SEGUNDA PARTE: DE ENTRE LOS MUERTOS

1

Barcelona, 1939

A los prisioneros nuevos los traían de noche, en coches o furgonetas negras que cruzaban la ciudad en silencio desde la comisaría de Vía Layetana sin que nadie reparase, o quisiera reparar, en ellos. Los vehículos de la Brigada Social ascendían la vieja carretera que escalaba la montaña de Montjuic y más de uno contaba que, al vislumbrar la silueta del castillo recortándose en lo alto contra las nubes negras que reptaban desde el mar, había sabido que nunca más volvería a salir de allí con vida.

La fortaleza estaba anclada en lo más alto de la roca, suspendida entre el mar al este, la alfombra de sombras que desplegaba Barcelona al norte, y la infinita ciudad de los muertos al sur, el viejo cementerio de Montjuic cuyo hedor escalaba la roca y se filtraba entre las grietas de la piedra y los barrotes de las celdas. En otros tiempos el castillo se había utilizado para bombardear la ciudad a cañonazos, pero, apenas unos meses después de la caída de Barcelona en enero y la derrota final en abril, la muerte anidaba allí en silencio y los barceloneses atrapados en la más larga noche de su historia preferían no alzar la vista al cielo para no reconocer la silueta de la prisión en lo alto de la colina.

A los presos de la policía política se les asignaba un número al entrar, normalmente el de la celda que iban a ocupar y en la que, probablemente, iban a morir. Para la mayoría de los inquilinos, como alguno de los carceleros gustaba de referirse a ellos, el viaje al castillo era sólo de ida. La noche que el inquilino número 13 llegó a Montjuic llovía con fuerza. Pequeñas venas de agua ennegrecida sangraban por los muros de piedra y el aire hedía a tierra removida. Dos oficiales lo escoltaron hasta una sala en la que no había más que una mesa metálica y una silla. Una bombilla desnuda pendía del techo y parpadeaba cuando el pulso del generador flojeaba. Allí permaneció cerca de media hora esperando de pie, con las ropas empapadas y bajo la vigilancia de un centinela armado con un fusil.

Finalmente se oyeron unos pasos, la puerta se abrió y entró un hombre joven que no debía de llegar a los treinta años. Vestía un traje de lana recién planchado y olía a colonia. No tenía el aspecto marcial de un militar de carrera ni de un oficial de policía. Sus rasgos eran suaves y su gesto amable. El prisionero pensó que afectaba maneras de señorito y que desprendía aquel aire condescendiente de quien se siente por encima del lugar que ocupa y del escenario que comparte. El rasgo de su semblante que más llamaba la atención eran sus ojos. Azules, penetrantes y afilados de codicia y recelo. Sólo en ellos, tras aquella lachada de estudiada elegancia y cordial ademán, se intuía su naturaleza.

Unos lentes redondos le agrandaban la mirada y el cabello engominado y peinado hacia atrás le confería un aire vagamente amanerado e incongruente con el siniestro decorado. El individuo tomó asiento en la silla tras el escritorio y desplegó una carpeta que portaba en la mano. Tras un somero análisis de su contenido, juntó las manos apoyando las yemas de los dedos bajo la barbilla y miró largamente al prisionero.

– Perdone, pero creo que se ha producido una confusión…

El culatazo en el estómago le cortó la respiración y el prisionero cayó al suelo hecho un ovillo.

– Habla sólo cuando el señor director te pregunte -indicó el centinela.

– En pie -ordenó el señor director, con voz tremulosa, todavía poco acostumbrada a mandar.

El prisionero consiguió ponerse en pie y enfrentó la mirada incómoda del señor director.

– ¿Nombre?

– Fermín Romero de Torres.

El prisionero reparó en aquellos ojos azules y leyó en ellos desprecio y desinterés.

– ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Me tomas por tonto? Venga: nombre, el de verdad.

El prisionero, un hombrecillo enclenque, tendió sus papeles al señor director. El centinela se los arrancó de la mano y los acercó a la mesa. El señor director echó un simple vistazo y chasqueó la lengua, sonriendo.

– Otro de los de Heredia… -murmuró antes de tirar los documentos a la papelera-. Estos papeles no valen. ¿Me vas a decir cómo te llamas o nos vamos a tener que poner serios?

El inquilino número 13 intentó formar unas palabras, pero le temblaban los labios y apenas fue capaz de balbucear algo inteligible.

– No tengas miedo, hombre, que nosotros no nos comemos a nadie. ¿Qué te han contado? Hay mucho rojo de mierda que se dedica a esparcir calumnias por ahí, pero aquí a la gente, si colabora, se la trata bien, como españoles. Venga, desnúdate.

El inquilino pareció dudar un instante. El señor director bajó la mirada, como si todo aquel trance le incomodase y sólo la tozudez del prisionero le retuviese allí. Un instante después el centinela le propinó un segundo culatazo, esta vez en los riñones, que volvió a derribarlo.

– Ya has oído al señor director. En porreta. No tenemos toda la noche.

El inquilino número 13 consiguió ponerse de rodillas y así se fue desprendiendo de las ropas ensangrentadas y sucias que lo cubrían. Una vez que estuvo completamente desnudo, el centinela le insertó el cañón del rifle bajo un hombro y le forzó a levantarse. El señor director alzó la vista del escritorio y esgrimió un gesto de disgusto al contemplar las quemaduras que le cubrían el torso, las nalgas y buena parte de los muslos.

– Parece que aquí el campeón es un viejo conocido de Fumero -comentó el centinela.

– Usted cállese -ordenó el señor director con escasa convicción.

Miró al prisionero con impaciencia y comprobó que estaba llorando.

– Venga, no llores y dime cómo te llamas.

El prisionero susurró de nuevo su nombre.

– Fermín Romero de Torres…

El señor director suspiró, hastiado.

– Mira, me estás empezando a agotar la paciencia. Quiero ayudarte y no me apetece tener que llamar a Fumero y decirle que estás aquí…

El prisionero empezó a gemir como un perro herido y a temblar tan violentamente que el señor director, a quien claramente desagradaba la escena y deseaba concluir el trámite cuanto antes, intercambió una mirada con el centinela y, sin mediar palabra, se limitó a anotar en el registro el nombre que le había dado el prisionero y a maldecir por lo bajo.

– Mierda de guerra -murmuró para sí cuando se llevaron al prisionero a su celda, arrastrándole desnudo por los túneles encharcados.

2

La celda era un rectángulo oscuro y húmedo con un pequeño agujero horadado en la roca por el que corría el aire frío. Los muros estaban recubiertos de muescas y marcas labradas por los antiguos inquilinos. Algunos anotaban sus nombres, fechas, o dejaban algún indicio de que habían existido. Uno de ellos se había entretenido en arañar crucifijos en la oscuridad, pero el cielo no parecía haber reparado en ello. Los barrotes que sellaban la celda eran de hierro herrumbroso y dejaban un velo de óxido en las manos.

Fermín se había acurrucado sobre un camastro, intentando cubrir su desnudez con un pedazo de tela harapienta que, supuso, hacía las veces de manta, colchón y almohada. La penumbra tenía un tinte cobrizo, como el aliento de una vela mortecina. Al rato, los ojos se acostumbraban a aquella tiniebla perpetua y el oído se afinaba para apreciar leves movimientos de cuerpos entre la letanía de goteras y ecos trazada por la corriente de aire que se filtraba del exterior.

Fermín llevaba media hora allí cuando reparó en que en el otro extremo de la celda se apreciaba un bulto en la sombra. Se levantó y se aproximó lentamente para descubrir que se trataba de un saco de lona sucia. El frío y la humedad habían empezado a calarle los huesos y, aunque el olor que desprendía aquel fardo salpicado de manchas oscuras no invitaba a conjeturas felices, Fermín pensó que tal vez la saca contenía el uniforme de prisionero que nadie se había molestado en entregarle y, con suerte, alguna manta con la que guarecerse. Se arrodilló frente a la saca y deshizo el nudo que cerraba uno de los extremos.

Al retirar la lona, el trémulo resplandor de los candiles que parpadeaban en el corredor desveló lo que durante un momento tomó por el rostro de un muñeco, un maniquí como los que los sastres disponían en sus escaparates para lucir sus trajes. El hedor y la náusea le hicieron comprender que no se trataba de muñeco alguno. Cubriéndose la nariz y la boca con una mano, retiró el resto de la lona y se echó atrás hasta dar con el muro de la celda.

El cadáver parecía el de un adulto de edad indeterminada, entre cuarenta y setenta y cinco años de edad, que no debía de pesar más de cincuenta kilos. Una larga cabellera y una barba blanca le cubrían buena parte del esquelético torso. Sus manos huesudas, con uñas largas y retorcidas, parecían las garras de un pájaro. Tenía los ojos abiertos y las córneas parecían habérsele arrugado como frutas maduras. La boca estaba entreabierta y la lengua, hinchada y negruzca, había quedado trabada entre los dientes podridos.

– Quítele la ropa antes de que se lo lleven -legó una voz desde la celda que quedaba al otro lado del corredor-. Nadie le va a dar a usted otra hasta el mes que viene.

Fermín auscultó la sombra y registró aquellos dos ojos brillantes que lo observaban desde el camastro de la otra celda.

– Sin miedo, que el pobre ya no puede hacerle daño a nadie -aseguró la voz.

Fermín asintió y se aproximó de nuevo al saco, preguntándose cómo iba a llevar a cabo la operación.

– Usted disculpe -le murmuró al difunto-. Descanse en paz y que Dios lo tenga en su gloria.

– Era ateo -'informó la voz de la celda de enfrente.

Fermín asintió y se dejó de ceremoniales. El frío que inundaba el cubículo cortaba hasta el hueso y parecía insinuar que allí las cortesías estaban de más. Contuvo la respiración y se puso manos a la obra. La ropa olía igual que el muerto. El rigor mortis había empezado a extenderse por el cuerpo y la tarea de desnudar el cadáver resultó más difícil de lo que había supuesto. Tras desplumar al difunto de sus galas, Fermín procedió a cubrirlo de nuevo con el saco y a cerrarlo con un nudo marinero con el que no hubiera podido lidiar ni el gran Houdini. Finalmente, ataviado con aquella muda deshilachada y pestilente, Fermín se recogió de nuevo sobre el camastro y se preguntó cuántos usuarios habrían vestido aquel mismo uniforme.

– Gracias -dijo al fin.

– No se merecen -respondió la voz al otro lado del corredor.

– Fermín Romero de Torres, para servirle a usted.

– David Martín.

Fermín frunció el ceño. El nombre le resultaba familiar. Estuvo barajando recuerdos y ecos por espacio de casi cinco minutos cuando se le encendió la luz y recordó tardes robadas en un rincón de la biblioteca del Carmen devorando una serie de libros con portadas y títulos subidos de tono.

– ¿Martín, el escritor? ¿El de La Ciudad de los Malditos?

Un suspiro en la sombra.

– Ya nadie respeta los pseudónimos en este país.

– Disculpe la indiscreción. Es que mi devoción por sus libros era escolástica, y de ahí que me conste que era usted quien sostenía la pluma del insigne Ignatius B. Samson…

– Para servirle a usted.

– Pues mire, señor Martín, es un placer conocerle a usted aunque sea en estas infaustas circunstancias, porque yo hace años que soy gran admirador suyo y…

A ver si nos callamos, tortolitos, que aquí hay gente

intentando dormir -bramó una voz agria que parecía venir de la celda contigua.

– Ya habló la alegría de la casa -atajó una segunda voz, algo más lejana en el corredor-. No le haga ni caso, Martín, que aquí se duerme uno y se lo comen vivo las chinches, empezando por la pudenda. Ande, Martín, ¿por qué no nos cuenta una historia? Una de las de Chloé…

– Eso, para que te la menees como un mico -replicó la voz hostil.

– Amigo Fermín -informó Martín desde su celda-. Tengo el gusto de presentarle al número 12, al que todo le parece mal, sea lo que sea, y al número 15, insomne, culto e ideólogo oficial de la galería. El resto habla poco, sobre todo el número 14.

– Hablo cuando tengo algo que decir -intervino una voz grave y helada que Fermín supuso que debía de pertenecer al número 14-. Si todos aquí hiciésemos lo mismo, tendríamos las noches en paz.

Fermín consideró tan particular comunidad.

– Buenas noches a todos. Mi nombre es Fermín Romero de Torres y es un placer conocerles.

– El placer es todo suyo -replicó el número 12.

– Bienvenido y espero que su estancia sea breve -dijo el número 14.

Fermín echó otro vistazo al saco que albergaba el cadáver y tragó saliva.

– Ése era Lucio, el anterior número 13 -explicó Martín-. No sabemos nada de él porque el pobre era mudo. Una bala le voló la laringe en el Ebro.

– Lástima que fuese el único -repuso el número 19.

– ¿De qué murió? -preguntó Fermín.

– Aquí se muere uno de estar -respondió el número 12-. No hace falta mucho más.

3

La rutina ayudaba. Una vez al día, durante una hora, conducían a los prisioneros de las dos primeras galerías al patio del foso para que les diese el sol, la lluvia o lo que se terciase. La comida era un tazón medio lleno de un engrudo frío, grasiento y grisáceo de naturaleza indeterminada y gusto rancio al que pasados unos días, y con los calambres del hambre en el estómago, uno acababa acostumbrándose. Se repartía a media tarde y con el tiempo los prisioneros aprendían a anhelar su llegada.

Una vez al mes los prisioneros entregaban sus ropas sucias y recibían otras que, en principio, habían sido sumergidas durante un minuto en un caldero con agua hirviendo, aunque las chinches no parecían haber recibido confirmación de aquel extremo. Los domingos se oficiaba una misa de recomendada asistencia que nadie se atrevía a perderse porque el cura pasaba lista y si faltaba algún nombre lo apuntaba. Dos ausencias se traducían en una semana de ayuno. Tres, vacaciones de un mes en una de las celdas de aislamiento que había en la torre.

Las galerías, patio y espacios que transitaban los prisioneros estaban fuertemente vigilados. Un cuerpo de centinelas armados de fusiles y pistolas patrullaba la prisión y, cuando los internos estaban fuera de sus celdas, era imposible mirar en cualquier dirección y no ver por lo menos a una docena de ellos ojo avizor y arma a punto. A ellos se les unían, de forma menos amenazante, los carceleros. Ninguno de ellos tenía aspecto de militar y la opinión generalizada entre los presos era que se trataba de un grupo de infelices que no había podido encontrar mejor empleo en aquellos días de miseria.

Cada galería tenía asignado un carcelero que, armado de un manojo de llaves, hacía turnos de doce horas sentado en una silla al extremo del corredor. La mayoría evitaba confraternizar con los prisioneros, o incluso dirigirles la palabra o la mirada más allá de lo estrictamente necesario. El único que suponía una excepción era un pobre diablo al que apodaban Bebo y que había perdido un ojo en un bombardeo aéreo cuando era vigilante nocturno en una fábrica del Pueblo Seco.

Se decía que Bebo tenía un hermano gemelo preso en alguna cárcel de Valencia y que, tal vez por eso, trataba con cierta amabilidad a los reclusos y, cuando nadie lo veía, les daba agua potable, algo de pan seco o lo que fuera que podía arañar de entre el botín en el que los centinelas convertían los envíos de las familias de los presos. A Bebo le gustaba arrastrar su silla hasta las proximidades de la celda de David Martín y escuchar las historias que a veces el escritor les contaba a los demás presos. En aquel

particular infierno, Bebo era lo más parecido a un ángel.

Lo habitual era que, tras la misa de los domingos, el señor director dirigiese unas palabras edificantes a los presos. Todo lo que se sabía de él era que su nombre era Mauricio Valls y que antes de la guerra había sido un modesto aspirante a literato que trabajaba como secretario y correveidile de un autor local de cierto renombre y eterno rival del malogrado don Pedro Vidal. A ratos libres mal traducía clásicos del griego y del latín, editaba junto con un par de almas gemelas un panfleto de alta ambición cultural y baja circulación, y organizaba tertulias de salón donde un batallón de eminencias afines deploraba el estado de las cosas y profetizaba que si algún día ellos agarraban la sartén por el mango el mundo iba a ascender al olimpo.

Su vida parecía encaminada a esa existencia gris y amarga de los mediocres a quienes Dios, en su infinita crueldad, ha bendecido con los delirios de grandeza y la soberbia de los titanes. Sin embargo, la guerra había reescrito su destino al igual que el de tantos y su suerte había cambiado cuando, en un trance a medio camino entre la casualidad y el braguetazo, Mauricio Valls, enamorado hasta entonces tan sólo de su prodigioso talento y su exquisito refinamiento, había contraído matrimonio con la hija de un poderoso industrial cuyos tentáculos sostenían buena parte del presupuesto del general Franco y sus tropas.

La novia, ocho años mayor que Mauricio, estaba postrada en una silla de ruedas desde los trece, carcomida por una enfermedad congénita que le devoraba los músculos y la vida. Ningún hombre la había mirado jamás a los ojos ni la había tomado de la mano para decirle que era hermosa y preguntarle su nombre. Mauricio, que como todos los literatos sin talento era en el fondo un hombre tan práctico como vanidoso, fue el primero y el último en hacerlo, y un año después la pareja contraía matrimonio en Sevilla con la asistencia estelar del general Queipo de Llano y otras lumbreras del aparato nacional.

– Usted hará carrera, Valls -le pronosticó el mismísimo Serrano Súñer en una audiencia privada en Madrid a la que Valls había acudido a mendigar el puesto de director de la Biblioteca Nacional.

»España vive momentos difíciles y todo español bien nacido debe arrimar el hombro para contener las hordas del marxismo, que ambicionan corromper nuestra reserva espiritual -anunció el cuñado del Caudillo, flamante en su uniforme de almirante de opereta.

– Cuente conmigo, su excelencia -se ofreció Valls-. Para lo que sea.

«Lo que sea» resultó ser un puesto de director, pero no de la prodigiosa Biblioteca Nacional, como él deseaba, sino de un penal de lúgubre reputación aupado sobre un peñasco que sobrevolaba la ciudad de Barcelona. La lista de allegados y paniaguados por colocar en puestos de prestigio era larga y prolija, y Valls, pese a sus empeños, estaba en el tercio inferior.

– Tenga paciencia, Valls. Sus esfuerzos se verán recompensados.

Aprendió así Mauricio Vals su primera lección en el complejo arte nacional de maniobrar y ascender iras cualquier cambio de régimen: miles de acólitos y convertidos se habían incorporado a la escalada y la competencia era durísima.


4

Esa era, al menos, la leyenda. Este cúmulo no confirmado de sospechas, conjeturas y rumores de tercera mano había llegado a oídos de los presos gracias a las malas artes del anterior director, depuesto tras apenas dos semanas al mando y envenenado de resentimiento contra aquel advenedizo que venía a robarle el título por el que había estado luchando toda la guerra. El saliente carecía de conexiones familiares y arrastraba el fatídico precedente de haber sido sorprendido ebrio y profiriendo comentarios jocosos sobre el Generalísimo de todas las Españas y su sorprendente parecido con Pepito Grillo. Antes de que lo sepultaran en un puesto de subdirector de una prisión en Ceuta, se había dedicado a echar pestes sobre don Mauricio Vals a quien quisiera oírlas.

Lo que estaba más allá de toda duda era que a nadie se le permitía referirse a Valls bajo ningún otro apelativo que el de señor director. La versión oficial, promulgada por él mismo, contaba que don Mauricio era un hombre de letras de reconocido prestigio, poseedor de un cultivado intelecto y una fina erudición cosechada durante sus años de estudios en París y que, más allá de aquella estancia temporal en el sector penitenciario del régimen, tenía por destino y misión, con la ayuda de un selecto círculo de intelectuales afines, educar al pueblo llano de aquella España diezmada y enseñarle a pensar.

Sus discursos a menudo incluían extensas citas de los escritos, poemas o artículos pedagógicos que asiduamente publicaba en la prensa nacional sobre literatura, filosofía y el necesario renacimiento del pensamiento en Occidente. Si los presos aplaudían con fuerza al término de estas sesiones magistrales, el señor director tenía un gesto magnánimo y los carceleros repartían cigarrillos, velas o algún otro lujo de entre el lote de donaciones y paquetes que enviaban las familias a los presos. Los artículos más apetecibles habían sido previamente confiscados por los carceleros, que se los llevaban a casa o a veces los vendían entre los internos, pero menos daba una piedra.

Los fallecidos por causa natural o vagamente inducida, normalmente de uno a tres por semana, se recogían a medianoche, excepto los fines de semana o fiestas de guardar; entonces el cadáver permanecía en la celda hasta el lunes o el siguiente día laborable, habitualmente haciendo compañía al nuevo inquilino. Cuando los presos daban la voz de que uno de sus compañeros había pasado a mejor vida, un carcelero se acercaba, comprobaba el pulso o la respiración y lo metía en uno de los sacos de lona que se usaban para tal fin. Una vez atado el saco, yacía en la celda a la espera de que las pompas fúnebres del contiguo cementerio de

Montjuic pasaran a recogerlo. Nadie sabía qué hacían con ellos y, cuando se lo habían preguntado a Bebo, éste se había negado a contestar y había bajado la mirada.

Cada quince días se celebraba un juicio militar sumarísimo y a los condenados se los fusilaba al alba. A veces el pelotón de fusilamiento no acertaba a alcanzar algún órgano vital a causa del mal estado de los fusiles o de la munición y los lamentos de agonía de los fusilados caídos en el foso se oían durante horas. En alguna ocasión se oía una explosión y los gritos se silenciaban de golpe. La teoría que circulaba entre los presos era que alguno de los oficiales los había rematado con una granada, pero nadie estaba seguro de que aquélla fuese la explicación.

Otro de los rumores que circulaba entre los presos era que el señor director solía recibir a mujeres, hijas, novias o incluso tías y abuelas de los presos en su despacho los viernes por la mañana. Desprovisto de su anillo de casado, que confinaba en el primer cajón de su escritorio, escuchaba sus súplicas, sopesaba sus ruegos, ofrecía un pañuelo para sus llantos, y aceptaba sus regalos y favores de otra índole, otorgados bajo la promesa de mejor alimentación y trato o de la revisión de turbias sentencias que nunca llegaban a resolución alguna.

En otras ocasiones, Mauricio Valls simplemente les servía pastas de té y un vaso de moscatel y, si pese a las miserias de la época y a la mala nutrición aún estaban de buen ver y pellizcar, les leía algunos de sus escritos, les confesaba que su matrimonio con una enferma era un calvario de santidad, se deshacía en palabras sobre lo mucho que detestaba su puesto de carcelero y les contaba la humillación que suponía que hubiesen confinado a un hombre de tan alta cultura, refinamiento y exquisitez a aquel puesto trapacero cuando su destino natural era formar parte de las élites del país.

Los veteranos del lugar aconsejaban no mentar al señor director y, a ser posible, no pensar en él. La mayoría de los presos preferían hablar de las familias que habían dejado atrás, de sus mujeres y de la vida que recordaban. Algunos tenían fotos de novias o esposas que atesoraban y defendían con la vida si alguien trataba de arrebatárselas. Más de un preso le había explicado a Fermín que lo peor eran los primeros tres meses. Luego, una vez que se perdía toda esperanza, el tiempo empezaba a correr de prisa y los días sin sentido adormecían el alma.

5

Los domingos, después de misa y del discurso del señor director, algunos presos se congregaban en un rincón soleado del patio a compartir algún cigarrillo y a escuchar las historias que, cuando tenia la cordura necesaria, les contaba David Martín. Fermín, que las conocía casi todas porque había leído la serie entera de La Ciudad de los Malditos, se les unía y dejaba volar la imaginación. Pero a menudo Martín no parecía estar en condiciones de contar ni hasta cinco, así que los demás le dejaban en paz mientras él se ponía a hablar solo por los rincones. Fermín le observaba con detenimiento y a veces le seguía de cerca, porque había algo en aquel pobre diablo que le encogía el alma, Fermín, con sus artes e intrigas malabares, intentaba conseguirle cigarrillos o incluso unos terrones de azúcar, que le encantaban.

– Fermín, es usted un buen hombre. Trate de disimularlo.

Martín llevaba siempre consigo una vieja fotografía que le gustaba contemplar durante largos ratos. En ella aparecía un caballero vestido de blanco con una niña de unos diez años de la mano. Ambos estaban contemplando el crepúsculo en la punta de un pequeño muelle de madera que se adentraba sobre una playa como una pasarela tendida sobre aguas transparentes. Cuando Fermín le preguntaba por la fotografía, Martín guardaba silencio y se limitaba a sonreír antes de guardar la imagen en un bolsillo,

– ¿Quién es la muchacha de la foto, señor Martín?

– No estoy seguro, Fermín. La memoria me falla a veces. ¿No le pasa a usted?

– Claro. Nos pasa a todos.

Se rumoreaba que Martín no estaba del todo en sus cabales, pero al poco de empezar a tratarle Fermín había comenzado a sospechar que el pobre estaba todavía más ido de lo que el resto de los prisioneros suponían. A ratos sueltos estaba más lúcido que nadie, pero a menudo no parecía comprender dónde se encontraba y hablaba de lugares y de personas que a todas luces existían sólo en su imaginación o en su recuerdo.

Con frecuencia Fermín se despertaba de madrugada y podía oír a Maru'n hablando en su celda. Si se aproximaba sigilosamente a los barrotes y afinaba el oído, podía escuchar nítidamente cómo Martín discutía con alguien a quien llamaba «señor Corelli» y que, a tenor de las palabras que intercambiaba con él, parecía un personaje notablemente siniestro.

Una de aquellas noches, Fermín había encendido lo que le quedaba de su última vela y la había alzado en dirección a la celda de enfrente para cerciorarse de que Martín estaba solo y de que ambas voces, la suya y la del tal Corelli, provenían de los mismos labios. Martín caminaba en círculos por su celda y, cuando su mirada se cruzó con la de Fermín, a éste le resultó evidente que su compañero de galería no lo veía y que se comportaba como si los muros de aquella prisión no existiesen y su conversación con aquel extraño caballero tuviera lugar muy lejos de allí.

– No le haga ni caso -murmuró el número 15 desde la sombra-. Cada noche hace lo mismo. Está como un cencerro. Dichoso él.

A la mañana siguiente, cuando Fermín le preguntó acerca del tal Corelli y de sus conversaciones de medianoche, Martín le miró con extrañeza y se limitó a sonreír confundido. En otra ocasión en que no podía conciliar el sueño a causa del frío, Fermín se acercó de nuevo a los barrotes y escuchó a Martín hablando con uno de sus amigos invisibles. Aquella noche Fermín se atrevió a interrumpirle.

– ¿Martín? Soy Fermín, el vecino de enfrente. ¿Está usted bien?

Martín se acercó a los barrotes y Fermín puedo ver que tenía el rostro lleno de lágrimas.

– ¿Señor Martín? ¿Quién es Isabela? Estaba usted hablando de ella hace un momento.

Martín le miró largamente.

– Isabella es lo único bueno que queda en este mundo de mierda -respondió con una aspereza inusual en él-. Si no fuera por ella, valdría la pena prenderle fuego y dejar que ardiese hasta que no quedasen ni las cenizas.

– Perdone, Martín. No lo quería molestar.

Martín se retiró hacia las sombras. Al día siguiente lo encontraron temblando sobre un charco de sangre. Bebo se había quedado dormido en su silla y Martín había aprovechado para rasparse las muñecas contra la piedra hasta abrirse las venas. Cuando se lo llevaron en la camilla estaba tan pálido que Fermín creía que no iba a volver a verlo.

– No se preocupe por su amigo, Fermín -dijo el número 15 -. Si fuese otro, iba directo al saco, pero a Martín el señor director no lo deja morir. Nadie sabe por qué.

La celda de David Martín estuvo vacía cinco semanas. Cuando Bebo le trajo, en brazos y enfundado en un pijama blanco como si fuese un niño, llevaba los brazos vendados hasta los codos. No se acordaba de nadie y pasó su primera noche hablando solo y riéndose. Bebo colocó su silla frente a los barrotes y estuvo pendiente de él toda la noche, pasándole terrones de azúcar que había robado del cuarto de oficiales y había escondido en sus bolsillos.

– Señor Martín, por favor, no diga esas cosas, que Dios le va a castigar -le susurraba el carcelero entre azucarillos.

En el mundo real, el número 12 había sido el doctor Román Sanahuja, jefe del Servicio de Medicina Interna del hospital Clínico, hombre íntegro y curado de delirios e inflamaciones ideológicas a quien su conciencia y su negativa a delatar a sus compañeros habían enviado al castillo. Por norma, a ningún prisionero se le reconocía oficio ni beneficio entre aquellos muros. Excepto cuando dicho oficio pudiera reportar algún beneficio al señor director. En el caso del doctor Sanahuja, su utilidad pronto quedó establecida.

– Lamentablemente no dispongo aquí de los recursos médicos que serían deseables -le explicó el señor director-. La realidad es que el régimen tiene otras prioridades y poco importa si alguno de ustedes se pudre de gangrena en su celda. Tras mucho batallar he conseguido que me envíen un botiquín mal equipado ya un matasanos que no creo que lo aceptasen ni para pasar la escoba en la facultad de veterinaria. Pero eso es lo que hay. Me consta que, antes de sucumbir a las falacias de la neutralidad, era usted un médico de cierto renombre. Por motivos que no vienen al caso, tengo un interés particular en que el prisionero David Martín no nos deje antes de tiempo. Si se aviene usted a colaborar y a ayudar a mantenerlo en un razonable estado de salud, teniendo en cuenta las circunstancias le aseguro que haré su estancia en este lugar más llevadera y me encargaré personalmente de que revisen su caso con vistas a acortar su sentencia.

El doctor Sanahuja asintió.

– Ha llegado a mis oídos que algunos de los presos dicen que Martín está un tanto tocado del ala, como dicen ustedes. ¿Es así? -preguntó el señor director.

– No soy psiquiatra, pero en mi modesta opinión creo que Martín está visiblemente desequilibrado.

El señor director sopesó aquella consideración.

– Y, según su opinión facultativa, ¿cuánto diría usted que puede durar? -preguntó-. Vivo, quiero decir.

– No lo sé. Las condiciones de la prisión son insalubres y…

El señor director le detuvo con un gesto de aburrimiento, asintiendo.

– ¿Y cuerdo? ¿Cuánto cree que Martín puede mantener sus facultades mentales?

– No mucho, supongo.

– Entiendo.

El señor director le ofreció un cigarrillo, que el doctor declinó.

– Lo aprecia usted, ¿verdad?

– Apenas le conozco -replicó el doctor-. Parece un buen hombre.

El director sonrió.

– Y un pésimo escritor. El peor que ha tenido este país.

– El señor director es el experto internacional en literatura. Yo no entiendo del tema.

El señor director le miró fríamente.

– Por impertinencias menores he enviado a hombres tres meses a la celda de aislamiento. Pocos sobreviven y los que lo hacen vuelven peor que su amigo Martín. No se crea que su diploma le concede privilegio alguno. Su expediente dice que tiene mujer y tres hijas ahí fuera. Su suerte y la de su familia dependen de lo útil que me resulte. ¿Me explico con claridad?

El doctor Sanahuja tragó saliva.

– Sí, señor director. -Gracias, doctor.

Periódicamente, el director pedía a Sanahuja que le echase un vistazo a Martín, porque las malas lenguas decían que no se fiaba demasiado del médico residente de la prisión, un matasanos trapacero que a fuerza de levantar actas de defunción parecía haber olvidado la noción de los cuidados preventivos y al que acabó despidiendo poco después.

– ¿Cómo sigue el paciente, doctor?

– Débil.

– Ya. ¿Y sus demonios? ¿Sigue hablando solo e imaginando cosas?

– No hay cambios.

– He leído en el ABC un magnífico artículo de mi buen amigo Sebastián Jurado en el que habla de la esquizofrenia, mal de poetas.

– No estoy capacitado para hacer ese diagnóstico.

– Pero sí para mantenerlo con vida, ¿verdad?

– Lo intento.

– Haga algo más que intentarlo. Piense en sus hijas. Tan jóvenes. Tan desprotegidas y con tanto desalmado y tanto rojo escondido por ahí todavía.

Con los meses, el doctor Sanahuja acabó por tomar afecto a Martín y un día, compartiendo colillas, le contó a Fermín lo que sabía acerca de la historia de aquel hombre al que algunos, bromeando sobre sus desvaríos y su condición de lunático oficial de la prisión, habían dado en apodar «el Prisionero del Cielo».

6

Si quiere que le diga la verdad, yo creo que para cuando lo trajeron aquí David Martín ya llevaba tiempo mal. ¿Ha oído hablar usted de la esquizofrenia, Fermín? Es una de las nuevas palabras favoritas del señor director.

– Es lo que los civiles gustan en referirse como «estar como una chota».

– No es cosa de broma, Fermín. Es una enfermedad muy grave. No es mi especialidad, pero he conocido algunos casos y a menudo los pacientes oyen voces, ven y recuerdan personas o eventos que no han sucedido jamás… La mente se va deteriorando poco a poco y los pacientes no pueden distinguir entre la realidad y la ficción.

– Como el setenta por ciento de los españoles… ¿Y cree usted que el pobre Martín sufre esa dolencia, doctor?

– No lo sé con seguridad. Ya le digo que no es mi especialidad, pero yo creo que presenta algunos de los síntomas más habituales.

– A lo mejor en este caso esa enfermedad es una bendición…

– Nunca es una bendición, Fermín.

¿Y sabe él que está, digamos, afectado?

– Al loco siempre le parece que los locos son los demás.

– Lo que yo decía del setenta por ciento de los españoles…

Un centinela los observaba desde lo alto de una garita, como si quisiera leerles los labios.

– Baje la voz, que aún nos va a caer una bronca.

El doctor indicó a Fermín que se dieran la vuelta y se encaminaran al otro extremo del patio.

– En los tiempos que corren, hasta las paredes tienen oídos -dijo el doctor.

– Ahora sólo faltaría que tuviesen medio cerebro entre los dos y a lo mejor salíamos de ésta -replicó Fermín.

– ¿Sabe lo que me dijo Martín la primera vez que le hice un reconocimiento a instancias del señor director?

»-Doctor, creo que he descubierto el único modo de salir de esta prisión.

»-¿Cómo?

»-Muerto.

»-¿No tiene otro método más práctico?

»-¿Ha leído usted El conde de Montecristo, doctor?

»-De chaval. Casi no lo recuerdo.

»-Pues reléalo usted. Está todo allí.

»No le quise decir que el señor director había hecho retirar de la biblioteca de la prisión todos los libros de Alejandro Dumas, junto con los de Dickens, Galdós y otros muchos autores, porque consideraba que eran bazofia para entretener a una plebe con el gusto sin educar, y los sustituyó por una colección de novelas y relatos inéditos de su cosecha y de algunos de sus amigos, que hizo encuadernar en piel a Valentí, un preso que venía de las artes gráficas y al que, entregado el trabajo, dejó morir de frío obligándolo a quedarse en el patio bajo la lluvia durante cinco noches de enero porque se le había ocurrido bromear sobre la exquisitez de su prosa. Valentí consiguió salir de aquí con el sistema de Martín: muerto.

»A1 tiempo de estar aquí, oyendo conversaciones entre los carceleros, comprendí que David Martín había llegado a la prisión a instancias del propio señor director. Lo tenían recluido en la Modelo, acusado de una serie de crímenes a los que no creo que nadie diese mucho crédito. Entre otras cosas, decían que había matado preso de los celos a su mentor y mejor amigo, un adinerado caballero llamado Pedro Vidal, escritor como él, y a su esposa Cristina. Y también que había asesinado a sangre Iría a varios policías y a no sé quién más. Últimamente acusan a tanta gente de tantas cosas que uno ya no sabe qué pensar. A mí me cuesta creer que Martín sea un asesino, pero también es verdad que en los años de la guerra he visto a tanta gente de ambos bandos quitarse la careta y mostrar lo que eran de verdad que vaya usted a saber. Todo el mundo tira la piedra y luego señala al vecino.

– Si yo le contara… -apuntó Fermín.

– El caso es que el padre del tal Vidal es un industrial poderoso y forrado hasta las cejas, y se dice que fue uno de los banqueros clave del bando nacional.

¿Por qué será que todas las guerras las ganan los banqueros? En fin, que el potentado Vidal pidió en persona al Ministerio de Justicia que buscasen a Martín y se asegurasen de que se pudría en la cárcel por lo que había hecho a su hijo y a su nuera. Al parecer Martín había estado fugado fuera del país por espacio de casi tres años cuando lo encontraron cerca de la frontera. No podía estar muy en sus cabales para volver a una España donde lo esperaban para crucificarle, digo yo. Y encima durante los últimos días de la guerra, cuando miles de personas cruzaban en sentido contrario.

– A veces se cansa uno de huir -dijo Fermín-. El mundo es muy pequeño cuando no se tiene adonde ir.

– Supongo que eso es lo que debió de pensar Martín. No sé cómo se las arregló para cruzar, pero algunos lugareños de la localidad de Puigcerdá avisaron a la Guardia Civil después de haberlo visto vagando por el pueblo durante días, vestido con ropas harapientas y hablando solo. Unos pastores dijeron que lo habían visto por el camino de Bolvir, a un par de kilómetros del pueblo. Allí había un antiguo caserón llamado La Torre del Remei que durante la guerra se había convertido en hospital para heridos en el frente. Estaba regentado por un grupo de mujeres que probablemente se apiadaron de Martín y, tomándole por miliciano, le ofrecieron cobijo y alimento. Cuando fueron a buscarlo ya no estaba allí, pero aquella noche lo sorprendieron adentrándose en el lago helado mientras trataba de abrir un boquete en el hielo con una piedra. Al principio creyeron que trataba de suicidarse y lo llevaron al sanatorio de Villa San Antonio. Parece que uno de los doctores le reconoció allí, no me pregunte cómo, y cuando su nombre llegó a oídos de capitanía lo trasladaron a Barcelona.

– La boca del lobo.

– Ya puede decirlo. Se ve que el juicio no duró ni dos días. La lista de acusaciones que se le imputaban era interminable y apenas había indicios o prueba alguna para sustentarlas, pero, por algún extraño motivo, el fiscal consiguió que declarasen en su contra numerosos testigos. Por la sala comparecieron docenas de personas que odiaban a Martín con un celo que sorprendió al mismo juez y que, presumiblemente, habían recibido limosnas del viejo Vidal. Antiguos compañeros de sus años en un periódico de poca monta llamado La Voz de la Industria, literatos de café, infelices y envidiosos de toda calaña salieron de las alcantarillas para jurar que Martín era culpable de todo lo que le acusaban y de más. Ya sabe usted cómo funcionan aquí las cosas. Por orden del juez, y consejo de Vidal padre, confiscaron todas sus obras y las quemaron considerándolas material subversivo y contrario a la moral y las buenas costumbres. Cuando Martín declaró en el juicio que la única buena costumbre que él defendía era la de leer y que el resto era asunto de cada uno, el juez añadió otros diez años de condena a los no sé cuántos que ya le habían caído. Parece que durante el juicio, en vez de callarse, Martín respondió sin pelos en la lengua a lo que le preguntaban y acabó por cavarse él mismo su

propia tumba.

– En esta vida se perdona todo menos decir la verdad.

– El caso es que lo condenaron a cadena perpetua. La Voz de la Industria, propiedad del viejo Vidal, publicó una extensa nota detallando sus crímenes y, para más inri, un editorial. Adivine quién lo firmaba.

– El eximio señor director, don Mauricio Valls.

– El mismo. Allí le calificaba como «el peor escritor de la historia» y celebraba que sus libros hubieran sido destruidos porque eran «una afrenta a la humanidad y al buen gusto».

– Eso mismo dijeron del Palau de la Música -precisó Fermín -. Aquí es que tenemos a la flor y nata de la intelectualidad internacional. Ya lo decía Unamuno: que inventen ellos, que nosotros opinaremos.

– Inocente o no, Martín, después de presenciar su humillación pública y la quema de todas y cada una de las páginas que había escrito, fue a parar a una celda de la Modelo en la que probablemente hubiese muerto en cuestión de semanas si no llega a ser porque el señor director, que había seguido el caso con sumo interés y por algún extraño motivo estaba obsesionado con Martín, tuvo acceso a su expediente y solicitó que lo trasladasen aquí. Martín me contó que el día que llegó aquí Valls lo hizo llevar a su despacho y le soltó uno de sus discursos.

»-Martín, aunque es usted un criminal convicto y seguramente un subversivo convencido, algo nos une. Ambos somos hombres de letras y aunque usted ha dedicado su malograda carrera a escribir basura para la masa ignorante y desprovista de guía intelectual, creo que tal vez pueda usted ayudarme y así redimir sus errores. Tengo una colección de novelas y poemas en los que he estado trabajando en estos últimos años. Son de altísimo nivel literario y lamentablemente dudo mucho que en este país de analfabetos haya más de trescientos lectores capaces de comprender y apreciar su valía. Por eso he pensado que tal vez usted, con su oficio meretriz y su proximidad al vulgo que lee en los tranvías, pueda ayudarme a hacer algunos pequeños cambios para acercar mi obra al triste nivel de los lectores de este país. Si se aviene usted a colaborar, le aseguro que puedo hacer su existencia mucho más agradable. Incluso puedo conseguir que su caso se reabra. Su amiguita… ¿Cómo se llama"? Ah, sí, Isabella. Una preciosidad, si me permite el comentario. En fin, su amiguita vino a verme y me contó que ha contratado a un joven abogado, un tal Brians, y que ha conseguido reunir el dinero necesario para su defensa. No nos engañemos: ambos sabemos que su caso no tenía base alguna y que se le condenó merced a testimonios discutibles. Parece tener usted una facilidad enorme para hacer enemigos, Martín, incluso entre gente que estoy seguro de que no debe usted saber ni que existe. No cometa el error de hacer otro enemigo de mí, Martín. Yo no soy uno de esos infelices. Aquí, entre estos muros, yo, por decirlo en términos llanos, soy Dios.

»No sé si Martín aceptaría la propuesta del señor director o

no, pero tengo que pensar que sí, porque sigue vivo y claramente nuestro Dios particular sigue interesado en que eso no cambie, al menos de momento. Incluso le ha facilitado el papel y los instrumentos de escritura que tiene en su celda, supongo que para que le reescriba sus obras magnas y así nuestro señor director pueda entrar en el olimpo de la fama y la fortuna literaria que tanto anhela. Yo, la verdad, no sé qué pensar. Mi impresión es que el pobre Martín no está en condiciones ni de reescribirse la talla de los zapatos y que pasa la mayoría del tiempo atrapado en una especie de purgatorio que ha ido construyendo en su propia cabeza donde los remordimientos y el dolor se lo están comiendo vivo. Aunque lo mío es la medicina interna y no soy quién para hacer diagnósticos…

7

La historia relatada por el buen doctor había intrigado a Fermín. Fiel a su perenne adhesión a las causas perdidas, decidió hacer pesquisas por su cuenta y tratar de averiguar más acerca de Martín y, de paso, perfeccionar la idea de la fuga via mortis al estilo de don Alejandro Dumas. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más le parecía que, al menos en ese particular, el Prisionero del Cielo no estaba tan ido como todos lo pintaban. Siempre que había un rato libre en el patio, Fermín se las apañaba para acercarse a Martín y entablar conversación con él.

– Fermín, empiezo a pensar que usted y yo somos casi novios. Cada vez que me doy la vuelta, ahí está usted.

– Usted perdone, señor Martín, pero es que hay algo que me tiene intrigado.

– ¿Y cuál es el motivo de tamaña intriga?

– Pues mire usted, hablando en plata, no entiendo cómo un hombre decente como usted se ha prestado a ayudar a esa albóndiga nauseabunda y vanidosa del señorito director en sus

trapaceros intentos de pasar por literato de salón.

– Vaya, no se anda usted con chiquitas. Parece que en esta casa no hay secretos.

– Es que yo tengo un don especial para trasuntos de alta intriga y otros menesteres detectivescos.

– Entonces sabrá también que no soy un hombre decente, sino un criminal.

– Eso dijo el juez.

– Y un ejército y medio de testigos bajo juramento.

– Comprados por un facineroso y estreñidos todos de envidia y mezquindades varias.

– Dígame, ¿hay algo que no sepa usted, Fermín?

– Patadas de cosas. Pero la que hace días que se me ha atascado en el filtro es por qué tiene usted tratos con ese cretino endiosado. La gente como él son la gangrena de este país.

– Gente como él la hay en todas partes, Fermín. Nadie tiene la patente.

– Pero sólo aquí nos los tomamos en serio.

– No lo juzgue usted tan rápido. El señor director es un personaje más complicado de lo que parece en todo este sainete. Ese cretino endiosado, como usted lo llama, es para empezar un hombre muy poderoso.

– Dios, según él

– En este particular purgatorio, no va desencaminado.

Fermín arrugó la nariz. No le gustaba lo que estaba oyendo. Casi parecía que Martín hubiese estado saboreando el vino de su

derrota.

– ¿Es que lo ha amenazado? ¿Es eso? ¿Qué más puede hacerle?

– A mí nada, excepto reír. Pero a otros, fuera de aquí, puede hacerles mucho daño.

Fermín guardó un largo silencio.

– Disculpe usted, señor Martín. No quería ofenderle. No había pensado en eso.

– No me ofende, Fermín. Al contrario. Creo que tiene usted una visión demasiado generosa de mis circunstancias. Su buena fe dice mucho más de usted que de mí.

– Es esa señorita, ¿verdad? Isabela.

– Señora.

– No sabía que estuviese usted casado.

– No lo estoy. Isabella no es mi esposa. Ni mi amante, si es lo que está pensando.

Fermín guardó silencio. No quería poner en duda las palabras de Martín, pero sólo oyéndole hablar de ella no le cabía la menor duda de que aquella señorita o señora era lo que el pobre Martín más quería en aquel mundo, probablemente la única cosa que lo mantenía vivo en aquel pozo de miseria. Y lo más triste era que, probablemente, no se daba ni cuenta.

– Isabella y su esposo regentan una librería, un lugar que para mí siempre ha tenido un significado muy especial desde que era niño. El señor director me dijo que si no hacía lo que me pedía se encargaría de que se los acusase de vender material subversivo, que les expropiasen el negocio, encarcelasen a ambos y les quitasen a su hijo que no tiene ni tres años.

– Hijo de la grandísima puta -murmuró Fermín.

– No, Fermín -dijo Martín-. Ésta no es su guerra. Es la mía. Es lo que merezco por lo que he hecho.

– Usted no ha hecho nada, Martín.

– No me conoce usted, Fermín. Ni falta que le hace. En lo que tiene usted que concentrarse es en escapar de aquí.

– Ésa es la otra cosa que quería preguntarle. Tengo entendido que tiene usted un método experimental en desarrollo para salir de este orinal. Si le hace falta un conejillo de Indias magro de carnes pero rebosante de entusiasmo, considéreme a su servicio.

Martín lo observó pensativo.

– ¿Ha leído usted a Dumas?

– De cabo a rabo.

– Ya tiene usted pinta. Si es así, ya sabrá por dónde van los tiros. Escúcheme bien.

8

Se cumplían seis meses del cautiverio de Fermín cuando una serie de acontecimientos cambiaron sustancialmente la que hasta entonces había sido su vida. El primero de ellos fue que durante aquellos días, cuando el régimen aún creía que Hitler, Mussolini y compañía iban a ganar la guerra y que pronto Europa iba a tener el mismo color que los calzoncillos del Generalísimo, una marea impune y rabiosa de matarifes, chivatos y comisarios políticos recién conversos habían conseguido que el número de ciudadanos presos, detenidos, procesados o en proceso de desaparición alcanzase cotas históricas.

Las cárceles del país no daban abasto y las autoridades militares habían ordenado a la dirección de la prisión que doblase o incluso triplicase el número de presos para absorber parte del caudal de reos que anegaba aquella Barcelona derrotada y miserable de 1940. A tal efecto, el señor director, en su florido discurso del domingo, informó a los presos de que a partir de entonces compartirían celda. Al doctor Sanahuja lo pusieron en la celda de Martín, presumiblemente para que lo tuviese vigilado y a salvo de sus prontos suicidas. A Fermín le tocó compartir la celda 13 con su antiguo vecino de al lado, el número 14, y así sucesivamente. Todos los presos de la galería fueron emparejados para dejar sitio a los recién llegados que cada noche traían en furgones desde la Modelo o el Campo de la Bota.

– No ponga esa cara que a mí me hace todavía menos gracia que a usted -advirtió el número 14 al mudarse con su nuevo compañero.

– Le advierto que a mí la hostilidad me produce aerofagia – amenazó Fermín-. Así que déjese de bravuconadas a lo Buffalo Bill y haga un esfuerzo por ser cortés y mear de cara a la pared sin salpicar o uno de estos días va a amanecer usted cubierto de champiñones.

El antiguo número 14 pasó cinco días sin dirigirle la palabra a Fermín. Finalmente, rendido ante las sulfúricas ventosidades que éste le dedicaba de madrugada, cambió de estrategia.

– Ya se lo advertí -dijo Fermín.

– Está bien. Me rindo. Mi nombre es Sebastián Salgado. De profesión, sindicalista. Déme la mano y seamos amigos pero, por lo que más quiera, deje de tirarse esos pedos, porque empiezo a tener alucinaciones y veo en sueños al Noi del Sucre bailando el charlestón.

Fermín estrechó la mano de Salgado y advirtió que le faltaban

el dedo meñique y el anular.

– Fermín Romero de Torres, encantado de conocerle por fin. De profesión, servicios secretos de inteligencia en el sector Caribe de la Generalitat de Catalunya, ahora en desuso, pero de vocación bibliógrafo y amante de las bellas letras.

Salgado miró a su nuevo compañero de fatigas y puso los ojos en blanco.

– Y dicen que el foco es Martín.

– Loco es el que se tiene por cuerdo y cree que los necios no son de su condición.

Salgado asintió, derrotado.

La segunda circunstancia se produjo unos días después, cuando un par de centinelas fueron a buscarle al anochecer. Bebo les abrió la celda, intentando disimular su preocupación.

– Tú, flaco, levanta -masculló uno de los centinelas.

Salgado creyó por un instante que sus plegarias habían sido escuchadas y que se llevaban a Fermín para fusilarlo.

– Valor, Fermín -le animó sonriente-. A morir por Dios y por España, que es lo más bonito que hay.

Los dos centinelas agarraron a Fermín, lo esposaron de pies y manos, y se lo llevaron a rastras ante la mirada acongojada de toda la galería y las carcajadas de Salgado.

– De ésta no te escapas ni a pedos -dijo riendo su compañero.

9

Lo condujeron a través de una madeja de túneles hasta un largo corredor a cuyo término se veía un gran portón de madera. Fermín sintió náuseas y se dijo que hasta allí había llegado el miserable viaje de su vida y que tras aquella puerta le esperaba Fumero con un soplete y la noche libre. Para su sorpresa, al llegar a la puerta uno de los centinelas le quitó las esposas mientras el otro llamaba con delicadeza.

– Adelante -contestó una voz familiar.

Fue así como Fermín se encontró en el despacho del señor director, una sala lujosamente decorada con alfombras sustraídas de algún caserón de la Bonanova y mobiliario de categoría. Remataban la escenografía un banderón español con águila, escudo y leyenda, un retrato del Caudillo con más retoques que una fotografía publicitaria de Marlene Dietrich y el mismísimo señor director, don Mauricio Valls, sonriente tras su escritorio mientras saboreaba un cigarrillo importado y una copa de brandy.

– Siéntate. Sin miedo -invitó.

Fermín reparó en que a su lado había una bandeja con un plato de carne, guisantes y puré de patata humeante que olía a mantequilla caliente.

– No es un espejismo -dijo dulcemente el señor director-. Es tu cena. Espero que te guste.

Fermín, que no había visto prodigio igual desde julio de 1936, se lanzó a devorar las viandas antes de que se evaporasen. El señor director lo contemplaba comer con una expresión de asco y desprecio bajo su sonrisa impostada, encadenando un cigarrillo con otro y repasando la gomina de su peinado a cada minuto. Cuando hubo terminado su cena, Valls indicó a los centinelas que se retirasen. A solas, el señor director le resultaba mucho más siniestro que con escolta armada.

– Fermín, ¿verdad? -preguntó casualmente.

Fermín asintió lentamente.

– Te preguntarás por qué te he mandado llamar.

Fermín se encogió en la silla.

– Nada que deba preocuparte. Muy al contrario. Te he hecho llamar porque quiero mejorar tus condiciones de vida y, quién sabe, tal vez revisar tu condena, porque ambos sabemos que los cargos que te imputaron no se sostenían. Es lo que tienen los tiempos, que hay mucha agua removida y a veces pagan justos por pecadores. Es el precio del renacimiento nacional. Al margen de estas consideraciones, quiero que entiendas que estoy de tu parte. Yo también soy un poco prisionero de este lugar. Creo que los dos queremos salir de aquí cuanto antes y he pensado que podemos ayudarnos. ¿Cigarrito?

Fermín aceptó tímidamente.

– Si no le importa, lo guardo para luego.

– Claro. Ten, quédate el paquete.

Fermín se metió el paquete en el bolsillo. El señor director se inclinó sobre la mesa, sonriente. En el zoo tenían una serpiente igualita, pensó Fermín, pero aquélla sólo comía ratones.

– ¿Qué tal tu nuevo compañero de celda?

– ¿Salgado? Entrañable.

– No sé si sabrás que, antes de enchironarlo, ese malnacido era un pistolero y sicario de los comunistas.

Fermín negó.

– Me dijo que era sindicalista.

Valls rió levemente.

– En mayo del 38 él solito se coló en la casa de la familia Vilajoana, en el paseo de la Bonanova, y se los cargó a todos, incluidos los cinco niños, las cuatro doncellas y la abuela de ochenta y seis años. ¿Sabes quiénes eran los Vilajoana?

– Pues así…

Joyeros. En el momento del crimen había en la casa una

suma de veinticinco mil pesetas en joyas y dinero en metálico. ¿Sabes dónde está ese dinero ahora?

– No lo sé.

– Ni tú ni nadie. El único que lo sabe es el cámara- da Salgado, que decidió no entregarlo al proletariado y lo escondió para vivir la gran vida después de la guerra. Cosa que no hará nunca, porque lo tendremos aquí hasta que cante o hasta que tu amigo Fumero acabe por cortarlo a trocitos.

Fermín asintió, atando cabos.

– Ya había notado que le faltan un par de dedos de la mano izquierda y que anda raro.

– Un día le dices que se baje los calzones y verás que le faltan otras cosas que ha ido perdiendo por el camino a causa de su empecinamiento en no confesar.

Fermín tragó saliva.

– Quiero que sepas que a mí estas salvajadas me repugnan. Ésa es una de las dos razones por las que he ordenado mudar a Salgado a tu celda. Porque creo que hablando se entiende la gente. Por eso quiero que averigües dónde escondió el botín de los Vilajoana, y los de todos los robos y crímenes que cometió en los últimos años, y que me lo digas.

Fermín sintió que el corazón se le caía a los pies.

– ¿Y la otra razón?

– La segunda razón es que he notado que últimamente te has hecho muy amigo de David Martín. Lo cual me parece muy bien. La amistad es un valor que ennoblece al ser humano y ayuda a rehabilitar a los presos. No sé si sabías que Martín es escritor.

– Algo he oído al respecto.

El señor director le dirigió una mirada gélida pero mantuvo la sonrisa conciliadora.

– El caso es que Martín no es mala persona, pero está equivocado respecto a muchas cosas. Una de ellas es la ingenua

idea de que debe proteger a personas y secretos indeseables.

– Es que él es muy raro y tiene estas cosas.

– Claro. Por eso he pensado que a lo mejor estaría bien que tú estuvieses a su lado, con los ojos y las orejas bien abiertos, y me contases lo que dice, lo que piensa, lo que siente… Seguro que hay alguna cosa que te ha comentado y que te ha llamado la atención.

– Pues ahora que el señor director lo dice, últimamente se queja bastante de un grano que le ha salido en la ingle por el roce de los calzoncillos.

El señor director suspiró y negó por lo bajo, visiblemente cansado de esgrimir tanta amabilidad con un indeseable.

– Mira, mamarracho, esto lo podemos hacer por las buenas o por las malas. Yo estoy intentando ser razonable, pero me basta coger este teléfono y tu amigo Fumero está aquí dentro de media hora. Me han contado que últimamente, además del soplete, tiene en uno de los calabozos del sótano una caja de herramientas de ebanistería con las que hace virguerías. ¿Me explico?

Fermín se agarró las manos para disimular el tembleque.

– De maravilla. Perdóneme, señor director. Hacía tanto que no comía carne que se me debe de haber subido la proteína a la cabeza. No volverá a suceder.

El señor director sonrió de nuevo y prosiguió como si nada hubiera pasado.

– En particular, me interesa saber si ha mencionado alguna vez un cementerio de los libros olvidados o muertos, o algo así.

Piénsalo bien antes de contestar. ¿Te ha hablado Martín de ese lugar alguna vez?

Fermín negó.

– Le juro a su señoría que no he oído hablar de ese lugar al señor Martín ni a nadie en toda mi vida…

El señor director le guiñó el ojo.

– Te creo. Y por eso sé que si lo menciona, me lo dirás. Y si no lo menciona, tú le sacarás el tema y averiguarás dónde está.

Fermín asintió repetidamente.

– Y otra cosa más. Si Martín te habla de cierto encargo que le he hecho, convéncele de que por su bien, y sobre todo por el de cierta dama a quien él tiene en muy alta estima y por el esposo y el hijo de ésta, es mejor que se emplee a fondo y escriba su obra maestra.

– ¿Se refiere usted a la señora Isabela? -preguntó Fermín.

– Ah, veo que te ha hablado de ella… Tendrías que verla – dijo mientras se limpiaba los lentes con un pañuelo-. Jovencita, jovencita, con esa carne prieta de colegiala… No sabes la de veces que ha estado sentada ahí, donde estás tú ahora, suplicando por el pobre infeliz de Martín. No te voy a decir lo que me ha ofrecido porque soy un caballero pero, entre tú y yo, la devoción que esa chiquilla siente por Martín es de bolero. Si tuviese que apostar, yo diría que el crío ese, Daniel, no es de su marido, sino de Martín, que tiene un gusto pésimo para la literatura pero exquisito para las mujerzuelas.

El señor director se detuvo al advertir que el prisionero le

observaba con una mirada impenetrable que no fue de su agrado.

– ¿Y tú qué miras? -le desafió.

Dio un golpe con los nudillos en la mesa y al instante la puerta se abrió tras Fermín. Los dos centinelas lo agarraron por los brazos y lo levantaron de la silla hasta que sus pies no tocaron el suelo.

– Acuérdate de lo que te he dicho -dijo el señor director-. Dentro de cuatro semanas quiero verte ahí sentado otra vez. Si me traes resultados, te aseguro que tu estancia aquí cambiará para mejor. Si no, te haré una reserva para el calabozo del sótano con Fu- mero y sus juguetes. ¿Está claro?

– Como el agua.

Luego, con un gesto de hastío, indicó a sus hombres que se llevaran al prisionero y apuró su copa de brandy, asqueado de tener que tratar con aquella gentuza inculta y envilecida día tras día.

10

Barcelona, 1957

– Daniel, se ha quedado usted blanco -murmuró Fermín, despertándome del trance.

El comedor de Can Lluís y las calles que habíamos recorrido hasta llegar allí habían desaparecido. Cuanto era capaz de ver era aquel despacho en el castillo de Montjuic y el rostro de aquel hombre hablando de mi madre con palabras e insinuaciones que me quemaban. Sentí algo frío y cortante abrirse camino en mi interior, una rabia como no la había conocido jamás. Por un instante deseé más que nada en el mundo tener a aquel malnacido frente a mí para retorcerle el cuello y mirarle de cerca hasta que le explotasen las venas de los ojos.

– Daniel…

Cerré los ojos un instante y respiré hondo. Cuando los abrí de nuevo estaba de regreso en Can Lluís, y Fermín Romero de Torres me miraba derrotado.

– Perdóneme, Daniel -dijo.

Tenía la boca seca. Me serví un vaso de agua y lo apuré esperando que me viniesen las palabras a los labios.

– No hay nada que perdonar, Fermín. Nada de lo que me ha contado es culpa suya.

– La culpa es mía por tenérselo que contar, para empezar – dijo en voz tan baja que casi resultaba inaudible.

Le vi bajar la mirada, como si no se atreviese a observarme. Comprendí que el dolor que le embargaba al recordar aquel episodio y tener que revelarme la verdad era tan grande que me avergoncé del rencor que se había apoderado de mí.

– Fermín, míreme.

Fermín atinó a mirarme por el rabillo del ojo y le sonreí.

– Quiero que sepa que le agradezco que me haya contado la verdad y que entiendo por qué prefirió no decirme nada de esto hace dos años.

Fermín asintió débilmente pero algo en su mirada me dio a entender que mis palabras no le servían de consuelo alguno. Al contrario. Permanecimos en silencio unos instantes.

– Hay más, ¿verdad? -pregunté al fin.

Fermín asintió.

– ¿Y lo que viene es peor?

Fermín asintió de nuevo.

– Mucho peor.

Desvié la mirada y sonreí al profesor Alburquerque, que se retiraba ya, no sin antes saludarnos.

– Entonces, ¿por qué no nos pedimos otra agua y me cuenta el resto? -pregunté.

– Mejor que sea vino -estimó Fermín-. Del peleón.

11

Barcelona, 1940

Una semana después de la entrevista entre Fermín y el señor director, un par de individuos a los que nadie había visto nunca por la galería y que olían a la legua a Brigada Social se llevaron a Salgado esposado sin mediar palabra.

– Bebo, ¿sabes adonde se lo llevan? -preguntó el número 12.

El carcelero negó, pero en sus ojos se podía ver que algo había oído y que prefería no entrar en el tema. A falta de otras noticias, la ausencia de Salgado fue inmediato objeto de debate y especulación por parte de los prisioneros, que formularon teorías de todo tipo.

– Ése era un espía de los nacionales infiltrado aquí para sacarnos información con el cuento de que lo habían enchironado por sindicalista.

– Sí, por eso le arrancaron dos dedos y vete a saber el qué,

para que todo fuese más convincente.

– Ahora mismo debe de estar en el Amaya poniéndose ciego de merluza a la vasca con sus amiguetes y riéndose de todos nosotros.

– Yo creo que ha confesado lo que sea que querían que cantara y que lo han tirado diez kilómetros mar adentro con una piedra al cuello.

– Tenía cara de falangista. Menos mal que yo no he soltado ni pío, que a vosotros os van a poner a caldo.

– Sí, hombre, a lo mejor hasta nos meten en la cárcel.

A falta de otro pasatiempo, las discusiones se prolongaron hasta que dos días después los mismos individuos que se lo habían llevado lo trajeron de vuelta. Lo primero que todos advirtieron fue que Salgado no se tenía en pie y que lo arrastraban como un fardo. Lo segundo, que estaba pálido como un cadáver y empapado de sudor frío. El prisionero había regresado medio desnudo y cubierto por una costra marrón que parecía una mezcla de sangre seca y sus propios excrementos. Lo dejaron caer en la celda como si fuese una bolsa de estiércol y se marcharon sin despegar los labios.

Fermín lo cogió en brazos y lo tendió en el camastro. Empezó a lavarlo lentamente con unos jirones de tela que consiguió rasgando su propia camisa y algo de agua que le trajo Bebo de tapadillo. Salgado estaba consciente y respiraba con dificultad, pero los ojos le relucían como si alguien les hubiese prendido fuego por dentro. Donde dos días antes había tenido la mano izquierda ahora latía un muñón de carne violácea cauterizado con alquitrán. Mientras Fermín le limpiaba el rostro, Salgado le sonrió con los pocos dientes que le quedaban.

– ¿Por qué no les dice de una vez a esos carniceros lo que quieren saber, Salgado? Es sólo dinero. No sé cuánto tendrá usted escondido, pero no vale esto.

– Y una mierda -masculló con el poco aliento que le quedaba-. Ese dinero es mío.

– Será de toda la gente a la que asesinó y robó usted, si no le importa la precisión.

– Yo no robé a nadie. Ellos lo habían robado antes al pueblo. Y si los ejecuté fue por impartir la justicia que el pueblo reclamaba.

– Ya. Menos mal que vino usted, el Robin Hood de Matadepera, a deshacer el entuerto. Valiente justiciero está usted hecho.

– Ese dinero es mi futuro -escupió Salgado.

Fermín le pasó el paño húmedo por la frente fría y trenzada de arañazos.

– El futuro no se desea; se merece. Y usted no tiene futuro, Salgado. Ni usted, ni un país que va pariendo alimañas como usted y como el señor director, y que luego mira para otro lado. El futuro lo hemos arrasado entre todos y lo único que nos espera es mierda como la que chorrea usted y que ya estoy harto de limpiarle.

Salgado dejó escapar una suerte de gemido gutural que Fermín imaginó que era una carcajada.

– Los discursos ahórreselos usted, Fermín. A ver si ahora se

las va a dar de héroe.

– No. Héroes sobran. Yo lo que soy es un cobarde. Ni más ni menos -dijo Fermín-. Pero al menos lo sé y lo admito.

Fermín siguió limpiándole como pudo, en silenció, y luego lo tapó con el amago de manta forrada de chinches que compartían y que apestaba a orines. Se quedó al lado del ladrón hasta que Salgado cerró los ojos y se sumió en un sueño del que Fermín no estuvo seguro de que fuera a despertar.

– Dígame que se ha muerto ya -llegó la voz del 12.

– Se aceptan apuestas -añadió el número 17-. Un cigarrillo a que palma.

– Váyanse todos a dormir o a la mierda -ofreció Fermín.

Se acurrucó en el extremo opuesto de la celda e intentó conciliar el sueño, pero pronto tuvo claro que aquella noche iba a pasarla en blanco. Al rato puso el rostro entre los barrotes y dejó los brazos colgando sobre la barra de metal que los atravesaba. Al otro lado del corredor, desde las sombras de la celda de enfrente, dos ojos encendidos a la lumbre de un cigarrillo lo observaban.

– No me ha dicho para qué le hizo llamar Valls el otro día – dijo Martín.

– Imagíneselo.

– ¿Alguna petición fuera de lo común?

– Quiere que le sonsaque a usted sobre no sé qué cementerio de libros o algo por el estilo.

– Interesante -comentó Martín.

– Fascinante.

– ¿Le explicó el porqué de su interés sobre ese tema?

– Francamente, señor Martín, nuestra relación no es tan estrecha. El señor director se limita a amenazarme con mutilaciones varias si no cumplo su mandato en cuatro semanas y yo me limito a decir que sí.

– No se preocupe, Fermín. Dentro de cuatro semanas estará usted fuera de aquí.

– Sí, en una playa a orillas del Caribe con dos mulatas bien alimentadas dándome masajes en los pies.

– Tenga fe.

Fermín dejó escapar un suspiro de desaliento. Entre locos, matarifes y moribundos se repartían las cartas de su destino.

12

Aquel domingo, después de su discurso en el patio, el señor director lanzó una mirada inquisitiva a Fermín rematada con una sonrisa que le hizo saborear la bilis en los labios. Tan pronto como los centinelas permitieron a los prisioneros romper filas, Fermín se aproximó subrepticiamente a Martín.

– Brillante discurso -comentó Martín.

– Histórico. Cada vez que ese hombre habla, la historia del pensamiento en Occidente da un giro copernicano.

– El sarcasmo no le va, Fermín. Se contradice con su ternura natural.

– Váyase al infierno.

– En ello estoy. ¿Un cigarrillo?

– No fumo.

– Dicen que ayuda a morir más rápido.

– Pues venga, que no quede.

Fermín no consiguió pasar de la primera calada. Martín le quitó el cigarrillo de los dedos y le dio unas palmadas en la espalda mientras Fermín tosía hasta los recuerdos de la primera comunión.

– No sé cómo puede usted tragarse eso. Sabe a perros chamuscados.

– Es lo mejor que se puede conseguir aquí. Dicen que los hacen con restos de colillas que recogen por los pasillos de la Monumental.

– Pues a mí el bouquet me recuerda más bien a los urinarios, fíjese usted.

– Respire hondo, Fermín. ¿Está mejor?

Fermín asintió.

– ¿Va a contarme algo sobre el cementerio ese para que tenga carnaza que echarle al gorrino en jefe? No hace falta que sea verdad. Cualquier disparate que se le ocurra me sirve.

Martín sonrió exhalando aquel humo fétido entre los dientes.

– ¿Qué tal su compañero de celda, Salgado, el defensor de los pobres?

– Pues mire, creía uno ya que tenía cierta edad y lo había visto todo en este circo de mundo. Y cuando esta madrugada parecía que Salgado había estirado la pata, le oigo levantarse y acercarse a mi catre, como si fuese un vampiro.

– Algo de eso tiene -convino Martín.

– El caso es que se me acerca y se me queda mirando fijamente. Yo me hago el dormido y, cuando Salgado se traga el anzuelo, lo veo escurrirse hasta un rincón de la celda y con la única mano que le queda empieza a hurgarse lo que en ciencia médica se denomina recto o tramo final del intestino grueso -prosiguió Fermín.

– ¿Cómo dice?

– Como lo oye. El bueno de Salgado, convaleciente de su más reciente sesión de mutilación medieval, decide celebrar la primera vez que es capaz de levantarse para explorar ese sufrido rincón de la anatomía humana que la naturaleza ha vedado a la luz del sol. Yo, incrédulo, ni me atrevo a respirar. Pasa un minuto y Salgado parece que tiene dos o tres dedos, los que le quedan, metidos allí dentro en busca de la piedra filosofal o de alguna hemorroide muy profunda. Todo ello acompañado de unos gemidos soterrados que no voy a reproducir.

– Me deja usted de piedra -dijo Martín.

– Pues tome asiento para el gran finale. Tras un minuto o dos de labor prospectiva en territorio anal, deja escapar un suspiro a lo San Juan de la Cruz y se hace el milagro. Al sacar los dedos de allí abajo extrae algo brillante que, incluso desde el rincón en el que estoy, puedo certificar que no es una cagarruta al uso.

– ¿Qué era entonces?

– Una llave. No una llave inglesa, sino una de esas llaves pequeñas, como de maletín o de taquilla de gimnasio.

– ¿Y entonces?

– Y entonces coge la llave, le saca lustre a salivazos, porque me imagino que debía oler a rosas silvestres, y luego se acerca al muro donde, después de convencerse de que sigo dormido, extremo que confirmo con unos ronquidos logradísimos, como de cachorrillo de San Bernardo, procede a esconder la llave insertándola en una grieta entre las piedras que luego recubre con mugre y no descarto que con algún que otro derivado de su palpado por los bajos.

Martín y Fermín se miraron en silencio.

– ¿Piensa usted lo mismo que yo? -inquirió Fermín.

Martín asintió.

¿Cuánto cree que ese capullo de alhelí debe de tener escondido en su nidito de codicia? -preguntó Fermín.

– Lo suficiente para creer que le compensa perder dedos, manos, parte de su masa testicular y Dios sabe qué más para proteger el secreto de su ubicación -aventuró Martín.

– ¿Y ahora qué hago? Porque, antes de permitir que la víbora del señor director ponga las zarpas en el tesorito de Salgado para financiarse la edición en cartoné de sus obras magnas y comprarse un sillón en la Real Academia de la Lengua, me trago esa llave o, si hace falta, me la introduzco yo también en las partes innobles de mi tracto intestinal.

– De momento no haga nada -indicó Martín-. Asegúrese de que la llave sigue ahí y espere mis instrucciones. Estoy ultimando los detalles de su fuga.

– Sin ánimo de ofender, señor Martín, yo le agradezco sobremanera su asesoría y apoyo moral pero en ésta me va el cuello y algún que otro querido apéndice, y a la luz de que la versión más extendida es que está usted como un cencerro, me

inquieta la idea de que estoy poniendo mi vida en sus manos. -Si no se fía usted de un novelista, ¿de quién se va a fiar? Fermín vio a Martín partir patio abajo envuelto en su nube portátil de cigarrillo hecho de colillas. -Madre de Dios -murmuró al viento.

13

El macabro casino de apuestas organizado por el número 17 se prolongó durante varios días en los que tan pronto parecía que Salgado iba a expirar como se levantaba para arrastrarse hasta los barrotes de la celda desde donde recitaba a grito pelado la estrofa «Hjosdeperranomesácaréismcértimomecagoenvuestraputamadre» y variaciones al uso hasta desgañitarse y caer exánime al suelo, de donde lo tenia que levantar Fermín para devolverlo al catre.

– ¿Sucumbe el Cucaracha, Fermín? -preguntaba el 17 tan pronto como le oía caer redondo.

Fermín ya no se molestaba en dar el parte médico de su compañero de celda. Si se terciaba, ya verían pasar el saco de lona.

– Mire, Salgado, si se va a morir muérase ya y si tiene planeado vivir, le ruego que lo haga en silencio porque me tiene hasta la coronilla con sus recitales de espumarajos -decía Fermín arropándolo con un trozo de lona sucia que, en ausencia de Bebo, había conseguido de uno de los carceleros, tras camelárselo con una supuesta receta científica para beneficiarse quinceañeras en flor a base de atontarlas con leches merengadas y melindres.

– Usted no se me haga el caritativo que le veo el plumero y ya sé que es igual que esta colección de carroñeros que se apuestan hasta los calzoncillos a que me muero -replicaba Salgado, que parecía dispuesto a mantener aquella mala leche hasta el último momento.

– Pues mire, no son ganas de contradecir a un moribundo en sus últimos o, cuando menos, tardíos estertores, pero sepa usted que no he apostado ni un real en esta timba, y de echarme un día al vicio no sería con apuestas sobre la vida de un ser humano, aunque usted fíe ser humano tenga lo que yo de coleóptero -sentenció Fermín.

– No se crea que con tanta palabrería me despista -replicó Salgado, malicioso-. Sé perfectamente lo que están tramando usted y su amigo del alma Martín con todo ese cuento de El conde de Montecristo.

– No sé de qué me habla, Salgado. Duérmase un rato, o un año, que nadie lo va a echar de menos.

– Si cree usted que se va a escapar de este lugar es que está tan loco como él.

Fermín sintió un sudor frío en la espalda. Salgado le mostró su sonrisa desdentada a porrazos.

– Lo sabía -dijo.

Fermín negó por lo bajo y se fue a acurrucar a su rincón, tan lejos como pudo de Salgado. La paz apenas duró un minuto.

– Mi silencio tiene un precio -anunció Salgado.

– Tendría que haberlo dejado morir cuando lo trajeron – murmuró Fermín.

– Como muestra de gratitud estoy dispuesto a hacerle una rebaja -dijo Salgado-. Sólo le pido que me haga un último labor y guardaré su secreto.

– ¿Cómo sé que será el último?

– Porque le van a pillar a usted como a todos los que han intentado salir de aquí por pies y, después de buscarle las cosquillas unos días, lo pasarán por el garrote en el patio como espectáculo edificante para el resto y entonces ya no podré pedirle nada más. ¿Qué me dice? Un pequeño labor y mi total cooperación. Le doy mi palabra de honor.

– ¿Su palabra de honor? Hombre, ¿por qué no lo ha dicho antes? Eso lo cambia todo.

– Acérquese…

Fermín dudó un instante, pero se dijo que no tenía nada que perder.

– Sé que el cabrón ese de Valls le ha encargado que averigüe usted dónde tengo escondido el dinero -dijo-. No se moleste en negarlo.

Fermín se limitó a encogerse de hombros.

– Quiero que se lo diga -'instruyó Salgado.

– Lo que usted mande, Salgado. ¿Dónde está el dinero?

– Dígale al director que tiene que ir él solo, en persona. Si alguien lo acompaña no sacará un duro. Dígale que tiene que acudir a la antigua fábrica Viardell en el Pueblo Nuevo, detrás del cementerio. A medianoche. Ni antes ni después.

– Esto suena por lo menos a sainete de misterio de don Carlos Arniches, Salgado…

– Escúcheme bien. Dígale que tiene que entrar en la fábrica y buscar la antigua caseta del guarda junto a la sala de telares. Una vez allí tiene que llamar a la puerta y, cuando le pregunten quién va, debe decir: «Durruti vive.»

Fermín ahogó una carcajada.

– Esa es la memez más grande que he oído desde el último discurso del director.

– Usted limítese a repetirle lo que he dicho.

– ¿Y cómo sabe usted que no iré yo y con sus intrigas y contraseñas de serial de a peseta me llevaré el dinero?

La codicia ardía en los ojos de Salgado.

– No me lo diga: porque estaré muerto -completó Fermín.

La sonrisa reptil de Salgado le desbordaba los labios. Fermín estudió aquellos ojos consumidos por la sed de venganza. Comprendió entonces lo que pretendía Salgado.

– Es una trampa, ¿no?

Salgado no respondió.

– ¿Y si Valls sobrevive? ¿No se ha parado a pensar en lo que le van a hacer?

– Nada que no me hayan hecho ya.

– Le diría que tiene usted un par de huevos si no me constase que sólo le queda parte de uno y, si esta jugada le sale rana, ni eso

– aventuró Fermín.

– Eso es problema mío -atajó Salgado-. ¿En qué quedamos entonces, Montecristo? ¿Trato hecho?

Salgado ofreció la única mano que le quedaba. Fermín la contempló durante unos instantes antes de estrecharla sin ganas.

14

Fermín tuvo que esperar al tradicional discurso del domingo tras la misa y al escaso intervalo al aire libre en el patio para aproximarse a Martín y confiarle lo que Salgado le había pedido.

– No interferirá en el plan -aseguró Martín-. Haga lo que le pide. Ahora no podemos permitirnos un chivatazo.

Fermín, que llevaba días entre la náusea y la taquicardia, se secó el sudor frío que le chorreaba por la frente.

– Martín, no es por desconfianza, pero si ese plan que está preparando es tan bueno, ¿por qué no lo usa usted para salir de aquí?

Martín asintió, como si llevase días esperando oír aquella pregunta.

– Porque yo merezco estar aquí y, aunque no fuese así, no hay lugar ya para mí fuera de estos muros. No tengo adonde ir.

– Tiene a Isabela…

– Isabella está casada con un hombre diez veces mejor que yo. Lo único que conseguiría saliendo de aquí sería hacerla

desgraciada.

– Pero ella está haciendo todo lo posible por sacarle de aquí…

Martín negó.

– Me tiene usted que prometer algo, Fermín. Es lo único que le pediré a cambio de ayudarle a escapar.

Éste es el mes de las peticiones, pensó Fermín asintiendo de buen grado.

– Lo que usted me pida.

– Si consigue salir le pido que, si está en su mano, cuide de ella. A distancia, sin que ella lo sepa, sin que ni siquiera sepa que usted existe. Que cuide de ella y de su hijo, Daniel. ¿Hará eso por mí, Fermín?

– Por supuesto.

Martín sonrió con tristeza.

– Es usted un buen hombre, Fermín.

– Ya van dos ocasiones en que me dice eso, y cada vez me suena peor.

Martín extrajo uno de sus apestosos cigarrillos y lo encendió.

– No tenemos mucho tiempo. Brians, el abogado que contrató Isabela para llevar mi caso, estuvo ayer aquí. Cometí el error de contarle lo que Valls quiere de mí.

– Lo de reescribirle la bazofia esa…

– Exactamente. Le pedí que no le dijese nada a Isabella, pero le conozco y tarde o temprano lo hará, y ella, a la que conozco todavía mejor, se pondrá hecha una furia y vendrá aquí para

amenazar a Valls con esparcir a los cuatro vientos su secreto.

– ¿Y no puede usted detenerla?

– Intentar detener a Isabela es como intentar detener un tren de carga: una misión para tontos.

– Cuanto más me habla de ella más me apetece conocerla. A mí las mujeres con carácter…

– Fermín, le recuerdo su promesa.

Fermín se llevó la mano al corazón y asintió con solemnidad. Martín prosiguió.

– A lo que iba. Cuando eso suceda Valls puede hacer cualquier tontería. Es un hombre a quien le mueve la vanidad, la envidia y la codicia. Cuando se sienta acorralado dará un paso en falso. No sé qué, pero estoy seguro de que algo intentará. Es importante que para entonces ya esté usted fuera de aquí.

– No es que yo tenga muchas ganas de quedarme, la verdad…

– No me entiende usted. Hay que adelantar el plan.

– ¿Adelantarlo? ¿A cuándo?

Martín lo observó largamente a través de la cortina de humo que ascendía de sus labios.

– A esta noche.

Fermín intentó tragar saliva, pero tenía la boca llena de polvo.

– Pero si todavía no sé ni cuál es el plan…

– Abra bien los oídos.

15

Aquella tarde, antes de regresar a la celda, Fermín se acercó a uno de los centinelas que le habían conducido al despacho de Valls.

– Dígale al señor director que tengo que hablar con él.

– ¿De qué, si puede saberse?

– Dígale que tengo los resultados que esperaba. Él sabrá de lo que hablo.

Antes de una hora el centinela y su compañero se personaron a la puerta de la celda número 13 para recoger a Fermín. Salgado lo observaba todo con una expresión canina desde el catre, masajeándose el muñón. Fermín le guiñó un ojo y partió bajo la custodia de los centinelas.

El señor director lo recibió con una sonrisa efusiva y un plato de pastas de Casa Escribá.

– Fermín, amigo mío, qué placer tenerle de nuevo aquí para mantener una charla inteligente y productiva. Tome asiento, por favor, y deguste a discreción esta fina selección de dulces que me ha traído la esposa de uno de los prisioneros.

Fermín, que hacía días que era incapaz de ingerir ni un grano de alpiste, cogió una rosquilla por no contradecir a Valls y la sostuvo en la mano como si se tratase de un amuleto. Fermín advirtió que el señor director había dejado de tutearle y supuso que el nuevo tratamiento de usted sólo podía tener consecuencias funestas. Valls se sirvió una copa de brandy y se dejó caer en su butacón de general.

– ¿Y bien? Entiendo que tiene usted buenas noticias para mí -le invitó a hablar el señor director.

Fermín asintió.

– En el capítulo de Bellas Letras, puedo confirmarle a su ilustrísima que Martín está más que persuadido y motivado para realizar la labor de pulido y planchado que le solicitó. Es más, me ha comentado que el material que le proporcionó usted es de tan alta calidad y finura que cree que su tarea será sencilla, porque basta con poner puntos sobre dos o tres íes de la genialidad del señor director para obtener una obra maestra digna del más selecto Paracelso.

Valls se detuvo a absorber el cañonazo de palabrería de Fermín, pero asintió cortés sin aflojar la sonrisa helada.

– No hace falta que me lo endulce, Fermín. Me basta con saber que Martín hará lo que tiene que hacer. Ambos sabemos que la labor no es de su agrado, pero me alegra que se avenga a razones y que comprenda que facilitar las cosas nos beneficia a todos. Ahora, respecto a los otros dos puntos…

– A ello iba. Respecto al camposanto de los tomos enajenados…

– Cementerio de los Libros Olvidados -corrigió Valls-. ¿Ha podido sonsacarle a Martín la ubicación?

Fermín asintió con plena convicción.

– Por lo que he podido colegir, el susodicho osario está oculto tras un laberinto de túneles y cámaras bajo el mercado del Borne.

Valls sopesó aquella revelación, visiblemente sorprendido.

– ¿Y la entrada?

– Hasta ahí no pude llegar, señor director. Imagino que en alguna trampilla oculta tras el aparejo y pestuzo disuasorio de algunos de los puestos de verduras al por mayor. Martín no quería hablar del tema y pensé que si le presionaba demasiado se cerraría en banda.

Valls asintió lentamente.

– Hizo bien. Prosiga.

– Y para finalizar, en relación con la tercera petición de vuecencia, aprovechando los estertores y las agonías mortales del abyecto Salgado pude persuadirle para que, en su delirio, confesara el escondrijo del pingüe botín de su criminal andadura al servicio de la masonería y el marxismo.

– ¿Cree usted que va a morir, entonces?

– De un momento a otro. Creo que ya se ha encomendado a san León Trotsky y está a la espera del soplo final para ascender al politburó de la posteridad.

Valls negó por lo bajo.

– Ya les dije a esos animales que a la fuerza no le sacarían nada.

– Técnicamente le sacaron alguna gónada o miembro, pero coincido con el señor director en que con alimañas como Salgado la única vía de actuación es la psicología aplicada.

– ¿Y entonces? ¿Dónde escondió el dinero?

Fermín se inclinó hacia adelante y adoptó un tono confidencial.

– Es complicado de explicar.

– No me venga con rodeos que lo envío al sótano a que le refresquen la oratoria.

Fermín procedió entonces a venderle a Valls aquella intriga peregrina que había obtenido de labios de Salgado. El señor director lo escuchaba con incredulidad.

– Fermín, le advierto que si me está mintiendo se arrepentirá. Lo que han hecho con Salgado no llegará ni a aperitivo de lo que harán con usted.

– Le aseguro a su señoría que le estoy repitiendo lo que me dijo Salgado palabra por palabra. Si quiere usted se lo juro sobre el retrato fehaciente del Caudillo por la gracia de Dios que obra sobre su escritorio.

Valls le miró a los ojos fijamente. Fermín le sostuvo la mirada sin pestañear, tal y como le había enseñado Martín. Finalmente el señor director retiró la sonrisa y, una vez conseguida la información que buscaba, el plato de pastas. Sin pretensión alguna de cordialidad chasqueó los dedos y los dos centinelas entraron para llevarse a Fermín de nuevo a la celda.

Esta vez Valls no se molestó ni en amenazar a Fermín. Mientras le arrastraban corredor abajo, Fermín vio que el secretario del director se cruzaba con ellos y se detenía en el umbral del despacho de Valls.

– Señor director, Sanahuja, el médico de la celda de Martín…

– Sí ¿Qué?

– Que dice que Martín ha tenido un desvanecimiento y que piensa que podría ser algo grave. Solicita permiso para acudir al botiquín a buscar algunas cosas…

Valls se levantó, iracundo.

– ¿Y a qué estás esperando? Venga. Llevadle y que coja lo que necesite.

16

Por orden del señor director un carcelero quedó apostado frente a la celda de Martín mientras el doctor Sanahuja administraba sus cuidados. Era un joven de no más de veinte años, nuevo en el turno. Se suponía que Bebo tenía el turno de noche, pero en su lugar y sin explicación se había presentado aquel novato pardillo que no parecía capaz ni de aclararse con el manojo de llaves y que estaba más nervioso que cualquiera de los prisioneros. Rondaban las nueve de la noche cuando el doctor, visiblemente cansado, se aproximó a los barrotes y se dirigió al carcelero.

– Necesito más gasas limpias y agua oxigenada.

– No puedo abandonar el puesto.

– Ni yo puedo abandonar a un paciente. Por favor. Gasas y agua oxigenada.

El carcelero se agitó nerviosamente.

– Al señor director le disgusta que no se sigan sus instrucciones al pie de la letra.

'Menos le gustará que le pase algo a Martín porque usted

no me ha hecho caso.

El joven carcelero sopesó la situación.

Jefe, que no vamos a atravesar las paredes ni a comernos

los barrotes… -argumentó el doctor.

El carcelero dejó escapar una maldición y partió a toda prisa. Mientras el carcelero se alejaba rumbo al botiquín, Sanahuja esperó frente a los barrotes. Salgado llevaba dormido dos horas, respirando con dificultad. Fermín se acercó sigilosamente hasta el corredor y cruzó una mirada con el doctor. Sanahuja le lanzó entonces el paquete, que no llegaba al tamaño de una baraja de cartas, envuelto en un jirón de tela y atado con un cordel. Fermín lo atrapó al vuelo y se retiró rápidamente a las sombras del fondo de su celda. Cuando el carcelero regresó con lo que Sanahuja le había pedido, se asomó a los barrotes y escrutó la silueta de Salgado.

– Está en las últimas -dijo Fermín-. No creo que llegue a mañana.

– Tú mantenlo vivo hasta las seis. Que no me joda la marrana y que se muera en el turno de otro.

– Se hará lo humanamente posible -replicó Fermín.

17

Aquella noche, mientras Fermín deshacía en su celda el paquete que el doctor Sanahuja le había pasado desde el corredor, un Studebaker negro conducía al señor director por la carretera que descendía desde Montjuic a las calles oscuras que bordeaban el puerto. Jaime, el chofer, prestaba particular atención para evitar baches y cualquier otro traspié que pudiera incomodar a su pasajero o interrumpir el trance de sus pensamientos. El nuevo director no era como el antiguo. El antiguo director solía entablar conversaciones con él cuando iban en el coche y en alguna ocasión se había sentado delante, a su lado. El director Valls no le dirigía la palabra excepto para darle una orden y raramente cruzaba la mirada con él a menos que hubiese cometido un error, o pisado una piedra, o tomado una curva demasiado de prisa. Entonces sus ojos se encendían en el espejo retrovisor y un gesto displicente afloraba en su rostro. El director Valls no le permitía encender la radio porque decía que las emisiones que se escuchaban insultaban a su inteligencia. Tampoco le permitía llevar en el salpicadero las fotografías de su esposa y de su hija.

Afortunadamente, a aquella hora de la noche ya no había tráfico y la ruta no presentó sobresaltos. En apenas unos minutos el coche rebasó las Atarazanas, bordeó el monumento a Colón y enfiló las Ramblas. En un par de minutos llegó frente al café de la Ópera y se detuvo. El público del Liceo, al otro lado de la calle, ya había entrado para la sesión de noche y las Ramblas estaban casi desiertas. El chofer descendió y, tras comprobar que no había nadie cerca, procedió a abrir la puerta a Mauricio Valls. El señor director se apeó y contempló el paseo sin interés. Se ajustó la corbata y se peinó los hombros de la chaqueta con las manos.

– Espere aquí -dijo al chofer.

Cuando entró el señor director, el café estaba casi desierto. El reloj que había tras la barra marcaba cinco minutos para las diez de la noche. El señor director respondió al saludo del camarero con un asentimiento y se sentó a una mesa del fondo. Se quitó los guantes con parsimonia y extrajo su pitillera de plata, la que le había regalado su suegro en el primer aniversario de bodas. Encendió un cigarrillo y contempló el viejo café. El camarero se aproximó bandeja en mano y pasó un paño húmedo que olía a lejía sobre la mesa. El señor director le lanzó una mirada de desprecio que el empleado ignoró.

– ¿Qué tomará el señor?

– Dos manzanillas.

– ¿En la misma taza?

– No. En tazas separadas.

– ¿Espera el caballero compañía?

– Evidentemente.

– Muy bien. ¿Se le ofrece alguna cosa más?

– Miel.

– Sí, señor.

El camarero partió sin prisa y el señor director murmuró algo despectivo por lo bajo. Una radio sobre la barra emitía el murmullo de un consultorio sentimental e intercalaba anuncios de la firma de cosméticos Bella Aurora, cuyo uso diario garantizaba juventud, belleza y lozanía. Cuatro mesas más allá un hombre mayor parecía haberse dormido con un periódico en la mano. El resto de las mesas estaban vacías. Las dos tazas humeantes llegaron cinco minutos después. El camarero las puso sobre la mesa con infinita lentitud y luego dejó un tarro con miel.

– ¿Será todo, caballero?

Valls asintió. Esperó a que el camarero hubiera regresado a la barra para extraer el Irasco que llevaba en el bolsillo. Desenroscó el tapón y lanzó una mirada al otro parroquiano, que seguía noqueado por la prensa. El camarero estaba de espaldas tras la barra, secando vasos.

Valls tomó el Irasco y vertió el contenido en la taza que quedaba al otro extremo de la mesa. Luego mezcló un chorro generoso de miel y procedió a remover la manzanilla con la cucharita hasta que estuvo completamente diluida. En la radio leían la angustiada misiva de una señora de Betanzos cuyo marido, al parecer contrariado porque se le había quemado el estofado de Todos los Santos, se había echado al bar con los amigos a escuchar el fútbol y ni paraba en casa ni había vuelto a misa. Se le recomendaba oración, entereza y que usase sus armas de mujer, pero dentro de los estrictos límites de la familia cristiana. Valls consultó de nuevo el reloj. Eran las diez y cuarto.

18

A las diez y veinte Isabella Sempere entró por la puerta. Vestía un abrigo sencillo y llevaba el pelo recogido y el rostro sin maquillar. Valls la vio y alzó la mano. Isabella se quedó un instante observándole y luego se aproximó lentamente a la mesa. Valls se levantó y ofreció su mano sonriendo afablemente. Isabella ignoró la mano y tomó asiento.

– Me he tomado la libertad de pedir dos manzanillas, que es lo que mejor sienta en una noche desapacible como ésta.

Isabella asintió evitando la mirada de Valls. El señor director la contempló detenidamente. La señora de Sempere, como siempre que acudía a verle, se había desarreglado todo lo posible y había intentado disimular su belleza. Valls observó el dibujo de sus labios, el pulso en su garganta y la curva de sus senos bajo el abrigo.

– Usted dirá -dijo Isabella.

– Ante todo, permítame agradecerle que haya acudido a este encuentro con tan poco margen de tiempo. He recibido su nota esta tarde y he creído que era conveniente que hablásemos del tema fuera del despacho y de la prisión.

Isabela se limitó a asentir. Valls probó la manzanilla y se relamió los labios.

– Buenísima. La mejor de Barcelona. Pruébela.

Isabela ignoró su invitación.

– Como comprenderá, toda discreción es poca. ¿Puedo preguntarle si le ha dicho a alguien que venia usted aquí esta noche?

Isabela negó.

– ¿Su esposo tal vez?

– Mi marido está haciendo inventario en la librería. No llegará a casa hasta bien entrada la madrugada. Nadie sabe que estoy aquí.

– ¿Le pido otra cosa? Si no le apetece una manzanilla…

Isabela negó y tomó la taza en sus manos.

– Está bien así.

Valls sonrió serenamente.

– Como le decía, he recibido su carta. Entiendo su indignación y quería explicarle que todo se trata de un malentendido.

– Está usted chantajeando a un pobre enfermo mental, su prisionero, para que le escriba una obra con la que ganar reputación. No creo haber entendido mal nada hasta ese punto.

Valls deslizó una mano hacia Isabela.

– Isabela… ¿Puedo llamarla así?

– No me toque.

Valls retiró la mano, esgrimiendo un gesto conciliador.

– Está bien, sólo hablemos con calma.

– No hay nada de qué hablar. Si no deja usted en paz a David, llevaré su historia y su fraude hasta Madrid o hasta donde haga falta. Todos sabrán qué clase de persona y qué clase de literato es usted. Nada ni nadie me va a detener.

Las lágrimas asomaban en los ojos de Isabela y la taza de manzanilla temblaba en sus manos.

– Por favor, Isabela. Beba un poco. Le hará bien.

Isabela bebió un par de sorbos, ausente.

– Así, con una pizca de miel, es como sabe mejor -añadió Valls.

Isabela bebió dos o tres sorbos más.

– Debo decirle que la admiro, Isabela -dijo Valls-. Pocas personas tendrían el coraje y la entereza de defender a un pobre infeliz como Martín…, alguien a quien todos han abandonado y traicionado. Todos menos usted.

Isabela miró nerviosamente el reloj sobre la barra. Eran las diez y treinta y cinco. Tomó un par de sorbos más de manzanilla y apuró la taza.

– Debe usted de apreciarle mucho -aventuró Valls-. A veces me pregunto si, con el tiempo y cuando llegue a conocerme mejor, tal como soy, podrá usted apreciarme tanto como a él.

– Me da usted asco, Valls. Usted y toda la escoria como usted.

– Lo sé, Isabella. Pero es la escoria como yo la que siempre manda en este país y la gente como usted la que siempre se queda en la sombra. Tanto da qué bando lleve las riendas.

– Esta vez 110. Esta vez sus superiores sabrán lo que está haciendo.

– ¿Qué le hace pensar que les importará, o que ellos no hacen lo mismo o mucho más que yo, que apenas soy un aficionado?

Valls sonrió y extrajo un folio doblado del bolsillo de su chaqueta.

– Isabella, quiero que sepa que yo no soy como usted piensa. Y, para demostrárselo, aquí está la orden de liberación de David Martín, con fecha de mañana.

Valls le mostró el documento. Isabella lo examinó incrédula. Valls sacó su pluma y, sin más, firmó el documento.

– Ahí está. David Martín es, técnicamente, un hombre libre. Gracias a usted, Isabella. Gracias a usted…

Isabella le devolvió una mirada vidriosa. Valls apreció cómo sus pupilas se dilataban lentamente y una película de sudor afloraba sobre su labio superior.

– ¿Se encuentra bien? Está usted pálida…

Isabella se levantó tambaleándose y se aferró a la silla.

– ¿Está mareada, Isabella? ¿La acompaño a algún sitio?

Isabella retrocedió unos pasos y tropezó con el camarero en su camino hacia la salida. Valls se quedó en la mesa, saboreando su manzanilla hasta que el reloj marcó las diez y cuarenta y cinco. Dejó entonces unas monedas sobre la mesa y lentamente se encaminó hacia la salida. El coche le esperaba en la acera, y el chofer sostenía abierta la puerta.

– ¿Desea el señor director ir a casa o al castillo?

– A casa, pero primero vamos a hacer una parada en el Pueblo Nuevo, en la antigua fábrica Vilardell -ordenó.

De camino a recoger el botín prometido, Mauricio Valls, futuro insigne de las letras españolas, contempló el desfile de calles negras y desiertas de aquella Barcelona maldita que tanto detestaba, y derramó lágrimas por Isabella y por lo que podría haber sido.

19

Cuando Salgado despertó de su letargo y abrió los ojos, lo primero que advirtió fue que había alguien inmóvil observándole al pie del camastro. Sintió un amago de pánico y por un instante creyó que todavía estaba en la sala del sótano. Un parpadeo en la luz que flotaba desde los candiles del corredor dibujó rasgos conocidos.

– Fermín, ¿es usted? -preguntó.

La figura en la sombra asintió y Salgado respiró hondo.

– Tengo la boca seca. ¿Queda algo de agua?

Fermín se aproximó lentamente. Portaba algo en la mano: un paño y un Irasco de cristal.

Salgado vio cómo Fermín vertía el líquido del frasco en el tejido.

– ¿Qué es eso, Fermín?

Fermín no contestó. Su rostro no mostraba expresión alguna. Se inclinó sobre Salgado y le miró a los ojos.

– Fermín, no…

Antes de que pudiera pronunciar otra sílaba Fermín le colocó el paño sobre la boca y la nariz, y apretó con fuerza mientras le sujetaba la cabeza sobre el camastro. Salgado se agitaba con la poca fuerza que le quedaba. Fermín mantuvo el paño sobre su rostro. Salgado le miraba aterrado. Segundos más tarde perdió el conocimiento. Fermín no levantó el paño. Contó cinco segundos más y sólo entonces lo retiró. Se sentó en el camastro dando la espalda a Salgado y esperó unos minutos. Luego, tal y como le había dicho Martín, se acercó a la puerta de la celda.

– ¡Carcelero! -llamó.

Escuchó los pasos del novato aproximándose por el corredor. El plan de Martín contemplaba que fuese Bebo quien estuviese en su puesto aquella noche como estaba previsto, y no aquel cretino.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó el carcelero.

– Es Salgado, que ha palmado.

El carcelero sacudió la cabeza y esbozó una expresión exasperada.

– Me cago en su puta madre. ¿Y ahora qué?

– Traiga usted el saco.

El carcelero maldijo su suerte.

– Si quiere ya lo meteré yo, jefe -se ofreció Fermín.

El carcelero asintió con un asomo de gratitud.

– Si me trae el saco ahora, mientras yo lo voy metiendo usted puede dar aviso y nos lo recogen antes de medianoche -añadió Fermín.

El carcelero asintió de nuevo y partió en busca del saco de lona. Fermín permaneció a la puerta de la celda. Al otro lado del corredor, Martín y Sanahuja le observaban en silencio.

Diez minutos después, el carcelero regresó sosteniendo la saca por un extremo, incapaz de disimular la náusea que le producía aquel hedor a carroña podrida. Fermín se retiró al fondo de la celda sin esperar instrucciones. El carcelero abrió la celda y echó el saco al interior.

– Avíselos ahora, jefe, y así nos quitan de encima el fiambre antes de las doce o lo tendremos aquí hasta mañana por la noche.

– ¿Seguro que lo puede meter ahí usted solo?

– No se preocupe, jefe, que hay práctica.

El carcelero asintió de nuevo, no del todo convencido.

– A ver si tenemos suerte, porque el muñón le está empezando a supurar y eso va a oler que no le cuento…

– Joder -dijo el carcelero alejándose a toda prisa.

Tan pronto como lo oyó llegar al extremo del corredor, Fermín procedió a desnudar a Salgado y luego se desprendió de su ropas. Se vistió con los harapos pestilentes del ladrón y le puso los suyos. Colocó a Salgado de lado en el camastro, de cara al muro, y lo tapó con la manta hasta cubrirle medio rostro. Entonces agarró el saco de lona y se introdujo dentro. Iba a cerrar la saca cuando recordó algo.

Volvió a salir a toda prisa y se acercó al muro. Rascó con las uñas entre las dos piedras donde había visto a Salgado esconder la llave hasta que asomó la punta. Intentó asirla con los dedos, pero la llave resbalaba y quedaba apresada entre la piedra.

– Dese prisa -llegó la voz de Martín desde el otro lado del corredor.

Fermín clavó las uñas sobre la llave y tiró con fuerza. La uña del anular se desprendió y una punzada de dolor le cegó por unos segundos. Fermín ahogó un grito y se llevó el dedo a los labios. El sabor de su propia sangre, salado y metálico, le llenó la boca. Abrió los ojos de nuevo y vio que un centímetro de la llave sobresalía de la grieta. Esta vez pudo retirarla con facilidad.

Volvió a calzarse la saca de lona y, como pudo, cerró el nudo desde el interior, dejando una abertura de casi un palmo. Contuvo las arcadas que le subían por la garganta y se tendió en el suelo, anudando los cordeles desde el interior de la saca hasta dejar apenas una rendija del tamaño de un puño. Se llevó los dedos a la nariz y prefirió respirar a través de su propia mugre antes que rendirse a aquel hedor a podredumbre. Ahora sólo cabía esperar, se dijo.

20

Las calles del Pueblo Nuevo estaban sumergidas en una tiniebla espesa y húmeda que reptaba desde la ciudadela de chabolas y cabañas en la playa del Somorrostro. El Studebaker del señor director atravesaba los velos de bruma lentamente y avanzaba entre los cañones de sombras formados por fábricas, almacenes y hangares oscuros y decrépitos. Las luces del coche dibujaban dos túneles de claridad al frente. Al rato la silueta de la antigua fábrica textil Viardell asomó en la niebla. Las chimeneas y crestas de pabellones y talleres abandonados se perfilaron al fondo de la calle. El gran portón estaba custodiado por una reja de lanzas; tras ésta se adivinaba un laberinto de maleza entre la que sobresalían los esqueletos de camiones y carromatos abandonados. El chofer se detuvo frente a la entrada de la vieja factoría.

– Deje el motor en marcha -ordenó el señor director.

Los haces de luz de ambos faros penetraban en la negrura más allá del portón, revelando el estado ruinoso de la fábrica, bombardeada durante la guerra y abandonada como tantas

estructuras en toda la ciudad.

A un lado se apreciaban unos barracones sellados con tablones de madera y, frente a unas cocheras que parecían haber sido pasto de las llamas, se alzaba lo que Valls supuso que era la antigua casa de los vigilantes. El aliento rojizo de una vela o un candil de aceite lamía el contorno de una de las ventanas cerradas. El señor director observó la escena sin prisa desde el asiento trasero del coche. Tras varios minutos de espera, se inclinó hacia adelante y se dirigió al chofer.

– Jaime, ¿ve usted esa casa a la izquierda, frente a la cochera?

Era la primera vez que el señor director se dirigía a él por su nombre de pila. Algo en aquel tono repentinamente amable y cálido le hizo preferir el trato frío y distante habitual.

– ¿La caseta, dice usted?

– La misma. Quiero que se acerque hasta allí y llame a la puerta.

– ¿Quiere que entre ahí? ¿En la fábrica?

El señor director dejó caer un suspiro de impaciencia.

– En la fábrica no. Escúcheme bien. Ve la casa, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Muy bien. Pues se acerca usted a la verja, se cuela por la abertura que hay entre los barrotes, va hasta la caseta y llama a la puerta. ¿Hasta ahí todo claro?

El chofer asintió con escaso entusiasmo.

– Bien. Cuando haya usted llamado, alguien le abrirá. Cuando lo haga le dice: «Durruti vive.»

– ¿Durruti?

– No me interrumpa. Usted repita lo que le he dicho. Le darán algo. Probablemente una maleta o un lardo. Lo trae usted, y ya está. Simple, ¿no?

El chófer estaba pálido y no cesaba de mirar por el retrovisor, como si esperase que alguien o algo emergiese de las sombras en cualquier momento.

– Tranquilo, Jaime. No va a pasar nada. Le pido esto como un favor personal Dígame, ¿está usted casado?

– Hará ahora tres años que me casé, señor director.

– Ah, qué bien. ¿Y tiene usted hijos?

– Una niña de dos años y mi señora está esperando, señor director.

– La familia es lo más importante, Jaime. Es usted un buen español Si le parece, como regalo de bautizo anticipado y muestra de mi agradecimiento por su excelente trabajo, le voy a dar cien pesetas. Y si me hace este pequeño favor le voy a recomendar para un ascenso. ¿Qué le parecería un empleo de despacho en la Diputación? Tengo buenos amigos allí y me dicen que buscan hombres con carácter para sacar al país del pozo al que lo han llevado los bolcheviques.

A la mención del dinero y de las buenas perspectivas una leve sonrisa asomó a los labios del chofer.

– ¿No será peligroso o…?

– Jaime, que soy yo, el señor director. ¿Le iba a pedir yo que hiciera algo peligroso o legal?

El chofer le miró en silencio. Valls le sonrió.

– Repítame qué es lo que tiene que hacer, ande.

– Voy hasta la puerta de la casa y llamo. Cuando abran digo: «Viva Durruti.»

– Durruti vive.

– Eso. Durruti vive. Me dan la maleta y la traigo.

– Y nos vamos a casa. Así de fácil.

El chofer asintió y, tras un instante de duda, bajó del coche y se aproximó a la veja. Valls observó su silueta atravesando el haz de luz de los faros y llegar ante la entrada. Allí se volvió un instante a mirar el coche.

– Venga, imbécil, entra -murmuró Valls.

El chófer se coló entre los barrotes y, sorteando escombros y maleza, se acercó lentamente a la puerta de la casa. El señor director extrajo el revólver que llevaba en el bolsillo interior del abrigo y tensó el percutor. El chófer llegó a la puerta y se detuvo allí. Valls lo vio llamar dos veces y esperar. Transcurrió casi un minuto sin que nada sucediese.

– Otra vez -murmuró Valls para sí.

El chófer miraba ahora hacia el coche, como si no supiera qué hacer. De repente un soplo de luz amarillenta se dibujó donde un instante antes había estado la puerta cerrada. Valls vio cómo el chófer pronunciaba la contraseña. Se volvió una vez más a mirar hacia el coche, sonriendo. El disparo, a bocajarro, le reventó la sien y le atravesó el cráneo. Una neblina de sangre emergió por el otro lado y el cuerpo, ya cadáver, se sostuvo un instante en pie envuelto en el halo de pólvora antes de precipitarse al suelo como un muñeco roto.

Valls bajó del asiento trasero a toda prisa y se colocó al volante del Studebaker. Sosteniendo el revólver sobre el salpicadero y apuntando hacia la entrada de la fábrica con la mano izquierda, puso la marcha atrás y pisó el acelerador. El coche retrocedió hacia la tiniebla tropezando con baches y charcos que punteaban la calle. Mientras se alejaba pudo ver el resplandor de varios disparos a la puerta de la fábrica, pero ninguno alcanzó el coche. Sólo cuando estuvo a unos doscientos metros maniobró para dar la vuelta y, acelerando a fondo, se alejó de allí mordiéndose los labios de rabia.

21

Encerrado en el interior del saco, Fermín sólo pudo oír sus voces.

– Fiemos tenido suerte, tú -dijo el carcelero novato.

– Fermín se ha dormido ya -dijo el doctor Sanahuja desde su celda.

– Suerte que tienen algunos -dijo el carcelero-. Ahí lo tenéis. Ya os lo podéis llevar.

Fermín oyó pasos a su alrededor y sintió una sacudida repentina cuando uno de los enterradores rehizo el nudo y lo cerró con fuerza. Luego lo levantaron entre dos y, sin miramientos, lo arrastraron por el corredor de piedra. Fermín no se atrevió a mover ni un músculo.

Los golpes de escalones, esquinas, puertas y peldaños le acuchillaban el cuerpo sin piedad. Se llevó un puño a la boca y lo mordió para no gritar de dolor. Tras un largo periplo Fermín percibió una caída brusca de temperatura y la pérdida de aquel eco claustro- fóbico que existía en todo el interior del castillo. Estaban fuera. Lo arrastraron varios metros sobre un firme empedrado y salpicado de charcos. El frío empezó a calar rápidamente a través de la saca.

Finalmente sintió que lo levantaban y lo lanzaban al vacío. Aterrizó en lo que parecía una superficie de madera. Unos pasos se alejaban. Fermín respiró hondo. El interior de la saca hedía a excremento, carne podrida y gasoil. Escuchó cómo arrancaba el motor del camión y, tras una sacudida, sintió el movimiento del vehículo y el tirón de una pendiente que hizo rodar la saca. Comprendió que el vehículo se alejaba colina abajo con un lento traqueteo por el mismo camino por el que había llegado allí meses atrás. Recordaba que el ascenso a la montaña había sido largo y plagado de curvas. Al poco, sin embargo, notó que el vehículo giraba y enfilaba un nuevo camino sobre un terreno llano y tosco, sin asfaltar Se habían desviado y Fermín tuvo la certeza de que se estaban adentrando en la montaña en vez de descender hacia la ciudad. Algo había salido mal.

No fue hasta entonces cuando se le ocurrió pensar que tal vez Martín no lo había calculado todo, que algún detalle se le había escapado. Al fin y al cabo, nadie sabía a ciencia cierta qué hacían con los cadáveres de los presos. Tal vez Martín no se había parado a pensar que a lo mejor lanzaban los cuerpos a una caldera para deshacerse de ellos. Pudo imaginar a Salgado, al despertar de su letargo de cloroformo, riéndose y diciendo que antes de arder en el infierno Fermín Romero de Torres, o como diantres se llamase, había ardido en vida.

El camino se prolongó unos minutos. Al poco, cuando el vehículo empezó a aminorar la marcha, Fermín lo percibió por primera vez. Un hedor como nunca había conocido. Se le encogió el corazón y, mientras aquel vapor indecible le llevaba a la náusea, deseó no haber escuchado nunca al loco de Martín y haberse quedado en su celda.

22

Cuando el señor director llegó al castillo de Montjuic, descendió del coche y se dirigió a toda prisa a su despacho. Su secretario estaba anclado en su pequeño escritorio frente a la puerta, mecanografiando la correspondencia del día con dos dedos.

– Deja eso y haz que traigan ahora mismo al hijo de perra de Salgado -ordenó.

El secretario le miró desconcertado, dudando si abrir la boca.

– No te quedes ahí pasmado. Muévete.

El secretario se levantó, azorado, y rehuyó la mirada iracunda del señor director.

– Salgado ha muerto, señor director. Esta misma noche…

Valls cerró los ojos y respiró hondo.

– Señor director…

Sin molestarse en dar explicaciones Valls corrió y no se detuvo hasta llegar a la celda número 13. Al verle, el carcelero salió de su modorra y le dedicó un saludo militar.

– Excelencia, qué…

– Abre. Rápido.

El carcelero abrió la celda y Valls entró sin contemplaciones. Se dirigió al camastro y, asiendo del hombro el cuerpo que había sobre el camastro, tiró con fuerza. Salgado quedó tendido boca arriba. Valls se inclinó sobre el cuerpo y le olfateó el aliento. Se volvió entonces al carcelero, que le miraba aterrado.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Se lo han llevado los de la funeraria…

Valls le propinó una bofetada que lo derribó. Dos centinelas se habían personado en el corredor a la espera de las instrucciones del director.

– Lo quiero vivo -les dijo.

Los dos centinelas asintieron y partieron a paso ligero. Valls se quedó allí, apoyado contra los barrotes de la celda que compartían Martín y el doctor Sanahuja. El carcelero, que se había levantado y no se atrevía ni a respirar, creyó ver que el señor director se estaba riendo.

– Idea suya, supongo, ¿verdad, Martín? -preguntó Valls, al fin.

El señor director hizo un amago de reverencia y, mientras se alejaba por el corredor, aplaudió lentamente.

23

Fermín notó que el camión aminoraba la marcha y negociaba los últimos escollos de aquel camino sin pavimentar. Tras un par de minutos de baches y quejidos del camión, el motor se detuvo. El hedor que traspasaba el tejido de la saca era indescriptible. Los dos enterradores se aproximaron a la parte trasera del camión. Escuchó el chasquido de la palanca que aseguraba el cierre y luego, de súbito, un fuerte tirón en la saca y una caída al vacío.

Fermín golpeó el suelo con el costado. Un dolor sordo se extendió por su hombro. Antes de que pudiese reaccionar, los dos enterradores recogieron el saco del suelo empedrado y, sosteniendo un extremo cada uno de ellos, lo llevaron cuesta arriba hasta detenerse unos metros más allá. Dejaron caer de nuevo el saco y entonces Fermín oyó cómo uno de ellos se arrodillaba y empezaba a deshacer el nudo que sellaba la saca. Los pasos del otro se alejaron un par de metros y pudo percibir cómo recogía algo metálico. Fermín intentó tomar aire pero aquel miasma le quemaba la garganta. Cerró los ojos. El aire frío le rozó el rostro.

El enterrador asió el saco por el extremo cerrado y tiró con fuerza. El cuerpo de Fermín rodó sobre piedras y terreno encharcado.

– Venga, a la de tres -dijo uno ellos.

Cuatro manos lo asieron por los tobillos y las muñecas. Fermín luchó por contener la respiración.

– Oye, ¿no está sudando?

– ¿Cómo coño va a sudar un muerto, atontad? Será el charco. Hala, una, dos y…

Tres. Fermín se sintió balancear en el aire. Un instante después estaba volando y se abandonó a su destino. Abrió los ojos en pleno vuelo y cuanto pudo apreciar antes del impacto fue que se precipitaba hacia el fondo de una zanja cavada en la montaña. La claridad de la luna no permitía más que distinguir algo pálido que cubría el suelo. Fermín tuvo la certeza de que se trataba de piedras y, serenamente, en el medio segundo que tardó en caer, decidió que no le importaba morir.

El aterrizaje fue suave. Fermín sintió que su cuerpo había caído sobre algo blando y húmedo. Cinco metros más arriba, uno de los enterradores sostenía una pala que vació al aire. Un polvo blanquecino se esparció en una neblina brillante que le acarició la piel y, un segundo después, empezó a devorarla como si se tratase de ácido. Los dos enterradores se alejaron y Fermín se incorporó para descubrir que se encontraba en una fosa abierta en la tierra repleta de cadáveres cubiertos de cal viva. Intentó sacudirse aquel polvo de fuego y trepó entre los cuerpos hasta alcanzar el muro de tierra. Escaló hundiendo las manos en la tierra e ignorando el dolor.

Cuando alcanzó la cima, consiguió arrastrarse hasta un charco de agua sucia en el que limpiar la cal. Se puso de pie y pudo apreciar que las luces del camión se alejaban en la noche. Se volvió un instante a mirar atrás y vio que la fosa se extendía a sus pies como un océano de cadáveres trenzados entre sí. La náusea le golpeó con fuerza y cayó de rodillas, vomitando bilis y sangre sobre las manos. El hedor a muerte y el pánico apenas le permitían respirar. Oyó entonces un rumor en la distancia. Alzó la vista y vio los faros de un par de coches que se aproximaban. Corrió entonces hacia la ladera de la montaña y llegó a una pequeña explanada desde la que se podía ver el mar al pie de la montaña y el faro del puerto en la punta de la escollera.

En lo alto, el castillo de Montjuic se alzaba entre nubes negras que se arrastraban y enmascaraban la luna. El ruido de los coches se aproximaba. Sin pensarlo dos veces Fermín se lanzó ladera abajo, cayendo y rodando entre troncos, piedras y maleza que le golpeaban y le arrancaban la piel a jirones. Ya no sintió dolor, ni miedo, ni cansancio hasta que llegó a la carretera, desde donde echó a correr en dirección a los hangares del puerto. Corrió sin pausa ni aliento, sin noción del tiempo ni conciencia de las heridas que cubrían su cuerpo.

24

El alba despuntaba cuando llegó al laberinto infinito de chabolas que cubrían la playa del Somorrostro. La bruma del alba reptaba desde el mar y serpenteaba entre los tejados. Fermín se adentró en las callejuelas y túneles de la ciudad de los pobres hasta caer entre dos pilas de escombros. Allí lo encontraron dos niños harapientos que arrastraban unas cajas de madera y que se detuvieron a contemplar aquella silueta esquelética que parecía sangrar por todos los poros de su piel.

Fermín les sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Los niños se miraron entre sí. Uno de ellos dijo algo que no pudo oír. Se abandonó a la fatiga y con los ojos entreabiertos pudo ver que lo recogían del suelo entre cuatro personas y lo tendían en un catre junto a un fuego. Sintió el calor en la piel y recuperó lentamente la sensación en pies, manos y brazos. El dolor vino después, como una marea lenta pero inexorable. A su alrededor voces apagadas de mujeres murmuraban palabras incomprensibles. Le quitaron los pocos harapos que le quedaban encima. Paños empapados en agua caliente y alcanfor acariciaron con infinita delicadeza su cuerpo desnudo y quebrado.

Entreabrió los ojos al sentir la mano de una anciana sobre su frente, la mirada cansada y sabia sobre la suya.

– ¿De dónde vienes? -preguntó aquella mujer que Fermín, en su delirio, creyó que era su madre.

– De entre los muertos, madre -murmuró-. He regresado de entre los muertos.

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