PRIMERA PARTE : UN CUENTO DE NAVIDAD

1

Barcelona, diciembre de 1957

Aquel año a la Navidad le dio por amanecer todos los días de plomo y escarcha. Una penumbra azulada tenia la ciudad, y la gente pasaba de largo abrigada hasta las orejas y dibujando con el aliento trazos de vapor en el frío. Eran pocos los que en aquellos días se detenían a contemplar el escaparate de Sempere e Hijos y menos todavía quienes se aventuraban a entrar y preguntar por aquel libro perdido que les había estado esperando toda la vida y cuya venta, poesías al margen, hubiera contribuido a remendar las precarias finanzas de la librería.

– Yo creo que hoy será el día. Hoy cambiará nuestra suerte -proclamé en alas del primer café del día, puro optimismo en estado líquido.

Mi padre, que llevaba desde las ocho de aquella mañana batallando con el libro de contabilidad y haciendo malabarismos con lápiz y goma, alzó la vista del mostrador y observó el desfile de clientes escurridizos perderse calle abajo.

– El cielo te oiga, Daniel, porque a este paso, si perdemos la campaña de Navidad, en enero no vamos a tener ni para pagar el recibo de la luz. Algo vamos a tener que hacer.

– Ayer Fermín tuvo una idea -ofrecí-. Según él es un plan magistral para salvar la librería de la bancarrota inminente.

– Dios nos coja confesados.

Cité textualmente:

A lo mejor si me pusiera yo a decorar el escaparate en calzoncillos conseguiríamos que alguna fémina ávida de literatura y emociones fuertes entrase a hacer gasto, porque dicen los entendidos que el futuro de la literatura depende de las mujeres, y vive Dios que está por nacer fámula capaz de resistirse al tirón agreste de este cuerpo serrano -enuncié.

Oí a mi espalda cómo el lápiz de mi padre caía al suelo y me volví.

– Fermín dixit-añadí.

Había pensado que mi padre iba a sonreír ante la ocurrencia de Fermín, pero al comprobar que no parecía despertar de su silencio le miré de reojo. Sempere sénior no sólo no parecía encontrarle gracia alguna a semejante disparate sino que había adoptado un semblante meditabundo, como si se planteara tomárselo en serio.

– Pues mira por dónde, a lo mejor Fermín ha dado en el clavo -murmuró.

Le observé con incredulidad. Tal vez la sequía comercial que nos había azotado en las últimas semanas había terminado por afectar el sano juicio de mi progenitor.

– No me digas que le vas a permitir pasearse en gayumbos por la librería.

– No, no es eso. Es lo del escaparate. Ahora que lo has dicho, me has dado una idea… Quizá aún estemos a tiempo de salvar la Navidad.

Le vi desaparecer en la trastienda y al poco regresó pertrechado de su uniforme oficial de invierno: el mismo abrigo, bufanda y sombrero que le recordaba desde niño. Bea solía decir que sospechaba que mi padre no se había comprado ropa desde 1942 y todos los indicios apuntaban a que mi mujer estaba en lo cierto. Mientras se enfundaba los guantes, mi padre sonreía vagamente y en sus ojos se percibía aquel brillo casi infantil que sólo conseguían arrancarle las grandes empresas.

– Te dejo solo un rato -anunció-. Voy a salir a hacer un recado.

– ¿Puedo preguntar adonde vas?

Mi padre me guiñó el ojo.

– Es una sorpresa. Ya verás.

Lo seguí hasta la puerta y lo vi partir rumbo a la Puerta del Ángel a paso firme, una figura más en la marea gris de caminantes navegando por otro largo invierno de sombra y ceniza.

2

Aprovechando que me había quedado solo decidí encender la radio para saborear algo de música mientras reordenaba a mi gusto las colecciones de los estantes. Mi padre creía que tener la radio puesta en la librería cuando había clientes era de poco tono, y si la encendía en presencia de Fermín, éste se lanzaba a canturrear saetas a lomos de cualquier melodía -o, peor aún, a bailar lo que él denominaba «ritmos sensuales del Caribe»-, y a los pocos minutos me ponía los nervios de punta. Habida cuenta de aquellas dificultades prácticas, había llegado a la conclusión de que debía limitar mi goce de las ondas a aquellos raros momentos en que, aparte de mí y de varias decenas de miles de libros, no había nadie más en la tienda.

Radio Barcelona emitía aquella mañana una grabación clandestina que un coleccionista había hecho del magnífico concierto que el trompetista Louis Armstrong y su banda habían dado en el hotel Windsor Palace de la Diagonal tres Navidades atrás. En las pausas publicitarias, el locutor se ajanaba en etiquetar aquel sonido como llass y advertía que algunas de sus síncopas procaces podían no ser apropiadas para el consumo del oyente nacional forjado en la tonadilla, el bolero y el incipiente movimiento ye-ye que dominaban las ondas del momento.

Fermín solía decir que si don Isaac Albéniz hubiera nacido negro, el jazz se habría inventado en Camprodón, como las galletas en lata, y que, junto con aquellos sujetadores en punta que lucía su adorada Kim Novak en algunas de las películas que veíamos en el cine Fémina en sesión matinal, aquel sonido era uno de los escasos logros de la humanidad en lo que llevábamos de siglo xx. No se lo iba a discutir. Dejé pasar el resto de la mañana entre la magia de aquella música y el perfume de los libros, saboreando la serenidad y la satisfacción que transmite el trabajo simple hecho a conciencia.

Fermín se había tomado la mañana libre para, según él, ultimar los preparativos de su boda con la Bernarda, prevista para principios de febrero. La primera vez que había planteado el tema apenas dos semanas atrás todos le habíamos dicho que se estaba precipitando y que con prisas no se llegaba a ninguna parte. Mi padre trató de convencerle para posponer el enlace por lo menos dos o tres meses argumentando que las bodas eran para el verano y el buen tiempo, pero Fermín había insistido en mantener la fecha alegando que él, espécimen curtido en el recio clima seco de las colinas extremeñas, transpiraba profusamente llegado el estío de la costa mediterránea, a su juicio semitropical, y no veía de recibo celebrar sus nupcias con lamparones del tamaño de torrijas en el sobaco.

Yo empezaba a pensar que algo extraño tenía que estar sucediendo para que Fermín Romero de Torres, estandarte vivo de la resistencia civil contra la Santa Madre Iglesia, la banca y las buenas costumbres en aquella España de misa y NO-DO de los años cincuenta, manifestase semejante urgencia en pasar por la vicaría. En su celo prematrimonial, había llegado al extremo de hacer amistad con el nuevo párroco de la iglesia de Santa Ana, don Jacobo, un sacerdote burgalés de ideario relajado y maneras de boxeador retirado al que había contagiado su desmedida afición por el dominó. Fermín se batía con él en timbas históricas en el bar Almirall los domingos después de misa, y el sacerdote reía de buena gana cuando mi amigo le preguntaba, entre copa y copa de aromas de Montserrat, si sabía a ciencia cierta si las monjas tenían muslos y si de tenerlos eran tan mollares y mordisqueables como venía él sospechando desde la adolescencia.

– Va a conseguir usted que lo excomulguen -le reprendía mi padre-. Las monjas ni se miran ni se tocan.

– Pero si el mosén es casi más golfo que yo -protestaba Fermín-. Si no fuese por el uniforme…

Andaba yo recordando aquella discusión y tarareando al son de la trompeta del maestro Armstrong cuando oí que la campanilla que había sobre la puerta de la librería emitía su tibio tintineo y levanté la vista esperando encontrar a mi padre, que regresaba ya de su misión secreta, o a Fermín listo para incorporarse al turno de tarde.

– Buenos días -llegó una voz, grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.


3

Al contraluz de la calle, su silueta semejaba un tronco azotado por el viento. El visitante vestía un traje oscuro de corte anticuado y dibujaba una figura torva apoyada en un bastón. Dio un paso al frente, cojeando visiblemente. La claridad de la lamparilla que reposaba sobre el mostrador desveló un rostro agrietado por el tiempo. El visitante me observó unos instantes, calibrándome sin prisa. Su mirada tenía algo de ave rapaz, paciente y calculadora.

– ¿Es usted el señor Sempere?

– Yo soy Daniel. El señor Sempere es mi padre, pero no está en estos momentos. ¿Puedo ayudarle en algo?

El visitante ignoró mi pregunta y empezó a deambular por la librería examinándolo todo palmo a palmo con un interés rayano en la codicia. La cojera que le afligía hacía pensar que las lesiones que se ocultaban bajo aquellas ropas eran palabras mayores.

– Recuerdos de la guerra -dijo el extraño, como si me hubiese leído el pensamiento.

Lo seguí con la mirada en la inspección de la librería, sospechando dónde iba a soltar anclas. Tal y como había supuesto, el extraño se detuvo frente a la vitrina de ébano y cristal, reliquia fundacional de la librería en su primera encarnación allá por el año 1888, cuando el tatarabuelo Sempere, entonces un joven que acababa de regresar de sus aventuras como indiano por tierras del Caribe, había tomado prestado dinero para adquirir una antigua tienda de guantes y transformarla en una librería. Aquella vitrina, plaza de honor de la tienda, era donde tradicionalmente guardábamos los ejemplares más valiosos.

El visitante se aproximó lo suficiente a ella como para que su aliento se dibujase en el cristal. Extrajo unos lentes que se llevó a los ojos y procedió a estudiar el contenido de la vitrina. Su ademán me recordó a una comadreja escudriñando los huevos recién puestos en un gallinero.

– Bonita pieza -murmuró-. Debe de valer lo suyo.

– Es una antigüedad familiar. Mayormente tiene un valor sentimental -repuse, incomodado por las apreciaciones y valoraciones de aquel peculiar cliente que parecía tasar con la mirada hasta el aire que respirábamos.

Al rato guardó los lentes y habló con un tono pausado.

– Tengo entendido que trabaja con ustedes un caballero de reconocido ingenio.

Como no respondí inmediatamente, se volvió y me dedicó una de esas miradas que envejecen a quien las recibe.

Como ve, estoy solo. Quizá si el caballero me dice qué título desea, con muchísimo gusto se lo buscaré.

El extraño esgrimió una sonrisa que parecía cualquier cosa menos amigable y asintió.

– Veo que tienen ustedes un ejemplar de El conde de Montecristo en esa vitrina.

No era el primer cliente que reparaba en aquella pieza. Le endosé el discurso oficial que teníamos para tales ocasiones.

– El caballero tiene muy buen ojo. Se trata de una edición magnífica, numerada y con láminas de ilustraciones de Arthur Rackham, proveniente de la biblioteca personal de un gran coleccionista de Madrid. Es una pieza única y catalogada.

El visitante escuchó con desinterés, centrando su atención en la consistencia de los paneles de ébano de la estantería y mostrando claramente que mis palabras le aburrían.

– A mí todos los libros me parecen iguales, pero me gusta el azul de esa portada -replicó con tono despreciativo-. Me lo quedaré.

En otras circunstancias hubiese dado un salto de alegría al poder colocar el que probablemente era el ejemplar más caro que había en toda la librería, pero había algo en la idea de que aquella edición fuese a parar a manos de aquel personaje que me revolvía el estómago. Algo me decía que si aquel tomo abandonaba la librería, nunca nadie iba a leer ni el primer párrafo.

– Es una edición muy costosa. Si el caballero lo desea le puedo mostrar otras ediciones de la misma obra en perfecto estado y a precios más asequibles.

Las gentes con el alma pequeña siempre tratan de empequeñecer a los demás y el extraño, que intuí que hubiera podido ocultar la suya en la punta de un alfiler, me dedicó su más esforzada mirada de desdén.

– Y que también tienen k portada azul -añadí.

Ignoró la impertinencia de mi ironía.

– No, gracias. El que quiero es ése. El precio no me importa.

Asentí a regañadientes y me dirigí hacia la vitrina. Extraje la llave y abrí la puerta acristalada. Podía sentir los ojos del extraño clavados en mi espalda.

– Todo lo bueno siempre está bajo llave -comentó por lo bajo.

Tomé el libro y suspiré.

– ¿Es coleccionista el caballero?

– Podría decirse que sí. Aunque no de libros.

Me volví con el ejemplar en la mano.

– ¿Y qué colecciona el señor?

De nuevo, el extraño ignoró mi pregunta y extendió el brazo para que le entregase el libro. Tuve que resistir el impulso de regresar el libro a la vitrina y echar la llave. Mi padre no me habría perdonado que hubiese dejado pasar una venta así con los tiempos que corrían.

– El precio es de treinta y cinco pesetas -anuncié antes de tenderle el libro con la esperanza de que la cifra le hiciera cambiar de opinión.

Asintió sin pestañear y extrajo un billete de cien pesetas del bolsillo de aquel traje que no debía de valer ni un duro. Me pregunté si no sería un billete falso.

– Me temo que no tengo cambio para un billete tan grande, caballero.

Le hubiese invitado a esperar un momento mientras corría al banco más próximo a buscar cambio y, también, a asegurarme de que el billete era auténtico, pero no quería dejarlo solo en la librería.

– No se preocupe. Es genuino. ¿Sabe cómo puede asegurarse?

El extraño alzó el billete al trasluz.

– 'Observe la marca de agua. Y estas líneas. La textura…

– ¿El caballero es un experto en falsificaciones?

– Todo es falso en este mundo, joven. Todo menos el dinero.

Me puso el billete en la mano y me cerró el puño sobre él, palmeándome los nudillos.

– El cambio se lo dejo a cuenta para mi próxima visita -dijo.

– Es mucho dinero, señor. Sesenta y cinco pesetas…

– Calderilla.

– En todo caso le haré un recibo.

– Me fío de usted.

El extraño examinó el libro con un aire indiferente.

– Se trata de un obsequio. Le voy a pedir que hagan ustedes la entrega en persona.

Dudé un instante.

– En principio nosotros no hacemos envíos, pero en este caso con mucho gusto realizaremos personalmente la entrega sin cargo alguno. ¿Puedo preguntarle si es en la misma ciudad de Barcelona o…?

– Es aquí mismo -dijo.

La frialdad de su mirada parecía delatar años de rabia y rencor.

– ¿Desea el caballero incluir alguna dedicatoria o alguna nota personal antes de que lo envuelva?

El visitante abrió el libro por la página del título con dificultad. Advertí entonces que su mano izquierda era postiza, una pieza de porcelana pintada. Extrajo una pluma estilográfica y anotó unas palabras. Me devolvió el libro y se dio media vuelta. Lo observé mientras cojeaba hacia la puerta.

– ¿Sería tan amable de indicarme el nombre y la dirección donde desea que hagamos la entrega? -pregunté.

– Está todo ahí -dijo, sin volver la vista atrás.

Abrí el libro y busqué la página con la inscripción que el extraño había dejado de su puño y letra:

Para Fermín Romero de Torres, que regresó de entre los muertos y tiene la llave del futuro.

13


Oí entonces la campanilla de la entrada y, cuando miré, el extraño se había marchado.

Me apresuré hasta la puerta y me asomé a la calle. El visitante se alejaba cojeando, confundiéndose entre las siluetas que atravesaban el velo de bruma azul que barría la calle Santa Ana. Iba a llamarlo, pero me mordí la lengua. Lo más fácil hubiera sido dejarlo marchar sin más, pero el instinto y mi tradicional falta de prudencia y de sentido práctico pudieron conmigo.

4

Colgué el cartel de «cerrado» y eché la llave de la puerta, dispuesto a seguir al extraño entre el gentío. Sabía que si mi padre volvía y -para una vez que me dejaba solo y en medio de aquella sequía de ventas- descubría que había abandonado el puesto, me iba a caer una reprimenda, pero ya se me ocurriría alguna excusa por el camino. Preferí enfrentarme al genio leve de mi progenitor antes que tragarme la inquietud que me había dejado en el cuerpo aquel siniestro personaje y no saber a ciencia cierta cuál era la naturaleza de sus asuntos con Fermín.

Un librero de profesión tiene pocas ocasiones de aprender sobre el terreno el fino arte de seguir a un sospechoso sin ser descubierto. A menos que buena parte de sus clientes coticen en el ramo de los morosos, la mayoría de esas oportunidades se las brinda el catálogo de relatos policíacos y novelas de a peseta que hay en sus estanterías. El hábito no hace al monje, pero el crimen, o su presunción, hacen al detective, particularmente al aficionado.

Mientras seguía al extraño rumbo a las Ramblas fui refrescando las nociones básicas, empezando por dejar una buena cincuentena de metros entre nosotros, camuflarme tras alguien de mayor corpulencia y tener siempre previsto un escondite rápido en un portal o una tienda en el caso de que el objeto de mi seguimiento se detuviese y echase la vista atrás sin previo aviso. Al llegar a las Ramblas el extraño cruzó al paseo central y puso rumbo al puerto. El paseo estaba trenzado con los tradicionales adornos navideños y más de un comercio había ataviado su escaparate con luces, estrellas y ángeles anunciadores de una bonanza que, si la radio lo decía, debía de ser cierta.

En aquellos años la Navidad todavía conservaba cierto aire de magia y misterio. La luz en polvo del invierno, la mirada y el anhelo de gentes que vivían entre sombras y silencios conferían a aquel decorado un leve perfume a verdad en el que, al menos los niños y los que habían aprendido a olvidar, aún podían creer.

Quizá por eso me pareció todavía más evidente que no había en toda esa quimera personaje menos navideño y fuera de registro que el extraño objeto de mis pesquisas. Cojeaba con lentitud y se detenía a menudo en alguno de los puestos de pajarería o floristería a admirar periquitos y rosas como si no los hubiese visto nunca. En un par de ocasiones se acercó a los quioscos de prensa que punteaban las Ramblas y se entretuvo en contemplar las portadas de periódicos y revistas y en voltear los carruseles de postales. Se diría que jamás había estado allí y que se comportaba como un niño o un turista que paseara por las Ramblas por primera vez, aunque los niños y los turistas suelen lucir ese aire de inocencia pasajera del que no sabe dónde pisa y aquel individuo no hubiera olido a inocencia ni con la bendición del niño Jesús, frente a cuya efigie cruzó a la altura de la iglesia de Belén.

Se detuvo entonces, aparentemente cautivado por una cacatúa de plumaje rosa pálido que le miraba de reojo desde una jaula en uno de los puestos de animales apostado frente a la bocacalle de Puertaferrisa. El extraño se acercó a la jaula como lo había hecho a la vitrina de la librería y empezó a murmurarle a la cacatúa unas palabras. El pájaro, un ejemplar cabezón y con envergadura de gallo capón con plumajes de lujo, sobrevivió al aliento sulfúrico del extraño y se aplicó con empeño y concentración, claramente interesado en lo que su visitante le estaba recitando. Por si había duda, la cacatúa asentía repetidamente con la cabeza y, visiblemente excitada, erguía una cresta de plumas rosas.

Transcurridos un par de minutos, el extraño, satisfecho con su intercambio aviario, prosiguió su camino. No habían transcurrido ni treinta segundos cuando, al cruzar yo frente a la pajarería, pude ver que se había producido una pequeña conmoción y que el dependiente, azorado, se estaba apresurando a cubrir la jaula de la cacatúa con una capucha de tela, ya que el ave se había puesto a repetir con perfecta dicción el pareado de Franco, cabrito, no se te levanta el pito, que no tuve duda alguna de dónde acababa de aprender. Al menos, el extraño mostraba cierto sentido del humor y convicciones de alto riesgo, lo que en aquella época era tan raro como las faldas por encima de la rodilla.

Distraído por el incidente, pensé que lo había perdido de vista, pero pronto detecté su silueta rebujada frente al escaparate de la joyería Bagués. Me adelanté con disimulo hasta una de las casetas de escribientes que flanqueaban la entrada al palacio de la Virreina y lo observé con detenimiento. Los ojos le brillaban como rubíes y el espectáculo de oro y gemas preciosas tras el cristal a prueba de balas parecía haberle despertado una lujuria que ni una hilera de coristas de La Criolla en sus años de gloria hubiera podido arrancarle.

– ¿Una carta de amor, una instancia, un ruego a la excelencia de su elección, una espontánea nosotros- bien-por-la-presente para los parientes del pueblo, joven?

El amanuense residente en la caseta que había adoptado como escondite se había asomado por la garita como si se tratase de un sacerdote confesor y me miraba con ansias de ofrecerme sus servicios. El cartel sobre la ventanilla rezaba:

Oswaldo Darío de Mortenssen Literato y Pensador. Se escriben cartas de amor, peticiones, testamentos, poemas, invictas, felicitaciones, ruegos, esquelas, himnos, tesinas, súplicas, instancias y composiciones varias en todos los estilos y métricas. Diez céntimos la frase (rimas extra). Precios especiales a viudas, mutilados y menores.

– ¿Qué me dice, joven? ¿Una carta de amor de esas que hacen que las mozas en edad de merecer empapen las enaguas con los efluvios del querer? Le hago precio especial porque es usted.

Le mostré el anillo de casado. El escribiente Oswaldo se encogió de hombros, impávido.

– Son tiempos modernos -argumentó-. Si supiera usted la de casados y casadas que pasan por aquí…

Releí el cartel, que tenía cierto eco familiar que no acertaba a situar.

– Su nombre me suena…

– Tuve tiempos mejores. Quizá de entonces.

– ¿Es el de verdad?

– Nom de plumme. Un artista precisa un apelativo a la altura de su cometido. En mi partida de nacimiento reza Jenaro Rebollo, pero con semejante nombre quién le va a confiar a uno la composición de sus cartas de amor… ¿Qué responde a la oferta del día? ¿Marchando una carta de pasión y anhelo?

– En otra ocasión.

El amanuense asintió resignado. Siguió mi mirada y frunció el ceño, intrigado.

– Observando al cojo, ¿verdad? -dejó caer.

– ¿Lo conoce usted? -pregunté.

– Hará una semana que lo veo pasar por aquí todos los días y pararse ahí enfrente del mostrador de la joyería a mirar embobado como si en vez de anillos y collares tuviesen expuesto el trasero de la Bella Dorita -explicó.

– ¿Ha hablado alguna vez con él?

– Uno de los compañeros le pasó a limpio una carta el otro día; como le faltan dedos…

– ¿Quién fue? -pregunté.

El amanuense me miró dudando, temiendo la pérdida de un posible cliente si me respondía.

– Luisito. El que está ahí enfrente, junto a Casa Beethoven, el que tiene cara de seminarista.

Le ofrecí unas monedas en agradecimiento, pero se negó a aceptarlas.

– Yo me gano la vida con la pluma, no con el pico. De eso ya andamos sobrados en este patio. Si algún día tiene usted alguna necesidad de tipo gramatical, aquí me tiene.

Me entregó una tarjeta en la que se reproducía su cartel anunciador.

– De lunes a sábado, de ocho a ocho -precisó-. Oswaldo, soldado de la palabra para servirle a usted y a su causa epistolar.

La guardé y le agradecí su ayuda.

– Que se le va el pichón -advirtió.

Me volví y pude ver que el extraño había reemprendido su camino. Me apresuré tras él y lo seguí Ramblas abajo hasta la entrada del mercado de la Boquería, donde se detuvo a contemplar el espectáculo de puestos y gentes que entraban y salían cargando o descargando ricas viandas. Lo vi cojear hasta la barra del bar Pinocho y auparse a uno de los taburetes con dificultad pero entusiasmo. Por espacio de media hora el extraño intentó dar cuenta de las delicias que le iba sirviendo el benjamín de la casa, Juanito, pero tuve la impresión de que su salud no le permitía grandes alardes y que más que nada comía por los ojos, como si al pedir tapas y platillos que no podía apenas probar recordase otros tiempos de mayor saque. El paladar no saborea, simplemente recuerda. Finalmente, resignado a su abstinencia gastronómica y al goce vicario de contemplar cómo otros degustaban y se relamían, el extraño pagó la cuenta y prosiguió su periplo hasta la entrada de la calle Hospital donde, por azares de la irrepetible geometría de Barcelona, convergían uno de los grandes teatros de la ópera de la vieja Europa y uno de los putiferios más tronados y revenidos del hemisferio norte.

5

A aquella hora la tripulación de varios navíos mercantes y buques militares atracados en el puerto se aventuraba Ramblas arriba a saciar apetitos de diversa índole. Vista la demanda, la oferta ya se había incorporado a la esquina en forma de un turno de damas de alquiler con aspecto de llevar un sustancial kilometraje encima y de ofrecer una bajada de bandera de lo más asequible. Reparé con aprensión en las faldas entalladas sobre varices y palideces purpúreas que dolían con sólo mirarlas, rostros ajados y un aire general de última parada antes del retiro que inspiraba de todo menos lascivia. Muchos meses en alta mar debía de llevar un marinero para picar aquel anzuelo, pensé, pero para mi sorpresa el extraño se detuvo a coquetear con un par de aquellas damas trituradas sin miramientos por muchas primaveras sin flor como si fuesen beldades de cabaret fino.

– Hala, corasón, que te quito yo veinte años de encima de una friega -oí decirle a una de ellas, que hubiera pasado por abuela del amanuense Oswaldo.

De una friega lo matas, pensé. El extraño, en un gesto de prudencia, declinó la invitación.

– Otro día, guapa -respondió adentrándose en el Raval.

Le seguí un centenar de metros más hasta que se detuvo frente a un portal angosto y oscuro que quedaba casi enfrente de la fonda Europa. Lo vi desaparecer en el interior y esperé medio minuto antes de seguirlo.

Al cruzar el umbral encontré una escalera sombría que se perdía en las entrañas de aquel edificio que parecía escorado a babor y, teniendo en cuenta el hedor a humedad y sus dificultades con el alcantarillado, en un tris de hundirse en las catacumbas del Raval. A un lado del vestíbulo quedaba una suerte de garita donde un individuo de trazas grasientas ataviado con camiseta de tirantes, palillo en los labios y transistor sellado en una emisora de ámbito taurino me dedicó una mirada entre inquisitiva y hostil.

– ¿Viene solo? -preguntó vagamente intrigado.

No hacía falta ser un lince para deducir que me encontraba a las puertas de un establecimiento de alquiler de habitaciones por horas y que la única nota discordante de mi visita era que no venía de la mano de una de las Venus de baratillo que patrullaban la esquina.

– Si quiere, le envío una chavala -ofreció preparándome ya el paquete de toalla, pastilla de jabón y lo que intuí que era una goma o algún que otro artículo de profilaxis in extremis.

– En realidad sólo quería hacerle una pregunta -empecé.

El portero puso los ojos en blanco.

– Son veinte pesetas la media hora y la potranca la pone usted.

– Tentador. Tal vez otro día. Lo que quería preguntarle es si acaba de subir un caballero hace un par de minutos. Mayor. No en muy buena forma. Venía solo. Sin potranca.

El portero frunció el ceño. Noté que su mirada me degradaba instantáneamente de cliente a mosca cojonera.

– Yo no he visto a nadie. Ande, lárguese antes de que avise al Tonet.

Supuse que el Tonet no debía de ser un personaje entrañable. Puse las monedas que me quedaban sobre el mostrador y sonreí al portero con aire conciliador. El dinero desapareció como si se tratase de un insecto y las manos tocadas con dedales de plástico del portero fuesen la lengua de un camaleón. Visto y no visto.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Vive aquí el caballero que le comentaba?

– Tiene alquilada una habitación desde hace una semana.

– ¿Sabe cómo se llama?

– Pagó por adelantado un mes, así que no le pregunté.

– ¿Sabe de dónde viene, a qué se dedica…?

– Esto no es un consultorio sentimental. Aquí, a la gente que viene a fornicar no le preguntamos nada. Y ése ni fornica. O sea, que haga números.

Reconsideré el asunto.

– Todo lo que sé es que de vez en cuando sale un rato y luego vuelve. A veces me pide que le haga subir una botella de vino, pan y algo de miel. Paga bien y no dice ni pío.

– ¿Y seguro que no recuerda ningún nombre? Negó.

– Está bien. Gracias y disculpe la molestia. Me disponía a partir cuando el portero me llamó. -Romero -dijo. -¿Perdón?

– Me parece que dijo que se llama Romero o algo así…

– ¿Romero de Torres?

– Eso.

– ¿Fermín Romero de Torres? -repetí incrédulo. -El mismo. ¿No había un torero que se llamaba así antes de la guerra? -Preguntó el portero-. Ya decía yo que me sonaba de algo…

6

Rehice mis pasos de regreso a la librería todavía más confundido de lo que lo había estado antes de salir. Al cruzar frente al palacio de la Virreina el escribiente Oswaldo me saludó con la mano.

– ¿Suerte? -preguntó.

Negué por lo bajo.

– Pruebe con Luisito, que a lo mejor se acuerda de algo.

Asentí y me acerqué a la garita de Luisito, que en aquel momento estaba limpiando su colección de plumines. Al verme me sonrió y me invitó a tomar asiento.

– ¿Qué va a ser? ¿Amor o trabajo?

– Me envía su colega Oswaldo.

– El maestro de todos nosotros -sentenció Luisito, que no debía de tener ni veinticinco años-. Un gran hombre de letras al que el mundo no le ha reconocido la valía y aquí le tiene, a pie de calle trabajando el verbo al servicio del analfabeto.

– Me comentaba Oswaldo que el otro día atendió usted a un caballero mayor, cojo y bastante cascado al que le faltaba una mano y algunos dedos de la otra…

– Lo recuerdo. A los mancos siempre los recuerdo. Por lo cervantino, ¿sabe?

– Claro. ¿Y podría decirme cuál fue el asunto que le trajo aquí?

Luisito se agitó en su silla, incómodo con el giro que había tomado la conversación.

– Mire, esto es casi como un confesionario. La confidencialidad profesional prima ante todo.

– Me hago cargo. Ocurre que se trata de un tema grave.

– ¿Cómo de grave?

– Lo suficiente como para amenazar el bienestar de personas que me son muy queridas.

– Ya, pero…

Luisito alargó el cuello y buscó la mirada del maestro Oswaldo al otro lado del patio. Vi que Oswaldo asentía y Luisito se relajaba.

– El señor trajo una carta que tenía escrita y que quería pasar a limpio y con buena letra, porque con su mano…

– Y la carta hablaba de…

– Apenas lo recuerdo, piense que aquí redactamos muchas cartas todos los días…

– Haga un esfuerzo, Luisito. Por lo cervantino.

– Yo creo, aun a riesgo de confundirme con la carta de otro cliente, que era algo relacionado con una suma de dinero importante que el caballero manco iba a recibir o a recuperar o algo así. Y no sé qué de una llave. -Una llave.

– Eso. No especificó si era de paso, de artes marciales o la de una puerta.

Luisito me sonrió, visiblemente complacido con su pequeña aportación de ingenio y chanza a la conversación.

– ¿Recuerda algo más?

Luisito se relamió los labios, pensativo.

– Dijo que veía la ciudad muy cambiada.

– ¿Cambiada en qué sentido? -No sé. Cambiada. Sin muertos por la calle.

– ¿Muertos por la calle? ¿Eso dijo?

– Si la memoria no me falla…


7

Agradecí a Luisito la información y apreté el paso confiando en tener la suerte de llegar a la librería antes de que mi padre volviese de su recado y mi ausencia fuese detectada. El cartel de «cerrado» seguía en la puerta. Abrí, descolgué el cartel y me puse tras el mostrador convencido de que ni un solo cliente se había acercado durante los casi cuarenta y cinco minutos que había estado fuera.

A falta de trabajo, empecé a darle vueltas a lo que iba a hacer con el ejemplar de El conde de Montecristo y a cómo abordar el tema con Fermín cuando llegara a la librería. No quería alarmarle más de lo necesario, pero la visita del extraño y mi infructuoso intento de dilucidar qué se llevaba entre manos me habían dejado intranquilo. En cualquier otra ocasión le habría referido lo sucedido sin más, pero me dije que esta vez debía actuar con tacto. Fermín llevaba una temporada muy alicaído y con un humor de perros. Yo llevaba un tiempo intentando aligerarle el ánimo con mis pobres golpes de gracia, pero nada conseguía arrancarle la sonrisa.

– Fermín, no les quite tanto el polvo a los libros que dicen que pronto lo que se llevará ya no será la novela rosa sino la novela negra -le decía yo, en alusión al color con el que empezaban a referirse por entonces los comentaristas a las historias de crimen y castigo que nos llegaban con cuentagotas en traducciones mojigatas.

Fermín, lejos de responder con una sonrisa piadosa a tan lamentable chascarrillo, se agarraba a lo que fuera para iniciar una de sus apologías del desánimo y la náusea.

– En el futuro todas las novelas serán negras, porque si en esta segunda mitad de siglo carnicero va a haber un aroma dominante va a ser el de la falsedad y el crimen en calidad de eufemismo -sentenciaba.

Ya empezamos, pensé. El Apocalipsis según San Fermín Romero de Torres.

– Ya será menos, Fermín. Le tendría que dar a usted más el sol. Venía el otro día en el diario que la vitamina D incrementa la fe en el prójimo.

– También venía que no sé qué libraco de poemas de un ahijado de Franco es la sensación del panorama literario internacional, y sin embargo no lo venden en ninguna librería más allá de Móstoles -replicó.

Cuando Fermín se entregaba al pesimismo orgánico lo mejor era no darle carnaza.

– ¿Sabe, Daniel? A veces pienso que Darwin se equivocó y que en realidad el hombre desciende del cerdo, porque en ocho de cada diez homínidos hay un chorizo esperando a ser descubierto

– argumentaba.

– Fermín, me gusta más cuando expresa usted una visión más humanista y positiva de las cosas, como el otro día, cuando dijo aquello de que en el fondo nadie es malo, sino que sólo tiene miedo.

– Debió de ser una bajada de azúcar. Menuda memez.

El Fermín bromista que me gustaba recordar estaba en aquellos días en retirada y en su lugar parecía haber tomado su puesto un hombre atormentado por preocupaciones y malos vientos que no quería compartir. A veces, cuando él creía que nadie le veía, me parecía que se encogía por los rincones y que la angustia se lo comía por dentro. Había perdido peso y, habida cuenta de que casi todo en él era cartílago, su aspecto empezaba a ser preocupante. Se lo había comentado un par de veces, pero él negaba que hubiese problema alguno y escurría el bulto con excusas peregrinas.

– No es nada, Daniel. Es que desde que me ha dado por seguir la liga cada vez que pierde el Barga me baja la tensión. Un taquito de manchego y me pongo hecho un toro.

– ¿Está seguro? Si usted no ha ido al fútbol en su vida.

– Eso es lo que usted se cree. Kubala y yo prácticamente crecimos juntos.

– Pues yo lo veo hecho una piltrafa. O está enfermo, o no se cuida usted nada.

Como respuesta me mostraba un par de bíceps como peladillas y sonreía como si vendiese dentífrico puerta a puerta.

– Toque, toque. Acero templado, como la espada del Cid.

Mi padre atribuía su baja forma al nerviosismo por la boda y todo lo que ello conllevaba, incluida la confraternización con el clero y la búsqueda de un restaurante o merendero en el que organizar el banquete, pero a mí me daba en la nariz que aquella melancolía tenía raíces más profundas. Me estaba debatiendo entre contarle lo sucedido aquella mañana y mostrarle el libro o esperar a un momento más propicio cuando le vi aparecer por la puerta arrastrando un semblante que no hubiera desentonado en un velatorio. Al verme esbozó una sonrisa débil y esgrimió un saludo militar.

– Dichosos los ojos, Fermín. Ya pensaba que no vendría.

– Me ha entretenido don Federico al pasar frente a la relojería con no sé qué chisme de que alguien había visto esta mañana al señor Sempere por la calle Puertaferrisa muy apañado y con rumbo desconocido. Don Federico y la boba de la Merceditas querían saber si se había echado una querida, que ahora se ve que eso da tono entre los comerciantes del barrio, y si la zagala es cupletera, pues todavía más.

– ¿Y usted qué le ha contestado?

– Que su señor padre, en su viudedad ejemplar, ha revertido a un estado de virginidad primigenio que tiene intrigadísima a la comunidad científica y que le ha granjeado un expediente de precanonización exprés en el arzobispado. Yo la vida privada del señor Sempere no la comento con propios ni extraños porque no le incumbe a nadie más que a él. Y a quien intenta venirme con verdulerías le suelto un soplamocos y santas pascuas.

– Es usted un caballero de los de antes, Fermín.

– El que es de los de antes es su padre, Daniel. Porque, entre nosotros y que no salga de estas cuatro paredes, la verdad es que no le vendría mal echar una canita al aire de vez en cuando. Desde que no vendemos una escoba se pasa los días emparedado en la trastienda con ese libro egipcio de los muertos.

– Es el libro de contabilidad -corregí.

– Lo que sea. Y la verdad es que hace días que estoy pensando que tendríamos que llevárnoslo al Molino y luego de picos pardos porque, aunque el prócer para estos menesteres es más soso que una paella de berzas, creo yo que un encontronazo con una moza prieta y con buena circulación le iba a espabilar el tuétano -dijo Fermín.

– Mire quién fue a hablar. La alegría de la huerta. Si quiere que le diga la verdad, el que me preocupa es usted -protesté-. Hace días que parece una cucaracha metida en una gabardina.

– Pues mire usted, Daniel, símil certero el que me propone, porque aunque la cucaracha no tiene el palmito farandulero que requieren los cánones frívolos de esta sociedad bobalicona que nos ha tocado en suerte, tanto el infausto artrópodo como un servidor se caracterizan por un inigualable instinto de supervivencia, la voracidad desmedida y una libido leonina que no merma ni bajo condiciones de altísima radiación.

– Discutir con usted es imposible, Fermín.

– Es que el mío es un temple dialéctico y predispuesto a tocar la pera al menor asomo de falacia o papanatada, amigo mío, pero su padre es una florecía tierna y delicada y creo que ha llegado la hora de tomar cartas en el asunto antes de que se fosilice del todo.

– ¿Y qué cartas son ésas, Fermín? -cortó la voz de mi padre a nuestra espalda-. No me diga que me va a montar una merienda con la Rociíto.

Nos volvimos como dos colegiales sorprendidos con las manos en la masa. Mi padre, con escasos visos de florecilla tierna, nos observaba con severidad desde la puerta.

8

– ¿Y usted cómo sabe de la Rociíto? -murmuró Fermín, atónito.

Tan pronto como mi padre saboreó el susto que nos había dado, sonrió afablemente y nos guiñó un ojo.

– Me estaré fosilizando, pero todavía tengo el oído fino. El oído y la cabeza. Por eso he decidido que algo había que hacer para revitalizar el negocio -anunció-. Lo del Molino puede esperar.

Sólo entonces nos percatamos de que mi padre venía cargado con dos bolsas de considerable tamaño y una caja grande envuelta en papel de embalar y atada con cordel grueso.

– No me digas que vienes de atracar el banco de la esquina -pregunté.

– Los bancos los trato de evitar siempre que puedo, porque como bien dice Fermín normalmente son ellos los que te atracan a ti. De donde vengo es del mercado de Santa Lucía.

Fermín y yo intercambiamos una mirada de desconcierto.

– ¿No me vais a ayudar? Esto pesa como un muerto.

Procedimos a descargar el contenido de las bolsas sobre el mostrador mientras mi padre deshacía el envoltorio de la caja. Las bolsas estaban repletas de pequeños objetos protegidos en papel de embalar. Fermín desenvolvió uno de ellos y se quedó mirando el contenido sin comprender.

– ¿Y eso qué es? -pregunté.

– Yo diría que se trata de un jumento adulto a escala uno cien -respondió Fermín.

– ¿El qué?

– Un borrico, asno o pollino, entrañable cuadrúpedo solípedo que con duende y aplomo puntea los paisajes de esta España nuestra, pero en miniatura, como los trenecillos de juguete esos que venden en Casa Palau -explicó Fermín.

– Es un burro de arcilla, una figurita para el belén -aclaró mi padre.

– ¿Qué belén?

Por toda respuesta mi padre se limitó a abrir la caja de cartón y a extraer un monumental pesebre con luces que acababa de adquirir y que, intuí, pretendía colocar en el escaparate de la librería a modo de reclamo navideño. Fermín, entretanto, había ya desembalado varios bueyes, camellos, cerdos, patos, monarcas de oriente, unas palmeras, un san José y una Virgen María.

– Sucumbir al yugo del nacionalcatolicismo y sus subrepticias técnicas de adoctrinamiento mediante el despliegue de figuritas y leyendas turroneras no me parece la solución -sentenció Fermín.

– No diga bobadas, Fermín, que ésta es una tradición bonita y a la gente le gusta ver belenes por Navidad -cortó mi padre-. A la librería le faltaba la chispa de color y alegría que piden estas fechas. Eche un vistazo a todas las tiendas del barrio y verá que nosotros, en comparación, parecemos las pompas fúnebres. Ande, écheme una mano y lo montaremos en el escaparate. Y quite de la mesa todos esos tomos de la desamortización de Mendizábal, que asustan al más pintado.

– Acabáramos -murmuró Fermín.

Entre los tres conseguimos aupar el pesebre y poner las figuritas en posición. Fermín colaboraba de mala gana, frunciendo el ceño y buscando cualquier excusa para manifestar su objeción al proyecto.

– Señor Sempere, no es por faltar, pero este niño Jesús es tres veces más grande que su padre putativo y casi no cabe en la cuna.

– No pasa nada. Se les habían acabado los más pequeños.

– Pues a mí me da que al lado de la Virgen parece uno de esos luchadores japoneses con problemas de sobrepeso que llevan el pelo engominado y los calzoncillos ceñidos a la regatera.

– Se llaman luchadores de sumo -dije.

– Esos mismos -convino Fermín.

Mi padre suspiró, negando para sí.

– Y además mire esos ojos que tiene. Si parece que esté poseído.

– Ande, Fermín, cállese de una vez y enchufe el belén – ordenó mi padre, tendiéndole el cable.

Fermín, en uno de sus alardes de malabarista, consiguió escurrirse bajo la mesa que sostenía el pesebre y alcanzar el enchufe que quedaba en un extremo del mostrador.

– Y se hizo la luz -proclamó mi padre, contemplando entusiasmado el nuevo y resplandeciente belén de Sempere e Hijos.

»-Renovarse o morir -añadió complacido.

– Morir -murmuró Fermín por lo bajo.

No había pasado ni un minuto del alumbramiento oficial cuando una madre que llevaba de la mano a tres niños se detuvo frente al escaparate a admirar el pesebre y, tras un instante de duda, se aventuró a entrar en la librería.

– Buenas tardes -dijo-. ¿Tienen ustedes cuentos sobre las vidas de los santos?

– Por supuesto -respondió mi padre-. Permítame mostrarle la Colección Jesusín de mi Vida, que estoy seguro de que va a encantar a sus niños. Profusamente ilustrados y con prólogo de don José María Pemán, ahí es nada.

– Ay, qué bien. La verdad es que cuesta tanto encontrar hoy por hoy libros con un mensaje positivo, de esos que te hacen sentir a gusto, y sin tantos crímenes y muertes y ese tipo de cosas que no hay quien entienda… ¿No le parece?

Fermín puso los ojos en blanco. Estaba por abrir la boca cuando le retuve y lo arrastré lejos de la dienta.

– Diga usted que sí -convino mi padre mirándome por el rabillo del ojo e insinuándome con el gesto que mantuviese a

Fermín maniatado y amordazado porque aquella venta no la íbamos a perder por nada del mundo.

Empujé a Fermín hasta la trastienda y me aseguré de que la cortina quedaba echada para dejar a mi padre lidiar con la operación con tranquilidad.

– Fermín, no sé qué mosca le habrá picado pero, aunque ya sé que a usted esto de los belenes no le convence y yo se lo respeto, si resulta que un niño Jesús tamaño apisonadora y cuatro marranos de arcilla le levantan el ánimo a mi padre y además nos meten clientes en la librería, le voy a pedir que aparque el púlpito existencialista y ponga cara de que está encantado, al menos en horario comercial.

Fermín suspiró y asintió, avergonzado.

– Si no es eso, amigo Daniel -dijo-. Perdóneme usted. Yo por hacer feliz a su padre y salvar la librería si hace falta hago el camino de Santiago en traje de luces.

– Basta con que le diga a mi padre que lo del belén le parece una buena idea y le siga la corriente.

Fermín asintió.

– Faltaría más. Luego le pediré disculpas al señor Sempere por mi salida de tono y como acto de contrición contribuiré con una figurita al belén para demostrar que a espíritu navideño no me ganan ni los grandes almacenes. Tengo un amigo en la clandestinidad que hace unos caganers de doña Carmen Polo de Franco con un acabado tan realista que pone la piel de gallina.

– Con un corderito o un rey Baltasar va que se mata.

– A sus órdenes, Daniel. Ahora, si le parece, haré algo útil y me pondré a abrir las cajas del lote de la viuda Recasens, que llevan ahí una semana criando polvo.

– ¿Le echo una mano?

– No se preocupe. Usted a lo suyo.

Le observé dirigirse al almacén, que quedaba al fondo de la trastienda, y enfundarse la bata azul de faena.

– Fermín -empecé.

Se volvió a mirarme, solícito. Dudé un instante.

– Hoy ha pasado una cosa que quería contarle.

– Usted dirá.

– No sé muy bien cómo explicarlo, la verdad. Ha venido alguien preguntando por usted.

– ¿Era guapa? -preguntó Fermín intentando fingir un aire de broma que no conseguía ocultar la sombra de inquietud en sus ojos.

– Era un caballero. Bastante cascado y un tanto extraño, a decir verdad.

– ¿Ha dejado un nombre? -preguntó Fermín.

Negué.

– No. Pero ha dejado esto para usted.

Fermín frunció el ceño. Le tendí el libro que el visitante había adquirido un par de horas antes. Fermín lo aceptó y examinó la portada sin comprender.

– Pero ¿éste no es el Dumas que teníamos en la vitrina a siete duros?

Asentí.

– Ábralo por la primera página.

Fermín hizo lo que le pedía. Al leer la dedicatoria le invadió una súbita palidez y tragó saliva. Cerró los ojos un instante y luego me miró en silencio. Me pareció que había envejecido cinco años en cinco segundos.

– Cuando se ha ido de aquí le he seguido -dije-. Lleva una semana viviendo en un meublé de mala muerte en la calle Hospital, frente a la fonda Europa, y por lo que he podido averiguar utiliza un nombre falso; el de usted, en realidad: Fermín Romero de Torres. He sabido por uno de los escribientes de la Virreina que hizo copiar una carta en la que aludía a una gran cantidad de dinero. ¿Le suena a usted algo de todo esto?

Fermín se iba encogiendo como si cada palabra de aquella historia fuese un palazo en la cabeza.

– Daniel, es muy importante que no vuelva a seguir usted a ese individuo ni hable con él. No haga nada. Manténgase alejado. Es muy peligroso.

– ¿Quién es ese hombre, Fermín?

Fermín cerró el libro y lo ocultó tras unas cajas en uno de los estantes. Oteando en dirección a la tienda y asegurándose de que mi padre seguía ocupado con la dienta y no nos podía oír, se me acercó y me habló en voz muy baja.

– Por favor, no le cuente nada de esto a su padre ni a nadie.

– Fermín…

– Hágame ese favor. Se lo pido por nuestra amistad.

– Pero, Fermín.

– Por favor, Daniel. Aquí no. Confíe en mí.

Asentí a regañadientes y le mostré el billete de cien con el que el extraño me había pagado. No hizo falta que le explicase de dónde había salido.

– Ese dinero está maldito, Daniel. Déselo a las monjas de la caridad o a un pobre que vea por la calle. O, mejor aún, quémelo.

Sin decir nada más procedió a quitarse la bata y a enfundarse su gabardina deshilachada y a calzarse una boina sobre aquella cabeza de cerilla que parecía una paellera fundida esbozada por Dalí.

– ¿Se va ya?

– Dígale a su padre que me ha surgido un imprevisto. ¿Me hará ese favor?

– Claro, pero…

– Ahora no puedo explicárselo, Daniel.

Se agarró el estómago con una mano como si se le hubiesen anudado las tripas y empezó a gesticular con la otra como si quisiera atrapar palabras al vuelo que no conseguía que le aflorasen a los labios.

– Fermín, a lo mejor si me lo cuenta puedo ayudarle…

Fermín dudó un instante, pero luego negó en silencio y salió al vestíbulo. Lo seguí hasta el portal y lo vi partir bajo la llovizna, apenas un hombrecillo cargando con el mundo a hombros mientras la noche, más negra que nunca, se desplomaba sobre Barcelona.

9

Es un hecho científicamente comprobado que cualquier infante de pocos meses de vida sabe detectar con instinto infalible ese momento exacto de la madrugada en que sus padres han conseguido conciliar el sueño para elevar el llanto y evitar así que puedan descansar más de treinta minutos seguidos.

Aquélla, como casi todas las madrugadas, el pequeño Julián se despertó a eso de las tres de la mañana y no dudó en anunciar su vigilia a pleno pulmón. Abrí los ojos y me volví. A mi lado, Bea, reluciente de penumbra, se agitó con aquel despertar lento que permitía contemplar el dibujo de su cuerpo bajo las sábanas y murmuró algo incomprensible. Resistí el impulso natural de besarle el cuello y liberarla de aquel interminable camisón blindado que mi suegro, seguramente aposta, le había regalado por su cumpleaños y que no conseguía que se perdiera en la colada ni con malas artes.

– Ya me levanto yo -susurré besándola en la frente.

Bea respondió dándose la vuelta y cubriéndose la cabeza con la almohada. Me detuve a saborear la curva de aquella espalda y su dulce descender, que ni todos los camisones del mundo habrían conseguido domar. Llevaba casi dos años casado con aquella prodigiosa criatura y todavía me sorprendía despertar a su lado sintiendo su calor. Empezaba a retirar la sábana y a acariciar la parte posterior de aquel muslo aterciopelado cuando la mano de Bea me clavó las uñas en la muñeca.

– Daniel, ahora no. El niño está llorando.

– Sabía que estabas despierta.

– Es difícil dormir en esta casa, entre hombres que no saben dejar de llorar o de magrearle el trasero a una pobre infeliz que no consigue juntar más de dos horas de sueño por noche.

– Tú te lo pierdes.

Me levanté y recorrí el pasillo hasta la habitación de Julián, en la parte de atrás. Poco después de la boda nos habíamos instalado en el ático del edificio donde estaba la librería. Don Anacleto, el catedrático de instituto que lo había ocupado durante veinticinco años, había decidido retirarse y volver a su Segovia natal a escribir poemas picantes a la sombra del acueducto y a estudiar la ciencia del cochinillo asado.

El pequeño Julián me recibió con un llanto sonoro y de alta frecuencia que amenazaba con perforarme el tímpano. Lo tomé en brazos y, tras olfatear el pañal y confirmar que, por una vez, no había moros en la costa, hice lo que haría todo padre novicio en su sano juicio: murmurarle tonterías y danzar dando saltitos ridículos alrededor de la habitación. Estaba en ese trance cuando descubrí a Bea contemplándome desde el umbral con desaprobación.

– Dame, que lo vas a despertar aún más.

– Pues él no se queja -protesté cediéndole el niño.

Bea lo tomó en sus brazos y le susurró una melodía al tiempo que lo mecía suavemente. Cinco segundos más tarde Julián dejó de llorar y esbozó aquella sonrisa embobada que su madre siempre conseguía arrancarle.

– Anda -dijo Bea en voz baja-. Ahora voy.

Expulsado de la habitación y tras haber quedado claramente demostrada mi ineptitud en el manejo de criaturas en edad de gatear, regresé al dormitorio y me tendí en la cama sabiendo que no iba a pegar ojo el resto de la noche. Un rato más tarde, Bea apareció por la puerta y se tendió a mi lado suspirando.

– Estoy que no me tengo en pie.

La abracé y permanecimos en silencio unos minutos.

– He estado pensando -dijo Bea.

Tiembla, Daniel, pensé. Bea se incorporó y se sentó en cuclillas sobre el lecho frente a mí.

– Cuando Julián sea algo mayor y mi madre pueda cuidarlo unas horas durante el día, creo que voy a trabajar.

Asentí.

– ¿Dónde?

– En la librería.

La prudencia me aconsejó callar.

– Creo que os vendría bien -añadió-. Tu padre ya no está para echarle tantas horas y, no te ofendas, pero creo que yo tengo más mano con los clientes que tú y que Fermín, que últimamente

me parece que asusta a la gente.

– Eso no te 10 voy a discutir.

– ¿Qué es lo que le pasa al pobre? El otro día me encontré a la Bernarda por la calle y se me echó a llorar. La llevé a una de las granjas de la calle Petritxol y después de atiborrarla a suizos me estuvo contando que Fermín está rarísimo. Al parecer desde hace unos días se niega a rellenar los papeles de la parroquia para la boda. A mí me da que ése no se casa ¿Te ha dicho algo?

– Alguna cosa he notado -mentí-. A lo mejor la Bernarda le está apretando demasiado…

Bea me miró en silencio.

– ¿Qué? -pregunté al fin.

– La Bernarda me pidió que no se lo dijese a nadie.

– ¿Que no dijeses el qué?

Bea me miró fijamente.

– Que este mes lleva retraso.

– ¿Retraso? ¿Se le ha acumulado la faena?

Bea me miró como si fuese idiota y se me encendió la luz.

– ¿La Bernarda está embarazada?

– Baja la voz, que vas a despertar a Julián.

– ¿Está embarazada o no? -repetí, con un hilo de voz.

– Probablemente.

– ¿Y lo sabe Fermín?

– No se lo ha querido decir todavía. Le da miedo que se dé a la fuga.

– Fermín nunca haría eso.

– Todos los hombres haríais eso si pudieseis.

Me sorprendió la aspereza en su voz, que rápidamente endulzó con una sonrisa dócil que no había quien se la creyera.

– Qué poco que nos conoces.

Se incorporó en la penumbra y, sin mediar palabra, se alzó el camisón y lo dejó caer a un lado de la cama. Se dejó contemplar unos segundos y luego, lentamente, se inclinó sobre mí y me lamió los labios sin prisa.

– Qué poco que os conozco -susurró.

10

Al día siguiente, el efecto reclamo del pesebre iluminado confirmó su eficacia y vi a mi padre sonreír por primera vez en semanas mientras anotaba algunas ventas en el libro de contabilidad. Desde primera hora de la mañana iban goteando algunos viejos clientes que hacía tiempo que no se dejaban ver por la librería y nuevos lectores que nos visitaban por primera vez. Dejé que mi padre los atendiese a todos con su mano experta y me di el gusto de verle disfrutar recomendándoles títulos, despertando su curiosidad e intuyendo sus gustos e intereses. Aquél prometía ser un buen día, el primero en muchas semanas.

– Daniel, habría que sacar las colecciones de clásicos ilustrados para niños. Las de ediciones Vértice, con el lomo azul.

– Me parece que están en el sótano. ¿Tienes tú las llaves?

– Bea me las pidió el otro día para bajar no sé qué cosas del niño. No me suena que me las devolviera. Mira en el cajón.

– Aquí no están. Subo un momento a casa a buscarlas.

Dejé a mi padre atendiendo a un caballero que acababa de entrar y que estaba interesado en adquirir un libro sobre la historia de los cafés de Barcelona y salí por la trastienda a la escalera. El piso que Bea y yo ocupábamos era alto y, amén de más luz, venía con subidas y bajadas de escaleras que tonificaban el ánimo y los muslos. Por el camino me crucé con Edelmira, una viuda del tercero que había sido bailarina y que ahora pintaba vírgenes y santos a mano en su casa para ganarse la vida. Demasiados años sobre las tablas del teatro Arnau le habían pulverizado las rodillas y ahora necesitaba agarrarse a la barandilla con las dos manos para negociar un simple tramo de escaleras, pero aun así siempre tenía una sonrisa en los labios y algo amable que decir.

– ¿Cómo está la guapa de tu mujer, Daniel?

– No tan guapa como usted, doña Edelmira. ¿La ayudo a bajar?

Edelmira, como siempre, declinó mi oferta y me dio recuerdos para Fermín, que siempre la piropeaba y le hacía proposiciones deshonestas al verla pasar.

Cuando abrí la puerta del piso, el interior todavía olía al perfume de Bea y a esa mezcla de aromas que desprenden los niños y su attrezzo. Bea solía madrugar y sacaba a Julián de paseo en el flamante carrito Jané que nos había regalado Fermín y al que todos nos referíamos como el Mercedes.

– ¿Bea? -llamé.

El piso era pequeño y el eco de mi voz regresó antes de que pudiese cerrar la puerta a mi espalda. Bea había salido ya. Me planté en el comedor intentando reconstruir el proceso mental de mi esposa y deducir dónde habría guardado las llaves del sótano. Bea era mucho más ordenada y metódica que yo. Empecé por repasar los cajones del mueble del comedor donde solía guardar recibos, cartas pendientes y monedas sueltas. De ahí pasé a las mesitas, fruteros y estanterías.

La siguiente parada fue la cocina, donde había una vitrina en la que Bea acostumbraba a poner notas y recordatorios. La suerte me fue esquiva y terminé en el dormitorio, de pie frente a la cama y mirando a mi alrededor con espíritu analítico. Bea ocupaba un setenta y cinco por ciento del armario, cajones y demás instalaciones del dormitorio. Su argumento era que yo siempre me vestía igual y que con un rincón del guardarropa tenía bastante. La sistemática de sus cajones era de una sofisticación que me sobrepasaba. Una cierta culpabilidad me asaltó al recorrer los espacios reservados de mi mujer pero, tras infaustos registros de todos los muebles a la vista, seguía sin encontrar las llaves.

«Reconstruyamos los hechos», me dije. Recordaba vagamente que Bea había dicho algo de bajar una caja con ropa de verano. Había sido un par de días atrás. Si no me fallaba la memoria, aquel día Bea llevaba el abrigo gris que le había regalado por nuestro primer aniversario. Sonreí ante mis dotes de deducción y abrí el armario para buscar el abrigo entre el vestuario de mi mujer. Allí estaba. Si todo lo aprendido leyendo a Conan Doyle y sus discípulos era correcto, las llaves de mi padre estarían en uno de los bolsillos de aquel abrigo. Hundí las manos en el derecho y di con dos monedas y un par de caramelos mentolados como los que regalaban en las farmacias. Procedí a inspeccionar el otro bolsillo y me complací en confirmar mi tesis. Mis dedos rozaron el manojo de llaves.

Y algo más.

Había una pieza de papel en el bolsillo. Extraje las llaves y, dudando, decidí sacar también el papel. Probablemente era una de las listas de recados que Bea solía prepararse para no olvidar detalle.

Al examinarlo con más atención vi que se trataba de un sobre. Una carta. Iba dirigida a Beatriz Aguilar y el matasellos la fechaba una semana atrás. Había sido enviada a la dirección de los padres de Bea, no al piso de Santa Ana. Le di la vuelta y, al leer el nombre del remitente, las llaves del sótano se me cayeron de la mano:

Pablo Cascos Buendía

Me senté en la cama y me quedé mirando aquel sobre, desconcertado. Pablo Cascos Buendía era el prometido de Bea en los días en que habíamos empezado a tontear. Hijo de una acaudalada familia que poseía varios astilleros e industrias en El Ferrol, aquel personaje, que nunca había sido santo de mi devoción ni yo de la suya, estaba por entonces haciendo el servicio militar como alférez. Desde que Bea le había escrito para romper su compromiso no había vuelto a saber de él. Hasta entonces.

¿Qué hacía una carta con fecha reciente del antiguo prometido de Bea en el bolsillo de su abrigo? El sobre estaba abierto, pero durante un minuto los escrúpulos me impidieron extraer la carta. Me di cuenta de que era la primera vez que espiaba a espaldas de Bea y estuve a punto de devolver la carta a su lugar y salir por pies de allí. Mi momento de virtud duró unos segundos. Todo asomo de culpabilidad y vergüenza se evaporó antes de llegar al final del primer párrafo.

Querida Beatriz:

Espero que te encuentres bien y que seas feliz en tu nueva vida en Barcelona. Durante estos meses no he recibido contestación a las cartas que te envié y a veces me pregunto si he hecho algo para que ya no quieras saber de mí. Comprendo que eres una mujer casada y con un hijo, y que es tal vez impropio que te escriba, pero tengo que confesarte que, por mucho que pase el tiempo, no consigo olvidarte, aunque lo he intentado, y no me da pudor admitir que sigo enamorado de ti.

Mi vida también ha tomado un nuevo rumbo. Hace un año empecé a trabajar como director comercial de una importante empresa editorial. Sé lo mucho que significaban los libros para ti y poder trabajar entre ellos me hace sentirme más cerca de ti. Mi despacho está en la delegación de Madrid, aunque viajo a menudo por toda España por motivos de trabajo.

Pienso en ti constantemente, en la vida que


podríamos haber compartido, en los hijos que podríamos haber tenido juntos… Me pregunto todos los días si tu marido sabe hacerte feliz y si no te habrás casado con él forzada por las circunstancias. No puedo creer que la vida modesta que él pueda ofrecerte sea lo que tú deseas. Te conozco bien. Hemos sido compañeros y amigos, y no ha habido secretos entre nosotros. ¿Te acuerdas de aquellas tardes que pasamos juntos en la playa de San Pol? ¿Te acuerdas de los proyectos, de los sueños que compartimos, de las promesas que nos hicimos? Nunca me he sentido con nadie como contigo. Desde que rompimos nuestro noviazgo he salido con algunas chicas, pero ahora sé que ninguna se puede comparar a ti. Cada vez que beso otros labios pienso en los tuyos y cada vez que acaricio otra piel siento la tuya.

Dentro de un mes viajaré a Barcelona para visitar las oficinas de la editorial y tener una serie de conversaciones con el personal sobre una futura reestructuración de la empresa. La verdad es que podía haber solucionado esos trámites por correo y teléfono. El motivo real de mi viaje no es otro que la esperanza de poder verte. Sé que pensarás que estoy loco, pero prefiero que pienses eso a que creas que te he olvidado. Llego el día 20 de enero y estaré hospedado en el hotel Ritz de la Gran Vía. Por favor, te pido que nos veamos, aunque sólo sea un rato, para que me dejes decirte en persona lo que llevo en el

corazón. He hecho una reserva en el restaurante del hotel para el día 21 a las dos. Estaré allí, esperándote. Si vienes me harás el hombre más feliz del mundo y sabré que mis sueños de recuperar tu amor tienen esperanzas.

Te quiere desde siempre,

Pablo

Por espacio de unos segundos me quedé allí, sentado en el lecho que había compartido con Bea apenas unas horas antes. Volví a meter la carta en el sobre y al levantarme sentí como si me acabasen de propinar un puñetazo en el estómago. Corrí al baño y vomité el café de aquella mañana en el lavabo. Dejé correr el agua fría y me mojé la cara. El rostro de aquel Daniel de dieciséis años al que le temblaban las manos la primera vez que acarició a Bea me observaba desde el espejo.

11

Cuando bajé de nuevo a la librería mi padre me lanzó una mirada inquisitiva y consultó su reloj de pulsera. Supuse que se preguntaba dónde había estado la última media hora, pero no dijo nada. Le tendí la llave del sótano, intentando no cruzar los ojos con él.

– Pero ¿no ibas tú a bajar a buscar los libros? -preguntó.

– Claro. Perdona. Ahora mismo voy.

Mi padre me observó de reojo.

– ¿Estás bien, Daniel?

Asentí, fingiendo extrañeza ante su pregunta. Antes de darle ocasión de repetirla me encaminé al sótano a recoger las cajas que me había pedido. El acceso al sótano quedaba al fondo del vestíbulo del edificio. Una puerta metálica sellada con un candado situada bajo el primer tramo de escaleras daba a una espiral de peldaños que se perdían en la oscuridad y olían a humedad y a algo indeterminado que hacía pensar en tierra batida y flores muertas. Una pequeña hilera de bombillas de parpadeo anémico pendía del techo y confería al lugar un aire de refugio antiaéreo.

Descendí las escaleras hasta el sótano y una vez allí palpé la pared en busca del interruptor.

Una bombilla amarillenta prendió sobre mi cabeza desvelando el contorno de lo que apenas era un trastero con delirios de grandeza. Las momias de viejas bicicletas sin dueño, cuadros velados de telarañas y cajas de cartón apiladas en estantes de madera reblandecida por la humedad formaban un retablo que no invitaba a pasar más tiempo del estrictamente necesario allí abajo. No fue hasta contemplar aquel panorama cuando comprendí lo extraño que era que Bea hubiese decidido descender a aquel lugar por voluntad propia en vez de pedirme a mí que lo hiciera. Escruté aquel laberinto de despojos y trastos y me pregunté qué otros secretos tendría escondidos allí.

Al darme cuenta de lo que estaba haciendo suspiré. Las palabras de aquella carta iban calando en mi mente como gotas de ácido. Me hice prometerme a mí mismo que no empezaría a hurgar entre las cajas buscando manojos de cartas perfumadas de aquel individuo. Hubiera traicionado mi promesa a los pocos segundos de no ser por que oí pasos descendiendo por la escalera. Alcé la vista y me encontré con Fermín, que contemplaba la escena con aire de náusea.

– Oiga, aquí huele a muerto y medio. ¿Quiere decir que no tendrán a la madre de la Merceditas embalsamada entre patrones de ganchillo en una de esas cajas?

– Ya que está aquí, ayúdeme a subir unas cajas que quiere mi padre.

Fermín se arremangó, listo para entrar en faena. Le señalé un par de cajas con el sello de la editorial Vértice y nos hicimos cada uno con una.

– Daniel, tiene usted peor cara que yo. ¿Le pasa algo?

– Serán los vapores del sótano.

Fermín no se dejó despistar por mi amago de broma. Dejé la caja en el suelo y me senté en ella.

– ¿Puedo hacerle una pregunta, Fermín?

Fermín soltó su caja y también la adoptó de taburete. Lo miré dispuesto a hablar pero incapaz de arrastrar las palabras a mis labios.

– ¿Problemas de alcoba? -preguntó.

Me sonrojé al comprobar lo bien que me conocía mi amigo.

– Algo así.

– ¿La señora Bea, bendita sea entre todas las mujeres, tiene pocas ganas de guerra o al contrario demasiadas y usted a duras penas llega a cubrir los servicios mínimos? Piense que las mujeres, cuando tienen una criatura, es como si les hubiesen soltado en la sangre una bomba atómica de hormonas. Uno de los grandes misterios de la naturaleza es cómo es posible que no se vuelvan locas en los veinte segundos que siguen al parto. Todo esto lo sé porque la obstetricia, después del verso libre, es una de mis aficiones.

– No, no es eso. Que yo sepa.

Fermín me examinó extrañado.

– Tengo que pedirle que no cuente a nadie lo que voy a

decirle.

Fermín se santiguó con solemnidad.

– Hace un rato, por accidente, he encontrado una carta en el bolsillo del abrigo de Bea.

Mi pausa no pareció impresionarle. -¿Y?

– La carta era de su anterior prometido.

– ¿El cascorro? Pero ¿ése no se había ido al Ferrol del Caudillo a protagonizar una espectacular carrera como niñato de papá?

– Eso creía yo. Pero resulta que a ratos libres escribe cartas de amor a mi mujer.

Fermín se levantó de un brinco.

– Me cago en la madre que lo parió -masculló más furioso que yo.

Saqué la carta del bolsillo y se la tendí. Fermín la olfateó antes de abrirla.

– ¿Soy yo o este cabrito envía las cartas en papel perfumado? -preguntó.

– No me había fijado, pero no me extrañaría. El hombre es así. Lo bueno viene después. Lea, lea…

Fermín leyó murmurando y negando por lo bajo.

– Además de miserable y rastrero, este tío es un cursi de tomo y lomo. Eso del «besar otros labios» tendría que bastar para que pasara la noche en el calabozo.

Guardé la carta y arrastré la mirada por el suelo.

– ¿No me dirá que sospecha de la señora Bea? -preguntó

Fermín, incrédulo.

– No, claro que no.

– Mentiroso.

Me levanté y empecé a dar vueltas por el sótano.

– ¿Y usted qué haría si encontrase una carta así en el bolsillo de la Bernarda?

Fermín lo meditó con mesura.

– Lo que haría es confiar en la madre de mi hijo.

– ¿Confiar en ella?

Fermín asintió.

– No se ofenda, Daniel, pero tiene usted el problema clásico de los hombres que se casan con una fémina de bandera. La señora Bea, que para mí es y será una santa, está, en el vernáculo popular, para mojar pan y rebañar el plato con los dedos. En consecuencia, es previsible que crápulas, infelices, chulopiscinas y toda clase de gallitos al uso le vayan detrás. Con marido y niño o sin, porque eso al simio embutido en un traje que benévolamente llamamos homo sápiens le trae al pairo. Usted no se dará cuenta, pero yo me jugaría los calzones a que a su santa esposa le salen más moscas que a un tarro de miel en la Feria de Abril. Este cretino es simplemente un ave carroñera que tira piedras a ver si le da a algo. Hágame caso, que una mujer con la cabeza y las enaguas bien puestas a los de esa ralea los ve venir de lejos.

– ¿Está usted seguro?

– La duda ofende. ¿Usted cree que si doña Beatriz quisiera hacerle el salto tendría que esperar a que un baboso de medio pelo le enviase boleros recalentados para camelársela? Si no le salen diez pretendientes cada vez que saca el niño y el palmito a pasear, no le sale ninguno. Hágame caso que sé de lo que hablo.

– Pues, ahora que lo dice usted, no sé si eso es mucho consuelo.

– Mire, lo que tiene que hacer es volver a poner esa carta en el bolsillo del abrigo donde la encontró y olvidarse del tema. Y no se le ocurra decirle nada a su señora al respecto.

– ¿Eso es lo que haría usted?

– Lo que yo haría es ir en busca de ese cabestro y propinarle tamaña patada en las vergüenzas que cuando se las tuviesen que extirpar del cogote no le quedasen más ganas que de meterse a cartujo. Pero yo soy yo. Y usted es usted.

Sentí que la angustia se esparcía en mi interior como una gota de aceite en agua clara.

– No estoy seguro de que me haya ayudado usted, Fermín.

Se encogió de hombros y, levantando la caja, se perdió escaleras arriba.

Pasamos el resto de la mañana ocupados con los menesteres de la librería. Tras un par de horas dándole vueltas al tema de la carta llegué a la conclusión de que Fermín estaba en lo cierto. Lo que no acababa de dilucidar era si estaba en lo cierto respecto a lo de confiar y callar o a lo de ir a por aquel desgraciado y esculpirle una cara nueva. El calendario sobre el mostrador indicaba que

estábamos a día 20 de diciembre. Tenía un mes para decidirme.

El día transcurrió animado y con ventas modestas pero constantes. Fermín no perdía ninguna oportunidad para alabarle a mi padre las glorias del belén y el acierto de aquel niño Jesús con trazas de levantador de pesas vasco.

– Como veo que está usted hecho un as de las ventas, me retiro a la trastienda a limpiar y preparar la colección que nos dejó en depósito la viuda el otro día.

Aproveché la coyuntura para seguir a Fermín hasta la trastienda y correr la cortina a mi espalda. Fermín me miró con cierta alarma y le ofrecí una sonrisa conciliadora.

– Si quiere le ayudo.

– Como guste, Daniel.

Por espacio de varios minutos empezamos a desembalar las cajas de libros y a ordenarlos en pilas por género, estado y tamaño. Fermín no despegaba los labios y evitaba mi mirada.

– Fermín…

– Ya le he dicho que no tiene que preocuparse por eso de la carta. Su señora no es una mujerzuela y el día que quiera dejarlo plantado, que Dios quiera que no sea nunca, se lo dirá a la cara y sin intrigas de serial.

– Mensaje recibido, Fermín. Pero no es eso.

Fermín alzó la vista con gesto de congoja, viéndome venir.

– He estado pensando que hoy después de cerrar podríamos irnos a cenar usted y yo -empecé-. Para hablar de nuestras cosas. De la visita del otro día. Y de eso que le preocupa, que me

da en la nariz que está relacionado.

Fermín dejó el libro que estaba limpiando sobre la mesa. Me miró con desánimo y suspiró.

– Estoy metido en un lío, Daniel -murmuró al fin-. Un lío del que no sé cómo salirme.

Le puse la mano en el hombro. Bajo la bata, todo lo que se percibía era hueso y pellejo.

– Entonces permítame ayudarle. Entre dos estas cosas se ven más pequeñas.

Me miró, perdido.

– Seguro que de peores aprietos hemos salido usted y yo – insistí.

Sonrió con tristeza, poco convencido acerca de mi diagnóstico.

– Es usted un buen amigo, Daniel.

Ni la mitad de lo bueno que él se merecía, pensé.

12

Por aquel entonces Fermín aún vivía en la vieja pensión de la calle Joaquín Costa, donde me constaba de buena tinta que el resto de los realquilados, en estrecha y secreta colaboración con la Rociíto y sus hermanas de armas, le estaban preparando una despedida de soltero que iba a hacer historia. Fermín ya me esperaba en el portal cuando pasé a recogerlo pasadas las nueve.

– La verdad es que mucha hambre no tengo -anunció al verme.

– Lástima, porque había pensado que podíamos ir a Can Lluís -propuse-. Esta noche hay garbanzos cocidos y cap i pota…

– Bueno, tampoco hay que precipitarse -convino Fermín-. El buen yantar es como una moza en flor: no saber apreciarlo es de besugos.

Tomando como lema esa perla del anaquel de aforismos del eximio don Fermín Romero de Torres, bajamos dando un paseo hasta el que era uno de los restaurantes favoritos de mi amigo en toda Barcelona y en buena parte del mundo conocido. Can Lluís quedaba en el 49 de la calle de la Cera, en el umbral del solomillo del Raval. Enmarcado bajo una apariencia modesta y con cierto aire farandulero impregnado de los misterios de la vieja Barcelona, Can Lluís ofrecía una cocina exquisita, un servicio de libro de texto y una lista de precios que incluso Fermín o yo nos podíamos costear. Las noches entre semana solía juntarse allí una parroquia bohemia con gentes del teatro, las letras y otras criaturas del buen y mal vivir brindando mano a mano.

AI entrar nos encontramos cenando en la barra y hojeando el diario a un habitual de la librería, el profesor Alburquerque, sabio local, profesor de la Facultad de Letras y fino crítico y articulista que tenía allí su segunda casa.

– Qué caro de ver se hace usted, profesor -le dije al pasar a su lado-. A ver si nos hace alguna visita y repone existencias, que sólo de leer esquelas en La Vanguardia no vive el hombre.

– Ya me gustaría. Son las tesinas de las narices. De tanto leer las majaderías que me escriben estos niñatos que suben ahora creo que me está dando un principio de dislexia.

Entonces uno de los camareros le sirvió el postre: un rotundo flan que se mecía rebosando lágrimas de azúcar requemado y olía a vainilla fina.

– Eso se le pasa a su señoría con un par de cucharadas de ese portento -dijo Fermín-, si talmente parece el busto de doña Margarita Xirgu, con ese vaivén acaramelado.

El docto profesor contempló su postre a la luz de esa consideración y asintió embelesado. Dejamos al sabio saboreando las beldades azucaradas de la diva de la escena y nos refugiamos en una mesa esquinera en el comedor del fondo donde, al poco, nos sirvieron una opípara cena que Fermín se pulió con la

voracidad y el ímpetu de una lima industrial.

– Creía que no tenía apetito -dejé caer.

– Es el músculo, que pide calorías -explicó Fermín mientras sacaba brillo al plato con el último trozo de pan que quedaba en la cesta, aunque a mí me pareció que era la pura ansiedad que le consumía.

Pere, el camarero que nos atendía, se acercó para ver cómo andaba todo y a la vista del destrozo que había hecho Fermín le tendió la carta de postres.

– ¿Un postrecito para rematar la faena, maestro?

– Pues mira, no te diría que no a un par de flanes de la casa de esos que he visto antes, a ser posible con una guinda bien colorada en cada uno -dijo Fermín.

Pere asintió y nos contó que, al oír el dueño cómo había glosado Fermín la consistencia y el tirón metafórico de aquella receta, había decidido rebautizar los flanes como unas margaritas.

– Yo con un cortado tengo bastante -dije.

– Dice el jefe que a postre y cafés invita la casa -dijo Pere.

Alzamos las copas de vino en dirección al dueño, que estaba tras la barra conversando con el profesor Alburquerque.

– Buena gente -murmuró Fermín-. A veces se olvida uno de que en este mundo no todos son miserables.

Me sorprendió la dureza y amargura de su tono.

– ¿Por qué dice eso, Fermín?

Mi amigo se encogió de hombros. Al poco llegaron los dos flanes, balanceándose tentadores con dos guindas relucientes en la cima.

– Le recuerdo que dentro de unas semanas se casa usted y,

entonces, se le habrán acabado las margaritas -bromeé.

– Pobre de mí-dijo Fermín-. Si soy todo boquilla. Ya no soy el de antes.

– Ninguno somos el de antes.

Fermín degustó su par de flanes con fruición.

– No sé ahora dónde leí una vez que en el fondo nunca hemos sido el de antes, que sólo recordamos lo que nunca sucedió… – dijo Fermín.

– Es del principio de una novela de Julián Carax -repuse.

– Es verdad. ¿Por dónde andará el amigo Carax? ¿No se lo pregunta usted nunca?

– Todos los días.

Fermín sonrió recordando nuestras aventuras de otros tiempos. Me señaló entonces el pecho con el dedo, adoptando un gesto inquisitivo.

– ¿Aún le duele?

Me desabroché un par de botones de la camisa y le mostré la cicatriz que la bala del inspector Fumero había dejado al atravesarme el pecho aquel lejano día en las ruinas de El Ángel de Bruma.

– A ratos.

– Las cicatrices nunca se van, ¿verdad?

– Van y vienen, creo yo. Fermín, míreme a los ojos.

La mirada escurridiza de Fermín se posó en la mía.

– ¿Me va a contar qué es lo que le pasa?

Dudó unos segundos.

– ¿Sabía usted que la Bernarda está esperando? -preguntó.

– No -mentí-. ¿Es eso lo que le preocupa?

Fermín negó, apurando el segundo flan con la cucharilla y sorbiendo el azúcar quemado que había quedado.

– Ella no me lo ha querido decir todavía, la pobrecilla, porque está preocupada. Pero a mí me va a hacer el hombre más feliz del mundo.

Le miré con detenimiento.

– Pues si quiere que le diga la verdad, ahora mismo y así, de cerca, de feliz no tiene usted mucha pinta. ¿Es por la boda? ¿Le preocupa lo de pasar por la vicaría y todo eso?

– No, Daniel. La verdad es que me hace ilusión, aunque haya curas de por medio. Yo me casaría con la Bernarda todos los días.

– ¿Entonces?

– ¿Sabe usted la primera cosa que le piden a uno cuando quiere casarse?

– El nombre -dije sin pensar.

Fermín asintió lentamente. No se me había ocurrido pensar en aquello hasta entonces. De repente comprendí el dilema al que se enfrentaba mi buen amigo.

– ¿Se acuerda usted de lo que le conté hace años, Daniel?

Lo recordaba perfectamente. Durante la guerra civil y gracias a los siniestros oficios del inspector Fu- mero, que por entonces y antes de fichar por los fascistas oficiaba de matarife a sueldo de los comunistas, mi amigo había ido a parar a la cárcel, donde estuvo a punto de perder la cordura y la vida. Cuando consiguió salir, vivo de puro milagro, decidió adoptar otra identidad y borrar su pasado. Moribundo, había tomado prestado un nombre que vio en un viejo cartel que anunciaba una corrida de toros en la Monumental. Así había nacido Fermín Romero de Torres, un

hombre que inventaba su historia día a día.

– Por eso no quería usted rellenar los papeles de la parroquia -dije-. Porque no puede usted usar el nombre de Fermín Romero de Torres.

Fermín asintió.

– Mire, estoy seguro de que podemos encontrar el modo de conseguirle a usted unos papeles nuevos. ¿Se acuerda usted del teniente Palacios, que dejó la policía? Ahora da clases de educación física en un colegio de la Bonanova, pero alguna vez ha pasado por la librería y, hablando a lo tonto, un día me contó que existía todo un mercado subterráneo de nuevas identidades para gente que estaba volviendo al país después de pasar años fuera, y que él conocía a un individuo con un taller cerca de las Atarazanas que tenía contactos en la policía y que por cien pesetas le conseguía a uno una nueva cédula de identidad y la registraba en el ministerio.

– Ya lo sé. Se llamaba Heredia. Un artista.

– ¿Llamaba?

– Lo encontraron flotando en el puerto hace un par de meses. Dijeron que se había caído de una golondrina mientras daba un paseo hasta el rompeolas. Con las manos atadas a la espalda. Humor del fascio.

– ¿Lo conocía usted?

– Tuvimos nuestros tratos.

– Entonces sí tiene usted papeles que le acreditan como Fermín Romero de Torres…

– Heredia me los consiguió en el 39, hacia el final de la guerra. Entonces era más fácil, aquello era una olla de grillos y, cuando la gente se dio cuenta de que el barco se hundía, por dos duros te vendían hasta el escudo onomástico.

– Entonces, ¿por qué no puede utilizar su nombre?

– Porque Fermín Romero de Torres murió en 1940. Eran malos tiempos, Daniel, mucho peores que ahora. Ni un año duró el pobre.

– ¿Murió? ¿Dónde? ¿Cómo?

– En la prisión del castillo de Montjuic. En la celda número

13

Recordé la inscripción que el extraño había dejado para Fermín en el ejemplar de El conde de Montecristo.

Para Fermín Romero de Torres, que regresó de entre los muertos y tiene la llave del futuro.


– Aquella noche sólo le conté una pequeña parte de la historia, Daniel.

– Creía que confiaba usted en mí.

– Yo a usted le confiaría mi vida con los ojos cerrados. No es eso. Si sólo le conté parte de la historia fue para protegerle.

– ¿Protegerme? ¿A mí? ¿De qué? Fermín bajó la mirada, hundido. -De la verdad, Daniel…, de la verdad.

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