Pasaban las semanas. Había mucho que hacer, que aprender y que proyectar. Ahora me hallaba mucho más ejercitado en las ciencias ocultas.
Estaba sometido a una preparación especial. Un día, a principios de agosto, me dijo mi Guía:
– Este año iremos con los recolectores de hierbas medicinales. Adelantarás mucho en la medicina cuando hayas conocido las diferentes hierbas en su estado natural. ¡Además, te enseñaremos el verdadero arte de las cometas!
Durante dos semanas estuvimos ocupadísimos. Había que confeccionar nuevas bolsas de cuero y limpiar las viejas, preparar tiendas de campaña y someter a un cuidadoso examen a los animales para ver si podrían resistir tan prolongada y dura expedición. Iríamos doscientos monjes. Estableceríamos nuestro campamento base en la antigua lamasería de Tra Yerpa y de allí saldrían todos los días grupos de nosotros en busca de hierba.
Partimos por fin a últimos de agosto entre una estruendosa algazara. Los que se quedaban en el monasterio envidiaban a los que emprendían aquella aventura. Por mi categoría de lama me correspondía montar en un caballo blanco. Unos cuantos de nosotros tomaríamos la delantera con muy poco equipaje, para pasar varios días en Tra Yerpa antes de que llegasen los demás.
Nuestros caballos recorrerían casi treinta kilómetros al día; en cambio, los yaks no podían pasar de quince kilómetros diarios. La caravana que nos seguía llevaba todo el equipaje a lomos de yaks.
Los veintisiete que formábamos la avanzada íbamos muy contentos de poder llegar a la lamasería unos días antes. Era un camino difícil y ya saben ustedes que he sido siempre mal jinete.
Mis proezas de equitación no pasaban de mantenerme en equilibrio sobre la silla mientras el caballo galopaba. Pero era incapaz de ir en pie sobre la silla como hacían los otros. Yo tenía que agarrarme bien, lo cual no resultaba muy bonito, pero así por lo menos iba seguro. Cuando nos acercamos a la lamasería, situada en la falda de una montaña, salieron a recibirnos los monjes. Nos tenían preparadas enormes cantidades de té con manteca, tsampa y verduras. El entusiasmo con que nos recibieron no era completamente desinteresado, pues estaban impacientes por saber noticias de Lhasa, y por ver los regalos que les llevábamos, siguiendo la costumbre.
En el tejado plano del templo había unos braseros con incienso de los que se elevaban densas columnas de humo. Entramos a caballo en el patio con renovadas energías al saber que terminaba nuestro viaje. La mayoría de mis compañeros, que eran lamas mayores, tenían viejos amigos en aquel monasterio.
Todos conocían allí al lama Mingyar Dondup. Lo rodearon en masa y se lo llevaron no sé adónde. Me encontré de pronto solo en el mu ndo, pero al poco tiempo oí que me llamaban:
– Lobsang, Lobsang, ¿dónde estás?
Respondí, y antes de saber lo que me ocurría me encontré rodeado por la multitud de monjes. Aquella masa humana se había abierto para tragarme a mí también. Mi Guía hablaba con un abad anciano que se volvió hacia mí y dijo:
– ¿De modo que éste es? Bueno, bueno; ¡qué jovencito!
Como de costumbre, mi principal preocupación era la comida. Sin perder tiempo nos dirigimos todos hacia el refectorio, donde nos sentamos y nos pusimos a comer en silencio como si estuviésemos en Chakpori. No estaba muy claro si Chakpori era una rama de Tra Yerpa, o al contrario.
Desde luego, ambas lamaserías eran de las más antiguas del Tíbet. Tra Yerpa tenía fama de poseer ciertos manuscritos famosísimos sobre medicina herbolaria, manuscritos que podría yo leer y tomar de ellos las notas que necesitara. También tenían un informe de la primera expedición a las mo ntañas de Chang Tang, escrito por los diez hombres que realizaron aquel extraordinario viaje. Pero lo que más me interesó por entonces fue el campo perfectamente llano junto al monasterio, en el que íbamos a lanzar nuestras cometas.
Aquel era un extraño paisaje. Inmensos picos se elevaban de un suelo que subía continuamente. Unas mesetas como jardines en terrazas se extendían desde el pie de los picos como anchísimos escalones que subieran hasta perderse en las alturas. Algunos de los escalones inferiores presentaban una gran riqueza de hierbas medicinales. Una forma de musgo que se encontraba allí tenía un poder de absorción mucho mayor que el sphagnum.
Una pequeña planta con unas bolitas amarillas poseía unas sorprendentes virtudes anestésicas. Los monjes cogían estas hierbas y las ponían a secar.
Yo, por mi condición de lama, podía dirigir estas operaciones; pero para mí el objetivo principal de esta excursión sería recibir las enseñanzas del lama Mingyar Dondup y de los especialistas en herboristería. Pero sólo pensaba en las cometas; y las que allí se lanzaban llevaban hombres dentro. En la lamasería había almacenada mucha madera de abeto que habían traído de algún lejano país, probablemente del Assam. La madera de abeto se consideraba la mejor para la construcción de cometas, ya que resistía grandes golpes sin quebrarse y era ligera y fuerte a la vez.
Nuestra disciplina seguía siendo durante el viaje tan severa como en Chakpori. Teníamos que asistir también allí a los servicios religiosos de medianoche y a todos los demás del día. Bien pensado, esto era lo más sensato, pues si rebajábamos la disciplina nos sería luego muy difícil volvernos a adaptar a ella. Las horas que en Chakpori dedicábamos a las clases las pasábamos allí cogiendo y estudiando hierbas y practicando el arte de lanzar las extraordinarias cometas de Tra Yerpa.
En esta lamasería, debido a la gran altitud en que se hallaba, teníamos aún luz de día, mientras que hacia abajo se cubría todo de sombras moradas y soplaba el viento de la noche agitando la escasa vegetación. El sol se ponía por detrás de las lejanas cumbres y por fin también nosotros quedamos a oscuras. El paisaje, por debajo de nosotros, parecía un lago negro. En ninguna parte brillaba un destello de luz. En todo lo que podía abarcar la mirada no había ni un ser viviente, una vez pasados los límites de la lamasería.
Al ocultarse el sol, el viento de la noche, cumpliendo órdenes de los dioses, barrió todos los rincones de la Tierra. Después de recorrer el valle, se encontró aprisionado por las faldas de las montañas y subió hacia nosotros con un ruido ensordecedor y lúgubre, como una caracola gigantesca que nos llamase a los servicios religiosos. Escuchamos los crujidos misteriosos de las rocas que se movían y contraían al pasar el calor del día. Las estrellas relucían en el tenebroso cielo. Los ancianos decían que las legiones de Késar habían arrojado sus lanzas al Suelo del Cielo obedeciendo una orden de Buda y que las estrellas no eran sino las luces de la Sala celestial que brillaban a través de los agujeros hechos por las puntas de las lanzas.
De pronto oímos un nuevo ruido que dominaba el estruendo del viento.
Eran las trompetas del templo que anunciaban la terminación de otro día. Levantando la vista pude distinguir con dificultad, en la terraza del monasterio, las siluetas de unos monjes cuyas túnicas eran agitadas por el viento. La llamada de sus trompetas significaban que había llegado la hora de acostarse hasta la medianoche. Por los vestíbulos y templos había unos pequeños grupos de monjes que comentaban las cosas de Lhasa y los acontecimientos del mundo. Hablaban del Dalai Lama, la mayor encarnación de todos los Dalais Lamas. Al sonar las trompetas se dispersaron tranquilamente todos. Se marcharon a acostarse. Fueron cesando todos los pequeños ruidos de la lamasería y reinó una atmósfera de absoluta paz. Me eché de espaldas mirando por un ventanuco. Esta noche me interesaba todo demasiado para dormir: las estrellas en el cielo…, y toda mi vida por delante.
¡Sabía tantas cosas que me habían predicho! Pero había muchas más que aún desconocía. Por ejemplo, se había predicho que el Tíbet sería invadido, pero ¿por qué habían de invadirlo? ¿Qué había hecho un país tan amante de la paz como el nuestro, un país que vivía sin ambiciones y cuyo único deseo era desarrollar el espíritu? ¿Qué había hecho para merecer ese castigo?
¿Por qué codiciaban los demás países al nuestro? Sólo deseábamos lo que siempre había sido propio de nosotros. ¿Por qué, pues, querían esos extranjeros conquistarnos y esclavizarnos? Lo único que queríamos era permanecer aislados y seguir tranquilamente nuestro Camino de la Vida. Y se esperaba de mí que fuese entre las gentes que luego habrían de invadirnos, que curase a sus enfermos y atendiese a sus heridos en una guerra que aún no había empezado. Yo sabía perfectamente todo lo que estaba predicho, incluso con muchos detalles, y, sin embargo, debía seguir la pista como un yak, sabiendo todos los sitios donde me debía detener y donde eran malos los pastos, pero sin poderme desviar del camino. Conocía mi punto de destino.
El redoble de los tambores del templo me despertó sobresaltado. Ni siquiera me había dado cuenta de haberme dormido. Busqué la túnica a tientas, con movimientos torpes. ¿Era ya medianoche? No conseguía despertarme del todo. ¡Qué frío hacía en aquel sitio! Debía obedecer ciento cincuenta y tres reglas en mi condición de lama. Por lo pronto ya había quebrantado una de ellas pues me sentía irritado de que me hubiesen despertado tan bruscamente. Salí tambaleándome en busca de mis compañeros, que también estaban como atontados. Y nos dirigimos al templo para salmodiar en el servicio religioso.
Se me ha preguntado: “Y si conocía usted todas las penalidades que habían sido predichas, ¿por qué no las evitó?” La respuesta inmediata es ésta: «Si hubiera podido evitar las predicciones, entonces el simple hecho de librarme de ellas habría de mostrado que eran falsas. Las predicciones son probabilidades: no significan que el hombre carezca de libre albedrío.
Al contrario. Un individuo puede desear ir desde Darjeeling a Washington.
Conoce el punto de partida y el de destino. Si se molesta en consultar un mapa, descubrirá ciertos lugares por los cuales ha de pasar normalmente en su viaje. Desde luego, podría eludir estos sitios, pero no siempre es prudente hacerlo, ya que el viaje puede alargarse con ello o resultar mucho más caro. También puede una persona dirigirse en automóvil desde Londres a Inverness. El buen conductor consultará un mapa de carreteras, pedirá el mejor itinerario a una de las organizaciones automovilísticas. De este modo el conductor evitará los malos caminos y, si no puede librarse de los baches, por lo menos estará preparado y conducirá con mayor cuidado. Lo mismo sucede con las predicciones. Aun sabiendo dónde van a surgir las dificultades, no siempre es conveniente rehuirlas. El camino más fácil no es siempre el mejor. Por ser budista creo en la reencarnación y que venimos a este mundo a aprender. Cuando estamos en la escuela, todo nos parece difícil y amargo. Las lecciones -de historia, de geografía, aritmética o de lo que sea- nos parecen aburridas, innecesarias y sin sentido. Eso, mientras estamos en la escuela. Pero luego es muy posible que añoremos los buenos tiempos en que asistíamos a aquellas clases. Y puede suceder que nos enorgullezcamos tanto de nuestros estudios que llevemos una condecoración escolar o un color distintivo sobre nuestro hábito monacal. Lo mismo sucede con la vida. Es ardua, amarga y las lecciones que nos enseña parecen al principio carecer de sentido. Es como si la vida se propusiera fastidiarnos especialmente a nosotros. Concretamente, a usted. Pero cuando salimos de la escuela, cuando salimos de esta vida, es muy posible que llevemos con gran orgullo el distintivo simbólico por los padecimientos sufridos.
En lo que a mí respecta, me alegrará mucho poder lucir mi halo. Y téngase en cuenta que a ningún budista le asusta la muerte, pues la considera sencillamente como el abandono de una cáscara o de un traje viejo y sabe que va a renacer en un mu ndo mejor.
En cuanto amaneció, nos preparamos impacientes para iniciar la exploración.
Yo sentía una enorme curiosidad por ver las enormes cometas de que tanto había oído hablar, las cometas que llevaban dentro a un hombre.
Primero nos enseñaron el camino por dentro de la lamasería para subir a la terraza. Una vez arriba, contemplamos el espléndido paisaje, las inmensas cumbres y los espantosos barrancos. A lo lejos distinguí un río amarillento.
Más cerca, otros ríos eran de un azul en que se reflejaba el color del cielo y el agua se rizaba en pequeñas ondas. Por la falda de la montaña bajaban unos arroyuelos de corriente rápida que parecían tener prisa en unirse a otros ríos que en la India se convertirían en el poderoso Brahmaputra para fundirse luego en el sagrado Ganges y desembocar en la bahía de Bengala.
Se levantaba el sol sobre las montañas y desaparecía rápidamente el intenso frío del amanecer. A lo lejos volaba un buitre solitario en busca del desayuno. A mi lado, un respetuoso lama me enseñaba las cosas de mayor interés en el contorno. Y era respetuoso porque sabía que yo era pupilo del amadísimo Mingyar Dondup y sobre todo porque yo tenía el Tercer Ojo y era una Encarnación Probada o trüiku, como le llamamos.
Quizás interese a algunos lectores conocer algunos detalles de cómo se reconoce una encarnación. Los padres de un chico pueden pensar, juzgando por su conducta, que este niño tiene una mente más desarrollada de lo normal, que sabe más cosas de lo habitual en niños de su edad o que parece tener ciertos recuerdos inexplicables. Entonces los padres acuden al abad de una lamasería local y solicitan de él que nombre una comisión que examine al chico. Se hacen horóscopos preliminares sobre la otra vida anterior del niño y se somete a éste a un examen corporal minucioso en busca de ciertos signos. Por ejemplo, quizá tenga algunas pequeñas marcas significativas en las manos, en los omoplatos o en las piernas. Si se descubre alguno de estos signos, se realiza una investigación para saber quién fue esta criatura en su vida anterior. A veces un grupo de lamas logra reconocerlo (como sucedió en mi caso) y entonces se hacen las pesquisas necesarias hasta encontrar algunos objetos que le pertenecieron en su vida anterior.
Estos objetos, junto con otros de idéntica apariencia, son presentados al niño, el cual ha de reconocer sin equivocarse todos los que le pertenecieron.
Esto ha de hacerlo cuando tiene tres años de edad.
Se estima que a los tres años es un chico demasiado joven para que pueda influir en él la descripción que intentasen hacerle sus padres, caso de que éstos pretendieran hacer trampa. Y si el niño es aún más pequeño, mejor.
La verdad es que no importa en absoluto lo que puedan intentar los padres, ya que no se les permite estar presentes durante la elección de los objetos y el niño tiene que señalar unos nueve objetos de entre unos treinta.
Basta que se equivoque en dos para considerar fracasada la prueba. Si el niño triunfa en ella, se le educa a partir de ese momento como Previa Encarnación y se le somete a una educación forzada. Cuando cumple siete años se le leen las predicciones, pues se estima que a esa edad se halla en perfectas condiciones de entenderlo todo. ¡Por experiencia sé muy bien todo lo que comprende a esa edad!
El respetuoso lama que me iba enseñando el paisaje tenía sin duda todo eso en la mente. A la derecha de una cascada había un sitio muy bueno para coger noii-me-tan -gere, cuyo jugo se usa para quitar callosidades y verrugas y para aliviar la hidropesía y la ictericia. Más allá, a la orilla de aquel pequeño lago, encontrába mos poijigorum, una semilla con pinchos caídos y flores rojas que crece bajo el agua. Con sus hojas se curan los dolores reumáticos y se alivia el cólera. En aquella zona sólo se encontraban las hierbas medicinales corrientes. Las plantas más valiosas había que buscarlas en las montañas. Para aquellos que se interesan por la herboricultura doy aquí algunos detalles sobre las principales hierbas de que disponíamos y sus aplicaciones. Como desconozco los nombres ingleses de estas plantas, daré los latinos.
El allium sativum es un antiséptico excelente de muy buenos resultados para el asma y otras enfermedades del pecho. Otro antiséptico muy bueno que sólo se usa en pequeñas dosis es el balsamodendron myrba. Este se empleaba especialmente para las encías y membranas mucosas. Administrado en uso interno, calma la histeria.
Hay una planta con flores de color crema cuyo jugo aleja a los insectos y garantiza contra sus picaduras. El nombre latino de esta planta es becconia cordata. ¡Quizá los insectos conozcan que se llama así y sea este nombre lo que los espanta! También teníamos una planta que usábamos para dilatar las pupilas. La ephedra sinica ejerce una acción similar a la atropina y resulta muy útil en los casos de baja presión arterial, además de ser uno de los remedios más eficaces contra el asma. La aplicábamos una vez convertidas en polvo sus raíces y ramas. El cólera, aparte de su gravedad, resulta desagradable tanto para el paciente como para el doctor, a causa del olor que despiden las zonas ulceradas. La planta llamada ligusticum levisticum suprime por completo este olor. Y a las señoras les interesará saber que los chinos emplean los pétalos de la bibiscus rosa sinensis para ennegrecer tanto las pestañas como el cuero de los zapatos. Empleábamos una loción hecha con las hojas hervidas de esa planta para refrescar el cuerpo febril de los enfermos. El linnium tigrinum cura con gran eficacia la neuralgia causada por los ovarios, mientras que la flacourtia indica tiene unas hojas que alivian e incluso suprimen totalmente las demás molestias características de la mujer.
En el grupo Sumachs Rhus está la vernicifera, de donde sacan los chinos y japoneses la famosa laca china. Empleábamos la glabra para curar la diabetes, mientras que la aromatica es muy buena para las enfermedades de la piel, las urinarias y la cistitis. Otro astringente muy poderoso, usado con el mejor éxito en las úlceras de la vejiga, se hace con hojas de la arctestaphylos uva ursi. Los chinos prefieren la bignonia grandiflora de cuyas flores se hace un astringente de uso general. Cuando tuve que actuar en los campos de prisioneros encontré que la polygonum bistorta era de grandísima eficacia en los casos de disentería crónica, para los que ya se administraba en el Tíbet.
Las señoras que han practicado el amor con cierta imprudencia suelen emplear el astringente que se saca del poligonum erectum. Es un método muy seguro para provocar el aborto. En las quemaduras aplicábamos una “nueva piel”. La siegesbeckia orientalis es una planta alta de más de un metro cuyas flores son amarillas. Su jugo, aplicado a las heridas y quemaduras, forma una nueva piel de un modo parecido a como sucede con el colodium. En uso interno esta loción produce unos efectos semejantes a los de la manzanilla. Solíamos coagular la sangre de las heridas con el piper angustifolium. El reverso de sus hojas en forma de corazón es de efecto seguro como coagulante. Todas ésas son hierbas muy corrientes. En cambio, la mayoría de las demás carecen de nombres latinos, ya que el mundo occidental no las conoce. Si he citado las primeras sólo ha sido para demo strar que tenemos una idea de medicina herborística.
Desde nuestra magnífica atalaya, que dominaba una inmensa extensión, veíamos, iluminados por la brillante luz del sol, los valles y sitios recónditos donde se hallaban todas esas plantas. Más allá podíamos ver cómo se hacía cada vez más desolada la tierra. Me dijeron que el otro lado de la montaña, en cuya falda estaba el monasterio, era una región de gran aridez.
Pude comprobarlo cuando días después me elevé sobre la montaña en una cometa.
A mediodía me llamó el lama Mingyar Dondup y me dijo:
«Ven, Lobsang. Iremos con los demás, que van a visitar el campo de lanzamiento de las cornetas. Hoy vas a pasarlo en grande.» No necesitaba yo que me estirnulara para apresurarme en seguirlo. Ante la puerta principal nos esperaba un grupo de monjes con rojas túnicas. Descendimos la escalinata y pronto estuvimos en el campo de las cometas, formado por una capa de tierra apisonada sobre unas rocas perfectamente planas. Algunas matas bordeaban esta superficie como indicando el peligro de caer al profundo barranco. Por encima de nosotros, en el tejado de la lamasería, las banderas de las plegarias se mantenían tiesas, sostenidas por el viento, y los mástiles crujían de vez en cuando, como venían haciendo durante siglos, sin haberse llegado a quebrar. Nos situamos en el otro borde rocoso del campo, de donde arrancaba una pendiente suave. El fuerte viento nos empujaba y dificultaba la marcha. A unos diez metros de este borde había una hondonada en el suelo. En él rebotaba el viento con fuerza huracanada, proyectando pequeñas piedras y pedazos de liquen como si arrojara flechas.
El viento que barría abajo el valle quedaba encajonado por las rocas y, al no tener otro escape, salía con gran presión por la falda de las rocas, disparándose finalmente por el campo de las cometas con alaridos de alegría al verse libre de nuevo. A veces, durante el peor tiempo -según nos dijeron -, este ruido era como el rugido de una legión de demonios que escapase de las entrañas de la tierra en busca de víctimas. Se producían notas fantásticas, ya que el barranco alteraba la presión del viento.
Pero aquella mañana era constante la corriente del aire. Sin embargo, eran perfectamente verosímiles las historias que nos contaron de niños levantados del suelo por el viento y arrojados a enorme distancia. Era un sitio ideal para lanzar cometas, ya que con una fuerza de viento tan tremenda las cometas se elevan inmediatamente, como pudimos ver enseguida en las pruebas preliminares que se hicieron con algunas de tipo ordinario como las que tenía yo en casa. Me asombraba que una cometa pequeña de juguete pudiera tirar de mi brazo con una fuerza tan grande.
Los monjes especializados en este deporte nos indicaron los peligros que debíamos evitar, ya que había picos con traicioneras corrientes. Nos dijeron también que todo monje volador debía llevar una piedra a la que estuviese atada un khata de seda donde figuraban inscritas las plegarias a los dioses del aire para que bendijera al recién llegado a sus dominios. Esta piedra debía ser arrojada cuando uno alcanzaba una altura suficiente. Entonces los dioses de los vientos podían leer la oración mientras el banderín quedaba desplegado al aire y, enterados de la petición, protegían al monje volador.
Regresamos a la lamasería y reunimos los materiales necesarios para el montaje de las cometas. Todo fue examinado con gran cuidado. Los palos de abeto fueron repasados centímetro por centímetro para asegurarse de que no tenían ningún defecto. Extendimos la seda con que se confeccionaban las cometas sobre un suelo liso y limpio. Los monjes, a gatas, probaban la resistencia de la seda. Una vez bien comprobado el material, se colocó la armazón en la posición adecuada y se empezó a montar la gigantesca corneta.
Tenía forma de caja, con una altura de tres metros y una base cuadrada de dos metros y medio de lado. Cada ala era de unos tres metros de longitud.
En los extremos de las alas se fijaban unos trozos de bambú para protegerlas al despegar y al aterrizar. Para fortalecer el suelo de la cometa se le aplicó un largo patín de bambú curvado hacia arriba como nuestras botas tibetanas. Este palo, del grosor de mi muñeca, tenía por objeto que la seda de la cometa no tocase el suelo. Me intranquilizó ver la cuerda tan fina hecha con pelo de yak. Esta cuerda terminaba en forma de V, cada uno de cuyos brazos quedaba atado a un lado de la gran caja. Dos monjes levantaron la corneta y la colocaron al final de la pista. Esta operación costó gran trabajo, teniendo que ayudar muchos monjes porque el viento la empujaba hacia atrás.
Para probar la cometa tiramos de la cuerda en vez de usar caballos. El Maestro de Cometas nos vigilaba con gran atención. Cuando dio la señal emprendimos todos una veloz carrera arrastrando la cometa hasta que le cogió de lleno la corriente de aire que salía disparada por la falla de la roca y se elevó de pronto como un enorme pájaro. Los monjes que sostenían la cuerda tenían gran experiencia y fueron soltando cuerda poco a poco.
Mientras los demás la sostenían con firmeza, uno de los monjes, atándose la túnica a la cintura, trepó por la cuerda hasta una altura de tres metros para probarla. Le siguió otro y dejaron sitio para un tercero. El objeto de esta operación era probar la fuerza del aire, que resultó capaz de levantar a dos adultos y un niño, pero no a tres hombres, lo cual no satisfizo al Maestro de Cometas. Hubo que tirar de la cuerda procurando que la corneta fuera arrastrada por las corrientes de aire. Nos apartarnos todos de la zona de despegue, excepto los monjes encargados de sostener la cuerda y dos más que habían de mantener el equilibrio de la cometa cuando aterrizase. Por fin tocó tierra, pero parecía hacerlo a disgusto después de haber gozado de la libertad de los cielos. Con un suave chiiis, se quedó inmóvil cuando los monjes la sujetaron por los dos soportes extremos de las alas.
Siguiendo las instrucciones del Maestro de Cometas estiraron mejor la seda introduciendo pequeñas cuñas en los palos de la armazón. Quitaron las alas y las volvieron a colocar en un ángulo diferente. En la nueva prueba la corneta elevó con facilidad tres hombres mayores y casi pudo además con un niño. El Maestro dijo que ya estaba bien y que podíamos probar la corneta cargándola con una piedra que tuviera el peso de un hombre.
Repetimos la operación otra vez para hacer que la cometa pasara ante la corriente disparada por la falla. La cometa con su gran peso se elevó ágilmente, pero allá arriba empezó a balancearse con la turbulencia del aire.
Me mareaba con sólo pensar que yo pudiera estar tripulando la cometa allá arriba. De nuevo la hicieron bajar y la colocaron en el punto de donde debía despegar. Un lama muy experimentado se acercó a mí y me dijo:
– Ahora subiré yo y luego te tocará a ti. Fíjate bien en lo que hago. – Me señaló el palo que tocaba el suelo y añadió-: Mira cómo pongo el pie en este palo. Una vez montado en la cometa hay que abrazarse pasando hacia atrás los brazos a la barra transversal que queda a nuestra espalda.
Cuando se está allá arriba hay que bajar hasta la uve de la cuerda y sentarse en este travesaño que une los dos brazos. Al aterrizar, cuando ya estés a tres metros del suelo, es mejor que saltes. En fin, ahora volaré yo y tú me observas.
Esta vez habían atado unos caballos a la cuerda. Al dar la señal el lama, lanzaron al galope a los caballos. La cometa se deslizó rápida, fue arrastrada por la corriente y se elevó como disparada. Cuando estaba a unos treinta y cinco metros por encima de nosotros y por lo menos a novecientos metros por encima de las rocas del fondo, el lama volador se deslizó por la cuerda hasta el travesaño de la uve, donde se sentó balanceándose como en un columpio. Se elevaba sin cesar, mientras el grupo de monjes que sostenían la cuerda la iban soltando lentamente. Entonces el lama volador dio un tirón de la cuerda como señal y los de abajo empezaron a recoger. Poco a poco empezó a descender oscilando y retorciéndose como hacen todas las cometas. Por fin, cerca ya del suelo, el lama se soltó, y al caer dio una vuelta de campana y se puso en pie. Después de sacudirse el polvo de la túnica, se volvió a mí y me dijo:
– Ahora te toca a ti, Lobsang. A ver cómo lo haces.
Debo confesar que en aquel momento me desapareció mi afición a las cometas. Pensé que era una estupidez exponerse a aquel peligro. ¡Qué tontería terminar así una carrera tan prometedora como la mía! Pero luego me consolé (aunque no mucho, en verdad sea dicho) al acordarme de las predicciones que se habían hecho acerca de mí. Si moría en aquella ocasión, se habrían equivocado los astrólogos, y la verdad es que nunca se equivocan tanto. Ya estaba colocada de nuevo la cometa en el punto de arranque y mientras la miraba me temblaban las piernas. A decir verdad tenía bastante miedo. Además, cuando dije “estoy dispuesto”, con los brazos ya aferrados por detrás a la barra, no me sonaba la voz muy firme. Nunca he estado más inseguro de mí mismo. El tiempo parecía inmóvil. Sentí que la cuerda se tensaba al iniciar los caballos el galope. Crujió levemente la armazón y de pronto una violenta sacudida estuvo a punto de arrojarme a gran distancia.
Pensé que había llegado mi último instante en la tierra y que de nada me servía preocuparme. Me sentía el estómago revuelto. ¡Mala salida para el mundo astral!, pensé. Abrí los ojos con cautela, pero la impresión recibida me hizo cerrarlos otra vez. Me hallaba a más de treinta metros sobre el suelo.
Nuevas protestas de mi estómago me hicieron temer inminentes trastor nos gástricos; así que volví a abrir los ojos para tomar precauciones para caso de necesidad. La vista era tan espléndida que olvidé el miedo y nunca he vuelto a tenerlo desde ese momento. La cometa oscilaba y no cesaba de ascender. Por encima de la montaña veía la tierra caqui resquebrajada por las heridas del tiempo, que nunca se cicatrizan. Más cerca estaban las mo ntañas con enormes hondonadas abiertas en la roca, medio ocultas algunas de ellas por el liquen. Mucho más allá, la luz del sol poniente se posaba sobre un lago y convertía sus aguas en oro líquido. La facilidad y la gracia con que se movía la cometa me hacía pensar en el juego de los dioses en el cielo, mientras nosotros, los pobres mortales, teníamos que sufrir y afanarnos para mantenernos vivos, aprender nuestras lecciones y marcharnos por último en paz.
Por primera vez miré hacia abajo. Unos puntitos de color castaño rojizo eran los monjes. Aumentaban de tamaño; y era que estaban tirando de la cometa. Unos centenares de metros más abajo, el arroyo del barranco seguía su curso. Por primera vez me había elevado a más de trescientos metros sobre la tierra. Aquel arroyuelo, al continuar su curso, iría creciendo hasta convertirse en uno de los afluentes que vertían sus aguas en la bahía de Bengala. Los peregrinos beberían sus aguas sagradas, pero yo, por lo pronto, me encontraba por encima de sus mismísimas fuentes y me sentía identificado con los dioses.
La cometa había empezado a agitarse alocadamente; de modo que los monjes tuvieron que tirar con más fuerza aún de la cuerda. Se me había olvidado deslizarme hasta la V de la cuerda. Todo el tiempo me lo había pasado en pie sobre el palo inferior del cajón. Empecé sentándome, después de haber soltado los brazos de la barra, me agarré bien con los brazos y las piernas a la cuerda y me dejé resbalar hasta el palo transversal que cruzaba la parte inferior de la V. En ese momento el suelo quedaba a unos siete metros.
Sin perder más tiempo, me agarré bien a la cuerda, y cuando la cometa estuvo a unos seis metros me dejé caer al suelo. Di una vuelta de campana y me puse en pie.
– Joven -me dijo el Maestro de Cometas-; lo has hecho muy bien.
Afortunadamente recordaste a tiempo que debías sentarte en el travesaño, pues, si no, te habrías partido las dos piernas. Ahora probarán otros y luego volverás a subir.
El siguiente que se elevó en la cometa, un joven monje, lo hizo mejor que yo, pues se instaló en el travesaño con más tiempo. Pero cuando el pobre aterrizó, cayó de bruces; tenía la cara verdosa. Estaba muy mareado. El tercer monje que voló era muy jactancioso, por lo cual se había hecho muy antipático. Había ido en aquella excursión tres años seguidos y se consideraba el mejor aviador. Se elevó quizás a ciento cincuenta metros. En vez de pasar al travesaño, se quedó en la caja, pero con el movimiento de la corneta se resbaló y salió por la parte de la cola, aunque logró agarrarse a tiempo al palo de atrás. Durante unos segundos le vimos manoteando con la mano libre sin lograr asirse. La cometa perdió el equilibrio y él se soltó y cayó a las rocas a novecientos metros de profundidad. Su cuerpo fue rebotando.
Su hábito rojo parecía una nubecilla saltarina.
Este accidente causó algún desconcierto entre nosotros, pero no lo bastante para interrumpir los vuelos. Examinaron la cometa para ver si se había averiado y luego me tocó a mí volver a subir en ella. Esta vez bajé al travesaño en cuanto estuvo la cometa a treinta metros de altura. Desde allí arriba vi como bajaban unos monjes por la falda de la montaña para recuperar el cadáver aplastado contra la roca. Miré hacia arriba y pensé que un hombre que estuviera de pie en la caja de la cometa podría imprimirle determinado rumbo. Recordé el incidente ocurrido cuando yo era más pequeño y fui a parar al tejado de una casa de campo y cómo había podido ganar altura tirando de la cuerda de la cometa. «Tengo que hablar de esto con mi Guía», pensé.
En aquel momento sentí una mareante sensación de caída tan rápida e inesperada que estuve a punto de soltarme. Los monjes tiraban frenéticamente de la cuerda. Era que al atardecer se habían enfriado las rocas, el viento disminuía su fuerza y la corriente que salía disparada por la falla casi se había interrumpido. Cuando salté, a tres metros del suelo, la cometa dio una última sacudida y se vino encima de mí. Yo quedé sentado en el suelo rocoso con la cabeza a través de la seda del fondo de la cometa y tan inmóvil que los otros creyeron que estaba herido. El lama Mingyar Dondup se precipitó hacia mí.
– Si pusiéramos otro palo transversal en el centro de la cometa -dije, por fin- podríamos quedarnos en pie dentro y gobernar el vuelo hacia cierto punto.
El Maestro de Cometas me había oído:
– Sí, jovencito; tienes razón; pero ¿quién va a hacer la prueba?
– Yo mismo -le respondí-, si mi Guía me lo permite.
Otro lama me dijo sonriente:
– Eres lama por derecho propio, Lobsang, y no tienes que pedirle permiso a nadie.
– No lo haría sin perrniso del lama Mingyar Dondup, a quien debo cuanto he aprendido y que siempre me está enseñando nuevas cosas. El lo decidirá.
El Maestro de Cometas dirigió la retirada de la cometa y me llevó con él a su habitación. Allí tenía pequeñas maquetas de varios tipos de cometas.
Una era alargada y tenía forma de pájaro.
– Empujamos la que tenía esta misma forma por encima del precip icio hace muchos años. Iba un hombre dentro. Voló por espacio de unos treinta kilómetros y luego chocó contra una montaña. Desde entonces no hemos vuelto a lanzar ninguna de este tipo. Y esta otra que ves aquí serviría muy bien para lo que deseas. Lleva un apoyo especial, además de la barrera delantera. Tenemos ya hecha una, es decir, su armazón. Está en el almacén, al otro extremo del edificio. No he logrado que nadie se decidiera a montar en ella y yo peso ya demasiado.
En efecto, el Maestro era decididamente obeso. Durante la conversación había entrado el lama Mingyar Dondup, que dijo:
– Esta noche haremos un horóscopo, Lobsang, y veremos lo que dicen las estrellas.
Los tambores nos despertaron para el servicio religioso de medianoche.
Una enorme figura se puso a mi lado surgiendo de entre las nubes de incienso como una gran bola de carne. Era el Maestro de Cometas.
– ¿Vas a hacerlo? -murmuró.
– Sí -le respondí-. Podré volar en ella pasado mañana.
– Muy bien; la tendremos preparada.
Allí en el templo, con la luz danzarina de las lamparillas y las sagradas imágenes adosadas a los muros, era difícil acordarse del imprudente monje que se había marchado tan inesperadamente de esta vida. Pero su jactancia hizo que se me ocurriese la idea de dominar el movimiento de la corneta desde dentro.
En el templo, con sus paredes cubiertas con pinturas de asuntos sagrados, de brillante colorido, permanecíamos sentados en la actitud del loto, cada uno de nosotros como una estatua viva de Buda. Por asiento teníamos dos almohadones cuadrados cada uno que nos elevaban a unos treinta centímetros del suelo. Como siempre, formábamos filas dobles cara a cara los de una fila con los de otra. Al comenzar el servicio normal, el Conductor de los Cantos, elegido por sus conocimientos musicales y su voz profunda, cantó los primeros pasajes, al final de cada cual bajaba la voz cada vez más hasta que se le vaciaban de aire los pulmones. Respondíamos con un profundo murmullo, mientras los tambores acentuaban ciertos trozos de estas respuestas. También sonaban de vez en cuando nuestras campanillas de plata. Debíamos poner gran cuidado en articular bien las palabras, pues solía juzgarse la disciplina de una lamasería por la claridad de sus cantos y la perfección de su música. La notación de la música tibetana resulta difícil de entender para un occidental: se escribe con curvas. Dibujamos la elevación y el desceso de la voz con lo que llamamos curva básica. Los que deseen improvisar añaden sus «mejoras» en forma de curvas más pequeñas dentro de las grandes. Al terminar el servicio ordinario, nos permitieron un descanso de diez minutos antes de comenzar el servicio funerario por el monje que se había marchado de este mundo aquel día.
Al darse la señal nos reunimos de nuevo. El Conductor, desde su elevado trono, entonó un pasaje del Bardo Thódol, que es el Libro de los Muertos tibetano.
“Oh, errante espíritu del monje Kuniphel-la, que en el día de hoy salió de este mundo. No vagues entre nosotros, ya que te has marchado. Oh, errante espíritu del monje Kumphel-la, quemamos esta barra de incienso para que encuentres tu camino por las Tierras Pez y llegues fácilmente a la Gran Realidad.» Salmodiamos llamadas al espíritu del monje desaparecido para que escuchase nuestros orientadores consejos. Se mezclaban las agudas voces de nosotros, los muchachos, con los bajos profundos de los monjes mayores.
Los motijes y los lamas, sentados en fila cara a cara, cumplían con el antiquísimo ritual, lleno de símbolos religiosos. Las voces subían y bajaban rítrnicamente:
«Oh, espíritu errante, ven con nosotros para que te guiemos. No ves nuestro rostro ni hueles nuestro incienso; por tanto, estás muerto. Ven para que te guiemos» La orquesta de trompetas de madera, caracolas y timb ales rellenaba nuestras pausas. Llenamos con agua roja una calavera humana invertida para simbolizar la sangre y nos la pasaban a todos para que la tocásemos.
«Tu sangre ha salpicado la tierra, oh monje que sólo eras un fantasma errante. Ven para que te liberemos.» Lanzábamos en dirección a los cuatro puntos cardinales granos de arroz teñidos de un color azafrán brillante.
«dónde vaga el fantasma ¿Por el este? ¿ por el norte? ¿por el oeste o por el sur? Arrojamos el alimento de los dioses a los cuatro rincones de la tierra y tú no lo comes porque estás muerto. Ven, ¡oh, errante espíritu!, para que te liberemos y te guiemos.» El tambor de profundo sonido latía con el ritmo de la propia vida. Parecía un corazón. Otros instrumentos imitaban los diferentes sonidos del cuerpo: el apagado fluir de la sangre por las venas y las arterias, el débil murmullo de la respiración de los pulmones, el casi inaudible gorgotear de los fluidos corporales, de los varios crujidos y sordos ruidos del cuerpo que constituyen la música de la vida humana. Al final la extraña sinfonía terminaba con un golpe seco. De repente se detenían todos los ruidos y murmullos:
era el violento final de una vida. «Oh, monje, que existías y que ahora eres un errante fantasma, nuestros telépatas te guiarán. No tengas miedo.
Preséntanos tu mente desnuda. Escucha nuestras enseñanzas que te pueden liberar. No existe la muerte, errante espíritu, sino sólo la vida interminable.
La muerte es el nacimiento y estamos rezando para abrirte el camino hacia una nueva vida.» Durante varios siglos hemos perfeccionado los tibetanos la ciencia de los sonidos. Conocemos todos los sonidos del cuerpo y podemos reproducirlos con toda claridad. Una vez que se oyen nunca más se olvidan. Es seguro que usted, lector, habrá oído el latir de su corazón y la respiración de sus pulmones resonando en la almohada en el umbral del sueño. En la lamasería del Oráculo del Estado ponen en trance a un médium utilizando alguno de estos sonidos y entonces le habita un espíritu. El jefe de las fuerzas británicas que invadieron Lhasa en 1904, comprobó el poder de estos sonidos y el hecho de que el Oráculo cambiaba de aspecto cuando entraba en trance.
Al terminar el servicio religioso nos apresuramos a acostarnos. Yo tenía mucho sueño; me lo había producido la excitación del vuelo y el cambio de aire. Cuando amaneció, el Maestro me envió un recado diciéndome que estaba trabajando en la cometa dirigible, y me invitaba a reunirme con él. Fui a su taller con mi Guía. En el suelo había unas pilas de madera extranjera y en las paredes varios planos de cometas. El modelo especial que yo iba a probar colgaba de un techo abovedado. Con gran asombro mío, el Maestro tiró de una cuerda y la cometa bajó al suelo. Estaba suspendida por un ingenioso juego de poleas. Me invitó a que subiera en ella. El suelo de la caja tenía un entramado en el que se podía uno quedar muy bien de pie, y un travesaño colocado a la altura de la cintura permitía sostenerse con facilidad.
Examinamos la cometa minuciosamente. Le quitarnos la tela de seda que tenía, pues el Maestro quería recubrirla con seda nueva más resistente.
Las alas laterales no eran rectas como en los demás aparatos, sino curvadas como manos en forma de copa hacia abajo: medían unos tres metros cada una y me dieron la impresión de que serían muy eficaces.
Al día siguiente sacaron el aparato a la pista y los monjes tuvieron que hacer un gran esfuerzo para no dejárselo arrebatar cuando lo pasaron por delante de la corriente de aire que salía de la gran hendidura lateral. Por fin la colocaron en posición, y yo, sintiéndome muy importante, me instalé en el interior de la caja. Esta vez iban a lanzar los monjes la cometa en vez de emplear caballos, como era lo habitual. Dadas las circunstancias excepcionales de la prueba se pensó que los monjes podían dominar mejor el aparato.
Grité: tra-dri, them’ -pa (¡Listo, tirad!) Y cuando sentí que la armazón empezaba a temblar, exclamé: na do-a. Sentí una gran sacudida y la cometa se elevó como una flecha. Afortunadamente estaba bien sujeto, pues, si no, hubieran estado llamando aquella noche a mi espíritu errante y la verdad es que no tenía ni el menor interés en abandonar mi cuerpo tan pronto.
Los monjes manejaban hábilmente la cuerda, y la cometa se elevaba con rapidez. Lancé la piedra con la plegaria a los dioses del viento y estuvo a punto de matar a un monje. Sin embargo, fue una ventaja que cayese a sus pies, pues así pudimos aprovechar otra vez el banderín con la oración. Veía al Maestro de Cometas brincando impaciente por verme empezar el exp erimento; así que me decidí y empecé a moverme con cautela. En efecto, en seguida vi que podía variar el rumbo del aparato.
Me confié demasiado. Imprudentemente, avancé hacia el fondo de la caja y la cometa cayó como una piedra. Mis pies resbalaron del barrote donde se apoyaban y me quedé colgado de las manos cuan largo era. Con un gran esfuerzo, mientras la túnica se me arremolinaba en torno a la cabeza, conseguí trepar hasta mi posición anterior. Con esto se interrumpió la caída y la cometa volvió a ascender. Había conseguido quitarme la túnica de la cabeza y así pude ver lo que sucedía. Si no hubiese sido un lama de afeitada cabeza, se me habría puesto el cabello de punta. Me encontraba a menos de sesenta metros del suelo. Después, cuando aterricé, me contaron que había llegado a quince metros tan sólo, antes de que la cometa volviera a elevarse.
Pero antes de aterrizar, cuando contemplaba el dilatado panorama, divisé a una gran distancia algo que me pareció una línea de puntos que se movía. Tardé unos momentos en comprender lo que era. ¡Claro, eran nuestros compañeros, los que habían de llegar unos días después que nosotros y que cruzaban lentamente aquellas tierras desoladas! Los veía como punto, raya, punto, raya. Pensé: «Un hombre, un animal, un hombre…» Avanzaban con gran dificultad, o, por lo menos, así me lo parecía a aquella distancia.
Me causó un gran placer, al aterrizar, informar, a los demás de que den tro de un día o poco más estarían con nosotros nuestros compañeros.
Era maravilloso contemplar el gris azulado de las rocas, el cálido ocre de la tierra y la reluciente superficie de los lagos. Allá abajo, en el barranco, al abrigo de los terribles vientos, el musgo, el liquen y las plantas más diversas formaban como una alfombra que me recordaba la que había en el despacho de mi padre. La cruzaba el arroyo, cuyo rumor era como una canción que me acompañaba por las noches. Y el arroyo me hizo recordar aquel día en que volqué un jarrón de agua en la alfombra de papá. ¡Qué mano tan dura tenía mi padre!
El terreno situado detrás de la lamasería era muy montañoso. Se sucedían los picos en filas cerradas recortándose sus negros perfiles contra el cielo. En el Tíbet tenemos el cielo más claro del mundo y la vista alcanza hasta donde lo permiten las montañas, no existiendo esas neblinas producidas por el calor, que suelen deformar las imágenes. Desde mi atalaya aérea no veía nada que se moviera, a no ser los monjes que tenía debajo y los puntitos y rayas -apenas visibles- de la expedición. ¿Estarían viendo la cometa? Pero ya no pude pensar en estas cosas porque los monjes empezaban a tirar de la cuerda y la cometa daba grandes sacudidas. Tiraban de ella con extraordinario cuidado para no estropear el valioso aparato experimental.
Cuando aterricé, el Maestro de Cometas me miró con gran afecto y me abrazó con tanto entusiasmo que seguramente me hizo crujir los huesos.
Estuvo hablando sin parar con gran alegría. Y era explicable su satisfacción, ya que hasta entonces no había podido probar sus teorías. Estaba demasiado gordo para eso. Cuando se interrumpió para tomar aliento le dije que ningún mérito tenía yo al haberme prestado al experimento, ya que lo había pasado muy bien y que tanta satisfacción me había producido volar como a él comprobar la exactitud de sus teorías.
– Sí, sí, Lobsang. Bastará con que pongamos aquí un nuevo apoyo y cambiar un poco de sitio este travesaño… ¿Y dices que estuvo a punto de volcar cuando pusiste el pie en el barrote del fondo?…
Me preguntaba mil cosas. Quería conocer hasta mis más insignificantes sensaciones. A nadie se permitió ya volar en aquella cometa especial.
Realicé en ella varios vuelos y a consecuencia de cada uno de ellos se introducían nuevas modificaciones en la estructura del aparato. Una gran mejora fue la instalación de una correa para sujetarme.
La llegada de nuestros compañeros interrumpió durante un par de días la experimentación con las cometas. Teníamos que organizar a los recién llegados en grupos de recolectores y empaquetadores. Los monjes que te nían menos práctica iban a recoger sólo tres clases de plantas y fueron enviados a una zona donde abundaban esas plantas. Cada grupo se pasaba fuera del monasterio siete días. Al octavo regresaban con las plantas, que eran extendidas en el limpio suelo de un amplísimo almacén. Unos lamas especializados examinaban una a una las plantas para asegurarse de que no tenían pulgón y que eran de la clase requerida. A algunas plantas les quitaban y secaban los pétalos. Las raíces de otras eran ralladas y almacenadas.
Y las de ciertas clases las trituraban entre unos rulos para sacarles el jugo.
Este era guardado en jarros herméticamente cerrados. Las semillas, las hojas, los tallos, los pétalos y todo lo que constituía cada planta era limpiado y guardado en bolsas de cuero en cuanto estaba lo bastante seco. Cada bolsa llevaba una etiqueta, donde se apuntaba el contenido. El cuello de la bolsa se retorcía para que no entrase aire. Mojaban el cuero en agua y luego lo exponían al sol. Un día después el cuero seco estaba tan duro como un pedazo de madera. Estas bolsas llegaban a adquirir una dureza tal que para abrir el cuello había que golpearlas como para partir una piedra. En el aire seco del Tíbet las hierbas así guardadas se conservaban en perfecto estado durante muchos años.
Pasados los primeros días repartí mi tiempo entre las hierbas medic inales y las cometas. El viejo Maestro era hombre de gran influencia y me dijo que en vista de las predicciones sobre mi futuro, el conocimiento de los aparatos voladores sería para mí tan útil e importante como dominar la herboricultura. Así, durante tres días a la semana estuve practicando el emocionante deporte de las cometas. Los demás días los pasaba cabalgando de grupo en grupo para aprender lo más posible en el menor tiempo. Muchas veces, cuando me hallaba a gran altura dentro de una cometa, veía, esparcidas por aquel paisaje que me era ya tan familiar, las tiendas de camp aña -hechas con cuero negro de yak- que protegían del sol a mis comp añeros herboristas y les servían para dormir. También veía a los yaks pastando.
Aprovechaban bien el tiempo antes de que al final de la semana los cargasen de hierbas para regresar al monasterio. Muchas de estas plantas son muy conocidas en la mayoría de los países europeos, pero otras no han sido aún «descubiertas» por el mundo occidental y carecen por tanto de nombres latinos. El conocimiento de las hierbas me ha sido de gran utilidad, pero no menos útil me ha resultado mi práctica en el vuelo.
Tuvimos otro accidente: un monje me había estado observando con una gran atención y cuando le tocó volar (en una cometa ordinaria) pensó que podía hacer lo mismo que yo. Notamos que la cometa, ya a gran altura, se movía de un modo extraño. Luego vimos que el monje se agitaba intentando gobernar la posición del aparato. Con una sacudida más violenta que las demás, se volcó de lado. Con un crujido, saltó la armazón hecha astillas y el monje cayó de cabeza. La túnica roja se le había enrollado en la cabeza. Empezaron a caemos encima varios objetos: una escudilla de tsampa, un rosario, una taza de madera y unos amuletos. Ya no iba a necesitar estas cosas. Dando vueltas cayó al barranco. Tardamos mucho en oír el ruido que hizo al estrellarse.
Todo lo bueno se termina demasiado pronto. Trabajábamos mucho, es cierto, pero se nos pasaron los tres meses con gran rapidez. Ésta fue la primera de una serie de visitas a las montañas y a los otros Tra Ye rpa más cercanos a Lhasa. Empaquetamos nuestras pocas cosas, fastidiados por tener que marcharnos, y el Maestro me regaló una preciosa maqueta del aparato volador que yo había utilizado preferentemente. La había construido para mí. Al día siguiente partimos hacia nuestra lamasería. Aunque nos alegrábamos de regresar a la Montaña de Hierro nos apenaba separarnos de nuestros nuevos amigos y de aquella vida tan sana y libre de las montañas.