CUARTA PARTE: SOSPECHA

1

Barcelona, 1957

La claridad del alba me sorprendió en el umbral del dormitorio del pequeño Julián, que por una vez dormía lejos de todo y de todos con una sonrisa en los labios. Oí los pasos de Bea acercándose por el pasillo y sentí sus manos sobre la espalda.

– ¿Cuánto llevas aquí? -preguntó.

– Un rato.

– ¿Qué haces? -Lo miro.

Bea se acercó a la cuna de Julián y se inclinó a besarle la frente.

– ¿A qué hora llegaste ayer? No respondí. -¿Cómo está Fermín? -Va tirando.

– ¿Y tú? -Sonreí sin ganas-. ¿Me lo vas a contar? -

insistió.

– Otro día.

– Pensaba que no había secretos entre nosotros -dijo Bea.

– Yo también.

Me miró con extrañeza.

– ¿Qué quieres decir, Daniel?

– Nada. No quiero decir nada. Estoy muy cansado. ¿Nos vamos a la cama?

Bea me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Nos tendimos en el lecho y la abracé.

– Esta noche he soñado con tu madre -dijo Bea-. Con Isabella.

El sonido de la lluvia empezó a arañar los cristales.

– Yo era una niña pequeña y ella me llevaba de la mano. Estábamos en una casa muy grande y muy antigua, con salones enormes y un piano de cola y una galería que daba a un jardín con un estanque. Junto al estanque había un niño igual que Julián, pero yo sabía que en realidad eras tú, no me preguntes por qué. Isabella se arrodillaba a mi lado y me preguntaba si te podía ver. Tú estabas jugando en el agua con un barco de papel. Yo le decía que sí. Entonces ella me decía que te cuidara. Que te cuidara para siempre porque ella tenía que irse lejos.

Permanecimos en silencio, escuchando el repiqueteo de la lluvia durante un largo rato.

– ¿Qué te dijo Fermín anoche?

– La verdad -respondí-. Me dijo la verdad.

Bea me escuchaba en silencio mientras intentaba reconstruir la historia de Fermín. Al principio sentí cómo la rabia crecía de nuevo en mi interior, pero a medida que avanzaba en la historia me invadió una profunda tristeza y una gran desesperanza. Para mí todo aquello era nuevo y aún no sabía cómo iba a poder convivir con los secretos y las implicaciones de lo que Fermín me había desvelado. Aquellos sucesos habían tenido lugar hacía ya casi veinte años y el tiempo me había condenado al mero papel de espectador en una función en la que se habían tejido los hilos de mi destino.

Cuando acabé de hablar, advertí que Bea me observaba con preocupación e inquietud en la mirada. No era difícil adivinar lo que estaba pensando.

– Le he prometido a mi padre que mientras él viva no buscaré a ese hombre, Valls, y que no haré nada -añadí para tranquilizarla.

– ¿Mientras él viva? ¿Y después? ¿No has pensado en nosotros? ¿En Julián?

– Claro que he pensado. Y no tienes por qué preocuparte -mentí-. Después de hablar con mi padre he comprendido que todo eso pasó hace ya mucho tiempo y no se puede hacer nada por cambiarlo.

Bea parecía poco convencida de mi sinceridad.

– Es la verdad -mentí de nuevo.

Me sostuvo la mirada unos instantes, pero aquéllas eran las palabras que ella quería oír y finalmente sucumbió a la tentación de creerlas.

2

Aquella misma tarde, mientras la lluvia seguía azotando las calles desiertas y encharcadas, la silueta torva y carcomida por el tiempo de Sebastián Salgado se perfiló a las puertas de la librería. Nos observaba con su inconfundible aire rapaz a través del escaparate, las luces del belén sobre su rostro. Llevaba el mismo traje viejo de su primera visita, empapado. Me acerqué a la puerta y se la abrí.

– Precioso el belén -dijo.

– ¿No va a entrar?

Le sostuve la puerta y Salgado pasó cojeando. Se detuvo a los pocos pasos, apoyándose en su bastón. Fermín lo miraba con recelo desde el mostrador. Salgado sonrió.

– Cuánto tiempo, Fermín -entonó.

– Le creía muerto -replicó Fermín.

– Yo a usted también, como todo el mundo. Eso es lo que nos contaron. Que lo atraparon intentando fugarse y que le pegaron un tiro.

– No caerá esa breva.

– Si quiere que le diga la verdad, yo siempre tuve la esperanza de que se hubiera usted escabullido. Ya se sabe que mala hierba…

– Me conmueve usted, Salgado. ¿Cuándo ha salido?

– Hará un mes.

– No me diga que lo soltaron por buena conducta -dijo Fermín.

– Yo creo que se cansaron de esperar a que me muriera. ¿Sabe que me dieron el indulto? Lo tengo en una lámina firmada por el mismísimo Franco.

– Lo habrá hecho enmarcar, supongo.

– Lo tengo en un lugar de honor: sobre la taza del váter, por si se me acaba el papel.

Salgado se acercó unos pasos al mostrador y señaló una silla que quedaba en un rincón.

– ¿Les importa si tomo asiento? Aún no estoy acostumbrado a caminar más de diez metros en línea recta y me canso con facilidad.

– Toda suya -lo invité.

Salgado se desplomó sobre la silla y respiró hondo, masajeándose la rodilla. Fermín lo miraba como quien observa una rata que acaba de trepar fuera de la taza del inodoro.

– Tiene narices que quien todos pensaban que iba a ser el primero en palmar fuese el último… ¿Sabe lo que me mantuvo vivo todos estos años, Fermín?

– Si no lo conociese tan bien diría que la dieta mediterránea y el aire del mar.

Salgado exhaló un amago de risa, que en su caso sonaba a tos ronca y a bronquio al borde del colapso.

– Usted siempre el mismo, Fermín. Por eso me caía usted tan bien. Qué tiempos aquéllos. Pero tampoco quiero aburrirles con batallitas y menos al joven, que a esta generación lo nuestro ya no les interesa. Lo suyo es el charlestón o como quiera que lo llamen ahora. ¿Hablamos de negocios?

– Usted dirá.

– Más bien usted, Fermín. Yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. ¿Me va a dar lo que me debe? ¿O vamos a tener que organizar un escándalo que no le conviene?

Fermín permaneció impasible durante unos instantes que nos dejaron en un incómodo silencio. Salgado tenía los ojos clavados en él y parecía a punto de escupir veneno. Fermín me dirigió una mirada que no acabé de descifrar y suspiró abatido.

– Usted gana, Salgado.

Fermín extrajo un pequeño objeto del bolsillo y se lo tendió. Una llave. La llave. Los ojos de Salgado se encendieron como los de un niño. Se levantó y se acercó a Fermín lentamente. Aceptó la llave con la única mano que le quedaba, temblando de emoción.

– Si tiene planeado introducírsela de nuevo por vía rectal le ruego que pase al excusado, que éste es un local familiar abierto al público -advirtió Fermín.

Salgado, que había recuperado el color y el soplo de la primera juventud, se deshizo en una sonrisa de infinita satisfacción.

– Bien pensado, en el fondo me ha hecho usted el favor de mi

vida guardándola todos estos años -declaró.

– Para eso están los amigos -replicó Fermín-.

Vaya con Dios y no dude en no volver por aquí nunca más.

Salgado sonrió y nos guiñó el ojo. Se encaminó hacia la salida, ya perdido en sus elucubraciones. Antes de salir a la calle se volvió un instante y alzó la mano a modo de saludo conciliador.

– Le deseo suerte y una larga vida, Fermín. Y tranquilo, que su secreto queda a salvo.

Lo vimos partir bajo la lluvia, un anciano que cualquiera hubiera tomado por un moribundo pero que, tuve la certeza, en aquel momento no sentía ni las Irías gotas de lluvia sobre el rostro ni los años de encierro y penuria que llevaba en la sangre. Miré a Fermín, que se había quedado clavado al suelo, pálido y confundido con la visión de su viejo compañero de celda.

– ¿Lo vamos a dejar irse así? -pregunté.

– ¿Tiene algún plan mejor

3

Trascurrido el proverbial minuto de prudencia, nos echamos a la calle armados de sendas gabardinas oscuras y un paraguas del tamaño de un parasol que Fermín había adquirido en un bazar del puerto con la idea de usarlo tanto en invierno como en el estío para sus escapadas con la Bernarda a la playa de la Barceloneta.

– Fermín, con este armatoste cantamos como una escolanía de gallos -advertí.

– Usted tranquilo, que ese sinvergüenza lo único que debe de ver son doblones de oro lloviendo del cielo -replicó Fermín.

Salgado nos llevaba un centenar de metros de ventaja y cojeaba a paso ligero por la calle Condal bajo la lluvia. Acortamos un poco la distancia, justo a tiempo de ver cómo se disponía a abordar un tranvía que subía por la Vía Layetana. Plegando el paraguas sobre la marcha echamos a correr y llegamos de milagro a saltar al estribo. En la mejor tradición de la época, hicimos el recorrido colgados de la parte de atrás. Salgado había encontrado un asiento en la parte delantera cedido por un buen samaritano que

no sabía con quién se jugaba los cuartos.

– Es lo que tiene llegar a viejo -dijo Fermín-. Que nadie se acuerda de que también han sido unos capullos.

El tranvía recorrió la calle Trafalgar hasta llegar al Arco de Triunfo. Nos asomamos un poco y comprobamos que Salgado seguía clavado en su asiento. El cobrador, un hombre a un frondoso bigote adosado, nos observaba con el ceño fruncido.

– No se crean que por ir ahí colgados les voy a hacer descuento, que les tengo el ojo echado desde que han subido.

– Ya nadie valora el realismo social -murmuró Fermín-. Qué país.

Le tendimos unas monedas y nos entregó nuestros billetes. Empezábamos a pensar que Salgado se debía de haber dormido cuando, al enfilar el tranvía el camino que llevaba a la estación del Norte, se levantó y tiró del cable para solicitar parada. Aprovechando que el conductor iba frenando, nos dejamos caer frente al sinuoso palacio modernista que albergaba las oficinas de la compañía hidroeléctrica y seguimos al tranvía a pie hasta la parada. Vimos a Salgado apearse con ayuda de dos pasajeros y encaminarse hacia la estación.

– ¿Está usted pensado lo mismo que yo? -pregunté.

Fermín asintió. Seguimos a Salgado hasta el gran vestíbulo de la estación, camullándonos, o haciendo nuestra presencia dolorosamente obvia, con el paraguas descomunal de Fermín. Una vez en el interior,

Salgado se aproximó a una hilera de taquillas metálicas alineada junto a una de las paredes como un gran cementerio en miniatura. Nos apostamos en un banco que quedaba en la penumbra. Salgado se había detenido frente a la infinidad de taquillas y las contemplaba ensimismado.

– ¿Se habrá olvidado de dónde guardó el botín? -pregunté.

– Qué se va a olvidar. Lleva veinte años esperando este momento. Lo que hace es saborearlo.

– Si usted lo dice… Yo creo que se ha olvidado.

Permanecimos allí, observando y esperando.

– Nunca me dijo dónde escondió usted la llave cuando se escapó del castillo… -aventuré.

Fermín me lanzó una mirada hostil.

– No pienso entrar en ese tema, Daniel.

– Olvídelo.

La espera se prolongó unos minutos más.

– A lo mejor tiene un cómplice… -dije-, y le está esperando.

– Salgado no es de los de compartir.

– A lo mejor hay alguien más que…

– Shhh -me silenció Fermín señalando a Salgado, que por fin se había movido.

El anciano se acercó a una de las taquillas y posó la mano sobre la puerta de metal. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Abrió la compuerta y miró en el interior. En ese instante una pareja de la Guardia Civil dobló la esquina del vestíbulo desde los andenes y se aproximó al lugar donde Salgado estaba intentado extraer algo de la taquilla.

– Ay, ay, ay… -murmuré.

Salgado se volvió y saludó a los dos guardias civiles. Cruzaron unas palabras y uno de ellos retiró una maleta del interior y la dejó en el suelo a los pies de Salgado. El ladrón les agradeció efusivamente su ayuda y la pareja, saludándole con el ala del tricornio, continuó con su ronda.

– Viva España -murmuró Fermín.

Salgado asió la maleta y la arrastró hasta otro de los bancos, que quedaba en el extremo opuesto al que ocupábamos.

– No la va a abrir aquí, ¿verdad? -pregunté.

– Necesita asegurarse de que está todo ahí -replicó Fermín -. Son muchos años de sufrimiento los que ha esperado ese granuja para recobrar su tesoro.

Salgado miró alrededor una y otra vez para asegurarse de que no había nadie cerca y, finalmente, se decidió. Lo vimos abrir la maleta apenas unos centímetros y atisbar el interior.

Permaneció así por espacio de casi un minuto, inmóvil. Fermín y yo nos miramos sin comprender. De repente Salgado cerró la maleta y se levantó. Sin más, se encaminó hacia la salida dejando la maleta atrás frente a la taquilla abierta.

– Pero ¿qué hace? -pregunté.

Fermín se incorporó e hizo una señal.

– Usted vaya a por la maleta, yo le sigo a él…

Sin darme tiempo a replicar, Fermín se apresuró hacia la salida. Me dirigí a paso rápido hacia el lugar donde Salgado había abandonado la maleta. Un listillo que estaba leyendo el periódico en un banco próximo también le había echado el ojo y, mirando a ambos lados previamente para asegurarse de que nadie lo veía, se levantó y se aproximó como un buitre rondando su presa. Apreté el paso. Iba el extraño a cogerla cuando se la arrebaté de puro milagro.

– Esa maleta no es suya -dije.

El individuo me clavó una mirada hostil y aferró el asa.

– ¿Aviso a la Guardia Civil? -pregunté.

Azorado, el pillo soltó la maleta y se perdió en dirección a los andenes. Me la llevé hasta el banco y, asegurándome de que nadie se fijaba en mí, la abrí.

Estaba vacía.

Sólo entonces oí el vocerío y alcé la vista para comprobar que se había producido una conmoción a la salida de la estación. Me levanté y pude ver a través de las cristaleras que la pareja de la Guardia Civil se abría paso entre un círculo de curiosos que se había formado bajo la lluvia. Cuando el gentío se apartó, vi a Fermín arrodillado en el suelo, sosteniendo en sus brazos a Salgado. El anciano tenía los ojos abiertos a la lluvia. Una mujer que entraba en aquel momento se llevó la mano a la boca.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté.

– Un pobre anciano, que se ha caído redondo… -dijo.

Salí al exterior y me acerqué lentamente al círculo de gente que observaba la escena. Vi que Fermín levantaba la vista e intercambiaba unas palabras con los dos guardias civiles. Uno de ellos asentía. Fermín se quitó entonces la gabardina y la tendió sobre el cadáver de Salgado, cubriéndole el rostro. Cuando llegué, una mano con sólo tres dedos asomaba bajo la prenda y en la palma, reluciente bajo la lluvia, había una llave. Cubrí a Fermín con el paraguas y le puse la mano en el hombro. Nos alejamos de allí lentamente.

– ¿Está usted bien, Fermín?

Mi buen amigo se encogió de hombros.

– Vámonos a casa -acertó a decir.

4

Mientras nos alejábamos de la estación me quité la gabardina y la puse sobre los hombros de Fermín. La suya había quedado sobre el cadáver de Salgado. No me parecía que mi amigo estuviese en condiciones de dar grandes paseos y decidí parar un taxi. Le abrí la puerta y cuando estuvo dentro, sentado, cerré y subí por el otro lado.

– La maleta estaba vacía -dije-. Alguien se la ha jugado a Salgado.

– Quien roba a un ladrón…

– ¿Quién cree que fue?

– Tal vez el mismo que le dijo que yo tenía su llave y le explicó dónde encontrarme -murmuró Fermín.

– ¿Valls?

Fermín suspiró abatido.

– No lo sé, Daniel. Ya no sé qué pensar.

Advertí la mirada del taxista en el espejo, a la espera.

– Vamos a la entrada de la plaza Real, en la calle Fernando

– radiqué.

– ¿No volvemos a la librería? -preguntó un Fermín al que ya no le quedaba guerra en el cuerpo ni para discutir una carrera de taxi.

– Yo sí. Pero usted se va a casa de don Gustavo a pasar el resto del día con la Bernarda.

Hicimos el trayecto en silencio mientras Barcelona se desdibujaba bajo la lluvia. Al llegar a los arcos de la calle Fernando, donde años atrás había conocido a Fermín, aboné la carrera y nos apeamos. Acompañé a Fermín hasta el portal de don Gustavo y le di un abrazo.

– Cuídese, Fermín. Y coma algo o la Bernarda se va a clavar algún hueso la noche de bodas.

– Descuide. Si yo cuando me lo propongo tengo más facilidad para engordar que una soprano. Ahora cuando suba me pongo morado de polvorones de esos que se compra don Gustavo en Casa Quilez y mañana me tiene usted hecho un tocino.

– A ver si es verdad. Déle recuerdos a la novia.

– De su parte, aunque tal y como están las cosas en el plano jurídico-administrativo, me veo viviendo en pecado.

– De eso nada. ¿Se acuerda usted de lo que me dijo una vez? ¿Que el destino no hace visitas a domicilio, que hay que ir a por él?

– Tengo que confesar que lo saqué de un libro de Carax. Sonaba bonito.

– Pues yo lo creí y lo sigo creyendo. Y por eso le digo que su destino es casarse con la Bernarda en toda regla y en la fecha prevista, con curas, arroz y nombre y apellidos.

Mi amigo me miraba escéptico.

– Como me llamo Daniel que se casa usted por la puerta grande -prometí a un Fermín tan derrotado que sospechaba que ni un paquete de sugus ni un peliculón con Kim Novak en el Fémina luciendo brassieres en punta que desafiaban la ley de la gravedad conseguirían levantarle el ánimo.

– Si usted lo dice, Daniel…

– Usted me ha devuelto la verdad -dije-. Yo le voy a devolver su nombre.

5

Aquella misma tarde, de regreso en la librería, puse en marcha mi plan para salvar la identidad de Fermín. El primer paso consistió en hacer varias llamadas desde el teléfono de la trastienda y establecer un calendario de acción. El segundo paso requería recabar el talento de expertos de reconocida eficacia.

Al día siguiente, un mediodía soleado y apacible, me encaminé hacia la biblioteca del Carmen, donde me había citado con el profesor Alburquerque, convencido de que lo que él no supiera no lo sabía nadie.

Le encontré en la sala principal de lectura, rodeado de libros y papeles, y concentrado pluma en mano. Me senté frente a él al otro lado de la mesa y lo dejé trabajar. Tardó casi un minuto en reparar en mi presencia. Al levantar los ojos de la mesa me miró sorprendido.

– Debe de ser algo apasionante eso que estaba escribiendo

– aventuré.

– Estoy trabajando en una serie de artículos sobre escritores malditos de Barcelona -explicó-. ¿Se acuerda del tal Julián Carax, un autor que me recomendó usted hace meses en la librería?

– Claro -contesté.

– Pues he estado indagando sobre él y la suya es una historia increíble. ¿Sabía usted que durante años un personaje diabólico se dedicó a recorrer el mundo buscando los libros de Carax para quemarlos?

– No me diga -dije fingiendo sorpresa.

– Un caso curiosísimo. Ya se lo pasaré cuando lo tenga terminado.

– Tendría que hacer usted un libro sobre el tema -propuse -. Una historia secreta de Barcelona a través de sus escritores malditos y prohibidos en la versión oficial.

El profesor sopesó la idea, intrigado.

– Se me ha pasado por la cabeza, la verdad, pero tengo tanto trabajo entre los diarios y la universidad…

– Si no lo escribe usted, no lo escribirá nadie…

– Pues mire, a lo mejor me lío la manta a la cabeza y lo hago. No sé de dónde voy a sacar el tiempo, pero…

– Sempere e Hijos le ofrece su fondo editorial y asesoría para lo que necesite.

– Lo tendré en cuenta. ¿Qué? ¿Vamos a comer?

El profesor Alburquerque plegó velas por aquel día y pusimos rumbo a Casa Leopoldo, donde, acompañados de unos vinos y una tapa de serrano sublime, nos sentamos a esperar un par de rabos de toro, el especial del día.

– ¿Cómo tenemos a nuestro buen amigo Fermín? Hace un par de semanas, en Can Lluís, lo vi muy de capa caída.

– De él quería yo hablarle, precisamente. Es una cuestión un tanto delicada y le tengo que pedir que esto quede entre nosotros.

– Faltaría más. ¿Qué puedo hacer?

Procedí a esbozarle el problema de modo sucinto evitando entrar en detalles escabrosos o innecesarios. El profesor intuyó que había mucha más tela que cortar en el asunto de la que le estaba mostrando, pero hizo gala de su discreción ejemplar.

– A ver si lo entiendo -dijo-. Fermín no puede utilizar su identidad porque, oficialmente, fue declarado muerto hace casi veinte años y por lo tanto, a ojos del Estado, no existe.

– Correcto.

Pero, por lo que usted me cuenta, esa identidad que fue

anulada era también ficticia, una invención del propio Fermín durante la guerra para salvar el pellejo.

– Correcto.

– Ahí es donde me pierdo. Ayúdeme, Daniel. Si Fermín ya se sacó de la manga una identidad falsa una vez, ¿por qué no utiliza otra ahora para poder casarse?

– Por dos motivos, profesor. El primero es puramente práctico y es que, use su nombre u otro inventado, Fermín no tiene identidad a ningún efecto y, por tanto, cualquiera que sea la que decida usar tiene que ser creada de cero.

– Pero él quiere seguir siendo Fermín, supongo-

– Exacto. Y ése es el segundo motivo, que no es práctico sino espiritual, por así decirlo, y que es mucho más importante. Fermín quiere seguir siendo Fermín porque ésa es la persona de la que se ha enamorado la Bernarda, y ése el hombre que es amigo nuestro, el que conocemos y el que él quiere ser. Hace años que la persona que él había sido ya no existe para él Es una piel que dejó atrás. Ni yo, que probablemente soy su mejor amigo, sé con qué nombre le bautizaron. Para mí, para todos los que le quieren y sobre todo para él mismo, es Fermín Romero de Torres. Y en el fondo, si se trata de crearle una identidad nueva, ¿por qué no crearle la suya?

El profesor Alburquerque asintió finalmente.

– Correcto -sentenció.

– Entonces, ¿lo ve usted factible, profesor?

– Bueno, es una misión quijotesca como pocas -estimó el profesor-. ¿Cómo proveer al enjuto hidalgo don Fermín de la Mancha de casta, galgo y un legajo de papeles falsificados con los que emparejarle con su bella Bernarda del Toboso a los ojos de Dios y del Registro Civil?

– He estado pensando y consultando libros de leyes -dije-. La identidad de una persona en este país empieza con una partida de nacimiento, que cuando se para uno a estudiarlo es un

documento muy simple.

El profesor enarcó las cejas.

– Lo que sugiere usted es delicado. Por no hablar de que es un delito como la copa de un pino.

– Sin precedente más bien, al menos en los anales judiciales. Lo he comprobado.

– Siga usted, que me tiene interesado.

– Supongamos que alguien, hipotéticamente hablando, tuviera acceso a las oficinas del Registro Civil y pudiera por así decirlo plantar una partida de nacimiento en los archivos… ¿No sería ésa base suficiente para establecer la identidad de una persona?

El profesor meneó la cabeza.

– Para un recién nacido, puede, pero si hablamos, hipotéticamente, de un adulto, sería necesario crear todo un historial documental. Aunque tuviera usted el acceso, hipotéticamente, al archivo. ¿De dónde iba usted a sacar esos documentos?

– Digamos que pudiera crear una serie de facsímiles creíbles. ¿Lo vería usted posible?

El profesor lo meditó cuidadosamente.

– El principal riesgo sería que alguien descubriera el fraude y quisiera destaparlo. Teniendo en cuenta que en este caso la, digamos, parte amenazante que hubiera podido alertar de inconsistencias documentales ha perecido, el problema se reduciría a, uno, acceder al archivo e introducir en el sistema una carpeta con un historial de identidad ficticio pero contrastado, y, dos, generar toda la retahíla de documentos necesarios para establecer tal identidad. Estoy hablando de papeles de todos los colores y clases, desde partidas bautismales de parroquias, a cédulas, certificados…

– Respecto al primer punto, tengo entendido que está usted escribiendo una serie de reportajes sobre las maravillas del sistema legal español por encargo de la Diputación para una memoria de la institución. He estado indagando un poco y he descubierto que durante los bombardeos de la guerra varios de los archivos del Registro Civil fueron destruidos. Eso significa que cientos, miles de identidades tuvieron que ser reconstruidas de mala manera. Yo no soy un experto, pero me atrevo a suponer que eso abriría algún agujero que alguien bien informado, conectado y con un plan podría aprovechar…

El profesor me miró de reojo.

– Veo que ha hecho usted una verdadera labor de investigación, Daniel.

– Disculpe la osadía, profesor, pero para mí la felicidad de Fermín vale eso y mucho más.

– Y eso le honra. Pero también le podría valer una condena importante a quien intentase hacer algo así y fuese descubierto con las manos en la masa.

– Por eso he pensado que si alguien, hipotéticamente, tuviera acceso a uno de esos archivos reconstruidos del Registro Civil, podría llevar consigo un ayudante que, por así decirlo, asumiera la parte más arriesgada de la operación.

– En ese caso, el hipotético ayudante debería estar en condiciones de garantizarle al facilitador un descuento del veinte por ciento sobre el precio de cualquier libro adquirido en Sempere e Hijos de por vida. Y una invitación a la boda del recién nacido.

– Eso está hecho. Y se lo subiría a un veinticinco por ciento. Aunque en el fondo sé que hay quien, hipotéticamente, aunque sólo fuera por el gusto de colarle un gol a un régimen podrido y corrupto, se avendría a colaborar pro bono sin conseguir nada a cambio.

– Soy un académico, Daniel. El chantaje sentimental no funciona conmigo.

– Por Fermín, entonces.

– Eso es otra cosa. Pasemos a los tecnicismos.

Extraje el billete de cien pesetas que me había dado Salgado y se lo mostré.

– Este es mi presupuesto para gastos y trámites de expedición -apunté.

– Ya veo que tira usted con pólvora del rey, pero mejor guarde esos dineros para otros empeños que requerirá esta hazaña porque mis oficios los tiene usted de balde -repuso el profesor -. La parte que más me preocupa, estimado ayudante, es la necesaria conspiración documental. Los nuevos centuriones del régimen, amén de pantanos y misales, han redoblado una ya de por sí descomunal estructura burocrática digna de las peores pesadillas del amigo Francisco Kafka. Como le digo, un caso así precisará que se generen todo tipo de cartas, instancias, ruegos y demás documentos que puedan resultar creíbles y que tengan la consistencia, tono y aroma propios de un dossier manido, polvoriento e incuestionable…

– Ahí estamos cubiertos -dije.

– Voy a necesitar estar al tanto de la lista de cómplices en esta conspiración para asegurarme de que no va usted de farol.

Procedí a explicarle el resto de mi plan.

– Podría funcionar -concluyó.

Tan pronto como llegó el plato principal, apuntalamos el tema y la conversación derivó por otros derroteros. En los cafés, y aunque había estado mordiéndome la lengua durante toda la comida, no pude más y, fingiendo que el asunto no tenía importancia alguna, dejé caer la cuestión.

– Por cierto, profesor, el otro día un cliente me comentaba una cosa en la librería y salió a colación el nombre de Mauricio Valls, el que fuera ministro de Cultura y todas esas cosas. ¿Qué sabe usted de él?

El profesor enarcó una ceja.

– ¿De Valls? Lo que todo el mundo, supongo.

– Seguro que usted sabe más que todo el mundo, profesor. Mucho más.

– Bueno, la verdad es que ahora ya hace un tiempo que no oía ese nombre, pero hasta no hace mucho Mauricio Valls era todo un personaje. Como usted dice, fue nuestro flamante y renombrado ministro de Cultura durante unos años, director de numerosas instituciones y organismos, hombre bien situado en el régimen y de gran prestigio en el sector, padrino de muchos, niño mimado de las páginas culturales de la prensa española… Ya le digo, un personaje de renombre.

Sonreí débilmente, como si la sorpresa me resultara grata.

– ¿Y ya no?

– Francamente, yo diría que hace un tiempo que desapareció del mapa, o al menos de la esfera pública. No estoy seguro de si le adjudicaron alguna embajada o algún cargo en una institución internacional, ya sabe usted cómo van esas cosas, pero la verdad es que de un tiempo a esta parte le he perdido la pista… Sé que montó una editorial con unos socios hace ya años. La editorial va viento en popa y no para de publicar cosas. De hecho cada mes me llegan invitaciones a actos de presentación de alguno de sus títulos…

– ¿Y asiste Valls a esos actos?

– Hace años sí lo hacía. Siempre bromeábamos porque hablaba más de sí mismo que del libro o del autor que presentaba, pero de eso hace tiempo. Hace años que no le veo. ¿Puedo preguntarle la razón de su interés, Daniel? No le hacía a usted interesado en la pequeña feria de las vanidades de nuestra literatura.

– Simple curiosidad.

– Ya.

Mientras el profesor Alburquerque liquidaba la cuenta, me

miró de reojo.

– ¿Por qué siempre me parece que de la misa me cuenta usted no ya la media, sino un cuarto?

– Algún día le contaré el resto, profesor. Se lo prometo.

– Más le vale, porque las ciudades no tienen memoria y les hace falta alguien como yo, un sabio nada despistado, para mantenerla viva.

– Este es el trato: usted me ayuda a solucionar lo de Fermín y yo, algún día, le contaré algunas cosas que Barcelona preferiría olvidar. Para su historia secreta.

El profesor me ofreció la mano y se la estreché.

– Le tomo la palabra. Ahora, volviendo al tema de Fermín y los documentos que vamos a tener que sacarnos del sombrero…

– Creo que tengo al hombre adecuado para esa misión -apunté.


6

Oswaldo Darío de Mortenssen, príncipe de los escribientes barceloneses y viejo conocido mío, estaba saboreando su pausa de sobremesa en su caseta junto al palacio de la Virreina con un carajillo y una feria cuando me vio acercarme y me saludó con la mano.

– El hijo pródigo regresa. ¿Ha cambiado de idea? ¿Nos ponemos con esa carta de amor que le va a granjear acceso a cremalleras y cierres prohibidos de esa pollita anhelada?

Le volví a enseñar mi anillo de casado y asintió recordando.

– Disculpe. Es la costumbre. Usted es de los de antes. ¿Qué puedo hacer por usted?

– El otro día recordé de qué me sonaba su nombre, don Oswaldo. Trabajo en una librería y encontré una novela suya del año 33, Los jinetes del crepúsculo.

Oswaldo echó a volar recuerdos y sonrió con nostalgia.

– Qué tiempos aquéllos. Aquel par de sinvergüenzas de Barrido y Escobillas, mis editores, me timaron hasta el último céntimo. Pedro Botero los tenga en su gloria y bajo llave. Pero lo que disfruté yo escribiendo aquella novela no me lo quitará nadie.

– Si se la traigo un día, ¿me la dedicará?

– Faltaría más. Fue mi canto del cisne. El mundo no estaba preparado para el western ambientado en el delta del Ebro con bandoleros en canoa en vez de caballos y mosquitos del tamaño de una sandía campando a sus anchas.

– Es usted el Zane Grey del litoral.

– Ya me habría gustado. ¿Qué puedo hacer por usted, joven?

– Prestarme su arte e ingenio en una empresa no menos heroica.

– Soy todo oídos.

– Necesito que me ayude a inventar un pasado documental para que un amigo pueda contraer matrimonio sin escollos legales con la mujer a la que ama.

– ¿Buen hombre?

– El mejor que conozco.

– Entonces no se hable más. Mis escenas favoritas siempre fueron las de bodas y bautizos.

– Se necesitarán instancias, informes, ruegos, certificados y toda la pesca.

– No será problema. Delegaremos parte de la logística en Luisito, a quien usted ya conoce, que es de total confianza y un artista en doce caligrafías diferentes.

Extraje el billete de cien pesetas que el profesor había declinado y se lo tendí. Oswaldo abrió los ojos como platos y lo

guardó rápidamente.

– Y luego dicen que en España no se puede vivir de la escritura -dijo.

– ¿Cubrirá eso los gastos operativos?

– De sobra. Cuando lo tenga todo organizado le diré a cuánto sube la broma, pero ahora al pronto me atrevería a decir que con quince duros vamos sobrados.

– Lo dejo a su criterio, Oswaldo. Mi amigo, el profesor Alburquerque…

– Gran pluma -atajó Oswaldo.

– Y mejor caballero. Como le digo, el profesor se pasará por aquí y le facilitará la relación de documentos necesarios y todos los detalles. Para cualquier cosa que necesite usted me encontrará en la librería de Sempere e Hijos.

Se le iluminó la cara al oír el nombre.

– El santuario. De joven iba yo por allí todos los sábados a que el señor Sempere me abriese los ojos.

– Mi abuelo.

– Ahora hace ya años que no voy por allí porque mis finanzas están bajo mínimos y me he echado a lo del préstamo bibliotecario.

– Pues háganos el honor de volver a la librería, don Oswaldo, que es su casa y por precios no va a quedar nunca.

– Así lo haré.

Me tendió la mano y se la estreché.

– Un honor hacer negocios con los Sempere.

– Que sea el primero de muchos.

– Y del cojo aquel que se hacía ojitos con el oro y el moro, ¿qué se hizo?

– Resultó que no era oro todo lo que relucía -dije. -El signo de los tiempos…

7

Barcelona, 1958

Aquel mes de enero llegó vestido de cielos cristalinos y una luz gélida que soplaba nieve en polvo sobre los tejados de la ciudad. El sol brillaba todos los días y arrancaba aristas de brillo y sombra en las lachadas de una Barcelona transparente en la que los autobuses de dos pisos circulaban con la azotea vacía y los tranvías dejaban un halo de vapor sobre los raíles al pasar.

Las luces de los adornos navideños brillaban en guirnaldas de fuego azul sobre las calles de la ciudad vieja, y los dulzones deseos de buena voluntad y de paz que goteaban de los villancicos de mil y un altavoces al pie de tiendas y comercios llegaron a calar lo suficiente para que, cuando a un espontáneo se le ocurrió calzarle una barretina al niño Jesús del pesebre que el ayuntamiento había colocado en la plaza San Jaime, el guardia que vigilaba, en vez de arrastrarlo a sopapos hasta jefatura como reclamó un grupo de beatas, hizo la vista gorda hasta que alguien del arzobispado dio

aviso y se personaron tres monjas a restablecer el orden.

Las ventas navideñas habían repuntado y una estrella de belén en forma de números negros en el libro de contabilidad de Sempere e Hijos nos garantizaba que al menos íbamos a poder hacer frente a los recibos de la luz, a la calefacción y que, con suerte, podríamos comer caliente al menos una vez al día. Mi padre parecía haber recobrado el ánimo y había decretado que el próximo año no esperaríamos a última hora para decorar la librería.

– Tenemos pesebre para rato -murmuró Fermín con nulo entusiasmo.

Pasado ya el día de Reyes, mi padre nos dio instrucciones para que empaquetásemos cuidadosamente el belén y lo bajásemos al sótano hasta la próxima Navidad.

– Con cariño -advirtió mi padre-. Que no me entere yo de que se le han resbalado las cajas accidentalmente, Fermín.

– Como oro en paño, señor Sempere. Respondo con la vida de la integridad del pesebre y de todos los animales de granja que obran a la vera del Mesías en pañales.

Una vez hicimos sitio a las cajas que contenían todos los adornos navideños, me detuve un instante a echar un vistazo al sótano y sus rincones olvidados. La última vez que habíamos estado allí, la conversación había derivado por derroteros que ni Fermín ni yo habíamos vuelto a mencionar, pero que seguían pesando al menos en mi memoria. Fermín pareció leerme el pensamiento y agitó la cabeza.

– No me diga que sigue pensando en lo de la carta del atontado aquel.

– A ratos.

– ¿No le habrá dicho nada a doña Beatriz?

– No. Volví a meter la carta en el bolsillo de su abrigo y no dije ni pío.

– ¿Y ella? ¿No mencionó que había recibido carta de donjuán Tenorio?

Negué, Fermín arrugó la nariz, indicando que eso no acababa de ser buen augurio.

– ¿Ha decidido ya lo que va a hacer?

– ¿Sobre qué?

– No se haga el tonto, Daniel. ¿Va a seguir a su mujer a esa cita con el maromo en el Ritz y montar una escenita o no?

– Presupone usted que ella va a acudir -protesté.

– ¿Y usted no?

Bajé la mirada disgustado conmigo mismo.

– ¿Qué clase de marido no se lía de su mujer? -pregunté.

– ¿Le doy nombres y apellidos o le basta una estadística?

– Yo me lío de Bea. Ella no me engañaría. Ella no es así. Si tuviese algo que decirme, me lo diría a la cara, sin engaños.

– Entonces no tiene usted de qué preocuparse, ¿verdad?

Algo en el tono de Fermín me hacía pensar que mis sospechas e inseguridades le habían supuesto una decepción y, aunque nunca lo iba a admitir, le entristecía pensar que dedicaba mis horas a pensamientos mezquinos y a dudar de la sinceridad de una mujer que no merecía.

– Debe de pensar usted que soy un necio.

Fermín negó.

– No. Creo que es usted un hombre afortunado, al menos en amores, y que como casi todos los que lo son no se da cuenta.

Un golpe en la puerta en lo alto de la escalera nos llamó la atención.

– A menos que hayáis encontrado petróleo ahí abajo, haced el favor de subir de una vez, que hay faena -llamó mi padre.

Fermín suspiró.

– Desde que ha salido de números rojos está hecho un tirano -dijo Fermín-. Las ventas lo envalentonan. Quién lo ha visto y quién lo ve…

Los días caían con cuentagotas. Fermín había consentido finalmente en delegar los preparativos y detalles del banquete y de la boda en mi padre y en don Gustavo, que habían asumido el papel de figuras paternales y autoritarias en el tema. Yo, en calidad de padrino, asesoraba al comité directivo, y Bea ejercía las funciones de directora artística y coordinaba a todos los implicados con mano férrea.

– Fermín, me ordena Bea que acudamos a Casa Pantaleoni a que se pruebe usted el traje.

– Como no sea un traje de rayas…

Yo le había jurado y perjurado que llegado el momento su nombre sería de recibo y que su amigo el párroco podría entonar aquello de «Fermín, tomas por esposa a» sin que acabásemos todos en el cuartelillo, pero a medida que se acercaba la fecha Fermín se consumía de angustia y ansiedad. La Bernarda sobrevivía al suspense a base de oraciones y tocinillos de cielo, aunque, una vez confirmado su embarazo por un doctor de confianza y discreción, dedicaba buena parte de sus días a combatir náuseas y mareos ya que todo indicaba que el primogénito de Fermín llegaba dando guerra.

Fueron aquellos días de aparente y engañosa calma, pero bajo la superficie yo había sucumbido a una corriente turbia y oscura que lentamente me iba arrastrando hacia las profundidades de un sentimiento nuevo e irresistible: el odio.

A ratos libres, sin decir a nadie adonde iba, me escapaba hasta el Ateneo de la calle Canuda y rastreaba los pasos de Mauricio Valls en la hemeroteca y en los fondos del catálogo. Lo que durante años había sido una imagen borrosa y sin interés alguno iba adquiriendo día a día una claridad y una precisión dolorosas. Mis pesquisas me permitieron ir reconstruyendo poco a poco la trayectoria pública de Valls en los últimos quince años. Mucho había llovido desde sus principios de alevín del régimen. Con tiempo y buenas influencias, don Mauricio Valls, si uno había de creer lo que decían los diarios (extremo que Fermín comparaba a creer que el TriNaranjus se obtenía exprimiendo naranjas frescas de Valencia), había visto cristalizar sus anhelos y se había convertido en una estrella rutilante en el firmamento de la España de las artes y las letras.

Su escalada había sido imparable. A partir de 1944 había encadenado cargos y nombramientos oficiales de creciente relevancia en el mundo de las instituciones académicas y culturales del país. Sus artículos, discursos y publicaciones empezaban a ser legión. Cualquier certamen, congreso o efeméride cultural que se preciase requería de la participación y presencia de don Mauricio. En 1947, con un par de socios, creaba la Sociedad General de Ediciones Ariadna con oficinas en Madrid y Barcelona, que la prensa se afinaba en canonizar como la «marca de prestigio» de las letras españolas.

En 1948, esa misma prensa empezaba a referirse habitualmente a Mauricio Valls como «el más brillante y respetado intelectual de la nueva España». La auto-designada intelectualidad del país y quienes aspiraban a formar parte de ella parecían vivir un apasionado romance con don Mauricio. Los reporteros de las páginas culturales se deshacían en elogios y adulaciones, buscando su favor y, con suerte, la publicación en su editorial de alguna de las obras que guardaban en un cajón para poder así entrar a formar parte del paraninfo oficial y saborear algunas de sus preciadas mieles, aunque fuesen migajas.

Valls había aprendido las reglas del juego y dominaba el tablero como nadie. A principios de los años cincuenta, su fama e influencia trascendían ya los círculos oficiales y habían empezado a permear la llamada sociedad civil y a sus servidores. Las consignas de Mauricio Valls se habían convertido en un canon de verdades reveladas que cualquier ciudadano perteneciente al selecto estamento de tres o cuatro mil españoles que gustaban de tenerse por cultos y de mirar por encima del hombro a sus conciudadanos de a pie hacían suyo y repetían como alumnos aplicados.

En el camino hacia la cumbre, Valls había reunido en torno suyo a un estrecho círculo de personajes afines que comían de su mano y se iban posicionando al frente de instituciones y puestos de poder. Si alguien osaba cuestionar las palabras o la valía de Valls, la prensa procedía a crucificarlo sin tregua y, tras esbozar un retrato esperpéntico e indeseable del pobre infeliz, éste pasaba a ser un paria, un innombrable y un pordiosero a quien todas las puertas se le cerraban y cuya única alternativa era el olvido o el exilio.

Pasé horas interminables leyendo, sobre líneas y entre ellas, contrastando historia y versiones, catalogando fechas y haciendo listas de triunfos y de cadáveres escondidos en los armarios. En otras circunstancias, si el objeto de mi estudio hubiera sido puramente antropológico, me habría quitado el sombrero ante don Mauricio y su jugada maestra. Nadie le podía negar que había aprendido a leer el corazón y el alma de sus conciudadanos y a tirar de los hilos que movían sus anhelos, esperanzas y quimeras.

Si algo me quedó tras días y días sumergido en la versión oficial de la vida de Valls fue la certeza de que el mecanismo de construcción de una nueva España se iba perfeccionando y de que la meteórica ascensión de don Mauricio al poder y a los altares ejemplificaba un patrón en alza que tenía visos de futuro y que, con toda seguridad, sobreviviría al régimen y echaría raíces profundas e inamovibles en todo el territorio durante muchas décadas.

A partir de 1952, Valls alcanzó ya la cima al asumir el mando del Ministerio de Cultura durante tres años, tiempo que aprovechó para apuntalar su dominio y a sus lacayos en las escasas posiciones que todavía no habían conseguido controlar. El tono de su proyección pública asumió una áurea monotonía. Sus palabras eran citadas como fuente de saber y certeza. Su presencia en jurados, tribunales y toda suerte de besamanos era constante. Su arsenal de diplomas, laureles y condecoraciones no paraba de crecer.

Y, de repente, sucedió algo extraño.

No lo advertí en mis primeras lecturas. El desfile de loas y noticias sobre don Mauricio se prolongaba sin tregua, pero a partir de 1956 se apreciaba un detalle enterrado entre todas aquellas informaciones que contrastaba con las publicadas con anterioridad a esa fecha. El tono y contenido de las notas no variaba, pero a fuerza de leer y releer cada una de ellas y compararlas, reparé en una cosa.

Don Mauricio Valls no había vuelto a aparecer en público.

Su nombre, su prestigio, su reputación y su poder seguían viento en popa. Sólo faltaba una pieza: su persona. Después de 1956 no había fotografías, ni menciones a su presencia, ni referencias directas a su participación en actos públicos.

El último recorte en el que se daba fe de la presencia de Mauricio Valls estaba fechado el 2 de noviembre de 1956, con ocasión de la entrega que se le había hecho del galardón a la más distinguida labor editorial del año durante un solemne acto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid al que asistieron las máximas autoridades y lo más granado de la sociedad del momento. El texto de la noticia seguía las líneas habituales y previsibles del género, básicamente una gacetilla editorializada. Lo más interesante era la fotografía que la acompañaba, la última en la que se veía a Valls poco antes de su sexagésimo cumpleaños. En ella aparecía elegantemente vestido con un traje de buen corte, sonriendo mientras recibía una ovación del público asistente con gesto humilde y cordial. Otros habituales de aquel tipo de funciones aparecían con él y, a su espalda, ligeramente fuera de registro y con semblante serio e impenetrable, se apreciaban dos individuos parapetados tras lentes oscuros y vestidos de negro. No parecían participar en el acto. Su gesto era severo y al margen de la farsa. Vigilante.

Nadie había vuelto a fotografiar o a ver en público a don Mauricio Valls después de aquella noche en el Círculo de Bellas

Artes. Por mucho empeño que le puse, no conseguí encontrar una sola aparición. Cansado de explorar vías muertas, volví al principio y reconstruí la historia del personaje hasta memorizarla como si se tratase de la mía. Olfateaba su rastro con la esperanza de encontrar una pista, un indicio que me permitiese comprender dónde estaba aquel hombre que sonreía en fotografías y paseaba su vanidad por infinitas páginas que ilustraban una corte servil y hambrienta de favores. Buscaba al hombre que había asesinado a mi madre para ocultar la vergüenza de lo que a todas luces era y nadie parecía capaz de admitir.

Aprendí a odiar en aquellas tardes solitarias en la vieja biblioteca del Ateneo, donde no hacía tanto había dedicado mis ansias a causas más puras, como la piel de mi primer amor imposible, la ciega Clara, o los misterios de Julián Carax y su novela La Sombra del Viento. Cuanto más difícil me resultaba encontrar el rastro de Valls, más me negaba a reconocerle el derecho a desaparecer y borrar su nombre de la historia. De mi historia. Necesitaba saber qué había sido de él. Necesitaba mirarle a los ojos, aunque sólo fuera para recordarle que alguien, una sola persona en todo el universo, sabía quién era de verdad y lo que había hecho.

8

Una tarde, harto ya de perseguir fantasmas, cancelé mi sesión en la hemeroteca y salí a pasear con Bea y con Julián por una Barcelona limpia y soleada que casi había olvidado. Fuimos caminando desde casa hasta el parque de la Ciudadela. Me senté en un banco y vi cómo Julián jugaba con su madre en el césped. Contemplándolos me repetí las palabras de Fermín. Un hombre afortunado, ése era yo, Daniel Sempere. Un hombre afortunado que había permitido que un rencor ciego creciese en su interior hasta hacerle sentir náuseas de sí mismo.

Observé a mi hijo entregarse a una de sus pasiones: gatear hasta ponerse perdido. Bea lo seguía de cerca. De vez en cuando Julián se detenía y miraba en mi dirección. Un golpe de brisa alzó las faldas de Bea y Julián se echó a reír. Aplaudí y Bea me lanzó una mirada de reprobación. Encontré los ojos de mi hijo y me dije que pronto iban a empezar a mirarme como si yo fuese el hombre más sabio y bueno del mundo, el portador de todas las respuestas. Me dije entonces que nunca más volvería a mencionar el nombre

de Mauricio Valls ni a perseguir su sombra.

Bea se acercó a sentarse a mi lado. Julián la siguió gateando hasta el banco. Cuando llegó a mis pies lo tomé en brazos y procedió a limpiar sus manos en las solapas de mi chaqueta.

– Recién salida de la tintorería -dijo Bea.

Me encogí de hombros, resignado. Bea se reclinó sobre mí y me asió la mano.

– Menudas piernas -dije.

– No le veo la gracia. Luego tu hijo aprende. Menos mal que no había nadie.

– Bueno, allí había un abuelillo escondido detrás de un diario que creo que se ha desplomado de una taquicardia.

Julián decidió que la palabra taquicardia era lo más gracioso que había oído en su vida y pasamos buena parte del paseo de vuelta a casa cantando «ta-qui-car-dia» mientras Bea, caminando unos pasos por delante de nosotros, echaba chispas.

Aquella noche, 20 de enero, Bea acostó a Julián y luego se quedó dormida en el sola a mi lado mientras yo releía por tercera vez un ejemplar de una de las viejas novelas de David Martín que Fermín había encontrado en sus meses de exilio tras fugarse de la prisión y que había conservado todos aquellos años. Me gustaba saborear cada giro y desmenuzar la arquitectura de cada frase, creyendo que si descifraba la música de aquella prosa descubriría algo acerca de aquel hombre al que nunca había conocido y que todos me aseguraban que no era mi padre. Pero aquella noche era incapaz. Antes de finalizar una fiase, mi pensamiento se levantaba de la página y todo cuanto veía frente a mí era aquella carta de Pablo Cascos Buendía en la que citaba a mi mujer en el hotel Ritz al día siguiente a las dos de la tarde.

Finalmente cerré el libro y contemplé a Bea, que dormía a mi lado, intuyendo en ella mil veces más secretos que en las historias de Martín y su siniestra ciudad de los malditos. Pasaba de la medianoche cuando Bea abrió los ojos y me descubrió escrutándola. Me sonrió, aunque algo en mi semblante le despertó una sombra de inquietud.

– ¿En qué piensas? -preguntó.

– Pensaba en lo afortunado que soy -dije.

Bea me miró largamente, la duda en la mirada.

– Lo dices como si no lo creyeses.

Me levanté y le di la mano.

– Vamos a la cama -la invité.

Tomó mi mano y me siguió por el pasillo hasta el dormitorio. Me tendí en el lecho y la miré en silencio.

– Estás raro, Daniel. ¿Qué te pasa? ¿He dicho algo?

Negué ofreciéndole una sonrisa blanca como la mentira. Bea asintió y se desnudó lentamente. Nunca me daba la espalda cuando se desnudaba, ni se escondía en el baño o detrás de la puerta como aconsejaban los manuales de higiene matrimonial que promovía el régimen. La observé serenamente, leyendo las líneas de su cuerpo. Bea me miraba a los ojos. Se deslizó aquel camisón

que yo detestaba y se metió en la cama, dándome la espalda.

– Buenas noches -dijo, la voz atada y, para quien la conocía bien, molesta.

– Buenas noches -murmuré.

Escuchándola respirar supe que tardó más de media hora en conciliar el sueño, pero finalmente la fatiga pudo más que mi extraño comportamiento. Me quedé a su lado, dudando si despertarla para pedirle perdón o, simplemente, besarla. No hice nada. Seguí allí inmóvil, observando la curva de su espalda y sintiendo cómo aquella negrura dentro de mí me susurraba que al cabo de unas horas Bea acudiría al encuentro de su antiguo prometido y que aquellos labios y aquella piel serían de otro, como su carta de bolero parecía insinuar.

Cuando me desperté Bea se había ido. No había conseguido dormirme hasta el amanecer y, cuando tocaron las nueve en las campanas de la iglesia, me desperté de golpe y me vestí con lo primero que encontré. Afuera esperaba un lunes frío y salpicado de copos de nieve que flotaban en el aire y se adherían como arañas de luz suspendidas de hilos invisibles a las gentes que pasaban. Al entrar en la tienda encontré a mi padre en lo alto del taburete al que todos los días se aupaba para cambiar la fecha del calendario. 21 de enero.

– Lo de que se le peguen a uno las sábanas se supone que no es de recibo después de los doce años -dijo-. Hoy te tocaba

abrir a ti.

– Perdona. Mala noche. No se repetirá.

Pasé un par de horas intentando ocupar la cabeza y las manos en las tareas de la librería, pero cuanto ocupaba mi pensamiento era aquella maldita carta que recitaba en silencio una y otra vez. A media mañana Fermín se me aproximó subrepticiamente y me ofreció un sugus.

– Hoy es el día, ¿no?

– Cállese, Fermín -corté con una brusquedad que alzó las cejas de mi padre.

Me refugié en la trastienda y los oí murmurar. Me senté frente al escritorio de mi padre y miré el reloj. Era la una y veinte de la tarde. Intenté dejar pasar los minutos pero las agujas del reloj se resistían a moverse. Cuando volví de nuevo a la tienda Fermín y mi padre me miraron con preocupación.

– Daniel, a lo mejor quieres tomarte el resto del día libre – dijo mi padre-. Fermín y yo ya nos apañamos.

– Gracias. Creo que sí. Apenas he dormido y no me encuentro muy bien.

No tuve valor para mirar a Fermín mientras me escabullía por la trastienda. Subí los cinco pisos con plomo en los pies. Al abrir la puerta de casa oí el agua correr en el baño. Me arrastré hasta el dormitorio y me detuve en el umbral. Bea estaba sentada en el borde de la cama. No me había visto ni oído entrar. La vi enfundarse sus medias de seda y vestirse, con la mirada clavada en el espejo. No reparó en mi presencia hasta un par de minutos después.

– No sabía que estabas ahí -dijo entre la sorpresa y la irritación.

– ¿Vas a salir?

Asintió mientras se pintaba los labios de carmesí. -¿Adonde vas?

– Tengo un par de recados que hacer. -Te has puesto muy guapa.

– No me gusta salir a la calle hecha unos zorros -replicó.

La observé perfilar su sombra de ojos. «Hombre afortunado», decía la voz con sorna. -¿Qué recados? -dije. Bea se volvió y me miró. -¿Qué?

– Te preguntaba qué recados tienes que hacer. -Varias cosas. -¿Y Julián?

– Mi madre ha venido a buscarlo y se lo ha llevado de paseo. -Ya.

Bea se aproximó y abandonando su irritación me miró preocupada.

– Daniel, ¿qué te pasa?

– No he pegado ojo esta noche.

– ¿Por qué no le echas una siesta? Te sentará bien.

Asentí.

– Buena idea.

Bea sonrió débilmente y me acompañó hasta mi lado de la cama. Me ayudó a tenderme, me arropó con el cubrecama y me besó en la frente.

– Llego tarde -dijo. La vi partir.

– Bea…

Se detuvo a medio pasillo y se volvió.

– ¿Tú me quieres? -pregunté.

– Pues claro que te quiero. Qué tontería.

Oí la puerta cerrarse y luego los pasos felinos de Bea y sus tacones de aguja perderse escaleras abajo. Cogí el teléfono y esperé a que la operadora hablara.

– Con el hotel Ritz, por favor.

La conexión llevó unos segundos.

– Hotel Ritz, buenas tardes, ¿en qué podernos atenderle?

– ¿Podría usted comprobar si un huésped se aloja en el hotel, por favor?

– Si es tan amable de darme el nombre.

– Cascos. Pablo Cascos Buendía. Creo que debió de llegar ayer…

– Un momento, por favor.

Un largo minuto de espera, voces susurradas, ecos en la línea.

– Caballero… -Sí

– Ahora mismo no encuentro ninguna reserva al nomine que usted menciona…

Me invadió un alivio infinito.

– ¿Podría ser que la reserva estuviese hecha a nombre de una empresa?

– Lo compruebo.

Esta vez la espera fue breve.

– Efectivamente, tenía usted razón. El señor Cascos Buendía. Aquí lo tengo. Suite Continental La reserva estaba a

nombre de la editorial Ariadna.

– ¿Cómo dice?

– Le comentaba al caballero que la reserva del señor Caseos Buendía está a nombre de la editorial Ariadna. ¿Desea el señor que le pase con la habitación?

El teléfono me resbaló de las manos. Ariadna era la empresa editorial que Mauricio Valls había fundado años atrás.

Cascos trabajaba para Valls.

Colgué el teléfono de un manotazo y me fui a la calle siguiendo a mi mujer con el corazón envenenado de sospecha.

9

No había rastro de Bea entre el gentío que a aquella hora desfilaba por la Puerta del Ángel en dirección a la plaza de Cataluña. Intuí que aquél habría sido el camino elegido por mi mujer para ir al Ritz, pero con Bea nunca se sabía. Le gustaba probar diferentes rutas entre dos destinos. Al rato desistí de encontrarla y supuse que habría tomado un taxi, algo más acorde con las finas galas con las que se había vestido para la ocasión.

Tardé un cuarto de hora en llegar al hotel Ritz. Aunque no debía de haber más de diez grados de temperatura, estaba sudando y me faltaba el aliento. El portero me dirigió una mirada subrepticia, pero me abrió la puerta afectando una pequeña reverencia. El vestíbulo, con su aire de escenario de intriga de espionaje y gran romance, me resultaba desconcertante. Mi escasa experiencia en hoteles de lujo no me había preparado para dilucidar qué era qué. Vislumbré un mostrador tras el que un esmerado recepcionista me observaba entre la curiosidad y la alarma. Me acerqué al mostrador y le ofrecí una sonrisa que no le impresionó.

– ¿El restaurante, por favor?

El recepcionista me examinó con cortés escepticismo.

– ¿Tiene el señor una reserva?

– Estoy citado con un huésped del hotel.

El recepcionista sonrió fríamente y asintió.

– El señor encontrará el restaurante al fondo de ese pasillo.

– Mil gracias.

Me encaminé hacia allí con el corazón en un puño. No tenía ni idea de lo que iba a decir o a hacer cuando encontrase a Bea y a aquel individuo. Un maître salió a mi encuentro y me vedó el paso con tina sonrisa blindada. Su mirada delataba la escasa aprobación que le merecía mi atuendo.

– ¿Tiene reserva el caballero? -preguntó.

Le aparté con la mano y entré en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una pareja mayor de aire momificado y modales decimonónicos interrumpió su solemne sorbido de sopa para mirarme con disgusto. Un par de mesas más albergaban comensales con aspecto de hombres de negocios y alguna que otra dama de exquisita compañía facturada como gasto de representación. No había ni rastro de Cascos ni de Bea.

Escuché los pasos del maître y su escolta de dos camareros a mi espalda. Me volví y ofrecí una sonrisa dócil.

– ¿No tenía el señor Cascos Buendía una reserva para las dos? -pregunté.

– El señor avisó para que se le subiera el servicio a su suite -informó el maître.

Consulté mi reloj. Eran las dos y veinte. Me encaminé hacia el corredor de ascensores. Uno de los porteros me había echado el ojo pero cuando intentó alcanzarme yo ya había conseguido colarme en uno de los ascensores. Marqué uno de los pisos superiores sin recordar que no tenía ni idea de dónde se encontraba la suite Continental.

«Empieza por arriba», me dije.

Me apeé del ascensor en el séptimo piso y empecé a vagar por ampulosos corredores desiertos. Al rato di con una puerta que daba a la escalera de incendios y descendí al piso inferior. Fui de puerta en puerta, buscando la suite Continental sin suerte. Mi reloj marcaba las dos y media. En el quinto piso encontré a una doncella que arrastraba un carrito con plumeros, jabones y toallas y le pregunté dónde estaba la suite. Me miró con consternación, pero la debí de asustar lo suficiente para que señalase hacia arriba.

– Octavo piso.

Preferí evitar los ascensores por si acaso el personal del hotel andaba buscándome. Cuatro pisos de escalera y un largo corredor más tarde llegué a las puertas de la suite continental empapado de sudor. Permanecí allí por espacio de un minuto, tratando de imaginar lo que estaba sucediendo tras aquella puerta de madera noble y preguntándome si me quedaba el suficiente sentido común para irme de allí. Me pareció que alguien me observaba de refilón desde el otro extremo del pasillo y temí que se tratase de uno de los porteros, pero al afinar el ojo la silueta se perdió tras la esquina del corredor y supuse que se trataba de otro huésped del hotel. Finalmente llamé al timbre.

10

Oí pasos aproximándose a la puerta. La imagen de Bea abotonándose la blusa se deslizó por mi mente. Un giro en la cerradura. Apreté los puños. La puerta se abrió. Un individuo con el pelo engominado, enfundado en un albornoz blanco y calzado con pantuflas de cinco estrellas me abrió la puerta. Habían pasado años, pero uno no olvida las caras que detesta con determinación.

– ¿Sempere? -preguntó incrédulo.

El puñetazo le alcanzó entre el labio superior y la nariz. Noté cómo la carne y el cartílago se quebraban bajo el puño. Cascos se llevó las manos a la cara y se tambaleó. La sangre le brotaba entre los dedos. Le di un fuerte empujón que lo lanzó contra la pared y me adentré en la habitación. Oí a Cascos caer al suelo a mi espalda. La cama estaba hecha y un plato humeante estaba servido sobre la mesa, orientada frente a la terraza con vistas a la Gran Vía. Sólo había cubiertos para un comensal. Me volví y me encaré a Cascos, que intentaba incorporarse aferrándose a una silla.

– ¿Dónde está? -pregunté.

Cascos tenia el rostro deformado por el dolor. La sangre le caía por la cara y el pecho. Pude ver que le había partido el labio y que, casi con certeza, tenía la nariz rota. Reparé en el fuerte escozor que me quemaba los nudillos y al mirarme la mano vi que me había dejado la piel partiéndole la cara. No sentí remordimiento alguno.

– No ha venido. ¿Contento? -escupió Cascos.

– ¿Desde cuándo te dedicas a escribirle cartas a mi mujer?

Me pareció que se reía y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me abalancé de nuevo sobre él. Le propiné un segundo puñetazo con toda la rabia que llevaba dentro. El golpe le aflojó los dientes y me dejó la mano adormecida. Cascos emitió un gemido de agonía y se desplomó sobre la silla en la que se había apoyado. Vio que me inclinaba sobre él y se cubrió el rostro con los brazos. Le clavé las manos en el cuello y apreté con los dedos como si quisiera desgarrarle la garganta.

– ¿Qué tienes tú que ver con Valls?

Cascos me observaba aterrorizado, convencido de que iba a matarle allí mismo. Balbuceó algo incomprensible y mis manos se cubrieron con la saliva y la sangre que le caía de la boca. Apreté más fuerte.

– Mauricio Valls. ¿Qué tienes tú que ver con él?

Mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía ver mi reflejo en sus pupilas. Sus venas capilares empezaron a estallar bajo la córnea y una red de líneas negras se abrió paso hacia el iris. Me di cuenta de que lo estaba matando y lo solté de golpe. Cascos emitió un sonido gutural al aspirar aire y se llevó las manos al cuello. Me senté en la cama frente a él. Me temblaban las manos, las tenia cubiertas de sangre. Entré en el baño y me las lavé. Me mojé la cara y el pelo con agua fría y al ver mi reflejo en el espejo apenas me reconocí. Había estado a punto de matar a un hombre.

11

Cuando regresé a la habitación, Cascos seguía derribado en la silla, jadeando. Llené un vaso con agua y se lo tendí. Al ver que me acercaba a él de nuevo se hizo a un lado esperando otro golpe. -Toma -dije.

Abrió los ojos y al ver el vaso dudó unos segundos. -Toma -repetí-. Es sólo agua.

Aceptó el vaso con una mano temblorosa y se lo llevó a los labios. Pude ver entonces que le había partido varios dientes. Cascos gimió y los ojos se le llenaron de lágrimas por el dolor cuando el agua Iría le rozó la pulpa expuesta bajo el esmalte. Estuvimos en silencio más de un minuto. -¿Llamo a un médico? -pregunté al fin. Alzó la mirada y negó.

– Vete de aquí antes de que llame a la policía. -Dime qué tienes tú que ver con Mauricio Valls y me iré. Lo miré fríamente.

– Es…, es uno de los socios de la editorial para la que trabajo.

– ¿Te pidió él que escribieses esa carta? Cascos dudó. Me levanté y di un paso hacia él. Le agarré del pelo y tiré con fuerza.

– No me pegues más -suplicó.

– ¿Te pidió Valls que escribieras esa carta?

Cascos evitaba mirarme a los ojos.

– No fue él -atinó a decir.

– ¿Quién entonces?

– Uno de sus secretarios. Armero.

– ¿Quién?

– Paco Armero. Es un empleado de la editorial. Me dijo que retomase el contacto con Beatriz. Que si lo hacía habría algo para mí. Una recompensa.

– ¿Para qué tenías que retomar el contacto con Bea? -No lo sé.

Hice ademán de abofetearle de nuevo. -No lo sé -gimió Cascos-. Es la verdad. -¿Y para eso la citaste aquí? -Yo a Beatriz la sigo queriendo. -Bonita manera de demostrarlo. ¿Dónde está Valls? -No lo sé.

– ¿Cómo puedes no saber dónde está tu jefe? -Porque no lo conozco. ¿De acuerdo? No le he visto nunca. No he hablado nunca con él. -Explícate.

– Entré a trabajar en Ariadna hace año y medio, en la oficina

de Madrid. En todo ese tiempo nunca lo he visto. Nadie le ha visto.

Se levantó lentamente y se dirigió hacia el teléfono de la habitación. No le detuve. Asió el auricular y me lanzó una mirada de odio.

– Voy a llamar a la policía…

– No será necesario -llegó la voz desde el corredor de la habitación.

Me volví para descubrir a Fermín ataviado con lo que imaginé que era uno de los trajes de mi padre sosteniendo en alto un documento con aspecto de licencia oficial.

– Inspector Fermín Romero de Torres. Policía. Se ha reportado un alboroto. ¿Quién de ustedes puede sintetizar los hechos aquí acontecidos?

No sé quién de los dos estaba más desconcertado, si Cascos o yo. Fermín aprovechó la ocasión para arrebatar suavemente el auricular de la mano de Cascos.

– Permítame -dijo apartándole-. Aviso a jefatura.

Fingió marcar un número y nos sonrió.

– Con jefatura, por favor. Sí, gracias.

Esperó unos segundos.

– Sí, Mari Pili, soy Romero de Torres. Páseme a Palacios. Sí, espero.

Mientras Fermín fingía esperar y cubría el auricular con la mano, hizo un gesto hacia Cascos.

– ¿Y usted se ha dado con la puerta del váter o hay algo que desee declarar?

– Este salvaje me ha agredido y ha intentado matarme. Quiero presentar una denuncia ahora mismo. Se le va a caer el pelo.

Fermín me miró con aire oficial y asintió.

– Efectivamente. Folículo a folículo.

Fingió oír algo en el teléfono y con un gesto le indicó a Cascos que guardase silencio.

– Sí, Palacios. En el Ritz. Sí. Un 424. Un herido. Mayormente en la cara. Depende. Yo diría que como un mapa. De acuerdo. Procedo al arresto sumarísimo del sospechoso.

Colgó el teléfono.

– Todo solucionado.

Fermín se me acercó y, agarrándome del brazo con autoridad, me indicó que me callase.

– Usted no suelte prenda. Todo lo que diga será utilizado para enchironarle como mínimo hasta Todos los Santos. Venga, andando.

Cascos, retorcido de dolor y confundido aún por la aparición de Fermín, contemplaba la escena sin dar crédito.

– ¿No lo va a esposar?

– Este es un hotel fino. Los grilletes se los colocaremos en el coche patrulla.

Cascos, que seguía sangrando y probablemente veía doble, nos vedó el paso poco convencido.

– ¿Seguro que es usted policía?

– Brigada secreta. Ahora mismo mando que le envíen un chuletón de ternera crudo para que se lo ponga en la cara a modo de mascarilla. Mano de santo para contusiones en distancias cortas. Mis colegas pasarán más tarde para tomarle el atestado y preparar los cargos procedentes -recitó apartando el brazo de Cascos y empujándome a toda velocidad hacia la salida.

12

Tomamos un taxi a la puerta del hotel y recorrimos la Gran Vía en silencio.

– Jesús, María y José! -estalló Fermín-. ¿Está usted loco? Lo miro y no lo reconozco… ¿Qué quería? ¿Cargarse a ese imbécil?

– Trabaja para Mauricio Valls -dije por toda respuesta.

Fermín puso los ojos en blanco.

– Daniel, esta obsesión suya está empezando a salirse de madre. En mala hora le conté yo nada… ¿Está usted bien? A ver esa mano…

Le mostré el puño.

– Virgen Santa.

– ¿Cómo sabía usted…?

– Porque lo conozco como si lo hubiera parido, aunque hay días que casi me arrepiento -dijo colérico.

– No sé qué me ha dado…

– Yo sí lo sé. Y no me gusta. No me gusta nada. Ese no es el

Daniel que yo conozco. Ni el Daniel del que quiero ser amigo.

Me dolía la mano, pero más me dolió comprender que había decepcionado a Fermín.

– Fermín, no se enfade usted conmigo.

– No, si encima el niño querrá que le dé una medalla…

Pasamos un rato en silencio, mirando cada uno a su lado de la calle.

– Menos mal que ha venido usted -dije al fin.

– ¿Se creía que lo iba a dejar solo?

– No le dirá nada a Bea, ¿verdad?

– Si le parece escribiré una carta al director a La Vanguardia para contar su hazaña.

– No sé qué me ha pasado, no lo sé…

Me miró con severidad pero finalmente relajó el gesto y me palmeó la mano. Me tragué el dolor.

– No le demos más vueltas. Supongo que yo habría hecho lo mismo.

Contemplé Barcelona desfilar tras los cristales.

– ¿De qué era el carnet?

– ¿Cómo dice?

– La identificación de policía que ha enseñado… ¿Qué era?

– El carnet del Barga del párroco.

– Tenía usted razón, Fermín. He sido un imbécil al sospechar de Bea.

– Yo siempre tengo razón. Me viene de nacimiento.

Me rendí a la evidencia y me callé, porque ya había dicho suficientes tonterías por un día. Fermín se había quedado muy callado y tenía el semblante meditabundo. Me inquietó pensar que mi conducta le había producido una decepción tan grande que no sabía qué decirme.

– Fermín, ¿en qué piensa?

Se volvió y me miró con preocupación.

– Pensaba en ese hombre.

– ¿Cascos?

– No. En Valls. En lo que ese idiota ha dicho antes. En lo que significa.

– ¿A qué se refiere?

Fermín me miró sombríamente.

– A que hasta ahora lo que me preocupaba era que usted quisiera encontrar a Valls.

– ¿Y ya no?

– Hay algo que me preocupa aún más, Daniel.

– ¿Qué?

– Que él es el que le está buscando a usted.

Nos miramos en silencio.

– ¿Se le ocurre a usted por qué? -pregunté.

Fermín, que siempre tenía respuestas para todo, negó lentamente y apartó la mirada.

Hicimos el resto del trayecto en silencio. Al llegar a casa subí directo al piso, me di una ducha y me tragué cuatro aspirinas. Luego bajé las persianas y, abrazando aquella almohada que olía a Bea, me dormí como el idiota que era, preguntándome dónde estaría aquella mujer por la que no me importaba haber protagonizado el ridículo del siglo.

13

– Parezco un puercoespín -sentenció la Bernarda contemplando su imagen multiplicada por cien en k sala de espejos de Modas Santa Eulalia.

Dos modistas arrodilladas a sus pies seguían marcando el vestido de novia con docenas de alfileres bajo la atenta mirada de Bea, que caminaba en círculos alrededor de la Bernarda e inspeccionaba cada pliegue y cada costura como si le fuera la vida en ello. La Bernarda, con los brazos en cruz, casi no se atrevía a respirar, pero su mirada estaba atrapada en la variedad de ángulos que la cámara hexagonal revestida de espejos le devolvía de su silueta en busca de indicios de volumen en el vientre.

– ¿Seguro que no se nota nada, señora Bea?

– Nada. Plano como una tabla de planchar. Donde toca, claro.

– Ay, no sé, no sé…

El martirio de la Bernarda y los afanes de las modistas por ajustar y entallar se prolongaron por espacio de media hora más.

Cuando ya no parecían quedar alfileres en el mundo con que ensartar a la pobre Bernarda, el modisto estrella de la firma y autor de la pieza hizo acto de presencia descorriendo la cortina y, tras un somero análisis y un par de correcciones en el viso de la falda, dio su aprobación y chasqueó los dedos para indicar a sus asistentes que hicieran mutis por el foro.

– Ni Pertegaz la habría dejado más guapa -dictaminó complacido.

Bea sonrió y asintió.

El modisto, un caballero esbelto de maneras buscadas y posturas encontradas que respondía simplemente al nombre de Evaristo, besó a la Bernarda en la mejilla.

– Es usted la mejor modelo del mundo. La más paciente y la más sufrida. Ha costado, pero ha valido la pena.

– ¿Y cree el señorito que podré respirar aquí dentro?

– Mi amor, se casa usted por la Santa Madre Iglesia con un macho ibérico. Respirar se le ha acabado, se lo digo yo. Piense que un traje de novia es como una escafandra de buzo: no es el mejor sitio para respirar, lo divertido empieza cuando se lo quitan.

La Bernarda se santiguó ante las insinuaciones del modisto.

– Ahora lo que le voy a pedir es que se quite el vestido con muchísimo cuidado porque las costuras están sueltas y con tanto alfiler no la quiero ver subir al altar con pinta de colador -dijo Evaristo.

– Yo la ayudo -se ofreció Bea.

Evaristo, lanzando una mirada sugestiva a Bea, la radiografió

de pies a cabeza.

– ¿Y a usted cuando la voy a poder desvestir y vestir yo, prenda? -inquirió, y se retiró tras la cortina en una salida teatral.

– Menuda mirada le ha echado a la señora el muy granuja – dijo la Bernarda-. Y eso que dicen que es de la acera de enfrente.

– Me parece que Evaristo camina por todas las aceras, Bernarda.

– ¿Es eso posible? -preguntó.

– Venga, a ver si te podemos sacar de ahí sin que se caiga un alfiler.

Mientras Bea iba liberando a la Bernarda de su cautiverio, la doncella renegaba por lo bajo.

Desde que se había enterado del precio de aquel vestido, que su patrón, don Gustavo, se había empeñado en costear de su bolsillo, la Bernarda andaba azorada.

– Es que don Gustavo no se tenía que haber gastado esta fortuna. Se empeñó en que tenía que ser aquí, que debe de ser el sitio más caro de toda Barcelona, y en contratar al tal Evaristo, que es medio sobrino suyo o no sé qué y que dice que si los tejidos no son de Casa Gratacós le dan alergia. Ahí es nada.

– A caballo regalado… Además, a don Gustavo le hace ilusión verte casada por todo lo alto. El es así.

– Yo con el vestido de mi madre y un par de apaños me caso igual y a Fermín le da lo mismo, porque cada vez que le enseño un vestido nuevo lo único que quiere es quitármelo… Y así nos luce el

pelo, Dios me perdone -dijo la Bernarda palmeándose el vientre.

– Bernarda, yo también me casé embarazada y estoy segura de que Dios tiene cosas mucho más urgentes de las que ocuparse.

– Eso dice mi Fermín, pero yo no sé…

– Tú haz caso a Fermín y no te preocupes por nada.

La Bernarda, en enaguas y agotada tras dos horas de pie calzando tacones y sosteniendo los brazos en alto, se dejó caer sobre un butacón y suspiró.

Ay, si el pobre está que ni se le ve con la de kilos que ha

perdido. Me tiene preocupadísima.

– Ya verás cómo a partir de ahora remonta. Los hombres son así, como los geranios. Cuando parece que están para tirarlos, reviven.

– No sé, señora Bea, yo a Fermín lo veo muy hundido. El me dice que se quiere casar, pero a veces tengo dudas.

– Pero si está colado por ti, Bernarda.

La Bernarda se encogió de hombros.

– Mire, yo no soy tan tonta como parezco. Yo lo único que he hecho es limpiar casas desde los trece años y hay muchas cosas que no entenderé, pero sé que mi Fermín ha visto mundo y ha tenido sus líos por ahí. Él nunca me cuenta cosas de su vida antes de conocernos, pero yo sé que ha tenido otras mujeres y que ha dado muchas vueltas.

– Y te ha acabado eligiendo a ti entre todas. Para que veas.

– Si le gustan más las mozas que a un tonto una tiza. Cuando vamos de paseo o a bailar se le van los ojos por ahí que un día se

me va a quedar bizco.

– Mientras no se le vayan las manos… Me consta de buena tinta que Fermín te ha sido fiel siempre.

– Ya lo sé. Pero ¿sabe lo que me da miedo, señora Bea? Ser poco para él. Cuando lo veo que me mira embelesado y me dice que quiere que nos hagamos viejos juntos y todas esas zalamerías que suelta él, siempre pienso que un día se despertará por la mañana y se me quedará mirando y dirá: «Y a esta tonta, ¿de dónde la he sacado?»

– Creo que te equivocas, Bernarda. Fermín nunca pensará eso. Te tiene en un pedestal.

– Pues eso tampoco es bueno, mire usted, que mucho señorito he visto yo de esos que ponen a la señora en un pedestal como si fuese una virgen y luego echan a correr detrás de la primera lagarta que pasa como si fuesen perros en celo. No se creería usted la de veces que lo he visto con estos ojitos que Dios me ha dado.

– Pero Fermín no es así, Bernarda. Fermín es uno de los buenos. De los pocos, que los hombres son como las castañas que te venden por la calle: cuando las compras están todas calientes y huelen bien, pero a la que las sacas del cucurucho se enfrían en seguida y te das cuenta de que la mayoría están podridas por dentro.

– No lo dirá por el señor Daniel, ¿verdad?

Bea tardó un segundo en contestar.

– No. Claro que no.

La Bernarda la miró de reojo.

– ¿Todo bien en casa, señora Bea?

Bea jugueteó con un pliegue de la enagua que asomaba por el hombro de la Bernarda.

– Sí, Bernarda. Lo que pasa es que creo que las dos hemos ido a buscarnos un par de maridos que tienen sus cosas y sus secretos.

La Bernarda asintió.

Es que a veces parecen criaturas.

– Hombres. Déjalos correr.

– Pero a mí es que me gustan -dijo la Bernarda-, y ya sé que es pecado.

Bea rió.

– ¿Y cómo te gustan? ¿Como Evaristo?

– No, por Dios. Si de tanto mirarse al espejo lo va a gastar. A mí un hombre que tarda en arreglarse más que yo me da no sé qué. A mí me gustan un poco brutos, ¿qué quiere que le diga? Y ya sé que mi Fermín guapo, lo que se dice guapo, pues no es. Pero yo lo veo guapo y bueno. Y muy hombre. Y al final eso es lo que cuenta, que sea bueno y que sea de verdad. Y que te puedas agarrar a él una noche de invierno y te quite el frío del cuerpo.

Bea sonreía asintiendo.

– Amén. Aunque a mí un pajarito me dijo que el que te gustaba era Cary Grant.

La Bernarda se sonrojó.

¿Y a usted no? No para casarse, ¿eh?, que a mí me da que ése se enamoró el día que se vio por primera vez en el espejo, pero, entre usted y yo, y que Dios me perdone, para un buen apretón tampoco le iba yo a hacer ascos…

– ¿Qué diría Fermín si te oyese, Bernarda?

– Lo que dice siempre: «Total, lo que se han de comer los gusanos…»

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