El cuarto año (107 a. JC.)

EN EL CONSULADO DE LUCIO CASIO LONGINO Y CAYO MARIO (I)

Nunca un consulado había tenido tanta importancia para su titular como para Cayo Mario aquel su primer año de mandato. Procedió a la toma de posesión el día de Año Nuevo, seguro de que su vela nocturna en espera de presagios había sido irreprochable y que su buey blanco se había atiborrado de forraje drogado. Solemne y distanciado, Mario configuraba la estampa perfecta del cónsul, muy alto y mucho más distinguido que todos los que le rodeaban aquella fría mañana soleada; el primer cónsul, Lucio Casio Longino, era bajo y rechoncho, no imponía en la toga y quedaba totalmente ensombrecido por su colega.

También Lucio Cornelio Sila tenía porte de senador, con su laticlavia de franja ancha en el hombro derecho, secundando a su cónsul Mario en el papel de cuestor.

Aunque no tenía el fasces para el mes de enero, pues el simbólico haz era potestad del primer cónsul Casio hasta las calendas de febrero, Mario convocó una reunión del Senado al día siguiente.

– En estos momentos -dijo a los senadores, casi todos presentes porque desconfiaban de Mario-, Roma se ve obligada a guerrear en tres frentes, sin contar Hispania. Necesitamos tropas para luchar en Numidia, Macedonia y contra los germanos en la Galia. No obstante, en estos quince años desde la muerte de Cayo Graco hemos perdido sesenta mil soldados romanos en los distintos campos de batalla. Otros miles han quedado inútiles para el servicio. Repito la duración de ese período, padres conscriptos: quince años. Ni siquiéra la mitad de una generación.

La cámara guardaba silencio; entre los asistentes se encontraba Marco Junio Silano, que había perdido más de un tercio de aquella cifra dos años antes y aún se veía obligado a defenderse del cargo de traición. Nadie había osado hasta aquel momento mencionar ante el Senado aquella tremenda cifra, pero todos los presentes Sabían que, si acaso, Mario pecaba por defecto. Aturdidos por la contundencia de aquellos números, pronunciados en latín provinciano, los senadores escuchaban con atención.

– No podemos completar las levas -prosiguió Mario- por una razón de peso: no hay hombres. La carencia de ciudadanos romanos y de individuos con derechos latinos es abrumadora, pero la penuria de itálicos es aún peor. Aunque alistásemos tropas en todos los distritos al sur del Arno, no podríamos alcanzar el número que necesitamos para las campañas de este año. Supongo que el ejército africano, las seis potentes legiones, entrenadas y equipadas, regresarán a Italia con Quinto Cecilio Metelo para que mi estimado colega Lucio Casio las emplee en la Galia Transalpina. Las legiones de Macedonia están también equipadas y formadas por veteranos y estoy seguro de que seguirán luchando bien a las órdenes de Marco Minucio y su joven hermano -hizo una pausa para recobrar aliento, mientras la cámara permanecía en silencio-. Pero subsiste el problema de la necesidad de un nuevo ejército para Africa. Quinto Cecilio Metelo ha dispuesto de seis potentes legiones. Personalmente creo que podría reducirse a cuatro el número de esas legiones si necesario fuera. ¡Pero Roma no dispone de cuatro legiones de reserva! Para refrescaros la memoria, os daré las cifras exactas de los elementos de un ejército de cuatro legiones.

No necesitaba Mario consultar ninguna nota. Bajo el palio de cónsul, en pie ante la silla curul, citó las cifras de memoria.

– Con plenos efectivos, cada legión consta de cinco mil ciento veinte soldados de infantería, más mil doscientos ochenta hombres libres no combatientes y otros mil esclavos no combatientes. Luego tenemos la caballería, una fuerza de dos mil jinetes, más dos mil hombres libres y esclavos no combatientes como tropa de apoyo. Por consiguiente, me enfrento a la tarea de reclutar veinte mil cuatrocientos ochenta soldados de infantería, cinco mil ciento veinte hombres libres no combatientes, cuatro mil esclavos no combatientes, ocho mil jinetes y ocho mil fuerzas auxiliares de caballería -dijo recorriendo la cámara con la vista-. Bien, nunca ha sido difícil alistar las tropas auxiliares y no lo será, dado que los requisitos para ello los cumple un simple aparcero. Tampoco habrá dificultades con la caballería, ya que, por tradición, Roma siempre ha tenido tropas a caballo de origen romano o itálico; encontraremos los hombres que necesitemos en Macedonia, Tracia, Liguria y Galia Transalpina, y ellos mismos aportarán los caballos y las fuerzas auxiliares.

Hizo una pausa más prolongada, mirando a determinados senadores, como Escauro, el fallido candidato consular Catulo César, el pontífice máximo Metelo Dalmático, Cayo Memio, Lucio Calpurnio Piso Cesónimo, Escipión Nasica, Cneo Domicio Ahenobarbo. Según la actitud que adoptaran aquéllos, los demás senadores los seguirían como borregos.

– Nuestro Estado es frugal, padres conscriptos. Cuando expulsamos a los reyes derogamos el concepto de organizar un ejército pagado fundamentalmente por el Estado, y por tal motivo limitamos el servicio de las armas a los que contaban con medios suficientes para adquirir el armamento, las armaduras y el equipo auxiliar, requisito aplicable a todos los soldados, romanos, latinos eitálicos, sin ninguna excepción. Un hombre que tiene propiedades está dispuesto a defenderlas y se interesa por la conservación del Estado y de sus propiedades. Está dispuesto a luchar de corazón. Por ese motivo nos hemos mostrado reacios a tener un imperio de ultramar y constantemente hemos evitado poseer provincias. Pero, tras la derrota de Perseo falló nuestro loable intento de implantar un autogobierno en Macedonia, porque los macedonios no entendían otro sistema que la autocracia. Y por eso tuvimos que incorporar Macedonia a título de provincia romana porque no podíamos permitirnos el riesgo de unas tribus bárbaras que invadieran su costa occidental, tan próxima a la costa oriental de Italia. La derrota de Cartago nos obligó a hacernos cargo del imperio cartaginés en Hispania, para no correr el riesgo de que otras naciones se posesionasen del mismo. Entregamos la mayor parte del Africa cartaginesa a los reyes de Numidia y sólo nos reservamos una pequeña provincia en torno a la propia Cartago para impedir el resurgir púnico. Sin embargo, ved lo que ha sucedido por ceder tanto territorio a los reyes númidas. Ahora nos vemos obligados a conquistar Africa para defender nuestra pequeña provincia y contener las flagrantes ansias expansionistas de un solo hombre: Yugurta. ¡Pues se trata, padres conscriptos, de un solo hombre que nos trae en jaque! El rey Atala nos legó Asia al morir ¡y aún seguimos tratando de eludir allí nuestras responsabilidades provinciales! Cneo Domicio Ahenobarbo abrió toda la costa de Galia entre Liguria y la Hispania Citerior para que dispusiésemos para nuestros ejércitos de un corredor seguro, estrictamente romano, entre Italia e Hispania, pero con ello nos hemos visto obligados a crear otra provincia.

Mario carraspeó. ¡Qué silencio!

– Nuestros soldados luchan ahora en campañas fuera de Italia. Están lejos de su patria largos períodos, tienen sus casas y tierras abandonadas, sus mujeres los engañan, no engendran hijos. Con el resultado de que cada vez tenemos menos voluntarios y nos vemos obligados a decretar levas. ¡Ningún hombre que se dedique a la agricultura o tenga un negocio desea estar apartado de su quehacer cinco, seis o siete años! Y cuando se le licencia corre el riesgo de ser de nuevo llamado a filas cuando no hay voluntarios que se presenten.

"Pero, sobre todo -continuó en tono sombrío-, ¡han muerto tantos hombres de éstos en los últimos quince años! Y no han sido reemplazados. Toda Italia carece de hombres con los requisitos necesarios para formar un ejército romano tradicional. Bien, desde tiempos de la segunda guerra contra Cartago -prosiguió cambiando otra vez de tono, con una voz que resonó en las vigas de la antigua nave, construida en tiempos del rey Tulio Hostilio-, los funcionarios de reclutamiento han tenido que hacer la vista gorda en lo relativo a los requisitos de propiedad. Y después de la pérdida del ejército de Carbo el Joven hace seis años, hemos incluso permitido la incorporación a filas de hombres que ni siquiera podían pagarse la armadura, y menos el resto del equipo. Si bien esto siempre se ha hecho de tapadillo, oficiosamente y siempre como últimO recurso.

"Esa época se ha acabado, padres conscriptos. Yo, Cayo Mario, cónsul del Senado y el pueblo de Roma, hago saber a los miembros de esta cámara que voy a reclutar mis tropas, no por el sistema de leva obligatoria. ¡Yo quiero soldados conscientes y no hombres que prefieren estar en su casa! ¿Y dónde voy a encontrar unos veinte mil voluntarios, os preguntaréis? Bien, la respuesta es sencilla. ¡Voy a hallarlos entre los del censo del estrato social más bajo, aquellos tan pobres que no se les permite ingresar en ninguna de las cinco clases! ¡Voy a buscar esos voluntarios entre los que no tienen ni dinero, ni propiedades, y muchas veces ni siquiera trabajo fijo! ¡Voy a buscar mis voluntarios entre aquellos a quienes nunca se les ha dado la oportunidad de luchar por su país, de luchar por Roma!

Comenzó a oírse un murmullo que fue creciendo y generalizándose hasta que toda la cámara gritaba estentórea: "¡No! ¡No! ¡No!"

Mario aguardaba impasible sin encolerizarse, a pesar de que la ira de los senadores le envolvía y por doquier todo eran puños esgrimidos y rostros congestionados, el ruido de más de doscientas sillas plegables moviéndose y el frufrú de las togas de los que se ponían en pie y las arrojaban al suelo de mármol, todo ello ensordecido por un pateo continuo.

Por fin cesó el alboroto, pues, a pesar de su indignación, los senadores sabían que Mario aún tenía la palabra y su curiosidad no era menor que su ira.

– ¡Podéis gritar, chillar y aullar hasta que las ranas críen pelo! -vociferó Mario una vez apagadas las protestas-. ¡Pero os notifico desde este mismo momento qué es lo que voy a hacer! ¡Y, además, no necesito vuestro consentimiento! ¡No hay ninguna tablilla con una ley que me lo impida, pero en cuestión de días habrá una que especifique que puedo hacerlo! ¡Una ley que estipule que cualquier magistrado mayor legalmente elegido que necesite un ejército, puede buscarlo entre los capite censi, los proletarii! ¡Porque voy a presentar mi causa al pueblo!

– ¡Jamás! -gritó Dalmático.

– ¡Por encima de mi cadáver! -chilló Escipión Nasica.

– ¡No! ¡No! ¡No! -gritaba la cámara como un solo hombre.

– ¡Esperad! -gritó la voz aislada de Escauro-. ¡Esperad, esperad! ¡Dejadme que le refute!

Pero nadie escuchaba. La curia hostilia, sede del Senado desde la instauración de la República, temblaba hasta los cimientos con el ensordecedor griterío de los senadores.

– ¡Vamos! -dijo Mario, saliendo como una tromba del Senado, seguido de su cuestor Sila y su tribuno de la plebe Tito Manlio Mancino.

La multitud se había congregado en el Foro nada más oír los primeros truenos de la tormenta y la zona de los comicios ya estaba atestada de seguidores de Mario. El segundo cónsul y Mancino, el tribuno de la plebe, descendieron la escalinata de la curia y cruzaron hacia la tribuna de los espolones de barcos enemigos, detrás de la zona de votación, mientras el patricio Sila permanecía en la escalinata del Senado.

– ¡Oíd, oíd! -gritaba Mancino-. ¡Se convoca sesión de la Asamblea de la plebe! ¡Convoco un contio!

Delante de la tribuna del orador, en el límite de los trofeos, se situó Cayo Mario de tal forma que quedaba frente a la zona de comicios y el espacio abierto del bajo foro; los situados en la del Senado le veían de espaldas y cuando todos los senadores, menos los escasos patricios, comenzaron a bajar los escalones hasta las divisiones de la zona de votación, desde donde le veían de frente para vituperarle, las filas de sus partidarios y clientes convocados se apretaron para cerrarles el paso. Hubo empujones y puñetazos, amenazas y gritos, pero las huestes de Mario no cedieron. Sólo dejaron paso a los otros nueve tribunos de la plebe, que se situaron detrás de los trofeos con grave expresión, discutiendo en voz baja si iba a ser posible interponer el veto impunemente.

– ¡Pueblo de Roma, dicen que no puedo hacer lo que es preciso para asegurar la salvación de Roma! -gritó Mario-. ¡Roma necesita soldados! ¡Roma necesita desesperadamente soldados! ¡Estamos rodeados de enemigos por todos los frentes y a los nobles padres conscriptos, como de costumbre, les preocupa más conservar su derecho heredado a gobernar que asegurar la salvación de Roma! ¡Son ellos, pueblo de Roma, quienes han agotado la sangre de romanos, latinos e itálicos por su indiferente explotación de las clases que tradicionalmente han servido en las filas del ejército romano! ¡Porque yo os digo que no quedan ya hombres de esas clases! ¡Los que no han muerto en algún campo de batalla gracias a la codicia, la arrogancia, la estupidez de algún cónsul con mando, están inútiles para servir en las legiones!

"¡Pero existe una alternativa de reclutamiento, hay hombres dispuestos y con ganas de ser soldados voluntarios de Roma! ¡Me refiero a los proletarios, los ciudadanos de Roma o de Italia que son demasiado pobres para tener voto en las centurias, demasiado pobres para tener tierra o un negocio, demasiado pobres para adquirir el equipo de soldado! ¡Pero ya es hora, pueblo de Roma, de que esos miles y miles de hombres sean llamados a hacer algo más por Roma que formar cola siempre que se ofrece trigo barato o abrirse camino a codazos para acudir al circo para divertirse en las fiestas, y criar hijos e hijas a los que no pueden alimentar! ¡El que no tengan nada no significa que no valgan nada! ¡Y ni se me ocurre pensar que amen menos a Roma que cualquier hombre que se precie! ¡En realidad, creo que su amor por Roma es más, muchísimo más puro que el amor del que alardean la mayoría de los honorables miembros del Senado!

Mario se alzó sobre la punta de los pies en un arrebato de indignación y abrió los brazos como abrazando a toda Roma.

– ¡Tengo aquí a mis espaldas al colegio de tribunos que os va a solicitar un mandato, pueblo de Roma, que el Senado me niega! ¡Os solicito el derecho a recurrir a las posibilidades militares del proletariado! ¡Quiero que los proletarios, de seres inútiles e insignificantes, se conviertan en soldados de las legiones romanas! ¡Quiero ofrecer a los proletarios un empleo remunerado, una profesión más que un trato! ¡Un futuro para ellos y para sus hijos con honor, prestigio y posibilidades de mejora! ¡Quiero ofrecerles el sentido de dignidad y de valía, la oportunidad de desempeñar un importante papel en el progreso de la poderosa Roma!

Hizo una pausa, mientras los comicios le contemplaban en profundo silencio, sin quitar la vista de su fiero rostro, de sus ojos de fuego, de aquel tórax y aquel maxilar indomables.

– ¡Los padres conscriptos del Senado niegan esa oportunidad a esos miles de hombres! ¡Me niegan la oportunidad de requerir sus servicios, su lealtad, su amor a Roma! ¿Y por qué? ¿Porque los conscriptos padres del Senado aman a Roma más que yo? ¡No! ¡Porque se aman a sí mismos y a su clase más que a Roma y a nadie más! ¡Por eso he venido a vosotros, pueblo de Roma, a pediros que me deis, y deis a Roma, lo que el Senado le niega! ¡Dadme los capite censi, pueblo de Roma! ¡Dadme a los más humildes y necesitados! ¡Dadme la oportunidad de hacer de ellos unos ciudadanos de los que Roma pueda enorgullecerse, una clase de ciudadanos a los que Roma dé empleo en lugar de sustentarlos, una clase de ciudadanos equipados, entrenados y pagados por el Estado para servir al Estado como soldados con alma y corazón! ¿Me daréis lo que os pido? ¿Daréis a Roma lo que necesita?

La multitud rompió a gritar, aclamando y pateando con denuedo, dando rienda suelta a una tradición de diez siglos. Los nueve tribunos de la plebe se miraban unos a otros y convinieron sin decir palabra en no interponer un veto. Porque amaban la vida.


– ¡Cayo Mario es un lobo rapaz enloquecido! -exclamó Marco Emilio Escauro en el Senado una vez aprobada la lex Manlia, facultando a los cónsules a reclutar voluntarios entre los capite censi-. ¡Cayo Mario es una úlcera perniciosa en el cuerpo de esta cámara! ¡Cayo Mario es la única razón evidente por la que, padres conscriptos, cerremos filas contra esos hombres nuevos y jamás consintamos que se sienten en la parte de atrás de esta venerable institución! Yo os pregunto, ¿qué sabe un Cayo Mario de la naturaleza de Roma, de los imperecederos ideales de su tradicional gobierno?

"¡Soy princeps Senatus, portavoz de la cámara, y en todos los años que llevo con esta institución de hombres a quienes venero como manifestación que son del espíritu de Roma, nunca había visto un individuo tan peligroso y bandolero como Cayo Mario! ¡Dos veces en tres meses se ha apoderado de las sagradas prerrogativas del Senado pisoteándolas en el grosero altar del pueblo! ¡Primero anuló el edicto senatorial otorgando a Quinto Cecilio Metelo la prórroga del mando en Africa, y ahora, para complacer sus ambiciones, se aprovecha de la ignorancia del pueblo para atribuirse poderes de reclutamiento militar antinaturales, desmedidos, irrazonables e inaceptables!

La asistencia a la sesión era muy nutrida. De los trescientos senadores vivos, más de doscientos ochenta estaban presentes. Escauro y los otros jefes de fila los habían sacado de sus casas y hasta del lecho de dolor, y allí se hallaban en sus sillas plegables en las tres gradas superpuestas a ambos lados de la curia hostilia, como una apretada bandada de gallinas blancas dormitando en el palo, en la que sólo rompía la cegadora visión del blanco el bordado rojo de las togas de los magistrados mayores. Los diez tribunos de la plebe se encontraban sentados en su largo banco de madera a nivel del suelo, a un lado de los únicos magistrados con derecho a estar separados del cuerpo principal: dos ediles curules, seis pretores y dos cónsules, acomodados en sus hermosas sillas de marfil labrado, realzadas sobre un estrado al fondo de la nave, al lado opuesto de las enormes puertas de bronce de la cámara.

En ese estrado se hallaba sentado Cayo Mario, junto y ligeramente detrás del primer cónsul Casio; distanciamiento puramente espiritual. Mario parecía tranquilo, contento y casi gatuno; escuchaba a Escauro sin inmutarse y sin rencor. Lo había conseguido. Tenía el mandato y podía permitirse el ser magnánimo.

– Esta cámara debe hacer cuanto esté en su mano para limitar el poder que Cayo Mario acaba de conceder a los plebeyos. Porque los plebeyos deben seguir siendo lo que siempre han sido, un conjunto de bocas hambrientas al que nosotros, que somos más privilegiados, debemos cuidar, alimentar y tolerar, sin pedirles a cambio ningún servicio. Puesto que no trabaja para nosOtros y es inútil, y no es más que un simple dependiente, la esposa de Roma que no trabaja, sin poder y sin voto, nada puede pedirnos que no queramos darle, porque nada hace: simplemente existe.

"Pero, gracias a Cayo Mario, ahora nos encontramos con todos los problémas y extravagancias de lo que debo calificar de ejército de soldados profesionales, hombres que no tienen otra fuente de ingresos ni otra forma de ganarse la vida, hombres que querrán estar en el ejército de una campaña a otra, hombres que costarán al Senado grandes sumas. Hombres que, además, padres conscriptos, pretenderán tener voz en los asuntos de Roma, pues hacen un servicio por Roma, trabajan para Roma. Habéis oído al pueblo. Nosotros, el Senado, que administramos el tesoro y distribuimos los fondos públicos de Roma, tenemos que rascar las arcas de Roma y acopiar el dinero para equipar al ejército de Cayo Mario con armas, armaduras y todos los pertrechos militares. Igualmente el pueblo nos encomienda pagar a esos soldados periódicamente en lugar de al final de la campaña, cuando se dispone del botín para sufragar el desembolso. El coste de los ejércitos de hombres insolventes quebrará las espaldas del Estado, qué duda cabe.

– ¡Tonterías, Marco Emilio! -le interpeló Mario-. ¡Hay tanto dinero en el tesoro de Roma que el Estado no sabe qué hacer con él, porque, padres conscriptos, nunca lo gastáis! ¡No hacéis más que atesorarlo!

Se oyeron murmullos y los rostros comenzaron a demudarse, pero Escauro alzó el brazo imponiendo silencio.

– Sí, el tesoro de Roma es cuantioso -dijo-, que es como debe ser un tesoro. Pese al coste de las obras públicas que realicé mientras fui censor, el tesoro sigue siendo cuantioso. Pero ha habido tiempos en que ha sido muy exiguo. Las tres guerras que sostuvimos contra Cartago nos dejaron al borde del desastre económico. Entonces yo os pregunto: ¿qué hay de malo en procurar que eso no vuelva a suceder? Mientras el tesoro sea cuantioso, Roma tendrá prosperidad.

– Roma será más próspera si los proletarios tienen dinero en la bolsa para gastarlo -replicó Mario.

– ¡Eso no es cierto, Cayo Mario! -exclamó Escauro-. Los proletarios malgastarán su dinero, desaparecerá de la circulación y no producirá.

Tras su réplica, Escauro se apartó de su escaño en la primera fila de la grada y se acercó a las grandes puertas de bronce, donde toda la cámara podía verle y oírle.

– Yo os digo, padres conscriptos, que debemos oponernos por todos los medios a que en el futuro un cónsul se sirva de la lex Manlia para reclutar tropas entre los proletarios. ¡El pueblo nos ha encomendado específicamente que paguemos el ejército de Cayo Mario, pero nada en la ley que ha sido registrada dice que tengamos que pagar el equipamiento de ningún futuro ejército de pobres! Y eso es lo que debemos hacer: que en el futuro un cónsul electo coja todos los pobres que quiera para formar sus legiones, pero cuando se dirija a nosotros, custodios del dinero de Roma, para recabar fondos para el pago y los equipos, nosotros se los neguemos.

"El Estado no puede permitirse enviar en campaña un ejército de pobres. Así de simple. Los proletarios son irreflexivos, irresponsables y no tienen respeto por la propiedad y los pertrechos. ¿Acaso un hombre al que se le entrega gratuitamente la cota de malla, a costa del Estado, va a cuidarla? ¡No! ¡Claro que no! ¡La dejará tirada, expuesta a la salinidad o a la lluvia, y se oxidará; la colgará de una estaca en un campamento y se olvidará de recogerla; la dejará a los pies de la cama de una prostituta extranjera y luego se lamentará de que ésta se la haya robado para dársela a su amigo! ¡Nuestros soldados de siempre son propietarios, tienen casas a las que regresar, dinero invertido, algo sólido y tangible cuyo valor conocen! Mientras que los veteranos pobres constituirán un peligro, porque ¿cuántos de ellos ahorrarán parte del dinero que les abone el Estado? ¿Cuántos depositarán su parte del botín? No, llegarán al final de sus años de servicio sin casa a donde ir, sin recursos para vivir. Ah, si, os oigo decir, ¿y qué hay de extraño en eso en su caso, si ellos siempre han vivido al día? Pero, padres conscriptos, esos militares pobres se acostumbrarán a que el Estado los alimente, los vista, les dé cobijo. Y cuando al retirarse les falte todo, refunfuñarán igual que esas esposas acostumbradas a gruñir cuando no hay dinero. ¿Es que se nos va a pedir que demos una pensión a esos veteranos pobres?

"¡No debemos consentir que eso suceda! ¡Lo repito, colegas miembros de este Senado del que soy portavoz, nuestra táctica en el futuro debe ir encaminada a arrancar los dientes a esos insensatos que reclutan tropas entre los proletarios, negándonos tesoneramente a contribuir con un solo sestercio al coste de nuestros ejércitos!

Cayo Mario se puso en pie para replicar.

– ¡Actitud más ridícula y de cortas miras sería difícil de ver hasta en el harén de un sátrapa parto, Marco Emilio! ¿Por qué no queréis entenderlo? Si Roma quiere seguir siendo lo que es en este momento, ¡Roma debe invertir en todo su pueblo, incluidas las gentes que no tienen derecho a voto en los comicios centuriados! Nos estamos quedando sin pequeños propietarios y comerciantes enviándolos a la guerra, sobre todo cuando los ponemos bajo el mando de incompetentes como Carbo y Silano… Ah, ¿estáis ahí, Marco Junio Silano? ¡Perdonad!

"¿Qué hay de malo en procurarnos los servicios de un amplio contingente de nuestra sociedad que hasta el momento le ha sido tan inútil a Roma como las ubres a un toro? ¡Si la única objeción real que se aduce es que habremos de ser algo más dadivosos con las apolilladas reservas del tesoro, es que somos tan necios como cortos de vista! Vos, Marco Emilio, estáis convencido de que los proletarios resultarán ser unos soldados desastrosos. ¡Pues bien, yo creo que serán estupendos soldados! ¿Y vamos a seguir quejándonos de tener que pagarlos? ¿Vamos a negarles una recompensa como retiro al final de su servicio activo? ¿Es eso lo que queréis, Marco Emilio?

"Pues a mí me gustaría ver que el Estado entrega parte de sus tierras públicas para que un soldado proletario, cuando se retire, tenga derecho a una pequeña parcela para cultivarla o venderla. Una especie de pensión. Y una aportación de sangre nueva más que necesaria en las filas más que diezmadas de los pequeños propietaríos rurales. ¿Cómo no va ser eso bueno para Roma? Caballeros, caballeros, ¿cómo es posible que no veáis que Roma sólo obtendrá mayor riqueza si está dispuesta a compartir su prosperidad con la morralla de su mar además de con las ballenas?

Pero la cámara se puso en pie en medio de un tumulto y el primer cónsul, Casio Longino, decidió que lo mejor era la prudencia; declaró cerrada la sesión y despidió a los padres conscriptos.


Mario y Sila se dispusieron a encontrar 20480 soldados de infantería, 5120 hombres libres no combatientes, 4000 esclavos no combatientes, 8000 soldados de caballería y 8000 hombres para tropas auxiliares.

– Yo me encargo de Roma y tú del Lacio -dijo Mario en un susurro-. Dudo mucho de que tengamos que recorrer toda Italia. ¡Vamos a conseguirlo, Lucio Cornelio! Por mucho que qúieran impedírnoslo, vamos a conseguirlo. He encargado a nuestro suegro Cayo Julio que se ocupe de los fabricantes y mayoristas de armaduras, y he enviado gente a Africa a que traigan a sus hijos para que nos ayuden. No veo que Sexto y Cayo hijo tengan madera de jefes, pero son excelentes subordinados, trabajadores, inteligentes y leales.

Se dirigieron al despacho en el que les esperaban dos hombres. Uno de ellos era un senador de unos treinta y tantos años y el otro un joven que a lo sumo tendría dieciocho.

Mario se los presentó a su cuestor.

– Lucio Cornelio, te presento a Aulo Manlio, a quien le he pedido que sea uno de mis legados mayores -dijo señalando al senador. Uno de los Manlios patricios, pensó Sila. Mario tenía amigos y clientes de toda clase-. Y este joven es Quinto Sertorio, hijo de una prima mía, Maria de Nersia, a quien siempre he llamado Ría. Voy a asignarlo a mi guardia personal.

Un sabino, pensó Sila. Había oído decir que eran inestimables en el ejército, un poco heterodoxos, pero de valentía sin par y de espíritu indomable.

– Bien, vamos a ponernos a trabajar -dijo el hombre de acción, el hombre que había estado esperando más de veinte años para poner en práctica sus ideas renovadoras de lo que debía ser el ejército romano-. Nos repartiremos las tareas. Aulo Manlio, tú te encargas de los caballos, los carros, los pertrechos, las tropas auxiliares y la intendencia, desde el aprovisionamiento hasta la artillería. Mis cuñados, los dos hijos de Julio César, no tardarán en llegar y te ayudarán. Quiero que lo tengas todo listo para zarpar hacia Africa a finales de marzo. Puedes recurrir a la ayuda que consideres necesaria, pero yo te sugeriría que empezases juntando las tropas auxiliares y que conforme progresa el reclutamiento vayan ayudando los mejores. Así ahorrarás dinero y ellos van adquiriendo experiencia.

El tal Sertorio miraba a Sila, al parecer fascinado, mientras que éste le miraba a él más fascinado que a Mario, al que ya se había acostumbrado. No es que Sertorio fuese sensualmente atractivo, pero irradiaba una potencia poco común en alguien tan joven. Fisicamente prometía ser inmensamente fuerte cuando alcanzase la madurez, y quizá fuese eso lo que contribuía a impresionar tanto a Sila, ya que, aunque era de buena estatura, su desarrollo muscular era tal, que daba la impresión de ser más bajo; tenía una cabeza cuadrada de cuello grueso y unos ojos llamativos, marrón claro, hundidos y de mirar decidido.

– Mi idea es zarpar a finales de abril con el primer contingente de tropas -prosiguió Mario, mirando a Sila-. Tú te encargarás de seguir organizando las legiones que falten, Lucio Cornelio, y de encontrarme una buena caballería. Me gustaría que lo pudieras tener todo organizado a finales de julio. Y a ti, Sertorio -añadió, volviéndose hacia el joven-, te mantendré en danza, no te preocupes. No puedo consentir que se diga que tengo a mis parientes sin hacer nada.

– Me gusta la danza, Cayo Mario -respondió el joven sonríendo y hablando pausadamente, como pensándoselo.


El proletariado se apresuró a alistarse masivamente. Nunca se había visto una cosa así en Roma, ni nadie del Senado esperaba tal respuesta por parte de un sector social en el que nunca se había molestado en pensar, salvo en épocas de escasez de trigo en las que era prudente abastecerle con grano barato para evitar peligrosos desórdenes.

En pocos días el número de voluntarios alistados con categoría de ciudadano romano alcanzó los 20480 previstos, pero Mario no interrumpió el enganche.

– Si hay más, los alistaremos -dijo a Sila-. Metelo tiene seis legiones; no sé por qué no iba yo a tener igual número. ¡Sobre todo cuando el Senado paga los gastos! Es algo que no volverá a repetirse, si damos crédito a Escauro, y mi instinto me dice que Roma necesitará esas dos legiones más. En cualquier caso, este año no conseguiremos organizar una campaña como es debido, así que lo mejor es centrarse en la instrucción y en los pertrechos. Lo positivo es que esas seis legiones estarán formadas por ciudadanos romanos y no auxiliares itálicos, lo cual significa que en años sucesivos seguiremos disponiendo de proletarii itálicos para enganchar y numerosos proletarios del censo de Roma.

Todo salió según lo previsto; cosa que no era de extrañar estando Mario al mando, como pudo comprobar Sila. A finales de marzo, Aulo Manlio navegaba de Neápolis a Utica, con caballos, ballestas, catapultas, provisiones y las mil cosas necesarias en un ejército. Nada más desembarcar en Utica, los barcos de transporte regresaron a Neápolis y recogieron a Cayo Mario, que zarpó con sólo dos de las seis legiones. Sila permaneció en Italia para terminar de pertrechar y organizar las otras cuatro y reunir la caballería. Finalmente fue a las regiones de la Galia itálica, al norte del Po, en donde reclutó magníficos jinetes de origen celta.

Hubo otros cambios en el ejército de Mario aparte de la tropa básica, pues, al ser soldados sin tradición militar, ignoraban completamente en qué consistía y no mostraron oposición ni rechazo. Durante muchos años, la antigua unidad táctica denominada manípulo había quedado demasiado reducida para contener a los ejércitos abigarrados e indisciplinados con que tenían que combatir muchas veces las legiones; la cohorte, tres veces mayor que el manípulo, la había ido sustituyendo en la práctica, pero nadie había reestructurado las legiones en cohortes en lugar de manípulos, ni cambiado la jerarquía de los centuriones para ajustarla al mando por cohortes. Y eso fue lo que hizo Mario la primavera y el verano de su primer año de consulado. A partir de entonces, salvo como unidad de adorno en los desfiles, el manípulo dejó de existir oficialmente y quedó sustituido por la cohorte.

Pero había inconvenientes imprevistos en la organización de un ejército de proletarios. Los antiguos soldados de Roma sabían leer y contar y no presentaban inconveniente en cuanto a reconocer banderas, cifras, letras y símbolos, mientras que los que formaban el ejército de Mario eran en su mayoría analfabetos que apenas sabían de números. Sila instauró un programa formando agrupaciones de ocho hombres que ocupasen la misma tienda y entre los que hubiese uno por lo menos capaz de leer y escribir, a quien se le concedió antigüedad respecto a sus camaradas a cambio de enseñarles a interpretar los números, las letras, los símbolos y los estandartes, así como a leer y escribir, en la medida de lo posible. Pero el programa avanzaba despacio y la alfabetización tendría que posponerse hasta que las lluvias invernales impidieran las operaciones.

El propio Mario inventó un nuevo punto de reunión sencillo y muy emotivo para sus legiones, asegurándose de que se aleccionaba a toda la tropa con temor y reverencia al respecto. Dio a todas las legiones una preciosa águila de plata con las alas abiertas montada en un mástil plateado; el águila la portaría el aquilifer o soldado considerado el más fuerte de su legión, revestido de una piel de león y una armadura de plata. El águila, decía Mario, era el símbolo de Roma para las legiones y todos los soldados estaban obligados al atroz juramento de estar dispuestos a morir antes que consentir que el águila cayese en manos del enemigo.

Mario sabía perfectamente lo que hacía. Habiendo pasado media vida en el ejército, y siendo la clase de hombre que era, tenía firmes opiniones y sabía mucho más sobre la tropa que ningún aristócrata. Sus orígenes rurales le capacitaban para la observación y su inteligencia superior le facultaba perfectamente para deducir ideas a partir de tales observaciones. Por haberse visto detenido en su carrera personal y haber sido su innegable valía utilizada para el medro de sus superiores, Cayo Mario llevaba esperando muchos años antes de conseguir el consulado, y se los había pasado pensando.


La reacción de Quinto Cecilio Metelo ante el gran revuelo que Mario había provocado en Roma sorprendió hasta a su propio hijo, dado que a Metelo siempre se le había considerado una clase de hombre racional y con dominio de sí mismo. Pero cuando le llegó la noticia de que se quedaba sin mando en Africa y tenía que cedérselo a Mario, se volvió loco y se puso a llorar y a chillar, mesándose los cabellos y golpeándose el pecho, y, en vez de hacerlo en su despacho, dio el espectáculo en plena plaza del mercado de Utica, para asombro de la población púnica. Aun después del primer amago de indignación, una vez abandonada la residencia oficial, la simple mención del nombre de Mario bastaba para desencadenar otro ataque de ruidoso llanto, sazonado con ininteligibles alusiones a Numancia, a un determinado trío y a unos cerdos.

Pero la carta que recibió de Lucio Casio Longino, primer cónsul electo, consiguió animarle bastante, y durante unos días estuvo dedicado a organizar la desmovilización de sus seis legiones, tras obtener de ellas el acuerdo para que se realistasen con Lucio Casio nada más llegar a Italia. Pues, como le decía Casio en la carta, estaba decidido a conseguir resultados mucho mejores en la Galia Transalpina contra los germanos y sus aliados los volcos tectosagos que el arribista Mario en Africa, al carecer éste de tropas.

Ignorante de la solución de Mario al problema (no la conocería hasta regresar a Roma), Metelo salió de Utica a finales de marzo con sus seis legiones para dirigirse al puerto de Hadrumetum, a unas cien millas al sur de Utica, donde aguardó mohíno hasta que le llegó la noticia de que había desembarcado Mario para asumir el mando de la provincia. En Utica había dejado a Rutilio Rufo para recibirle.

Así, al desembarcar Mario, fue Rutilio quien le esperaba en el muelle y quien formalmente mandaba en la provincia.

– ¿Dónde está el Meneítos? -inquirió Mario de camino hacia el palacio del gobernador.

– Sumido en una tremenda depresión en Hadrumetum con sus legiones -contestó Rutilio con un suspiro-. Ha hecho juramento ante Júpiter Stator de no verte ni hablarte.

– Qué estúpido… -dijo Mario, sonriendo-. ¿Has recibido mis cartas hablando de los capíte censii y las nuevas legiones?

– Claro. Y me duelen los tímpanos de tanto oír los elogios que hace de ti ese Aulo Manlio desde que ha llegado. Es una magnífica estructura, Cayo Mario. -Pero cuando le miró, Rutilio no sonreía-. Te harán pagar esa audacia, amigo. ¡Ya lo creo que te la harán pagar!

– Sabes que no. ¡Los tengo bien a raya y juro por los dioses que los mantendré así hasta que muera! Voy a triturar ese Senado, Publio Rutilio.

– No podrás. Al final será el Senado quien te triture a ti.

– ¡Jamás!

Y Publio Rutilio no pudo sacarle de ahí.

Utica presentaba una imagen inmejorable; acababan de enjalbegar las casas después de las lluvias de invierno y tenía el aspecto de una ciudad limpia y reluciente de construcciones de cierta altura, árboles en flor, cálida atmósfera y gentes ataviadas con vivos Colores. En sus placitas abundaban los quioscos y tabernas y en su centro crecían árboles que daban sombra. Adoquines y losas aparecían limpios. Al igual que la mayor parte de las ciudades romanas, griegas de Asia Menor y púnicas, contaba con una buena red de pozos y cloacas, buenos baños públicos y un buen abastecimiento de aguas traídas por un acueducto desde las colinas que la rodeaban, azules en la distancia.

– Publio Rutilio, ¿qué vas a hacer? -inquirió Mario al entrar en el despacho del gobernador, en donde tomaron asiento, risueños al ver a los ex servidores de Metelo hacer reverencias al nuevo comandante-. ¿Quieres seguir aquí como legado mío? No he querido ofrecer el cargo máximo a Aulo Manlio.

– No, Cayo Mario -contestó Rutilio, moviendo enfático la cabeza-. Regreso a Italia. Como el Meneítos se marcha, mi plazo cumple y ya estoy harto de Africa. Te lo diré sinceramente: no me apetece ver al pobre Yugurta cargado de cadenas, que es como acabará ahora que tienes tú el mando. No, yo me marcho a Roma a tomarme un descanso, escribir lo que pueda y ver a los amigos.

– ¿Y si un día no muy lejano te pido que te presentes al consulado como colega mio?

– Pero ¿qué estás urdiendo? -replicó Rutilio, sorprendido, mirándole de hito en hito.

– Me lo han vaticinado, Publio Rutilio: seré cónsul de Roma nada menos que siete veces.

Otro se habría echado a reír o sencillamente habría desechado con desdén semejante afirmación, pero no Publio Rutilio Rufo. Conocía bien a Mario.

– Gran destino. Te pone por encima de tus iguales, y yo soy demasiado romano para aprobarlo. Pero si ésa es tu suerte, nada podemos hacer ni tú ni yo. ¿Si me gustaría ser cónsul? ¡Claro que sí! Considero un deber ennoblecer a mi familia. Pero resérvalo para un año en que me necesites, Cayo Mario.

– Así lo haré -respondió satisfecho Mario.


Cuando la noticia del nombramiento de Mario como comandante en jefe de la guerra llegó a oídos de los dos reyes africanos, Boco se atemorizó y se apresuró a regresar a Mauritania, abandonando a Yugurta frente al cónsul. A Yugurta no le intimidó la deserción de su suegro ni el nuevo cargo de Mario; se dedicó a reclutar gétulos y a esperar acontecimientos, dejando al romano la iniciativa.

A finales de junio estaban ya en la provincia africana cuatro de las seis legiones, y Mario, satisfecho con sus progresos, las condujo a Numidia, en donde se dedicó al saqueo de poblaciones, pillaje de granjas y escaramuzas sin trascendencia para darles el bautismo de sangre e ir forjando tenazmente su pequeño ejército. Pero cuando Yugurta vio la potencia de la tropa romana y advirtió las implicaciones de su composición mediante proletarios, decidió arriesgarse a plantear batalla para recuperar Cirta.

Pero Mario acudió en auxilio de la guarnición antes de que cayese y al númida no le quedó más remedio que hacerle frente, con lo cual los nuevos soldados tuvieron ocasión de acallar las críticas que había suscitado en Roma su reclutamiento. Después del combate, Mario, alborozado, pudo escribir al Senado que sus tropas formadas por pobres se habían comportado admirablemente, luchando tan valiente y animosamente como las primeras, aunque no tuviesen intereses y propiedades en la capital. De hecho, su ejército de proletarios combatió con tal ardor contra Yugurta, que éste tuvo que abandonar escudo y lanza para que no le capturasen.

Sabido el resultado del enfrentamiento por el rey Boco, éste envió mensajeros a Mario solicitando volver a ser cliente de Roma; como Mario no le respondiese, volvió a enviarlos. Finalmente, Mario accedió a recibir a una delegación, la cual se apresuró a regresar a Mauritania para comunicar a su rey que el romano no quería ninguna clase de tratos con él. Por lo tanto, a Boco no le quedó más remedio que morderse las uñas, reconcomiéndose por haber accedido a los halagos de su yerno.

El propio Mario estaba lo bastante ocupado pacificando progresivamente el terreno que arrebatara a Yugurta con el propósito fundamental de impedirle obtener reclutas y aprovisionamientos en los fértiles valles y ricas zonas costeras de su reino, y al mismo tiempo cerrarle las posibilidades de ingresos monetarios. Sólo entre los gétulos y garamantes, tribus bereberes del interior, podía Yugurta encontrar apoyo y soldados sin temor a que el armamento y los tesoros cayeran en manos de los romanos.


Julilla dio a luz una sietemesina debilucha en junio, y a finales de julio su hermana Julia traía al mundo, al término normal del embarazo, un hermoso niño sano, un hermanito para el pequeño Mario. Sin embargo, fue el débil retoño de Julilla el que sobrevivió, y el robusto niño de Julia murió en los días en que las fétidas miasmas de agosto rodearon con sus malignos tentáculos las colinas de Roma, causando una epidemia de fiebres tifoideas.

– No digo que esté mal una niña -dijo Sila a su esposa-, pero antes de que regrese a Africa volveré a dejarte embarazada, y esta vez tendrás un niño.

Insatisfecha por haberle dado a Sila una niña llorona y debilucha, Julilla se dedicó a engendrar un niño con gran entusiasmo. Curiosamente, había superado el parto de su niña sietemesina mucho mejor que su hermana Julia, aun estando delgada y enfermiza y a pesar de su constante nerviosismo. Mientras que Julia, mejor formada fisicamente y más preparada emocionalmente para los avatares del matrimonio y la maternidad, tuvo un segundo parto muy penoso.

– Al menos tenemos una niña para casarla con quien nos convenga cuando llegue el caso -comentó Julilla aquel otoño a su hermana, tras la muerte de su segundo hijo, y a sabiendas de que estaba de nuevo embarazada-. Espero que el que venga sea niño -añadió, apresurándose a coger el pañuelo para sonarse ruidosamente.

Aún no recuperada de su desconsuelo, Julia mostraba menos paciencia y simpatía con su hermana que antaño, y por fin entendía por qué su madre, Marcia, había comentado entristecida que Julilla no tenía enmienda.

Curioso, pensaba, que pueda una criarse con una persona y no llegar nunca a entenderla del todo. Julilla envejecía a toda marcha, no fisicamente o siquiera mentalmente, sino más bien en virtud de un proceso espiritual muy destructivo. La desnutrición había causado un raro estrago en ella, incapacitándola para llevar una vida feliz. O quizá la nueva Julilla siempre había existido por debajo de las risitas, simplezas y encantadores detalles de chiquilla que hacían las delicias del resto de la familia.

Había que creer que la enfermedad era la causa de aquel cambio, se decía Julia, apenada; hay que creer en esa causa externa, porque si no habría que admitir que era congénita.

Julilla únicamente sería siempre bonita, con su mágica tez color miel y ámbar, su gracia de movimientos y su perfecto rostro. Pero aquellos días se la veía con ojeras y dos pliegues que ya surcaban su rostro entre las mejillas y la nariz, con las comisuras de los labios caídos. Sí, tenía aspecto cansado, insatisfecho, nervioso. En sus palabras trascendía un leve deje quejumbroso y seguía lanzando aquellos exagerados suspiros, un hábito inconsciente pero enormemente irritante. Igual que su manía de sonarse.

– ¿Tienes algo de vino? -dijo Julilla de pronto.

Julia se quedó perpleja, algo escandalizada por un lado y al mismo tiempo molesta por reaccionar de forma tan gazmoña, pues al fin y al cabo ya había muchas mujeres que bebían vino y ello había dejado de considerarse un signo de decadencia moral, salvo en círculos que a ella misma le parecían terriblemente intolerantes y pacatos. Pero si una hermana, de apenas veinte años y criada en el hogar de Cayo Julio César, pide vino a media mañana sin haber comido nada y no habiendo ningún hombre a la vista… ¡era preocupante!

– Claro que tengo vino -contestó.

– Me encantaría tomar una copa -dijo Julilla, que se había estado reprimiendo, porque sabía que su hermana podía hacer algún comentario y no era agradable hacerse reprender por una hermana mayor, más virtuosa y de mejor posición. Pero al final no había podido aguantarse, tanto más cuanto que ya habían agotado la conversación.

Aquellos días se veía incapaz de aguantar a su familia, no le interesaba nada; le aburría. Y sobre todo la admirada Julia, esposa del cónsul, que con gran rapidez se estaba convirtiendo en una de las matronas jóvenes más apreciadas de Roma. Nunca daba un mal paso, Julia. Feliz con su destino, enamorada de su horroroso Mario, esposa modelo, madre ejemplar. Qué aburrido.

– ¿Sueles beber vino por las mañanas? -inquirió su hermana sin particular énfasis.

Un encogimiento de hombros, un revoloteo de manos, con una mirada furiosa por el comentario, pero al mismo tiempo sin tomarlo en serio.

– Bueno, Sila lo hace, y le gusta que le acompañen.

– ¿Sila? ¿Le llamas por el sobrenombre?

– ¡Oh, Julia, qué anticuada eres! -replicó Julilla, echándose a reír-. ¡Claro que le llamo por el sobrenombre! ¡No vivimos en el Senado! Hoy día, en nuestros círculos, todo el mundo emplea el sobrenombre; es de buen gusto. Además, a Sila le gusta que le llame así; dicé que le hace muy mayor que le llamen Lucio Cornelio.

– Pues entonces es que soy anticuada -replicó Julia, esforzándose por no sonar irónica. Una sonrisa iluminó su rostro, y quizá fuese la luz, pero parecía mucho más joven que su hermana y más hermosa-. Claro que es explicable, porque Cayo Mario no tiene sobrenombre.

Trajeron el vino y Julilla sirvió una copa, haciendo caso omiso de la jarra de alabastro con agua.

– Siempre he pensado en eso -dijo, dando un buen trago-. Pero seguro que cuando derrote a Yugurta es de suponer que adopte un buen sobrenombre. Aunque creo que ese estirado y desabrido Metelo hará que el Senado le deje celebrar un triunfo y asumir el cognomen de Numídico. ¡El sobrenombre de Numídico habrían debido reservarlo para Cayo Mario!

– Metelo el Numídico -añadió Julia, puntillosa con la realidad- ha merecido ese triunfo, Julilla, porque ha matado a muchos númidas y ha traído un buen botín. Y si quería llamarse el Numídico y el Senado le ha autorizado, pues ya está. Además, Cayo Mario siempre ha dicho que a él le basta con el simple apellido latino de su padre. Sólo hay un Cayo Mario, mientras que hay docenas de Cecilios Metelos. Ya verás como mi esposo no necesita diferenciarse de la multitud por algo tan artificial como un cognomen. Mi Mario será el primer hombre de Roma, y eso gracias a su capacidad sin igual.

¡Qué fastidio oír a Julia alabando los méritos de Cayo Mario! Los sentimientos de Julilla respecto a su cuñado eran una mezcla de gratitud natural por su generosidad y de disgusto, producto de la influencia de sus nuevas amistades, que le despreciaban por arribista, y en consecuencia despreciaban a su esposa. Julilla volvió a llenar su copa y cambió de tema.

– Es bueno este vino, hermana. Aunque, claro, Mario se lo puede permitir -dijo dando otro sorbo más breve que los de la primera copa-. ¿Estás enamorada de Mario? -inquirió, percatándose de pronto de que realmente no lo sabía.

Julia se ruborizó y, molesta por ello, contestó en un tono a la defensiva.

– ¡Claro que estoy enamorada! Y, además, le echo muchísimo de menos. Supongo que no hay nada de malo en ello, incluso entre los círculos que tú frecuentas. ¿No amas tú a Lucio Cornelio?

– ¡Sí! -exclamó Julilla, a su vez a la defensiva-. Pero yo no le echo de menos ahora que está lejos, tenlo por seguro. Porque si está fuera dos o tres años no volveré a estar embarazada en cuanto nazca éste -añadió, sonándose-. Mi concepto de la felicidad no es ir por ahí con un talento más de peso. A mí me gusta flotar como una pluma y detesto sentirme pesada. En todo el tiempo que llevo casada no he hecho más que estar embarazada o a punto de quedarme. ¡Uf!

– Tu obligación es estar embarazada -añadió Julia, muy tranquila.

– ¿Y por qué las mujeres no podemos aspirar a un trabajo? -replicó Julilla, ya con los ojos húmedos.

– ¡Bah, no seas absurda! -replicó Julia tajante.

– Pues es horroroso estar obligada a vivir esta vida -añadió finalmente Julilla, sublevada bajo los efectos del vino, que comenzaba a animarla. Hizo un esfuerzo y sonrió-. ¡No discutamos, Julia! Ya es bastante lamentable que nuestra madre no sea capaz de tener la cortesía de dirigirme la palabra.

Y era cierto, se dijo Julia. Marcia no había perdonado a su hija menor el comportamiento para con Sila, aunque el motivo era realmente un misterio. La frialdad del padre había durado sólo unos días, después de lo cual volvió a tratar a Julilla con todo el cariño y la alegría motivados por el inicio de su recuperación física; pero la frialdad de la madre continuaba. ¡Pobre Julilla! ¿Sería verdad que a Sila le gustaba que le acompañase bebiendo vino por la mañana, o era una excusa? ¡Mira que llamarle Sila! Qué poco respeto.


Sila llegó a Africa al final de la primera semana de septiembre con las dos últimas legiones y ocho mil magníficos jinetes celtas de la Galia itálica, y se halló con un Mario febrilmente dedicado a preparar una importante expedición a Numidia, que le recibió alborozado y le puso inmediatamente manos a la obra.

– He obligado a Yugurta a huir -dijo Mario, eufórico-, a pesar de no tener el ejército completo. Ahora que has llegado tú, vamos a atacar a fondo, Lucio Cornelio.

Sila le entregó las cartas de Julia y de Cayo Julio César, y a continuación se armó de valor y le dio el pésame por la muerte de su segundo hijo.

– Te ruego que aceptes mis sentimientos por el fallecimiento de tu pequeño Marco Mario -dijo con torpeza, sabedor de que su propia hijita, la enclenque Cornelia Sila, seguía con vida.

Una sombra cruzó el rostro de Mario, pero sólo duró un instante.

– Gracias, Lucio Cornelio. Tiempo habrá para hacer más hijos; además, tengo al pequeño Mario. ¿Estaban bien la madre y el hijo cuando los dejaste?

– Muy bien. Y los Julios César también.

– ¡Estupendo! -exclamó Mario, olvidando inmediatamente los asuntos familiares, dejando las cartas en una mesita y llegándose al escritorio, en el que tenía desplegado un mapa de piel de ternera tratada con un proceso especial-. Llegas justo a tiempo para hacerte una idea directa de Numidia. Dentro de una semana salimos para Capsa. -Los despiertos ojos castaño escrutaron el rostro de Sila, pelado por el sol-. Lucio Cornelio, te aconsejo que busques en los mercados de Utica un sombrero bien fuerte con ala lo más ancha posible. Ya sé que has estado por toda Italia este verano, pero el sol de Numidia es mucho más intenso y aquí uno se abrasa como yesca.

Era cierto; la blanca e impoluta tez de Sila, hasta entonces indemne por una vida fundamentalmente sedentaria, acusaba los avatares al aire libre de aquellos meses de viaje por Italia, entrenando tropas y aprendiendo él mismo lo más posible. Su orgullo no le había permitido permanecer a la sombra mientras los demás sufrían el sol, y por orgullo se había impuesto llevar el casco ático, símbolo de su alcurnia, que no le protegía convenientemente. Ya había pasado lo peor, pero tenía muy poco pigmento cutáneo para que estuviera atezado, y las zonas ya curtidas y en curso de curación eran tan blancas como siempre; sus brazos habían salido mejor librados que la cara, y era muy posible que pasado un tiempo brazos y piernas pudiesen aguantar la insolación, pero jamás su rostro.

Algo debió de imaginar Mario mientras observaba la reacción de Sila a su consejo de procurarse un sombrero, porque tomó asiento y señaló la bandeja con el vino.

– Lucio Cornelio, desde que entré en las legiones, a los diecisiete años, siempre he causado irrisión por una cosa u otra. Al principio, por ser escuálido y pequeño; luego, por ser demasiado grande y torpe. No hablaba griego; era provinciano y no de Roma. Así que me hago cargo de lo humillado que te sientes por tener una piel blanca tan delicada; pero para mi es más importante, como comandante jefe, que tengas buena salud y te sientas fisicamente cómodo y no que conserves lo que consideras tu imagen ante tus iguales. ¡Búscate un sombrero! Y sujétatelo con un pañuelo de mujer, con cintas o con un cordón oro y púrpura si lo encuentras. ¡Y riete tú de ellos! Hazlo como algo excéntrico, y pronto observarás como nadie se fija. Te recomiendo también que busques alguna crema o ungüento que reduzca la cantidad de sol que absorbe la piel. Y si la más adecuada apesta a perfume, ¿qué más da?

– Tienes razón -dijo Sila con una sonrisa-. Es un excelente consejo. Lo seguiré, Cayo Mario.

– Bien.

Se hizo el silencio y Sila notó que Mario estaba nervioso e inquieto, pero no a causa de él, estaba seguro. Y de pronto el cuestor comprendió el motivo. ¿No le había sucedido lo mismo a él? ¿No sucedía igual en Roma?

– Los germanos -dijo.

– Los germanos -repitió Mario, estirando el brazo para coger su taza de vino con mucha agua-. ¿De dónde han venido y adónde se dirigen, Lucio Cornelio?

Sila tuvo un estremecimiento.

– Se dirigen a Roma, Cayo Mario. Eso es lo que todos presentimos. De dónde vienen, no lo sabemos. Quizá sea cosa de Némesis. Lo único que sabemos es que no tienen patria y se teme que quieran apoderarse de la nuestra.

– Serían tontos si no lo hicieran -añadió Mario, sombrío-. Esas incursiones en la Galia son conatos, Lucio Cornelio. Están haciendo tiempo y armándose de valor. Serán bárbaros, pero hasta el bárbaro más inculto sabe que si quiere asentarse en el Mediterráneo tiene que habérselas con Roma. Los germanos llegarán.

– Estoy de acuerdo. Pero no creas que somos los únicos en pensarlo; ésa es la impresión que predomina actualmente en Roma. Una horrible preocupación, un nefando temor a lo inevitable. Y no nos ayudan nada nuestras derrotas -dijo Sila-. Todo se conjura en favor de los germanos. Hay gente, incluso del Senado, que va por ahí hablando de nuestra perdición como si ya se hubiese consumado. Y hay quien habla de los germanos como un castigo divino.

– Un castigo, no -replicó Mario-. Una prueba -añadió, dejando la copa y cruzando las manos-. Dime qué sabes de Lucio Casio. Los escasos despachos oficiales no dicen nada.

– Bien -comenzó Sila, con una mueca-, con las seis legiones que trajo Metelo de Africa…, por cierto, ¿qué te parece lo de el Numidico?…, se encaminó por la Via Domitia hacia Narbo, a donde por lo visto llegó a principios de julio, después de una marcha de dos meses. Eran buenas tropas y podía haber avanzado más rápido, pero nadie le reprocha que no haya abusado de ellas alprincipio de lo que prometía ser una dura campaña. Gracias a la decisión de Metelo el Numídico de no dejar un solo hombre en Africa, todas las legiones de Casio estaban reforzadas por dos cohortes, lo que da una cifra aproximada de cuarenta mil soldados de infantería, más una gran fuerza de caballería que fue aumentando sobre la marcha con galos sometidos; unos tres mil jinetes. Es un gran ejército.

– Eran buenos hombres -dijo Mario con un gruñido.

– Sí. Los ví cuando cruzaban el valle del Po camino del paso alpino del monte Genava. Yo estaba reclutando la caballería y, aunque te cueste creerlo, Cayo Mario, nunca había visto un ejército romano marchando en formación, en filas cerradas, todos bien armados y equipados y con los furgones de pertrechos. ¡Un espectáculo inolvidable! -añadió con un suspiro-. En fin…, parece que los germanos han llegado a un acuerdo con los volcos tectosagos, que dicen ser parientes suyos, y les han cedido tierras al nordeste de Tolosa.

– De acuerdo en que los galos son casi tan misteriosos como los germanos, Lucio Cornelio -dijo Mario, inclinándose hacia adelante-, pero, según los informes, galos y germanos no son de la misma raza. ¿Cómo pueden los volcos tectosagos llamar parientes a los germanos? Al fin y al cabo, ellos ni siquiera son galos de pelo largo; han vivido en los alrededores de Tolosa desde mucho antes que Hispania fuese nuestra, hablan griego y comercian con nosotros. No lo entiendo.

– Pues yo tampoco lo sé. Y parece que nadie -contestó Sila.

– Perdona que te haya interrumpido, Lucio Cornelio. Continúa.

– Lucio Casio marchó desde la costa hasta Narbo por la estupenda vía construida por Cneo Domicio y dispuso su ejército en posición de combate en una zona próxima a Tolosa. Los volcos tectosagos se habían aliado con los germanos y se enfrentaba a una poderosa fuerza; pero Lucio Casio supo atraerlos al combate en un terreno adecuado y los derrotó estrepitosamente. Como buenos bárbaros, tras la derrota no permanecieron en las proximidades, sino que germanos y galos huyeron de Tolosa y de nuestros ejércitos.

Hizo una pausa, con el entrecejo fruncido, dio un sorbo de vino y volvió a dejar la copa.

– Me lo dijo Popilio Lenas en persona, que vino por mar desde Narbo poco antes de zarpar yo.

– Pobre infeliz, será el chivo expiatorio del Senado -dijo Mario.

– Desde luego -asintió Sila, enarcando cauteloso las cejas.

– Los despachos dicen que Casio siguió a los bárbaros fugitívos -añadió Mario.

– Sí, así es -contestó Sila, asintiendo con la cabeza-. Casio los vio partir de Tolosa, huyendo por las dos oríllas del Garumna hacia el mar en absoluto desorden, como era de esperar. Yo diría que él los despreció como bárbaros patanes, porque no se preocupó de desplegar el ejército en formación adecuada para perseguirlos.

– ¿No puso las legiones en orden de marcha defensiva? -inquirió Mario incrédulo.

– No. Quiso perseguirlos como si emprendiera una marcha normal, llevando todos los pertrechos, incluido el botín de los carros abandonados por los germanos. Como sabes, la calzada romana termina en Tolosa, y el avance por el Garumna en territorio extraño fue lento; además, Casio se preocupó más que nada de proteger la columna de pertrechos.

– ¿Y por qué no los dejó en Tolosa?

– Por lo visto no confiaba en los pocos volcos que quedaban en Tolosa -respondió Sila encogiéndose de hombros-. Bien, cuando había avanzado a lo largo del Garumna hasta Burdigala, los germanos y los galos habían tenido al menos quince días para recuperarse de la derrota. Se habían refugiado en Burdigala, que por lo visto es mucho mayor que el oppidum galo habitual y muy fortificada, y no digamos surtida de armas. Las tribus locales no querían un ejército romano en sus tierras y se pusieron totalmente del lado de los germanos y los galos, aportando más tropas y albergándolas en Burdigala. Luego prepararon una ingeniosa emboscada a Lucio Casio.

– ¡Necio! -exclamó Mario.

– Nuestro ejército había acampado al este cerca de Burdigala, y cuando Casio decidió avanzar para atacar, dejó los pertrechos en el campamento, protegidos por la fuerza de media legión aproximadamente. ¡No!, cinco cohortes. ¡Ya me aprenderé la terminología!

– Por supuesto, Lucio Cornelio -dijo Mario con una sonrisa-. Yo me encargo. Sigue.

– Parece que Casio confiaba totalmente en no encontrar resistencia y dio orden de marcha hacia Burdigala sin siquiera cerrar filas, avanzar en cuadro o mandar avanzadillas. El ejército cayó en una trampa perfecta y los germanos y los galos prácticamente lo aniquilaron. El propio Casio cayó en el campo de batalla con su legado mayor. En total, Popilio Lenas calcula que habrán perecido en Burdigala treinta y cinco mil soldados -concluyó Sila.

– Tengo entendido que Popilio Lenas había quedado en el campamento guardando los pertrechos -dijo Mario.

– Exacto. Él oyó el fragor de la batalla, naturalmente, porque estaba contra el viento, que lo arrastraba algunas millas, pero la primera noticia que tuvo del desastre fue cuando vio a un puñado de los nuestros huyendo hacia el campamento para buscar refugio. Esperó y esperó, pero no llegaban más soldados. Los que aparecieron fueron los germanos y los galos. Dice que eran miles y miles, rodeando el campamento como una plaga de ratones. Todo el paisaje era una masa viviente de bárbaros ebrios por el triunfo y fuera de si, esgrimiendo cabezas de romanos en las lanzas y aullando cantos guerreros; gigantes con el pelo erizado con barro seco y cayéndoles en grandes trenzas rubias sobre los hombros. Una visión aterradora, me dijo Lenas.

– Que en el futuro veremos cada vez más, Lucio Cornelio -comentó Mario, muy serio-. Continúa.

– Lenas podría haber resistido, claro, pero ¿con qué objeto? Lo más razonable era salvar lo poco que quedaba del ejército para poder utilizarlo en el futuro. Y es lo que hizo. Izó bandera blanca y salió él mismo del campamento a entrevistarse con los jefes, con la lanza invertida y la vaina de la espada vacía. Le perdonaron la vida a él y a los supervivientes, y para demostrarnos que no eran tan codiciosos como creíamos ¡le dejaron llevar los pertrechos! Lo único que nos quitaron fueron los tesoros que Casio había tomado de botín -añadió con un hondo suspiro-. No obstante, hicieron pasar a todos bajo el yugo y luego los escoltaron hasta Tolosa -y se aseguraron de que continuaban hasta Narbo.

– Estos últimos años hemos pasado demasiadas veces bajo el yugo -dijo Mario apretando los puños.

– Y ésa es la causa principal del furor popular en Roma contra Popilio Lenas -dijo Sila-. Tendrá que responder de la acusación de traición, pero por lo que contó no creo que comparezca ante el tribunal. Me parece que recogerá todo lo que tenga de valor y emprenderá rápidamente un exilio voluntario.

– Es lo lógico; al menos así paliará en algo su desgracia, porque si espera a ser juzgado, el Estado se lo confiscará todo -dijo Mario, dando un golpe en el mapa-. ¡Pero nosotros, Lucio Cornelio, no vamos a correr la suerte de Lucio Casio! ¡Por las buenas o por las malas, vamos a restregar la cara de Yugurta por el polvo y vamos a regresar a Italia a pedir un mandato para combatir a los germanos!

– Bien, Cayo Mario, ¡brindo por eso! -exclamó Sila alzando su taza.


La expedición contra Capsa fue un éxito muy por encima de lo previsto, pero, como todos admitieron, sólo gracias al mando sin par de Mario. Su legado Aulo Manlio, en cuya caballería Mario no confiaba demasiado porque en sus filas había númidas que se decían hombres de Roma y de Gauda, hizo creer a sus fuerzas que se trataba de una expedición para buscar forraje, por lo que las noticias que le llegaron a Yugurta resultaron muy engañosas.

Así, cuando Mario se presentó con sus legiones ante Capsa, el númida le creía aún a cien millas de allí. Nadie había informado a Yugurta de que los romanos habían almacenado agua y grano para cruzar las tierras áridas entre el río Bagradas y Capsa. Cuando la inexpugnable fortaleza se vio rodeada por un mar de cascos romanos, sus habitantes se rindieron sin presentar combate. Pero, una vez más, Yugurta logró escapar.

Había llegado el momento de dar a Numidia y a los gétulos una lección, pensó Mario. Y a pesar de que Capsa no había ofrecido resistencia, dio permiso a los soldados para saquear, violar y quemar y para que todos los adultos, hombres y mujeres, fueran pasados por las armas. Sus tesoros y las grandes sumas de dinero de Yugurta fueron cargados en carros y Mario sacó tranquilamente su ejército de Numidia, para pasar el invierno en Utica antes de que comenzaran las lluvias.

Su ejército de proletarios se había ganado el descanso. Halló gran placer en redactar para el Senado una elocuente carta (para que la leyese Cayo Julio César) elogiando el espíritu, el valor y la moral de su ejército de proletarios; y no pudo resistir la tentación de añadir que, visto el desastroso mando de Lucio Casio Longino, su colega en el consulado, estaba convencido de que Roma tendría más necesidad de ejércitos formados por el capite censi.

Publio Rutilio Rufo le decía en su carta, a finales de año:


¡Si hubieras visto qué caras tan congestionadas! Tu suegro les leyó el comunicado con potente voz e impresionantes tonos senatoriales, de modo que hasta los que se tapaban los oídos no tuvieron mas remedio que escucharlo. Metelo el Meneítos -también conocido actualmente por Metelo el Numídico- le miraba con ojos asesinos. El ha perdido su ejército en el Garumna, y tú alardeando de héroes harapientos bien vivitos… "¡No hay justicia!", dijo después, tras lo cual yo me volví y le repliqué: "Desde luego, Quinto Cecilio, porque si hubiera justicia no te llamarías el Numídico." No le hizo mucha gracia, pero a Escauro le dio por reír, claro. Dirás lo que quieras de Escauro, pero tiene un buen sentido del humor, por no hablar del sentido del ridículo; eso, mas que nadie. Como no puede decirse lo mismo de sus amigotes, a veces me pregunto si no los escogerá expresamente para reírse por lo bajo de sus afectaciones.

Lo que asombra, Cayo Mario, es la intensidad de tu buena estrella. Ya sé que a ti te traía sin cuidado, pero ahora puedo decirte que yo no pensaba que tuvieras la menor posibilidad de que te prorrogasen el mandato en Africa otro año. ¿Y qué sucede a continuación? Perece Lucio Casio con el mayor y más experimentado ejército de Roma, dejando al Senado y a la facción que lo domina sin argumentos para oponerse a tí. Tu tribuno de la plebe, Mancino, requirió a la Asamblea de la plebe y obtuvo sin dificultad alguna un plebiscito para prorrogar tu mandato en la provincia de Africa. El Senado no hizo objeción, ante la evidencia, incluso para ellos mismos, de que van a necesitarte. Roma es una ciudad muy inquieta últimamente. La amenaza de los germanos pende sobre nuestras cabezas y muchos dicen que no hay hombre capaz de disipar esa amenaza. ¿Dónde están los Escipiones Africanos, los Emilios Paulos, los Escipiones Emilianos?, se preguntan. Pero tú tienes un grupo leal de devotos partidarios, Cayo Mario, y desde la muerte de Casio cada vez dicen mas en voz alta que tú eres el hombre que surgirá para contener la amenaza germana. Entre ellos se cuenta el legado acusado de traición en Burdigala, Cayo Popilio Lenas.

Como eres un palurdo itálico inculto que no habla griego, voy a contarte una historia.

Erase una vez un rey de Siria muy, muy malo, llamado Antioco. Pero no era el primer rey del país que se llamaba Antioco y no era el Grande (su padre se atribuyó ese sobrenombre para diferenciarse), y hubo varios con ese nombre. El era Antioco IV, el cuarto rey de Siria llamado Antíoco. Aunque Siria era un reino rico, el rey Antioco IV codiciaba el reino vecino de Egipto, en el que reinaban conjuntamente sus primos Tolomeo Filometor, Tolomeo Evergetes (Gran Vientre) y Cleopatra (como era la segunda Cleopatra, tuvo también varias descendientes con su nombre, ella era Cleopatra II). Me gustaría decir que reinaban en perfecta armonía, pero no era así. Hermanos y hermana, marido y mujer (si, en los reinos de oriente es permisible el incesto), llevaban luchando varios años entre sí y habían llegado casi a arruinar las fértiles tierras del gran río Nilo. Así, cuando el rey Antioco IV de Siria decidió conquistar Egipto, pensó que le resultaría muy fácil gracias a las rencillas de sus primos, los dos Tolomeos y Cleopatra II.

Pero, ay, nada más salir de Siria, una serie de intentos de sedición le obligaron a regresar para cortar unas cuantas cabezas, desmembrar unos cuantos cuerpos, arrancar dientes y probablemente rajar unos cuantos vientres. Y durante cuatro años estuvo cortando cabezas, brazos, piernas, arrancando dientes y rajando vientres, y luego se dispuso de nuevo a conquistar Egipto. Esta vez, Siria, en su ausencia, permaneció tranquila y obediente y el rey Antioco IV invadió Egipto, se apoderó de Pelusio, descendió por el delta hasta Menfis, la conquistó y comenzó a remontar por la orilla contraria hacia Alejandría.

Como habían destruido el pais y el ejército, los hermanos Tolomeos y su hermana-esposa Cleopatra II no tuvieron mas remedio que acudir a Roma, la nación más fuerte,poderosa y admirada por todos. Para recuperar Egipto, el Senado y el pueblo de Roma (que en aquel entonces concordaban mejor de lo que hoy puede imaginarse, o al menos eso dicen los libros de historia) enviaron a su valiente cónsul Cayo Popilio Lenas. Cualquier otro país habría dado a su adalid un ejército entero, pero a Cayo Popilio Lenas el Senado y el pueblo de Roma le dieron sólo doce lictores y dos escribas. No obstante, como se trataba de una misión en el extranjero, a los lictores se les permitió llevar las túnicas rojas y los fasces, para que Cayo Popilio Lenas no fuera sin protección. Zarparon en un barquito y llegaron a Alejandría en el momento en que el rey Antioco IV ascendía por el brazo canópico hacia la gran ciudad en que se habían refugiado los egipcios.

Ataviado con su toga bordada en púrpura y precedido de sus doce lictores de rojo enarbolando los fasces, Cayo Popilio Lenas salió de Alejandría por la puerta del Sol y avanzó hacia el Este. No era ya joven y se ayudaba para caminar de un largo palo, con paso tan plácido como su rostro. Como sólo los bravos y heroicos romanos construían buenas carreteras, pronto se vio caminando en medio de una polvareda. Pero ¿disuadió eso a Cayo Popilio Lenas? ¡No! El siguió caminando hasta que, cerca del enorme hipódromo en el que los alejandrinos asistían a las carreras de caballos, se tropezó con un muro de soldados sirios y tuvo que detenerse.

El rey Antioco IV de Siria se adelantó a recibirle.

– ¡Roma nada tiene que ver con los asuntos de Egipto! -dijo el asirio amenazador, con el entrecejo fruncido.

– Siria, tampoco -replicó Cayo Popilio Lenas, sonriendo tranquilo y sereno.

– Regresad a Roma -dijo el rey.

– Regresad a Siria -contestó Cayo Popilio Lenas.

Pero ninguno de los dos retrocedió un palmo.

– Estáis ofendiendo al Senado y al pueblo de Roma -añadió Cayo Popilio Lenas al cabo de un rato, mirando fijamente al rostro feroz del asirio-. Se me ha ordenado que os haga regresar a Siria.

El rey rompió a reír sin parar.

– ¿Y cómo me vais a hacer regresar? ¿Dónde está vuestro ejército?

– No necesito ejército, rey Antioco IV -respondió Cayo Popilio Lenas-. Todo lo que Roma es, ha sido y será, lo tenéis ante vos aquí mismo. Yo soy Roma, igual que el mayor ejército romano. Y en nombre de Roma os vuelvo a repetir, ¡regresad a vuestro país!

– No -replicó Antioco IV

Y Cayo Popilio Lenas dio un paso adelante y, pausadamente, con el extremo del palo, trazó un círculo en el polvo alrededor del rey Antíoco IV, que se vio así dentro de éL.

– Antes de que salgáis de ese círculo, rey Antíoco IV, os aconsejo que os lo penséis -dijo Cayo Popilio Lenas-. Y cuando salgáis de él, hacedlo en dirección este y regresad a vuestro país.

El rey no contestaba ni se movía. Popilio Lenas tampoco decía nada ni se movía. Como Cayo Popilio Lenas era romano y no necesitaba ocultar su rostro, todos veían su expresión dulce y serena. Pero el rey Antioco IV cubría el suyo tras una espesa y rizada barba, y aun así no lograba ocultar su ira. Pasó el tiempo y, entonces, dentro del círculo, el poderoso rey de Siria dio media vuelta, miró hacia el Este y salió de él en esa dirección, regresando a Siria con todo su ejército.

Camino de Egipto, el rey Antioco IV había invadido la isla de Chipre que pertenecía a Egipto y que la necesitaba porque Chipre daba madera para naves y casas, trigo y cobre. Así que, después de dejar a los alborozados egipcios en Alejandría, Cayo Popilio Lenas zarpó hacia Chipre, y allí se encontró con el ejército sirio de ocupación.

– Marchaos -les dijo.

Y así lo hicieron.

Cayo Popilio Lenas regresó a Roma y allí dijo tranquilo y sereno y con sencillas palabras que había hecho regresar al rey Antioco IV a Siria, salvando a Egipto y a Chipre de un cruel destino. Ojalá pudiese concluir la historia diciendo que los Tolomeos y su hermana Cleopatra II vivieron y reinaron felices después de esto, pero no fue así. Siguieron luchando entre sí, asesinando a sus parientes y arruinando al país.

Parece que te estoy oyendo decir "¡Por todos los dioses!, ¿por qué me cuentas esas historias infantiles?" Sencillo, mi querido Cayo Mario. ¿Cuántas veces, de niño, en las rodillas de tu madre, no habrás oído la historia de Cayo Popilio Lenas y del círculo en torno al rey de Siria? Bueno, quizá en Arpinum las madres no lo cuenten, pero en Roma es habitual. Desde los de más alcurnia hasta los más humildes, todos los niños romanos conocen la historia de Cayo Popilio Lenas y del círculo en torno a los pies del rey de Siria.

Así, yo te pregunto, ¿cómo ha podido el nieto del héroe de Alejandría marchar al exilio sin tener que someterse a proceso? Proceder voluntariamente al exilio es admitir la culpabilidad, y yo, por mi parte, considero que Cayo Popilio Lenas hizo lo que había que hacer en Burdigala. Y el resultado de ello fue que Popilio Lenas tuviese que someterse a un juicio.

El tribuno de la plebe Cayo Celio Caldo (actuando por cuenta de un grupo senatorial que no nombraré, pero que puedes figurarte, un grupo decidido a hacer recaer el oprobio de Burdigala sobre cualquiera que no sea Lucio Casio, naturalmente) juró que haría condenar a Lenas. Pero como el único tribunal que juzga la traición es el que se ocupa de los encartados por el asunto de Yugurta, el juicio hubo de celebrarse en la Asamblea de las centurias, a la luz pública y con los portavoces de las centurias proclamando el veredicto para que todos lo oyeran. "¡CONDEMNO!" "¡ABSOLVO!" ¿Quién, después de haber escuchado en las rodillas de su madre la historia de Cayo Popilio Lenas y el círculo en torno a los pies del rey de Siria, habria osado gritar "¡CONDEMNO!"?

Pero ¿crees que eso disuadió a Caldo? Claro que no. Lo que hizo jue decretar una ley en la Asamblea de la plebe por la que se incluye el voto secreto de las elecciones para los juicios por traición. Así las centurias llamadas a votar tienen la garantía de que no se conoce la opinión individual de sus miembros. La ley fue aprobada rápidamente.

Al comenzar diciembre, Cayo Popilio Lenas jue juzgado en la Asamblea de las centurias con el cargo de traición. Se realizó una votación secreta como Caldo quería, pero todo lo que hicimos unos cuantos jue arrimarnos al colosal jurado y musitar: "Erase una vez un noble y valiente cónsul llamado Cayo Popilio Lenas…", y ahí acabó todo.

Cuando contaron los votos, todos decían "ABSOLVO".

Así que puedes decir que si se ha hecho justicia, ha sido por encima de todo gracias a los cuentos infantiles.

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