Pasaron dos semanas y las quemaduras estaban ya mucho mejor. La pierna me molestaba todavía mucho, pero mejoraba poco a poco. Pregunté si podría hacer la misma vida que antes. Me lo permitieron, pero autorizándome para sentarme como buenamente pudiera o tumbarme boca abajo.
Desde luego la invalidez de mi pierna me impedía sentarme en lo que llamamos en el Tíbet la actitud del loto.
Precisamente la tarde en que reanudé mi vida normal -es decir, la que hacía antes del accidente- me tocaba a mí de turno en la cocina. Me encargaron llevar en una pizarra la cuenta del número de sacos de cebada que tostaban. La cebada estaba extendida en un suelo de tierra humeante, calentado por el horno del sótano donde yo me había quemado. Se esparcía la cebada por igual y se cerraba la puerta. Mientras se tostaba esa cantidad corríamos por un pasillo hasta una habitación donde triturábamos la cebada ya tostada. Había un gran recipiente de piedra de forma cónica y de unos dos metros y medio por su parte más ancha. Su superficie interna estaba rayada y picada para contener los granos de cebada, mientras una gran piedra, también en forma cónica, encajaba en el recipiente. Esta piedra se movía por un eje muy gastado ya por los años, en cuyo extremo superior había unos palos horizontales, como los radios de una rueda que no tuviese aro.
La cebada tostada era vertida en el recipiente y entre los monjes y los chicos movíamos los radios del eje para hacer girar la piedra, que pesaba muchas toneladas. Lo más difícil era ponerla en movimiento, pero una vez en marcha no resultaba demasiado difícil. Para hacernos más llevadera la tarea, cantábamos a la vez que pesábamos. ¡Allí me permitían cantar cuanto quisiera! Pero lograr que se pusiera en movimiento la rueda era espantoso.
Todos tenían que echar el resto de sus energías y una vez en marcha debíamos cuidar de que no se detuviera. A medida que por el agujero que había en el fondo salía el grano molido, íbamos echando más cebada tostada por arriba. Llevábamos de nuevo lo molido al suelo de piedra caliente y lo volvíamos a tostar. Esta era la base de la tsampa. Todos nosotros llevábamos una provisión de tsampa para toda la semana o, mejor dicho, tenía mos la cebada tostada y molida. A las horas de comer vertíamos un poco de ella, de nuestras bolsas de cuero, en las escudillas. Le añadíamos té con manteca, hacíamos la masa con los dedos y la comíamos.
Al día siguiente tuve que ayudar a hacer el té. Nos llevaron a otra parte de las cocinas donde había un enorme caldero que habían limpiado con arena y brillaba como metal nuevo. A primera hora del día lo habían llenado a la mitad con agua y ahora estaba hirviendo. Nuestra labor consistía en coger los «ladrillos» de té y deshacerlos y partirlos. Cada «ladrillo» pesaba de catorce a dieci séis libras y había llegado a Lhasa pasando por los puertos montañosos desde China y la India. Los trozos deshechos eran arrojados al agua hirviendo. Un monje echaba un gran bloque de sal y otro vertía en el caldero una cierta cantidad de soda. Cuando todo esto hervía de nuevo, añadíamos una gran cantidad de manteca clarificada y todo ello seguía hirviendo durante unas horas. Esta mezcla era muy alimenticia y bastaba con la tsampa para alimentar a una persona. Siempre había té caliente y cuando un caldero se iba gastando se preparaba otro. Lo peor de la preparación del té era mantener el fuego. A la boñiga de yak, que empleábamos como combustible en vez de madera, se le daba una forma aplastada. Había una reserva casi inagotable de estiércol. Cuando se echa al fuego produce un humo de un olor horrible que lo ennegrece todo y acaba convirtiendo a la madera en ébano, y los rostros expuestos a este humo durante mucho tiempo acaban también ennegreciéndose.
Si teníamos que ayudar en estas labores no era por escasez de mano de obra, sino para que no hubiera demasiada separación de clases. En el Tíbet creemos que el único enemigo es el hombre a quien no conocemos; basta trabajar junto a un hombre, hablar con él y tratarlo para que deje de ser un enemigo. Es una costumbre arraigada entre nosotros que un día al año renuncien las autoridades a su poder y que cualquier subordinado pueda de cirles todo lo que piensa de ellas: si un Abad ha sido excesivamente duro durante el año se le puede decir ese día, y, si la crítica es justa, el Abad no podrá hacer absolutamente nada para perjudicar al subordinado que ha dicho lo que pensaba. Es un sistema que da muy buenos resultados y del que nunca se abusa. Es una gran arma de justicia contra los poderosos y proporciona a las clases humildes la satisfacción de poder dar su opinión.
Había mucho que estudiar en clase. Nos sentábamos en filas. Cuando el profesor nos explicaba algo o leía o escribía en la pizarra colgada en la pared, se volvía hacia nosotros. Pero cuando trabajábamos estudiando las lecciones, se ponía detrás de nosotros al fondo de la clase y ninguno se atrevía a distraerse por miedo a que el profesor se estuviera fijando en él.
Llevaba un buen palo que no vacilaba en emplear contra cualquier parte de nuestro cuerpo, la primera que se le pusiera al alcance: hombros, brazos, espalda, o… el sitio más indicado.
Estudiábamos muchas matemáticas, porque era ésta una asignatura esencial para la astrología. Nuestra astrología no es ni mucho menos adivinatoria o de arte de magia, sino que se basa en principios científicos. A mí me exigían muchos conocimientos astrológicos porque son necesarios para la medicina. Es mejor aplicar a cada persona el tratamiento que requiere su tipo astrológico en vez de creer que porque un tratamiento ha dado resultado con una persona puede curar también a otra. De las paredes pendían grandes cartas astrológicas y otras donde aparecían pintadas las diferentes clases de hierbas medicinales. Estos cuadros eran cambiados todas las semanas.
Se nos exigía que conociésemos todas las plantas por su aspecto.
Más adelante nos llevaron en excursiones para coger y preparar estas hierbas, pero no nos permitían realizar este trabajo práctico hasta que no conocíamos a primera vista todas las variedades de plantas. Estas exp ediciones en busca de hierbas, que solían realizarse en el otoño, las acogíamos con gran regocijo, ya que representaban un descanso en la rutina de la vida monástica.
A veces nos pasábamos tres meses seguidos en las montañas, junto a las nieves eternas y a una altitud de más de seis mil metros, donde las grandes capas de hielo eran interrump idas por inesperados valles verdes gracias a los manantiales de agua caliente. Esta es una experiencia que seguramente no puede disfrutarse en ninguna otra parte del mundo. En una distancia de cincuenta metros se puede pasar de una temperatura de cuarenta grados Fahrenheit bajo cero a otra de 100 grados Fahrenheit sobre cero.
Esta zona sólo la habían explorado algunos de nuestros monjes.
Nuestra instrucción religiosa era intensiva. Todas las mañanas teníamos que recitar las Leyes y los Pasos del Camino de Enmedio. He aquí las Leyes:
1. Tener fe en los dirigentes de la lamasería y en los de nuestro país.
2. Cumplir con los deberes religiosos y estudiar todo lo humanamente posible.
3. Honrar a nuestros padres.
4. Respetar a los virtuosos.
5. Honrar a los mayores y a los de elevada condición social.
6. Hacer todo lo que se pueda en beneficio de la Patria.
7. Ser honrado y verídico en todo.
8. Preocuparse por los amigos y parientes.
9. Hacer el mejor uso del alimento y de la riqueza.
10. Seguir el ejemplo de los que son buenos.
11. Ser agradecido y corresponder a la amabilidad de los otros.
12. Dar en todas las cosas la medida justa.
13. No ser celoso ni envidioso.
14. No escandalizar.
15. Ser moderado en palabras y actos y no dañar a otros.
16. Soportar el sufrimiento y la desgracia con paciencia y humildad.
Se nos decía constantemente que si todos obedecieran estas Leyes no habría luchas ni desarmonía en el mundo. Nuestro monasterio se distinguía por su austeridad y por el rigor con que se preparaba a los acólitos. Los monjes trasladados de otras lamaserías se cansaban al poco tiempo de tanta severidad y se marchahan en busca de un monasterio menos rígido. A éstos los considerábamos como unos fracasados, mientras que nosotros constituíamos la élite. En muchas otras lamaserías no había servicios religiosos nocturnos: los monjes se acostaban al anochecer y se levantaban al alba durmiendo tranquilamente todo ese tiempo. Esa vida nos parecía de una comodidad casi afeminada, y aunque a veces protestábamos entre dientes por la dureza de nuestra vida, más habríamos protestado si nos hubieran cambiado el plan de vida. El primer año, sobre todo, fue durísimo. Luego llegó el momento de eliminar a los fracasados. Para resistir las excursiones a las montañas heladas en busca de hierbas había que ser de una extraordinaria fortaleza física. Es natural que nuestros dirigentes decidieran prescindir de los débiles para que no desanimaran a los demás. Durante el primer año no tuvimos ni un momento de asueto: nada de juegos ni distracciones propias de chicos. El tiempo que estábamos despiertos lo ocupaban por completo el estudio y toda clase de trabajos.
Una de las cosas que hoy he de agradecer más es cómo me enseñaron a aprenderme las cosas de memoria. La mayoría de los tibetanos tienen buena memoria, pero los que nos preparábamos para monjes-médicos teníamos que saber los nombres y la descripción exacta de un gran número de hierbas, así como conocer todas las combinaciones que podían hacerse con ellas y la manera de usarlas. También teníamos que saber mucho de astrología y poder recitar de memoria todos los textos sagrados. En el Tíbet se ha desarrollado a través de los siglos un curioso método mnemotécnico.
Imaginábamos que nos hallábamos en una habitación en cuyas paredes se alieneaban miles y miles de cajones. En cada cajón había una etiqueta claramente escrita y las palabras de cada etiqueta podían leerse con toda facilidad desde el lugar donde estábamos. Teníamo s que clasificar todo lo que nos iba diciendo el profesor, y nos habían enseñado a imaginar que abríamos el cajón apropiado y archivábamos en él el dato que acabábamos de oír. Lo importante era que visualizásemos con toda claridad tanto el dato como la exa cta localización del cajón. No se necesita demasiado entrenamiento para entrar -imaginativamente- en esa habitación, abrir el cajón correspondiente, sacar el dato requerido, así como todos los demás que con él se relacionen.
Nuestros profesores daban una gran importancia a la mnemotecnia.
Inesperadamente nos hacían preguntas sólo para probarnos la memoria.
Eran preguntas desconcertantes, sin la menor relación una con otra, para que no pudiésemos seguir una pista. Muchas veces nos pedían que les recitásemos pasajes de los Libros Sagrados y nos interrumpían bruscamente para preguntarnos algo sobre determinada hierba. Olvidarse de algo implicaba un severo castigo. Entre nosotros, el olvido era la más imperdonable de las faltas y se castigaba con tremendas palizas. No se nos daba mucho tiempo para contestar. Por ejemplo, el profesor decía súbitamente: «Muchacho, vas a decirme ahora mismo la quinta línea de la página octava del séptimo volumen del Kan Kan-gyur. Abre el cajón ahora mismo; ¿qué lees?» No responder a los diez segundos era igual que si no se hubiese recordado.
A los diez segundos la paliza era segura y más valía no intentar evitarla porque si, por ejemplo, se daba la respuesta a los quince segundos y se cometía algún error, entonces los palos eran más abundantes y fuertes.
Sin embargo, debo reconocer que este sistema mnemotécnico es formidable.
Téngase en cuenta que no podíamos llevar libros de consulta de un lado para otro. Nuestros libros suelen ser de un metro de longitud y cerca de medio metro de altura con sus enormes hojas de papel muy grueso sueltas y sujetas por dos pesadísimas tapas de madera labrada. Más adelante habría yo de alegrarme de haber adquirido ese dominio de la memoria.
Durante los primeros doce meses no nos permitieron salir del monasterio.
A los que salieron les cerraron la puerta para siempre. Ésta era una de las normas de Chakpori, porque la disciplina era tan rígida que se temía que la menor interrupción le quitase al acólito las ganas de regresar. Confieso que si yo hubiera tenido algún sitio adonde ir no habría resistido a la tentación de escaparme al principio. Pero después del primer año estábamos ya acostumbrados a la implacable disciplina.
El trabajo constante y la prohibición de todo juego servía más que nada para seleccionar a los acólitos. Los débiles no podían resistirlo. Pero los demás, al cabo de unos cuantos meses, habíamos olvidado ya que existían juegos en el mundo. Desde luego, practicábamos ciertos deportes, pero era sólo como un trabajo más y para que nos sirvieran de algo útil más adelante.
Por ejemplo, andábamos en zancos, deporte que yo había practicado cuando vivía en mi casa. Empezamos empleando zancos que nos elevaban por encima de la altura de nuestra cabeza y nos los iban aumentando a medida que adquiríamos mayor soltura. Sobre ellos andábamos por los patios, mirando por las ventanas y alborotando mucho. No utilizábamos ningún palo equilibrador y cuando queríamos estarnos en un mismo sitio nos balanceábamos rítmicamente para conservar el equilibrio. Casi nunca nos caía mos. Luchábamos en grupos, sobre los zancos, en equipos de diez que se alineaban separados por unos treinta metros. Al darse una señal, cada uno de los equipos se lanzaba contra el otro, prorrumpiendo en gritos salvajes para asustar a los demonios del cielo e impedir que intervinieran en la lucha.
Como he dicho, yo estaba entre chicos mucho mayores y fuertes que yo, lo cual me daba una ventaja en la lucha con zancos. Los demás se movían pesadamente, mientras que yo, con mi menor estatura y con zancos más bajos, me colocaba por entre ellos y tiraba de un zanco, empujaba de otro y así iba tumbando varios enemigos.
También usábamos los zancos para cruzar los ríos. Recuerdo una vez que quise cruzar una corriente con unos zancos de dos metros. Era un río profundo ya desde la orilla. Me senté en el borde y metí en el agua las piernas con los zancos puestos. El agua me llegaba hasta las rodillas y en cuanto di unos pasos me llegó a la cintura. Entonces oí unos pasos que corrían.
Un hombre se detuvo en la orilla, me miró y, seguramente, al ver que el agua sólo me llegaba a la cintura, pensó: “No hay profundidad, ya que este niño puede vadearlo tan fácilmente.” Y se metió en el agua con decisión.
Al instante el hombre desapareció por completo. El desgraciado consiguió salir a la superficie y agarrarse a la orilla. Estaba furioso y profería contra mí unas amenazas tan terribles que se me helaba la sangre. Llegué hasta la otra orilla y nunca he corrido con tanta rapidez en zancos.
Uno de los peligros de usar zancos se debía al viento que siempre sopla en el Tíbet. A veces con la excitación de la lucha nos olvidábamos del viento y de la necesidad de protegerse detrás de algún muro. De pronto una ráfaga nos levantaba los hábitos y cegándonos con ellos, nos hacía caer a todos en un revoltijo de brazos, piernas y zancos. Pero muy rara vez se lastimaba alguien. Nuestra práctica del judo nos había enseñado a caer sin causarnos daño. Desde luego, salíamos con arañazos y despellejaduras, pero aquello era una insignificancia para nosotros. Claro está que siempre había alguno de esos que son capaces de tropezar con su sombra y se partía un brazo o una pierna.
Recuerdo a un chico que daba unos fantásticos saltos mortales con los zancos puestos. Yo también aprendí a saltar con zancos, pero la primera vez que lo intenté me di una caída fenomenal. Aquel muchacho se apoyaba en el extremo de los palos, sacaba los pies de los soportes, daba una vuelta completa de campana y volvía a poner los pies en los salientes sin que le cayeran los zancos. Lo hacía una y otra vez y nunca fallaba, y para ello no se detenía ni interrumpía el ritmo de su marcha. Lo hacía, de un modo inverosímil, conforme iba andando. Yo la primera vez que lo intenté, rompí los soportes de los pies, pero es que estaban mal clavados.
Cuando iba a cumplir mi octavo aniversario, me llamó el lama Mingyar Dondup y me dijo que los astrólogos habían predicho que el día siguiente de mi cumpleaños sería el más indicado para “abrirme el Tercer Ojo”. Esta noticia no me atemorizó porque sabía que mi amigo estaría junto a mí y confiaba en él plenamente. Como tantas veces me había dicho, cuando tuviese abierto el Tercer Ojo podría ver a la gente tal como de verdad es. Para nosotros el cuerpo no era más que una cáscara o caparazón animado por la auténtica personalidad de cada cual, el Superser, que toma las riendas cuando uno se duerme o se muere. Creemos que el hombre está colocado en su deleznable cuerpo físico sólo para que aprenda y progrese.
Durante el sueño regresa el hombre a otro plano de existencia. El espíritu se aparta del cuerpo físico y sale flotando en cuanto llega el sueño. El espíritu mantiene su contacto con el cuerpo fisico por medio de un «cordón de plata» que no se rompe hasta el momento de la muerte. Y nuestros ensueños, mientras estamos dormidos, son vivencias que se realizan en el plano espiritual del sueño. Cuando el espíritu regresa al cuerpo, el choque del despertar desquicia la memoria onírica a no ser que esté entrenado especialmente.
Por eso a la gente le parece disparatado el mundo de los ensueños.
Pero me referiré a esto con mayor extensión cuando relate mi propia experiencia en este campo.
El aura que rodea el cuerpo y que cualquier persona, bajo las adecuadas condiciones, puede aprender a ver, no es más que un reflejo de la Fuerza Vital que arde en él. Creemos que esta energía es eléctrica lo mismo que el rayo. En Occidente los hombres de ciencia pueden ya medir y registrar las ondas eléctricas cerebrales. Lo cual deben recordar quienes se burlan de estas cosas y tampoco debe olvidarse la corona solar. Las llamas del disco solar salen de él y cubren una distancia de millones de kilómetros. Corrientemente no vemos esta corona, pero cuando hay un eclipse total es muy fácil de verla. En verdad no importa que la gente lo crea o no. La incredulidad no extinguirá la corona solar. Allí sigue. Y lo mismo sucede con el aura humana. En cuanto se abriese mi Tercer Ojo, podría yo ver esta aura entre otras cosas.