Una mañana en que me hallaba con el espíritu en calma, y preguntándome cómo emplearía una media hora que me sobraba antes de la función religiosa siguiente, se me acercó el lama Mingyar Dondup.
– Vamos a pasear un poco, Lobsang. Tengo que encomendarte un pequeño trabajo.
Me alegró poder pasar un rato con mi Guía y estuve listo enseguida.
Cuando salíamos del Templo, un gato nos dio grandes muestras de afecto y no pudimos librarnos de él en un buen rato. Era un gato enorme. En tibetano llamamos al gato shi-mi. Satisfecho por la acogida que le habíamos hecho siguió junto a nosotros hasta la mitad de la pendiente de la Montaña de Hierro. Entonces recordó, seguramente, que había dejado sin vigilancia las joyas y regresó a gran velocidad.
Los gatos de nuestros templos no eran sólo un adorno, sino fieros guardianes de los montones de piedras preciosas que había en torno a las imágenes sagradas. En las casas particulares tibetanas tenían perros guardianes, tremendos mastines capaces de tumbar a un hombre en un momento y destrozarlo; pero estos perros pueden ser dominados con habilidad y es posible alejarlos por diversos medios. En cambio, los gatos, si empezaban a atacar, no había manera de librarse de ellos. Sólo su muerte podía interrumpir el ataque. Eran de la raza que suele llamarse «siamesa». Por el frío del Tíbet, esos gatos son casi negros. En los países cálidos, según me han dicho, los gatos siameses son blancos, pues la temperatura influye en su color.
Tenían los ojos azules y muy largas las patas traseras, dándoles esta característica un extraño andar. Sus colas son largas y como látigos. Y sus voces son impresionantes. No hay en el mundo otros gatos que tengan esa voz. Su volumen y su riqueza de tonos son de una increíble variedad.
Estos gatos, cuando estaban de servicio en el templo, eran unos estupendos vigilantes, siempre alerta y moviéndose continuamente con pasos silenciosos, como misteriosas sombras. Si alguien intentaba llegar hasta los montones de joyas -que no estaban guardadas por ningún otro medio-, un gato saltaba del sitio más inesperado, quizá de lo alto de una imagen, y caía sobre el brazo del ladrón. Si éste no conseguía huir inmediatamente (y para ello tendría que llevarse encima al felino), otro gato le caía en la garganta.
Y téngase en cuenta que estos gatos tienen garras de doble longitud que los gatos corrientes. A los perros se les puede alejar con un palo o envenenar o bien sujetarlos. Pero a nuestros gatos siameses no hay manera de quitárselos de encima. Cuando luchan con los más fieros mastines los ponen en fuga a los pocos minutos. Mientras estaban de servicio, sólo podían acercarse a ellos los que los conocían «personalmente».
Continuando nuestro paseo, seguimos por la carretera hasta doblar a la derecha por el Pargo Kaling. Dejamos atrás el pueblo de Shó. Pasamos por el Puente de la Turquesa y torcimos a la derecha, en el sitio llamado la Casa de Doring. Así llegamos junto a la antigua Misión China. Entonces me dijo el lama Mingyar Dondup:
– Ha llegado una nueva Misión china, como ya te he dicho. Vamos a ver qué clase de gente es ésta.
Mi primera impresión fue muy desfavorable. Aquellos hombres se movían con arrogancia por dentro de la casa deshaciendo su equipaje. Traían armas suficientes para equipar a un pequeño ejército. Por ser yo entonces todavía un niño, podía «investigar» con mucha mayor libertad que los adultos. Con toda tranquilidad me acerqué a una ventana abierta, y así estuve un rato hasta que uno de los chinos se fijó en mí. Lanzó una maldición en chino, expresando serias dudas sobre la honradez de mis antepasados.
En cambio, no parecía dudar de cuál iba a ser mi futuro, porque se dispuso a arrojarme a la cabeza lo primero que encontró a mano. Pero me aparté y el hombre quedó desconcertado. En unos segundos me había perdido de vista.
– Las auras de esa gente son terriblemente rojas.
Durante todo el camino de regreso, el lama Mingyar Dondup fue muy pensativo. Horas después, cuando terminamos de cenar, me dijo:
– He estado meditando acerca de esos chinos. Voy a proponerle al Dalai Lama que empleemos nuestras facultades especiales. ¿Te consideras capaz de observarlos oculto detrás de un biombo?
– Si crees que puedo hacerlo, Maestro, sin duda alguna podré hacerlo.
El día siguiente no pude ver a mi Guía, pero al otro me dio clase por la mañana, como de costumbre; y después del almuerzo me dijo:
– Esta tarde vamos a dar un paseo, Lobsang. Aquí tienes un pañuelo de primera calidad; así que no necesitas de tu clarividencia para saber adónde iremos. Te doy diez minutos para que te prepares y luego ven a reunirte conmigo en mi habitación. Yo antes he de ver al Abad.
Descendimos de nuevo la Montaña de Hierro por aquella senda tan pendiente y escabrosa. Tomamos un atajo y llegamos muy pronto al Norbu Linga. Al Dalai Lama le gustaba mucho este Parque de la Joya y pasaba allí casi todo su tiempo libre. El Potala era un sitio magnífico por fuera, pero en su interior resultaba la atmósfera demasiado cargada con tanto incienso y tanto humo de lamparillas. Durante siglos había estado cayendo la grasa de las lamparillas en el suelo y era frecuente que los solemnes lamas se dieran formidables resbalones que los dejaban en ridículo. Como es natural, el Dalai Lama no quería exponerse a dar tan risible espectáculo y por eso se quedaba en los jardines todo el tiempo que podía.
El Parque de la Joya estaba rodeado por una cerca de piedra de unos tres metros de altura. El parque tiene sólo un siglo. Dentro hay un palacio con torrecillas de oro y consiste en tres edificios donde se realiza el trabajo oficial. El recinto interior, formado por otro muro de piedra, era el jardín privado del Dalai Lama. Se ha dicho que los altos funcionarios no podían penetrar en ese recinto, pero esto no es cierto. Yo he estado allí unas treinta veces y sé lo que digo. Había en el parque un lago artificial con dos islas, en cada una de las cuales se elevaba una casa de verano. El Dalai Lama pasaba mucho tiempo en estas casas y meditaba muchas horas. Dentro del parque había un cuartel donde se alojaban unos quinientos hombres, que constituían la guardia personal del Dalai Lama.
A aquel lugar era adonde me conducía el lama Mingyar Dondup. Era mi primera visita al parque. Cruzamos una puerta muy ornamental que daba entrada al Recinto privado. Una gran variedad de aves picoteaban en el suelo en busca de comida. No se asustaron. Ni uno de estos pájaros salió volando; más bien parecían esperar que nosotros nos desviásemos para no molestarlos. El lago era de lo más plácido y liso, como la superficie de un espejo de metal muy bien pulido. La vereda de piedra estaba recién blanqueada y por ella fuimos hasta la más alejada de las dos islas, donde el Más Profundo parecía sumido en importante meditación. Al acercarnos, levantó la vista y nos sonrió. Nos arrodillamos, pusimos los pañuelos sobre sus pies y nos dijo que nos sentásemos frente a él. Tocó una campanilla para que sirviesen el té, sin el cual no empezará una conversación seria ningún tibetano.
Mientras esperábamos, me habló de las diferentes clases de animales que tenía en el parque y me prometió enseñármelos más tarde.
Por fin llegó el té. En cuanto se alejó el lama que lo había traído, me dijo el Dalai Lama:
– Mi buen amigo Mingyar me dice que no te gustan los colores áuricos de la Delegación china. Dice también que traen muchas armas. Nunca has fallado en las pruebas de clarividencia. Dime, ¿qué opinas de esos hombres?
Aquello me molestaba. No me gustaba contar -excepto a mi Guía- lo que veía en las auras y lo que significaban para mí. Yo tenía la convicción de que si una persona no «veía» por sí misma era que tampoco debía enterarse. Pero ¿cómo podía decirle aquello al Jefe del Estado? Sobre todo si éste no era clarividente.
– Honorable Precioso Protector -dije por fin-, no estoy dotado para leer las auras de los extranjeros. Mi opinión no tendría valor alguno.
De nada me sirvió esta respuesta, pues el Más Profundo me dijo en seguida:
– Como poseedor de talentos muy especiales, perfeccionados por las Artes de nuestros Antiguos, es tu deber decir lo que sepas. Te hemos preparado para ello. De modo que di lo que sepas.
– Honorable Precioso Protector, esos hombres tienen malas intenciones.
El color de sus auras revela que son traidores.
Sólo dije eso. El Dalai Lama pareció satisfecho.
– Bien, me has dicho lo mismo que a Mingyar. Mañana te ocultarás detrás del biombo y observarás mientras están aquí los miembros de la Misión china. Has de tener la absoluta seguridad, comprendes? Escóndete ahora para ver si nadie podría darse cuenta de que estás ahí dentro.
La prueba demostró que se me veía un poco. Los leones chinos fueron movidos levemente y por fin quedé bien oculto.
Entraron unos lamas como si fueran la Delegación china. Trataban de localizarme. Sorprendí los pensamientos de uno de ellos. «si lo descubro me ascenderán! Pero estaba mirando para el lado contrario a donde yo me hallaba. El Dalai Larna, satisfecho, me hizo salir de mi escondite y me dijo que me presentase allí al día siguiente, que era cuando le visitaría la Misión china con el objeto de hacerle firmar un tratado. Mi Guía y yo regresamos a nuestra lamasería.
El día siguiente, hacia las once de la mañana, volvimos al Recinto privado.
El Dalai Lama me sonrió y ordenó que me dieran de comer antes de esconderme. Nos trajeron al lama Mingyar Dondup y a mí unos excelentes manjares, algo que habían importado de la India en latas. No sé lo que era, pero me encantó variar de mi dieta, siempre igual: tsampa, té y nabos. Bien fortalecido con esta comida, me encontraba dispuesto a soportar varias horas de inmovilidad en mi escondite. Para mí y para cualquier lama la absoluta inmovilidad es algo sin importancia. Para la meditación nos pasábamos horas enteras sin movernos en absoluto. Por ejemplo, era corriente que me pusieran una lámpara en la cabeza y tenía que permanecer inmóvil en la actitud del loto hasta que se apagaba la lámpara por sí sola. Esto podía durar unas doce horas. Así que las tres o cuatro horas que se me pedían ahora nada significaban para mí.
Frente a mí se sentó el Dalai Lama en la actitud del loto, en su trono situado a dos metros del suelo. Tanto él como yo estábamos completamente inmóviles. De pronto sonaron por los pasillos unos gritos soeces y muchas exclamaciones en chino. Después supe que les habían descubierto unos bultos sospechosos debajo de las túnicas y, al registrarlos, les habían sacado muchas armas. Por fin los dejaron entrar. Acompañados por los guardias del Dalai Larna entraron en el Recinto privado. Un alto lama entonaba:
«Orn! Ma-ni pad-me Hum!» Y los chinos en vez de repetir el mismo mantra como ordena la cortesía usaron la forma china: «0-mi-tó-fo» (que significa:
«oh Amida Buda!»). En seguida pensé: En fin, Lobsang, tu tarea es fácil. Esta gente enseña sus verdaderos colores.
Desde mi escondite observaba la oscilación de sus auras, su brillo opalescente y su color rojo sucio. Estaban claros sus pensamientos de odio, que giraban como un torbellino. Se veían unas franjas y estrías de colores desagradables; no las tonalidades puras y claras de los pensamientos elevados, sino las insanas de aquellos cuyas fuerzas vitales se dedican al materialismo y a la maldad. Eran de esas personas de las que se dice: «Sus palabras eran limpias, pero sus pensamientos eran sucios.» También contemplé al Dalai Lama. Sus colores indicaban tristeza. Y estaba triste porque recordaba su visita a China. Todo lo que veía en el Más Profundo me gustaba. Ha sido el mejor gobernante que ha tenido el Tíbet.
Es cierto que tenía mal genio y cuando se irritaba se le ponía el aura de un rojo vivo; pero en nuestra historia quedará como el Dalai Lama que con más devoción ha servido a su país. Desde luego, yo le tenía un gran afecto y sólo había una persona a quien estimase más que a él: el larna Mingyar Dondup, por quien sentía más afecto.
La entrevista no condujo a nada positivo, ya que aquellos hombres no iban como amigos, ni de buena fe. Sólo pensaban en salirse con la suya, sin importarles los medios. Querían territorios, querían dirigir la política del Tíbet y… ¡querían oro!. Esto último era lo que más les atraía desde hacía muchos años. En el Tíbet hay cientos de toneladas de oro, pero lo consideramos como un metal sagrado. Según nuestras creencias, la tierra queda maldita si se saca de ella el oro; de modo que se le deja en los yacimientos.
Sólo se pueden coger algunas pepitas que arrastran los ríos. He visto oro en la región de Chang Tang, a la orilla de rápidas corrientes, lo mismo que se ve arena a la orilla de cualquier río. Esas pepitas -o «arena»- las fundíamos para hacer adornos de los templos. Para nosotros, el oro es metal sagrado para usos también sagrados. Incluso las lamparillas las hacemos de oro. Desgraciadamente, el metal es tan blando que esos objetos se retuercen con mucha facilidad.
El Tíbet tiene una extensión ocho veces mayor que la de las Islas Británicas.
Grandes zonas están aún sin explorar, pero en mis viajes con el lama Mingyar Dondup he visto que tenemos oro, plata y uranio. Nunca hemos permitido que los occidentales exploren nuestro terreno a causa de la vieja leyenda: «A donde va el hombre de Occidente allí hay guerra.» El lector debe recordar cuando lea «trompetas de oro», «platos de oro», «cuerpos cubiertos de oro», que el oro es un metal muy abundante en el Tíbet y que no se considera como un metal precioso, sino sagrado. El Tíbet podría ser uno de los grandes almacenes del mundo si la Humanidad trabajase al unísono para lograr la paz en vez de esforzarse tan inútilmente por conquistar el poder.
Una mañana entró a verme el lama Mingyar Dondup cuando yo copiaba un viejo manuscrito.
– Lobsang, tendrás que dejar eso por ahora. El Precioso ha enviado a buscarnos. Tenemos que ir al Norbu Linga, y los dos juntos, ocultos, hemos de analizar los colores de un extranjero que ha llegado del mundo occidental.
Tenemos que darnos mucha prisa porque el Más Profundo quiere vernos y hablar con nosotros antes. Esta vez no habrá pañuelos ni ceremonias.
Es muy urgente.
Le miré un instante y enseguida me puse en movimiento.
– Sólo el tiemp o de ponerme una túnica limpia, Honorable Maestro.
No tardé en arreglarme. Caminamos a toda prisa y llegamos a las puertas de Norbu Linga o Parque de la Joya. Los guardias se disponían a alejarnos cuando reconocieron al lama Mingyar Dondup. Cambiaron de actitud inmediatamente. Nos llevaron al Jardín Interior, donde se hallaba el Dalai Lama. Me desconcertaba no tener ningún pañuelo que ofrecerle y no sabía cómo acercarme a él. Pero el Más Profundo nos miró sonriente y dijo:
– Siéntate, Mingyar, y tú también, Lobsang. Veo que os habéis dado mucha prisa.
Nos sentamos y esperamos a que El nos dijese lo que deseaba de nosotros.
Estuvo meditando un buen rato, como si ordenase sus pensamientos en determinado orden de batalla. Por fin dijo:
– Hace algún tiempo, el Ejército de los Bárbaros Rojos (los ingleses) invadió nuestra sagrada tierra. Me marché a la India y desde allí emprendí otros largos viajes. En el Año del Perro de Hierro (1910) los chinos nos invadieron como resultado directo de la invasión británica. De nuevo me refugié en la India y allí conocí al hombre que veremos hoy aquí. Cuento todo esto por ti, Lobsang, ya que Mingyar estaba conmigo. Los ingleses hicieron promesas que no cumplieron. Ahora quiero saber si este hombre habla con una lengua o con dos, si es sincero o hay doblez en él. Tú, Lobsang, no entiendes su idioma y así estarás libre de toda influencia. Desde esa ventana cubierta con una celosía podrás observarlo tranquilamente. Tu presencia no será descubierta. Anotarás tus impresiones sobre los colores astrales del extranjero, como te ha enseñado tu Guía, que tanto te elogia siempre. Indícale dónde ha de ocultarse, Mingyar, ya que Lobsang está más acostumbrado a ti que a mí… Es más, ¡estoy convencido de que consideras a Mingyar Dondup superior al propio Dalai Lama!
Oculto detrás de la celosía, estaba ya cansado de esperar -aunque no fisicamente- y me entretenía mirando al jardín, a los pájaros, a las ramas de los árboles movidas por la brisa… E incluso tomaba de vez en cuando, temiendo que alguien me sorprendiera, algún bocado de la tsampa que llevaba en la túnica. Las nubes navegaban majestuosamente por el cielo y pensaba en lo mucho que me gustaría sentir el balanceo de una de aquellas enormes cometas de Tra Yerpa y oír el silbido del viento rozando la seda y sacudiendo la cuerda. De pronto, me sobresaltó un gran ruido, y por un momento llegué a creer que efectivamente me encontraba en una cometa y que me había quedado dormido y que me había estrellado contra el suelo.
Pero se trataba sencillamente de la puerta del Recinto privado que acababan de abrir. Unos lamas de dorado hábito precedían a un ser de extraordinario aspecto. Hube de contenerme para no soltar una carcajada. Era un hombre alto y delgado, de rostro pálido, cabello blanco y ojos hundidos, con una boca fina y de expresión dura. Pero lo que me impresionaba de él -con una cómica impresión, desde luego- era su absurdo traje. Era un extraño atavío de tela azul y con unas filas de redondelitos brillantes. Por lo visto, algún sastre muy inexperto le había hecho la ropa, pues el cuello le quedaba tan ancho que tenía que cruzárselo por delante. Además a los lados llevaba como unos parches que supuse serían remiendos simbólicos semejantes a los que nosotros llevábamos para imitar la humilde vestimenta de Buda. Los bolsillos occidentales nada significaban para mí en aquella época, ni las solapas, ni las demás características de los trajes de Occidente.
En el Tíbet, todos los que no necesitan realizar trabajos manuales llevan unas largas mangas que les ocultan las manos. Aquel hombre tenía unas mangas ridículamente cortas que sólo le llegaban a la muñeca. «Sin embargo, no puede ser un labrador -me dije-, pues sus manos son demasiado suaves. Quizá no sepa cómo debe vestir un hombre de elevada condición.
Pero lo más chocante era que la túnica de aquel individuo terminaba donde sus piernas se unían al tronco. Aquello lo atribuía pobreza. El desgraciado no podría permitirse utilizar más tela. Y los pantalones, ceñidos disparatadamente a las piernas y demasiado largos, tenían los extremos inferiores doblados. «molesto y avergonzado se debe de sentir al presentarse así ante el Más Profundo! Supongo que alguien de su misma estatura le prestará algún traje decente.» Y entonces le miré los pies. Llevaba en ellos unas cosas negras brillantes, como si estuvieran cubiertas de hielo. No eran botas de fieltro como las usadas por nosotros. De todo lo que había visto hasta entonces en mi vida me había asombrado tanto como aquel calzado.
Casi automáticamente fui anotando los colores que veía y la interpretación que iba dándoles. A ratos el hombre hablaba en tibetano, bastante bien para ser un extranjero, pero en seguida volvía a expresarse en su idioma, una notable serie de sonidos que yo no había oído en mi vida. Cuando volví a ver al Dalai Lama, aquella misma tarde, me explicó que este galimatías se llamaba inglés.
El extranjero me asombró al meter la mano en uno de esos parches laterales de su corta túnica y sacar de él un trozo de tela blanca. Cuando aún no me había repuesto de la impresión de verle ejecutar este irrespetuoso movimiento delante del Dalai Lama, me sobresaltó con algo aún más extraordinario:
se llevó el trapo blanco a la nariz y a la boca e hizo un ruido como de trompetilla. Pensé: “Este debe de ser un saludo que los occidentales reservan para el Dalai Lama.” Terminado el curioso saludo, el extranjero volvió a guardarse el trapo cuidadosamente en el mismo parche lateral.
Luego metió la mano en otros parches semejantes que llevaba en diversos sitios y sacó unos papeles de una clase que nunca había visto yo: blanco, fino, y brillante, no como el nuestro, que era basto, grueso y rugoso. «¿cómo podrán escribir en eso? -me pregunté yo-. ¿Cómo podrán raspar con fuerza sin romperlo?» Entonces, el extranjero sacó del interior de su media túnica un palito de madera pintada con algo en el centro que parecía hollín.
Apoyó este instrumento en el papel y empezó a moverlo. Supuse que no sabía escribir, que imitaba con la nariz el sonido de una trompetilla, que ni siquiera podía sentarse como las demás personas… Para colmo, no se estaba quieto y hacía un movimiento extrañísimo cruzando y descruzando las piernas. Hubo un momento en que llegué a horrorizarme. El hombre le vantó la punta de uno de sus pies de modo que apuntaba con ella al Dalai Lama, terrible insulto que no se perdonaría a un tibetano. Pero debió de darse cuenta, porque se apresuró a descruzar las piernas.
A pesar de esta serie de faltas de respeto, el Dalai Lama trataba a este individuo con toda consideración. Con gran estupefacción mía, el propio Dalai Lama se sentó en otra de aquellas sillas y dejó colgar las piernas hasta el suelo. El visitante tenía un nombre rarísimo. Se llamaba Instrumento Musical Femenino’ (ahora le llamaría C. A. BelI). Sus colores áuricos me indicaron que su Salud era muy precaria, probablemente debido a que vivía en un clima que no le sentaba bien. Deduje que el hombre quería sinceramente ayudarnos, pero sus colores revelaban también que temía incurrir en el enojo de su Gobierno y que éste tomase contra él alguna medida que afectara al importe de la pensión que había de pagarle durante los años que le restasen de vida cuando dejase de trabajar. Vi que deseaba tomar una actitud, pero que su Gobierno no se lo permitía, de manera que se veía obligado a decir una cosa y esperar que la cosa contraria -lo que él había intentado hacer aceptar a su Gobierno- resultase con el tiempo la más acertada.
Luego vi que sabíamos muchas cosas sobre este míster Bell: la fecha de su nacimiento, y muchos momentos cumbres de su carrera, lo cual nos serviría para montar su horóscopo. Los astrólogos descubrieron que Bell había vivido en el Tíbet en encarnaciones anteriores y que durante su vida anterior había expresado su deseo de reencarnar en el Occidente con la esperanza de contribuir a un entendimiento entre Oriente y Occidente. Hace poco tiempo me dijeron que ha contado esto mismo en un libro que ha escrito.
Hemos llegado a la conclusión de que si este hombre hubiera podido influir en su Gobierno en el sentido que él quería, no habría llegado a producirse la invasión comunista de mi país. Sin embargo, las predicciones habían dicho que esta invasión se produciría, y las predicciones nunca se equivocan.
Según parece, el Gobierno inglés estaba muy alarmado porque sospechaba que el Tíbet había celebrado tratados con Rusia. Esto no es digno de los ingleses. Gran Bretaña no quería llegar a ningún acuerdo con el Tíbet y, por otra parte, quería impedir que el Tíbet se hiciera otros amigos. Todo el mundo podía firmar tratados de amistad, comerciales, o de mutua defensa, menos nosotros; y ante la sospecha de que hubiésemos llegado a hacerlo, Gran Bretaña se proponía invadirnos o estrangulamos, lo mismo daba. Este Mr. Bell, que nos conocía bien, estaba convencido de que no nos interesaba alia rnos con ningún país. Sólo deseábamos que nos dejasen solos, que nos dejasen vivir la vida a nuestro modo. Los extranjeros no nos habían traído sino pérdidas, trastornos y penalidades.
Al Más Profundo le agradaron las observaciones y comentarios que le hice, siguiendo mis anotaciones, cuando el extranjero se hubo marchado.
¡Pero aquello sólo sirvió para que el Dalai Lama se convenciera de la necesidad de hacerme trabajar más!
– Sí, sí, Lobsang -exclamó-, hemos de hacerte trabajar mucho más. Así estarás mejor preparado cuando viajes por los países extranjeros.
Te aplicaremos más tratamiento hipnótico para que almacenes todos los conocimientos que nosotros poseemos ahora.
– Tocó la campanilla y acudió uno de sus lamas-ayudantes-. ¡Que venga Mingyar Dondup inmediatamente!
Unos minutos después se presentó mi Guía. Venía con toda calma. Por nada del mundo se apresuraba aquel hombre. Y el Dalai Lama, que lo trataba como un amigo íntimo, no le dio prisa. Mi Guía se sentó junto a mí, frente al Precioso. Llegó a toda prisa un ayudante con té y «cosas de la India». Cuando nos hubimos sentado, el Dalai Lama dijo:
– Mingyar, has acertado; este muchacho tiene talento. Pero aún se puede perfeccionar más y debe desarrollarse. Toma todas las medidas que estimes convenientes para que esté preparado lo mejor y más pronto posible.
Emplea todos los recursos de que disponemos, ya que, como se nos ha advertido tantas veces, vendrán malos tiempos para nuestro país y debemos disponer de alguien que esté en condiciones de compilar el Archivo de las Antiguas Artes.
Así, tuve que aprovechar aún más el tiempo. A veces, me sacaban de mis estudios para que interpretase los colores de alguna persona: un abad de alguna lejana lamasería, algún dirigente político de una provincia no menos distante… Fui uno de los más asiduos visitantes del Potala y del Norbu Linga. En el primero me permitían usar a mi antojo los telescopios que tanto me distraían, sobre todo uno de enorme tamaño montado sobre un gran trípode, un telescopio astronómico. Me pasaba muchas horas de la noche contemplando las estrellas y la Luna…
El lama Mingyar Dondup y yo íbamos con frecuencia a la ciudad de Lhasa para observar a los visitantes. La gran clarividencia de mi Guía, su amplio conocimiento de las gentes y su gran sabiduría, le permitían comprobar y ampliar mis interpretaciones. Era de apasionante interés detenerse ante el puesto de un mercader y escuchar cómo alababa el hombre sus mercancías y comparar estos pregones con sus pensamientos, que para nosotros estaban tan claros como sus palabras. Además, mi memoria se desarrolló mucho. Durante muchas horas escuchaba los pasajes que me leían y luego los repetía al pie de la letra. Para facilitar este aprendizaje me hacían caer en trance hipnótico mientras me leían trozos de las más viejas escrituras.