TERCERA PARTE : VOLVER A NACER

1

Barcelona, 1940

El incidente de la vieja fábrica Vilardell nunca llegó a los diarios. A nadie convenía que aquella historia viera la luz. Lo que allí sucedió sólo lo recuerdan quienes estaban presentes. La misma noche en que Mauricio Valls regresó al castillo para comprobar que el prisionero número 13 había escapado, el inspector Fumero de la Brigada Social recibió aviso del señor director de un chivatazo por parte de uno de los presos. Fumero y sus hombres estaban apostados en sus posiciones antes de que saliese el sol.

El inspector puso a dos de sus hombres vigilando el perímetro y concentró al resto en la entrada principal, desde la que, tal y como le había indicado Valls, podía verse la caseta. El cuerpo de Jaime Montoya, el heroico chofer del director de la prisión, que se había ofrecido voluntario para acudir en solitario a investigar la veracidad de los alegatos sobre elementos subversivos presentados por uno de los prisioneros, seguía allí, tendido entre los escombros. Poco antes del alba, Fumero dio orden a sus hombres de que entraran en la vieja fábrica. Cercaron la caseta y cuando los ocupantes, dos hombres y una mujer joven, detectaron su presencia, sólo se produjo un mínimo incidente cuando ella, que portaba un arma de fuego, alcanzó en un brazo a uno de los policías. La herida apenas era un rasguño sin importancia. Amén de aquel desliz, en treinta segundos Fumero y sus hombres habían reducido a los rebeldes.

El inspector ordenó entonces que los metiesen a todos en la caseta y que también arrastrasen el cuerpo del chofer muerto al interior. Fumero no pidió nombres ni documentación. Ordenó a sus hombres que atasen a los rebeldes de pies y manos con alambre a unas sillas de metal oxidado que estaban tiradas en un rincón. Una vez que estuvieron inmovilizados, Fu- mero indicó a sus hombres que lo dejasen solo y que se apostasen a la puerta de la caseta y de la fábrica a esperar sus instrucciones. A solas con los prisioneros, cerró la puerta y tomó asiento frente a ellos.

No he dormido en toda la noche y estoy cansado. Me quiero ir a mi casa. Me vais a decir dónde está el dinero y las joyas que escondéis para el tal Salgado y aquí no va a pasar nada, ¿de acuerdo?

Los prisioneros lo contemplaban con una mezcla de perplejidad y terror.

– No sabemos nada de unas joyas ni de un tal Salgado -dijo el hombre de más edad.

Fumero asintió con cierto hastío. Paseaba su mirada con parsimonia por los tres prisioneros, como si pudiera leer sus pensamientos y éstos le aburrieran.

Tras dudar unos instantes, eligió a la mujer y arrimó su silla para quedar apenas a un par de palmos de ella. La mujer estaba temblando.

– Déjala en paz, hijo de puta -escupió el otro hombre, más joven-. Si la tocas te juro que te mataré.

Fumero sonrió melancólicamente.

– Tienes una novia muy guapa.

Navas, el oficial apostado a la puerta de la caseta, notaba el sudor frío empapándole la ropa. Ignoraba los alaridos que provenían del interior y, cuando sus compañeros le dirigieron una mirada soterrada desde el portón de la factoría, Navas negó con la cabeza.

Nadie intercambió una sola palabra. Fumero llevaba dentro de la caseta una media hora cuando finalmente la puerta se abrió a su espalda. Navas se apartó y evitó mirar directamente las manchas húmedas sobre las ropas negras del inspector. Fumero se alejó lentamente hacia la salida y Navas, tras un somero vistazo al interior de la caseta, contuvo las arcadas y cerró la puerta. A una señal de Fumero, dos de los hombres se aproximaron portando dos bidones de gasolina y rociaron el perímetro y los muros de la caseta. No se quedaron a verla arder.

Fumero los esperaba sentado en el asiento del pasajero cuando volvieron al coche. Partieron en silencio mientras una columna de humo y llamas se alzaba entre las ruinas de la vieja fábrica dejando un rastro de cenizas que se esparcía al viento. Fumero abrió la ventanilla y alargó la mano abierta al aire frío y húmedo. Tenia sangre en los dedos. Navas conducía con la vista clavada al frente, aunque sus ojos sólo veían la mirada de súplica que le había lanzado la mujer joven, todavía viva, antes de que cerrase la puerta. Advirtió que Fumero lo estaba observando y apretó las manos al volante para ocultar el temblor.

Desde la acera un grupo de niños harapientos contemplaban el paso del coche. Uno de ellos, esbozando una pistola con los dedos, jugó a dispararles. Fu- mero sonrió y respondió con el mismo gesto poco antes de que el coche se perdiera en la madeja de calles que rodeaban la jungla de chimeneas y almacenes como si nunca hubiese estado allí.

2

Fermín pasó siete días delirando en el interior de la barraca. Ningún paño humedo conseguía apaciguarle la fiebre; ningún ungüento era capaz de calmar el mal que, decían, lo devoraba por dentro. Las viejas del lugar, que a menudo se turnaban para cuidar de él y administrarle tónicos con la esperanza de mantenerlo con vida, decían que el extraño llevaba un demonio dentro, el demonio de los remordimientos, y que su alma quería huir hacia el final del túnel y descansar en el vacío de la negrura.

Al séptimo día el hombre al que todos llamaban Armando y cuya autoridad en aquel lugar quedaba un par de centímetros por debajo de la de Dios acudió a la barraca y tomó asiento junto al enfermo. Examinó sus heridas, levantó sus párpados con los dedos y leyó los secretos escritos en sus pupilas dilatadas. Las ancianas que cuidaban de él se habían congregado en un corro a su espalda y esperaban en respetuoso silencio. Al rato Armando asintió para sí mismo y abandonó la barraca. Un par de jóvenes que esperaban en la puerta lo siguieron hasta la línea de espuma en la orilla donde rompía la marea y escucharon sus instrucciones con atención. Armando los vio partir y se quedó allí, sentado sobre los restos de una barcaza de pescadores desguazada por el temporal que había quedado varada entre la playa y el purgatorio.

Encendió un cigarro corto y lo saboreó a la brisa del amanecer. Mientras fumaba y meditaba sobre qué debía hacer, Armando extrajo un pedazo de página de La Vanguardia que llevaba en el bolsillo desde hacía días. Allí, enterrada entre anuncios de fajas y breves sobre la actualidad de espectáculos en el Paralelo, asomaba una escueta noticia en la que se informaba de la fuga de un prisionero de la cárcel de Montjuic. El texto tenía aquel regusto estéril de las historias que reproducen palabra por palabra el comunicado oficial. La única licencia que se había permitido el redactor era una coletilla donde se afirmaba que nunca antes alguien había conseguido huir de aquella inexpugnable fortaleza.

Armando alzó la mirada y contempló la montaña de Montjuic, que se alzaba al sur. El castillo, un apunte de torres serradas entre la bruma, sobrevolaba Barcelona. Armando sonrió con amargura y, con la brasa de su cigarro, prendió aquel recorte de prensa y lo vio deshacerse en cenizas en la brisa. Los diarios, como siempre, eludían la verdad como si en ello les fuera la vida, y quizá con razón. Todo en aquella noticia apestaba a medias verdades y a detalles dejados de lado. Entre ellos, la circunstancia de que nadie había conseguido fugarse de la prisión de Montjuc. Aunque tal vez, pensó, en este caso era verdad porque él, el hombre al que llamaban Armando, sólo era alguien en el mundo invisible de la ciudad de los pobres y los intocables. Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien.

3

Los días se arrastraban con parsimonia. Armando pasaba una vez al día por la barraca a interesarse por el estado del moribundo. La fiebre daba tímidas muestras de ir amainando y la madeja de golpes, cortes y heridas que cubrían su cuerpo parecían empezar a sanar lentamente bajo los ungüentos. El moribundo pasaba la mayor parte del día durmiendo o murmurando palabras incomprensibles entre la vigilia y el sueño.

– ¿Vivirá? -preguntaba Armando a veces.

– Aún no lo ha decidido -le contestaba aquella mujerona desdibujada por los años a quien aquel infeliz había tomado por su madre.

Los días cristalizaron en semanas y pronto pareció evidente que nadie vendría a preguntar por el extraño, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Normalmente la policía y la Guardia Civil no entraban en el Somorrostro. Una ley de silencio delineaba con claridad que la ciudad y el mundo acababan a las puertas del poblado de chabolas y a ambas partes les interesaba mantener aquella frontera invisible. Armando sabía que, al otro lado, eran muchos los que secreta o abiertamente rezaban para que un día la tormenta se llevase para siempre la ciudad de los pobres, pero hasta que llegase ese día, todos preferían mirar hacia otro lugar, dar la espalda al mar y a las gentes que malvivían entre la orilla y la jungla de fábricas del Pueblo Nuevo. Aun así, Armando tenía sus dudas. La historia que intuía detrás de aquel extraño inquilino que habían acogido bien podía llevar a que la ley del silencio se quebrase.

A las pocas semanas, un par de policías novatos se acercaron a preguntar si alguien había visto a un hombre que se parecía al extraño. Armando se mantuvo alerta durante días, pero cuando nadie más acudió en su busca acabó por comprender que a aquel hombre no lo quería encontrar nadie. Tal vez había muerto y ni siquiera lo sabía.

Al mes y medio de llegar allí, las heridas de su cuerpo empezaron a sanar. Cuando el hombre abrió los ojos y preguntó dónde estaba, lo ayudaron a incorporarse y a sorber un caldo, pero no le dijeron nada.

– Tiene usted que descansar.

– ¿Estoy vivo? -preguntó.

Nadie le confirmó si lo estaba o no. Sus días pasaban entre el sueño y una fatiga que no le abandonaba. Cada vez que cerraba los ojos y se entregaba al cansancio, viajaba al mismo lugar. En su sueño, que se repetía noche tras noche, escalaba las paredes de una fosa infinita sembrada de cadáveres. Cuando llegaba a la cima y se volvía a mirar atrás veía que aquella marea de cuerpos espectrales se removía como un remolino de anguilas. Los muertos abrían los ojos y escalaban los muros, siguiendo sus pasos. Lo seguían a través de la montaña y se adentraban en las calles de Barcelona, buscando los que habían sido sus hogares, llamando a las puertas de quienes habían amado. Algunos iban en busca de sus asesinos y recorrían la ciudad sedientos de venganza, pero la mayoría sólo quería regresar a sus casas, a sus camas, a sostener en sus brazos a los hijos, esposas y amantes que habían dejado atrás. Sin embargo nadie les abría las puertas, nadie les sostenía la mano y nadie quería besar sus labios, y el moribundo, cubierto de sudor, se despertaba en la oscuridad con el estruendo ensordecedor del llanto de los muertos en el alma.

Un extraño solía visitarle a menudo. Olla a tabaco y a colonia, dos sustancias de poca circulación en aquella época. Se sentaba en una silla a su lado y le miraba con ojos impenetrables. Tenía el pelo negro como el alquitrán y los rasgos afilados. Cuando se daba cuenta de que el paciente estaba despierto le sonreía.

– ¿Es usted Dios o el diablo? -le preguntó en una ocasión el moribundo.

El extraño se encogió de hombros y consideró la pregunta.

– Un poco de ambos -respondió al fin.

– Yo en principio soy ateo -'informó el paciente-. Aunque en realidad tengo mucha fe.

– Como mucha gente. Descanse ahora, amigo mío. Que el cielo puede esperar. Y el infierno le viene pequeño.

4

Entre las visitas del extraño caballero del pelo azabache, el convaleciente se dejaba alimentar, lavar y vestir con ropas limpias que le iban grandes. Cuando fue capaz de sostenerse en pie y dar unos pasos, lo acompañaron hasta la orilla del mar y allí pudo mojarse los pies y dejarse acariciar por la luz del Mediterráneo. Un día pasó la mañana viendo cómo unos niños vestidos de harapos y con la cara sucia jugaban en la arena, y pensó que le apetecía vivir, al menos un poco más. Con el tiempo los recuerdos y la rabia empezaron a aflorar y, con ellos, el deseo y a su vez el temor de regresar a la ciudad.

Piernas, brazos y demás engranajes empezaron a funcionar más o menos con normalidad. Recuperó el raro placer de orinar al viento sin ardores ni sucesos vergonzantes y se dijo que un hombre que podía mear de pie y sin ayuda era un hombre en condiciones de afrontar sus responsabilidades. Aquella misma noche, de madrugada, se levantó con sigilo y se alejó por los angostos callejones de la ciudadela hasta el límite que marcaban las vías del tren. Al otro lado se alzaba el bosque de chimeneas y la cresta de ángeles y mausoleos del cementerio. Más allá, en un lienzo de luces que ascendía por las colinas, yacía Barcelona. Oyó unos pasos a su espalda y al volverse se encontró con la mirada serena del hombre del pelo azabache.

– Ha vuelto usted a nacer -dijo.

– Pues a ver si esta vez me sale mejor que la primera, porque llevo una carrera…

El hombre del pelo azabache sonrió.

– Permítame que me presente. Yo soy Armando, el gitano.

Fermín le estrechó la mano.

– Fermín Romero de Torres, payo, pero relativamente de ley.

– Amigo Fermín, me ha parecido que andaba usted pensando en volver con ésos.

– La cabra tira al monte -sentenció Fermín-. He dejado algunas cosas a medio hacer.

Armando asintió.

– Lo entiendo, pero todavía no, amigo mío -le dijo-. Tenga paciencia. Quédese con nosotros una temporada.

El miedo a lo que le aguardaba a su regreso y la generosidad de aquellas gentes le retuvieron allí hasta que una mañana de domingo tomó prestado un diario a uno de los chavales, que lo había encontrado en la basura de un chiringuito en la playa de la Barceloneta. Era difícil determinar cuánto tiempo llevaba el periódico entre los escombros, pero estaba fechado tres meses después de la noche de su fuga. Peinó las páginas en busca de un indicio, de una señal o de una mención, pero no había nada. Aquella tarde, cuando ya había decidido que al anochecer regresaría a Barcelona, Armando se le acercó y le informó de que uno de sus hombres había pasado por la pensión en la que vivía.

– Fermín, es mejor que no vaya usted por allí a buscar sus cosas.

¿Cómo sabe usted mi domicilio?

Armando sonrió, obviando la pregunta.

– La policía les ha dicho que usted falleció. Una nota sobre su muerte apareció hace semanas en los diarios. No le quise decir nada porque entiendo que leer sobre el propio fallecimiento cuando uno está convaleciente no ayuda.

– ¿De qué fallecí?

– Causas naturales. Se cayó usted por un barranco cuando pretendía huir de la justicia.

– Entonces, ¿estoy muerto?

– Como la polka.

Fermín sopesó las implicaciones de su nuevo estatus.

– ¿Y ahora qué hago? ¿Adonde voy? No puedo quedarme aquí para siempre, abusando de su bondad y poniéndolos en peligro.

Armando se sentó a su lado y encendió uno de los cigarrillos que se liaba él mismo y que olían a eucalipto.

– Fermín, puede hacer lo que quiera, porque usted no existe.

Yo casi le diría que se quedase con nosotros, porque ahora es usted uno de los nuestros, gente que no tiene ni nombre ni figura en ningún lugar. Somos fantasmas. Invisibles. Pero sé que tiene usted que volver y resolver lo que sea que ha dejado allí. Lamentablemente, una vez que se vaya de aquí yo no puedo ofrecerle protección.

– Ya ha hecho usted suficiente por mí.

Armando le palmeó el hombro y le tendió una hoja de papel doblada que llevaba en el bolsillo.

– Márchese de la ciudad un tiempo. Deje pasar un año y, cuando vuelva, empiece por aquí -dijo al alejarse.

Fermín desdobló la página y leyó:


FERNANDO BRIANS

Abogado

Calle de Caspe, 12

Sobreático 1.a

Barcelona. Teléfono 564375

– ¿Cómo puedo pagarles lo que han hecho ustedes por mí?

– Cuando haya resuelto sus asuntos pásese un día por aquí y pregunte por mí. Nos iremos a ver bailar a Carmen Amaya y luego me cuenta usted cómo consiguió escapar de ahí arriba. Tengo curiosidad -dijo Armando.

Fermín miró aquellos ojos negros y asintió lentamente.

– ¿En qué celda estuvo usted, Armando?

– La trece.

– ¿Eran suyas las marcas de cruces en la pared?

– A diferencia de usted, Fermín, yo sí soy creyente, pero ya no tengo fe.

Aquel atardecer nadie le impidió que se fuera ni se despidió de él. Partió, uno más entre los invisibles, hacia las calles de una Barcelona que olía a electricidad. Vio a lo lejos las torres de la Sagrada Familia encalladas en un manto de nubes rojas que amenazaban con una tormenta bíblica y siguió caminando. Sus pasos lo llevaron hasta la estación de autobuses de la calle Trafalgar. En los bolsillos del abrigo que Armando le había regalado encontró dinero. Compró el billete con el trayecto más largo que encontró y pasó la noche en el autobús recorriendo carreteras desiertas bajo la lluvia. Al día siguiente hizo lo mismo y así, tras jornadas de trenes, caminatas y autobuses de medianoche llegó hasta donde las calles no tenían nombre y las casas no tenían número y donde nada ni nadie lo recordaba.

Tuvo cien oficios y ningún amigo. Hizo dinero que gastó. Leyó libros que hablaban de un mundo en el que ya no creía. Empezó a escribir cartas que nunca supo cómo terminar. Vivió contra el recuerdo y el remordimiento. Más de una vez se adentró en un puente o un barranco y contempló el abismo con serenidad. En el último momento siempre volvía la memoria de aquella promesa y la mirada del Prisionero del Cielo. Al año dejó la habitación que tenía alquilada sobre un bar y sin más equipaje que un ejemplar de La

Ciudad de los Malditos que había encontrado en un merca- dilo, posiblemente el único de los libros de Martín que no había sido quemado y que había leído una docena de veces, caminó dos kilómetros hasta la estación de tren y compró el billete que le había estado esperando todos aquellos meses.

– Uno para Barcelona, por favor. El taquillera expidió el billete y se lo entregó con una mirada de desdén:

– Menudas ganas -dijo-. Con los polacos de mierda.

5

Barcelona, 1941

Anochecía cuando Fermín descendió del tren en la estación de Francia. La máquina había escupido una nube de vapor y hollín que reptaba por el andén y velaba los pasos de los pasajeros que descendían tras el largo trayecto. Fermín se unió a la marcha silenciosa hacia la salida entre gentes enfundadas en ropas deshinchadas que arrastraban maletas sujetas con correas, ancianos prematuros que portaban todas sus pertenencias en un fardo y niños con la mirada y los bolsillos vacíos.

Una pareja de la Guardia Civil custodiaba la entrada al andén y Fermín pudo ver que sus ojos se paseaban entre los pasajeros y que detenían a algunos al azar para pedirles la documentación. Fermín siguió caminando en línea recta hacia uno de ellos. Cuando apenas los separaban una docena de metros, advirtió que el guardia civil lo estaba observando. En la novela de Martín que le había servido de compañía todos aquellos meses, uno de los personajes afirmaba que el mejor modo de desarmar a la autoridad es dirigirse a ella antes de que la autoridad se dirija a uno. Antes de que el agente pudiera señalarle, Fermín se encaminó directamente hacia él y le habló con voz serena.

– Buenas noches, jefe. ¿Sería tan amable de indicarme dónde queda el hotel Porvenir? Tengo entendido que está en la plaza Palacio, pero casi no conozco la ciudad.

El guardia civil lo examinó en silencio, un tanto descolocado. Su compañero se había acercado y le cubrió el flanco derecho.

– Eso lo va tener que preguntar en la salida -dijo en un tono poco amigable.

Fermín asintió cortésmente.

– Disculpe la molestia. Así lo haré.

Se disponía a continuar hacia el vestíbulo de la estación cuando el otro agente le retuvo del brazo.

– La plaza Palacio queda a la izquierda al salir. Frente a Capitanía.

– Muy agradecido. Que tengan ustedes una buena noche.

El guardia civil lo soltó y Fermín se alejó lentamente, midiendo sus pasos hasta que llegó al vestíbulo y de allí a la calle.

Un cielo escarlata cubría una Barcelona negra y tramada de siluetas oscuras y afiladas. Un tranvía semivacío se arrastraba proyectando una luz mortecina sobre los adoquines. Fermín esperó a que hubiera pasado para cruzar al otro lado. Mientras sorteaba los raíles espejados contempló la fuga que dibujaba el paseo Colón y al fondo, la montaña de Montjuic y el castillo, que se alzaba sobre la ciudad. Bajó la mirada y enfiló la calle Comercio en dirección al mercado del Borne. Las calles estaban desiertas y una brisa fría soplaba entre los callejones. No tenía adonde ir.

Recordó que Martín le había contado que años atrás había vivido cerca de allí, en un viejo caserón incrustado en el angosto cañón de sombras de la calle Flassaders, junto a la fábrica de chocolates Mauri. Se dirigió hacia allí pero al llegar comprobó que el edificio y la finca colindante habían sido pasto de los bombardeos durante la guerra. Las autoridades no se habían molestado en retirar los escombros y los vecinos, presumiblemente para poder deambular por una calle que era más estrecha que el pasillo de algunas casas de la zona noble, se habían limitado a apartar los cascotes y apilarlos fuera del paso.

Fermín miró a su alrededor. Apenas se apreciaba el aliento de luces y velas que exhalaban una claridad mortecina desde los balcones. Fermín se adentró entre las ruinas, sorteando cascotes, gárgolas quebradas y vigas trenzadas en nudos imposibles. Buscó un hueco entre los escombros y se acurrucó al abrigo de una piedra en la que aún podía leerse el número 17, el antiguo domicilio de David Martín. Replegó el abrigo y los diarios viejos que llevaba bajo la ropa. Hecho un ovillo, cerró los ojos e intentó conciliar el sueño.

Había transcurrido una media hora y el frío empezaba a calarle los huesos. Un viento cargado de humedad lamía las ruinas buscando grietas y resquicios. Fermín abrió los ojos y se levantó. Intentaba encontrar un rincón más resguardado cuando advirtió que una silueta lo observaba desde la calle. Fermín se quedó inmóvil. La figura dio unos pasos en dirección a donde se encontraba.

– ¿Quién va? -preguntó.

La figura se acercó un poco más y el eco de una farola lejana dibujó su perfil. Era un hombre alto y fornido que vestía de negro. Fermín reparó en el cuello. Un sacerdote. Fermín alzó las manos en señal de paz.

– Ya me voy, padre. Por favor, no llame a la policía.

El sacerdote lo miró de arriba abajo. Tenía la mirada severa y el aire de haberse pasado media vida levantando sacos en el puerto en vez de cálices.

– ¿Tiene hambre? -preguntó.

Fermín, que se habría comido cualquiera de aquellos pedruscos si alguien los hubiera rociado con tres gotas de aceite de oliva, negó.

– Acabo de cenar en Las Siete Puertas y me he puesto morado de arroz negro -dijo.

El sacerdote esbozó un amago de sonrisa. Se dio la vuelta y echó a andar.

– Venga -ordenó.

6

El padre Valera vivía en el ático de un edificio situado al final del paseo del Borne que daba directamente a los tejados del mercado. Fermín dio cuenta con entusiasmo de tres platos de sopa y de unos cuantos mendrugos de pan seco y un par de vasos de vino diluido en agua que el cura le puso delante mientras le observaba con curiosidad.

– ¿Usted no cena, padre?

– No tengo por costumbre cenar. Disfrute usted, que veo que trae hambre atrasada desde el 36.

Mientras sorbía sonoramente la sopa y los tropezones de pan, Fermín iba paseando la mirada por el comedor. A su lado una vitrina mostraba una colección de platos y vasos, varios santos y lo que parecía una modesta cubertería de plata.

– Yo también he leído Los miserables, así que ni se le ocurra -advirtió el cura.

Fermín negó avergonzado.

– ¿Cómo se llama?

– Fermín Romero de Torres, para servir a vuecencia.

– ¿Lo buscan a usted, Fermín?

– Según se mire. Es un tema complicado.

– No es asunto mío si no me lo quiere contar. Pero con esa ropa no puede ir por ahí. Acabará en el calabozo antes de llegar a la Vía Layetana. Están parando a mucha gente que llevaba tiempo escondida. Hay que ir con mucho ojo.

– Tan pronto como localice unos fondos bancarios que tengo en estado de hibernación he pensado dejarme caer por El Dique Flotante y salir hecho un pincel.

– A ver, levántese un momento.

Fermín soltó la cuchara y se puso de pie. El cura lo examinó con detalle.

– Ramón hacía dos como usted, pero creo que algunas de sus ropas de cuando era joven le irán bien.

– ¿Ramón?

– Mi hermano. Me lo mataron abajo en la calle, en la puerta del edificio, en mayo del 38. Iban a por mí, pero él les plantó cara. Era músico. Tocaba en la banda municipal. Primer trompeta.

– Lo siento mucho, padre.

El cura se encogió de hombros.

– Quién más quién menos ha perdido a alguien, del bando que sea.

– Yo no soy de ningún bando -repuso Fermín-. Es más, las banderas me parecen trapos de colores que huelen a rancio y me basta ver a cualquiera que se envuelva en ellas y se le llene la boca de himnos, escudos y discursos para que me entren cagarrinas. Siempre he pensado que el que siente mucho apego a un rebaño es que tiene algo de borrego.

– Lo debe usted de pasar muy mal en este país.

– No sabe usted hasta qué punto. Pero siempre me digo que el acceso directo al buen jamón serrano lo compensa todo. Y en todas partes cuecen habas.

– Eso es verdad. Dígame, Fermín. ¿Cuánto hace que no prueba un buen jamón serrano?

– 6 de marzo de 1934. Los Caracoles, calle Escudellers. Otra vida.

El cura sonrió.

– Puede usted quedarse a pasar la noche, Fermín, pero mañana tendrá que buscarse otro sitio. La gente habla. Le puedo dar algo de dinero para una pensión, pero sepa que en todas piden la cédula de identidad y que inscriben a los inquilinos en la lista de comisaría.

– No tiene ni que decirlo, padre. Mañana antes de que salga el sol me esfumo más rápido que la buena voluntad. Eso sí, no le aceptaré ni un céntimo, que ya he abusado suficientemente de…

El cura alzó la mano y negó.

– Vamos a ver cómo le quedan algunas cosas de Ramón – dijo levantándose de la mesa.

El padre Valera insistió en proveer a Fermín de un par de zapatos en medianas condiciones, un traje de lana modesto pero limpio, un par de mudas de ropa interior y algunos enseres de aseo personal que le puso en una maleta. En uno de los estantes había una trompeta reluciente y varias fotografías de dos hombres jóvenes y bien parecidos sonriendo en lo que parecían las fiestas de Gracia. Había que fijarse mucho para darse cuenta de que uno era el padre Valera, que ahora parecía treinta años más viejo.

– Agua caliente no tengo. La cisterna no la llenan hasta por la mañana, así que o se espera o tira del jarro.

Mientras Fermín se aseaba como podía, el padre Valera preparó una cafetera con una suerte de achicoria mezclada con otras sustancias de aspecto vagamente sospechoso. No había azúcar pero aquella taza de agua sucia estaba caliente y la compañía era grata.

– Talmente se diría que estamos en Colombia saboreando finos granos seleccionados -dijo Fermín.

– Es usted un hombre peculiar, Fermín. ¿Le puedo hacer una pregunta personal?

– ¿Lo cubre el secreto de confesión?

– Digamos que sí.

– Dispare.

– ¿Ha matado usted a alguien? En la guerra, quiero decir.

– No -respondió Fermín.

– Yo sí.

Fermín se quedó inmóvil con la taza a medio sorbo. El cura bajó la mirada.

– Nunca se lo había dicho a nadie.

– Queda bajo secreto de confesión -aseguró Fermín.

El cura se frotó los ojos y suspiró. Fermín se preguntó cuánto tiempo llevaba aquel hombre allí solo, con la única compañía de aquel secreto y la memoria de su hermano muerto.

– Seguro que tuvo usted sus razones, padre.

El cura negó.

– Dios se ha marchado de este país -dijo.

– Pues no tema, que tan pronto vea cómo está el patio al norte de los Pirineos volverá con el rabo entre las piernas.

El cura guardó silencio un largo rato. Apuraron el sucedáneo de café y Fermín, por animar al pobre cura, que parecía un poco más alicaído a cada minuto que pasaba, se sirvió una segunda taza.

– ¿Le gusta de verdad?

Fermín asintió.

– ¿Quiere que le oiga en confesión? -preguntó de pronto el cura-. Ahora sin bromas.

– No se ofenda, padre, pero es que yo en estas cosas no acabo de creer…

– Pero a lo mejor Dios cree en usted.

– Lo dudo.

– No hace falta creer en Dios para confesarse. Es algo entre usted y su conciencia. ¿Qué tiene que perder?

Por espacio de un par de horas Fermín le contó al padre

Valera todo lo que llevaba callando desde que había huido del castillo hacía ya más de un año. El padre le escuchaba con atención, asintiendo ocasionalmente. Finalmente, cuando Fermín sintió que se había vaciado y que se había quitado de encima una losa que llevaba meses asfixiándolo sin que se diese cuenta, el padre Valera sacó una petaca con licor de un cajón y, sin preguntar, le sirvió lo que quedaba de sus reservas.

– ¿No me da la absolución, padre? ¿Sólo un chupito de coñac?

– Viene a ser lo mismo. Y además yo ya no soy quién para perdonar ni juzgar a nadie, Fermín. Pero creo que le convenía sacar todo eso. ¿Qué piensa hacer ahora?

Fermín se encogió de hombros.

– Si he vuelto, y me juego el cuello al hacerlo, es por la promesa que le hice a Martín. Tengo que buscar a ese abogado y luego a la señora Isabella y a ese niño, Daniel, y protegerlos.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Algo se me ocurrirá. Se admiten sugerencias.

– Pero usted no los conoce de nada. Son apenas unos extraños de los que le habló un hombre que conoció en la cárcel…

– Ya lo sé. Dicho así suena a locura, ¿verdad?

El cura le miraba como si pudiera ver a través de sus palabras.

– ¿No será que ha visto tanta miseria y tanta mezquindad entre los hombres que quiere usted hacer algo bueno, aunque sea una locura?

– ¿Y por qué no?

Valera sonrió.

– Ya sabía yo que Dios creía en usted.

7

Al día siguiente Fermín salió de puntillas para no despertar al padre Valera, que se había quedado dormido en el sola con un libro de poemas de Machado en la mano y roncaba como un toro de lidia. Antes de partir le plantó un beso en la frente y dejó encima de la mesa del comedor la plata que el cura le había envuelto en una servilleta y colado en la maleta. Luego se perdió escaleras abajo con la ropa y la conciencia limpias, y con la determinación de seguir vivo, al menos, unos cuantos días más.

Aquel día salió el sol y una brisa limpia que venia del mar tendió un cielo brillante y acerado que dibujaba sombras alargadas al paso de la gente. Fermín dedicó la mañana a recorrer las calles que recordaba, a detenerse en escaparates y a sentarse en bancos a ver pasar chicas guapas, que para él eran todas. Al mediodía se acercó a una tasca que quedaba a la entrada de la calle Escudellers, cerca del restaurante Los Caracoles, de tan grata memoria. La tasca en sí tenía la infausta reputación entre los paladares más valientes y sin remilgos de vender los bocadillos más baratos de toda Barcelona. El truco, decían los expertos, consistía en no preguntar acerca de los ingredientes.

Con sus nuevas galas de señor y una contundente armadura de ejemplares de La Vanguardia doblados debajo de la ropa para conferir empaque, asomo de musculatura y abrigo de bajo presupuesto, Fermín se sentó a la barra y, tras consultar la lista de delicias al alcance de los bolsillos y los estómagos más modestos, procedió a abrir negociaciones con el camarero.

– Tengo una pregunta, joven. En el especial del día, bocadillo de mortadela y fiambre de Cornellá en pan de payés, ¿el pan es con tomate fresco?

– Recién recogido de nuestras huertas en el Prat, detrás de la fábrica de ácido sulfúrico.

– Bouquet de altura. Y dígame usted, buen hombre. ¿Se fía en esta casa?

El camarero perdió el semblante risueño y se replegó tras la barra, colgándose el trapo al hombro con gesto hostil.

– Ni a Dios.

– ¿No se hacen excepciones en el caso de mutilados de guerra condecorados?

– Aire o avisamos a la Social.

Visto el giro que había tomado el intercambio, Fermín se batió en retirada en busca de un rincón tranquilo en el que replantear su estrategia. Acababa de instalarse en el escalón de un portal cuando la silueta de una chiquilla, que no debía de tener ni diecisiete años pero apuntaba ya curvas de corista, pasó a su lado y fue a dar de

bruces en el suelo.

Fermín se levantó para ayudarla y apenas la había asido del brazo cuando escuchó pasos a su espalda y oyó una voz que hacía que la del rudo camarero que lo acababa de enviar a tomar viento fresco sonara a música celestial.

– Mira, furcia de mierda, a mí no me vengas con ésas o te rajo la cara y te dejo tirada en la calle, que es más puta que tú.

El autor de aquel discurso era un macarrón de tez cetrina y dudoso gusto en complementos de bisutería. Dejando de lado el hecho de que el susodicho doblaba en corpulencia a Fermín y que portaba en la mano lo que tenía trazas de ser un objeto cortante o cuando menos puntiagudo, Fermín, que empezaba a estar hasta la coronilla de matones y chulos, se interpuso entre la joven y aquel tipo.

– ¿Y tú quién coño eres, desgraáao? Venga, lárgate antes de que te rompa la cara.

Fermín sintió que la muchacha, que le pareció que olía a una rara mezcla de canela y fritanga, se aferraba a sus brazos. Un simple vistazo al matón bastaba para saber que la situación no tenía cariz de solventarse por la vía dialéctica y, por toda respuesta, Fermín decidió pasar a la acción. Tras un análisis in extremis de su oponente, Fermín llegó a la conclusión de que el montante de su masa corporal era mayormente sebo y que, en lo que se decía músculo, o materia gris, no presentaba excedentes.

– A mí no me habla usted así, y a la señorita menos.

El macarra lo miró atónito, sin visos de haber registrado sus palabras. Un instante después, el individuo, que esperaba de aquel alfeñique cualquier cosa menos guerra, encajó con la sorpresa del mes un maletazo contundente en las partes blandas al que, una vez derribado en el suelo con las manos amarrándose las esencias, le siguieron cuatro o cinco impactos con la esquina de cuero de la valija en puntos estratégicos que lo dejaron, al menos durante un rato, abatido y desmotivado.

Un grupo de transeúntes que había presenciado el incidente comenzó a aplaudir, y, cuando Fermín se volvió para comprobar si la muchacha estaba bien, se encontró con su mirada embelesada y envenenada de gratitud y ternura de por vida.

– Fermín Romero de Torres, para servirla a usted, señorita.

La muchacha se aupó a pies juntiñas y le besó en la mejilla.

– Yo soy la Rociíto.

A sus pies el tipejo intentaba incorporarse y recuperar el aliento. Antes de que el equilibrio de fuerzas dejase de serle favorable, Fermín optó por poner distancia con el escenario de la confrontación.

– Habría que migrar con cierta premura -anunció Fermín-. Perdida la iniciativa, la batalla está en nuestra contra…

La Rociíto lo tomó del brazo y lo guió a través de una red de callejuelas angostas que desembocaba en la plaza Real. Una vez al sol y en campo abierto, Fermín se detuvo un instante a recuperar el aliento. La Rociíto pudo ver que Fermín palidecía por momentos y no ofrecía un buen aspecto. La joven intuyó que las emociones del encuentro, o el hambre, habían inducido una bajada de tensión en su valiente campeón y lo acompañó hasta la terraza del hostal Dos Mundos, donde Fermín se desplomó en una de las sillas.

La Rociíto, que tendría diecisiete años pero un ojo clínico que ya hubiese querido para sí el doctor Trueta, procedió a pedirle un surtido de tapas con el que revivirle. Cuando Fermín vio llegar el festín, se alarmó.

– Rociíto, que no llevo ni un céntimo…

– Esto lo pago yo -atajó con orgullo-. Que de mi hombre me cuido yo y lo tengo bien alimentao.

La Rociíto lo iba empapuzando a golpe de choricillos, pan y patatas bravas, todo ello bañado en una monumental jarra de cerveza. Fermín fue reviviendo y recuperando el tono vital ante la mirada satisfecha de la chica.

– De postre, si quiere, le hago una especialidad de la casa que se queda tonto -ofreció la joven relamiéndose los labios.

– Pero, chiquilla, ¿tú no tendrías que estar en el colegio ahora, con las monjas?

La Rociíto le rió la gracia.

– Ay, tunante, qué labia que tiene el señorito.

A medida que discurría el festín, Fermín comprendió que, si de la muchacha dependiese, tenía ante él una prometedora carrera de proxeneta. Sin embargo, otros asuntos de mayor calado reclamaban su atención.

– ¿Cuántos años tienes, Rociíto?

– Dieciocho y medio, señorito Fermín.

– Pareces mayor.

– Es la delantera. Me salió a los trece y gloria da verla, aunque me esté mal decirlo.

Fermín, que no había visto una conspiración de curvas comparable desde sus anhelados días en La Habana, intentó recobrar el sentido común.

– Rociíto -empezó-, yo no me puedo hacer cargo de ti…

– Ya lo sé, señorito, no se crea que soy tonta. Ya sé que usted no es hombre para vivir de una mujer. Que seré joven, pero he aprendió a verlos venir…

– Me tienes que decir dónde te puedo enviar el dinero de este banquete, porque ahora me pillas en un momento económico delicado…

La Rociíto negó.

– Tengo una habitación aquí, en el hostal, a medias con la Lali, pero ella está fuera todo el día porque se hace los barcos mercantes… ¿Por qué no sube el señorito y le doy un masaje?

– Rociíto…

– Que invita la casa…

Fermín la contemplaba con un deje melancólico.

– Tiene usted los ojos tristes, señorito Fermín. Deje que la Rociíto le alegre la vida, aunque sea un ratito. ¿Qué mal hay en eso?

Fermín bajó la mirada avergonzado.

– ¿Cuánto hace que el señorito no está con una mujer como Dios manda?

– Ya ni me acuerdo.

La Rociíto le brindó la mano y, tirando de él, se lo llevó escaleras arriba a un cuarto minúsculo en el que apenas había un camastro y una pila. La habitación tenía un pequeño balcón que daba a la plaza. La muchacha corrió una cortina y se desprendió en un tris del vestido de llores que llevaba y bajo el que sólo estaba su piel. Fermín contempló aquel milagro de la naturaleza y se dejó abrazar por un corazón que era casi tan viejo como el suyo.

– Si el señorito no quiere no hace falta que hagamos nada, ¿eh?

La Rociíto le acostó en la cama y se tendió a su lado. Lo abrazó y le acarició la cabeza.

– Shhh, shhhh -susurraba.

Fermín, con el rostro sobre aquel pecho de dieciocho años, se echó a llorar.

Al caer la tarde, cuando la Rociíto tenía que incorporarse a su turno de oficio, Fermín recuperó el pedazo de papel con la dirección del abogado Brians que Armando le había entregado un año atrás y decidió ir a su encuentro. La Rociíto insistió en prestarle algo de calderilla para que tuviese para coger tranvías y tomarse un café y le hizo jurar y perjurar que volvería a verla, aunque sólo fuera para llevarla al cine o a misa, porque ella era muy devota de la Virgen del Carmen y le gustaban mucho los ceremoniales, sobre todo cuando cantaban. La Rociíto lo acompañó hasta abajo y al despedirse le dio un beso en los labios y un pellizco en el culo.

– Bombonaso-le dijo al verle partir bajos los arcos de la plaza.

Cuando cruzó la plaza de Cataluña, un lazo de nubes cargadas empezaba a arremolinarse en el cielo. Las bandadas de palomas que habitualmente sobrevolaban la plaza habían buscado el cobijo de los árboles y esperaban inquietas. La gente podía oler la electricidad en el aire y apretaba el paso hacia las bocas del metro. Se había levantado un viento desapacible que arrastraba una marea de hojas secas por el suelo. Fermín se apresuró y para cuando llegó a la calle Caspe ya empezaba a diluviar.

8

El abogado Brians era un hombre joven con cierto aire de estudiante bohemio y trazas de alimentarse a base de galletas saladas y café, que era a lo que olía su despacho. A eso y a papel polvoriento. Sus oficinas quedaban en un cuartucho suspendido en el ático del edificio que albergaba el gran teatro Tívoli, al final de un pasillo sin luz. Fermín lo encontró allí todavía a las ocho y media de la noche. Brians le abrió en mangas de camisa y al verlo se limitó a asentir y a suspirar.

– Fermín, supongo. Martín me habló de usted. Ya empezaba a preguntarme cuándo pasaría por aquí.

– He estado un tiempo fuera.

– Claro. Pase, por favor.

Fermín le siguió al interior del cubículo.

– Menuda nochecita, ¿verdad? -preguntó el abogado, nervioso.

– Es sólo agua.

Fermín miró a su alrededor y comprobó que sólo había una silla a la vista. Brians se la cedió. El se acomodó sobre una pila de tomos de derecho mercantil.

– Todavía me tienen que traer el mobiliario.

Fermín calibró que allí no cabía ni un sacapuntas, pero prefirió no decir nada. Sobre la mesa había un plato con un pepito de lomo y una cerveza. Una servilleta de papel delataba que la opípara cena del abogado había venido del café de abajo.

– Me disponía a cenar. Con gusto lo comparto con usted.

– Coma, coma, que ustedes los jóvenes tienen que crecer y yo vengo cenado.

– ¿No puedo ofrecerle nada? ¿Café?

– Si tiene un sugus…

Brians hurgó en un cajón en el que podría haber habido de todo menos caramelos sugus.

– ¿Pastillas Juanola?

– Estoy bien, gracias.

– Con su permiso.

Brians soltó una dentellada al bocadillo y masticó con fruición. Fermín se preguntó quién de los dos tenía más aspecto de muerto de hambre. Junto al escritorio había una puerta entreabierta que daba a un cuarto contiguo en el que se vislumbraba un camastro plegable por hacer, un perchero con camisas arrugadas y una pila de libros.

– ¿Vive usted aquí? -preguntó Fermín.

Claramente el abogado que Isabela había podido costear para Martín no era de altos vuelos. Brians siguió la mirada de Fermín y

ofreció una sonrisa modesta.

– Este es, temporalmente, mi despacho y vivienda, sí – respondió Brians, inclinándose para cerrar la puerta de su dormitorio.

– Debe de pensar usted que no tengo mucha pinta de abogado. Que conste que no es el único, mi padre opina lo mismo.

– No haga usted ni caso. Mi padre siempre nos decía a mí y a mis hermanos que éramos unos inútiles y que íbamos a acabar de picapedreros. Y aquí me tiene, más chulo que un ocho. Triunfar en la vida cuando k familia cree en uno y lo apoya no tiene mérito.

Brians asintió a regañadientes.

– Visto así… La verdad es que hace poco que me establecí por mi cuenta. Antes trabajaba en un bufete de renombre a la vuelta de la esquina, en el paseo de Gracia. Pero tuvimos una serie de desacuerdos. Las cosas no han sido fáciles desde entonces.

– No me diga. ¿Valls?

Brians asintió, despachando la cerveza en tres sorbos.

– Desde que acepté el caso del señor Martín, no paró hasta conseguir que me dejasen casi todos mis clientes y me despidieran. Los pocos que me siguieron son los que no tienen un céntimo para pagar mis honorarios.

– ¿Y la señora Isabela?

La mirada del abogado se ensombreció. Dejó la cerveza sobre el escritorio y miró a Fermín, dudando.

– ¿No lo sabe usted?

– ¿Saber el qué?

– Isabella Sempere ha muerto.

9

La tormenta descargaba con fuerza sobre la ciudad. Fermín sostenía una taza de café en sus manos mientras Brians, de pie frente a la ventana abierta, contemplaba la lluvia azotando los tejados del Ensanche y relataba los últimos días de Isabela.

– Enfermó de repente, sin explicación. Si la hubiera conocido usted… Isabela era joven, llena de vida. Tenía una salud de hierro y había sobrevivido a las miserias de la guerra. Todo ocurrió como quien dice de un día para otro. La noche que usted consiguió huir del castillo, Isabela volvió tarde a casa. Cuando su esposo la encontró estaba arrodillada en el baño, sudando y con palpitaciones. Dijo que se encontraba mal. Llamaron al médico, pero antes de que llegase empezaron las convulsiones y vomitó sangre. El médico dijo que era una intoxicación y que debía seguir una dieta estricta durante unos días, pero a la mañana siguiente estaba peor. El señor Sempere la envolvió en unas mantas y un vecino taxista los acompañó al hospital del Mar. Le habían salido unas manchas oscuras en la piel, como llagas, y el pelo se le caía a puñados. En el hospital estuvieron esperando un par de horas pero al fin los médicos se negaron a verla, porque había alguien en la sala, un paciente al que aún no habían atendido que dijo conocer a Sempere y le acusó de haber sido comunista o alguna estupidez por el estilo. Supongo que para colarse. Una enfermera les dio un jarabe que, según dijo, le iría bien para limpiar el estómago, pero Isabella no podía tragar nada. Sempere no sabía qué hacer. La llevó a casa y empezó a llamar a un médico tras otro. Nadie sabía qué le sucedía. Un practicante que era cliente habitual de la librería conocía a alguien en el servicio del Clínico. Sempere la llevó allí.

»En el Clínico le dijeron que podía ser cólera y que se la llevase a casa, porque había un brote y ellos estaban saturados. Varias personas habían muerto ya en el barrio. Isabella cada día estaba peor. Deliraba. Su marido se desvivió y removió cielo y tierra, pero al cabo de unos días ya estaba tan débil que no pudo ni llevarla al hospital. Murió a la semana de enfermar, en el piso de la calle Santa Ana, encima de la librería…

Un largo silencio medió entre ellos sin más compañía que el repicar de la lluvia y el eco de truenos que se alejaban a medida que el viento amainaba.

– No fue hasta un mes después cuando me dijeron que la habían visto una noche en el café de la Opera, frente al Liceo. Estaba sentada con Mauricio Valls. Isabella, desoyendo mis consejos, lo había amenazado con desvelar su plan de utilizar a

Martín para que reescribiese no sé qué birria con la que creía que se iba a hacer célebre y le iban a llover medallas. Fui allí a preguntar. El camarero se acordaba de que Valls había llegado antes en un coche y me dijo que le había pedido dos manzanillas y miel.

Fermín sopesó las palabras del joven abogado.

– ¿Y cree usted que Valls la envenenó?

– No puedo probarlo, pero cuantas más vueltas le doy más claro lo tengo. Tuvo que ser Valls.

Fermín arrastró la mirada por el suelo.

– ¿Lo sabe el señor Martín?

Brians negó.

– No. Después de su fuga, Valls ordenó que Martín fuese confinado a la celda de aislamiento en una de las torres.

– ¿Y el doctor Sanahuja? ¿No los pusieron a los dos juntos?

Brians suspiró, derrotado.

A Sanahuja lo sometieron a un consejo de guerra por

traición. Lo fusilaron dos semanas después.

Un largo silencio inundó la sala. Fermín se levantó y empezó a caminar en círculos, agitado.

– ¿Y a mí por qué nadie me ha buscado? Al fin y al cabo, yo soy la causa de todo…

– Usted no existe. Para evitar la humillación ante sus superiores y la ruina de su prometedora carrera en el régimen, Valls hizo jurar a la patrulla que envió en su busca que lo habían alcanzado de un disparo cuando se escapaba por la ladera de

Montjuic y que lanzaron su cuerpo a la fosa común.

Fermín saboreó la rabia en los labios.

– Pues mire, estoy por plantarme ahora mismo en el Gobierno Militar y decir «éstos son mis cojones». A ver cómo explica Valls mi resurrección.

– No diga tonterías. Así no iba a arreglar nada. Lo único que conseguiría es que se lo llevasen a la carretera de las Aguas y le pegasen un tiro en la nuca. Esa sabandija no lo vale.

Fermín asintió, pero la vergüenza y la culpa se lo comían por dentro.

– ¿Y Martín? ¿Qué va a ser de él?

Brians se encogió de hombros.

– Lo que sé es confidencial. No puede salir de estas cuatro paredes. Hay un carcelero en el castillo, un tal Bebo, que me debe más de uno y de dos favores. Le iban a matar a un hermano pero conseguí que le conmutasen la pena por diez años en una cárcel de Valencia. Bebo es un buen hombre y me cuenta todo lo que ve y oye en el castillo. Valls no me deja ver a Martín, pero a través de Bebo he podido saber que está vivo y que Valls lo tiene encerrado en la torre y vigilado las veinticuatro horas del día. Le ha entregado papel y pluma. Bebo dice que Martín está escribiendo.

– ¿El qué?

– A saber. Valls cree, o eso me dijo Bebo, que Martín le está escribiendo el libro que le ha encargado basado en sus notas. Pero Martín, que usted y yo sabemos que no está muy en sus cabales, parece que está escribiendo otra cosa. A veces repite en voz alta lo que escribe, o se levanta y empieza a dar vueltas por la celda recitando trozos de diálogo y frases enteras. Bebo hace el turno de noche junto a su celda y cuando puede le pasa cigarrillos y terrones de azúcar, que es lo único que come. ¿Martín le habló a usted alguna vez de algo llamado El Juego del Ángel?

Fermín negó.

– ¿Es ése el título del libro que está escribiendo?

– Eso dice Bebo. Por lo que él ha podido entender de lo que le cuenta Martín y de lo que le oye decir en voz alta, suena como si fuese una especie de autobiografía o una confesión… Si quiere saber mi opinión, Martín se ha dado cuenta de que está perdiendo el juicio y antes de que sea demasiado tarde está intentando poner en papel lo que recuerda. Es como si se estuviese escribiendo una carta a sí mismo para saber quién es…

– ¿Y qué pasará cuando Valls descubra que no ha hecho caso de sus órdenes?

El abogado Brians le devolvió una mirada fúnebre.

10

Cuando dejó de llover rondaba la medianoche. Desde el ático del abogado Brians, Barcelona ofrecía un aspecto inhóspito bajo un cielo de nubes bajas que se arrastraban sobre los tejados.

– ¿Tiene adónde ir, Fermín? -preguntó Brians.

– Tengo una oferta tentadora para instalarme de concubino y guardaespaldas de una moza un tanto ligera de cascos pero de buen corazón y una carrocería que quita el hipo, pero no me veo yo en el papel de mantenido ni aunque sea a los pies de la Venus de Jerez.

– No me acaba de gustar la idea de que esté usted en la calle, Fermín. Es peligroso. Se puede quedar aquí el tiempo que quiera.

Fermín miró alrededor.

– Ya sé que no es el hotel Colón, pero tengo una cama abatible ahí detrás, no ronco y, la verdad, agradecería la compañía.

– ¿No tiene usted novia?

– Mi novia era la hija del socio fundador del bufete del que

Valls y compañía consiguieron que me despidieran.

– Esta historia de Martín la está usted pagando cara. Voto de castidad y de pobreza.

Brians sonrió.

– Déme una causa perdida y yo soy feliz.

– Pues mire, le voy a tomar la palabra. Pero sólo si me permite ayudar y contribuir. Puedo limpiar, ordenar, mecanografiar, cocinar, ofrecerle asesoría y servicios de detección y vigilancia, y si en un momento de flaqueza se ve usted en un brete y necesita aflojar la presión, a través de mi amiga la Rociíto estoy seguro de que le puedo facilitar los servicios de una profesional que lo deje a usted nuevo, que en los años jóvenes hay que vigilar que una sobreacumulación de efluvios seminales se le suban a la cabeza, porque luego es peor.

Brians le tendió la mano.

– Trato hecho. Queda usted contratado como pasante adjunto al bufete de Brians y Brians, el defensor de los insolventes.

– Como me llamo Fermín que antes de que acabe la semana le he conseguido a usted un cliente de los que pagan en metálico y por adelantado.

Fue así como Fermín Romero de Torres se instaló temporalmente en el minúsculo despacho del abogado Brians, donde empezó por reordenar, limpiar y poner al día todos los dossiers, carpetas y casos abiertos. En un par de días el despacho parecía haber triplicado su superficie merced a las artes de Fermín, que lo había dejado como una patena. Fermín pasaba la mayor parte del día allí encerrado, pero destinaba un par de horas a expediciones varias de las que regresaba con puñados de flores sustraídas del vestíbulo del teatro Tívoli, algo de café, que conseguía camelándose a una camarera del bar de abajo, y finos artículos del colmado Quilez que anotaba en la cuenta del bufete que había despachado a Brians y del que Fermín se había presentado como nuevo chico de los recados.

– Fermín, este jamón está de miedo, ¿de dónde lo ha sacado?

– Pruebe el manchego, que verá la luz.

Durante las mañanas revisaba todos los casos de Brians y pasaba a limpio sus notas. Por las tardes cogía el teléfono y, a golpe de listín, se lanzaba a la búsqueda de clientes de presumible solvencia. Cuando olfateaba posibilidades, procedía a rematar la llamada con una visita a domicilio. De un total de cincuenta llamadas a comercios, profesionales y particulares del barrio, diez se convirtieron en visitas y tres en nuevos clientes para Brians.

El primero era una viuda en litigio con una compañía de seguros que se negaba a pagar por la defunción de su marido, argumentando que el paro cardíaco que le había sobrevenido tras una comilona de langostinos en Las Siete Puertas era un caso de suicidio no contemplado en la póliza. El segundo, un taxidermista al que un torero retirado le había llevado el miura de quinientos kilos que había terminado con su carrera en los ruedos y que, una vez disecado, el diestro se negó a recoger y a pagar porque, según él, los ojos de cristal que le había colocado el taxidermista le conferían un aire endemoniado que lo había hecho salir corriendo del establecimiento al grito de «¡lagarto, lagarto!». Y el tercero, un sastre de la ronda San Pedro al que un dentista sin título le había extraído cinco molares, ninguno de ellos cariado. Eran casos de poca monta, pero todos los clientes habían abonado un retente y firmado un contrato.

– Fermín, le voy a poner un sueldo fijo.

– Ni hablar.

Fermín se negó a aceptar emolumento alguno por sus buenos oficios excepto pequeños préstamos ocasionales con los que los domingos por la tarde se llevaba a la Rociíto al cine, a bailar a La Paloma o al parque del Tbidabo, donde en la casa de los espejos la joven le dejó un chupetón en el cuello que le escoció una semana y donde, aprovechando un día en que eran los dos únicos pasajeros en el avión de falsete que sobrevolaba en círculos el cielo en miniatura de Barcelona, Fermín recuperó el pleno ejercicio y goce de su hombría tras una larga temporada alejado de los escenarios del amor apresurado.

Un día, magreando las beldades de la Rociíto en lo alto de la noria del parque, Fermín se dijo que casi parecía que aquéllos, contra todo pronóstico, estaban resultando ser buenos tiempos. Y le entró el miedo, porque sabía que no podían durar y que aquellas gotas de paz y felicidad robadas se evaporarían antes que la juventud de la carne y los ojos de la Rociíto.

11

Aquella misma noche se sentó en el despacho a esperar a que Brians volviese de sus rondas por tribunales, oficinas, procuradurías, prisiones y los mil y un besamanos que tenía que sufrir para obtener información. Eran casi las once de la noche cuando oyó los pasos del joven abogado aproximarse por el corredor. Le abrió la puerta y Brians entró arrastrando los pies y el alma, más derrotado que nunca. Se dejó caer en un rincón y se llevó las manos a la cabeza.

– ¿Qué ha pasado, Brians?

– Vengo del castillo.

– ¿Buenas noticias?

– Valls se ha negado a recibirme. Me han tenido cuatro horas esperando y luego me han dicho que me fuera. Me han retirado el permiso de visitas y la autorización para entrar en el recinto.

– ¿Le han dejado ver a Martín?

Brians negó.

– No estaba allí.

Fermín lo miró sin comprender. Brians permaneció en silencio unos instantes buscando las palabras.

– Cuando me iba Bebo me ha seguido y me ha contado lo que sabía. Sucedió hace dos semanas. Martín había estado escribiendo como un poseso, día y noche, sin apenas parar para dormir. Valls se olía algo raro y ordenó a Bebo que confiscase las páginas que Martín llevaba hasta entonces. Hicieron falta tres centinelas para inmovilizarlo y arrancarle el manuscrito. Había escrito más de quinientas páginas en menos de dos meses.

Bebo se las entregó a Valls y cuando éste empezó a leer parece ser que montó en cólera.

– No era lo que esperaba, imagino…

Brians negó.

– Valls estuvo leyendo toda la noche y a la mañana siguiente subió a la torre escoltado por cuatro de sus hombres. Hizo que esposaran a Martín de pies y manos y luego entró en la celda. Bebo estaba escuchando por la ranura de la puerta de la celda y oyó parte de la conversación. Valls estaba furioso. Le dijo que estaba muy decepcionado con él, que le había entregado las semillas de una obra maestra y que él, ingrato, en vez de seguir sus instrucciones había empezado a escribir aquel disparate que no tenía ni pies ni cabeza. «Éste no es el libro que esperaba de usted, Martín», no paraba de repetir Valls.

– ¿Y qué decía Martín?

– Nada. Lo ignoraba. Como si no estuviera allí. Lo cual ponía a Valls más y más furioso. Bebo oyó como abofeteaba y golpeaba a Martín, pero éste no dejó escapar ni un lamento. Cuando Valls se cansó de pegarle e insultarle sin conseguir que Martín ni se molestase en dirigirle la palabra, dice Bebo que Valls sacó una carta que llevaba en el bolsillo, una carta que el señor Sempere había enviado a su nombre meses atrás y que había sido confiscada. Dentro de esa carta había una nota que Isabella había escrito para Martín en su lecho de muerte…

– Hijo de perra…

– Valls lo dejó allí, encerrado con aquella carta porque sabía que nada le iba a hacer más daño que saber que Isabella había muerto… Dice Bebo que cuando Valls se fue y Martín leyó la carta empezó a gritar, y que estuvo chillando toda la noche y golpeando los muros y la puerta de hierro con las manos y la cabeza…

Brians levantó la mirada y Fermín se arrodilló frente a él y le colocó la mano en el hombro.

– ¿Está usted bien, Brians?

– Yo soy su abogado -dijo con voz trémula-. Se supone que es mi deber protegerlo y sacarlo de ahí…

– Ha hecho usted todo lo que ha podido, Brians. Y Martín lo sabe.

Brians negó por lo bajo.

– No acaba ahí la cosa -dijo-. Bebo me ha contado que como Valls prohibió que le entregasen más papel y tinta, Martín empezó a escribir en el dorso de las páginas que le había tirado a la cara. A falta de tinta se hacía cortes en las manos y en los brazos y utilizaba su sangre…

»Bebo intentaba hablar con él, calmarle… No le aceptaba ya ni cigarrillos ni los terrones de azúcar que tanto le gustaban… Ni siquiera reconocía su presencia. Bebo cree que al recibir la noticia de la muerte de Isabella, Martín perdió ya totalmente el juicio y vivía en el infierno que había construido en su mente… Por las noches gritaba y todo el mundo le podía oír. Empezaron a correr rumores entre los visitantes, los presos y el personal de la prisión. Valls se estaba poniendo nervioso. Finalmente, ordenó a dos de sus pistoleros que se lo llevaran una noche…

Fermín tragó saliva.

– ¿Adonde?

– Bebo no está seguro. Por lo que él pudo oír cree que a un caserón abandonado que hay junto al parque Güell., un lugar en el que parece que durante la guerra ya mataron a más de uno y de dos, y a los que luego enterraron en el jardín… Cuando los pistoleros regresaron le dijeron a Valls que todo estaba solucionado, pero me dijo Bebo que aquella misma noche los oyó hablar entre ellos y que no las tenían todas consigo. Algo había pasado en la casa. Parece que había alguien más allí.

– ¿Alguien?

Brians se encogió de hombros.

– ¿Entonces David Martín está vivo?

– No lo sé, Fermín. Nadie lo sabe.

12

Barcelona, 1957

Fermín hablaba con un hilo de voz y la mirada abatida. Conjurar aquellos recuerdos parecía haberle dejado exánime y a duras penas se sostenía en la silla. Le serví un último vaso de vino y lo observé secarse las lágrimas con las manos. Le tendí una servilleta pero la ignoró. El resto de los parroquianos de Can Lluís se había ido a casa hacía ya rato y supuse que debía de pasar de la medianoche, pero nadie nos había querido decir nada y nos habían dejado tranquilos en el comedor. Fermín me miraba exhausto, como si desvelar aquellos secretos que había guardado durante tantos años le hubiese arrancado hasta la voluntad de vivir.

– Fermín…

– Ya sé lo que va a preguntarme. La respuesta es no.

– Fermín, ¿David Martín es mi padre?

Fermín me miró con severidad.

– Su padre es el señor Sempere, Daniel. Eso no lo dude usted

nunca. Nunca.

Asentí. Fermín se quedó anclado en la silla, ausente, con la mirada perdida en ningún lugar.

– ¿Y de usted, Fermín? ¿Qué fue de usted?

Fermín tardó en responder, como si aquella parte de la historia no tuviese importancia alguna.

– Volví a la calle. No me podía quedar allí, con Brians. Ni podía estar con la Rociíto. Ni con nadie…

Fermín dejó su relato varado y yo lo retomé por él.

– Volvió a la calle, un mendigo sin nombre, sin nadie ni nada en el mundo, un hombre al que todos tomaban por loco y que hubiera querido morirse si no hubiera sido porque había hecho una promesa…

– Le había prometido a Martín que cuidaría de Isabella y de su hijo…, de usted. Pero fui un cobarde, Daniel. Estuve tanto tiempo escondido, tuve tanto miedo de volver que cuando lo hice su madre ya no estaba allí…

– ¿Por eso lo encontré aquella noche en la plaza Real? ¿No fue una casualidad? ¿Cuánto tiempo llevaba usted siguiéndome?

– Meses. Años…

Lo imaginé siguiéndome de niño cuando iba al colegio, cuando jugaba en el parque de la Ciudadela, cuando me detenía con mi padre en aquel escaparate a contemplar la pluma que creía a pies juntillas que había pertenecido a Víctor Hugo, cuando me sentaba en la plaza Real a leer para Clara y a acariciarla con los ojos cuando creía que nadie me veía. Un mendigo, una sombra, una figura en la que nadie reparaba y que las miradas evitaban. Fermín, mi protector y mi amigo.

– ¿Y por qué no me contó la verdad años después?

– Al principio quería hacerlo, pero luego me di cuenta de que le haría más daño que bien. Que nada podía cambiar el pasado. Decidí ocultarle la verdad porque pensaba que era mejor que se pareciese usted a su padre y menos a mí.

Nos sumimos en un largo silencio en el que intercambiamos miradas a hurtadillas, sin saber qué decir.

– ¿Dónde está Valls? -pregunté al fin.

– Ni se le ocurra -cortó Fermín.

– ¿Dónde está ahora? -pregunté de nuevo-. Si no me lo dice usted, lo averiguaré yo.

– ¿Y qué hará? ¿Se presentará en su casa para matarle?

– ¿Por qué no?

Fermín rió con amargura.

– Porque tiene usted una mujer y un hijo, porque tiene usted una vida y gente que le quiere y a quien querer, porque lo tiene usted todo, Daniel.

– Todo menos a mi madre.

– La venganza no le devolverá a su madre, Daniel.

– Eso es muy fácil de decir. Nadie asesinó a la suya…

Fermín iba a decir algo, pero se mordió la lengua.

– ¿Por qué cree que su padre nunca le habló de la guerra, Daniel? ¿Acaso cree que él no se imagina lo que pasó?

– Si es así, ¿por qué se calló? ¿Por qué no hizo nada?

– Por usted, Daniel. Por usted. Su padre, al igual que mucha gente a la que le tocó vivir aquellos años se lo tragaron todo y se callaron. Porque no tuvieron más narices. De todos los bandos y de todos los colores. Se los cruza usted por la calle todos los días y ni los ve. Se han podrido en vida todos estos años con ese dolor dentro para que usted y otros como usted pudiesen vivir. No se le ocurra juzgar a su padre. No tiene usted derecho.

Sentí como si mi mejor amigo me hubiese dado un puñetazo en la boca.

– No se enfade conmigo, Fermín…

Fermín negó.

– No me enfado.

– Sólo estoy intentado entender mejor todo esto. Déjeme hacerle una pregunta. Sólo una.

– ¿Sobre Valls? No.

– Sólo una pregunta, Fermín. Se lo juro. Si no quiere no tiene por qué contestarme.

Fermín asintió a regañadientes.

– ¿Es ese Mauricio Valls el mismo Valls en el que estoy pensando? -pregunté.

Fermín asintió.

– El mismo. El que fue ministro de Cultura hasta hace cuatro o cinco años. El que sala en la prensa día sí día no. El gran Mauricio Valls. Autor, editor, pensador y mesías revelado de la intelectualidad nacional. Ese Valls -dijo Fermín.

Comprendí entonces que había visto en la prensa la imagen de aquel individuo docenas de veces, que había escuchado su nombre y lo había visto impreso en el lomo de algunos de los libros que teníamos en la librería. Hasta aquella noche, el nombre de Mauri- ció Valls era uno de tantos en ese desfile de figuras públicas que forman parte de un paisaje desdibujado al que uno no presta especial atención pero que siempre está ahí. Hasta aquella noche, si alguien me hubiese preguntado quién era Mauricio Valls, hubiera dicho que era un personaje que me resultaba vagamente familiar, una figura destacada de aquellos años míseros en la que nunca me había fijado. Hasta aquella noche nunca se me hubiera pasado por la cabeza imaginar que algún día aquel nombre, aquel rostro, sería para siempre el del hombre que asesinó a mi madre.

– Pero… -protesté.

– Pero nada. Ha dicho una sola pregunta y ya se la he contestado.

– Fermín, no me puede dejar así…

– Escúcheme bien, Daniel.

Fermín me miró a los ojos y me agarró la muñeca.

– Le juro que, cuando sea el momento, yo mismo le ayudaré a encontrar a ese hijo de puta aunque sea la última cosa que haga en esta vida. Entonces ajustaremos cuentas con él. Pero no ahora. No así.

Le miré dudando.

– Prométame que no hará ninguna tontería, Daniel. Que esperará a que sea el momento.

Bajé la mirada.

– No puede usted pedirme eso, Fermín. -Puedo y debo.

Asentí finalmente y Fermín me soltó el brazo.

13

Cuando llegué a casa eran casi las dos de la madrugada. Iba a enfilar el portal cuando vi que había luz en el interior de la librería, un resplandor débil tras la cortina de la trastienda. Entré por la puerta del vestíbulo del edificio y encontré a mi padre sentado en su escritorio, saboreando el primer cigarrillo que le había visto fumar en toda mi vida. Frente a él, en la mesa, había un sobre abierto y las cuartillas de una carta. Acerqué una silla y me senté frente a él. Mi padre me miraba en silencio, impenetrable.

– ¿Buenas noticias? -pregunté, señalando la carta.

Mi padre me la tendió.

– Es de tu tía Laura, la de Nápoles.

– ¿'Tengo una tía en Nápoles?

– Es la hermana de tu madre, la que se fue a vivir a Italia con la familia materna el año que tú naciste.

Asentí ausente. No la recordaba, y su nombre apenas lo registraba entre los extraños que habían acudido al entierro de mi madre años atrás y a los que nunca había vuelto a ver.

– Dice que tiene una hija que viene a estudiar a Barcelona y pregunta si puede instalarse aquí durante una temporada. Una tal Sofía.

– Es la primera vez que oigo hablar de ella -dije.

– Ya somos dos.

La idea de mi padre compartiendo piso con una adolescente desconocida no resultaba muy creíble.

– ¿Qué le vas a decir?

Mi padre se encogió de hombros, indiferente.

– No sé. Algo tendré que decirle.

Permanecimos en silencio casi un minuto, mirándonos sin atrevernos a hablar del tema que realmente nos ocupaba el pensamiento y no la visita de una prima lejana.

– Supongo que estabas con Fermín -dijo mi padre por fin.

Asentí.

Hemos ido a cenar a Can Lluís. Fermín se ha comido

hasta las servilletas. Al entrar me he encontrado al profesor Alburquerque, que estaba cenando allí, y le he dicho que a ver si se pasa por la librería.

El sonido de mi propia voz recitando banalidades tenía un eco acusador. Mi padre me observaba tenso.

– ¿Te ha contado lo que le pasa?

– Yo creo que son nervios, por la boda y esas cosas que a él no le van nada.

– ¿Y ya está?

Un buen mentiroso sabe que la mentira más efectiva es

siempre una verdad a la que se le ha sustraído una pieza clave.

– Bueno, me ha contado cosas de los viejos tiempos, de cuando estuvo en prisión y todo eso.

– Entonces supongo que te habrá hablado del abogado Brians. ¿Qué te ha contado?

No sabía a ciencia cierta qué sabía o sospechaba mi padre, y decidí andarme con pies de plomo.

– Me ha contado que lo tuvieron preso en el castillo de Montjuic y que consiguió escapar con la ayuda de un hombre llamado David Martín, alguien a quien al parecer tú conocías.

Mi padre guardó un largo silencio.

– Delante de mí nunca nadie se ha atrevido a decirlo, pero yo sé que hay gente que creía entonces, y que todavía lo cree, que tu madre estaba enamorada de Martín -dijo con una sonrisa tan triste que supe que él se contaba entre ellos.

Mi padre tenía ese hábito de algunas personas que sonríen exageradamente cuando quieren contener el llanto.

– Tu madre era una buena mujer. Una buena esposa. No me gustaría que pensaras cosas raras de ella por lo que Fermín te haya podido contar. Él no la conoció. Yo sí.

– Fermín no insinuó nada -mentí-. Sólo que a mamá y a Martín los unía una amistad y que ella intentó ayudarle a salir de la prisión contratando a ese abogado, Brians.

– Me imagino que también te habrá hablado de ese hombre, Valls…

Dudé antes de asentir. Mi padre reconoció la consternación en

mis ojos y negó.

– Tu madre murió de cólera, Daniel. Brians, nunca entenderé por qué, se empeñó en acusar a ese hombre, un burócrata con delirios de grandeza, de un crimen del que no tenía ni indicios ni pruebas.

No dije nada.

– Tienes que quitarte esa idea de la cabeza. Quiero que me prometas que no vas a pensar en eso.

Permanecí en silencio, preguntándome si mi padre era realmente tan ingenuo como parecía o si el dolor de la pérdida le había cegado y le había empujado a la cobardía de los supervivientes. Recordé las palabras de Fermín y me dije que ni yo ni nadie teníamos derecho a juzgarlo.

– Prométeme que no harás ninguna locura ni buscarás a ese hombre -insistió.

Asentí sin convicción. Me agarró el brazo.

Júramelo. Por la memoria de tu madre.

Sentí que un dolor me atenazaba el rostro y me di cuenta de que estaba apretando los dientes con tanta fuerza que casi se me rompen. Desvié la mirada pero mi padre no me soltaba. Lo miré a los ojos, y hasta el último momento pensé que podría mentirle.

– Te juro por la memoria de mamá que mientras vivas no haré nada.

– No es eso lo que te he pedido.

– Es todo lo que te puedo dar.

Mi padre hundió la cabeza entre las manos y respiró

profundamente.

– La noche que murió tu madre, arriba, en el piso…

– Me acuerdo perfectamente.

– Tú tenías cinco años.

– Cuatro años y seis meses.

– Aquella noche Isabella me pidió que nunca te contase lo que había pasado. Ella creía que era mejor así.

Era la primera vez que le oía referirse a mi madre por su nombre de pila.

– Ya lo sé, papá.

Me miró a los ojos.

– Perdóname -murmuró.

Sostuve la mirada de mi padre, que a veces parecía envejecer un poco más sólo con verme y recordar. Me levanté y le abracé en silencio. El me estrechó contra sí con fuerza y, cuando rompió a llorar, la rabia y el dolor que había enterrado en su alma todos aquellos años empezaron a correr como sangre a borbotones. Supe entonces, sin poder explicarlo con certeza, que lenta e inexorablemente mi padre había empezado a morir.

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