A la mañana siguiente hicimos con toda calma los preparativos para regresar a Chakpori. Para nosotros la visita al Potala había constituido unas excelentes vacaciones. Antes de marcharnos subí a la terraza para lanzar una última mirada desde aquella altura, con el telescopio, al paisaje que nos rodeaba. Desde allí vi que en una terraza de nuestro monasterio había un pequeño acólito que leía tumbado de espaldas y que de vez en cuando lanzaba piedrecitas a las calvas de los monjes que pasaban por el patio. El telescopio me permitió sorprender la malicia de aquel rostro, mientras se ocultaba para que no lo vieran los intrigados monjes. Me sentí muy molesto al comprender que el Dalai Lama había tenido que verme hacer cosas semejantes.
Y decidí limitar mis pequeñas fechorías a la parte de los edificios que no podían dominarse desde el Potala.
Pero había llegado el momento de nuestra partida. Agradecimos a los lamas el trabajo que se tomaron para hacernos más agradable nuestra breve estancia. Y sobre todo dimos las más expresivas gracias al mayordomo personal del Dalai Lama. Era el encargado de los «alimentos de la India». Debí de resultarle simpático porque me hizo un regalo de despedida que no tardé en comerme. Luego, fortalecidos, descendimos la famosa escalera para emprender el camino que nos llevaría a la Montaña de Hierro. A medio camino oímos gritos y llamadas. Los monjes que pasaban señalaban hacia atrás de nosotros. Nos detuvimos y vimos que llegaba corriendo un monje jadeante que dio un mensaje oral al lama Mingyar Dondup.
– Espérame aquí, Lobsang, no tardaré mucho.
Se volvió y subió de nuevo la escalera. Yo me entretuve admirando el panorama que se divisaba desde allí y contemplando sobre todo mi antiguo hogar. Me volví y casi me caí de espaldas al ver a mi padre que bajaba la escalera a caballo, hacia mí. Nos miramos y se quedó boquiabierto cuando me reconoció. Entonces, hizo como si no me hubiera visto y pasó junto a mí, lo cual me causó una gran pena. Viendo cómo se alejaba le grité: «pero él no se dio por aludido, ni volvió la cabeza. Se me agolparon las lágrimas en los ojos y empecé a temblar. Temí dar un espectáculo nada menos que en la escalera del Potala. Pero con más dominio de mí mismo del que yo me creía capaz, me estiré y me puse a contemplar el paisaje.
A la media hora llegó el lama Mingyar Dondup bajando por la escalera a caballo y llevando otro de las bridas:
– Vamos, Lobsang, tenemos que ir a toda prisa a Sera. Uno de los abades de allí ha sufrido un grave accidente.
Vi que había una caja grande atada a cada silla y comprendí que era el equipo médico de mi Guía. Galopamos por la carretera de Lingkhor. Dejamos atrás mi antigua casa. Los peregrinos y mendigos se alejaron presurosos para dejarnos paso. No tardamos mucho en llegar a la lamasería de Sera, a cuya puerta nos esperaban unos monjes. Echamos pies a tierra de un salto, llevamos cada uno una caja y un abad nos condujo hacia donde yacía el anciano. Tenía el rostro del color del plomo y su fuerza vital oscilaba en él a punto de apagarse. El lama Mingyar Dondup pidió agua hirviendo, que estaba ya preparada, y echó en ella ciertas hierbas. Mientras yo removía esta infusión, el lama examinó al anciano, que tenía roto el cráneo a consecuencia de una caída. Se le había hundido un trozo de hueso, que ejercía una presión sobre el cerebro. Cuando el líquido estuvo templado humedecimos la cabeza del herido y mi Guía se lavó las manos con un poco de él.
Sacando un afilado cuchillo de su equipo, hizo rápidamente un corte en forma de U hasta llegar al hueso. Las hierbas imp edían que brotara mucha sangre. Luego volvió a mojarle la cabeza con la loción y levantó la capa de carne echándola atrás para que el hueso quedara descubierto. Con toda suavidad fue palpando la parte afectada hasta descubrir hasta dónde se había hundido el cráneo. Había puesto muchos instrumentos en un recipiente lleno de una loción desinfectante. Sacó de él dos varillas de plata aplastadas por un extremo y con dientes en esa parte. Con extraordinario cuidado introdujo el extremo de una de las varillas en la abertura más ancha del hueso y lo sostuvo allí con firmeza mientras fue tirando del hueso roto con la otra varilla. Entonces me dijo que le acercara el recipiente de los instrumentos y cogió de él un diminuto triángulo de plata. Lo manejó con pasmosa destreza y poco después el cráneo había recuperado su nivel normal.
– Esto se soldará -dijo el lama-, y la plata que dejo dentro no causará ningún trastorno porque es un metal inerte.
Volvió a humedecer el cráneo con más loción de hierbas y lo cubrió con el trozo de carne que había dejado vuelto hacia un lado. Hizo un cosido con pelos hervidos de cola de caballo y cubrió la parte donde había operado con una pasta de hierba sujeta con una venda de tela hervida.
La fuerza vital del viejo abad había ido aumentado desde que se le quitó la presión sobre el cerebro. Lo levantamos un poco con almohadones hasta dejarlo en una posición semisentada. Limpié los instrumentos en una nueva loción que preparamos, los sequé con un paño hervido y lo guardé todo cuidadosamente en las dos cajas. Mientras me estaba lavando las manos, el anciano abrió los ojos y sonrió débilmente cuando vio que el lama Mingyar Dondup se inclinaba sobre él:
– Sabía que sólo tú podrías salvarme; por eso mandé el mensaje mental al Pico. Aún no he terminado mi tarea y no podría prescindir del cuerpo.
Mi Guía lo miró con atención y replicó:
– Te repondrás de esto. Unos cuantos días de incomodidad, algún dolor de cabeza y no tardarás mucho en reanudar tu trabajo. Durante algunos días deberás tener alguien a tu lado mientras duermes para que no te deje tenderte del todo. Pero dentro de tres o cuatro días no habrá ningún motivo de preocupación.
Me había acercado a la ventana y observaba la vida que llevaban en aquella lamasería. Resultaba muy interesante las diferentes condiciones en que vivían en otra lamasería. El lama M ingyar Dondup me dijo:
– Lo has hecho muy bien, Lobsang. Trabajaremos siempre juntos.
Ahora quiero enseñarte este monasterio, que es muy diferente al nuestro.
Encargamos a un lama que cuidase del anciano abad y salimos a un corredor. No había tanta limpieza como en Chakpori ni la disciplina parecía tan estricta. Los monjes salían y entraban como querían. Comparados con los nuestros, sus templos estaban mal atendidos y el incienso era más acre.
En los patios jugaban unos grupos de chicos (que en Chakpori habrían estado trabajando sin cesar). Nadie se preocupaba de mover los molinillos de las preces. Faltaba ese orden, limpieza y disciplina que yo creía generales en todas las lamaserías. Me dijo mi Guía:
– Lobsang, ¿te gustaría quedarte aquí y darte buena vida?
– No, de ningún modo; estos monjes me parecen unos salvajes.
Se rió.
– No olvides que hay siete mil monjes aquí dentro, y donde conviven tantas personas, basta una minoría alborotadora para dar mala fama a la mayoría sensata.
– Quizá; pero aunque llamen a esto la Valla de la Rosa Silvestre, no me parece un lugar recomendable.
Me miró sonriendo.
– Creo que te las arreglarás tú solo para imponerles la disciplina a esa gente.
Debo insistir en el hecho de que nuestra lamasería tenía una disciplina más estricta que ninguna otra. En realidad la disciplina de los demás monasterios estaba muy relajada y cuando los monjes eran vagos…, no hacían nada y en paz. Nadie les recriminaba por eso. Sera, o la Valla de la Rosa Silvestre, como se le llamaba, está a cuatro kilómetros y medio del Potala y es una de las lamaserías conocidas por «Los Tres Asientos». Drebung es la mayor de las tres y en ella viven diez mil monjes. Le sigue en importancia Sera, con siete mil quinientos monjes, mientras que Ganden es la menos importante, pues sólo tiene seis mil. Cada una de ellas es como una ciudad completa con sus calles, colegios, templos y todos los edificios que habitualmente forman una ciudad. Por las calles patrullan los Hombres de Kham. ¡Ahora sin duda las recorren los soldados comunistas! Chakpori era una pequeña comunidad, pero de gran calidad. Este Templo de la Medicina era considerado entonces como la «sede del Conocimiento Médico» y estaba ampliamente representado en la Cámara del Consejo de nuestro Gobierno.
En Chakpori nos enseñaban lo que he llamado «judo». Es la palabra más aproximada que he podido encontrar entre las que conocen los occidentales, pues la descripción tibetana sung-thru kjom-pa tü de-po le-la-po no puede traducirse, ni tampoco nuestra palabra técnica amaree. «Judo» es una forma muy elemental de nuestro sistema. No en todas las lamaserías se enseña esta lucha, pero en Chakpori nos entrenaban en ella para darnos seguridad sobre nosotros mismos y permitirnos dejar a otras personas sin sentido con fines médicos y también para que pudiéramos viajar seguros por los sitios más peligrosos del país, ya que, como lamas médicos, teníamos que viajar mucho.
Como ya he contado, el viejo Tzu había sido un maestro de ese arte.
Quizá fuera el que mejor lo había dominado en el Tíbet; y me enseñó todo lo que sabía. La mayoría de los hombres y de los chicos conocían las llaves y los golpes elementales, pero esto lo sabía yo desde que tenía cuatro años.
Creemos que este arte sólo debe usarse en defensa propia y para lograr el dominio de sí mismo, pero no jactamos de esa fuerza y habilidad. Opinamos que el hombre fuerte puede permitirse el lujo de ser amable, mientras que el docil e inseguro de sí mismo tiene que fanfarronear para darse un poco de seguridad. Empleábamos el judo para privar de sentido a una persona en las operaciones quirúrgicas difíciles y en la extracción de dientes.
No se siente ningún dolor y no hay peligro. Sin que haya podido darse cuenta de nada, el «paciente» pierde el conocimiento y le hacemos recuperar el sentido unos segundos o unas horas después sin que sufra por ello ninguna mala consecuencia. Es muy curioso que cuando una persona se queda inconsciente por este medio y está diciendo una frase, la completa al despertar partiendo de la palabra donde la interrumpió. Por los evidentes peligros que se derivarían de un mal uso de este sistema perfeccionado, así como del hipnotismo instantáneo, sólo se enseñaba a los que demostraban poseer un carácter entero. En los casos en que había peligro de que alguien abusara de los poderes que se le habían concedido, se empleaba contra él el bloqueo hipnótico.
Una lamasería no es sólo un sitio donde viven los hombres de vocación religiosa, sino una ciudad con todas sus comodidades y distracciones.
Teníamos nuestros teatros, en los que asistíamos a representaciones religiosas y tradicionales. Había músicos siempre dispuestos para dar conciertos y demostrar que en ninguna otra comunidad contaban con tan buenos intérpretes de la música tibetana. Los monjes que disponían de dinero podían comprar alimentos, ropa, e incluso artículos de lujo y libros, todo ello en nuestras propias tiendas. Los que deseaban ahorrar depositaban su dinero en lo que equivalía, dentro de una lamasería, a un Banco. Por supuesto, en todas las comunidades religiosas, en cualquier parte del mu ndo, hay una minoría que infringe las reglas. Contra la perniciosa actividad de estos malos monjes empleábamos nuestra propia policía y se les procesaba con toda legalidad. Si se les condenaba, tenían que cumplir su condena en la prisión del monasterio. Por otra parte, teníamos escuelas de varias clases adaptadas a todos los grados de mentalidad. Los muchachos muy inteligentes recibían una eficaz ayuda de su perfeccionamiento, pero en todas las lamaserías, excepto en la de Chakpori, los vagos y torpes podían pasarse la vida dormitando sin que nadie les molestara. Era nuestra firme convicción de que nadie puede influir en la vida de otro y que cualquiera que pierda su oportunidad en este mundo puede recuperar, en su próxima encarnación, el tie mpo que ha perdido en ésta. En Chakpori todo era muy distinto, y si alguien no progresaba tenía que marcharse y buscar refugio en otro monasterio donde la disciplina no fuera tan severa.
Los monjes que enfermaban en nuestra comunidad eran muy bien tratados.
Disponíamos de un hospital en cada lamasería y había suficientes monjes médicos y cirujanos. Los casos más graves eran tratados por especialistas como el lama Mingyar Dondup. Muchas veces, cuando abandoné el Tíbet, me he reído de las historias occidentales sobre una supuesta ignorancia médica tibetana; por ejemplo, esa patraña de que creemos que el corazón del hombre está a la izquierda y el de la mujer a la derecha. Hemos visto el suficiente número de cadáveres, cuya autopsia hemos hecho, para saber de sobra lo que contiene un cuerpo humano. También me ha divertido mucho la creencia occidental de que los tibetanos somos extremadamente sucios y que estamos plagados de enfermedades venéreas. Por lo visto, los que han lanzado esto no han estado nunca en esos sitios de Inglaterra y Norteamérica donde se ofrece a los ciudadanos de la localidad «tratamiento gratis y confidencial». Es cierto que somos sucios: por ejemplo, algunas de nuestras mujeres se ponen cremas y polvos en la cara y tienen que marcar con rojo la posición de los labios para que no se equivoque uno. También se engrasan el cabello para ponerlo brillante o para cambiarlo de color.
Otra de nuestras manifestaciones sucias y antihigiénicas que demuestran que nuestras mujeres son -como han dicho ciertos occidentales- «sucias y depravadas» es que se depilan las cejas e incluso se pintan las uñas.
Pero volvamos a nuestra lamasería: a menudo había visitantes que podían ser mercaderes o monjes. Se les acomodaba en el hotel lamástico. Y pagaban su alojamiento como en un hotel cualquiera. No todos los monjes eran solteros. Algunos creían que la soledad no era propicia para el estado contemplativo. A éstos se les permitía formar parte de la secta especial de los Monjes del Sombrero Rojo, a los que se les permitía contraer matrimonio.
Pero se trataba de una minoría muy reducida. Los Sombreros Amarillos, una secta de célibes, eran los que regían nuestra vida religiosa. En las lamaserías de casados, los monjes y las monjas trabajaban juntos dentro de un orden perfecto, y, claro está, la atmósfera no era tan sombría como en una comunidad exclusivamente masculina.
En algunas lamaserías tenían imprentas donde hacían sus propios libros.
Ge neralmente, también fabricaban el papel. Esta ocupación era muy insana, porque una de las cortezas del árbol que se utilizaban para fabricar el papel era extremadamente peligrosa. Aunque gracias a ello el papel de nuestros libros estaba inmunizado contra la destructora labor de los insectos, también perjudicaba mucho a los monjes. Todos los que trabajaban en la fabricación del papel se quejaban continuamente de fuertes dolores de cabeza y de peores males. En el Tíbet no usábamos los tipos de metal. Todas nuestras páginas son previamente dibujadas en planchas de madera que luego se grababan. Algunas de estas tablas eran de un metro de altura por medio metro de anchura y el grabado de las letras era muy complicado y detallista. Se desechaba cualquier tabla en que se descubriese la menor errata. Las páginas tibetanas no son como las de este libro, más altas que anchas; las nuestras son apaisadas y siempre sin encuadernar. Para sujetarlas se emplean las tapas a que ya me he referido, de madera labrada. Para proceder a la impresión, un monje extendía la tinta sobre la superficie de la tabla grabada, cuidando de que estuviese distribuida por igual. Otro monje cogía una hoja de papel y la extendía rápidamente sobre la tabla, mientras que otro, con un rulo muy pesado, presionaba el papel sobre la tabla. Un cuarto monje levantaba la página así impresa y la pasaba a un aprendiz, que la colocaba a un lado. Se estropeaban muchas páginas y éstas se guardaban para que los aprendices practicasen en ellas. En Chakpori habíamos llegado a grabar tablas de casi dos metros de longitud por metro y pico de altura; eran dibujos especiales del cuerpo humano y de los diferentes órganos. Con ellas se hacían los cuadros o láminas murales que se empleaban en la enseñanza, una vez que las iluminábamos. También teníamos cartas astrológicas.
En ellas basábamos nuestros horóscopos y formaban un cuadrado de unos setenta centímetros de lado. Eran mapas del cielo, tal como éste aparece en el momento en que es concebida o nace una persona. En los espacios en blanco imprimíamos los datos sacados de las tablas matemáticas publicadas por nosotros.
Después de inspeccionar a mi antojo la lamasería de la Valla de la Rosa y de lamentar que la nuestra no fuese de vida tan agradable, volvimos a la habitación donde yacía el abad recién operado. Durante las dos horas de nuestra ausencia, había mejorado muchísimo y estaba ya en condiciones de interesarse por lo que le rodeaba. Sobre todo, escuchaba al lama Mingyar Dondup a quien parecía tener gran afecto. Este le dijo: «Tenemos que mar charnos, pero aquí te dejo unas hierbas en polvo y dejaré instrucciones para que te las administren.» Sacó tres bolsitas de cuero de su caja y las entregó al monje enfermero. Las tres bolsitas significaban la vida para aquel anciano.
En el patio de la entrada nos esperaba un monje que sujetaba por las bridas a dos ponies demasiado retozones. Yo, en cambio, no tenía deseo alguno de cabalgar. Afortunadamente, el lama Mingyar Dondup accedió a que fuésemos a paso lento. La Valla de la Rosa está a tres kilómetros y setecientos metros del punto más próximo de la carretera de Hingkhor. No me gustaba la idea de pasar por delante de mi antigua casa. Mi Guía sorprendió mi pensamiento y me dijo:
– Cruzaremos por la calle de las Tiendas. No hay prisa; mañana es un nuevo día que aún no hemos visto.
Me fascinaban los tenderetes de los mercaderes chinos y sus chillidos en el regateo. En la acera de enfrente había un monumento que simbolizaba la inmortalidad del yo y detrás brillaba la fachada de un templo donde entraban muchos monjes del cercano Shede Gompa. Pocos minutos después pasábamos por delante de las casas que se apiñaban bajo la sombra del Yo-kang. Pensé:
«La última vez que estuve aquí era un hombre libre. Ojalá todo fuera un sueño y me despertase ahora mismo.» Seguimos por la carretera y doblamos a la derecha hacia el Puente de la Turquesa. El lama Mingyar Dondup se volvió hacia mí y me dijo:
– ¿Es posible que todavía te resistas a ser monje? Te aseguro que no es una vida tan mala. A fines de esta semana se organizará la excursión anual para buscar hierbas. Pero no quiero que vayas esta vez. Prefiero que te quedes trabajando conmigo para preparar tus exámenes a trappa, cuando tengas doce años. He pensado llevarte más adelante en una expedición especial para buscar unas hierbas muy raras.
Habíamos llegado al final del pueblo del Shü y nos acercábamos al Pargo Kaling, que es la Puerta Occidental del valle de Lhasa. Un mendigo acurrucado contra el muro exclamó:
– ¡Reverendo y santo lama de la Medicina, te suplico que no me cures mis males o no podré ganarme la vida!
Mi Guía se entristeció, y cuando ya habíamos pasado por la Puerta Occidental, me dijo:
– En una pena, Lobsang, que abunden estos mendigos tan inneces arios.
Son ellos los que nos dan mala fama en el extranjero. En la India y en la China, a donde fui acompañando al Precioso Protector, la gente hablaba de los mendigos de Lhasa sin saber que muchos de ellos son ricos. En fin, quizá cuando se cumpla la Profecía del Año del Tigre de Hierro (1950: los comunistas invaden el Tíbet) podrá lograrse que los mendigos trabajen. Ni tú ni yo estaremos entonces aquí, Lobsang. Tú vivirás en tierras extrañas y yo habré regresado ya a los Campos Celestiales.
Me apenó en extremo pensar que algún día me abandonaría mi queridísimo lama. Pero entonces no había llegado a comprender que la vida en esta tierra no es más que una ilusión, una prueba, una escuela. Y entonces no sabía aún cuál puede ser la conducta del hombre para las víctimas de la adversidad. ¡Ahora lo sé!
Doblamos a la izquierda y luego otra vez a la izquierda hasta tomar el camino que nos conducía directamente a la Montaña de Hierro. Nunca me he cansado de admirar los relieves iluminados en la roca que adornan una vertiente de nuestra montaña. Todo el acantilado está cubierto con bajorrelieves y pinturas de deidades, pero ya era muy tarde y no podíamos perder más tiempo. Mientras subíamos la cuesta pensé en los excursionistas que irían en busca de hierbas. Todos los años salían de Chakpori, recogían hierbas, las secaban y las empaquetaban en unas bolsas herméticamente cerradas.
En nuestras montañas se encontraba el gran depósito de los remedios que proporciona la Naturaleza. Muy poca gente había pisado aquellas alturas por donde pasaban, y se veían cosas tan extrañas que servían de tema de conversación para mucho tiempo. Me resigné a no ir aquel año y me prometí es tudiar tanto que pudiera formar parte de la expedición, mucho más interesante, que organizaría el lama Mingyar Dondup, cuando lo creyera conveniente. Los astrólogos habían predicho que saldría de mis exámenes al primer intento, pero también sabía yo que debía estudiar a fondo.
Mi edad mental equivalía a la de un muchacho de dieciocho años, ya que siempre me había relacionado con personas mucho mayores que yo y ahora tenía que estar a la altura de la situación.