CAPÍTULO QUINTO. MI VIDA DE CHELA.

Nuestro «día» comenzaba a medianoche en Chakpori. Cuando sonaba la trompeta de medianoche atronando los corredores débilmente iluminados salíamos rodando, medio dormidos aún, de nuestra cama de almohadones y buscábamos a tientas en la oscuridad nuestros hábitos. Todos dormíamos completamente desnudos, sistema habitual en el Tíbet, donde no hay falso pudor. Una vez puestas las túnicas y después de guardar nuestras cosas en la abullonada delantera de la parte superior, salíamos corriendo, bastante malhumorados, por los largos pasillos. Uno de nuestros mandamientos era:

«Más vale reposar con la conciencia tranquila que estarse sentado como Buda y rezar cuando se está de mal humor.» Yo esto no lo comprendía muy bien y con frecuencia me permitía pensar esta irreverencia: «¿Entonces, por qué no nos dejan descansar tranquilamente? ¡Esta broma de sacarnos del sueño a medianoche me irrita!» Pero nadie pudo aclararme aquel misterio y no me quedaba más remedio que ir con los otros al Vestíbulo de las Oraciones.

Allí, las innumerables lamparillas luchaban por filtrar sus débiles rayos por entre las movedizas nubes del humo de incienso. En esta vacilante luz llena de sombras temblorosas las gigantescas figuras sagradas parecían cobrar vida, inclinarse y balancearse al compás de nuestra salmodia.

Los centenares de monjes y niños se sentaban con las piernas cruzadas sobre los almohadones esparcidos por el suelo. Formábamos filas a todo lo largo del vestíbulo. En cada par de filas una quedaba frente a la otra, de modo que la primera y la segunda estaban cara a cara, la segunda y la tercera dándose la espalda, y así suces ivamente. Nuestras salmodias y cantos sagrados utilizaban escalas tonales especiales, ya que en Oriente se considera que los sonidos tienen un poder. Lo mismo que una nota musical puede romper un cristal, una combinación de notas puede constituir una energía metafísica. También se leía en el Kangyur. Era un espectáculo impresionante ver a estos centenares de hombres, con sus túnicas rojas y sus estolas doradas, balanceándose y salmodiando al unísono con el tintineo argentino de las campanillas y el latido de los tambores. Unas nubes azules de incienso se enroscaban en las rodillas de los dioses y de vez en cuando nos parecía, en aquella luz incierta, que una u otra de las enormes figuras nos miraban a los ojos.

El servicio religioso duraba aproximadamente una hora y luego regresábamos a nuestro lecho hasta las cuatro de la mañana. A las cuatro y cuarto comenzaba otro servicio. A las cinco desayunábamos tsampa y té con mantequilla. Ya en esta primera comida el Lector ronroneaba las sagradas palabras mientras el Disciplinario vigilaba a su lado para que ninguno de nosotros hablase ni se moviese. A esta hora era cuando nos transmitían las órdenes especiales o la información que tuviesen que darnos. Por ejemplo, podía haber algo que necesitaran en Lhasa y entonces decían durante el desayuno los nombres de los monjes que debían hacer el encargo. Se les daba permiso para ausentarse de la lamasería durante un cierto tiempo y de faltar, por tanto, a un determinado número de servicios religiosos.

A las seis teníamos que estar en nuestras clases dispuestos para la primera sesión de estudio. La segunda de nuestras leyes tibetanas era:

«Cumplirás con tus deberes religiosos y estudiarás.» En la ignorancia de mis siete años no comprendía por qué debía obedecer esta ley cuando la quinta, «Honrarás a tus mayores y a los de elevada condición social», se incumplía con toda tranquilidad. Mi experiencia me había llevado a creer que había algo vergonzoso en ser de «elevada condición».

Desde luego, me habían hecho sufrir mucho por ese motivo. No se me ocurría entonces pensar que no es el linaje lo importante, sino lo que es la persona.

Asistíamos a otro servicio a las nueve de la mañana interrumpiendo nuestros estudios durante cuarenta minutos. Este descanso constituía un alivio para nosotros, pero a las diez menos cuarto teníamos que estar otra vez en clase. Empezábamos entonces con otra materia hasta la una de la tarde. Pero tampoco entonces podíamos comer; venía luego un servicio religioso de media hora y después nos daban por fin la tsampa y el té. Seguía una hora de trabajo manual para que nos ejercitáramos y aprendiésemos a ser humildes. A mí me tocaba siempre el trabajo más desagradable.

A las tres nos obligaban a descansar durante una hora. Era un descanso forzoso en que no podíamos hablar ni movernos. Debíamos permanecer tumbados e inmóviles. A todos nos fastidiaba esta hora porque era demasiado poco para dormir y demasiado para estarse sin hacer nada. ¡Con las cosas que podríamos haber hecho para divertirnos! A las cuatro, después de este reposo, volvíamos a clase. Esto era lo peor del día: cinco horas trabajando sin interrupción, sin poder salir de clase absolutamente para nada bajo la pena de los más terribles castigos. Nuestros profesores nos vapuleaban con sus recios bastones a la menor distracción y algunos de ellos se ensañaban violentamente.

A las nueve nos soltaban para tomar la última comida del día: otra vez té y tsampa. A veces -muy pocas- nos daban verduras, o sea unas rodajas de nabos o unos guisantes muy pequeños. Estaban crudos, pero nuestra hambre lo aceptaba todo. Nunca se me olvidará cuando, teniendo yo ocho años, nos dieron unas nueces. Me gustaban mucho y en casa solía comerlas con frecuencia. Insensatamente quise hacer un cambio con otro chico: yo le daría mi túnica de repuesto a cambio de sus nueces. El Disciplinario se enteró de aquello y me hicieron salir al centro del Vestíbulo y confesar mi pecado.

Como castigo por mi «codicia» me tuvieron sin beber ni comer durante veinticuatro horas. Y me quitaron mi túnica de repuesto basándose en que no me hacía falta, ya que no me había importado cambiarla por algo que no era esencial.

A las nueve y media nos fuimos a dormir en nuestros almohadones.

Nadie se retrasaba en esto. Creí que tantas horas de trabajo y de atención sostenida acabarían matándome o que caería dormido y jamás me volvería a despertar. Al principio los niños recién ingresados solíamos escondernos en algún rincón para dar unas cabezadas. Pero después de mucho tiempo me acostumbré a las muchas largas horas de estudio y rezos y el día no se me hacía tan largo.

Poco antes de las seis de la mañana, como estaba contando antes, me llevó el muchacho que me había despertado a la habitación del lama Mingyar Dondup. Aunque no llamé, me dijo que entrase. Su habitación era muy agradable, con sus magníficas pinturas murales, y otras pintadas en seda y colgadas en las paredes. Unas cuantas estatuillas adornaban unas mesas bajas.

Eran dioses y diosas de jade y oro. También colgaba de la pared una gran Rueda de la Vida. El lama se hallaba sentado en la postura de loto y ante él, en una mesa baja, tenía una pila de libros. Estaba estudiando cuando yo entré.

– Siéntate aquí conmigo, Lobsang -me dijo-, pues tenemos muchas cosas de que hablar, pero primero he de hacerte una pregunta de hombre a hombre: ¿has comido y bebido bastante? -Le aseguré que había comido y bebido muy bien y me encontraba satisfecho-. El señor Abad ha dicho que podemos trabajar juntos. Hemos averiguado cuál fue tu anterior encarnación, y era buena. Ahora queremos desarrollar de nuevo ciertos poderes y habilidades que tuviste en esa otra vida. Queremos que en pocos años poseas más sabiduría que la que pueda atesorar un lama en una larga vida. -Hizo una pausa y se estuvo mirándome un rato con extraordinaria atención. Tenía unos ojos muy penetrantes-. Todos los hombres deben escoger libremente su camino -prosiguió- y el tuyo será áspero y difícil por espacio de cuarenta años si escoges el camino que verdaderamente te corresponde, pero en tu próxima vida cosecharás grandes beneficios que te compensarán del esfuerzo realizado. Si eliges ahora un camino equivocado, tendrás en esta vida toda clase de comodidades y dulzuras, pero no desa rrollarás tu espíritu para el futuro. De ti depende.

Se calló y me miró intensamente.

– Señor -le dije-, mi padre me ha advertido que si fracasaba en esta lamasería no me permitiría volver a casa. ¿Cómo podría, pues, tener comodidades y dulzuras cuando ni siquiera dispondría de un hogar?

El lama, sonriéndose, me dijo:

– ¿Has olvidado ya que sabemos cuál fue tu anterior reencarnación?

Si eliges la senda equivocada, la senda de la dulzura, te instalarán en una lamasería como Encarnación Viva y a los pocos años serás Abad. Tu padre no le llamaría a eso un fracaso.

Algo que había en el tono de su voz me hizo preguntarle:

– ¿Y tú, lo considerarías como un fracaso, Maestro?

– Sí; sabiendo lo que sé, diría que habías fracasado.

– ¿Quién me enseñaría el camino?

– Si eliges el bueno seré tu Guía, pero la decisión depende por completo de ti y nadie podrá influir en ti.

Le miré y me gustó su aspecto. Era un hombre corpulento de vivos ojos negros. Un rostro franco con una despejada frente. Sí; podía fiarme de aquel hombre. Aunque sólo tenía siete años, mi vida había sido muy dura y en ella conocí a mucha gente; de modo que podía saber a simple vista si un hombre era bueno o malo.

– Señor -le dije-, querría ser discípulo tuyo y tomar el buen ca ino.

– Y añadí sin poderlo remediar-: ¡Pero de todos modos no me gusta trabajar tanto!

Se rió y su risa era profunda y confortante.

– Lobsang, Lobsang, a ninguno de nosotros le gusta un trabajo tan agotador, pero pocos de nosotros somos lo bastante sinceros para reconocerlo.

– Estuvo buscando algo entre sus papeles y después de leer unas líneas, añadió-: Tendremos que hacerte una pequeña operación en la cabeza para forzar tu clarividencia y luego vamos a acelerar hipnóticamente tus estudios.

Ya verás cuánto adelantas en metafísica y en medicina.

La perspectiva de un aumento de trabajo me sentó muy mal. Pensaba que ya había trabajado bastante en mis primeros siete años y por lo visto a partir de ahora no podría jugar con cometas ni con nada. El lama pareció adivinar mis pensamientos.

– sí, sí, jovencito. Más adelante podrás lanzar cometas, pero serán hombres en vez de cometas lo que tendrás que elevar. Bueno, primero hemos de hacerte un plan de estudios. -Estuvo leyendo otro rato sus papeles -. Veamos: de nueve a una… Sí, eso bastará al principio. Ven aquí todos los días a las nueve de la mañana en vez de asistir a los servicios religiosos y charlaremos de algunos temas interesantes. Empezaremos mañana mismo. ¿Tienes algún recado para tu padre y tu madre? Los veré hoy. ¡Voy a llevarles tu coleta!

Me quedé estupefacto. Cuando un niño era aceptado por una lamasería le cortaban la coleta, le afeitaban la cabeza y enviaban a sus padres la coleta como símbolo de que su hijo había sido admitido. Y ahora el lama Mingyar Dondup la entregaría personalmente a mis padres. Esto significaba que me había aceptado como «hijo espiritual» y que en adelante se encargaría personalmente de mi educación. Este lama era una persona muy importante, un hombre de gran talento y de gran fama en todo el Tíbet.

Comprendí que con un tutor tan excepcional no podía yo fallar.

Aquella mañana, de nuevo en clase, no me fue posible prestar atención.

Pensaba en mil cosas en relación con mi charla con el lama; así que el profesor pudo hartarse de castigarme.

Aunque la severidad de los profesores era tan extremada me consolaba pensando que yo estaba allí para aprender. Por eso me había reencarnado aunque no recordase lo que tenía que volver a aprender. En el Tíbet creemos firmemente en la reencarnación. Creemos que cuando alcanza uno cierta etapa avanzada de evolución puede elegir entre subir a otro plano de existencia o regresar a la Tierra para aprender algo más o para ayudar a los demás hombres. Puede suceder que un sabio tenga cierta misión en esta vida, pero que muera antes de poder completarla. En este caso creemos que puede volver a este mundo para acabar su tarea siempre que el resultado haya de ser beneficioso para otros. Sólo se pueden averiguar las anteriores encarnaciones de muy pocas personas. El coste y el tiempo que requieren estas investigaciones suelen ser prohibitivos. Cuando se descubre que un individuo tiene determinados signos, como en mi caso, se nos llamaba «Encarnaciones Vivas» y eran sometidos a las más implacables pruebas en su infancia -como me había sucedido a mí-, pero se convertían en el objeto de la reverencia general cuando se hacían mayores. En mi caso se disponían a sacar a la luz, mediante un sistema especial, mis conocimientos ocultos. Era un procedimiento para «alimentar a la fuerza» los poderes ocultos que había en mí. ¿Por qué lo hacían? Eso no podía yo saberlo entonces.

Una lluvia de palos sobre mi espalda me hizo volver a la realidad en plena clase.

– ¡Tonto, imbécil! ¿Se te han metido los demonios mentales en ese cráneo de animal? Me doy por vencido. Has tenido la gran suerte de que sea el momento de terminar la clase.

Y, aprovechando el último instante, mi rabioso profesor me dio un tremendo golpe más y se marchó gruñendo.

El chico vecino mío de asiento me dijo:

– No olvides que es nuestro turno en la cocina esta tarde. Espero que tengamos ocasión de llenar nuestras bolsas de tsamp a.

El trabajo de la cocina era muy pesado y los monjes-cocineros nos trataban a los chicos como esclavos. Después de las dos horas de trabajo forzado teníamos que meternos en clase otra vez. A veces nos obligaban a estarnos más tiempo en la cocina y llegábamos tarde a clase, donde nos esperaba el profesor furioso y, sin darnos oportunidad para explicar nuestra tardanza, nos molía a palos.

Mi primer día de trabajo en la cocina fue casi el último. En la puerta nos esperaba un monje muy irritado.

– ¡Venid acá, inútiles, vagos! -gritó.-. Los primeros diez de vosotros, que se cuiden de la lumbre.

Yo era el décimo. Bajamos otro tramo de escaleras. El calor era espantoso.

Frente a nosotros teníamos la cegadora luz rojiza de las llamas.

Enormes montones de boñiga de yak estaban preparados para alimentar los hornos.

– Coged esas palas de hierro y procurad que no se apague el fuego si queréis salvar la vida -gritó el monje.

Yo era el más pequeño de mi grupo con mucha diferencia, ya que ninguno de ellos era menor de diecisiete años. Apenas pude levantar la pala; y al esforzarme en echar estiércol en el fuego lo derramé sobre los pies del monje. Con un rugido de rabia me agarró por el cuello y me dio un emp ujón.

Sentí un terrible dolor y el inmediato olor a carne quemada. Me había caído contra una barra que estaba al rojo vivo. Rodé por el suelo, con un alarido, envuelto entre ascuas. La parte superior de mi pierna izquierda se había clavado en la barra. Esta quemó toda la carne que en contró hasta llegar al hueso. Aún tengo, naturalmente, la horrible cicatriz, que todavía me duele de vez en cuando. Esta cicatriz hizo que me identificaran más adelante los japoneses.

Hubo un gran escándalo. Acudieron monjes de todas partes. Yo seguía revolcándome entre las ascuas, pero en seguida me levantaron. Por todo el cuerpo tenía quemaduras superficiales, pero la herida de la pierna era gravísima. Me llevaron rápidamente al lama médico, que se propuso salvarme la pierna. Aquel hierro estaba oxidado y cuando penetró en mi pierna dejó en su interior escamas de orín. El médico tuvo que limpiarme la herida de estos trocitos de orín. Luego la rellenó con una compresa de hierba pulverizada.

Me frotaron el resto del cuerpo con una loción vegetal, que desde luego me alivió mucho el dolor de las quemaduras. La pierna me palpitaba de un modo atroz. Estaba seguro de que jamás volvería a andar. Cuando acabó su cura, el lama llamó a un monje para que me llevase a una pequeña habitación próxima donde me tendieron sobre unos almohadones. Entró un anciano monje y se sentó junto a mí y empezó a musitar rezos. Pensé que tenía gracia que rezaran por mi salud después de haber ocurrido el accidente.

Pero, en fin, decidí firmemente ser bueno, pues mi reciente exp eriencia me había enseñado lo que sentía uno cuando lo atormentaban los diablos del fuego. Recordé un cuadro que había visto en que un diablo pinchaba a una desgraciada víctima en un lugar del cuerpo muy cercano al que yo me había quemado.

Quizá se piense que los monjes eran gente cruel y todo lo con rario de lo que se podía esperar. Pero ¿qué significa “monje”? Entendemos por esta palabra toda persona del sexo masculino que vive en el servicio lamástico, no necesariamente una persona religiosa. En el Tíbet, casi cualquiera puede llegar a ser monje. Es muy frecuente que envíen a un chico a hacerse mo nje sin dejarle ninguna posibilidad de elección. O un hombre puede decidir que se ha pasado demasiado tiempo guardando rebaños y desee contar con un refugio cuando la temperatura está a cuarenta bajo cero. No se hace monje por convicciones religiosas, sino por comodidad. Las lamaserías tienen monjes como criados, labradores, barrenderos, etcétera. En otros países se les llamaría criados o algo equivalente. La mayoría de ellos trabajan de un modo agotador; la vida a cerca de cuatro mil metros puede resultar muy difícil y a menudo estos hombres descargan su irritación contra nosotros los chicos. Para los tibetanos, el término “monje” era sinónimo de hombre. A los miembros del sacerdocio los llamábamos de un modo muy diferente.

Un chela era un niño alumno, novicio, o acólito. Y lo más próximo a lo que en otros países suele conocerse por monje es el trappa. Este es el que más abunda en las lamaserías. Luego llegamos al término del que más se abusa:

el lama. Si los trappas son los soldados rasos, el lama es el oficial. Y a juzgar por lo que dicen y escriben los occidentales sobre nosotros, ¡hay más oficiales que soldados en nuestro ejército! Los lamas son maestros, gurus, como solemos llamarlos. El lama Mingyar Dondup iba a ser mi guru y yo su chela. Por encima de los lamas estaban los abades. No todos ellos se hallaban al frente de lamaserías, sino que muchos trabajaban en la Administración Superior o viajaban de una lamasería a otra. En algunos casos un lama determinado podía ser de condición superior a un abad; dependía de lo que estuviera haciendo. Los que eran Encarnaciones Vivas, como yo, podían llegar a abades a la edad de catorce años: dependía de que aprobasen el exigente examen a que se les sometía. Estos grupos eran muy severos, pero no crueles; siempre eran justos. Otro ejemplo de “monjes” lo vemos en los “monjes-policías”. Su única misión era mantener el orden y no tenían obligación alguna de asistir a las ceremonias religiosas, aunque debían estar presentes para asegurar el orden. Los monjes-policías eran crueles muchas veces y, desde luego, también lo era el servicio doméstico. No pueden ustedes condenar a un obispo porque uno de los ayudantes de su jardinero se haya portado mal. Ni esperar que un subjardinero sea un santo sólo porque trabaja para un obispo.

En la lamasería teníamos una cárcel. No era un sitio agradable ni mucho menos, pero tampoco lo eran los condenados a permanecer en ella. Mi única experiencia de esta cárcel fue cuando tuve que atender a un preso que había enfermado. Estaba yo casi a punto de salir del monasterio cuando me llamaron de la cárcel. En el patio trasero había unos cuantos parapetos circulares de un metro de altura. Las grandes piedras que los formaban eran lo mismo de anchas que de largas. Estaban rematadas horizontalmente por barrotes de piedra del grosor de un muslo. Cubrían una abertura circular, un pozo de casi tres metros de diámetro. Cuatro monjes-policías levantaron la barra del centro y la apartaron. Uno de ellos se inclinó y tiró de una cuerda de pelo de yak a cuyo extremo había un nudo corredizo. Todo aquello me tenía muy escamado. «Ahora, Honorable lama médico -dijo el hombre-, si metes el pie en este lazo corredizo te bajaremos.» Obedecí bastante atemorizado.

«Necesitarás una luz, señor», dijo el monje -policía. Me pasó una antorcha encendida. Aumentó mi preocupación. Tuve que agarrarme a la cuerda, sostener la antorcha y evitar quemarme o que se incendiara la fina cuerda que me sostenía inverosímilmente. Pero conseguí descender a unos diez metros de profundidad a lo largo del muro circular que rezumaba agua hasta el asqueroso suelo de piedra. A la luz de la antorcha vi a un desgraciado de espantoso aspecto acurrucado contra el muro. Me bastó mirarlo para ver que estaba muerto, ya que no le vi aura. Recé por su alma, que estaría vagando entonces por entre los diversos planos de la existencia y cerré sus ojos alocadamente abiertos y vidriados. Grité para que me subieran.

Terminado mi trabajo les tocaba a su vez a los encargados de descuartizar el cuerpo. Pregunté qué crimen había cometido. Y me dijeron que había sido un mendigo vagabundo que llegó al monasterio pidiendo comida y alojamiento y que luego, por la noche, mató a un monje para robarle lo poco que poseía. Lo detuvieron mientras intentaba darse a la fuga y lo hicieron volver al lugar del crimen.

Pero todo esto es una digresión del incidente acaecido en mi primer intento de trabajar en la cocina.

Se me estaban pasando los efectos de las lociones refrescantes y me sentía como si me estuvieran arrancando la piel del cuerpo. Aumentaban las palpitaciones de la pierna y me parecía que me iba a estallar. En mi febril imaginación creí que dentro del boquete abierto en la pierna me habían metido una antorcha encendida. Pasaba el tiempo con una lentitud desesperante.

En el monasterio se oían muchos ruidos, unos desconocidos por mí y otros no. Me recorrían el cuerpo oleadas de horrible dolor. Yacía boca abajo, pero también tenía quemada la parte delantera del cuerpo. Las ascuas me habían hecho muchas quemaduras por todo el cuerpo. De pronto sentí que alguien se sentaba a mi lado. Una voz amable y compasiva, la del lama Mingyar Dondup, me dijo:

– Amiguito, esto es sufrir ya demasiado. Tienes que dormir.

Y sus dedos suaves me recorrían la espina dorsal. Era un roce delicado y constante. Al poco tiempo me había dormido.

Me daba en los ojos un sol pálido. Me desperté guiñando los ojos y en la semiinconsciencia del despertar creí que alguien me estaba apaleando por haber dormido demasiado. Sin recordar en absoluto el accidente, fui a levantarme de un brinco y caí de nuevo sobre los almohadones con un dolor espantoso. ¡Mi pierna! Una voz calmante me aconsejaba:

– Estáte quieto, Lobsang. Hoy será para ti un día de completo reposo.

Volví la cabeza con dificultad y vi con gran asombro que estaba en la habitación del lama y que él se hallaba sentado junto a mí. Al ver mi expresión sonrió.

– ¿De qué te asombras? ¿No es lo más natural que dos amigos estén juntos cuando uno de ellos se encuentra enfermo?

– Pero usted es un lama principal, y yo no soy más que un niño- respondí con voz muy débil.

– Lobsang, tú y yo hemos pasado mucho tiempo juntos en vidas anteriores.

Todavía no estás en condiciones de recordarlo; pero yo sí sé que éramos muy amigos en nuestras últimas encarnaciones. En fin, lo importante ahora es que descanses y recuperes tus energías. No te preocupes: vamos a salvarte la pierna.

Pensé en la Rueda de la Existencia y en las palabras de las Escrituras budistas:

«La prosperidad del hombre generoso nunca falla, mientras que el mísero no encuentra alivio. Que el hombre poderoso se muestre generoso con el suplicante y que mire el largo camino de las vidas. Porque las riquezas giran como las ruedas de un carro y unas veces van a parar a unos y otras a otros. El mendigo de hoy es el príncipe de mañana, y el príncipe de hoy puede reencarnar en un mendigo.» Me resultaba evidente, incluso a mis siete años, que el lama encargado de guiarme era un hombre bueno y que sacaría a la luz mis mejores facultades.

Estaba claro que conocía muchísimo de mí, mucho más que yo mismo.

Sentía ya impaciencia por empezar mis estudios con él y decidí ser su mejor discípulo. Me daba cuenta de que existía una gran afinidad entre nosotros y me asombraba cómo el Destino me había llevado hasta él.

Volví la cabeza para mirar por la ventana. Me habían colocado los almohadones sobre una mesa para que pudiera mirar hacia afuera. Me resultaba muy extraño no estar tendido en el suelo, si no a más de un metro de él. Mi infantil imaginación me comparaba a un pájaro en un árbol. Desde allí se veía mucho. A lo lejos, por encima de los tejados más bajos, distinguía la ciudad de Lhasa extendida al sol. Unas casitas disminuidas por la distancia, con sus colores tan delicados; las aguas tortuosas del río Kyi, que fluían por el valle encajonadas entre masas de hierba de un verde intensísimo…

Cerraban el horizonte unas montañas amoratadas rematadas por una franja de reluciente nieve. Las estribaciones más próximas estaban salpicadas por los monasterios de dorados tejados. A la izquierda se elevaba el Potala con su inmensa masa de edificios que formaba como una pequeña montaña. Un poco a nuestra derecha, el bosquecillo de donde emergían templos y colegios. Allí vivía el Oráculo del Estado del Tíbet, personaje muy importante cuya sola tarea consistía en poner en contacto el mundo material con el inmaterial. Abajo, en el patio que se dominaba desde mi ventana, paseaban monjes de todas las categorías. Algunos llevaban unos hábitos de color castaño oscuro: eran los monjes-obreros. Un pequeño grupo de muchachos iban vestidos de blanco: eran monjes estudiantes que habían llegado de una lejana lamasería. Pero también había monjes de rangos más elevados, vestidos con túnicas de rojo vivo o moradas. Estos últimos llevaban a veces estolas doradas para indicar que pertenecían también a la Alta Administración. Algunos llegaban montados en caballos. Los seglares montaban en animales de color, mientras que los sacerdotes sólo podían utilizar los blancos. Todo esto me sacaba de mi problema inmediato, que era ponerme bien y poder andar de nuevo.

A los tres días decidieron que me levantara y procurase andar. Me dolía aún muchísimo la pierna. La tenía muy hinchada y me perjudicaban mucho las escamas de orín que no habían conseguido quitarme. Tuvieron que hacerme unas muletas y con ellas avanzaba dificultosamente. Parecía un pájaro herido. En todo el cuerpo seguían molestándome las quemaduras y ampollas, pero el intenso dolor de la pierna le quitaba importancia a todo lo de más. Me era imposible sentarme. Tenía que echarme del lado derecho o de cara. Naturalmente, no podía asistir a los servicios religiosos ni a las clases, de modo que mi Guía, el lama Mingyar Dondup, me enseñaba todo el tiempo. Estaba muy satisfecho de lo mucho que yo había aprendido en tan pocos años y me dijo…

– Pero ten en cuenta que gran parte de estos conocimientos los recuerdas inconscientemente de tu última encarnación.

Загрузка...