuada fue esa decisión en concreto! Eso le mantendría alejado de la deliciosa esposa del príncipe del Senado, ya madre de la niña Emilia Escaura. Al recibir la noticia de que Escauro era padre de una niña, Sila había sentido un auténtico arrebato de placer. Bien se lo merecía aquel chivo rijoso.

Pensando en salvaguardar su propio futuro político a la vez que conservaba a Mario, Sila se dedicó a cortejar a la generación senatorial más joven, centrándose en los más maleables, más influenciables, menos inteligentes y más acaudalados de las principales familias, o en los tan engreídos que fácilmente sucumbían a sus sutiles halagos. Sus primeros objetivos fueron Cepio hijo y Metelo el joven; Cepio porque era un patricio obtuso muy relacionado con jóvenes como Marco Livio Druso (a quien Sila ni por un momento pensó en cortejar), y Metelo el joven porque estaba al tanto de lo que sucedía en los ambientes de los boni. Nadie mejor que Sila sabía cómo cortejar a los jóvenes, pese a que sus propósitos no encerrasen ninguna intención sexual, y no tardó en tener una buena audiencia, adoptando un acercamiento con un matiz de complacencia por sus juveniles actitudes, como si insinuara que fuese a cambiar de idea y tomarlos en serio. Tampoco eran adolescentes; los mayores tenían sólo siete u ocho años menos que él y el más joven quince o dieciséis menos. Es decir, lo bastante mayores para considerarse formados y lo bastante jóvenes para que Sila los desconcertara; un núcleo de seguidores senatoriales que con el tiempo sería de gran utilidad para un hombre dispuesto a ser cónsul.

En aquel momento, la principal preocupación de Sila era Saturnino, a quien llevaba observando muy de cerca desde que las primeras multitudes comenzaran a congregarse en el Foro y se iniciaran los primeros acosos a los dignatarios togados. Que la lex Appuleia frumentaria hubiese sido aprobada o no, no le preocupaba a Sila; lo que hacía falta, pensó, es que a Saturnino se le demostrara que no iba a salirse con la suya.

Cuando unos cincuenta jóvenes de buena familia se reunieron en casa de Metelo el joven la víspera del dia en que Saturnino pensaba aprobar la ley frumentaria, Sila se mantuvo callado y escuchó lo que decían, adoptando un aire de indolente regocijo, hasta que Cepio hijo se volvió hacia él y le preguntó qué le parecía que debían hacer.

Su aspecto era magnífico, con aquel pelo rojo dorado, cortado para dar mayor relieve a las ondas, y su impecable cutis blanco, con cejas y pestañas oscuras (no sabían ellos que se las perfilaba con stibium porque de lo contrario no se veían) en contraste, y aquellos ojos glaciales tan obsesionantes como los de un gato.

– Creo que todo lo que decís es agua de borrajas -contestó.

Metelo el Meneitos hijo se había criado en el criterio de que Sila era el simple peón de Mario, y, como buen romano, nada tenía contra alguien que perteneciese a una facción; imaginaba que no se le podía desvincular de la misma.

– No es que sea agua de borrajas, es que no sabemos cuál es la táctica adecuada -graznó sin tartamudear.

– ¿Os importa cierta violencia? -inquirió Sila.

– No si es para defender el derecho del Senado a decidir cómo ha de gastarse el dinero público de Roma -contestó Cepio hijo.

– Pues de eso se trata -dijo Sila-. Al pueblo nunca se le ha concedido el derecho a gastar el dinero de Roma. Que el pueblo haga las leyes, eso no lo cuestionamos, pero es el Senado el que ostenta el derecho a denegar los fondos. Si nos despojan de nuestro derecho a apretar las correas de la bolsa, no tendremos poder alguno. El dinero es el único medio por el que podemos convertir en impotentes las leyes del pueblo cuando no estemos de acuerdo con ellas. Así nos enfrentamos a las leyes frumentarias de Cayo Graco.

– No podremos impedir que el Senado vote los fondos cuando se apruebe la ley -dijo Metelo hijo sin tartamudear, porque entre sus íntimos nunca lo hacía.

– ¡Claro que no! -dijo Sila-. Ni tampoco podremos impedir que la aprueben. Pero, de todos modos, podemos demostrar a Lucio Apuleyo algo de nuestra fuerza.

Así, mientras Saturnino arengaba a sus electores a que votasen debidamente la lex Appuleia frumentaria, con la muchedumbre en el Circo Flaminio y desarrollándose la votación tan rigurosamente como cualquier consular habría podido exigir, Cepio hijo encabezaba un grupo de unos doscientos partidarios hacia el bajo Foro Romano. Armados con bastones y palos de madera, la mayoría eran musculosos individuos de papada caída, indicio de ser ex gladiadores reducidos a la condición de alquilar sus servicios para una tarea que requiriese fuerza o capacidad para ser peligrosos. Aunque los cincuenta habían estado en casa de Metelo el Meneitos hijo la noche anterior, era Cepio hijo quien los dirigía. Lucio Cornelio Sila no iba con ellos.

Saturnino se encogió de hombros y miró impasible cómo el grupo cruzaba el Foro, se volvió hacia la saepta y desconvocó la asamblea.

– ¡No habrá cabezas rotas por mi culpa! -gritó a los electores, que se dispersaron alarmados-. ¡Id a casa y volved mañana! ¡Mañana aprobaremos la ley!

Al día siguiente, el censo por cabezas volvía a la zona de comicios, ningún grupo de matones senatoriales se presentó a disolver la asamblea y la ley fue aprobada.

– Lo único que pretendía hacer, redomado imbécil -dijo Saturnino a Cepio hijo cuando se encontraron en el templo de Júpiter optimus Maximus en el que Valerio Flaco había considerado que los padres conscriptos estarían a salvo de la muchedumbre mientras trataban de la financiación de la lex Appuleia frumentaria, era aprobar una ley en una asamblea legalmente convocada. No había multitudes y el ambiente era pacífico; y los presagios, impecables. ¿Y qué sucede? Vos y vuestros amigos cretinos irrumpís dispuestos a romper unas cuantas cabezas. -Se volvió hacia los grupos de senadores que había cerca-. ¡No me reprochéis que la ley tuviera que ser aprobada en medio de veinte mil proletarios! ¡Reprochádselo a este loco!

– ¡Este loco lo que se reprocha es no haber utilizado la fuerza, que es lo que cuenta! -exclamó Cepio hijo-. ¡Tendría que haberos matado, Lucio Apuleyo!

– Gracias por decirlo en presencia de estos testigos imparciales -dijo Saturnino sonriendo-. Quinto Servilio Cepio hijo, os acuso formalmente de traición menor por intentar obstruir las funciones de un tribuno de la plebe y por amenazar la sacrosanta persona de un tribuno.

– Cabalgáis un caballo desbocado, Lucio Apuleyo -terció Sila-. ¡Bajad de él antes de que os derribe!

– Acabo de presentar una acusación formal contra Quinto Servilio, padres conscriptos -replicó Saturnino, haciendo caso omiso de Sila-, pero es asunto del que se encargará el tribunal de traiciones. Hoy he venido a pedir fondos.

Pese a la seguridad del templo, sólo habría unos ochenta senadores y ninguno de ellos importante. Saturnino los miró con desdén.

– Quiero fondos para comprar grano para el pueblo de Roma -continuó-. Si no los hay en el Tesoro, sugiero que busquéis el modo de que os los presten. ¡Porque tendré esos fondos!

Saturnino consiguió el dinero. Congestionado y en medio de protestas, al cuestor urbano Cepio hijo se le ordenó acuñar moneda urgentemente de una reserva de lingotes de plata del templo de Ope y pagar el trigo sin más.

– Nos veremos ante el tribunal -dijo Saturnino con voz tranquila a Cepio hijo al final de la sesión-, porque me concederé el gran placer de acusaros personalmente.

Pero en esto se extralimitó, porque los caballeros jurados le tomaron aversión y se predispusieron a favor de Cepio hijo, cuando la propia Fortuna mostró que también ella le favorecía: en pleno discurso de la defensa llegó una carta urgente de Esmirna anunciando que su padre Quinto Servilio Cepio acababa de morir, con el inapreciable consuelo de su oro. Cepio hijo lloró amargamente, el jurado se conmovió y le absolvió.

Había llegado la fecha de las elecciones, pero nadie quería celebrarlas porque aún seguía congregándose la multitud a diario en el Foro, y los silos seguían vacíos. El segundo cónsul Flaco persistió en que las elecciones se aplazasen hasta que el tiempo demostrase que Cayo Mario era incapaz de presidirlas. Sacerdote de Marte, Lucio Valerio Flaco tenía muy poco de marcial para poner en peligro su vida presidiendo unas elecciones en aquellas circunstancias.


Marco Antonio Orator había logrado grandes éxitos en su campaña de tres años contra los piratas de Cilicia y Panfilia, concluyéndola con buen estilo desde su cuartel general en la cosmopolita y culta ciudad de Atenas. Allí se le había reunido su buen amigo Cayo Memio, quien, a su regreso a Roma después de ser gobernador de Macedonia, se había visto procesado por la estafa del trigo ante el tribunal de exacciones de Glaucia junto con Cayo Flavio Fimbria, su compinche. Este había resultado abrumadoramente culpable, pero Memio tuvo la suerte de ser declarado culpable por un voto de diferencia y eligió Atenas para exiliarse, dado que su amigo Antonio llevaba allí mucho tiempo y necesitaba su apoyo para apelar al Senado contra la sentencia. Que pudiese costearse los gastos de tan costoso recurso se debió a pura casualidad; siendo gobernador de Macedonia, se había prácticamente topado con oro por valor de cien talentos, escondido en un pueblo tomado a los escordiscos. Igual que Cepio en Tolosa, Memio no sintió necesidad alguna de compartir el oro con nadie y se quedó con él, hasta que puso una parte en las manos abiertas de Antonio en Atenas. Pocos meses después le llamaban de Roma y recuperaba su silla de senador.

Como la guerra contra los piratas estaba prácticamente acabada, Cayo Memio aguardó en Atenas a que llegara el momento de que Marco Antonio Orator tuviera que regresar a Roma. Su amistad había dado frutos y juntos formaron equipo para presentarse a las elecciones consulares.

A fines de noviembre Antonio acampó con su pequeño ejército en los terrenos vacíos del Campo de Marte y exigió un triunfo, que el Senado -reunido sin peligro en el templo de Belona para tratar el asunto- le concedió complacido. Sin embargo, se comunicó a Antonio que su triunfo debía aplazarse hasta después del décimo día de diciembre por no haberse celebrado aún las elecciones tribunicias y hallarse todavía el Foro invadido por las multitudes de proletarios. Esperaban que las elecciones se celebrasen y el nuevo colegio asumiera el cargo el décimo día de diciembre, pero un desfile triunfal, tal como estaban los ánimos en Roma, quedaba descartado.

Antonio comenzó a recelar la imposibilidad de presentarse a las elecciones consulares, pues hasta que se celebrase su triunfo tenía que permanecer fuera del pomerium, límite sagrado de la ciudad. Conservaba su imperium, pero esto le situaba en la misma posición que los reyes extranjeros que no podían entrar en Roma. Y si no podía entrar en la ciudad, no podía proclamarse candidato a las elecciones consulares.

No obstante, sus éxitos en la guerra le habían hecho muy popular entre los mercaderes de trigo y otros comerciantes, ya que el tráfico en el Mediterráneo era más seguro y previsible que cincuenta años antes. Si podía presentarse a las elecciones, tenía grandes posibilidades de ser elegido primer cónsul, incluso frente a Cayo Mario. Y, pese a su participación en la estafa del trigo, las posibilidades de Cayo Memio tampoco eran malas porque había sido un intrépido enemigo de los partidarios de Yugurta y se había enfrentado encarnizadamente a Cepio cuando devolvió el tribunal de extorsiones al Senado. Eran, como había comentado Catulo César a Escauro, príncipe del Senado, una pareja tan aceptable para los caballeros que constituían la mayoría de la primera y segunda clase, como para los boni, y ambos infinitamente preferibles a Cayo Mario. Porque, evidentemente, todos esperaban que Cayo Mario apareciese en Roma en el último momento, dispuesto a presentarse candidato a su séptimo consulado. Lo del infarto estaba comprobado, pero no parecía haberle incapacitado notablemente, y los que habían ido a Cumas a verle, habían vuelto convencidos de que no había afectado para nada a sus facultades mentales. A nadie le cabía la menor duda de que Mario fuese a presentarse como candidato.

La idea de presentar al electorado un par de candidatos deseosos de trabajar en equipo atraía enormemente a los padres de la patria; con Antonio y Memio juntos cabía la posibilidad de arrebatarle a Mario la silla curul. Pero el inconveniente estaba en que Antonio se negaba a renunciar a su triunfo en beneficio del consulado, cediendo el imperium para cruzar el pomerium y declararse candidato.

– Puedo presentarme al consulado el año que viene -dijo cuando Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, vinieron a verle al Campo de Marte-. El triunfo es más importante… Seguramente no volveré a participar en mi vida en una guerra importante.

Y no hubo manera de sacarle de ahí.

– De acuerdo -dijo Escauro a Catulo César al salir, abatidos, del campamento de Antonio-, tendremos que flexibilizar un poco las reglas. Cayo Mario no ha parado mientes quebrantándolas, ¿por qué nosotros vamos a ser tan escrupulosos con lo que hay en juego?

Pero fue Catulo César quien propuso la solución a la cámara, reuniendo suficientes senadores para que hubiese consenso en otro lugar seguro, el templo de Júpiter Stator, cerca del Circo Flaminio.

– Vivimos tiempos difíciles -dijo Catulo César-. Normalmente todos los candidatos a las magistraturas curules deben presentarse ante el Senado y el pueblo en el Foro para declarar su candidatura. Lamentablemente, la carestía del trigo y las continuas manifestaciones en el Foro lo inhabilitan como lugar de reunión. Solicito humildemente a los padres conscriptos el cambio de ubicación del tribunal de presentación de los candidatos, ¡únicamente por este año excepcional!, y que se efectúe una convocatoria excepcional de la asamblea centuriada en la saepta del Campo de Marte. ¡Algo hay que hacer para celebrar las elecciones! Si trasladamos la ceremonia de los candidatos curules a la saepta, algo es algo y así podremos cumplir el requisito de un lapso entre la presentación de candidatos y las elecciones. Sería además una deferencia hacia Marco Antonio, que quiere ser candidato al consulado y no puede cruzar el pomerium sin renunciar a su triunfo, y no puede celebrarlo por los disturbios causados por la hambruna. Esperemos que la muchedumbre vuelva a sus casas después de que se elijan a los tribunos de la plebe y éstos ocupen sus cargos. Así Marco Antonio podrá celebrar el triunfo en cuanto asuma el cargo el nuevo colegio y luego celebramos las elecciones curules.

– ¿Por qué estáis tan seguro de que la multitud volverá a sus casas después de que el colegio de tribunos de la plebe asuma el cargo, Quinto Lutacio? -inquirió Saturnino.

– ¡Yo diría que nadie más adecuado para contestar a eso, Lucio Apuleyo! -espetó Catulo César-. ¡Porque sois vos quien la atraéis al Foro, vos quien la arengáis con promesas que ni vos ni esta augusta cámara pueden cumplir! ¿Cómo vamos a comprar un trigo que no existe?

– Aun después de concluir mi mandato, seguiré hablando a la multitud -replicó Saturnino.

– No lo haréis -exclamó Catulo César-. ¡Cuando volváis a ser un privatus, Lucio Apuleyo, aunque tarde un mes y me hagan falta cien hombres, encontraré alguna ley escrita en las tablillas o algún precedente por el que se considere ilegal que habléis desde la tribuna ni de ningún sitio del Foro!

Saturnino se echó a reír a carcajadas interminables, sin que nadie creyese que la cosa realmente le divirtiera.

– ¡Podéis rebuscar en vuestro corazón, Quinto Lutacio! Es igual. ¡No voy a ser un privatus cuando concluya el año del cargo de tribuno, porque volveré a ser tribuno de la plebe! ¡Sí, voy a seguir el ejemplo de Cayo Mario y sin impedimentos legales para que claméis por mi cabeza! ¡No hay nada que impida ser tribuno de la plebe varias veces seguidas!

– Hay costumbres y tradiciones -terció Escauro-, suficientes para impedir a todos, salvo a vos y a Cayo Graco, presentarse a un tercer mandato. Y debíais recordar lo que le sucedió a Cayo Graco, que murió en el bosque Furrina en compañía de un solo esclavo.

– Yo tendré mejor compañía -replicó Saturnino-. Los de Picenum nos mantenemos unidos, ¿no es cierto, Tito Labieno?, ¿no es cierto, Cayo Saufeio? ¡No os desharéis tan fácilmente de nosotros!

– No tentéis a los dioses -dijo Escauro-; siempre responden al desafío de los mortales.

– ¡No me asustan los dioses, Marco Emilio! Los dioses están de mi parte -replicó Saturnino, abandonando la sesión.

– Yo ya le dije que cabalga en un caballo desbocado, camino de la caída -dijo Sila, al pasar junto a Escauro y Catulo César.

– Y él -dijo Catulo César a Escauro cuando Sila ya no podía oírlos.

– Y la mitad del Senado, si pudiéramos saberlo -añadió Escauro, dirigiendo una mirada en derredor-. ¡Quinto Lutacio, qué bonito es este templo! Un buen mérito a la memoria de Metelo el Macedónico. Pero hoy ha sido un triste escenario con la ausencia de Metelo el Numídico. Vamos -dijo más animado, tras encogerse de hombros-, vamos a dar alcance a nuestro estimado segundo cónsul antes de que se encierre en lo más recóndito de su morada. Que haga el sacrificio a Marte y a Júpiter Optimus Maximus, si es que podemos, de suovetaurilia blancos para propiciar la aprobación divina de celebrar la ceremonia de la candidatura consular en el Campo de Marte.

– ¿Quién va a firmar la factura de una vaca blanca, un cerdo blanco y una oveja blanca? -inquirió Catulo César acercándose a ellos-. Los cuestores del Tesoro van a chillar más que las víctimas propiciatorias.

– Bah, yo creo que puede pagar el conejo blanco de Lucio Valerio, que tiene acceso a Marte -contestó sonriente Escauro.


El último día de noviembre llegó un mensaje de Cayo Mario convocando reunión del Senado al día siguiente en la Curia Hostilia. En esta ocasión, la agitación del Foro no impidió que los padres conscriptos acudieran a la sesión, porque todos estaban deseando ver cómo se encontraba Mario. La cámara estaba al pleno y los senadores se personaron antes del alba en las calendas de diciembre para llegar antes que él, haciéndose toda clase de especulaciones mientras aguardaban su aparición.

Fue el último en entrar. La misma estatura, los mismos anchos hombros, altivo como nunca; nada en su paso denotaba la invalidez, y su mano izquierda recogía con toda normalidad los pliegues de su toga bordada de púrpura. Si, pero lo llevaba escrito en su cara: el lado derecho, con su ceja característica, pero el izquierdo, un remedo lamentable.

Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, comenzó a aplaudir; la primera palmada resonó en la vieja bóveda de vigas y murió en el tosco vientre de placas de terracota que formaban el techo. Uno tras otro se fueron sumando los padres conscriptos, de forma que cuando Mario llegaba a su silla curul toda la cámara era un aplauso. No sonreía, pues habría sido acentuar a tal extremo la asimetría de payaso del rostro, que cada vez que lo hacía veía asomar lágrimas a los ojos de quien le contemplaba, fuese Julia o Sila. Se limitó a permanecer de pie junto a la silla de marfil, haciendo majestuosas reverencias hasta que cesó la ovación.

Escauro se puso en pie, esgrimiendo una amplia sonrisa.

– ¡Cayo Mario, nos alegramos de veros! Esta cámara ha estado estos últimos meses apagada como un día de lluvia. Como portavoz, me complazco en daros la bienvenida.

– Os doy las gracias, príncipe del Senado, padres conscriptos, colegas magistrados -respondió Mario con voz clara y sin farfullar. Pese a su continencia, una leve sonrisa levantó el lado derecho de su boca, mientras el izquierdo permanecía tristemente caído-. Si para vosotros es un placer darme la bienvenida, para mí constituye aún mayor placer volver a estar en Roma. Como veis, he estado enfermo. -Lanzó un profundo suspiro que todos oyeron, mientras él sentía un temblor de tristeza recorrerle medio cuerpo-. Aunque la enfermedad ya ha pasado, quedan las secuelas. Por eso, antes de abrir la sesión y disponernos a tratar los asuntos que parecen requerir nuestra más acuciante atención, quiero manifestar algo. No voy a tratar de ser reelegido cónsul por dos razones: primera, porque las circunstancias excepcionales a que se enfrentaba el Estado, y que hicieron que se me concediera el honor sin precedentes de tantos consulados sucesivos, ya han desaparecido definitivamente. La segunda, porque no considero que mi salud me permita desempeñar debidamente mis funciones. Es evidente la responsabilidad que me atañe por el caos actual de Roma. De haber estado yo aquí, la presencia del primer cónsul habría paliado la situación. Por eso hay un primer cónsul. No es que acuse a Lucio Valerio, a Marco Emilio ni a ningún miembro de esta cámara. Pero es el primer cónsul quien debe dirigir y a mi me ha sido imposible. Eso me ha servido para darme cuenta de que no debo intentar la reelección. Que el cargo de primer cónsul lo ocupe un hombre sano.

Nadie decía una palabra. Nadie se movía. Si su cara torcida había corroborado los rumores, la perplejidad que ahora se apoderaba de todos era prueba del ascendiente que se había ganado sobre ellos durante aquellos cinco años. ¿Un Senado sin Cayo Mario en la silla curul? ¡Impensable!

Incluso Escauro, príncipe del Senado, y Catulo César estaban estupefactos.

En aquel momento se oyó una voz procedente de las sillas a espaldas de Escauro.

– Bi… bi… bien. Ahora mi pa… pa… dre pu… pu… ede volver -dijo Metelo.

– Os doy las gracias por el cumplido, joven Metelo -dijo Mario mirándole a la cara-. Inferís que es sólo por culpa mia por lo que vuestro padre está exiliado en Rodas, pero no es así, ¿sabéis? Es la ley la que mantiene a Quinto Cecilio el Numídico en el exilio. ¡Y conmino a todos los miembros de esta augusta cámara a recordarlo! ¡Porque yo no sea cónsul no se derogarán decretos, plebiscitos ni leyes!

– ¡Qué estúpido! -musitó Escauro a Catulo César-. Si no hubiese dicho eso, habríamos podido traer bajo cuerda a Quinto Cecilio a primeros del año que viene, pero ahora no lo consentirán. Creo que ya es hora de que el joven Metelo tenga un apodo.

– ¿Cuál? -inquirió Catulo César.

– Pi… pi… pío -contestó Escauro con sorna-. ¡Metelo el Pío, que sólo anhela que su tata vuelva a casa!

Fue extraordinario ver cómo la cámara se ponía manos a la obra ahora que Mario ocupaba la silla curul; era extraordinaria aquella sensación de bienestar que impregnaba a los miembros del Senado, como si, de pronto, ya no importase tanto la muchedumbre de afuera.

Informado del cambio efectuado para la presentación de los candidatos curules, Mario se limitó a dar su consentimiento con una inclinación de cabeza y ordenar a Saturnino que convocase a la Asamblea plebeya para elegir algunos magistrados, ya que hasta que éstos no estuvieran nombrados no se podían elegir otros.

Tras lo cual, Mario se volvió hacia Cayo Servilio Glaucia, que estaba sentado a su espalda y a la izquierda, en su silla de pretor urbano.

– Me ha llegado el rumor, Cayo Servilio -le dijo- de que tratáis de acceder al consulado sobre la base de ciertos epígrafes nulos que supuestamente habéis encontrado en la lex Villia. Os ruego que no lo hagáis. La lex Villia annalis estipula inequívocamente que el candidato debe esperar dos años entre el final de su pretorado y el consulado.

– ¡Quién fue a hablar! -replicó Glaucia, atónito, conteniendo un grito al encontrarse con tal oposición en un sector senatorial en el que esperaba haber encontrado apoyo-. ¿Cómo podéis tener el cinismo, Cayo Mario, de acusarme de intentar violar la lex Villia, cuando vos la habéis transgredido de hecho cinco años seguidos? ¡Si la lex Villia es válida, hay que añadir que inequívocamente estipula que nadie que haya sido cónsul puede aspirar al cargo hasta haber transcurrido un plazo de diez años!

– Yo no busqué el consulado después de la primera vez, Cayo Servilio -contestó Mario sin levantar la voz-. Se me concedió, ¡y tres veces in absentia!, a causa de los germanos. Cuando se produce una situación excepcional quedan en suspenso toda clase de costumbres, ¡hasta las leyes! Pero una vez que el peligro ha pasado, todas esas medidas extraordinarias deben cesar.

– ¡Ja, ja, ja! -se oyó decir a Metelo el Meneitos hijo desde la parte de atrás, en perfecta consonancia con su defecto oral.

– Ha llegado la paz, padres conscriptos -añadió Mario como si nadie hubiese intervenido-, y por consiguiente debemos reanudar el proceso normal de un gobierno normal. Cayo Servilio, la ley os prohibe ser candidato al consulado, y como presidente oficial de las elecciones no aceptaré vuestra candidatura. Os ruego que lo toméis como una sincera advertencia y que renunciéis a esa idea porque está fuera de lugar. Roma necesita legisladores de vuestro talento, y no se pueden hacer las leyes si se violan.

– ¡Te lo dije! -terció Saturnino con voz audible.

– No puede impedírmelo ni él ni nadie -replicó Glaucia con voz que todos oyeron.

– Te lo impedirá -añadió Saturnino.

– En cuanto a vos, Lucio Apuleyo -dijo Mario, volviéndose hacia el banco de los tribunos-, me ha llegado el rumor de que pensáis ser por tercera vez tribuno de la plebe. Bien, eso no va contra la ley y no puedo impedíroslo, pero si que puedo pediros que desechéis la idea. No deis una nueva interpretación al sentido de la palabra "demagogo". Lo que habéis hecho estos últimos meses no es la habitual tarea política de un miembro del Senado de Roma. Con el acervo de leyes y la ingente habilidad que hemos alcanzado para hacer funcionar los dientes y ruedas del gobierno en interés de Roma, no hay necesidad de explotar la simpleza política del populacho. Son gentes incautas que no debemos corromper y es nuestro deber cuidarlos sin utilizarlos para alcanzar nuestros propósitos políticos.

– ¿Habéis terminado? -inquirió Saturnino.

– De momento, sí, Lucio Apuleyo.

Y tal como lo había dicho, podía interpretarse de muchas maneras.


Bien, ya estaba hecho, pensó mientras regresaba a casa con un laborioso paso que había adoptado para disimular la leve tendencia a arrastrar el pie izquierdo. Qué extraños y horribles habían sido aquellos meses en Cumas, escondiéndose de la gente por no poder soportar su espanto, su compasión y su maligna satisfacción. Pero los más insoportables eran los que, por su cariño, sentían pena, como Publio Rutilio. La dulce y cariñosa Julia se había convertido en una déspota irreductible que prohibía a todos, Publio Rutilio incluido, pronunciar una sola palabra de política o de asuntos públicos. No se había enterado de la falta de trigo, no se había enterado de las zalemas de Saturnino con las masas; su vida había quedado reducida a un austero régimen de dieta, ejercicio y lectura de los clásicos. En lugar de un buen trozo de tocino con pan frito, había tenido que alimentarse a base de sandía, porque Julia decía que depuraba los riñones; en lugar de ir a la Curia Hostilia, había dado paseos por Baiae y Misenum; en lugar de leer los informes senatoriales y los despachos provinciales, se había enfrascado en Isócrates, Herodoto y Tucídides, para acabar por no creer a ninguno, porque no le parecían hombres de acción, sino simples eruditos.

Pero había dado resultado. Y poco a poco fue mejorando. Aunque nunca más volvería a ser el mismo; nunca más podría mover el lado izquierdo de la boca; nunca más podría disimular el hecho de que estaba cansado. El traidor que albergaba su cuerpo le había marcado a los ojos de los demás. Fue esto lo que finalmente le impulsó a rebelarse. Y Julia, que no salía de su asombro por lo dócil que se había mostrado, cedió inmediatamente. Por eso había mandado llamar a Publio Rutilio y había vuelto a Roma a recomponerlo todo lo mejor posible.

Desde luego sabía que Saturnino se mantendría retirado, pero se había sentido obligado a hacerle la advertencia. En cuanto a Glaucia, no consentiría que le eligieran; por ese lado no había que preocuparse. Ahora, al menos, podrían celebrarse las elecciones una vez que los tribunos de la plebe asumieran el cargo el día anterior a los Nones y los cuestores en los Nones. Eran elecciones problemáticas porque había que celebrarlas en la zona de comicios del Foro, en donde se arremolinaba a diario la multitud, gritando obscenidades y arrojando porquerías a los togados, esgrimiendo el puño, mientras escuchaban arrobados a Saturnino.

No, a Cayo Mario no le habían abucheado ni silbado. Él había cruzado aquella multitud camino de su casa después de la memorable sesión, y había sentido su cálido afecto. Nadie de condición inferior a los de la segunda clase miraría con desaire a Cayo Mario: él era un héroe como los hermanos Graco. Y había quienes al ver su rostro lloraban por los estragos de la enfermedad; y quienes nunca le habían visto en persona y pensaban que siempre había tenido aquella cara, que aún le admiraban más. Pero nadie se atrevía a tocarle y todos se apartaban para dejarle paso, mientras él caminaba orgulloso y modesto a la vez, llegándoles al corazón y a la mente. Era una comunión muda. Saturnino le observaba pensativo desde la tribuna de los Espolones.

– La masa es un fenómeno pavoroso, ¿no es cierto? -dijo Sila a Mario aquella noche mientras cenaban con Publio Rutilio Rufo yJulia.

– Es el signo de los tiempos -comentó Rutilio.

– Es signo de que los hemos decepcionado -añadió Mario frunciendo el entrecejo-. Roma necesita un descanso. Desde la época de Cayo Graco no hemos cesado de encontrarnos con algún tipo de grave dificultad: Yugurta, los germanos, los escordiscos, el descontento de los itálicos, las sublevaciones de esclavos, piratas, carestía del trigo… la lista es interminable. Necesitamos un respiro, cierto tiempo para dedicarlo a Roma y olvidarnos de nosotros. Esperemos que así sea. Al menos cuando mejore el abastecimiento de grano.

– Tengo un recado de Aurelia -dijo Sila.

Mario, Julia y Rutilio Rufo se volvieron, mirándole curiosos.

– ¿Es que la ves, Lucio Cornelio? -inquirió Rutilio Rufo en su papel de celoso tio.

– ¡No os pongáis paternalista, Publio Rutilio, no hay necesidad! Sí, la veo de vez en cuando. Necesita alguien que comprenda su situación y por eso voy a verla. Ella está vinculada al Subura, que es también mi mundo -dijo con toda naturalidad-. Conservo amigos allí, así que ir a verla me viene de paso como quien dice.

– ¡Oh, habría debido de invitarla! -exclamó Julia, consternada por su descuido-. Nos olvidamos de ella sin darnos cuenta.

– Ella se hace cargo -dijo Sila-. No me malinterpretéis, pero a ella le gusta su mundo; aunque le complace estar al tanto de lo que sucede en el Foro y de eso me encargo yo. Vos sois su tío, Publio Rutilio, y es lógico que le ocultéis los problemas, mientras que yo se lo cuento todo. Es sumamente inteligente.

– ¿Cuál es el recado? -inquirió Mario.

– Es de su amigo Lucio Decumio, el hombrecillo encargado del colegio de la encrucijada en su ínsula, y dice algo así como que si creéis que el Foro lo invade la multitud, aún no habéis visto nada. El día de las elecciones tribunicias el mar de rostros se convertirá en un océano.


Lucio Decumio tenía razón. Al salir el sol, Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila se encaminaron al Arx capitolino y se acodaron en la barandilla del acantilado de la Lautumiae para contemplar el Foro Romano a sus pies. Era un verdadero océano de gentes apiñadas, desde el Clivus Capitolinus hasta el Velia. Era una muchedumbre tranquila, siniestra, amenazadora e impresionante.

– ¿Por qué? -exclamó Mario.

– Según Lucio Decumio, para que se note su presencia. Se van a reunir los comicios para elegir a los nuevos tribunos de la plebe, han oído que Saturnino va a presentarse y piensan que es su mejor oportunidad para llenar el estómago. La hambruna apenas ha empezado, Cayo Mario, y no quieren pasar hambre -contestó Sila con voz monocorde.

– ¡Pero no pueden influir en el resultado de una elección efectuada por las tribus, de igual modo que tampoco en las elecciones centuriadas! Casi todos deben pertenecer a las cuatro tribus urbanas.

– Cierto. Y no habrá muchos electores de las treinta y una tribus rurales, aparte de los que viven en Roma -dijo Sila-. Hoy no hay ambiente festivo para atraer a votantes rurales, así que, en realidad, votarán un puñado de esos que vemos. Y lo saben; pero no han venido a votar. Han venido para hacernos saber que están ahí.

– ¿Es idea de Saturnino? -inquirió Mario.

– No. La multitud que le sigue es la que viste en las calendas y todos los días siguientes. Los cagones y meones, los llamo yo. Escoria, miembros de los colegios de encrucijadas, ex gladiadores, ladrones y descontentos, tenderos crédulos que padecen de falta de dinero, libertos hartos de rebajarse ante sus antiguos amos y muchos que creen que pueden ganarse un par de denarios manteniendo a Lucio Apuleyo en el cargo de tribuno de la plebe.

– En realidad son más -dijo Mario-. Son los devotos seguidores del que desde la tribuna se los ha tomado en serio por primera vez -dijo Mario, echando el peso del cuerpo sobre el inválido pie izquierdo-. Pero los que han acudido hoy no son seguidores de Lucio Apuleyo Saturnino, no son seguidores de nadie. ¡Por los dioses, no había tantos cimbros en el campo de Vercellae! Y no tengo ejército, sino una simple toga bordada de púrpura. Disuasoria idea.

– Lo es, en efecto -añadió Sila.

– Aunque, no se… Quizá mi toga bordada de púrpura sea todo lo que el ejército necesita. De repente, Lucio Cornelio, estoy viendo a Roma bajo una luz totalmente distinta. Hoy la gente ha acudido al Foro para que la veamos; pero todos los días andan por la ciudad ocupándose de sus asuntos y en cuestión de una hora pueden congregarse ahí para que los veamos. ¿Y creemos gobernarlos?

– Y lo hacemos, Cayo Mario. Ellos son incapaces de gobernarse. Se dejan gobernar. Pero Cayo Graco les dio pan barato y los ediles les ofrecen buenos juegos y espectáculos. Y ahora llega Saturnino y les promete pan barato en plena hambruna; no puede cumplir su promesa y empiezan a sospecharlo. Que es el motivo por el que han venido para que los veamos durante sus elecciones -dijo Sila.

– Son un toro gigante pero apacible -añadió Mario, que había dado con aquella metáfora-. Viene a ti cuando te ve con un cubo en la mano, porque lo que le interesa es el alimento que hay en él, pero cuando descubre que el cubo está vacío, no se revuelve rabioso a cornearte, sino que piensa que has escondido el alimento sobre tu persona y te aplasta mortalmente sin apenas darse cuenta de que te destroza bajo sus pezuñas.

– Saturnino lleva un cubo vacío -dijo Sila.

– Exactamente -añadió Mario, dando la espalda a la barandilla-. Vamos, Lucio Cornelio; cojamos el toro por los cuernos.

– ¡Y esperemos que no tenga heno en ellos! -replicó Sila sonriendo.

Nadie de la multitud puso trabas para que circularan los senadores y los ciudadanos politizados que acudían a votar a la zona de comicios; mientras Mario subía a la tribuna de los Espolones, Sila fue a la escalinata del Senado con el resto de los senadores patricios. Los electores de la Asamblea plebeya se encontraron aquel día en una isla rodeada por un mar de observadores bastante silenciosos, una isla en la que la tribuna de los Espolones surgía como un escollo en el océano. Indudablemente se esperaban unos cuantos miles de la morralla de Saturnino y por ello muchos senadores y electores llevaban puñales y porras bajo la toga, en particular el pequeño clan de jóvenes boni conservadores de Cepio hijo. Pero aquello no eran las hordas de Saturnino: era el populacho de Roma en manifestación de protesta. De pronto cundió la impresión de que había sido un error acudir con puñales y porras.

Los veinte candidatos a la elección de tribuno de la plebe fueron compareciendo uno a uno, atentamente observados por Mario. El primero en hacerlo fue el tribuno presidente, Lucio Apuleyo Saturnino, al que la multitud comenzó a aclamar de forma ensordecedora, recibimiento que le causó una evidente sorpresa, como reparó Mario al cambiarse de sitio para poderle ver la cara. Saturnino estaba sin duda pensando en aquellos partidarios tan numerosos. ¿Qué no sería capaz de hacer respaldado por trescientos mil romanos del populacho? ¿Quién tendría valor para impedir que asumiera el cargo de tribuno de la plebe con aquella multitud dándole la aprobación?

Los que siguieron a Saturnino declarando su candidatura fueron recibidos con un silencio indiferente: Publio Furio, Quinto Pompeyo Rufo, de los Pompeyos de Picenum, Sixto Titio, de orígen samnita, y el pelirrojo de ojos grises y aire aristocrático Marco Porcio Catón Saloniano, nieto del campesino tusculano Catón el censor y biznieto de un esclavo celta.

El último en presentarse fue nada menos que Lucio Equitio, el curioso bastardo de Tiberio Graco a quien Metelo el Numídico había querido excluir de la lista del ordo equester. La multitud reanudó sus vítores en oleadas entusiásticas ante aquel legado del recordado Tiberio Graco. Mario comprobó lo acertada que era su metáfora del gigantesco toro manso, pues la muchedumbre comenzó a abalanzarse sobre Lucio Equitio, de pie en la tribuna, con absoluta ignorancia del poder que representaba. La inexorable ola achuchó a los que estaban en la zona de votación y sus inmediaciones, apiñándolos aún más. Modestas olas de pánico comenzaron a surgir entre los que iban a votar al notar aquella sensación angustiosa de terror irrefrenable que se siente en medio de una fuerza imposible de resistir.

Mientras todos permanecían paralizados, el parapléjico Mario dio apresuradamente un paso al frente y abrió brazos y manos, con las palmas dirigidas a la multitud, en gesto imperativo para que se detuviera. La muchedumbre se detuvo en seco y la avalancha disminuyó un tanto; ahora los vítores eran para Cayo Mario, el primer hombre de Roma, el tercer fundador de la urbe, el vencedor de los germanos.

– ¡Rápido, estúpido! -espetó Mario a Saturnino, que seguía como arrobado y en trance por los gritos de aquellas gargantas vitoreantes-. ¡Decid que habéis oído truenos o lo que sea para desconvocar la asamblea! ¡Si no sacamos a los electores de aquí, la multitud los aplastará! -Luego hizo que los heraldos tocasen las trompetas y, en el silencio que se hizo después, alzó sus manos otra vez-. ¡Truenos! -gritó-. ¡Mañana se procederá a la votación! ¡Id a vuestras casas, pueblo de Roma! ¡A casa, a casa!

Y la multitud se marchó a casa.

Afortunadamente, la mayoría de los senadores se habían refugiado en la Curia, a donde Mario los siguió tan pronto como pudo abrirse paso. Advirtió que Saturnino había bajado de la tribuna y caminaba sin temor por entre las fauces de la multitud, sonriendo y abriendo los brazos como uno de aquellos místicos pisidianos que creían en la imposición de manos. ¿Y Glaucia, el pretor urbano? Había subido a la tribuna de los Espolones y observaba a Saturnino en el baño de multitudes, con una inmensa sonrisa.

Los roStros que se volvieron hacia Mario cuando entró en la Curia estaban pálidos y más serios que sonrientes.

– ¡Vaya tinaja de pepinillos! -exclamó Escauro, príncipe del Senado, tan tieso como de costumbre, pero algo acobardado.

– ¡Os ruego que os marchéis a vuestras casas! -dijo Mario con firmeza, mirando a los grupos de senadores-. La muchedumbre no os hará nada, pero id por el Argiletum aunque vayáis camino del Palatino. El único inconveniente será una buena caminata hasta casa. ¡Vamos, marchaos!

A los que quería que se quedasen les fue dando en el hombro; eran sólo Sila, Escauro, Metelo Caprario el censor, Ahenobarbo, pontífice máximo, Craso Orator y Escévola, primo de Craso, que eran los ediles curules. Notó que, curiosamente, Sila se acercaba a Cepio hijo y a Metelo el joven, les susurraba algo y les daba en la espalda lo que le pareció unas sospechosas palmadas afectuosas cuando salían del edificio. Tengo que enterarme de lo que está sucediendo -se dijo Mario-, pero más tarde; cuando tenga tiempo. Si es que lo tengo, dadas las circunstancias.

– Bien, hoy hemos visto algo desconocido para nosOtros -dijo-. Pavoroso, ¿no es cierto?

– No creo que sean de temer -replicó Sila.

– Ni yo -añadió Mario-, pero siguen siendo un toro gigantesco que no conoce su propia fuerza -añadió dirigiendo un gesto al escriba mayor-. Mandad a alguien inmediatamente al Foro y que venga el presidente del colegio de lictores.

– ¿Qué sugerís que hagamos? -inquirió Escauro-. ¿Aplazar las elecciones plebeyas?

– No, más vale que las celebremos y nos las quitemos de encima -respondió Mario, decidido-. En este momento el toro de la muchedumbre es una bestia mansa, pero ¿quién sabe hasta qué extremo puede enfurecerse si se acentúa el hambre? No esperemos a que tenga heno en los cuernos como indicio de que cornea, porque nos cornearía mortalmente. He mandado llamar al comandante de los lictores porque creo que lo mejor es engañar al toro mañana con una barrera que pueda saltar. Haré que los esclavos del servicio público trabajen toda la noche y monten una inocua barrera en torno a la zona de votaciones y el espacio entre ésta y las gradas del Senado, como las que ponemos en el Foro para impedir que el público invada el área de combate durante los juegos funerarios, porque a eso están acostumbrados y no lo considerarán una muestra de temor por nuestra parte. Luego situaré a todos los lictores urbanos en la parte interior del perímetro, con sus túnicas rojas y sin toga, y únicamente armados de bastones. Hagamos lo que hagamos, no debemos dar la impresión al peligroso toro de que es más grande y más fuerte que nosotros, porque los toros piensan, ¿sabéis? Mañana celebramos las elecciones tribunicias, y poco me importa si sólo acuden treinta y cinco personas a votar. Lo que quiere decir que cuando vayáis a vuestras casas, paséis a visitar a los senadores que conozcáis en la vecindad para que mañana acudan a votar. Así tendremos la seguridad de que hay al menos un miembro de cada tribu. Será una votación exigua, pero una votación en cualquier caso. ¿Lo habéis entendido todos?

– Entendido -contestó Escauro.

– ¿Dónde está hoy Quinto Lutacio? -preguntó Sila a Escauro.

– Creo que se encuentra enfermo -contestó éste-. Debe de ser verdad porque no es ningún pusilánime.

Mario miró al censor Metelo Caprario.

– En vos, Cayo Cecilio, recaerá mañana la peor tarea -dijo-, pues cuando Equitio se declare candidato, yo os preguntaré si se lo permitís. ¿Qué diréis?

– Responderé que no, Cayo Mario -contestó Caprario sin vacilar-. ¿Elegido tribuno de la plebe un hombre que ha sido esclavo? Es impensable.

– Muy bien, eso es todo. Gracias -dijo Mario-. Podéis marcharos, y mañana traed a todos vuestros atemorizados colegas. Lucio Cornelio, quedaos, porque voy a encargaros de los lictores y conviene que estéis presente cuando llegue el que los manda.


La multitud volvió a invadir el Foro al amanecer y se encontró con la zona de comicios delimitada por la cerca de estacas y cuerdas que veía siempre que allí se celebraban los combates de gladiadores en honor de algún fallecido famoso. Cada determinado número de pasos dentro del perímetro había apostado un lictor en túnica carmesí con un largo palo. Nada de particular había en ello. Y cuando Cayo Mario dio un paso al frente y explicó a voces que no quería que nadie pereciese aplastado, la aclamación fue tan estentórea como el día anterior. Lo que no veía la muchedumbre era el grupo que había dentro de la Curia Hostilia, alojado allí pór Sila mucho antes del amanecer y formado por cincuenta miembros jóvenes de la primera clase, todos con coraza y casco, espada, puñal y escudo. El enardecido Cepio hijo era el lugarteniente, pues Sila ostentaba el mando.

– Sólo saldremos si yo doy la orden -dijo Sila-. Que quede claro. Si alguien da un paso sin que yo lo ordene, lo mato.

En la tribuna de los Espolones todo estaba dispuesto y ya en la zona de comicios comenzaba a congregarse un sorprendente número de electores junto con la mitad de los senadores aproximadamente, mientras que los patricios miembros de la cámara permanecían en pie en las gradas del Senado, como de costumbre. Entre ellos se encontraba Catulo César, con un aspecto enfermizo que habría requerido una silla; se hallaba también entre ellos el censor Caprario, otro cuya categoría plebeya le habría permitido participar en la elección, pero que quería estar a la vista de todos.

Cuando Saturnino declaró su candidatura una vez más, la multitud le vitoreó hasta el delirio. Era evidente que la imposición de manos del día anterior daba excelentes resultados. Y, como la jornada anterior, los demás candidatos fueron acogidos con silencio. Hasta que en último lugar se personó Lucio Equitio.

Mario se dio la vuelta para ponerse de cara a la escalinata del Senado y alzó su ceja móvil a guisa de interrogante dirigido a Metelo Caprario, quien asintió enérgicamente con la cabeza. Era imposible preguntarle en voz alta porque la multitud aclamaba sin cesar a Lucio Equitio.

Los heraldos tocaron las trompetas, y al dar Mario un paso al frente se hizo el silencio.

– ¡Este hombre, Lucio Equitio, no reúne condiciones para ser elegido tribuno de la plebe! -gritó con todas sus fuerzas-. ¡Existen dudas sobre su ciudadanía, que el censor debe aclarar antes de que Lucio Equitio pueda desempeñar un cargo público por cuenta del Senado del pueblo de Roma!

Saturnino pasó rozando a Mario y se situó al mismo borde de la tribuna de los Espolones.

– ¡Niego que exista irregularidad!

– Declaro por cuenta del censor que existe irregularidad -replicó Mario, impasible.

– ¡Lucio Equitio es tan romano como vosotros! -clamó Saturnino dirigiéndose a la muchedumbre-. ¡Miradle, no tenéis más que mirarle! ¡Es la viva imagen de Tiberio Graco!

Pero Lucio Equitio estaba mirando hacia abajo, a un lugar fuera de la vista de la muchedumbre, incluso los de las primeras filas. En aquel lugar que miraba Equitio había unos cuantos senadores e hijos de senadores sacando puñales y porras de las togas y rebulléndose como dispuestos a bajarle de la tribuna.

Lucio Equitio, valiente veterano con diez años en las legiones, según su propia versión, retrocedió, se volvió hacia Mario y se aferró a su brazo.

– ¡Ayudadme! -gimoteó.

– Con una patada os ayudaría, imbécil alborotador -gruñó Mario-. Pero de lo que ahora se trata es de celebrar la elección y acabar de una vez. Podéis quedaros, pero si permanecéis en la tribuna corréis el riesgo de que os linchen. Lo mejor que puedo hacer por salvar vuestro pellejo es encerraros en la Lautumiae hasta que todos se hayan ido a casa.

Dos docenas de lictores se apostaron en la tribuna, la mitad de ellos con los fasces porque eran la guardia del cónsul Cayo Mario, quien los formó como escolta de Lucio Equitio y les ordenó dirigirse a la Lautumiae; a su paso, el mar de la multitud se abrió en virtud de la autoridad representada por aquellos haces de varitas atadas con cordel rojo.

No acabo de creérmelo, pensó Mario, siguiendo con la mirada el movimiento de apertura de la muchedumbre. Oyéndolos aclamarle, se diría que lo adoran como a un dios, y ahora debe parecerles que he mandado arrestarle. ¿Y qué hacen? Lo que siempre han hecho sin vacilar cuando ven una fila de lictores que marchan con los fasces al hombro y la toga bordada en púrpura flotando a la espalda: abrir paso a la majestad de Roma. Ni por un Lucio Equitio destruirían el poder de los haces y la toga bordada en púrpura. Ahí va Roma. ¿Qué es un Lucio Equitio? Una réplica lamentable de Tiberio Sempronio Graco a quien tanto quisieron. ¡No vitorean a Lucio Equitio! Vitorean al recuerdo de Tiberio Graco.

Y una nueva emoción henchida de orgullo llenó el ser de Cayo Mario conforme seguía contemplando aquella especie de aleta formada por los lictores abriéndose paso por entre el populacho romano; un orgullo por las tradiciones y las costumbres de seiscientos cincuenta y cuatro años atrás, tan enraizadas aún que podían afrontar una ola mayor que la de la invasión germana simplemente portando al hombro unos haces de varillas. Y yo -pensó- aquí estoy con mi toga bordada en púrpura, sin temor a nada por el simple hecho de vestirla, y sé que soy más grande que ningún rey de los que ha pisado el orbe. Pues no tengo ejército, y dentro de la ciudad no llevo hachas en los haces, ni guardia con espadas; y sin embargo me abren paso por el mero símbolo de mi autoridad, unos haces y un trozo informe de tela ribeteado de menos cantidad de púrpura de la que pueden ver a diario en una horrenda salatrix tonsa haciendo el artículo. Sí, prefiero ser cónsul de Roma a rey del universo.

Regresaron los lictores de la Lautumiae y poco después volvía Lucio Equitio, a quien la muchedumbre había rescatado de su encierro y ahora le hacía subir a la tribuna sin alboroto, casi como pidiendo perdón, le pareció a Mario. Y allí estaba, hecho una ruina y temblando, deseando desaparecer. Mario entendió claramente el aviso de la muchedumbre: llena el cubo que tengo hambre; no escondas la comida.

Entretanto, Saturnino seguía adelante con el proceso electoral lo más rápido posible, ansiando salir elegido antes de que se produjera un imprevisto. Llenaban su cabeza sueños futuros, con la potencia y la majestad de aquella multitud y la adoración que le mostraban. ¿Vitoreaban a Lucio Equitio porque se parecía a Tiberio Graco? ¿Vitoreaban a aquel viejo idiota de Cayo Mario porque había salvado a Roma de los bárbaros? ¡Ah, pero a Equitio y a Mario no los vitoreaban igual que a él! ¡Y qué instrumento mas ideal; nada de escoria de los lupanares del Subura! Aquella multitud la formaban gente respetable, con el estómago vacío pero de principios inquebrantables.

Uno a uno fueron avanzando los candidatos y las tribus procedieron a votar, mientras los escribas repasaban febrilmente las listas; Mario y Saturnino supervisaban la operación; hasta el momento en que, el último de todos, compareció Lucio Equitio. Mario miró a Saturnino. Saturnino miró a Mario. Y éste dirigió la mirada hacia las gradas del Senado.

– ¿Qué deseáis que diga esta vez, Cayo Cecilio Metelo Caprario? -dijo Mario con voz estentórea-. cQueréis que siga negando a este hombre el derecho a presentarse a la elección, o retiráis el impedimento?

Caprario miró desesperado a Escauro, quien miró al demudado Catulo César, que miró al pontífice máximo Ahenobarbo, quien no quiso mirar a nadie, produciéndose una larga pausa. La multitud los miraba a todos en silencio, fascinada, sin tener la más remota idea de lo que sucedía.

– ¡Que se presente! -gritó Metelo Caprario.

– Que se presente -dijo Mario a Saturnino.

Cuando se computaron los resultados, Lucio Apuleyo Saturnino salió en primer lugar por tercera vez para el cargo de tribuno de la plebe; Catón Saloniano, Quinto Rufo, Publio Furio y Sixto Titio también salieron elegidos. Y en segundo lugar, con sólo tres o cuatro votos de diferencia respecto a Saturnino, resultó elegido el ex esclavo Lucio Equitio.

– ¡Qué colegio más servil vamos a tener este año! -dijo Catulo César, despreciativo-. ¡No sólo Catón Saloniano, sino incluso un liberto!

– La república ha muerto -añadió el pontífice máximo Ahenobarbo con mirada de odio hacia Metelo Caprario.

– ¿Y yo qué podía hacer? -gimió Metelo.

Se aproximaban otros senadores, y la guardia armada de Sila, ya sin sus arreos militares, salió de la Curia en aquel momento. La escalinata del Senado parecía el lugar más seguro, aunque era evidente que la multitud, viendo que habían sido elegidos sus ídolos, comenzaba a marcharse a sus casas.

Cepio hijo escupió en dirección a la muchedumbre.

– ¡Adiós por hoy a la escoria! -dijo torciendo el gesto-. ¡Míralos! ¡Ladrones, asesinos, violadores de sus propias hijas!

– No son escoria, Quinto Servilio -dijo Mario con firmeza-. Son romanos y son pobres, pero no ladrones ni asesinos. Y ahora no comen más que mijo y nabos. Ruega porque nuestro amigo Lucio Equitio no los soliviante, porque en estas malditas elecciones se han comportado estupendamente, pero su actitud puede cambiar conforme vayan escaseando en los mercados el mijo y los nabos.

– ¡Oh, no hay por qué preocuparse de eso! -dijo Cayo Memio con regocijo, complacido de que hubiesen sido elegidos los tribunos de la plebe y de que su candidatura conjunta al consulado con Marco Antonio Orator fuese más prometedora que nunca-. Dentro de unos días mejorarán las cosas. Marco Antonio me ha dicho que nuestros agentes en la provincia de Asia han logrado comprar gran cantidad de trigo en un lugar del norte del Euxino, y en cualquier momento va a llegar a Puteoli la primera flota de grano.

Todos se le quedaron mirando boquiabiertos.

– Bueno -dijo Mario, olvidándose de que ya no podía sonreír irónicamente, y haciendo una mueca horrorosa-, todos sabemos que tenéis grandes dotes para predecir el futuro del abastecimiento de cereales, pero ¿cómo habéis sabido esta noticia, cuando yo, primer cónsul, y Marco Emilio, príncipe del Senado, aquí presente, que es además curator annonae, no hemos tenido acceso a ella?

Con unos veinte pares de ojos clavados en él, Memio tragó saliva.

– No es ningún secreto, Cayo Mario. El asunto surgió en una conversación en Atenas cuando Marco Antonio regresó de su último viaje a Pérgamo, donde vio a algunos agentes que se lo dijeron.

– ¿Y por qué no le pareció oportuno a Marco Antonio informarme a mí, que soy el encargado del abastecimiento de cereales? -inquirió Escauro, glacial.

– Supongo que, al igual que yo, supuso que ya lo sabíais. Los agentes han informado por escrito, ¿cómo no ibais a saberlo?

– No han llegado las cartas -dijo Mario, que hizo un guiño a Escauro-. ¿Puedo daros las gracias, Cayo Memio, por traer tan espléndidas noticias?

– Ya lo creo -comentó Escauro, cediendo en su malhumor.

– Esperemos que las tempestades no envíen el trigo al fondo del Mediterráneo -dijo Mario, decidido a irse a casa ahora que la muchedumbre se había dispersado bastante, y predispuesto a hablar con la gente-. Senadores, volveremos a reunirnos mañana para las elecciones de cuestores. Y al día siguiente iremos al Campo de Marte para asistir a la declaración de candidaturas a cónsules y pretores. Buenos días.

– Sois un necio, Cayo Memio -dijo Catulo César, abrumado en su silla.

Cayo Memio decidió no entablar discusión con uno de los aristócratas más relevantes y partió siguiendo los pasos de Mario, dispuesto a visitar a Marco Antonio en la villa que había alquilado en el Campo de Marte para ponerle al corriente de los acontecimientos de la jornada. Mientras caminaba a buen paso, se le ocurrió algo para que él y Marco Antonio adquiriesen más mérito ante los electores: se aseguraría de que sus agentes se mezclasen con las centurias al reunirse para testificar la presentación de los candidatos curules dos días después, difundiendo la noticia de las flotas de trigo como si fuese obra de él y de Marco Antonio. La primera y segunda clases lamentarían el gasto por parte del Estado en grano barato, pero Memio pensó que, después de ver aquella gigantesca muchedumbre en el Foro, estarían muy agradecidos pensando en que los pobres iban a llenar el estómago con pan hecho con trigo a módico precio.

Al amanecer del día de presentación de los candidatos en la septae, se encaminó desde el Palatino al Campo de Marte, acompañado por un eufórico grupo de clientes y amigos, convencidos todos de que ganarían él y Antonio. Eufóricos y riendo, caminaban a buen paso por el Foro Romano bajo el fresco viento de aquella espléndida mañana de fines de otoño, tiritando un poco al pasar por la profunda sombra de la puerta Fontinalis, pero convencidos de que en la explanada soleada a los pies del Arx lograrían la victoria y Cayo Memio sería cónsul.

Otros se dirigían también hacia la saepta, en pareja, en trío, en grupo, pero pocos solos; a los que pertenecían a alguna de las clases con categoría para votar en las elecciones curules les gustaba ir acompañados en público porque eso acrecentaba su dignitas.

En el punto en que la calle que bajaba del Quirinal confluía con la Via Lata, Cayo Memio y sus acompañantes se encontraron con unos cincuenta hombres que iban nada menos que con Cayo Servilio Glaucia.

Memio se quedó parado en seco, atónito.

– Pero ¿adónde os dirigís vestido así? -inquirió, al ver la toga candida de Glaucia, particularmente blanca por los días oreándose al sol y por las profusas aplicaciones de polvo de cal. La toga candída únicamente la vestían los aspirantes a un cargo público.

– Soy candidato al consulado -contestó Glaucia.

– Sabéis que no -replicó Memio.

– ¡Ya lo creo que sí!

– Cayo Mario dijo que no podíais presentaros.

– Cayo Mario dijo que no podía presentarme… -replicó Glaucia con voz ñoña, imitando a Memio, dándole bruscamente la espalda y poniéndose a hablar con sus acompañantes con voz aguda exageradamente homosexual-. ¡Cayo Mario dijo que no podía presentarme! ¡Pues yo digo que es demasiado que los hombres de verdad no podamos presentarnos y las mariquitas sí!

La gente se paraba al ver el enfrentamiento, cosa nada extraordinaria dadas las circunstancias, ya que parte de la diversión popular del proceso electoral eran los choques entre candidatos, y que ésta concreta se produjera en el campo abierto de la saepta era muy distinto y por ello la gente continuaba arremolinándose conforme entraba en la ciudad por la Via Lata.

Penosamente consciente de aquel público, Cayo Memio no lo pudo sufrir. Toda su vida había tenido que aguantar la maldición de ser demasiado bien parecido, con las consiguientes secuelas de que era un guapito, no se podía confiar en él, le gustaban los chicos, era un flojo, etcétera. Y ahora Glaucia se burlaba de él delante de todos aquellos electores. ¡Precisamente con aquella etiqueta de homosexual!

– Era natural que Cayo Memio se ofuscase y, antes de que nadie se percatara, dio un paso hacia Glaucia, le agarró por el hombro y desgarró su prístina toga. Luego, cuando Glaucia giró sobre sus talones para ver quién le agarraba, le propinó un derechazo en el oído izquierdo. Los dos cayeron al suelo, Memio encima de él, ya los dos con las prístinas togas sucias y arrugadas. Pero los hombres de Glaucia llevaban ocultos palos y porras y se enzarzaron con los perplejos acompañantes de Memio, apaleándolos con furiosa fruición. El séquito de Memio se desintegró en un abrir y cerrar de ojos, echando a correr en todas direcciones y pidiendo auxilio.

Los presentes, en la clásica reacción de los curiosos no implicados, no hicieron nada por intervenir y se limitaron a contemplar la escena con ávido interés; en honor a la verdad, ninguno de los que allí estaban pensó ni por asomo que se tratase de algo más que de una simple reyerta entre dos candidatos. Las armas fueron una sorpresa, pero no era la primera vez que los partidarios de un candidato iban armados.

Dos robustos individuos levantaron a Memio y le redujeron, mientras él se debatía furiosamente, y Glaucia se ponía en pie, apartando de una patada su toga destrozada y sin decir palabra. Se limitó a arrebatar un palo a uno que estaba a su lado y se quedó mirando un buen rato a Memio. Luego alzó el palo con ambas manos como si fuese una maza y lo descargó sobre la hermosa cabeza de Memio. Nadie hizo gesto de interponerse cuando Glaucia se inclinó sobre el caído Memio para seguir golpeando implacablemente aquel cráneo hasta destrozarlo y dejarlo reducido a una masa informe de pulpa.

Entonces sí: al rostro de Glaucia afloró una expresión de incredulidad y resentida frustración. Arrojó el palo ensangrentado y se quedó mirando a su amigo Cayo Claudio, que le contemplaba demudado.

– ¿Me albergas en tu casa hasta que pueda huir? -inquirió.

Claudio asintió con la cabeza sin decir nada.

El corrillo comenzó a hablar en murmullos mientras se apartaba y algunos llegaban corriendo desde la saepta; Glaucia giró sobre sus talones y huyó hacia el Quirinal, seguido por sus acompañantes.


La noticia le llegó a Saturnino mientras paseaba de arriba abajo por la saepta tratando de ganarse a la gente para la candidatura ilegal de Glaucia. Las miradas, no menos furiosas por contenidas, de los que se enteraban del asesinato de Memio le dieron a entender cómo estaban los ánimos, dado que él era el mejor amigo de Glaucia. Entre los jóvenes senadores e hijos de senadores comenzaba a crecer un murmullo de indignación y algunos hijos de otros caballeros importantes fueron formando corro en torno a sus iguales del Senado. En medio de ellos estaba aquel hombre enigmático: Sila.

– Más vale que salgamos de aquí -dijo Cayo Saufeio, que al día siguiente sería elegido cuestor urbano.

– Tienes razón, más vale -asintió Saturnino, cada vez más inquieto ante la cólera que se mascaba en el ambiente.

Acompañado de sus compinches picentinos, Tito Labieno y Cayo Saufeio, Saturnino abandonó la saepta apresuradamente. Sabía a dónde habría ido Glaucia a esconderse -en casa de Cayo Claudio en el Quirinal-, pero al llegar allí se encontró con la casa cerrada a cal y canto, y sólo después de mucho chillar les franqueó el paso Cayo Claudio.

– ¿Dónde está? -inquirió Saturnino.

– En mi despacho -respondió Cayo Claudio, con evidentes muestras de haber llorado.

– Tito Labieno -añadió Saturnino-, haz el favor de ir a buscar a Lucio Equitio. Nos es imprescindible, dado que la multitud le adora.

– ¿Qué pretendes? -inquirió Labieno.

– Te lo diré cuando lo traigas.

Glaucia estaba sentado, muy pálido, en el despacho de Cayo Claudio; al entrar Saturnino, alzó la vista pero no dijo nada.

– Cayo Servilio, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué?

– No me lo proponía -contestó Glaucia encogiéndose de hombros-. Es que… es que… perdí los estribos.

– Y tu oportunidad para acceder al cargo -añadió Saturnino.

– Perdí los estribos -repitió Glaucia.

La noche anterior había estado en aquella misma casa, porque había dado una fiesta en su honor Cayo Claudio, que era un ser poco maduro que admiraba la audacia de Glaucia en desafiar la letra de la lex Villia, y que pensaba que el mejor modo de demostrarle su admiración era gastar algo de su gran cantidad de dinero para darle una salida memorable en la campaña de solicitud de votos. Los cincuenta hombres que posteriormente le acompañaron camino de la saepta eran todos invitados de la fiesta, a la que no había tenido acceso ninguna mujer, con el resultado de que el sarao había desembocado en una monumental borrachera. Al amanecer ninguno podía tenerse en pie, pero no tenían más remedio que acompañar a Glaucia a la saepta para respaldarle, y les pareció una buena idea proveerse de palos y porras. Glaucia, cuyo estado no era mejor, se administró un vomitivo, se dio un baño, revistió su inmaculada toga y se puso en camino, martirizado por el implacable martilleo de una fuerte cefalea.

Pero encontrarse con el impoluto y sonriente Memio, con su hermosa cabeza erguida ya como un triunfador, fue algo que hizo saltar sus nervios y respondió a su interpelación con aquel cruel sarcasmo, y cuando Memio le desgarró la toga, Glaucia perdió el control. Ahora ya estaba hecho y no tenía remedio. La cabeza destrozada de Cayo Memio lo echaba todo por tierra.

La presencia muda de Saturnino en el despacho era una angustia distinta, y Glaucia comenzó a comprender la monstruosidad de su crimen, de sus consecuencias y repercusiones. No sólo había destruido su propia carrera, sino probablemente la de su mejor amigo. Y eso le resultaba insoportable.

– ¡Di algo, Lucio Apuleyo! -exclamó.

Con un parpadeo, Saturnino salió de su ensimismamiento.

– Creo que sólo nos queda una alternativa -dijo, tranquilo-. Tenemos que ganarnos a la multitud y utilizarla para que el Senado nos conceda lo que queremos: garantía del cargo, el atenuante de circunstancias agotadoras en tu caso, y la seguridad de que no nos procesarán. He enviado a Tito Labieno a por Lucio Equitio, porque con él nos será más fácil hacernos con la multitud. -Lanzó un suspiro, restregándose las manos-. En cuanto regrese Labieno salimos para el Foro. No hay tiempo que perder.

– ¿Tengo que ir yo? -inquirió Glaucia.

– No, tu quédate aquí con tus hombres y que Cayo Claudio arme a sus esclavos. Y no dejes entrar a nadie si no oyes mi voz, la de Labieno o la de Saufeio -dijo, poníéndose en pie-. Al anochecer tengo que tener a Roma en mis manos. Si no, yo también estoy perdido.

– ¡Abandóname, Lucio Apuleyo! -dijo de pronto Glaucia-. ¡No hay necesidad de que hagas esto! Alza los brazos horrorizado por lo que he hecho y ponte a la cabeza de los que pidan mi condena. Es la única solución. Roma no está madura para un nuevo tipo de gobierno. Las gentes tienen hambre, sí, y están hartas de gobiernos chapuceros, pero no están dispuestas a cortar cabezas y cuellos. Te aclamarán hasta enronquecer, pero no matarán por ti.

– Te equivocas -replicó Saturnino, sintiéndose flotar con una ligereza particular, invulnerable-. Cayo Servilio, ¡toda esa gente que llena el Foro es más numerosa y tiene más poder que cualquier ejército! ¿No has visto a los padres de la patria acobardados? ¿No has visto a Metelo Caprario ceder ante Lucio Equitio? ¡Y sin derramamiento de sangre! Se ha derramado más sangre en el Foro por las peleas de un centenar, mientras que ésta era una multitud de cientos de miles. Nadie va a hacerle frente y no será necesario armarla ni incitarla a que machaque cabezas y degüelle. ¡Su poder reside en la masa que forma! ¡Y yo domino a la masa, Cayo Servilio! ¡Me basta con mi oratoria, demostrarles mi entrega a su causa, y que Lucio Equitio les dirija un par de ademanes! ¿Quién va a oponer resistencia al que dirija esa muchedumbre como una gigantesca máquina de asedio? ¿Los espantapájaros del Senado?

– Cayo Mario -dijo Glaucia.

– No, Cayo Mario tampoco. Además, él está de nuestra parte.

– No lo está -replicó Glaucia.

– Quizá él piense que no lo está, Cayo Servilio, pero el hecho de que la multitud le aclame como me aclama a mí y a Lucio Equitio hará que los padres de la patria y el resto de los senadores lo vean bajo el mismo prisma que a nosotros. Y yo no tendría inconveniente en compartir provisionalmente el poder con Cayo Mario. Está envejeciendo y ha sufrido un ataque al corazón. ¿Qué más lógico que muera por efecto de otro? -dijo Saturnino, decidido.

Glaucia comenzaba a sentirse mejor; se irguió en la silla y miró a Saturnino entre dudoso y esperanzado.

– ¿Crees que saldrá bien, Lucio Apuleyo? ¿Lo crees de verdad?

– Dará resultado, Cayo Servilio -respondió Saturnino alzando eufórico los brazos hacia el techo, seguro de sí mismo-. Tú déjame a mi.

Lucio Apuleyo salió, efectivamente, de casa de Cayo Claudio camino del Foro, acompañado de Labieno, Saufeio, Lucio Equitio y unos diez o doce incondicionales. Cruzó el Arx, pensando en entrar en liza por la parte alta, como un semidiós que desciende de una zona repleta de templos y deidades. Por ello su primera visión del Foro la tuvo desde lo alto de las escaleras Gemoniae, por las que pensaba bajar como un rey. Pero se detuvo en seco, estupefacto. ¿Dónde estaba la multitud? Habían vuelto todos a sus casas el día anterior, después de las elecciones de cuestores, y como no había nada programado aquel día en el Foro, no habían encontrado razón para regresar. Tal era la explicación. Y tampoco se veía un solo senador, dados los acontecimientos que se habían producido en el prado de la saepta.

No obstante, el Foro no estaba vacío. Habría unos dos mil o tres mil partidarios suyos pertenecientes a la hez, dando vueltas, vociferando y agitando el puño, reclamando al vacío trigo gratis. La enorme decepción casi le hizo brotar las lágrimas; luego miró fijamente a aquellos miserables que deambulaban por el bajo Foro y adoptó una decisión. Lo harían. Tendrían que hacerlo. Los utilizaría como punta de lanza; con ellos atraería otra vez al Foro a la multitud, porque aunque él no se mezclaba con el populacho, ellos sí.

Lamentando la falta de heraldos que tocaran las trompetas anunciando su llegada, descendió la escalinata Gemoniae y se dirigió a la tribuna de los Espolones, secundado por sus partidarios, que incitaban a los miserables desperdigados a congregarse para escucharle.

– ¡Quirites! -gritó en medio de los vítores, levantando los brazos para imponer silencio-. ¡Quirites, el Senado de Roma está a punto de firmar nuestra sentencia de muerte! ¡Yo, Lucio Apuleyo Saturnino, igual que Lucio Equitio y Cayo Servilio Glaucia, vamos a ser acusados de la muerte de un valido de la nobleza, un muñeco afeminado, cuyo único propósito presentándose a la elección de cónsul era conseguir que vosotros, pueblo de Roma, os siguierais muriendo de hambre!

El compacto grupo situado ante la tribuna seguía en silencio, y Saturnino cobró confianza; animado por la atención de su auditorio, insistió sobre el tema.

– ¿Por qué creéis que no se nos ha dado grano, aun después de que yo aprobase una ley para que Se repartiera a precio módico? ¡Porque la primera y la segunda clase de nuestra gran ciudad prefieren comprar menos y venderlo más caro! ¡Porque la primera y la segunda clase de Roma no quieren que vuestras bocas hambrientas se vuelvan hacia ellos! ¡Os toman por unos cucos que se aprovechan de su nido, algo sobrante en Roma! Vosotros sois del censo por cabezas, clases inferiores que para ellos no cuentan una vez ganadas las guerras y bien guardado el botín en el Tesoro. ¿A qué gastarlo para llenar vuestros estómagos inútiles?, dice el Senado de Roma, y se niega a darme los fondos que necesito para comprar trigo para vosotros… ¡Porque al Senado y a la primera y la segunda clase de Roma les vendría bien, pero que muy bien, que varios cientos de miles de los que denominan estómagos inútiles se encogieran hasta perecer de hambre! ¡Imaginaos cuánto dinero se ahorrarían, cuántas viviendas abarrotadas y malolientes de las insulae quedarían vacías y qué espacioso parque podría hacerse de Roma! Donde vosotros vivís apiñados, ellos se pasearían cómodamente por preciosos jardines, con sus bolsas bien repletas de dinero y el estómago lleno! ¡Vosotros les tenéis sin cuidado! Sois un estorbo del que les gustaría deshacerse, y ¿qué mejor medio que provocar una hambruna ficticia?

Se los ganaba, claro; gritaban hasta desgañitarse como perros hambrientos y era un sonido ensordecedor que llenaba el aire de amenaza y el corazón de Saturnino de gozo.

– ¡Pero yo, Lucio Apuleyo Saturnino, he luchado tanto y con tal tesón para llenar vuestros vientres, que ahora quieren eliminarme por un crimen que no he cometido! -Eso era genial, porque no había cometido el crimen y decía la pura verdad-. ¡Conmigo perecerán mis amigos, que lo son también vuestros! ¡Lucio Equitio, aquí presente, el heredero del nombre y los deseos de Tiberio Graco! ¡Y Cayo Servilio Glaucia, que tan estupendamente redacta mis leyes para que ni los nobles que mandan en el Senado puedan cambiarles una sola tilde! -Hizo una pausa y alzó los brazos en gesto patético-. Y cuando muramos, quirites, ¿quién cuidará de vosotros? ¿Quien proseguirá la lucha? ¿Quién se enfrentará a los privilegiados para que os llenéis el estómago? ¡¡Nadie!!

Ahora las aclamaciones eran atronadoras y los ánimos se cargaban de violencia, ya eran suyos para hacer lo que quisiera.

– ¡Quirites, de vosotros depende! ¿Queréis no hacer nada, mientras a nosotros, que somos inocentes y os apreciamos, nos matan? ¿O iréis a vuestras casas para armaros, avisar a todo el vecindario y volver en tropel? -La gente comenzó a marcharse, pero el vociferante Saturnino los detuvo-. ¡Volved aquí a millares! ¡Venid a mi, que yo os guiaré! ¡Antes de que anochezca, Roma será núestra porque será mía, y entonces veremos quién se llena el estómago! ¡Asaltaremos el Tesoro y compraremos trigo! ¡Ahora, id; volved con toda la ciudad, reunámonos en el corazón de Roma y mostraremos al Senado y a la primera y segunda clase quién manda realmente en Roma y en el imperio!

Igual que un montón de bolas a las que se da un mazazo, el populacho se dispersó en todas direcciones, lanzando gritos incoherentes, mientras Saturnino se volvía en la tribuna hacia sus compinches.

– ¡Maravilloso! -exclamó Saufeio, cediendo a la tensión.

– ¡Venceremos, Lucio Apuleyo, venceremos! -exclamó Labieno.

Rodeado de aquel grupo que, alborozado, le daba palmadas en la espalda, Saturnino se mostraba majestuoso, vislumbrando su fantástico futuro.

Y en aquel momento, Lucio Equitio rompió a llorar.

– Pero ¿qué es lo que vais a hacer? -balbució, enjugándose con la orla de su toga.

~Hacer? ¿Qué crees que he dicho, imbécil? Voy a apoderarme de Roma.

– ¿Con esa gente?

– ¿Y quién va a poder resistírseles? Además, volverán con una muchedumbre. ¡Ya verás, Lucio Equitio! ¡Nadie podrá resistírseles!

– ¡Pero en el Campo de Marte hay un ejército de dos legiónes! -gimió Lucio Equitio, tembloroso y sin dejar de hacer pucheros.

– Jamás un ejército romano se ha arriesgado a entrar en Roma si no es para desfilar en triunfo y nadie que haya ordenado su entrada en la ciudad ha vivido para contarlo -respondió Saturnino, desdeñoso ante aquella objeción; en cuanto se hubiera hecho firmemente con la situación, tendría que prescindir de Equitio, se pareciera o no a Tiberio Graco.

– Cayo Mario lo hará -replicó Equitio entre sollozos.

– ¡Cayo Mario se pondrá de nuestro lado, necio! -dijo Saturnino con gesto de desprecio.

– ¡No me gusta esto, Lucio Apuleyo!

– No tiene por qué gustarte. Si estás conmigo, deja de lloriquear. Pero si estás contra mí, ¡yo te haré callar! -añadió Saturnino pasándose el dedo por la garganta.


Uno de los primeros en acudir a la llamada de socorro de los amigos de Cayo Memio fue Cayo Mario. Llegó al escenario de la reyerta poco después de que Glaucia y sus compinches echaran a correr hacia el Quirinal y se encontró con un centenar de togados de las centurias apiñados en torno a los restos de la víctima. Le abrieron paso y el primer cónsul, con Sila a sus espaldas, bajó la mirada hacia los despojos informes de aquella cabeza y luego la dirigió al palo ensangrentado con restos de cabellos, piel y hueso.

– ¿Quién ha sido? -inquirió Sila.

– Cayo Servilio Glaucia -respondieron doce voces al unísono.

– ¿Él solo? -dijo Sila con un resoplido.

Todos asintieron con la cabeza.

– ¿Sabe alguien adónde ha ido?

Esta vez las respuestas fueron contradictorias, pero Sila pudo por fin determinar que el criminal, con su grupo, se había dirigido al Quirinal por la puerta Sanqualis, y, como Cayo Claudio formaba parte del mismo, era muy probable que hubieran ido a su casa de Alta Semita.

Mario seguía inmóvil y cabizbajo, contemplando al muerto. Sila le tocó suavemente en el brazo y entonces se movió para enjugarse las lágrimas con un pliegue de la toga para evitar mostrar la torpeza de su mano izquierda sacando el pañuelo.

– Esto es corriente en el campo de batalla, ¡pero en el Campo de Marte, dentro de los muros de Roma, es una ignominia! -gritó, volviéndose hacia los que le rodeaban.

Llegaban ya otros senadores de más edad, entre ellos Marco Emilio, príncipe del Senado, quien dirigió una breve mirada al rostro bañado en lágrimas de Mario y luego bajó la mirada hacia el suelo, conteniendo un grito.

– ¡Memio! ¿Cayo Memio? -exclamó sin dar crédito a lo que veía.

– Sí, Cayo Memio -contestó Sila-. Asesinado por Glaucia, según todos los testigos.

Mario volvía a llorar, sin tratar de ocultarlo al mirar a Escauro.

– Príncipe del Senado -dijo-, voy a convocar inmediatamente a la cámara en el templo de Belona. ¿Acudiréis?

– Sí -contestó Escauro.

Llegaban apresuradamente algunos lictores que se habían quedado rezagados por el enérgico paso de Mario, pese a su infarto.

– Lucio Cornelio, llévate mis lictores, busca a los heraldos, suspende la presentación de candidaturas, envía al flamen Martialis al templo de Venus Libitina a que nos traiga las hachas sagradas al templo de Belona y convoca al Senado -dijo Mario-. Yo me adelanto con Marco Emilio.

– Ha sido un año de lo más nefasto -dijo Escauro-. De hecho, al margen de las últimas vicisitudes, no recuerdo un año tan terrible desde el último de la vida de Cayo Graco.

Mario había secado sus lágrimas.

– Supongo que ya no sucederá nada más -dijo.

– Esperemos, al menos, que la violencia no supere este asesinato de Memio.

Pero las esperanzas de Escauro fueron vanas por razonables que pareciesen. El Senado se reunió en el templo de Belona y trató en sesión el crimen; muchos senadores habían sido testigos presenciales y corroboraron la culpabilidad de Glaucia.

– No obstante -dijo Mario con firmeza-, Cayo Servilio ha de ser juzgado. A ningún ciudadano romano puede condenársele sin juicio, salvo si declara la guerra a Roma; y ése no es el caso que nos ocupa.

– Me temo que si, Cayo Mario -dijo Sila, entrando apresuradamente.

Todos se lo quedaron mirando en silencio.

– Lucio Apuleyo y un grupo, entre los que se cuenta el cuestor Cayo Saufeio, se han apoderado del Foro Romano -añadió Sila-. Han mostrado a Lucio Equitio al populacho y Lucio Apuleyo ha anunciado que va a suplantar al Senado y a la primera y segunda clase con una dictadura del pueblo presidida por él. Aún no le han proclamado rey de Roma, pero ya se dice por las calles y mercados que hay de aquí al Foro; es decir, que lo proclaman por doquier.

– ¿Puedo tomar la palabra, Cayo Mario? -inquirió el portavoz de la cámara.

– Hablad, príncipe del Senado.

– La crisis asola a nuestra ciudad -comenzó diciendo Escauro con voz no muy fuerte pero clara-, del mismo modo que sucedió durante los últimos días de Cayo Graco. En aquella ocasión, cuando Marco Fulvio y él recurrieron a la violencia como único medio para conseguir sus inicuos fines, se celebró un debate en esta cámara a propósito de si Roma necesitaba un dictador que se enfrentara a aquella aguda crisis, por breve que fuese. El resto es historia. La cámara rechazó nombrar un dictador y lo que hizo fue aprobar lo que podemos denominar una medida extrema: el Senatus consultum de republica defendenda por el que otorgaba a sus cónsules y magistrados potestad para defender la soberanía del Estado con los medios que se juzgaran necesarios, inmunizándolos de antemano contra cualquier procesamiento o veto tribunicio.

Hizo una pausa para mirar en derredor con grave gesto.

– Yo sugiero, padres conscriptos, que hagamos frente a la actual situación del mismo modo, mediante un Senatus consultum de republica defendenda.

– En previsión de desacuerdo, los que estén a favor que se pongan a la izquierda y los que estén en contra, a la derecha -dijo Mario, situándose el primero a la izquierda.

Nadie se colocó a la derecha, y la cámara aprobó por unanimidad su segundo Senatus consultum de republica defendenda, cosa que no había sucedido en la primera ocasión histórica.

– Cayo Mario -dijo Escauro-, quedo facultado por los miembros de esta cámara para instaros a que, como primer cónsul, defendáis la soberanía de nuestro Estado de la forma que estiméis adecuada o imprescindible. Declaro, además, en nombre de la cámara, que quedáis exento del veto tribunicio y que nada de lo que ordenéis se os reprochará ante ningún tribunal. A condición de que actúen siguiendo vuestras indicaciones, este cometido y la inmunidad quedan ampliados al segundo cónsul Lucio Valerio Flaco y a todos los pretores. Mas vos, Cayo Mario, quedáis igualmente facultado para nombrar delegados entre los miembros de esta cámara que no sean cónsules ni pretores, y a condición de que tales delegados actúen bajo vuestras órdenes, a ellos también se les amplía el cometido y la inmunidad. -Pensando en la cara que habría puesto Metelo el Numídico de haber estado presente para ver a Cayo Mario investido prácticamente como dictador, nada menos que por boca del propio príncipe del Senado, Escauro dirigió a Mario una mirada traviesa, pero supo contener una sonrisa, mientras inflaba sus pulmones-. ¡¡Viva Roma!!

– ¡Cielos! -exclamó Publio Rutilio Rufo.

Pero Mario no tenía tiempo ni paciencia para recrearse con las gracias de la cámara, a la que creía capaz de entregarse a juegos de palabras mientras Roma ardía a su alrededor. Con voz acuciante pero sin alterarse, procedió a nombrar a Lucio Cornelio su lugarteniente, ordenó que se abriera el depósito de armas en los sótanos del templo de Belona para repartirlas entre los que no tuvieran armamento ni coraza y envió a sus casas a los que sí disponían de ellas, para que las recogieran mientras aún se pudiera circular sin riesgo por las calles.

Sila reunió a sus jóvenes nobles y los envió en distintas direcciones; Cepio hijo y Metelo el joven fueron los que se mostraron más decididos. La estupefacción daba paso a una profunda indignación: que un senador de Roma intentase hacerse con el poder por medio del populacho para proclamarse rey, era un sacrilegio. Se prescindió de las diferencias políticas y de las facciones, y los ultraconservadores formaron hombro con hombro con los más progresistas partidarios de Mario, todos con un grave gesto de determinación contra el lobo del Foro.

Mientras organizaba su modesto ejército y los que esperaban la llegada de armas de sus casas andaban arriba y abajo mascullando imprecaciones, Sila se acordó de ella; no de Dalmática, sino de Aurelia. Envió a su casa una patrulla de cuatro lictores con la orden de cerrar la casa a cal y canto, y un recado a Lucio Decumio para que los rateros de su taberna se mantuvieran al margen del Foro durante unos días. De todos modos, conociendo sus actividades, era de suponer que no fuesen a acercarse a él, porque mientras el populacho de Roma se dedicara a recorrerlo metiendo bulla y pegando a los que pasaban, a ellos les quedaba el territorio de sus fechorías estupendamente libre, ocasión que sin duda aprovecharía Lucio Decumio. No obstante, no estaba de más la advertencia; y la seguridad de Aurelia le preocupaba.

Dos horas más tarde todo estaba listo. Delante del templo de Belona había una explanada denominada el Territorio Enemigo, y hacia la mitad de la escalinata, un pilar cuadrado de piedra de unos cuatro pies de altura; cuando se declaraba una guerra justa contra un enemigo extranjero -que eran las únicas que había-, se convocaba a un sacerdote de circunstancias para que lanzase un venablo desde la escalinata del templo, justo por encima del antiguo pilar, hacia el Territorio Enemigo. No se sabía el origen del ritual, pero formaba parte de la tradición y se seguía observando. Pero aquel día no había enemigo extranjero al que declarar la guerra y ningún sacerdote arrojó venablo alguno. Al contrario, el Territorio Enemigo se hallaba lleno de romanos de la primera y la segunda clase.

Los congregados, en número aproximado al millar, estaban ya pertrechados para la guerra, con pechos y espaldas protegidos por corazas, algunos con canilleras, la mayoría con camisas de cuero y pteryges a guisa de faldilla y mangas y todos con casco. No portaban venablos; su único armamento era la eficaz espada romana corta y el puñal, más el anticuado escudo ovalado de cinco pies de altura, anterior a la reforma de Mario.

Cayo Mario se situó en el pedimento del templo y arengó a su modesto ejército.

– No olvidéis que somos romanos y que vamos a entrar en la ciudad de Roma -dijo en tono grave-. Vamos a cruzar el pomerium sin ordenar que entren las tropas de Marco Antonio. Nosotros podemos hacer frente a la situación y no hay necesidad de recurrir a un ejército profesional. Prohíbo rotundamente todo tipo de violencia que no sea la estrictamente necesaria, y os advierto solemnemente, en particular a los jóvenes, que no ha de alzarse una sola espada contra quien no esgrima la espada. Llevad bajo el escudo palos y estacas y sacudid de plano con la hoja de la espada. Siempre que podáis, arrebatad las armas de madera a los revoltosos, envainad la espada y atacad con la madera. ¡No quiero montones de cadáveres en el corazón de Roma! Traería mala suerte a la república y sería su fin. Lo que tenemos que hacer hoy es evitar la violencia, no causarla.

"Sois mi ejército -prosiguió imperturbable-, pero pocos de vosotroS habéis servido a mis órdenes hasta hoy. Así que tomad buena nota de mí única advertencia: quienes desobedezcan mis órdenes o las de mis legados morirán. No es momento de andarse con distingos ni facciones. Hoy no hay clases de romanos; sólo romanos. Sé que hay entre vosotros muchos que detestan a los proletarios y a los de las clases humildes, pero yo os digo, ¡oídlo bien!, que un proletario es un romano, y que su vida es tan sagrada y bajo el amparo de la ley como la mía y la vuestra. ¡¡No habrá ningún baño de sangre!! Si reparo en un solo conato de matanza, me acercaré en persona a donde lo vea y alzaré mí espada contra quien sea, y, con arreglo a las cláusulas del decreto del Senado, sus herederos no podrán exigirme responsabilidad alguna si lo mato. Recibiréis órdenes solamente de dos personas: de mi y de Lucio Cornelio Sila. No de ningún otro magistrado curul al que el decreto confiera potestad. No atacaremos mientras no lo ordenemos yo o Lucio Cornelio. Y lo haremos lo más suavemente posible. ¿Entendido?

Catulo César aprovechó la circunstancia para decir, muy obsequioso, en tono sardónico y tirándose del mechón de la frente:

– Os hemos oído y obedeceremos, Cayo Mario. Yo he servido a vuestras órdenes y sé que habláis en serio.

– ¡Estupendo! -dijo Mario, animoso, haciendo caso omiso del sarcasmo-. Lucio Valerio, tomad veinte hombres para ir al Quirinal. Si Cayo Servilio Glaucia está en casa de Cayo Claudio, arrestadle. Si se niega a salir, os quedaréis de guardia ante la casa sin tratar de asaltarla. Y mantenedme informado.


Era primera hora de la tarde cuando Cayo Mario salió con su modesto ejército del Territorio Enemigo y entró en Roma por la puerta Carmentalis. Procedentes del Velabrum, aparecieron por la avenida que discurría entre el templo de Cástor y la basílica Sempronia y sorprendieron a la multitud congregada en el bajo Foro. Los partidarios de Saturnino, armados con cuanto había caído en sus manos -porras, palos, trancas, cuchillos, hachas, picos y horcas-, habían aumentado hasta unos cuatro mil, pero comparados con el eficaz millar, situado en cerrada formación ante la basílica Sempronia, eran una pandilla insignificante. Bastó con que vieran las corazas, cascos y espadas de los recién llegados para que casi la mitad de ellos echasen a correr por el Argiletum y el lado este del Foro, para dispersarse por el Esquilino y refugiarse en terreno conocido.

– ¡Lucio Apuleyo, abandonad vuestros propósitos! -vociferó Mario a la cabeza de su tropa, con Sila a su lado.

Desde lo alto de la tribuna de los Espolones, acompañado de Saufeio, Labieno, Equitio y unos diez más, Saturnino miró el maxilar descolgado de Mario y lanzó una risotada con la que pretendía manifestar su confianza, pero que sonó falsa.

– ¿Qué ordenas, Cayo Mario? -inquirió Sila.

– Atacamos a la carga -contestó Mario-. De improviso y con fuerza. Nada de espadas; cubriéndonos con los escudos. ¡No me imaginaba que fuesen una multitud tan dispar, Lucio Cornelio! Los dispersaremos fácilmente.

Sila y Mario recorrieron las filas de sus tropas, preparándolas para el ataque, con los escudos avanzados, formando un frente de doscientos hombres en fila de cinco en fondo.

– ¡Cargad! -gritó Cayo Mario.

La maniobra surtió efecto inmediato: una muralla compacta de escudos cayó a la carrera sobre la multitud como una ola y las sencillas armas del populacho llovieron en todas direcciones sin necesidad de propinar golpe alguno. Acto seguido, antes de que los partidarios de Saturnino pudieran reagruparse, el muro de escudos los arrolló en sucesivas cargas.

Saturnino y sus compañeros bajaron de la tribuna para sumarse a la refriega, esgrimiendo espadas. Pero todo fue en vano. Aunque la cohorte de Mario había empezado sedienta de sangre, ahora disfrutaba con aquel ataque tipo ariete y había adoptado un ritmo que aplastaba sin piedad al populacho, arrastrándolo como un montón de piedras, reagrupándose acto seguido para cerrar filas una y otra vez, imparables. Algunos quedaron pisoteados, pero no fue un combate, sino una desbandada de la muchedumbre.

No tardó mucho la tropa de Saturnino en huir del campo de batalla: la ocupación del Foro Romano había concluido y casi sin derramamiento de sangre. Saturnino, Labieno, Saufeio, Equitio y unos treinta esclavos armados huyeron corriendo por el Clivus Capitolinus a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus, implorando al gran dios para que hiciera regresar a la gigantesca multitud al Foro.

– ¡Ahora correrá la sangre! -gritó Saturnino desde el pedimento del templo en lo alto del Capitolio, de forma que Mario y sus hombres lo oyeran-. Antes de entregarme haré que matéis a muchos romanos, Cayo Mario! ¡El templo se mancillará con sangre romana!

– Puede que esté en lo cierto -dijo Escauro, con gesto de gran satisfacción, pese a la nueva preocupación.

– ¡No! -exclamó Mario, riendo estentóreamente-. Está alardeando como un animal acorralado, Marco Emilio. La solución de este asedio es simple, créeme. Los haremos salir sin derramar una sola gota de sangre romana. Lucio Cornelio -añadió dirigiéndose a Sila-, búscame a los ingenieros de la compañía de abastecimiento de aguas y que corten inmediatamente el suministro al Capitolino.

– ¡Qué sencillo! -exclamó maravillado el portavoz de la cámara, asintiendo con la cabeza-. A nadie se le habría ocurrido. ¿Cuánto tardarán en rendirse?

– No mucho. Tened en cuenta que han estado haciendo un ejercicio que da sed. Supongo que mañana. Voy a mandar hombres allá arriba para que rodeen el templo y que los agobien constantemente con la idea de que no tienen agua.

– Pero Saturnino es muy decidido -comentó Escauro.

Era un criterio que Mario no compartía, y lo manifestó.

– Marco Emilio, él es un político, no un militar. Tendrá que darse cuenta de que no dispone de la fuerza de las armas ni de una estrategia aplicable -replicó, volviendo el lado tullido del rostro hacia Escauro, con aquel ojo irónico caído y aquella siniestra sonrisa asimétrica-. ¡Si yo fuese Saturnino si que tendríais que estar preocupado, Marco Emilio! Me habría proclamado rey de Roma y estaríais todos muertos.

– Lo sé, Cayo Mario, lo sé -replicó el portavoz de la cámara, retrocediendo instintivamente un paso.

– En fin -añadió Mario, animado, ocultando el lado tullido de su rostro de la vista de Escauro-, afortunadamente no soy el rey Tarquinio, aunque la familia de mi madre sea de Tarquinia. Una noche en el recinto del gran dios hará que Saturnino vuelva a sus cabales.

Los del populacho que habían sido apresados al desperdigarse y huir fueron agrupados y encerrados en las celdas de la Lautumiae, fuertemente vigilados, mientras un expeditivo grupo de funcionarios del censor separaba los ciudadanos romanos de los no romanos para ejecutar a éstos inmediatamente y juzgar sumariamente al día siguiente a los otros y arrojarlos desde la roca Tarpeya del Capitolio.

Sila regresó en el momento en que Mario y Escauro comenzaban a alejarse del bajo Foro.

– Traigo recado del Quirinal, de Lucio Valerio -dijo, mostrando un aspecto sumamente distendido para los acontecimientos de la jornada-. Dice que, efectivamente, Glaucia está en casa de Cayo Claudio, que han atrancado las puertas y que se niega a salir.

– Bien, príncipe del Senado -dijo Mario mirando a Escauro-, ¿qué hacemos ante esta situación?

– ¿Por qué no seguimos la misma pauta de esa pandilla y dejamos que transcurra la noche? Que Lucio Valerio siga vigilando la casa, y cuando Saturnino se rinda, que den la noticia a voces por encima de la tapia de Cayo Claudio, a ver qué pasa.

– Buena idea, Marco Emilio.

Escauro se echó a reír.

– Esta amable colaboración con vos, Cayo Mario, no va a acrecentar mi fama entre mis amigos los boni -dijo cogiendo a Mario del brazo-. No obstante, me alegro mucho de que hayáis estado hoy aquí. ¿Qué decís, Publio Rutilio?

– Que no podríais haber dicho mejor verdad.


Lucio Apuleyo Saturnino fue el primero en rendirse de los refugiados en el templo de Júpiter Optimus Maximus, y Cayo Saufeio el último. Los que eran romanos -unos quince- quedaron arrestados en la tribuna de los Espolones para que todos los que pasaran los vieran, que no fueron muchos, ya que la gente se quedó en sus casas. Y allí mismo, en su presencia, se juzgó por traición ante un tribunal especial a los que de entre el populacho eran ciudadanos romanos -casi todos, ya que no se trataba de una revuelta de esclavos- y fueron sentenciados a morir arrojados desde la roca Tarpeya.

La roca Tarpeya era un resalte basáltico que se proyectaba sobre un abismo de tan sólo ochenta pies de profundidad al sudoeste del Capitolio. Que los condenados muriesen, se debía a que en el fondo había un afloramiento de afiladas rocas.

Los traidores fueron conducidos por el Clivus Capitolinus y por delante de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus, hasta un tramo de la muralla Serviana frente al templo de Ope. El farallón de la roca Tarpeya sobresalía fuera de la muralla y se veía bien su perfil desde el bajo Foro, en donde, inopinadamente, apareció la muchedumbre para ver cómo ajusticiaban a los partidarios de Lucio Apuleyo Saturnino; una muchedumbre con el estómago vacío pero sin ánimo de demostrar su indignación. Tan sólo querían ver cómo arrojaban a los condenados desde la roca Tarpeya porque era algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo y se había difundido el rumor de que había casi un centenar de condenados. Ningunos ojos entre aquella muchedumbre miró a Saturnino ni a Equitio con afecto o compasión, pese a que la componían los mismos que tan estentóreamente los habían aclamado durante las elecciones tribunicias. Circulaba el rumor de que iba a llegar una flota con trigo de Asia gracias a Cayo Mario, y por eso le vitoreaban intermitentemente, pues lo que realmente querían era tener una especie de fiesta y ver saltar a los condenados desde la roca Tarpeya; la muerte a una prudente distancia en aquella modalidad acrobática. La novedad.


– No podemos celebrar el proceso de Saturnino y Equitio hasta que los ánimos se hayan calmado un poco -dijo el portavoz de la cámara, Escauro, a Mario y Sila, acomodados en la escalinata del Senado, mientras aquella serie de peleles en miniatura caían agitándose al vacío.

Ni Mario ni Sila se llamaron a engaño: no era la muchedumbre del Foro lo que preocupaba a Escauro, sino la más impulsiva e indignada de los suyos, que, ahora que todo había concluido, protestaba enardecida. El rencor hacia las gentes de Saturnino se había centrado en el propio tribuno, con especial saña hacia Lucio Equitio. Los jóvenes senadores y los que aún no tenían edad para serlo formaban un grupo junto a la zona de comicios, encabezados por Cepio hijo y Metelo el joven, y miraban con cara de pocos amigos a Saturnino y sus compañeros cautivos en la tribuna de los Espolones.

– Peor será cuando Glaucia se rinda y esté con ellos -dijo Mario, pensativo.

– ¡Qué pandilla de miserables! -exclamó Escauro, despectivo-. ¡Era de esperar que algunos hubieran hecho lo que debían arrojándose sobre su espada! ¡Incluso el cobarde de mi hijo lo hizo!

– Estoy de acuerdo -dijo Mario-. Pero lo cierto es que tenemos a quince, dieciséis cuando se entregue Glaucia, para juzgarlos por traición y un grupo indignado que se me antoja una manada de lobos mirando a un rebaño de ovejas.

– Tendremos que encerrarlos en algún sitio durante unos días -dijo Escauro-. Pero ¿dónde? Por el buen nombre de Roma, no podemos consentir que los maten.

– ¿Por qué no? -terció Sila.

– Habría complicaciones, Lucio Cornelio. Hemos evitado el derramamiento de sangre en el Foro, pero la multitud va a volver a congregarse para ver el juicio por traición. Hoy está entretenida con las ejecuciones de gente sin importancia, pero ¿podemos estar seguros de que no cambiará de ánimo cuando juzguemos a Lucio Equitio, por ejemplo? -dijo Mario, lacónico-. Es una situación difícil.

– ¿Por qué no se habrán arrojado sobre su espada? -inquirió Escauro, inquieto-. ¡Imaginaos las complicaciones que nos habrían ahorrado! Un suicidio admitiendo la culpabilidad, sin necesidad de juicio ni de estrangulador en la cárcel del Tullianum, porque desde la roca Tarpeya no nos atrevemos a arrojarlos.

Sila escuchaba pero no quitaba ojo de Cepio hijo y Metelo el joven sin decir palabra.

– Bueno, ya nos preocuparemos del juicio en su momento -añadió Mario-. Mientras tanto tenemos que encontrar un sitio para encerrarlos sin riesgo.

– La Lautumiae queda descartada -se apresuró a decir Escauro-, pues si por casualidad, o por instigación de alguien, la muchedumbre decide liberarlos, las celdas no resistirán el asalto aunque tengamos a todos los lictores de guardia. No es Saturnino quien me preocupa, sino ese desastre de Equitio. Sólo faltaría que alguna estúpida comenzase a llorar y a lamentarse de que el hijo de Tiberio Graco va a morir para que tuviésemos complicaciones -añadió con un gruñido-. Y por si fuera poco, mirad a ese grupo de jóvenes casi relamiéndose; no les importaría lo más minimo acabar con Saturnino.

– Pues sugiero que los encerremos en la Curia Hostilia -dijo Mario.

– ¡Eso no podemos hacerlo, Cayo Mario! -replicó Escauro mirándole estupefacto.

– ¿Por qué no?

– ¿Encarcelar a unos traidores en la sede del Senado? ¡Eso es… como… como ofrecer una cagarruta en sacrificio a los dioses!

– De todos modos ya han mancillado el templo de Júpiter Optimus Maximus y todo lo relacionado con la religión estatal habrá que purificarlo. La Curia no tiene ventanas y posee las mejores puertas de Roma. Otra solución es que algunos de nosotros los retengamos voluntariamente en nuestras casas… ¿Os gustaría haceros cargo de Saturnino? Saturnino para vos y Equitio para mí. Y creo que Quinto Lutacio podría hacerse cargo de Glaucia -dijo Mario sonriendo.

– La Curia Hostilia es una excelente idea -dijo Sila, sin dejar de mirar, pensativo, a Cepio hijo y a Metelo el joven.

– ¡Brrr! -exclamó Escauro, príncipe del Senado, no por Mario o Sila, sino por las circunstancias. Luego asintió enérgicamente-. Tenéis razón, Cayo Mario. Me temo que habrá de ser en la Curia Hostilia.

– ¡Estupendo! -dijo Mario, dando una palmada a Sila en el hombro para indicarle que se pusiera en marcha-. Mientras me ocupo de los detalles, Marco Emilio -añadió con una horrorosa sonrisa descolgada-, vos encargaos de explicar a vuestros colegas los boni por qué es preciso utilizar el venerable edificio como cárcel.

– ¡Ah, muchas gracias! -exclamó Escauro.

– No hay de qué.

Cuando estuvieron lo bastante alejados para que nadie los oyera, Mario dirigió una curiosa mirada a Sila.

– ¿Qué te traes entre manos? -le preguntó.

– No sé si voy a decírtelo -respondió éste.

– Haz el favor de andar con cuidado. No quiero que acabes ante un tribunal por traición.

– Andaré con cuidado, Cayo Mario.


Saturnino y sus conjurados se rindieron el octavo día de diciembre; al noveno, Cayo Mario volvía a convocar la Asamblea centuriada y presidía la declaración de los candidatos a las magistraturas curules.

Lucio Cornelio Sila no se molestó en acudir a la saepta; estaba ocupado en otras cosas, entre ellas, largas conversaciones con Cepio hijo y Metelo el joven y una breve visita a Aurelia, pese a que sabía por Publio Rutilio Rufo que se hallaba bien y que Lucio Decumio había mantenido alejados del Foro Romano a sus tabernarios colegas.

El décimo día del mes era cuando asumían el cargo los nuevos tribunos de la plebe; pero dos de ellos, Saturnino y Equitio, estaban encerrados en el Senado, y existía la preocupación de que volviese a congregarse la multitud, a quien parecía interesarle más la suerte de los tribunos de la plebe.

Aunque Mario no pensaba autorizar a su modesto ejército de tres días atrás a acudir al Foro con corazas y espadas, mandó cerrar el mercadillo contiguo a la basílica Porcia y estableció allí un depósito de corazas y armas; en la planta baja, en el extremo que daba al Senado, estaban las dependencias del Colegio de tribunos de la plebe en las que tenían que reunirse al amanecer los ocho no complicados con Saturnino, para después proceder a la sesión inaugural de la Asamblea de la plebe lo antes posible, sin hacer mención alguna de los dos que faltaban.

Pero aún no había amanecido y el Foro estaba totalmente vacío, cuando Cepio hijo y Metelo Pío bajaban por el Argiletum hacia la Curia Hostilia a la cabeza de un grupo. Habían dado aquella vuelta para mayor seguridad de que nadie los viese, pero cuando se desplegaron en torno a la Curia comprobaron que podían actuar con total impunidad.

Llevaban largas escalas que colocaron contra los laterales del edificio, hasta las viejas tejas en forma de abanico de los aleros, frágiles y cubiertas de musgo.

– No olvidéis -dijo Cepio a su tropa- que Lucio Cornelio ha dicho que no hay que desenvainar la espada. Hay que cumplir al pie de la letra las órdenes de Cayo Mario.

Uno tras otro fueron ascendiendo por las escalas hasta que los cincuenta que formaban el grupo estuvieron en cuclillas en el tejado, poco inclinado, y allí aguardaron a oscuras a que por el este surgiese la débil luz que se transformó de gris paloma en oro brillante antes de que los primeros rayos de sol surgieran por detrás del Esquilino bañando la techumbre del Senado. Ya comenzaban a llegar algunos al Foro, pero las escalas ya estaban retiradas y nadie advirtió su presencia porque a nadie se le ocurrió mirar hacia arriba.

– ¡¡Ahora!! -gritó Cepio hijo.

A toda prisa -porque Lucio Cornelio les había dicho que no dispondrían de mucho tiempo- el grupo de asalto comenzó a quitar las tejas de las vigas de roble superpuestas a las gruesas jácenas de cedro. La luz bañó el interior del Senado, cayendo sobre quince pálidos rostr0s que miraban hacia arriba, más estupefactos que aterrados. Y cuando cada uno de los asaltantes tuvo a su lado un montón de tejas, comenzaron a arrojárselas por la abertura practicada. Saturnino cayó en seguida y Lucio Equitio también. Hubo algunos que trataron de refugiarse en los rincones más apartados, pero los jóvenes del tejado no tardaron en afinar la puntería, disparando acertadamente las tejas en todas direcciones. Como en el Senado no había ningún tipo de mueble, pues los senadores se traían sus propias sillas y los secretarios cogían un par de mesas en las dependencias contiguas del Argiletum, no existía nada tras lo que los detenidos pudieran parapetarse de aquella lluvia de proyectiles, más eficaces de lo que Sila había pensado. Al chocar, aquellas tejas de diez libras se rompían en trozos de afiladas aristas.

Cuando llegaron allí Mario y sus legados, Sila incluido, todo había terminado. Los asaltantes bajaban al suelo y allí permanecieron quietos sin tratar de escapar.

– ¿Los detengo? -preguntó Sila a Mario.

Mario, enfrascado en sus pensamientos, dio un respingo al oir la pregunta.

– ¡No! ¿No ves que no se mueven…? -replicó, dirigiéndole una inquisitiva mirada de reojo a la que Sila respondió con un rápido guiño.

– Abrid las puertas -dijo Mario a los lictores.

En el interior, el sol matutino se abría paso a través de un palio de polvo que iba depositándose lentamente e iluminaba por doquier montones de tejas con verdín, con las aristas rotas, y en su envés más protegido de los elementos atmosféricos, una tonalidad bermellón oscura, casi color sangre. Quince cadáveres yacían encogidos o despatarrados, medio sepultados por las tejas destrozadas.

– Vos y yo solos, príncipe del Senado -dijo Mario.

Entraron juntos y fueron de un cadáver a otro para ver si había alguno con vida. A Saturnino le habían alcanzado tan pronto y con tal fuerza, que ni siquiera había tenido tiempo de hacer ademán de protegerse; tenía el rostro enterrado bajo un caparazón de tejas que, al quitárselo, puso al descubierto unos ojos muertos mirando hacia el cielo con las negras pestañas cubiertas de polvo. Escauro se agachó a cerrárselos y torció el gesto: había tanto polvo acumulado en los globos oculares, que los párpados se resistían a cerrarse. Lucio Equitio había salido peor librado, pues apenas presentaba una parte de su cuerpo que no estuviera magullada o cortada, y tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para sacarle de entre aquel montón de tejas. Saufeio, que había echado a correr hacia un rincón, había sido alcanzado por un fragmento que debió de rebotar en el suelo, alojándosele como una punta de lanza en el cuello; estaba casi decapitado. A Tito Labieno le había alcanzado una teja entera de lado en la rabadilla y había perecido sin sentir nada por debajo de la brutal fractura en la columna vertebral.

Mario y Escauro conferenciaron.

– ¿Y ahora qué hago con esos imbéciles de ahí fuera? -inquirió Mario.

– ¿Y qué podéis hacer?

– ¡Vamos, príncipe del Senado! -exclamó Mario elevando la mitad derecha del labio superior-. ¡Asumid parte de la carga sobre vuestro viejo esqueleto! ¡Os prometo que de ésta no vais a escapar! ¡O me respaldáis o disponeos a un enfrentamiento, comparado con el cual lo que aquí ha sucedido será como la fiesta femenina de la Bona Dea!

– ¡De acuerdo, de acuerdo! -replicó Escauro, irascible-. ¡No pretendía decir que no fuera a apoyaros, rústico puntilloso! Sólo he dicho que qué podéis hacer…

– Según los poderes que me ha otorgado el Senatus Consultum, puedo hacer lo que quiera, desde arrestar a esos audaces, hasta enviarlos a casa con una simple reprimenda. ¿Qué consideráis más conveniente?

– Lo conveniente es enviarlos a casa. Lo adecuado sería arrestarlos y acusarlos del asesinato de conciudadanos romanos, pues, como los presos no habían sido sometidos a juicio, eran ciudadanos romanos cuando encontraron la muerte.

Mario enarcó su única ceja móvil.

– Entonces, ¿qué decisión adopto, príncipe del Senado? ¿La conveniente o la adecuada?

– La conveniente, Cayo Mario -respondió Escauro encogiéndose de hombros-. Y lo sabéis tan bien como yo. Si adoptáis la adecuada, causaréis tal herida en el árbol de Roma que arrastraría al mundo entero en su caída.

Salieron del Senado y permanecieron juntos en lo alto de la escalinata, mirando a los que se hallaban reunidos en la explanada. Aparte de aquellos centenares, el Foro Romano estaba vacío, limpio y paradisíaco bajo el sol matutino.

– ¡Concedo una amnistía general! -gritó Cayo Mario con todas sus fuerzas-. ¡Id a casa, jóvenes! -añadió dirigiéndose a los asaltantes-. ¡Quedáis amnistiados también vosotros! ¿Dónde están los tribunos de la plebe? -prosiguió, dirigiéndose a los demás-. ¿Aqui? ¡Bien! Convocad la asamblea ahora que no está el populacho. El primer punto de la orden del día será la elección de dos tribunos más, ya que Lucio Apuleyo Saturnino y Lucio Equitio han muerto. Comandante de los lictores, enviad la guardia con esclavos públicos y adecentad la Curia Hostilia. Entregad los cadáveres a sus respectivas familias para que tengan un funeral honorable, pues no habían sido juzgados por sus crímenes y siguen siendo ciudadanos romanos acomodados.

Descendió por la escalinata y se dirigió hacia la tribuna de los Espolónes, pues era el primer cónsul y presidente de la ceremonia de toma de posesión de los nuevos tribunos; de haber sido patricio, este cometido habría recaído en el segundo cónsul, y ésa era la razón por la que se nombraba un cónsul plebeyo: para poder presidir el concilium plebís.

Y sucedió en aquel preciso momento, quizá porque el rumor estaba en plena efervescencia y se había propagado rápidamente por toda la ciudad. El Foro comenzó a llenarse de gente a millares; gentes que acudían desde el Esquilino, el Caelia, el Viminal, el Quirinal, el Subura, el Palatino, el Aventino, el Oppiae. Cayo Mario vio inmediatamente que era la misma multitud que se había congregado allí mismo durante las elecciones de los tribunos de la plebe.

Ahora que ya había pasado lo peor, y con aquel sentimiento de paz en su corazón, miró aquel mar de rostros y vio lo que a Lucio Apuleyo Saturnino le había resultado evidente: una fuente de poder sin explotar, sin la astucia que procuran la experiencia y la formación, dispuesta a rendirse al kharisma egoísta de cualquier demagogo de apasionada elocuencia para seguir a otro amo. Esto no es lo mío, pensó Cayo Mario. Ser el primer hombre de Roma amparándose en la credulidad de la masa no es ninguna victoria. He conquistado la categoría de primer hombre de Roma al estilo tradicional, con esfuerzo, batallando contra los prejuicios y monstruosidades del cursus honorum.

Sin embargo, concluyó eufórico Cayo Mario, haré un último gesto para demostrar a Escauro, príncipe del Senado, a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo y a todos los boni que si hubiese optado por el método de Saturnino, serían ellos quienes estarían muertos en la Curia Hostilia aplastados bajo las tejas y sólo yo mandaría en Roma. Porque, comparado con Saturnino, soy lo que Júpiter a Cupido.

Avanzó hacia el borde de la tribuna de los Espolones que miraba hacia el bajo Foro en vez de a la zona de comicios y abrió los brazos en un ademán que parecía abarcar a la multitud, acogerla como un padre a sus hijos.

– ¡Pueblo de Roma, volved a vuestras casas! -clamó con voz estentórea-. Todo ha terminado y Roma está a salvo. Y yo, Cayo Mario, me complazco en anunciaros que ayer llegó al puerto de Ostia una flota con trigo. Hoy, durante toda la jornada, no cesarán las gabarras de remontar la corriente y mañana habrá trigo a la venta en los silos estatales del Aventino a un sestercio el modius, precio estipulado en la ley frumentaria de Lucio Apuleyo Saturnino. Pero como Lucio Apuleyo ha muerto, la ley no es válida. ¡Soy yo, Cayo Mario, cónsul de Roma, quien os da el trigo! El precio especial estará vigente hasta que yo abandone el cargo dentro de diecinueve días. Después, los nuevos magistrados decidirán el precio que deberéis pagar. ¡Ese sestercio que os cobro es mi regalo de despedida, quirites! Porque os aprecio he luchado por vosotros y he vencido por vosotros. ¡No lo olvidéis nunca! ¡¡Viva Roma!!

Y descendió de la tribuna en medio de una tempestad de vítores, con los brazos alzados y aquella deforme sonrisa a modo de adiós; el lado sano y el lado tullido.

Catulo César estaba paralizado de asombro.

– Pero ¿habéis oído? -musitó a Escauro-. ¡Acaba de regalar en su nombre diecinueve días de trigo! ¡Al Tesoro le costará miles de talentos! ¿Cómo se atreve?

– ¿Vais a subir a la tribuna a desmentirle, Quinto Lutacio? -inquirió sonriente Sila-. ¿Teniendo a todos vuestros leales boni jóvenes en libertad?

– ¡¡Maldito sea!! -exclamó Catulo César casi al borde de las lágrimas.

Escauro soltó una carcajada.

– ¡Nos la ha vuelto a jugar, Quinto Lutacio! -pudo decir a duras penas, sacudido por la hilaridad-. ¡Ah, qué terremoto es ese hombre! ¡Bien que nos la ha jugado dejándonos la factura! ¡Le detesto, pero, por todos los dioses, que me encanta!

Y volvió a desternillarse de risa.

– ¡Hay veces, Marco Emilio Escauro, en que realmente no os entiendo! -comentó Catulo César, alejándose con su mejor paso de camello.

– En cambio yo, Marco Emilio Escauro, os entiendo perfectamente -dijo Sila, y soltó una carcajada más fuerte que la del portavoz de la cámara.


Cuando Glaucia se arrojó sobre su espada y Mario amplió la amnistía a Cayo Claudio y sus compañeros, Roma respiró con alivio, y todos pensaron que habían acabado los disturbios del Foro, pero no fue así. Los jóvenes hermanos Lúculo procesaron a Cayo Servilio el Augur por traición y volvió a estallar la violencia. Los senadores estaban con el ánimo exaltado porque el caso afectaba a los boni; Catulo César, Escauro y los suyos se pusieron totalmente de parte de los Lúculo, mientras que el pontífice máximo Ahenobarbo y Craso Orator se hallaban obligados por vínculos de clientela y amistad con Servilio el Augur.

Aquella multitud sin precedentes que había invadido el Foro Romano durante los disturbios provocados por Saturnino, había desaparecido, pero los que ahora se congregaban masivamente eran los habituales que acudían a presenciar el juicio, atraídos por el carisma de los Lúculos, que eran conscientes de ello y estaban dispuestos a aprovecharlo al máximo. Varro Lúculo, el más joven de los hermanos, se había revestido de su toga viril pocos días antes de comenzar el juicio, pero ni él ni su hermano de dieciocho años se afeitaban aún. Sus agentes, mañosamente mezclados entre la multitud, difundieron el rumor de que aquellos dos pobres muchachos acababan de recibir la noticia de que su padre había muerto en el exilio y de que a la noble y antigua familia de Licinio Lúculo no le quedaba más que aquellos dos pobres muchachos para defender su honor, su dignitas.

El jurado, formado por caballeros, había decidido de antemano ponerse de parte de Servilio el Augur, que era un caballero que había accedido al Senado de la mano de su patrón, el pontífice máximo Ahenobarbo. Ya al elegirse aquel jurado se habían producido violencias, porque los ex gladiadores pagados por Servilio el Augur habían tratado de interrumpir el juicio; pero los jóvenes nobles, encabezados por Cepio hijo y Metelo Pío, los habían expulsado, matando a uno de ellos. El jurado tomó buena nota y se resignó a escuchar a los hermanos Lúculo con mayor interés del previsto.

– Declararán culpable al Augur -dijo Mario a Sila, mientras asistían de cerca al juicio sin perderse un solo detalle.

– Efectivamente -contestó Sila, que estaba fascinado por el mayor de los Lúculo-. ¡Magnífico! -exclamó cuando el joven concluyó su requisitoria-. ¡Me gusta ese muchacho, Cayo Mario!

– Es altanero y frío como su padre -replicó Mario, impasible.

– Bien se ve que estás de parte del Augur -añadió Sila, muy serio.

Mario encajó sonriente la puya.

– Me pondría de parte de un mono africano si les hiciera la vida imposible a los conservadores partidarios del ausente Meneitos, Lucio Cornelio.

– Servilio el Augur sí que es un mono africano -replicó Sila.

– No te digo que no. Va a salir perdiendo.

Fue una predicción que se cumplió cuando el jurado (al ver a la pandilla de jóvenes nobles de Cepio hijo) dictó el veredicto unánime de DAMNO, aun después de haberse enternecido con las apasionadas defensas de Craso Orator y Mucio Escévola.

No constituyó sorpresa que el juicio concluyera con una reyerta, que Mario y Sila contemplaron desde una prudencial distancia, y con gran alborozo en el momento en que el pontífice máximo Ahenobarbo propinó un puñetazo en la boca al insufriblemente eufórico Catulo César.

– ¡Por Pólux y Linceo! -exclamó Mario, encantado al ver que los dos se disponían a enfrentarse a puñetazos-. ¡Vamos, dale, Quinto Lutacio Pólux! -gritó.

– No es mala alusión clásica, dado que los Ahenobarbos perjuran que fue Pólux quien les concedió el rojo de sus negras barbas -dijo Sila cuando un directo de Catulo César tiñó de rojo el rostro de Ahenobarbo.

– Esperemos -añadió Mario, girando sobre sus talones en cuanto la pelea concluyó, con la derrota de Ahenobarbo- que esto ponga fin a los acontecimientos del Foro este año aciago.

– Oh, no lo sé, Cayo Mario. Aún tenemos que aguantar las elecciones consulares.

– Afortunadamente no se celebran en el Foro.


Dos días después, Marco Antonio celebraba su triunfo, y dos días más tarde era elegido primer cónsul para el año en puertas; su colega consular fue nada menos que Aulo Postumio Albino, aquel cuya invasión de Numidia diez años atrás había precipitado la guerra contra Yugurta.

– ¡Los electores son unos perfectos asnos! -dijo, algo exaltado, Mario a Sila-. ¡Han elegido de segundo cónsul a uno de los mejores ejemplos que conozco de ambición unida a nulo talento! ¡Bah, tienen una memoria tan efímera como su mierda!

– Es que dicen que el estreñimiento causa torpeza mental -comentó Sila, sonriendo pese a que un nuevo temor le asaltaba. Esperaba presentarse a pretor en las elecciones del año siguiente, pero aquel día había captado una mala disposición en la Asamblea centuriada por los candidatos partidarios de Mario. Sin embargo, ¿cómo distanciarse de aquel hombre que tanto le había ayudado?, se preguntaba acongojado.

– Afortunadamente, pienso que va a ser un año de poca imaginación y Aulo Albino no tendrá ocasión de estropear las cosas -prosiguió Mario, ignorante de las reflexiones de Sila-. Por primera vez en mucho tiempo, Roma no tiene enemigos importantes. Podemos descansar y Roma podrá respirar.

Sila hizo un esfuerzo y apartó de su mente la idea de aquel pretorado que sabía iba a costarle.

– ¿Y la profecía? -inquirió de improviso-. Marta dijo claramente que serías cónsul de Roma siete veces.

– Seré cónsul siete veces, Lucio Cornelio.

– Lo dices convencido.

– Sí.

– Yo me contentaría con ser pretor -añadió Sila con un suspiro.

La hemiparesia facial hizo que el afectado profiriese un increíble bufido desdeñoso.

– ¡Tonterías! -añadió en tono enérgico-. Eres cónsul en esencia, Lucio Cornelio. De hecho, llegarás a ser el primer hombre de Roma.

– Gracias por tu fe en mí, Cayo Mario -respondió Sila con una sonrisa casi tan retorcida como la de Mario en aquellos días-. Pero, teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad, no tendré que competir contigo en las elecciones.

– ¡Qué combate de titanes! -replicó Mario riendo-. Pero no hay peligro -añadió con absoluta convicción.

– Ahora, dejando la silla curul y no proyectando entrar en el Senado, ya no serás el primer hombre de Roma, Cayo Mario.

– Cierto, cierto, pero mira, Lucio Cornelio, he tenido una buena carrera. Y en cuanto se me pase esta horrenda enfermedad, volveré.

– Y, entretanto, ¿quién será el primer hombre de Roma? -inquirió Sila-. ¿Escauro? ¿Catulo?

– ¡¡Nemo!! -tronó Cayo Mario, acompañándolo de una carcajada-. ¡Nadie! ¡Ahí está la gracia, porque ninguno de ellos me llega a la altura del zapato!

Sila le secundó echándose a reír, le pasó el brazo por los togados hombros y le dio un afectuoso apretón, mientras se alejaban de la saepta camino de casa. Ante ellos se alzaba el monte Capitolino; un amplio haz de sol invernal iluminaba la cuadriga argéntea de la Victoria en el frontón del templo de Júpiter Optimus Maximus, bañando la ciudad de Roma con un fulgor dorado.

– ¡Hace daño a los ojos! -gimió Sila. Pero era incapaz de apartar la vista.

Загрузка...