QUINTA PARTE : EL NOMBRE DEL HÉROE

1

Barcelona, 1958

Muchos años después, los veintitrés invitados allí reunidos para celebrar la ocasión habrían de volver la vista atrás y recordar aquella víspera histórica del día en que Fermín Romero de Torres abandonó la soltería.

– Es el fin de una era -proclamó el profesor Alburquerque alzando su copa de champán en un brindis y sintetizando mejor que nadie lo que todos sentíamos.

La fiesta de despedida de soltero de Fermín, un evento cuyos efectos en la población femenina del orbe don Gustavo Barceló comparó con la muerte de Rodolfo Valentino, tuvo lugar una noche clara de febrero de 1958 en la gran sala de baile de La Paloma, escenario en el que el novio había protagonizado tangos de infarto y momentos que ahora pasarían a formar parte del sumario secreto de una larga carrera al servicio del eterno femenino.

Mi padre, a quien habíamos conseguido sacar de casa por una vez en la vida, había contratado los servicios de la orquesta de baile semiprofesional La Habana del Baix Llobregat, que se avino a tocar a un precio de ganga y nos deleitó con una selección de mambos, guarachas y sones montunos que transportaron al novio a sus días lejanos en el mundo de la intriga y el glamour internacional en los grandes casinos de la Cuba olvidada. Quién más, quién menos, los asistentes a la fiesta abandonaron el pudor y se lanzaron a la pista a mover el esqueleto a mayor gloria de Fermín.

Barceló había convencido a mi padre de que los vasos de vodka que le iba administrando eran agua mineral con un par de gotas de aromas de Montserrat y al rato todos pudimos asistir al inédito espectáculo de ver a mi padre bailar apretado con una de las fámulas que la Rociíto, verdadera alma de la fiesta, había traído para amenizar el evento.

– Santo Dios -murmuré al contemplar a mi padre menear las caderas y sincronizar encontronazos de trasero al primer tiempo de compás con aquella veterana de la noche.

Barceló circulaba entre los invitados repartiendo puros y unas estampitas conmemorativas que había hecho imprimir en un taller especializado en recordatorios de comuniones, bautizos y entierros. En papel de fino gramaje, se podía ver una caricatura de Fermín ataviado de angelito con las manos en amago de oración y la leyenda:


Fermín, por primera vez en mucho tiempo, estaba feliz y sereno. Media hora antes de empezar la jarana lo había acompañado a Can Lluís, donde el profesor Alburquerque nos dio fe de que aquella misma mañana había estado en el Registro Civil armado con todo el dossier de documentos y papeles confeccionados con mano maestra por Oswaldo Darío de Mortenssen y su asistente Luisito.

– Amigo Fermín -proclamó el profesor-. Le doy la bienvenida oficial al mundo de los vivos y le hago entrega, con don Daniel Sempere y aquí los amigos de Can Lluís como testigos, de su nueva y legítima cédula de identidad.

Fermín, emocionado, examinó su nueva documentación.

– ¿Cómo han logrado ustedes este milagro?

– La parte técnica mejor se la ahorramos. Lo que cuenta es que cuando se tiene un amigo de verdad, dispuesto a jugársela y a remover cielo y tierra para que se pueda usted casar en toda regla y empezar a traer criaturas al mundo con que continuar la dinastía Romero de Torres, casi todo es posible, Fermín -dijo el profesor.

Fermín me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó con tanta fuerza que creí que me iba a asfixiar. No me avergüenza admitir que aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida.

2

Había pasado una hora y media de música, copas y bailoteo procaz cuando me tomé un respiro y me acerqué a la barra a buscar algo de beber que no contuviese alcohol porque no creía que pudiera ingerir una gota más de ron con limón, bebida oficial de la noche. El camarero me sirvió un agua iría y me apoyé de espaldas a la barra a contemplar la juerga. No había reparado en que, al otro extremo de la barra, estaba la Rociíto. Sostenía una copa de champán en las manos y observaba la fiesta que ella había organizado con aire de melancolía. Por lo que me había contado Fermín, calculé que la Rociíto debía de estar a punto de cumplir los treinta y cinco, pero casi veinte años en el oficio habían dejado muchas huellas e incluso en aquella media luz de colores la reina de la calle Escudellers parecía mayor.

Me acerqué hasta ella y le sonreí.

– Rociíto, está usted más guapa que nunca -mentí.

Se había enfundado sus mejores galas y se reconocía el trabajo de la mejor peluquería de la calle Conde del Asalto, pero me pareció que aquella noche la Rociíto lo que estaba era más triste que nunca.

– ¿Está usted bien, Rociito?

– Mírelo, pobrecico, en los huesos está y aún tiene ganas de bailar.

Sus ojos estaban prendidos en Fermín y supe que ella siempre vería en él a aquel campeón que la había salvado de un macarra de poca monta y que, probablemente, tras veinte años en la calle, era el único hombre que había conocido que valía la pena.

– Don Daniel, no se lo he querido decir a Fermín, pero mañana no voy a ir a la boda.

– ¿Qué dices, Rociíto? Pero si Fermín te tenía reservado sitio de honor…

La Rociíto bajó la mirada.

– Ya lo sé, pero no puedo ir.

– ¿Por qué? -pregunté, aunque imaginaba la respuesta.

– Porque me daría mucha pena y yo quiero que el señorito Fermín sea feliz con su señora.

La Rociíto había empezado a llorar. No supe qué decir, así que la abracé.

– Yo siempre lo he querido, ¿sabe usted? Desde que lo conocí. Yo ya sé que no soy la mujer para él, que él me ve como…, bueno, pues la Rociíto.

– Fermín te quiere mucho, eso no se te tiene que olvidar nunca.

La mujer se apartó y se secó las lágrimas avergonzada. Me

sonrió y se encogió de hombros.

– Perdone usted, es que soy una tonta y cuando bebo dos gotas no sé ni lo que me digo.

– No pasa nada.

Le ofrecí mi vaso de agua y lo aceptó.

– Un día te das cuenta de que se te ha pasado la juventud y que el tren se ha ido ya, ¿sabe usted?

– Siempre hay trenes. Siempre.

La Rociíto asintió.

– Por eso no iré a la boda, don Daniel. Hace ya meses que conocí a un señor de Reus. Es un buen hombre. Viudo. Un buen padre. Tiene una chatarrería y siempre que pasa por Barcelona viene a verme. Me ha pedido que me case con él. Ninguno de los dos vamos engañados, ¿sabe usted? Hacerse viejo solo es muy duro, y yo ya sé que no tengo el cuerpo para seguir en la calle. Jaumet, el señor de Reus, me ha pedido que me vaya de viaje con él. Los hijos ya se le han ido de casa y él ha estado trabajando toda la vida. Dice que quiere ver mundo antes de irse y me ha pedido que le acompañe. Como su esposa, no como una fulana de usar y tirar. El barco sale mañana por la mañana temprano. Jaumet dice que un capitán de barco tiene autoridad para casar en alta mar y, si no, buscaremos un cura en cualquier puerto de por ahí.

– ¿Lo sabe Fermín?

Como si nos hubiese oído desde lejos, Fermín detuvo sus pasos en la pista de baile y se nos quedó mirando. Alargó los brazos hacia la Rociíto y puso aquella cara de remolón necesitado de arrumacos que tanto resultado le había dado. La Rociíto se rió, negando por lo bajo, y antes de reunirse con el amor de su vida en la pista de baile para su último bolero, se volvió y me dijo:

Cuídemelo bien, Daniel. Que Fermín sólo hay uno.

La orquesta había dejado de tocar y la pista se abrió para recibir a la Rociíto. Fermín la tomó de las manos. Los faroles de La Paloma se extinguieron lentamente y de entre las sombras emergió el haz de un foco que dibujó un círculo de luz vaporosa a los pies de la pareja. Los demás se hicieron a un lado y la orquesta, lentamente, atacó los compases del bolero más triste jamás compuesto. Fermín rodeó el talle de la Rociíto. Mirándose a los ojos, lejos del mundo, los amantes de aquella Barcelona que ya nunca volvería bailaron agarrados por última vez. Cuando la música se desvaneció, Fermín la besó en los labios y la Rociíto, bañada en lágrimas, le acarició la mejilla y se alejó lentamente hacia la salida sin despedirse.

3

La orquesta acudió al rescate de aquel momento con una guaracha y Oswaldo Darío de Mortenssen, que de tanto escribir cartas de amor se había convertido en un enciclopedista de melancolías, animó a los asistentes a regresar a la pista y a fingir que nadie había visto nada. Fermín, un tanto abatido, se acercó a la barra y se sentó en un taburete a mi lado.

– ¿Está bien, Fermín?

Asintió débilmente.

– Creo que me iría bien algo de aire fresco, Daniel.

– Espéreme aquí, que recojo los abrigos.

Caminábamos por la calle Tallers rumbo a las Ramblas cuando, a una cincuentena de metros por delante, vislumbramos una silueta de aspecto familiar que caminaba lentamente.

– Oiga, Daniel, ¿ése no es su padre?

– El mismo. Borracho como una cuba.

– Lo último que esperaba ver en este mundo -dijo Fermín.

– Pues imagínese yo.

Apretamos el paso hasta alcanzarle y, al vernos, mi padre nos sonrió con ojos vidriosos.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Muy tarde.

– Ya me parecía. Oiga, Fermín, una fiesta fabulosa. Y qué chavalas. Había culos ahí que daban como para empezar una guerra.

Puse los ojos en blanco. Fermín asió a mi padre del brazo y guió sus pasos.

– Señor Sempere, nunca pensé que le diría esto, pero está usted en estado de intoxicación etílica y es mejor que no diga nada de lo que después vaya a arrepentirse.

Mi padre asintió, súbitamente avergonzado.

– Es ese demonio de Barceló, que no sé qué me ha dado y yo no estoy acostumbrado a beber…

– Nada. Ahora se toma un bicarbonato y luego duerme la mona. Mañana como una rosa y aquí no ha pasado nada.

– Creo que voy a vomitar.

Entre Fermín y yo lo mantuvimos en pie mientras el pobre devolvía todo lo que había bebido. Le sostuve la frente empapada de sudor frío con la mano y, cuando estuvo claro que ya no le quedaba dentro ni la primera papilla, lo acomodamos un momento en los escalones de un portal.

– Respire hondo y despacio, señor Sempere.

Mi padre asintió con los ojos cerrados. Fermín y yo intercambiamos una mirada.

– Oiga, ¿usted no se casaba pronto?

– Mañana por la tarde.

– Hombre, pues felicidades.

– Gracias, señor Sempere. Qué me dice, ¿se ve con valor de que nos acerquemos a casa poco a poco?

Mi padre asintió.

– Venga, valiente, que no queda nada.

Corría un aire fresco y seco que consiguió despejar a mi padre. Para cuando enfilamos la calle Santa Ana diez minutos después, ya había recuperado la composición de lugar y el pobre estaba mortificado de vergüenza. Probablemente no se había emborrachado en toda su vida.

– De esto, por favor, ni palabra a nadie -nos suplicó.

Estábamos a unos veinte metros de la librería cuando advertí que había alguien sentado en el portal del edificio. El gran farol de Casa Jorba en la esquina de la Puerta del Ángel perfilaba la silueta de una muchacha joven que sostenía una maleta sobre las rodillas. Al vernos se levantó.

Tenemos compañía -murmuró Fermín.

Mi padre la vio primero. Advertí algo extraño en su rostro, una calma tensa que le asaltó como si hubiera recuperado la sobriedad de golpe. Avanzó hacia la muchacha pero de repente se detuvo petrificado.

– ¿Isabella? -le oí decir.

Temiendo que la bebida todavía le nublara el juicio y que fuera a desplomarse allí en plena calle, me adelanté unos pasos. Fue entonces cuando la vi.

4

No debía de tener más de diecisiete años. Emergió a la claridad del farol que pendía de la lachada del edificio y nos sonrió con timidez, alzando la mano en un amago de saludo.

– Yo soy Solía -dijo, con un acento tenue en la voz.

Mi padre la miraba atónito, como si hubiese visto un aparecido. Tragué saliva y sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo. Aquella muchacha era el vivo retrato del semblante de mi madre que aparecía en la colección de fotografías que mi padre guardaba en su escritorio.

– Soy Solía -repitió la muchacha, azorada-. Su sobrina. De Nápoles…

– Solía -balbuceó mi padre-. Ah, Solía.

Quiso la providencia que Fermín estuviera allí para tomar las riendas de la situación. Tras despertarme del susto de un manotazo, procedió a explicarle a la muchacha que el señor Sempere estaba vagamente indispuesto.

– Es que venimos de una cata de vinos y el pobre con un vaso de Vichy ya se traspone. No le haga usted caso, signorina, que él normalmente no tiene este aire de pasmado.

Encontramos el telegrama urgente que la tía Laura, madre de la muchacha, había enviado anunciando su llegada deslizado en nuestra ausencia bajo la puerta de casa.

Ya en el piso, Fermín instaló a mi padre en el sofá y me ordenó preparar una cafetera bien cargada. Mientras tanto él le daba conversación a la muchacha, le preguntaba acerca de su viaje y lanzaba al aire toda suerte de banalidades mientras mi padre, lentamente, volvía a la vida.

Con un acento delicioso y un aire pizpireto, Solía nos contó que había llegado a las diez de la noche a la estación de Francia. Alí había tomado un taxi hasta la plaza de Cataluña. Al no encontrar a nadie en casa, se había resguardado en un bar cercano hasta que habían cerrado. Luego se había sentado a esperar en el portal, confiando en que, tarde o temprano, alguien hiciera acto de presencia. Mi padre recordaba la carta en la que su madre le anunciaba que Solía iba a venir a Barcelona, pero no suponía que iba a ser tan pronto.

– Siento mucho que hayas tenido que esperar en la calle – dijo-. Normalmente yo no salgo nunca, pero es que esta noche era la despedida de soltero de Fermín y…

Solía, encantada con la noticia, se levantó y le plantó a Fermín un beso de felicitación en la mejilla. Fermín, que pese a estar ya retirado del campo de batalla no pudo reprimir el impulso, la invitó a la boda al instante.

Llevábamos media hora de cháchara cuando Bea, que regresaba de la despedida de soltera de la Bernarda, oyó voces mientras subía por la escalera y llamó a la puerta. Cuando entró en el comedor y vio a Sofía se quedó blanca y me lanzó una mirada.

– Esta es mi prima Sofía, de Nápoles -anuncié-. Ha venido a estudiar a Barcelona y se va a quedar a vivir aquí una temporada…

Bea intentó disimular su alarma y la saludó con absoluta naturalidad.

– Esta es mi esposa, Beatriz.

– Bea, por favor. Nadie me llama Beatriz.

El tiempo y el café fueron reduciendo el impacto de la llegada de Solía y, al rato, Bea sugirió que la pobre debía de estar agotada y que lo mejor era que se fuese a dormir, que mañana sería otro día, aunque fuese día de boda. Se decidió que Solía se instalaría en el que había sido mi dormitorio cuando era niño y Fermín, tras asegurarse de que no iba a caer en coma de nuevo, también facturó a mi padre a la cama. Bea le aseguró a Solía que le dejaría alguno de sus vestidos para la ceremonia y cuando Fermín, al que el aliento le olía a champán a dos metros de distancia, se disponía a hacer algún comentario impropiado sobre similitudes y disparidades de siluetas y tallas lo silencié de un codazo.

Una fotógrafa de mis padres en el día de su boda nos observaba desde la repisa.

Nos quedamos los tres sentados en el comedor, mirándola sin salir de nuestro asombro.

– Como dos gotas de agua -murmuró Fermín.

Bea me miraba de refilón, intentando descifrar mis pensamientos. Me tomó de la mano y adoptó un semblante risueño, dispuesta a desviar la conversación por otros derroteros.

– ¿Y entonces, qué tal la juerga? -preguntó Bea.

– Recatada -aseguró Fermín-. ¿Y la de ustedes las féminas?

– La nuestra de recatada nada.

Fermín me miró con gravedad.

– Ya le digo yo que para estas cosas las mujeres son mucho más golfas que nosotros.

Bea sonrió enigmáticamente.

– ¿A quién llama usted golfas, Fermín?

– Disculpe usted el imperdonable desliz, doña Beatriz, que habla el espumoso del Penedés que llevo en las venas y me hace decir necedades. Vive Dios que es usted parangón de virtud y finura, y un servidor, antes de insinuar el más remoto asomo de golfería por su parte, preferiría enmudecer y pasar el resto de sus días en una celda de cartujo en silenciosa penitencia.

– No caerá esa breva -apunté.

– Mejor no entrar en el tema -atajó Bea, mirándonos como si los dos tuviésemos once años-. Y ahora supongo que os vais a dar vuestro tradicional paseo por el rompeolas de antes de las bodas -dijo.

Fermín y yo nos miramos.

– Venga. Largaos. Más os vale estar mañana en la iglesia a la hora…

5

Lo único que encontramos abierto a aquellas horas fue El Xampanyet en la calle Monteada. Tanta pena les debimos de dar que nos dejaron quedarnos un rato mientras limpiaban y, al cerrar, ante la noticia de que Fermín estaba a horas de convertirse en un hombre casado, el dueño le dio el pésame y nos regaló una botella de la medicina de la casa.

– Valor y al toro -aconsejó.

Estuvimos vagando por las callejas del barrio de la Ribera arreglando el mundo a martillazos, como solíamos hacer siempre, hasta que el cielo se tiñó de un púrpura tenue y supimos que ya era hora de que el novio y su padrino, es decir yo, enfilásemos el rompeolas para sentarnos a recibir el alba una vez más frente al mayor espejismo del mundo, aquella Barcelona que amanecía reflejada sobre las aguas del puerto.

Nos plantamos allí con las piernas colgando del muelle a compartir la botella que nos habían regalado en El Xampanyet. Entre trago y trago, contemplamos la ciudad en silencio, siguiendo el vuelo de una bandada de gaviotas sobre la cúpula de la iglesia de la Mercé trazando un arco entre las torres del edificio de Correos. A lo lejos, en lo alto de la montaña de Montjuic, el castillo se alzaba oscuro como un ave espectral, escrutando la ciudad a sus pies, expectante.

La bocina de un buque rompió el silencio y vimos que al otro lado de la dársena nacional un gran crucero levaba anclas y se disponía a partir. El barco se separó del muelle y, con un golpe de hélices que dejó una gran estela sobre las aguas del puerto, puso proa rumbo a la bocana. Docenas de pasajeros se habían asomado a popa y saludaban con la mano. Me pregunté si la Rociíto estaría entre ellos junto a su apuesto y otoñal chatarrero de Reus. Fermín observaba el barco pensativo.

– ¿Cree que la Rociíto será feliz, Daniel?

– ¿Y usted, Fermín? ¿Será usted feliz?

Vimos el barco alejarse y las figuras se empequeñecieron hasta hacerse invisibles.

– Fermín, hay una cosa que me intriga. ¿Por qué no ha querido que nadie le haga regalos de boda?

– No me gusta poner a la gente en un brete. Y, además, ¿que íbamos a hacer nosotros con juegos de vasos y cucharitas con grabados de los escudos de España y esas cosas que la gente regala en las bodas?

– Pues a mí me hacía gracia hacerle un regalo.

– Usted ya me ha hecho el mayor regalo que puede hacerse, Daniel.

– Eso no cuenta. Yo hablo de un regalo de uso y disfrute personal.

Fermín me miró intrigado.

– ¿No será una virgen de porcelana o un crucifijo? La Bernarda ya tiene tal colección que no sé ni dónde vamos a sentarnos.

– No se preocupe. No se trata de un objeto.

– No será dinero…

– Ya sabe usted que lamentablemente no tengo ni un céntimo. El de los fondos es mi suegro y no suelta prenda.

– Es que estos franquistas de última hora son agarrados como piñas.

– Mi suegro es un buen hombre, Fermín. No se meta con él.

– Corramos un velo sobre el asunto, pero no cambie de tema ahora que me ha puesto el caramelo en la boca. ¿Qué regalo?

– Adivine.

– Un lote de sugus.

– Frío, frío…

Fermín enarcó las cejas, muerto de curiosidad. De repente, se le iluminaron los ojos.

– No… Ya iba siendo hora.

Asentí.

– Todo a su tiempo. Ahora escúcheme bien. Lo que va a ver usted hoy no se lo puede contar a nadie, Fermín. A nadie…

– ¿Ni siquiera a la Bernarda?

6

El primer sol del día resbalaba como cobre liquido por las cornisas de la rambla de Santa Mónica. Era mañana de domingo y las calles estaban desiertas y en silencio. Al enfilar el angosto callejón del Arco del Teatro el haz de luz pavorosa que penetraba desde las Ramblas se fue extinguiendo a nuestro paso y, para cuando llegamos al gran portón de madera, nos habíamos sumergido en una ciudad de sombras.

Subí unos peldaños y golpeé con el picaporte. El eco se perdió lentamente en el interior como una ondulación en un estanque. Fermín, que había asumido un silencio respetuoso y parecía un muchacho a punto de estrenarse en su primer rito religioso, me miró ansioso.

– ¿No será muy pronto para llamar? -preguntó-. A ver si se mosquea el jefe…

– No son los almacenes El Siglo. No tiene horario -le tranquilicé-. Y el jefe se llama Isaac. Usted no diga nada sin que él le pregunte antes.

Fermín asintió solícito.

– Yo no digo ni pío.

Un par de minutos después escuché la danza del entramado de engranajes, poleas y palancas que controlaban la cerradura del portón y bajé los escalones. La puerta se abrió apenas un palmo y el rostro aguileño de Isaac Monfort, el guardián, asomó con su habitual mirada acerada. Sus ojos se posaron primero en mí y, tras un somero repaso, procedieron a radiografiar, catalogar y taladrar a Fermín a conciencia.

– Este debe de ser el ínclito Fermín Romero de Torres – murmuró.

– Para servirle a usted, a Dios ya…

Silencié a Fermín de un codazo y sonreí al severo guardián.

– Buenos días, Isaac.

– Bueno será el día que no llame usted de madrugada, cuando estoy en el excusado o en fiestas de guardar, Sempere -replicó Isaac-. Venga, adentro.

El guardián nos abrió un palmo más el portón y nos permitió escurrirnos al interior. Al cerrarse la puerta a nuestra espalda, Isaac alzó el candil del suelo y Fermín pudo contemplar el arabesco mecánico de aquella cerradura que se replegaba sobre sí misma como las entrañas del mayor reloj del mundo.

– Aquí un ratero lo tendría crudo -dejó caer.

Le solté una mirada de aviso e hizo rápidamente el gesto de mutis.

– ¿Recogida o entrega? -preguntó Isaac.

– La verdad es que hacía tiempo que quería traer a Fermín a que conociese en persona este lugar. Ya le he hablado muchas veces de él. Es mi mejor amigo y se nos casa hoy, al mediodía – expliqué.

– Bendito sea Dios -dijo Isaac-. Pobrecillo. ¿Seguro que no quiere que le ofrezca aquí asilo nupcial?

– Fermín es de los que se casan convencidos, Isaac.

El guardián lo miró de arriba abajo. Fermín le ofreció una sonrisa de disculpa ante el atrevimiento.

– Qué valor.

Nos guió a través del gran corredor hasta la abertura de la galería que conducía a la gran sala. Dejé que Fermín se adelantase unos pasos y fuesen sus ojos los que le descubrieran aquella visión que las palabras no podían describir.

Su silueta diminuta se sumergió en el gran haz de luz que descendía de la cúpula de cristal en la cima. La claridad caía en una cascada de vapor por los entresijos del gran laberinto de corredores, túneles, escaleras, arcos y bóvedas, que parecían brotar del suelo como el tronco de un árbol infinito hecho de libros que se abría hacia el cielo en geometría imposible. Fermín se detuvo al inicio de una pasarela que se adentraba a modo de puente en la base de la estructura y, boquiabierto, contempló el espectáculo. Me acerqué a él con sigilo y le puse la mano en el hombro.

– Fermín, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.

7

Según mi experiencia personal, cuando alguien descubría aquel lugar su reacción era de embrujo y asombro. La belleza y el misterio del recinto reducía al visitante al silencio, la contemplación y el ensueño. Por supuesto, Fermín tuvo que ser diferente. Pasó la primera media hora hipnotizado, deambulando como un poseso por los entresijos del gran rompecabezas que tramaba el laberinto. Se detenía a golpear con los nudillos arbotantes y columnas, como si dudase de su solidez. Se detenía en ángulos y perspectivas, haciendo un catalejo con las manos e intentando descifrar la lógica de la estructura. Recorría la espiral de bibliotecas con su considerable nariz a un centímetro de la infinidad de lomos alineados en rutas sin fin, recabando títulos y catalogando cuanto descubría a su paso. Yo le seguía a pocos pasos, entre la alarma y la preocupación.

Empezaba a sospechar que Isaac nos iba a echar a patadas de allí cuando me tropecé con el guardián en uno de los puentes suspendidos entre bóvedas de libros. Para mi sorpresa no sólo no se leía en su rostro signo de irritación alguno, sino que sonreía con buena disposición al contemplar los progresos que Fermín iba realizando en su primera exploración del Cementerio de los Libros Olvidados.

– Su amigo es un espécimen bastante peculiar -estimó Isaac.

– No sabe usted hasta qué punto.

– No se preocupe, déjele que vaya a su aire, que ya descenderá de la nube.

– ¿Y si se pierde?

– Lo veo espabilado. Ya se las arreglará.

Yo no las tenía todas conmigo, pero no quise contradecir a Isaac. Lo acompañé hasta la cámara que hacía las veces de oficina y acepté la taza de café que me ofrecía.

– ¿Ya le ha explicado a su amigo las reglas?

– Fermín y las reglas son conceptos que no cohabitan en la misma frase. Pero le he resumido lo básico y me ha respondido con un convencido «Evidentemente, ¿por quién me toma?».

Mientras Isaac volvía a llenarme la taza me sorprendió contemplando una fotografía de su hija Nuria que había colgado sobre su escritorio.

– Pronto hará dos años que se nos fue -dijo con una tristeza que cortaba el aire.

Bajé los ojos apesadumbrado. Podrían pasar cien años y la muerte de Nuria Monfort seguiría en mi memoria al igual que la certeza de que, si no me hubiera conocido nunca, tal vez seguiría viva. Isaac acariciaba el retrato con la mirada.

– Me hago viejo, Sempere. Ya va siendo hora de que alguien tome mi puesto.

Iba a protestar semejante insinuación cuando Fermín entró con el semblante acelerado y jadeando como si acabase de correr la maratón.

– ¿Qué? -preguntó Isaac-. ¿Qué le parece?

– Glorioso. Aunque observo que no tiene lavabo. Al menos a la vista.

– Espero que no se haya hecho pipí en algún rincón.

– He resistido lo sobrehumano hasta llegar aquí.

– Esa puerta a la izquierda. Tendrá que tirar dos veces de la cadena, que a la primera nunca funciona.

Mientras Fermín se deshacía en orines, Isaac le sirvió una taza que le esperaba humeante a su regreso.

– Tengo una serie de preguntas que me gustaría plantearle, don Isaac.

– Fermín, no creo que… -intercedí.

– Pregunte, pregunte.

– El primer bloque tiene que ver con la historia del local. El segundo es de orden técnico y arquitectónico. Y el tercero es básicamente bibliográfico…

Isaac rió. No le había visto reírse en toda su vida y no supe si aquello era una señal del cielo o el presagio de un desastre inminente.

– Primero tendrá que elegir el libro que quiere usted salvar – ofreció Isaac.

– Le he echado el ojo a unos cuantos, pero aunque sólo sea por valor sentimental, me he permitido seleccionar éste.

Extrajo del bolsillo un tomo encuadernado en piel roja con el título en letras doradas en relieve y un grabado de una calavera en la portada.

– Hombre, La Ciudad de los Malditos, episodio trece: Daphney la escalera imposible, de David Martín… -leyó Isaac.

– Un viejo amigo -explicó Fermín.

No me diga. Pues mire, hubo una época en que le veía

por aquí a menudo -dijo Isaac.

– Sería antes de la guerra -apunté.

– No, no…, un tiempo después.

Fermín y yo nos miramos. Me pregunté si realmente Isaac tenía razón y empezaba a estar un tanto caduco para el puesto.

– Sin ánimo de contradecirle, jefe, pero eso es imposible – dijo Fermín.

– ¿Imposible? Se va a tener que explicar mejor…

– David Martín huyó del país antes de la guerra -expliqué-. A principios de 1939, hacia el final de la contienda, cruzó por los Pirineos de regreso y fue detenido en Puigcerdá a los pocos días. Estuvo en prisión hasta entrado el año 1940, cuando fue asesinado.

Isaac nos miraba con incredulidad.

– Créaselo, jefe -aseguró Fermín-. Nuestras fuentes son fidedignas.

– 'Les puedo asegurar que David Martín estuvo sentado ahí en la misma silla que usted, Sempere, y estuvimos conversando un rato.

– ¿Está usted seguro, Isaac?

– No he estado tan seguro de nada en toda mi vida -replicó el guardián-. Me acuerdo porque hacía años que no lo veía. Estaba maltrecho y parecía enfermo.

¿Recuerda la fecha en que vino?

– Perfectamente. Era la última noche de 1940. Nochevieja. Es la última vez que le vi.

Fermín y yo andábamos perdidos en cálculos.

– Eso significa que lo que aquel carcelero, Bebo, le contó a Brians era cierto. La noche que Valls ordenó que se lo llevaran al caserón junto al parque Güell y lo mataran… Bebo dijo que luego oyó a los pistoleros decir que algo había pasado allí, que había alguien más en la casa… Alguien que pudo haber evitado que mataran a Martín… -improvisé.

Isaac escuchaba aquellas elucubraciones con consternación.

– ¿De qué están ustedes hablando? ¿Quién quería asesinar a Martín?

– Es una larga historia -dijo Fermín-. Con toneladas de apostillas.

– Pues a ver si me la cuentan algún día…

– ¿Le pareció que Martín estaba cuerdo, Isaac? -pregunté.

Isaac se encogió de hombros.

– Con Martín uno nunca sabía… Ese hombre tenía el alma atormentada. Cuando se iba le pedí que me dejase acompañarle al

tren, pero me dijo que un coche lo esperaba fuera.

– ¿Un coche?

– Un Mercedes-Benz nada menos. Propiedad de alguien a quien se refería como el Patrón y que, por lo visto, lo esperaba en la puerta. Pero cuando salí con él, allí no había ni coche, ni patrón, ni nada de nada…

– No se lo tome a mal, jefe, pero siendo Nochevieja, y en el espíritu festivo de la ocasión, ¿no podría ser que se hubiera usted excedido en la ingesta de vinos y espumosos y, aturdido por los villancicos y el alto contenido de azúcares del turrón de Jijona, se hubiera imaginado usted todo esto? -^inquirió Fermín.

– En el capítulo espumosos yo sólo bebo gaseosa y lo más peleón que tengo por aquí es una botella de agua oxigenada – precisó Isaac, sin mostrarse ofendido.

– Disculpe la duda. Era mero trámite.

– Me hago cargo. Pero créame cuando le digo que a menos que quien viniera aquella noche fuera un espíritu, y no creo que lo fuera porque le sangraba un oído y le temblaban las manos de fiebre, por no decir que se pulió todos los terrones de azúcar que tenía en mi despensa, Martín estaba tan vivo como ustedes o como

yo.

– ¿Y no dijo a qué venía después de tanto tiempo?

Isaac asintió.

– Dijo que venía a dejarme algo y que, cuando pudiera, volvería a buscarlo. El o alguien a quien él enviaría…

– ¿Y qué le dejó?

– Un paquete envuelto en papel y cordeles. No sé lo que había dentro. Tragué saliva.

– ¿Y lo tiene todavía? -pregunté.

8

El paquete, rescatado del fondo de un armario, reposaba sobre el escritorio de Isaac. Cuando lo rocé con los dedos, la fina película de polvo que lo cubría se alzó en una nube de partículas encendidas a la lumbre del candil que Isaac sostenía a mi izquierda. A mi derecha, Fermín desenfundó su cortaplumas y me lo tendió. Nos miramos los tres.

– Que sea lo que Dios quiera -dijo Fermín.

Pasé la cuchilla bajo el cordel que aseguraba el papel de estraza que envolvía el paquete y lo corté. Con sumo cuidado fui apartando el envoltorio hasta que el contenido quedó a la vista. Era un manuscrito. Las páginas estaban sucias, impregnadas de cera y de sangre. La primera página mostraba el título trazado en una caligrafía diabólica.

por David Martin


– Es el libro que escribió durante su encierro en la torre – murmuré-. Bebo debió de salvarlo.

– Debajo hay algo, Daniel… -indicó Fermín.

Una esquina de pergamino asomaba bajo las páginas del manuscrito. Tiré de ella y recuperé un sobre. Estaba cerrado por un sello de lacre escarlata con la figura de un ángel. Al frente, una sola palabra en tinta roja:


Sentí que el frío me subía por las manos. Isaac, que presenciaba la escena entre el asombro y la consternación, se retiró con sigilo hacia el umbral de la puerta seguido de Fermín.

– Daniel -llamó Fermín suavemente-. Le dejamos tranquilo para que abra usted el sobre con calma y privacidad…

Escuché sus pasos alejarse despacio y apenas pude oír el inicio de su conversación.

– Oiga, jefe, entre tanta emoción me he olvidado de comentarle que antes, al entrar, no he podido evitar oír que decía usted que tenía ganas de jubilarse y dejar el puesto.

– Así es. Son ya muchos años aquí, Fermín. ¿Por qué?

– Pues mire, ya sé que acabamos de conocernos como aquel que dice, pero a lo mejor estaría yo interesado…

Las voces de Fermín e Isaac se desvanecieron en los ecos del laberinto del Cementerio de los Libros Olvidados. A solas, me senté en la butaca del guardián y desprendí el sello de lacre. El sobre contenía una cuartilla plegada de color ocre. La abrí y empecé a leer.


Barcelona, 31 de diciembre de 1940

Querido Daniel

Escribo estas palabras en la esperanza y el convencimiento de que algún día descubrirás este lugar, el Cementerio de los Libros Olvidados, un lugar que cambió mi vida como estoy seguro de que cambiará la tuya. Esa misma esperanza me lleva a creer que quizá entonces, cuando yo ya no esté aquí, alguien te hablará de mí y de la amistad que me unió a tu madre. Sé que si llegas a leer estas palabras, serán muchas las preguntas y las dudas que te embarguen. Algunas de las respuestas las encontrarás en este manuscrito en el que he intentado plasmar mi historia como la recuerdo, sabiendo que mi lucidez tiene los días contados y que a menudo sólo soy capaz de evocar lo que nunca sucedió.

Sé también que, cuando recibas esta carta, el tiempo habrá empezado a borrar las huellas de lo que pasó. Sé que albergarás sospechas y que si la verdad acerca de los últimos días de tu madre llega a tu conocimiento compartirás conmigo la ira y la sed de venganza. Dicen que es de sabios y de justos perdonar, pero yo sé que nunca podré hacerlo. Mi alma está ya condenada y no tiene salvación posible. Sé que dedicaré cada gota de aliento que me quede en este mundo a intentar vengar la muerte de Isabella. Es mi destino, pero no el tuyo.

Tu madre no habría querido para ti una vida como la mía, a ningún precio. Tu madre habría querido para ti una vida plena, sin odio ni rencor. Por ella te pido que leas esta historia y que una vez terminada la destruyas, que olvides cuanto hayas podido oír acerca de un pasado que ya no existe, que limpies tu corazón de ira y que vivas la vida que tu madre quiso darte, mirando siempre hacia adelante.

Y si algún día, arrodillado frente a su tumba, sientes que el fuego de la rabia intenta apoderarse de ti, recuerda que en mi historia, como en la tuya, hubo un ángel que tiene todas las respuestas.

Tu amigo,

David Martín


Releí varias veces las palabras que David Martín me enviaba a través del tiempo, palabras que me parecieron impregnadas de arrepentimiento y de locura, palabras que no acerté a entender completamente. Sostuve la carta en mis manos unos instantes y luego la acerqué a la llama del candil y la contemplé arder.

Encontré a Fermín y a Isaac al pie del laberinto, charlando como viejos amigos. Al verme aparecer sus voces se silenciaron y ambos me miraron expectantes.

– Lo que dijera esa carta sólo le concierne a usted, Daniel. No tiene por qué contarnos nada.

Asentí. El eco de unas campanas se insinuó tras los muros. Isaac nos miró y consultó su reloj.

– Oigan, ¿ustedes no iban hoy a una boda?

9

La novia vestía de blanco y, aunque no lucía grandes alhajas ni adornos, no ha habido en la historia una mujer que fuese más hermosa a los ojos de su prometido que la Bernarda aquel día primerizo de febrero reluciente de sol en la plaza de la iglesia de Santa Ana. Don Gustavo Barceló, que si no había comprado todas las flores de Barcelona para inundar la entrada al templo no había comprado ninguna, lloró como una magdalena, y el cura amigo del novio nos sorprendió a todos con un sermón lúcido que le arrancó lágrimas hasta a Bea, que no era presa fácil.

A mí estuvieron a punto de caérseme los anillos pero todo quedó olvidado cuando el sacerdote, cumplidos los prolegómenos, invitó a Fermín a besar a la novia. Fue entonces cuando me volví un instante y me pareció ver una figura en la última fila de la iglesia, un desconocido que me miraba sonriendo. No podría atinar a decir por qué, pero por un instante tuve la certeza de que aquel extraño no era sino el Prisionero del Cielo. Sin embargo cuando miré de nuevo, ya no estaba allí. A mi lado, Fermín abrazó a la

Bernarda con fuerza y, sin miramientos, le plantó un beso en los labios que arrancó una ovación capitaneada por el cura.

Al ver aquel día a mi amigo besar a la mujer que quería se me ocurrió pensar que aquel momento, aquel instante robado al tiempo y a Dios, valía todos los días de miseria que nos habían conducido hasta allí y otros tantos que seguro que nos esperaban al salir de regreso a la vida, y que todo cuanto era decente y limpio y puro en este mundo y todo por lo que merecía la pena seguir respirando estaba en aquellos labios, en aquellas manos y en la mirada de aquellos dos afortunados que, supe, estarían juntos hasta el final de sus vidas.

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