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Las cosas hermosas, las obras de arte, los objetos sagrados, sufren, como nosotros, los efectos imparables del paso del tiempo. Desde el mismo instante en que su autor humano, consciente o no de su armonía con el infinito, les pone punto y final y las entrega al mundo, comienza para ellas una vida que, a lo largo de los siglos, las acerca también a la vejez y a la muerte. Sin embargo, ese tiempo que a nosotros nos marchita y nos destruye, a ellas les confiere una nueva forma de belleza que la vejez humana no podía siquiera soñar en alcanzar; por nada del mundo hubiera querido ver reconstruido el Coliseo, con todos sus muros y gradas en perfecto estado, y no hubiera dado nada por un Partenón pintado de colores chillones o una Victoria de Samotracia con cabeza.

Profundamente absorta en mi trabajo, dejaba fluir de manera involuntaria estas ideas mientras acariciaba con las yemas de los dedos una de las ásperas esquinas del pergamino que tenía frente a mí. Estaba tan enfrascada en lo que hacía, que no escuché los toques que el doctor William Baker, Secretario del Archivo, daba en mi puerta. Tampoco le oí girar la manija y asomarse, pero el caso es que, cuando me vine a dar cuenta, ya lo tenía en la entrada del laboratorio.

– Doctora Salina -musitó Baker, sin atreverse a franquear el umbral-, el Reverendo Padre Ramondino me ha rogado que le pida que acuda inmediatamente a su despacho.

Levanté los ojos de los pergaminos y me quité las gafas para observar mejor al Secretario, que lucía en su cara ovalada la misma perplejidad que yo. Baker era un norteamericano menudo y fornido, de esos que, por su linaje genético, podían hacerse pasar sin dificultades por europeos del sur, con gruesas gafas de montura de concha y unos ralos cabellos, entre rubios y grises, que él peinaba meticulosamente para cubrir el mayor espacio posible de su pelado y brillante cuero cabelludo.

– Perdone, doctor -repuse, abriendo mucho los ojos-, ¿podría repetirme lo que ha dicho?

– El Reverendísimo Padre Ramondino quiere verla cuanto antes en su despacho.

– ¿El Prefecto quiere verme…, a mí? -no daba crédito al mensaje; Guglielmo Ramondino, número dos del Archivo Secreto Vaticano, era la máxima autoridad ejecutiva de la institución después de Su Excelencia Monseñor Oliveira y podían contarse con los dedos de una mano las veces en que había reclamado la presencia en su gabinete de alguno de los que allí trabajábamos.

Baker esbozó una leve sonrisa y afirmó con la cabeza.

– ¿Y sabe usted para qué quiere verme? -le pregunté, acobardada.

– No, doctora Salina, pero, sin duda, debe ser algo muy importante.

Dicho lo cual, y sin quitar la sonrisa de su boca, cerró la puerta con suavidad y desapareció. Para entonces yo ya sufría los efectos de lo que vulgarmente se denomina terror incontrolable: manos sudorosas, boca seca, taquicardia y temblor de piernas.

Como pude, me incorporé de la banqueta, apagué la lámpara y eché una dolorosa mirada a los dos hermosísimos códices bizantinos que descansaban, abiertos, sobre mi mesa. Había dedicado los últimos seis meses de mi vida a reconstruir, con ayuda de aquellos manuscritos, el famoso texto perdido del Panegyrikon de san Nicéforo y me encontraba a punto de culminar el trabajo. Suspiré con resignación… A mi alrededor el silencio era total. Mi pequeño laboratorio -amueblado con una vieja mesa de madera, un par de banquetas de patas largas, un crucifijo sobre la pared y multitud de estanterías repletas de libros-, estaba situado cuatro pisos bajo tierra y formaba parte del Hipogeo, la zona del Archivo Secreto a la que sólo tiene acceso un número muy reducido de personas, la sección invisible del Vaticano, inexistente para el mundo y para la historia. Muchos cronistas y estudiosos habrían dado media vida por poder consultar alguno de los documentos que habían pasado por mis manos durante los últimos ocho años. Pero la mera suposición de que alguien ajeno a la Iglesia pudiera obtener el permiso necesario para llegar hasta allí era pura entelequia: jamás ningún laico había tenido acceso al Hipogeo y, desde luego, jamás lo tendría.

Sobre mi mesa, además de los atriles, los montones de libretas de notas y la lámpara de baja intensidad (para evitar el calentamiento de los pergaminos), descansaban los bisturíes, los guantes de látex y las carpetas llenas de fotografías de alta resolución de las hojas más estropeadas de los códices bizantinos. De un extremo de la tabla de madera, retorcido como un gusano, sobresalía el largo brazo articulado de una lupa del que colgaba a su vez, bamboleándose, una gran mano de cartón rojo con muchas estrellas pegadas; esa mano era el recuerdo del último cumpleaños -el quinto- de la pequeña Isabella, mi sobrina favorita entre los veinticinco descendientes que seis de mis ocho hermanos habían aportado a la grey del Señor. Esbocé una sonrisa recordando a la graciosa Isabella: «¡Tía Ottavia, tía Ottavia, deja que te pegue con esta mano roja!»

¡El Prefecto! ¡Dios mío, el Prefecto me estaba esperando y yo allí, inmóvil como una estatua, acordándome de Isabella! Me quité precipitadamente la bata blanca, la colgué por el cuello de un gancho adherido a la pared y, rescatando mi tarjeta de identificación -en la que se veía una C bien grande junto a una horrible fotografía de mi cara-, salí al pasillo y cerré la puerta del laboratorio. Mis adjuntos trabajaban en una hilera de mesas que se extendía sus buenos cincuenta metros hasta las puertas del ascensor. Al otro lado del cemento armado de la pared, personal subalterno archivaba y volvía a archivar cientos, miles de registros y legajos relativos a la Iglesia, a su historia, a su diplomacia y a sus actividades desde el siglo II hasta nuestros días. Los más de veinticinco kilómetros de estanterías del Archivo Secreto Vaticano daban idea del volumen de documentación conservada. Oficialmente, el Archivo sólo poseía escritos de los últimos ocho siglos; sin embargo, los mil años anteriores (esos que sólo pueden encontrarse en los niveles tercero y cuarto de los sótanos, los de alta seguridad), también se hallaban bajo su protección. Procedentes de parroquias, monasterios, catedrales o excavaciones arqueológicas, así como de los viejos archivos del Castel Sant’Angelo o de la Cámara Apostólica, desde su llegada al Archivo Secreto esos valiosos documentos no habían vuelto a ver la luz del sol, que, entre otras cosas igualmente peligrosas, podía destruirlos para siempre.

Alcancé los ascensores a paso ligero, no sin detenerme un momento a observar el trabajo de uno de mis adjuntos, Guido Buzzonetti, que se afanaba en una carta de Guyúk, gran Khan de los mongoles, enviada al Papa Inocencio IV en 1246. Un pequeño frasco de solución alcalina, sin tapón, se hallaba a pocos milímetros de su codo derecho, justo al lado de algunos fragmentos de la carta.

– ¡Guido! -exclamé, sobresaltada-. ¡Quédese quieto!

Guido me miró con terror, sin atreverse ni siquiera a respirar. La sangre había huido de su rostro y se concentraba poco a poco en sus orejas, que parecían dos trapos rojos enmarcando un sudario blanco. Cualquier ligero movimiento de su brazo habría derramado la solución sobre los pergaminos, provocando daños irreparables en un documento único para la historia. A nuestro alrededor, toda la actividad se había detenido y podía cortarse el silencio con un cuchillo. Cogí el frasco, lo cerré y lo dejé en el lado opuesto de la mesa.

– Buzzonetti -susurré, taladrándole con la mirada-. Recoja ahora mismo sus cosas y preséntese al Viceprefecto.

Jamás había consentido un descuido semejante en mi laboratorio. Buzzonetti era un joven dominico que había cursado sus estudios en la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística, especializándose en codicología oriental. Yo misma le había dado clase de paleografía griega y bizantina durante dos años antes de pedirle al Reverendo Padre Pietro Ponzio, Viceprefecto del Archivo, que le ofreciese un puesto en mi equipo. Sin embargo, por mucho que apreciara al hermano Buzzonetti, por mucho que conociera su enorme valía, no estaba dispuesta a permitir que siguiera trabajando en el Hipogeo. Nuestro material era único, irremplazable y, cuando dentro de mil años, o de dos mil, alguien quisiese consultar la carta de Guyuk a Inocencio IV, debía poder hacerlo. Así de simple. ¿Qué le habría pasado a un empleado del museo de Louvre que hubiera dejado, abierto, un bote de pintura sobre el marco de la Gioconda…? Desde que estaba al frente del Laboratorio de restauración y paleografía del Archivo Secreto Vaticano, nunca había consentido errores semejantes en mi equipo -todos los sabían- y no los iba a consentir entonces.

Mientras pulsaba el botón del ascensor era plenamente consciente de que mis adjuntos no me apreciaban demasiado. No era la primera vez que notaba en mi espalda sus miradas cargadas de reproche, así que no me permitía pensar que contaba con su estima. Sin embargo, no creía que conseguir el afecto de mis subordinados o de mis superiores fuera el motivo por el cual, ocho años atrás, me habían dado la dirección del Laboratorio. Me afligía profundamente despedir al hermano Buzzonetti, y sólo yo sabía lo mal que me iba a sentir durante los próximos meses, pero era por tomar ese tipo de decisiones por lo que había llegado hasta donde me encontraba.

El ascensor se detuvo silenciosamente en el cuarto piso inferior y abrió sus puertas para brindarme paso. Introduje la llave de seguridad en el panel, pasé mi tarjeta identificativa por el lector electrónico y pulsé el cero. Instantes después, la luz del sol, que entraba a raudales por las grandes cristaleras del edificio desde el patio de San Dámaso, se coló en mi cerebro como un cuchillo, cegándome y aturdiéndome. La atmósfera artificial de los pisos inferiores bloqueaba los sentidos e incapacitaba para distinguir la noche del día y, en más de una ocasión, cuando me hallaba ensimismada en algún trabajo importante, me había sorprendido a mí misma abandonando el edificio del Archivo con las primeras luces del día siguiente, totalmente ajena al paso del tiempo. Parpadeando todavía, miré distraída mi reloj de pulsera; era la una en punto del mediodía.

Para mi sorpresa, el Reverendísimo Padre Guglielmo Ramondino, en lugar de esperarme cómodamente en su gabinete, como yo suponía, paseaba de un lado al otro del enorme vestíbulo con un grave gesto de impaciencia en la cara.

– Doctora Salina -musitó, estrechándome la mano y encaminándose hacia la salida-, acompáñeme, por favor. Tenemos muy poco tiempo.

Hacía calor en el jardín Belvedere aquella mañana de principios de marzo. Los turistas nos miraron ávidamente desde los ventanales de los corredores de la pinacoteca como si fuéramos exóticos animales de un extravagante zoológico. Siempre me sentía muy extraña cuando caminaba por las zonas públicas de la Ciudad y no había nada que me molestase más que dirigir la mirada hacia cualquier punto por encima de mi cabeza y encontrar, apuntándome, el objetivo de una cámara fotográfica. Por desgracia, ciertos prelados disfrutaban exhibiendo su condición de habitantes del Estado más pequeño del mundo y el padre Ramondino era uno de ellos. Vestido de clerygman y con la chaqueta abierta, su enorme corpachón de campesino lombardo se dejaba ver a varios kilómetros de distancia. Se esmeró en llevarme hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, en la primera planta del Palacio Apostólico, por los lugares más próximos al recorrido de los turistas y, mientras me contaba que íbamos a ser recibidos en persona por Su Eminencia Reverendísima el cardenal Angelo Sodano (con quien, al parecer, le unía una estrecha y vieja amistad), despachaba amplias sonrisas a derecha e izquierda como si desfilara en una procesión provinciana del Domingo de Resurrección.

Los guardias suizos apostados a la entrada de las dependencias diplomáticas de la Santa Sede ni siquiera pestañearon al vernos pasar. No así el sacerdote secretario que llevaba el control de las entradas y salidas, quien tomó buena nota en su libro de registro de nuestros nombres, cargos y ocupaciones. En efecto, nos comentó poniéndose en pie y guiándonos a través de unos largos pasillos cuyas ventanas daban a la plaza de San Pedro, el Secretario de Estado nos aguardaba.

Aunque trataba de disimularlo, avanzaba junto al Prefecto con la sensación de tener un puño de acero oprimiéndome el corazón: a pesar de saber que el asunto que estaba motivando todas aquellas extrañas situaciones no podía estar relacionado con errores en mi trabajo, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante los últimos meses a la búsqueda de cualquier hecho culpable que mereciese una reprimenda de la más alta jerarquía eclesiástica.

El sacerdote secretario se detuvo, por fin, en una de las salas -una cualquiera, idéntica a las demás, con los mismos motivos ornamentales y las mismas pinturas al fresco- y nos pidió que esperásemos un momento, desapareciendo detrás de unas puertas tan ligeras y delicadas como hojas de pan de oro.

– ¿Sabe dónde nos encontramos, doctora? -me preguntó el Prefecto con ademanes nerviosos y una sonrisilla de profunda satisfacción en los labios.

– Aproximadamente, Reverendo Padre… -repuse mirando con atención a mi alrededor. Había un olor especial allí, como de ropa recién planchada y todavía caliente mezclado con barniz y ceras.

– Estas son las dependencias de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado -hizo un gesto con la barbilla abarcando el espacio-, la sección que se encarga de las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con el resto del mundo. Al frente, se encuentra el Arzobispo Secretario, Monseñor Françoise Tournier.

– ¡Ah, sí, Monseñor Tournier! -afirmé con mucha convicción. No tenía ni idea de quién era, pero el nombre me resultaba ligeramente familiar.

– Aquí, doctora Salina, es donde con mayor facilidad puede comprobarse que el poder espiritual de la Iglesia está por encima de gobiernos y fronteras.

– ¿Y por qué hemos venido a este lugar, Reverendo Padre? Nuestro trabajo no tiene nada que ver con esta clase de cosas.

Me miró con turbación y bajó la voz.

– No sabría decirle el motivo… En cualquier caso, lo que sí puedo asegurarle es que se trata de un asunto del más alto nivel.

– Pero, Reverendo Padre -insistí, tozuda-, yo soy personal laboral del Archivo Secreto. Cualquier asunto de máximo nivel debería tratarlo usted, como Prefecto, o Su Eminencia, Monseñor Oliveira. ¿Qué hago yo aquí?

Me miró con cara de no saber qué responder y, dándome unos golpecitos alentadores en el hombro, me abandonó para acercarse a un nutrido corro de prelados que se encontraba cerca de los ventanales buscando los cálidos rayos del sol. Fue entonces cuando percibí que el olor de ropa recién planchada procedía de aquellos prelados.

Era casi la hora de comer, pero allí nadie parecía preocupado por eso; la actividad seguía desarrollándose febrilmente por los pasillos y dependencias, y era constante el tráfago de eclesiásticos y civiles discurriendo de un lado a otro por todos los rincones. Nunca antes había tenido la oportunidad de estar en aquel lugar y me entretuve observando, maravillada, la increíble suntuosidad de las salas, la elegancia del mobiliario, el inapreciable valor de las pinturas y de los objetos decorativos que allí había. Media hora antes me encontraba trabajando, sola y en completo silencio, en mí pequeño laboratorio, con mi bata blanca y mis gafas, y ahora me hallaba rodeada de la más alta diplomacia internacional en un lugar que parecía ser uno de los centros de poder más importantes del mundo.

De pronto, se oyó el chirrido de una puerta al abrirse y se escuchó un tumulto de voces que nos hizo girar la cabeza en esa dirección a todos los presentes. Inmediatamente, un nutrido y bullicioso grupo de periodistas, algunos con cámaras de televisión y otros con grabadoras, hizo su aparición por el corredor principal, soltando risotadas y exclamaciones. La mayoría eran extranjeros -fundamentalmente europeos y africanos-, pero también había muchos italianos. En conjunto, serían unos cuarenta o cincuenta reporteros los que inundaron nuestra sala en cuestión de segundos. Algunos se pararon a saludar a los sacerdotes, obispos y cardenales que, como yo, deambulaban por allí, y otros avanzaron apresuradamente hacia la salida. Casi todos me miraron a hurtadillas, sorprendidos de encontrar a una mujer en un lugar donde algo así no era habitual.

– ¡Se ha cargado a Lehmann de un plumazo! -exclamó un periodista calvo y con gafas de miope al pasar junto a mí.

– Está claro que Wojtyla no piensa dimitir -afirmó otro, rascándose una patilla.

– ¡O no le dejan dimitir! -sentenció osadamente un tercero. El resto de sus palabras se perdieron mientras se alejaban corredor abajo. El presidente de la Conferencia Episcopal alemana, Karl Lehmann, había realizado unas peligrosas declaraciones semanas atrás, afirmando que, si Juan Pablo II no se encontraba en condiciones de guiar con responsabilidad a la Iglesia, sería deseable que encontrara la voluntad necesaria para jubilarse. La frase del obispo de Maguncia, que no había sido el único en expresar tal sugerencia dada la mala salud y el mal estado general del Sumo Pontífice, había caído como aceite hirviendo en los círculos más cercanos al Papa y, al parecer, el cardenal Secretario de Estado, Ángelo Sodano, acababa de dar cumplida respuesta a tales opiniones en una tormentosa rueda de prensa. Las aguas estaban revueltas, me dije con aprensión, y aquello no iba a parar hasta que el Santo Padre reposara bajo tierra y un nuevo pastor asumiera con mano firme el gobierno universal de la Iglesia.

De entre todos los asuntos del Vaticano que más interesan a la gente, el más fascinante sin duda, el más cargado de significaciones políticas y terrenales, aquel en el que mejor se muestran no sólo las ambiciones más indignas de la Curia, sino también los aspectos menos piadosos de los representantes de Dios, es la elección de un nuevo Papa. Desgraciadamente, estábamos en puertas de tan espectacular acontecimiento y la Ciudad era un hervidero de maniobras y maquinaciones por parte de las diferentes facciones interesadas en colocar a su candidato en la Silla de Pedro. Lo cierto es que, en el Vaticano, hacía ya mucho tiempo que se vivía con una gran sensación de provisionalidad y de fin de pontificado y aunque a mí, como hija de la Iglesia y como religiosa, tal problema no me afectara en absoluto, como investigadora con varios proyectos pendientes de aprobación y financiación sí me perjudicaba muy directamente. Durante el pontificado de Juan Pablo II -de marcada tendencia conservadora-, había sido imposible llevar a cado determinado tipo de trabajos de investigación. En mi fuero interno, anhelaba que el próximo Santo Padre fuera un hombre más abierto de miras y menos preocupado por atrincherar la versión oficial de la historia de la Iglesia (¡había tanto material clasificado bajo los epígrafes de Reservado y Confidencial!). Sin embargo, no albergaba muchas esperanzas de que se produjera una renovación significativa, ya que el poder acumulado por los cardenales nombrados por el propio Juan Pablo II durante más de veinte años convertía en imposible la elección en el Cónclave de un Papa del ala progresista. Salvo que el Espíritu Santo en persona estuviera decidido a un cambio y ejerciera su poderosa influencia en un nombramiento tan poco espiritual, iba a ser realmente difícil que no saliera designado un nuevo Pontífice del grupo conservador.

En ese instante, un sacerdote vestido con sotana negra se acercó hasta el Reverendo Padre Ramondino, le dijo algo al oído, y este me hizo una señal, levantando las cejas, para que me preparara: nos estaban esperando y debíamos entrar.

Las exquisitas puertas se abrieron frente a nosotros silenciosamente y yo esperé a que el Prefecto entrara en primer lugar, como manda el protocolo. Una estancia tres veces más grande que la sala de espera de la que procedíamos, completamente decorada con espejos, molduras doradas y pinturas al fresco -que reconocí de Rafael-, albergaba el despacho más diminuto que había visto en mi vida: al fondo, casi invisible para mis ojos, una escribanía clásica, colocada sobre una alfombra y seguida por un sillón de respaldo alto, constituía todo el mobiliario. A un lado de la estancia, por el contrario, bajo los esbeltos ventanales que dejaban pasar la luz del exterior, un grupo de eclesiásticos conversaba animadamente, ocupando unos pequeños taburetes que quedaban ocultos bajo sus sotanas. De pie tras uno de aquellos prelados, un extraño y taciturno seglar permanecía al margen de la charla, exhibiendo una actitud tan obviamente marcial que no me cupo ninguna duda de que se trataba de un militar o un policía. Era terriblemente alto (más de un metro noventa de estatura), corpulento y fornido como si levantara pesas todos los días y masticara cristales en las comidas, y llevaba el pelo rubio tan rapado que apenas se le apreciaban algunos brillos en la nuca y en la frente.

Al vernos llegar, uno de los cardenales, al que reconocí inmediatamente como el Secretario de Estado, Angelo Sodano, se puso en pie y vino a nuestro encuentro. Era un hombre de talla mediana y aparentaba unos setenta y tantos años, con una amplia frente producto de una discreta calvicie y con el pelo blanco engominado bajo el solideo de seda púrpura. Usaba unas gafas anticuadas, de pasta terrosa y grandes cristales de forma cuadrangular, y vestía sotana negra con ribetes y botones púrpuras, faja tornasolada y calcetines del mismo color. Una discreta cruz pectoral de oro destacaba sobre su pecho. Su Eminencia lucía una gran sonrisa amistosa cuando se acercó al Prefecto para intercambiar los besos de salutación.

– ¡Guglielmo! -exclamó-. ¡Qué alegría volver a verte!

– ¡Eminencia!

La satisfacción mutua por el reencuentro era evidente. Así pues, el Prefecto no había fantaseado al hablarme de su vieja amistad con el mandatario más importante del Vaticano (después del Papa, por supuesto). Cada vez me encontraba más perpleja y desorientada, como si todo aquello fuera un sueño y no una realidad tangible. ¿Qué había pasado para que yo estuviera allí?

El resto de los presentes, que también observaban la escena con atención y curiosidad, eran el Cardenal Vicario de Roma y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Su Eminencia Carlo Colli, un hombre tranquilo de apariencia afable; el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier (al que reconocí por su solideo color violeta, y no púrpura, exclusivo de los cardenales), y el silencioso combatiente rubio, que fruncía las cejas transparentes como sí estuviera profundamente disgustado por aquella situación.

De repente, el Prefecto se volvió hacia mí y, empujándome por el hombro, me adelantó hasta situarme a su altura, frente al Secretario de Estado.

– Esta es la doctora Ottavia Salina, Eminencia -dijo a modo de presentación; los ojos de Sodano me examinaron de arriba a abajo en cuestión de segundos. Menos mal que ese día me había vestido decentemente, con una bonita falda gris y un conjunto de jersey y rebeca color salmón. Unos treinta y ocho o treinta y nueve años bien llevados, se estaría diciendo, cara agradable, pelo corto y negro, ojos negros y mediana estatura.

– Eminencia… -musité, al tiempo que hacia una genuflexión e, inclinando la cabeza en señal de respeto, besaba el anillo que el Secretario de Estado había colocado ante mis labios.

– ¿Es usted religiosa, doctora? -preguntó por todo saludo. Tenía un ligero acento del Piamonte.

– La hermana Ottavia, Eminencia -se apresuró a aclararle el Prefecto-, es miembro de la Orden de la Venturosa Virgen María.

– ¿Y por qué viste de seglar? -inquirió, de pronto, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier, desde su asiento-. ¿Acaso su Orden no utiliza hábitos, hermana?

El tono era profundamente ofensivo, pero no me iba a dejar intimidar. A estas alturas de mi vida en la Ciudad, había pasado infinidad de veces por la misma situación y estaba curtida en una y mil batallas por mi género. Le miré directamente a los ojos para responder:

– No, Monseñor. Mi Orden abandonó los hábitos tras el Concilio Vaticano II.

– ¡Ah, el Concilio…! -susurró con patente disgusto. Monseñor Tournier era un hombre muy apuesto, un verdadero candidato, por su aspecto, a Príncipe de la Iglesia, uno de esos petimetres que siempre salen espléndidamente en las fotografías-. «¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta?»

– se preguntó en voz alta, citando la primera epístola de San Pablo a los Corintios.

– La hermana Ottavia, Monseñor -puntualizó el Prefecto, a modo de descargo-, es doctora en Paleografía e Historia del Arte, además de poseer otras muchas titulaciones académicas. Dirige desde hace ocho años el Laboratorio de Restauración y Paleografía del Archivo Secreto Vaticano, es docente de la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística y ha obtenido numerosos premios internacionales por sus trabajos de investigación, entre ellos el prestigioso Premio Getty, Monseñor, en dos ocasiones, en 1992 y 1995.

– ¡Ajá! -exclamó, dejándose convencer, el Cardenal Secretario de Estado, Sodano, al tiempo que tomaba asiento despreocupadamente junto a Tournier-. Bueno… Pues por eso está usted aquí, hermana, por eso hemos solicitado su presencia en esta reunión.

Todos me miraban con evidente curiosidad, pero yo permanecí en silencio, expectante, no fuera que por hablar el Arzobispo Secretario citara también en mi honor aquel pasaje de San Pablo que dice «Las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra». Supuse que Monseñor Tournier, así como el resto de la concurrencia, preferiría antes que a mí, y con bastante diferencia, a sus propias religiosas-sirvientas, de las que cada uno de los presentes debía tener, como mínimo, tres o cuatro, o a las monjitas polacas de la Orden de María Niña, que, ataviadas con hábito y con toca a modo de tejadillo, se ocupaban de preparar las comidas de Su Santidad, limpiar sus aposentos y tener siempre reluciente su ropa; o a las hijas de la Congregación de las Pías Discípulas del Divino Maestro, que ejercían de telefonistas de la Ciudad del Vaticano.

– Ahora -continuó Su Eminencia Ángelo Sodano-, el Arzobispo Secretario, Monseñor Tournier, le explicará por qué ha sido usted convocada, hermana. Guglielmo, ven -le dijo al Prefecto-, siéntate a mi lado. Monseñor, le cedo la palabra.

Monseñor Tournier, con esa certidumbre que sólo poseen quienes saben que su aspecto físico les allana sin dificultades cualquier camino en esta vida, se incorporó serenamente de su asiento y extendió una mano, sin mirar, hacia el soldado rubio, que le entregó, con ademán disciplinado, un abultado dossier de tapas negras. Me dio un vuelco el estómago, y por un momento pensé que, fuera lo que fuera aquello que yo había hecho mal, debía ser terrible y, con seguridad, saldría de aquel despacho con el finiquito en la mano.

– Hermana Ottavia -empezó Monseñor; su voz era grave y nasal, y evitaba mirarme al hablar-, en esta carpeta encontrará usted unas fotografías que podríamos calificar… ¿cómo?, como insólitas, sin duda. Antes de que las examine, debemos informarle que en ellas aparece el cuerpo de un hombre recientemente fallecido, un etíope sobre cuya identidad todavía no estamos muy seguros. Observará que se trata de ampliaciones de ciertas secciones del cadáver.

¡Ah…! Entonces ¿no me iban a despedir?

– Quizá sería conveniente preguntar a la hermana Ottavia -intervino por primera vez el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli- si va a poder trabajar con un material tan desagradable. -Me miró con una cierta preocupación paternal en el rostro y continuó-: Ese pobre desdichado, hermana, murió en un penoso accidente y quedó muy desfigurado. Resulta bastante enojoso contemplar esas imágenes. ¿Cree usted que podrá soportarlo? Porque, si no es así, sólo tiene que decírnoslo.

Yo estaba paralizada por el estupor. Tenía la profunda sensación de que se habían equivocado de persona.

– Discúlpenme, Eminencias -tartamudeé-, pero ¿no sería más correcto que consultaran con un patólogo forense? No consigo comprender en qué puedo ser yo de utilidad.

– Verá, hermana -me atajó Tournier, retomando la palabra e iniciando un lento paseo en el interior del círculo de oyentes-, el hombre que aparece en las fotografías estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y contra las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles. Lo que nosotros queremos es que usted, con la mayor discreción posible, realice un estudio de ciertos signos que, en forma de peculiares cicatrices, fueron descubiertos en su cuerpo al quitarle la ropa para practicar la autopsia. Escarificaciones creo que es la palabra correcta para este tipo de, ¿cómo podríamos decirlo…?, de tatuajes rituales o marcas tribales. Parece ser que ciertas culturas antiguas tenían por costumbre decorar el cuerpo con heridas ceremoniales. En concreto -dijo abriendo la carpeta y echando una ojeada a las fotografías-, las de este pobre desgraciado son realmente curiosas: muestran letras griegas, cruces y otras representaciones igualmente… ¿artísticas? Sí, sin duda la palabra es artísticas.

– Lo que Monseñor está intentando decirle -interrumpió de pronto Su Eminencia, el Secretario de Estado, con una sonrisa cordial en los labios-, es que debe usted analizar todos esos símbolos, estudiarlos y darnos una interpretación lo más completa y exacta posible. Por supuesto, puede utilizar para ello todos los recursos del Archivo Secreto y cualquier otro medio del que disponga el Vaticano.

– En cualquier caso, la doctora Salina cuenta con mi total apoyo -declaró el Prefecto del Archivo, mirando a los presentes en busca de aprobación.

– Te agradecemos el ofrecimiento, Guglielmo -puntualizó Su Eminencia-, pero, aunque la hermana Ottavia trabaja habitualmente a tus órdenes, en este caso, no va a ser así. Espero que no te ofendas, pero desde este momento y hasta que termine el informe, la hermana queda adscrita a la Secretaría de Estado.

– No se preocupe, Reverendo Padre -añadió suavemente Monseñor Tournier, haciendo un gesto de elegante desinterés con la mano-. La hermana Ottavia dispondrá de la inestimable cooperación del capitán Kaspar Glauser-Róist, aquí presente, miembro de la Guardia Suiza y uno de los agentes más valiosos de Su Santidad, al servicio del Tribunal de la Sacra Rota Romana. Él es el autor de las fotografías y el coordinador de la investigación en curso.

– Eminencias…

Era mi voz temblorosa la que se había escuchado. Los cuatro prelados y el militar se volvieron a mirarme.

– Eminencias -repetí con toda la humildad de la que fui capaz-, les agradezco infinitamente que hayan pensado en mí para un asunto tan importante, pero me temo que no voy a poder encargarme de llevarlo a cabo -suavicé aún más la inflexión de mis palabras antes de continuar-, no sólo porque en este momento no puedo abandonar el trabajo que estoy haciendo, que ocupa por completo mi tiempo, sino porque, además, carezco de los conocimientos elementales para manejar las bases de datos del Archivo Secreto y necesitaría también la ayuda de un antropólogo para poder centrar los aspectos más destacados de la investigación. Lo que quiero decir…, Eminencias…, es que no me siento capaz de cumplir el encargo.

Monseñor Tournier fue el único que dio señales de estar vivo cuando terminé de hablar. Mientras los demás permanecían mudos por la sorpresa, él inició una sonrisilla sarcástica que me hizo sospechar su manifiesta oposición a utilizar mis servicios antes de que yo entrara en el gabinete. Podía oírlo diciendo despectivamente: «¿Una mujer…?» De manera que fue su actitud socarrona y mordaz la que me hizo dar un giro de ciento ochenta grados y decir:

– … Aunque, bien pensado, quizá sí podría realizarlo, siempre y cuando me dieran el tiempo suficiente para ello.

La mueca burlona de Monseñor Tournier desapareció como por encanto y los demás relajaron súbitamente sus expresiones tensas, manifestando su alivio con grandes suspiros de satisfacción. Uno de mis grandes pecados es el orgullo, lo reconozco, el orgullo en todas sus variaciones de arrogancia, vanidad, soberbia… Nunca me arrepentiré lo suficiente ni haré la suficiente penitencia, pero soy incapaz de rechazar un desafío o de amilanarme ante una provocación que ponga en duda mi inteligencia o mis conocimientos.

– ¡Espléndido! -exclamó Su Eminencia, el Secretario de Estado, dándose un golpe en la rodilla con la palma de la mano-. ¡Pues no hay más que hablar! ¡Problema resuelto, gracias a Dios! Muy bien, hermana Ottavia, desde este instante, el capitán Glauser-Róist estará a su lado para colaborar con usted en cualquier cosa que necesite. Cada mañana, cuando empiecen su jornada de trabajo, él le hará entrega de las fotografías y usted se las devolverá al terminar. ¿Alguna pregunta antes de ponerse en marcha?

– Sí -repuse, extrañada-. ¿Acaso el capitán podrá entrar conmigo en la zona restringida del Archivo Secreto? Es un seglar y…

– ¡Naturalmente que podrá, doctora! -afirmó el Prefecto Ramondino-. Yo mismo me encargaré de preparar su acreditación, que estará lista para esta misma tarde.

Un soldadito de juguete (¿qué otra cosa son los guardias suizos?) estaba a punto de poner fin a una venerable y secular tradición.


Comí en la cafetería del Archivo y dediqué el resto de la tarde a recoger y guardar todo lo que tenía sobre la mesa del laboratorio. Aplazar mi estudio del Panegyrikon me irritaba más de lo que podía reconocer, pero había caído en mi propia trampa y, en cualquier caso, tampoco hubiera podido escapar de un mandato directo del Cardenal Sodano. Además, el encargo recibido me intrigaba lo suficiente como para sentir un pequeño cosquilleo de perversa curiosidad.

Cuando todo hubo quedado en perfecto orden y listo para iniciar una nueva tarea a la mañana siguiente, recogí mis bártulos y me marché. Cruzando la columnata de Bernini, abandoné la plaza de San Pedro por la via di Porta Angelica y pasé distraídamente junto a las numerosas tiendas de souvenirs todavía repletas de cantidades abrumadoras de turistas llegados a Roma por el gran Jubileo. Aunque los ladronzuelos del Borgo conocían de manera aproximada a quienes trabajábamos en el Vaticano, desde que había empezado el Año Santo -en los diez primeros días de enero llegaron a la ciudad tres millones de personas- su número se había multiplicado con los peligrosos rateros venidos en masa de toda Italia, así que sujeté el bolso con fuerza y aceleré el paso. La luz de la tarde se difuminaba lentamente por el oeste y yo, que siempre le he tenido un cierto miedo a esa luz, no veía el momento de refugiarme en casa. Ya no faltaba mucho. Afortunadamente, la directora general de mi Orden había considerado que tener a una de sus religiosas en un puesto tan destacado como el mío bien merecía la compra de un inmueble en las inmediaciones del Vaticano. Así que tres hermanas y yo habíamos sido las primeras habitantes de un minúsculo apartamento situado en la Piazza delle Vaschette, con vistas sobre la fuente barroca que antaño recibía la saludable Agua Angelica, de grandes poderes curativos para los trastornos gástricos.

Las hermanas Ferma, Margherita y Valeria, que trabajaban juntas en un colegio público de las cercanías, acababan de llegar a casa. Estaban en la cocina, preparando la cena y charlando alegremente de menudencias. Ferma, que era la mayor de todas con sus cincuenta y cinco años de edad, seguía aferrándose obstinadamente al uniformado atuendo -camisa blanca, rebeca azul marino, falda del mismo color por debajo de la rodilla y gruesas medias negras- que adoptó tras la retirada de los hábitos. Margherita era la Superiora de nuestra comunidad y la directora del colegio en el que las tres trabajaban y tenía sólo unos pocos años más que yo. Nuestro trato había pasado, con el transcurrir de los años, de distante a cordial y de cordial a amistoso, pero sin entrar en profundidades. Por último, la joven Valeria, de origen milanés, era la profesora de los más pequeños del colegio, los de cuatro y cinco años, entre los que abundaban, cada vez más, los hijos de emigrantes árabes y asiáticos, con todos los problemas de comunicación que eso entrañaba en un aula. Recientemente, la había visto leyendo un grueso libro sobre costumbres y religiones de otros continentes.

Las tres respetaban muchísimo mi trabajo en el Vaticano aunque, en realidad, tampoco conocían muy a fondo mi ocupación; sólo sabían que no debían indagar en ello (supongo que estaban advertidas y que nuestras superioras les habían hecho especial hincapié en este asunto) ya que, en mi contrato laboral con el Vaticano, una cláusula muy explícita dejaba claro que, bajo pena de excomunión, tenía prohibido hablar de mi trabajo con personas ajenas al mismo. No obstante, como sabía que les gustaba, de vez en cuando les contaba algo recientemente descubierto sobre las primeras comunidades cristianas o los comienzos de la Iglesia. Obviamente, sólo les hablaba de lo bueno, de lo que se podía confesar sin socavar la historiografía oficial ni los puntales de la fe. ¿Para qué explicarles, por ejemplo, que en un escrito de Ireneo -uno de los Padres de la Iglesia – del año 183, celosamente guardado por el Archivo, se mencionaba como primer Papa a Lineo y no a Pedro, que ni siquiera aparecía mencionado? ¿O que la lista oficial de los primeros Papas, recogida en el Catalogus Liberianus del año 354, era completamente falsa y que los supuestos Pontífices que en ella aparecían mencionados (Anacleto, Clemente I, Evaristo, Alejandro…) ni siquiera existieron? ¿Para qué contarles nada de todo esto…? ¿Para qué decirles, por ejemplo, que los cuatro Evangelios habían sido escritos con posterioridad a las Epístolas de Pablo, verdadero forjador de nuestra Iglesia, siguiendo su doctrina y enseñanzas, y no al revés como creía todo el mundo? Mis dudas y mis temores, que Ferma, Margherita y Valeria captaban con gran intuición, mis luchas internas y mis grandes sufrimientos, eran un secreto del que sólo podía hacer partícipe a mi confesor, el mismo confesor que teníamos todos los que trabajábamos en los sótanos tercero y cuarto del Archivo Secreto, el padre franciscano Egilberto Pintonello.

Mis tres hermanas y yo, después de dejar la cena al horno y la mesa puesta, entramos en la capilla de casa y nos sentamos sobre los cojines esparcidos por el suelo, alrededor del Sagrario, frente al cual ardía permanentemente la luz de una minúscula vela. Rezamos juntas los misterios dolorosos del Rosario y, luego, nos quedamos calladas, recogidas en oración. Estábamos en Cuaresma y, esos días, por recomendación del padre Pintonello, andaba yo reflexionando sobre el pasaje evangélico de los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto y las tentaciones del demonio. No era, precisamente, plato de mi gusto, pero siempre he sido tremendamente disciplinada y no se me hubiera ocurrido contravenir una indicación de mi confesor.

Mientras oraba, la entrevista mantenida aquel mediodía con los prelados volvía una y otra vez a mi cabeza, estorbándome. Me preguntaba si podría realizar con éxito un trabajo del que me ocultaban información y, además, el asunto tenía un cariz muy extraño. «El hombre que aparece en las fotografías -había dicho Monseñor Tournier- estaba implicado en un grave delito contra la Iglesia Católica y las demás Iglesias cristianas. Lamentándolo mucho, no podemos darle más detalles.»

Esa noche tuve unas horribles pesadillas en las que un hombre maltrecho y descabezado, que era la reencarnación del demonio, se me aparecía en todas las esquinas de una larga calle por la que yo avanzaba a trompicones, como borracha, tentándome con el poder y la gloria de todos los reinos del mundo.


A las ocho en punto de la mañana, el timbre de la puerta de la calle empezó a sonar con insistencia. Margherita, que fue quien contestó, entró poco después en la cocina con cara de circunstancias:

– Ottavia, un tal Kaspar Glauser te espera abajo.

Me quedé petrificada.

– ¿El capitán Glauser-Róist? -mascullé, con la boca llena de bizcocho.

– Si es capitán, no lo ha dicho -puntualizó Margherita-, pero el nombre coincide.

Engullí el bizcocho, sin masticar, y me bebí de un trago el café con leche.

– Cosas de trabajo… -me disculpé, abandonando precipitadamente la cocina bajo la mirada sorprendida de mis hermanas.

El piso de la Piazza delle Vaschette era tan pequeño, que en un suspiro me dio tiempo a ordenar mi habitación y a pasar por la capilla para despedirme del Santísimo. Al vuelo, descolgué de la percha de la entrada el abrigo y el bolso, y salí, cerrando la puerta tras de mí sumida en la confusión. ¿Qué hacía el capitán Glauser-Róist esperándome abajo? ¿Habría pasado algo?

Escondido detrás de unas impenetrables gafas negras, el robusto soldadito de juguete se apoyaba, inexpresivo, contra la portezuela de un ostentoso Alfa Romeo de color azul oscuro. Es costumbre romana estacionar el coche en la misma puerta del sitio al que se va, tanto si molesta al tráfico como si no. Cualquier buen romano explicará cachazudamente que, de ese modo, se pierde menos tiempo. El capitán Glauser-Róist, a pesar de su nacionalidad suiza -obligatoria para todos los miembros del pequeño ejército vaticano-, debía llevar muchos años viviendo en la ciudad, porque había adoptado sus peores costumbres con absoluta placidez. Ajeno a la expectación que estaba despertando entre los vecinos del Borgo, el capitán no movió ni un músculo de la cara cuando, por fin, abrí la puerta del zaguán y salí a la calle. Me alegró mucho comprobar que, bajo los inmoderados rayos del sol, la aparente lozanía del enorme militar suizo quedaba un poco malograda, distinguiéndose en su cara -engañosamente juvenil- los signos del paso del tiempo y unas pequeñas arrugas junto a los ojos.

– Buenos días -dije, abrochándome el abrigo-. ¿Ocurre algo, capitán?

– Buenos días, doctora -pronunció en un correctísimo italiano que, sin embargo, no ocultaba una cierta entonación germana en la pronunciación de las erres-. La he estado esperando en la puerta del Archivo desde las seis de la mañana.

– ¿Y por qué tan pronto, capitán?

– Creía que era su hora de empezar a trabajar.

– Mi hora de empezar a trabajar es a las ocho -mascullé con un tono desagradable.

El capitán echó una mirada indiferente a su reloj de pulsera.

– Ya son las ocho y diez -anunció, frío como una piedra e igual de simpático.

– ¿Sí…? Bueno, pues vamos.

¡Qué hombre tan irritante! ¿Acaso no sabía que los jefes siempre llegamos tarde? Forma parte de los privilegios del cargo.

El Alfa Romeo atravesó las callejuelas del Borgo a toda velocidad, porque el capitán también había adoptado la forma suicida de conducción romana y, antes de poder decir amén, estábamos cruzando la Porta Santa Anna y dejando atrás los barracones de la Guardia Suiza. Si no grité, ni quise abrir la portezuela y tirarme durante el trayecto, fue gracias a mi origen siciliano y a que, de joven, me saqué el carnet de conducir en Palermo, donde las señales de tráfico sirven de adorno y todo se basa en la relación de fuerzas, el uso del claxon y el vulgar sentido común. El capitán detuvo bruscamente el vehículo en un aparcamiento que ostentaba una placa con su nombre y apagó el motor con expresión satisfecha. Aquel fue el primer rasgo humano que pude observar en él y me llamó mucho la atención; sin duda, conducir le encantaba. Mientras caminábamos hacia el Archivo por parajes del Vaticano desconocidos hasta ese momento para mí -atravesamos un moderno gimnasio, lleno de aparatos, y un polígono de tiro que yo ni sabía que existía-, todos los guardias con los que nos íbamos cruzando se cuadraban ante nosotros y saludaban marcialmente a Glauser-Róist.

Uno de los asuntos que más había acuciado mi curiosidad a través de los años era el origen de los llamativos uniformes multicolores de la Guardia Suiza. Por desgracia, en los documentos catalogados del Archivo Secreto no existía ninguna prueba que confirmara o desmintiera que el diseño había sido realizado por Miguel Ángel, como se rumoreaba por ahí, pero yo confiaba que dicha prueba apareciera el día menos pensado entre la ingente cantidad de documentación todavía por estudiar. En cualquier caso, Glauser-Róist, al contrario que sus compañeros, parecía no utilizar nunca el uniforme, pues en las dos ocasiones en que le había visto vestía de paisano y, por cierto, con una ropa indudablemente muy cara, demasiado para el magro sueldo de un pobre guardia suizo.

Cruzamos en silencio el vestíbulo del Archivo Secreto, pasando por delante del despacho cerrado del Reverendo Padre Ramondino y entramos simultáneamente en el ascensor. Glauser-Róist introdujo su flamante llave en el panel.

– ¿Lleva usted las fotografías encima, capitán? -pregunté con curiosidad mientras descendíamos hacia el Hipogeo.

– Así es, doctora -cada vez le encontraba un parecido mayor con una afilada roca de acantilado. ¿De dónde habrían sacado a un tipo así?

– Entonces supongo que empezaremos a trabajar ahora mismo, ¿no es cierto?

– Ahora mismo.

Mis adjuntos se quedaron boquiabiertos cuando vieron pasar a Glauser-Róist por el corredor en dirección al laboratorio. La mesa de Guido Buzzonetti estaba dolorosamente vacía aquella mañana.

– Buenos días -exclamé en voz alta.

– Buenos días, doctora -murmuró alguien por no dejarme sin respuesta.

Pero si el silencio más cerrado nos acompañó hasta la puerta de mi despacho, el grito que yo dejé escapar al abrirla se escuchó hasta en el Foro Romano.

– ¡Jesús! ¿Qué ha pasado aquí?

Mi viejo escritorio había sido desplazado sin misericordia hasta uno de los rincones y, en su lugar, una mesa metálica con un gigantesco ordenador ocupaba el centro del cuarto. Otros armatostes informáticos habían sido colocados sobre pequeñas mesillas de metacrilato sacadas de algún despacho en desuso y decenas de cables y enchufes recorrían el suelo y colgaban de las baldas de mis viejas librerías.

Me tapé la boca con las manos, horrorizada, y entré pisando con tanta precaución como si estuviera caminando entre nidos de serpientes.

– Vamos a necesitar este equipo para trabajar -anunció la Roca a mi espalda.

– ¡Espero que sea cierto, capitán! ¿Quién le ha dado permiso para entrar en mi laboratorio y organizar este lío?

– El Prefecto Ramondino.

– ¡Pues podían haberme consultado!

– Montamos el equipo anoche, cuando usted ya se había ido -en su voz no había ni una pequeña nota de aflicción o sentimiento; se limitaba a informarme y punto, como si todo cuanto él hiciera estuviera por encima de cualquier discusión.

– ¡Espléndido! ¡Realmente espléndido! -silabeé cargada de rencor.

– ¿Desea usted empezar a trabajar o no?

Me giré como si me hubiera abofeteado y le miré con todo el desprecio del que fui capaz.

– Terminemos cuanto antes con todo esto.

– Como usted quiera -murmuró arrastrando mucho las erres. Se desabrochó la chaqueta y, de algún lugar incomprensible, sacó el abultado dossier de tapas negras que Monseñor Tournier me había mostrado el día anterior-. Es todo suyo -dijo, ofreciéndomelo.

– ¿Y usted qué va a hacer mientras yo trabajo?

– Usaré el ordenador.

– ¿Con qué objeto? -pregunté, extrañada. Mi analfabetismo informático era una asignatura pendiente que sabía que algún día tendría que afrontar, pero, por el momento, como buena erudita, me encontraba muy a gusto despreciando esos diabólicos chismes.

– Con objeto de resolver cualquier duda que usted tenga y facilitarle toda la información existente sobre cualquier tema que desee.

Y ahí quedó eso.


Empecé examinando las fotografías. Eran muchas, treinta exactamente, y venían numeradas y clasificadas por orden temporal, es decir, de principio a fin de la autopsia. Tras una ojeada inicial, seleccioné aquellas en las que se veía, tendido sobre una mesa metálica, el cuerpo entero del etíope en las posiciones de decúbito supino y decúbito prono (boca arriba y boca abajo). A primera vista, lo más destacable era la fractura de los huesos de la pelvis -por el arco poco natural que dibujaban las piernas- y una tremenda lesión en la zona parietal derecha del cráneo que había dejado al descubierto, entre astillas de hueso, la gelatina gris del cerebro. Deseché, por inútiles, el resto de las imágenes, pues, pese a que el cadáver debía presentar multitud de lesiones internas, ni sabía apreciarlas, ni creía que fueran relevantes para mi trabajo. Me fijé, eso sí, en que, probablemente a causa del impacto, se había mutilado la lengua con los dientes. Aquel hombre jamás hubiera podido hacerse pasar por otra cosa distinta de lo que era -etíope-, pues sus rasgos étnicos resultaban muy acusados. Como a la mayoría de ellos, se le veía bastante flaco y espigado, de carnes magras y fibrosas, y la coloración de su piel destacaba por demasiado oscura. Las facciones de su cara, sin embargo, constituían la prueba definitiva y delatora de su origen abisinio: pómulos altos y muy marcados, mejillas hundidas, grandes ojos negros -que aparecían abiertos en las fotografías, con un resultado impresionante-, frente amplia y huesuda, labios gruesos y nariz fina, casi de perfil griego. Antes de que le raparan la parte de la cabeza que permanecía íntegra, presentaba un pelo áspero y acaracolado, bastante sucio y manchado de sangre; después del rasurado, en el centro mismo del cráneo, podía verse con total claridad una fina cicatriz con la forma de la letra griega sigma mayúscula (S).

Aquella mañana no hice otra cosa que observar, una y otra vez, las terribles imágenes, repasando cualquier detalle que me resultara significativo. Las escarificaciones destacaban sobre la piel como líneas de carreteras en un mapa, algunas carnosas y abultadas, muy desagradables, y otras estrechas, casi imperceptibles, a modo de hilos de seda. Pero todas, sin excepción, presentaban una coloración sonrosada, incluso rojiza en algunos puntos, que les confería el repulsivo aspecto de injertos de piel blanca sobre piel negra. A media tarde, tenía el estómago acalambrado, la cabeza embotada y la mesa llena de anotaciones y esquemas de las escarificaciones del fallecido.

Encontré otras seis letras griegas repartidas por el cuerpo: en el brazo derecho, sobre el bíceps, una tau (T), en el izquierdo, una ipsilon (U), en el centro del pecho, sobre el corazón, una alfa (A), en el abdomen una rho (R), en el muslo derecho, sobre el cuadriceps, una ómicron (O) y en el izquierdo, en idéntico lugar, otra sigma (S). Justo debajo de la letra alfa y por encima de la rho, en la zona de los pulmones y el estómago, se veía un gran Crismón, el conocido monograma, tan habitual en los tímpanos y altares de las iglesias medievales, formado por las dos primeras letras griegas del nombre de Cristo, CR -ji y rho-, superpuestas.


Este Crismón, sin embargo, presentaba una curiosa peculiaridad: le habían añadido una barra transversal que ayudaba a componer la imagen de una cruz. El resto del cuerpo, exceptuando las manos, los pies, las nalgas, el cuello y la cara, estaba lleno de otras muchas cruces de la más original factura que hubiera visto en mi vida.

El capitán Glauser-Róist permanecía largos ratos sentado frente al ordenador, tecleando sin descanso misteriosas instrucciones, pero, de vez en cuando, acercaba su silla a la mía y se quedaba contemplando en silencio la evolución de mis análisis. Por eso, cuando, súbitamente, me preguntó si me sería de ayuda disponer de un dibujo del cuerpo humano a tamaño natural para ir señalando las cicatrices, me sobresalté. Antes de responderle, hice un par de exageradas afirmaciones y negativas con la cabeza para aliviar mis doloridas cervicales.

– Es una buena idea. Por cierto, capitán, ¿hasta dónde está autorizado a informarme sobre este pobre hombre? Monseñor Tournier comentó que usted había hecho estas fotografías.

Glauser-Róist se levantó de su asiento y se dirigió hacia el ordenador.

– No puedo decirle nada.

Pulsó varias teclas rápidamente y la impresora empezó a crepitar y a expulsar papel.

– Me haría falta saber algo más -protesté, frotándome el puente de la nariz por debajo de las gafas-. Quizá usted conoce detalles que podrían facilitarme el trabajo.

La Roca no se dejó conmover por mis ruegos. Con trozos de cinta adhesiva que cortaba con los dientes, fue pegando en el dorso de la puerta -el único espacio que quedaba libre en mi pequeño laboratorio- las hojas que salían de la impresora hasta formar la silueta completa de un ser humano.

– ¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa? -preguntó al terminar, volviéndose hacia mí.

Le miré despectivamente.

– ¿Puede usted consultar las bases de datos del Archivo Secreto desde ese ordenador?

– Desde este ordenador puedo consultar cualquier base de datos del mundo. ¿Qué desea saber?

– Todo lo que pueda encontrar sobre escarificaciones.

Se puso manos a la obra sin perder un segundo y yo, por mi parte, cogí un puñado de rotuladores de colores de un cajón de mi mesa y me planté con decisión frente a la silueta de papel. Al cabo de media hora, había logrado reconstruir con bastante fidelidad el doloroso mapamundi de las heridas del cadáver. Me pregunté por qué un hombre sano y fuerte, de unos treinta y tantos años, se habría dejado torturar de aquella manera. Era muy extraño. Además de las letras griegas, encontré un total de siete bellisimas cruces, cada una completamente diferente a las demás: de forma latina, en la parte interior del antebrazo derecho, y de hechura latina inmmissa (con el travesaño corto en mitad del palo), en el izquierdo; en la espalda, una cruz ebrancada (de troncos) sobre las vértebras cervicales, otra, ansata egipcia, sobre las dorsales y una última, horquillada, sobre las lumbares. Las dos cruces restantes, hasta completar las siete, eran de las llamadas decussatas (en equis) y griegas, y estaban situadas en la parte posterior de los muslos. La variedad era admirable aunque, sin embargo, todas tenían algo en común: estaban encerradas, o protegidas, por cuadrados, círculos y rectángulos -a modo de pequeñas ventanas o troneras medievales-, con una misma pequeña corona radiada en la parte superior, en forma de dientes de sierra, que, en todos los casos, tenía siete puntas.

A las nueve de la noche estábamos muertos de cansancio. Glauser-Róist apenas había localizado algunas pobres referencias a las escarificaciones. Me explicó, someramente, que se trataba de una usanza religiosa circunscrita a una franja del Africa central en la que, por desgracia para nosotros, no estaba comprendida Etiopía. En esa zona, al parecer, las tribus primitivas acostumbraban a friccionar con cierta míxtura de hierbas las incisiones de la piel, hechas, generalmente, con unas pequeñas cañas tan afiladas como cuchillos. Los motivos ornamentales podían llegar a ser muy complejos, pero, en esencia, respondían a formas geométricas de simbología sagrada, muchas veces en relación con algún rito religioso.

– ¿Eso es todo…? -pregunté desengañada, al verle cerrar la boca tras el exiguo informe.

– Bueno, hay algo más, pero no es significativo. Los queloides, o sea, las escarificaciones más gruesas y abultadas, son un auténtico reclamo sexual para los varones cuando las exhiben las mujeres.

– ¡Ah, vaya…! -repuse con un gesto de extrañeza-. ¡Eso sí que tiene gracia! Jamás se me hubiera ocurrido.

– De modo… -prosiguió, indiferente- que seguimos sin saber por qué están esas cicatrices en el cuerpo de ese hombre -creo que fue entonces cuando me fijé, por primera vez, en que sus ojos eran de un color gris desteñido-. Otro dato curioso, aunque también irrelevante para nuestro trabajo, es que últimamente esta práctica se está poniendo de moda entre los jóvenes de muchos países. Lo llaman body art o performance art, y uno de sus mayores defensores es el cantante y actor David Bowie.

– No me lo puedo creer… -suspiré, esbozando una sonrisa-. ¿Quiere decir que se dejan hacer esos cortes por gusto?

– Bueno… -murmuró tan desconcertado como yo-, tiene algo que ver con el erotismo y la sensualidad, pero no sabría explicárselo.

– Ni lo intente, gracias -le dispensé, extenuada, poniéndome en pie y dando por terminada aquella primera y agotadora jornada de trabajo-. Vayamos a descansar, capitán. Mañana va a ser otro día muy largo.

– Permítame que la lleve a su casa. Estas no son horas para que vaya usted sola por el Borgo.

Estaba demasiado cansada para negarme, así que arriesgué de nuevo mi vida dentro de aquel cochazo tan espectacular. Al despedirnos, le di las gracias con algo de mala conciencia por mi forma de tratarle -aunque se me pasó enseguida- y rechacé educadamente su ofrecimiento de venir a buscarme a la mañana siguiente; llevaba dos días sin oír misa y no estaba dispuesta a dejar pasar ni uno más. Me levantaría temprano y, antes de reanudar el trabajo, iría a la Iglesia de Santi Michele e Magno.

Ferma, Margherita y Valeria estaban viendo una vieja película en la televisión cuando entré por la puerta. Habían tenido el detalle de guardarme la cena caliente en el microondas, de modo que tomé un poco de sopa -sin ganas; había visto demasiadas cicatrices ese día- y me encerré un rato en la capilla antes de irme a dormir. Pero aquella noche no pude concentrarme en la oración, y no sólo porque estuviera demasiado cansada (que lo estaba), sino porque a tres de mis ocho hermanos se les ocurrió llamarme por teléfono desde Sicilia para preguntarme si pensaba acudir a la fiesta que, por San Giuseppe, organizábamos todos los años para nuestro padre. Les dije a los tres que sí y me fui a la cama, desesperada.


El capitán Glauser-Róist y yo vivimos unas semanas frenéticas a partir de aquel primer día. Encerrados en mi laboratorio desde las ocho de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche, de lunes a domingo, repasábamos los pocos datos que teníamos a la luz de las escasas informaciones que íbamos obteniendo de los archivos. Solventar los problemas de las letras griegas y del Crismón resultó relativamente sencillo en comparación con el titánico esfuerzo que nos supuso resolver el enigma de las siete cruces.

El segundo día de trabajo, nada más entrar en el laboratorio, mientras cerraba la puerta y contemplaba de reojo la silueta de papel pegada en la madera, la solución de las letras griegas me golpeó en la cara como el guante de un desafío de honor. Resultaba tan evidente que no podía creer que la noche anterior no lo hubiera visto, aunque me justifiqué recordando lo muy cansada que estaba: leyendo desde la cabeza hasta las piernas, de derecha a izquierda, las siete letras formaban la palabra griega STAUROS (STAUROS), cuyo significado era, obviamente, Cruz. A esas alturas, resultaba incuestionable que todo lo que había en aquel cuerpo cobrizo estaba relacionado con el mismo tema.

Algunos días más tarde, tras poner varias veces del derecho y del revés -sin éxito- la historia de la vieja Abisinia (Etiopía), tras consultar la más variada documentación sobre la influencia griega en la cultura y la religión de dicho país, tras permanecer largas horas examinando cuidadosamente decenas de libros de arte de todas las épocas y estilos, extensos expedientes sobre sectas remitidos por los diferentes departamentos del Archivo Secreto y exhaustivos informes sobre crismones que el capitán pudo conseguir a través del ordenador, hicimos otro descubrimiento bastante significativo: el monograma del Nombre de Cristo que el etíope llevaba sobre el pecho y el estómago, respondía a una variedad conocida como Monograma de Constantino y, en lo que a su uso en el arte cristiano se refería, había dejado de utilizarse a partir del siglo VI de nuestra era.

En los orígenes del cristianismo, y por sorprendente que pueda parecer, la Cruz no fue objeto de ninguna clase de adoración. Los primeros cristianos ignoraron completamente el instrumento del Martirio, prefiriendo otros elementos ornamentales más alegres si de representar signos e imágenes se trataba. Además, durante las persecuciones romanas -escasas, por otra parte, ya que se redujeron, poco más o menos, a la conocida actuación de Nerón tras el incendio de Roma en el año 64 y, según Eusebio [1], a los dos años de la mal llamada Gran Persecución de Diocleciano (del 303 al 305)-, durante las persecuciones romanas, como digo, la exhibición y adoración pública de la Cruz hubiera resultado, indudablemente, muy peligrosa, de modo que en las paredes de las catacumbas y de las casas, en las lápidas de los sepulcros, en los objetos personales y en los altares, aparecieron símbolos tales omo el cordero, el pez, el ancla o la paloma. La representación más importante, sin embargo, era el Crismón, el monograma formado por las primeras letras griegas del nombre de Cristo, XP -ji y rho-, que se usó profusamente para decorar los lugares sagrados.

Existían múltiples variaciones de la imagen del Crismón, en función de la interpretación religiosa que se le quisiera dar: por ejemplo, sobre las tumbas de los mártires se representaban Crismones con una rama de palma en lugar de la letra P, simbolizando la victoria de Cristo, y los monogramas con un triángulo en el centro expresaban el Misterio de la Trinidad.

En el año 312 de nuestra era, el emperador Constantino el Grande -adorador del dios Sol-, en la noche previa a la batalla decisiva contra Majencio, su principal rival por el trono del Imperio, soñó que Cristo se le aparecía y le decía que grabara esas dos letras, XP, en la parte superior de los estandartes de sus regimientos. Al día siguiente, antes de la contienda, dice la leyenda que vio aparecer dicho sello, con el añadido de una barra transversal formando la imagen de una Cruz, sobre la esfera cegadora del sol y, debajo, las palabras griegas EN-TOUTOI-NIKA, más conocidas en su traducción latina de

In hoc signo vinces, «Con este signo venceras». Como Constantino, incuestionablemente, derrotó a Majencio en la batalla del Puente Milvio, su estandarte con el Crismón, llamado más tarde Labarum, se convirtió en la bandera del Imperio. Este símbolo, pues, adquirió una importancia extraordinaria en lo que fueron los restos del Imperio Romano y, cuando la parte occidental del territorio -Europa-, cayó en poder de los bárbaros, continuó usándose en la parte oriental -Bizancio-, al menos hasta el siglo VI, momento en el que, como ya he dicho, desapareció por completo del arte cristiano.

Pues bien, el Crismón que nuestro etíope exhibía en el torso era precisamente ese que el emperador vio en el cielo antes de la batalla; ese con el travesaño horizontal y no alguna de sus variaciones, y no dejaba de ser un dato curioso -y, más que curioso, extraño-, porque había dejado de utilizarse hacía catorce siglos, como bien atestiguaba el Padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo, quien, en sus escritos, afirmaba que, por fin, a finales del siglo V, dicho símbolo había sido sustituido por la auténtica Cruz, expuesta ahora públicamente con orgullo y prodigalidad. Es cierto que a lo largo de los períodos románico y gótico los crismones habían reaparecido como motivos ornamentales, pero con otras formas diferentes a la sencilla y concreta del Monograma de Constantino.

Bien, otro misterio aparentemente resuelto que, sin embargo, como la palabra STAUROS repartida en letras por el cuerpo, nos sumía de nuevo en la perplejidad más absoluta. Cada día que pasaba, el deseo de desenredar todo aquel embrollo, de comprender lo que aquel extraño cadáver estaba intentando indicarnos, se volvía más y más acuciante. Sin embargo, el encargo se ceñía a la explicación de los signos, independientemente de lo que todos ellos juntos quisieran decir, así que no quedaba más remedio que seguir adelante, sin salirse del camino señalado, y aclarar por fin el significado de las siete cruces.

¿Por qué precisamente siete y no ocho, o cinco o quince, por ejemplo? ¿Por qué todas diferentes? ¿Por qué todas enmarcadas por formas geométricas, a modo de ventanucos medievales? ¿Por qué todas dignificadas por una pequeña corona radiada…? Jamás lo podríamos averiguar, me decía compungida, era demasiado complejo y demasiado absurdo a la vez. Levantaba la mirada de las fotografías y los croquis y la posaba en la silueta de papel, por si la ubicación de las cruces en el cuerpo me daba la pista; pero no veía nada, o, al menos nada que me ayudara a resolver el jeroglífico, así que bajaba de nuevo los ojos hacia la mesa y me concentraba fatigosamente en el estudio de cada una de las peculiares tronerillas coronadas.

Glauser-Róist apenas pronunció una palabra durante aquelíos días; se pasaba las horas muertas tecleando en el ordenador y yo sentía nacer en mi interior un rencor absurdo contra él por perder el tiempo tonteando de aquella manera mientras mi cerebro se iba convirtiendo lentamente en pasta de papel.

A pasos agigantados se acercaba el domingo, 19 de marzo, día de San Giuseppe, y se imponía empezar a preparar mi viaje a Palermo. Iba poco a casa, apenas dos o tres veces al año, pero, como buena familia siciliana, los Salina permanecíamos indisolublemente unidos, para bien o para mal, incluso más allá de la muerte. Ser la penúltima de nueve hermanos -de ahí mi nombre, Ottavia, la octava- tiene muchas ventajas en cuanto al aprendizaje y uso de las técnicas de supervivencia; siempre hay algún hermano o hermana mayor dispuesto a torturarte o a aplastarte bajo el peso de su autoridad (tus cosas son del primero que las coge, tu espacio es invadido por el primero que llega, tus triunfos o fracasos siempre han sido ya los triunfos o fracasos de los que vinieron antes, etc.). Sin embargo, la adhesión entre los nueve hijos de Filippa y Giuseppe Salina era indestructible: a pesar de mi ausencia de veinte años, de la de Pierantonio (franciscano en Tierra Santa) y de la de Lucía (dominica destinada en Inglaterra), se contaba con nosotros para organizar cualquier festejo familiar, comprar cualquier regalo a nuestros padres o adoptar cualquier decisión colegiada que afectara a la familia.

El jueves previo a mi partida, el capitán Glauser-Róist regresó de comer en los barracones de la Guardia Suiza con un extraño brillo metálico en sus ojos grisáceos. Yo seguía tozudamente enfrascada en la lectura de un farragoso tratado sobre el arte cristiano de los siglos VII y VIII, con la vana esperanza de encontrar cualquier alusión al diseño de alguna de las cruces.

– Doctora Salina -musitó nada más cerrar la puerta a su espalda-, se me ha ocurrido una idea.

– Le escucho -repuse, alejando de mí, con las dos manos, el tedioso compendio.

– Necesitamos un programa informático que coteje las imágenes de las cruces del etíope con todos los ficheros de imágenes del Archivo y la Biblioteca.

Enarqué las cejas en un gesto de extrañeza.

– ¿Es posible hacer eso? -pregunté.

– El servicio de informática del Archivo puede hacerlo.

Me quedé pensando unos instantes.

– No sé… -objeté meditabunda-. Debe ser muy complicado. Una cosa es escribir unas palabras en un ordenador y que la máquina busque el mismo texto en las bases de datos, y otra es cotejar dos imágenes de un objeto que pueden estar archivadas en tamaños diferentes, en formatos incompatibles, tomadas desde ángulos distintos o, incluso, con una calidad tan mala que el programa no pueda reconocerlas como iguales.

Glauser-Róist me miró con lástima. Era como si, subiendo ambos una misma escalera, ese hombre siempre estuviera unos peldaños por encima de mí y, al volverse para mirarme, tuviera que doblar el cuello hacia abajo.

– Las búsquedas de imágenes no se hacen usando esos factores que usted ha mencionado -en su tono había un matiz de conmiseración-. ¿No ha visto en las películas cómo los ordenadores de la policía comparan el retrato robot de un asesino con las fotografías digitales de delincuentes que tienen en sus archivos…? Se utilizan parámetros del tipo «distancia entre los ojos», «ancho de la boca», «coordenadas de la frente, la nariz y la mandíbula», etc. Son cálculos numéricos los que emplean esos programas de localización de fugitivos.

– Dudo mucho -silabeé enojada- que nuestro servicio de informática tenga un programa para localizar fugitivos. No somos la policía, capitán. Somos el corazón del mundo católico y en la Biblioteca y el Archivo sólo trabajamos con la historia y con el arte.

Glauser-Róist se dio la vuelta y empuñó de nuevo la manija de la puerta.

– ¿Adónde va? -pregunté enfadada, viendo que me dejaba con la palabra en la boca.

– A hablar con el Prefecto Ramondino. Él dará las órdenes necesarias al servicio de informática.


El viernes después de comer, la hermana Chiara pasó a recogerme con su coche y abandonamos Roma por la autopista del sur. Ella iba a pasar el fin de semana en Nápoles, con su familia, y estaba encantada de poder viajar acompañada; la distancia entre ambas ciudades no es excesivamente grande, sin embargo se hace aún más ligera si hay alguien al lado con quien conversar. Pero Chiara y yo no éramos las únicas que abandonábamos Roma ese fin de semana. El Santo Padre, cumpliendo uno de sus más ardientes deseos, sacaba fuerzas de flaqueza para peregrinar, en pleno Jubileo, a los sagrados lugares de Jordania e Israel (el monte Nebo, Belén, Nazaret…). Resultaba admirable comprobar como un cuerpo en tan lamentable estado y una mente tan agotada y con tan escasos momentos de auténtica lucidez, despertaban y revivían ante la inminencia de un viaje agotador. Juan Pablo II era un auténtico peregrino del mundo; el contacto con las multitudes le vigorizaba. Así pues, la Ciudad que yo dejaba atrás aquel viernes hervía en preparativos y trámites de última hora.

En Nápoles cogí el ferry nocturno de la Tirrenia que me dejaría en Palermo a primeras horas del sábado. Aquella noche hacía un tiempo excelente, así que me abrigué bien y me acomodé en una butaca de la cubierta del segundo piso dispuesta a disfrutar de una plácida travesía. Rememorar el pasado no era una de mis aficiones favoritas, sin embargo, cada vez que cruzaba aquel pedazo de mar en dirección a mi casa me invadía la hipnótica ensoñación de los años vividos allí. En realidad, lo que yo quería ser de pequeña era espía: con ocho años, lamentaba que ya no hubiera guerras mundiales en las que participar como Mata-Han; a los diez, me fabricaba pequeñas linternas con pilas de petaca y minúsculas bombillas -robadas de los juegos de electrónica de mis hermanos mayores-, y me pasaba las noches escondida bajo las mantas leyendo cuentos y novelas de aventuras. Más tarde, en el internado de las monjas de la Venturosa Virgen María, al que me mandaron a los trece años (después de aquella escapada en barca con mi amigo Vito), seguí practicando esa especie de catarsis que era la lectura compulsiva, transformando el mundo a mi gusto con la imaginación y convirtiéndolo en aquello que me hubiera gustado que fuera. La realidad no resultaba ni agradable ni feliz para una niña que percibía la vida a través de una lente de aumento. Fue en el internado donde leí por primera vez las Confesiones de San Agustín y el Cantar de los Cantares, descubriendo una profunda semejanza entre los sentimientos derramados en aquellas páginas y mi turbulenta e impresionable vida interior. Supongo que aquellas lecturas ayudaron a despertar en mí la inquietud de la vocación religiosa, pero todavía tuvieron que pasar algunos años y muchas otras cosas antes de que yo profesara. Con una sonrisa, recordé la inolvidable tarde en que mi madre me arrebató de las manos una libreta escolar emborronada con las aventuras de la espía norteamericana Ottavia Prescott… Si hubiera descubierto una pistola o una revista de hombres desnudos no hubiera resultado más escandalizada: para ella, como para mi padre y el resto de los Salina, la afición literaria era un pasatiempo sin sentido, más propio de gente bohemia y desocupada que de una joven de buena familia.

La luna se exhibía, blanca y luminosa, en el cielo oscuro, y el olor acre del mar, transportado por el aire frío de la noche, llegó a ser tan intenso que me tapé la boca y la nariz con las solapas del abrigo, cobijándome después hasta el cuello con la manta de viaje. La Ottavia de Roma, la paleógrafa del Vaticano, se iba quedando tan atrás como la costa italiana, surgiendo, desde algún lugar remoto, la Ottavia Salina que jamás había abandonado Sicilia. ¿Quién era el capitán Glauser-Róist…? ¿Qué tenía yo que ver con un etíope muerto…? En pleno proceso de transformación, me fui quedado profundamente dormida.

Cuando abrí los ojos, el cielo se iluminaba gradualmente con la luz roja del sol de levante y el ferry estaba entrando a buena marcha en el golfo de Palermo. Antes de atracar en la estación marítima, mientras plegaba la manta y recogía la bolsa de viaje, pude divisar los gruesos brazos de mi hermana mayor, Giacoma, y de mi cuñado Domenico agitándose cariñosamente desde el muelle… Ya no me cabía ninguna duda de que había vuelto a casa.

Tanto los marineros del ferry como el resto del pasaje, los carabineros de la estación y la gente que esperaba al pie de la escalerilla recién tendida, me miraron con una enorme curiosidad mientras descendía; la presencia de Giacoma, la más famosa de los nuevos Salina, y de la discretísima escolta -dos impresionantes coches blindados de cristales oscuros y dimensiones kilométricas- hacía imposible pasar desapercibida.

Mi hermana me estrechó entre sus brazos hasta casi romperme, mientras mi cuñado me daba cariñosos golpecitos en el hombro y uno de los hombres de mi padre cogía el equipaje y lo metía en el maletero.

– ¡Te dije que no vinieras a buscarme! -protesté al oído de Giacoma, que me soltó y me miró sin comprender, exhibiendo una deslumbrante sonrisa. Mi hermana, que acababa de cumplir cincuenta y tres años, exhibía un largo cabello negro como el carbón y tanta pintura en la cara como la paleta de Van Gogh. Aún así resultaba hermosa y hubiera sido muy atractiva de no ser por los veinte o treinta kilos que le sobraban.

– ¡Pero qué tonta eres! -exclamó lanzándome a los brazos del grueso Domeníco, que volvió a estrujarme-. ¿Cómo vas a llegar tú sola a Palermo y a coger el autobús para ir a casa? ¡Imposible!

– Además -añadió Domenico, mirándome con reproche paternal-, tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania.

– ¿Qué pasa con los Sciarra? -quise saber, preocupada. Concetta Sciarra y su hermana pequeña, Doria, habían sido mis amigas de la infancia. Nuestras familias siempre se habían llevado bien y nosotras habíamos jugado juntas muchas tardes de domingo. Concetta era una persona generosa y comprensiva. Desde la muerte de su padre, dos años atrás, ella había asumido el mando de las empresas Sciarra y, por lo que yo sabía, sus relaciones con nosotros eran bastante buenas. Doria, sin embargo, era la cara opuesta de la moneda: retorcida, envidiosa y egoísta, buscaba siempre la manera de que los demás cargaran con las culpas de sus malas acciones y a mí me había profesado una envidia ciega desde pequeña que la llevaba a robarme mis juguetes y mis libros o a romperlos sin el menor miramiento.

– Están invadiendo nuestros mercados con productos más baratos -me explicó mi hermana, impávida-. Una guerra sucia incomprensible.

Enmudecí. Una acción tan grave tenía todo el aspecto de ser una despreciable provocación, aprovechándose, quizá, del inevitable deterioro de mi padre, que ya rondaba los ochenta y cinco años. Pero la buena de Concetta debía saber que, por muy debilitado que estuviese Giuseppe Salina, sus hijos no iban a consentir una cosa así.

Abandonamos la dársena a toda velocidad, sin frenar ante el semáforo en rojo que brillaba en la confluencia con la via Francesco Crispi, que tomamos hacia la derecha en dirección a La Caía. Tampoco en la via Vittorio Emanuele hicimos mucho caso a las señales, pero no había de qué preocuparse: nuestros tres vehículos, por ser de quien eran, disfrutaban de absoluta preferencia en cualquier cruce y de indulgencia plenaria ante las indicaciones de stop. Dejamos a la izquierda el palacio de los Normandos, salimos de la ciudad por Calatafimi, y, a pocos kilómetros de Monreale, en pleno valle de la Conca D ’Or -hermosamente verde y cubierto de flores tempranas-, el primero de los coches torció bruscamente a la derecha, tomando la carretera privada que llevaba directamente a nuestra casa, la antigua y monumental Villa Salina, construida por mi bisabuelo Giuseppe a finales del siglo XIX.

– Mientras te arreglas y pones tus cosas en su sitio -me explicó mi hermana arreglándose el pelo negro con ambas manos-, Domenico y yo iremos al aeropuerto a recoger a Lucia, que llega a las diez.

– ¿Y Pierantonio?

– ¡Llegó anoche de Tierra Santa! -gritó Giacoma alborozada.

Sonreí ampliamente, feliz como una lagartija al sol. La presencia de Pierantonio, no confirmada hasta el último minuto, convertía en espléndido un encuentro como aquel. Llevaba dos años sin ver a mi hermano, el hombre más bueno y dulce del mundo, con el que, al decir de toda la familia, me unía no sólo un parecido físico extraordinario, sino también una similitud de genio y carácter que, por ende, nos había convertido en inseparables durante toda la vida. Pierantonio entró en la orden franciscana a los veinticinco años -cuando yo tenía quince-, una vez acabada brillantemente su carrera de arqueología, y al año siguiente le enviaron a Tierra Santa, primero a Rodas, en Grecia, y más tarde a Chipre, Egipto, Jordania y, por fin, a Jerusalén, donde había recibido, en 1998, el nombramiento de Custodio de Tierra Santa (un cargo instituido en 1342 por el Papa Clemente VI para asegurar la presencia católica en los Santos Lugares después de la derrota definitiva de los cruzados). Así pues, mi hermano Pierantonio era una figura realmente importante dentro del mundo cristiano de Oriente, que arrastraba consigo ese olor especial de los personajes santos y polémicos.

– ¡Mamá estará contenta! -exclamé alborozada, echando una mirada por el cristal de la ventanilla.

Protegida con verjas de hierro y altos muros de cemento, la vieja casa de cuatro pisos había cambiado mucho en los últimos tiempos: numerosas cámaras de vigilancia, dispuestas a lo largo del perímetro de la villa, examinaban cualquier movimiento que se produjera en los alrededores y las casetas de los guardianes, que en mi infancia eran tan sólo unos destartalados cajones de madera con sillas de enea en su interior, se habían transformado en auténticos puestos de control a ambos lados de la verja corredera, dotados de ordenadores capaces de controlar a distancia cualquier dispositivo de seguridad y alarma.

Los hombres de mi padre hicieron una leve inclinación de cabeza al paso de nuestro coche y yo no pude evitar soltar una exclamación de alegría al reconocer entre ellos a Vito, mi viejo amigo de la niñez.

– ¡Es Vito! -grité mientras sacudía frenéticamente el brazo a través del cristal trasero. Vito me sonrío con timidez, de forma casi imperceptible.

– Acaba de salir de la giudiziarie [2] -sonrió Domenico, ajustándose la chaqueta a la tripa-. Tu padre está muy contento de tenerle de vuelta.

El vehículo se detuvo por fin frente a la puerta de casa. Mi madre, vestida, como siempre, íntegramente de negro, nos esperaba en la parte superior de los escalones apoyada en su sempiterno bastón de plata. Los setenta y cinco años de intensa vida que agotaban las espaldas de aquella noble dama siciliana -la menor de las hijas de la familia Zafferano-, no habían menguado ni un ápice de su porte altivo.

Subí los escalones de dos en dos y me estreché contra mí madre como si no la hubiera visto desde el día de mi nacimiento. La había echado mucho de menos y sentí un alivio pueril al encontrarla en tan buen estado, al comprobar que sus besos eran firmes y que su cuerpo seguía tan fuerte y enérgico como siempre. Di gracias a Dios, con un nudo de emoción en la garganta, porque no le hubiera pasado nada durante mi ausencia. Ella, sonriendo, se alejó un poco de mí para examinarme con atención.

– ¡Mi pequeña Ottavia! -exclamó con una mueca de felicidad-. ¡Tienes un aspecto excelente! ¿Ya sabes que ha venido tu hermano Pierantonio? ¡Está deseando verte! Quiero que los dos me contéis muchas cosas -me puso la mano en el hombro y me empujó suave, pero animosamente, hacia el interior de la casa-. ¿Cómo está el Santo Padre? ¿Se encuentra bien de salud?

El resto del día fue una continua ida y venida de miembros de la familia: Giuseppe, el mayor, vivía en la villa con Rosalia, su mujer, y sus cuatro hijos; Giacoma y Domenico, que también vivían en la villa con nuestros padres, tenían cinco hijos que llegaron desde la Universidad de Mesina y los internados donde estudiaban. Cesare, el tercero, estaba casado con Letizia y tenía otros cuatro buenos elementos que, afortunadamente, residían en Agrigento. Pierluigi, el quinto, llegó a media tarde con su mujer, Livia, y sus cinco hijos. Salvatore, el septimo -el hermano inmediatamente superior a mí-, era el único que estaba separado, pero, aún así, apareció también por la tarde con tres de sus cuatro hijos. Y, por fin, Águeda, la pequeña -que ya tenía treinta y ocho años-, apareció con Antonio, su marido, y sus tres retoños, el menor de los cuales era mi querida Isabella, de cinco años de edad.

Pierantonio, Lucia y yo éramos los tres religiosos de la familia. Siempre me ha producido una cierta zozobra cotejar las expectativas que mi madre tenía para cada uno de sus hijos con lo que, más tarde, hemos hecho nosotros con nuestras vidas. Es como si Dios otorgara a las madres la clarividencia necesaria para adivinar lo que va a suceder, o, y esto es lo más preocupante, como si Dios ajustara sus planes a lo que las madres desean. Misteriosamente, Pierantonio, Lucia y yo habíamos tomado los votos tal y como mi madre siempre anheló; todavía la recuerdo hablando con mi hermano, cuando este tenía diecisiete o dieciocho años, y diciéndole: «No puedes ni imaginar el orgullo que sería para mi verte convertido en sacerdote, en un buen sacerdote, y podrías serlo porque tienes el carácter perfecto para conducir con mano firme, como mínimo, una diócesis», o peinando el hermoso cabello rubio de Lucía mientras le susurraba al oído: «Eres demasiado lista e independiente como para someterte a un marido; a tí el matrimonio no te va. Estoy segura de que serías mucho más feliz llevando una vida como la de las religiosas de tu colegio: viajes, estudio, libertad, buenas amigas…» Y no hablemos de lo que me decía a mí: «De todos mis hijos, Ottavia, tú eres la más brillante, la más orgullosa… Tienes un carácter tan especial, tan fuerte, que sólo Dios podría hacer de ti la persona que yo desearía que fueras.» Todas estas cosas las repetía con la fuerza y la convicción de una pitonisa que vaticinara el futuro. Extrañamente, lo mismo sucedió con el resto de mis hermanos: sus ocupaciones, estudios o matrimonios se ajustaron como un guante a las predicciones maternas.

Me pasé el día entero con la pequeña Isabella en brazos, de un lado a otro de la casa, hablando con los miembros de mi amplia familia y saludando a tíos, primos y conocidos que se acercaban hasta la casa para felicitar por adelantado a mi padre y traerle regalos. Era tanta la gente reunida, que yo apenas pude abrazarle y darle un beso antes de volver a perderle de vista. Sólo recuerdo que mi padre, con un gesto de infinito cansancio, me miró con orgullo durante un segundo, me acarició la mejilla con la rugosa piel de su mano y… fue abducido por el oleaje humano. Aquello, más que una casa, parecía una feria.

A media tarde, tenía un dolor terrible de espalda por culpa del peso de Isabella que, ni por piedad, consintió en soltarse de mi cuello. Cada vez que intentaba dejarla en el suelo, subía las piernas y las ceñía en torno a mi cintura como un pequeño mono. Cuando llegó la hora de preparar la cena, las mujeres nos encaminamos hacia la cocina para ayudar a las sirvientas y los hombres se reunieron en el salón grande para tratar sobre los asuntos y negocios de la familia. No me extrañó, pues, ver aparecer instantes después la alta figura de mi hermano Pierantonio entre las cazuelas y las sartenes. No pude por menos que reconocer que su forma de moverse y de caminar guardaba un cierto parecido con las elegantes maneras de Monseñor Tournier, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado. Las diferencias entre ambos eran infinitas, desde luego -uno de ellos, para empezar, era mi hermano favorito, y el otro, no-, pero sin duda existía esa característica común de avanzar por la vida muy seguros de sí mismos y de su carisma.

Mi madre, obviamente, lo miró embelesada mientras se acercaba a ella.

– Mamá -dijo Pierantonio dándole un beso en la mejilla-, permite que me lleve un rato a Ottavia. Me gustaría mucho charlar con ella antes de cenar, dando un paseo por el jardín.

– ¿Y a mí quién me ha pedido opinión? -repuse desde el otro lado de la cocina, rehogando unas verduras en la sartén con mano experta-. A lo mejor no quiero ir.

Mi madre sonrío.

– ¡Calla, calla! ¿Cómo no vas a querer? -bromeó, como sí fuera inconcebible que yo no deseara salir a pasear con mi hermano.

– ¡Y a las demás que nos parta un rayo, ¿verdad?! -protestaron Giacoma, Lucia y Águeda.

Pierantonio, muy zalamero, les dio un beso a cada una y, luego, chasqueó los dedos como si llamara al camarero de un bar.

– Ottavia… vamos.

María, una de las cocineras, me quitó la sartén de las manos. Era toda una confabulación.

– No he visto en toda mi vida -empecé a decir mientras me quitaba el delantal y lo dejaba sobre el banco de la cocina- un fraile franciscano menos humilde que el padre Salina.

– Custodio, hermana… -replicó él-, Custodio de Tierra Santa.

– ¡Siempre tan modesto! -carcajeó Giacoma, y el resto de la concurrencia le hizo coro con sus risas.

Si hubiera podido mirar a mi familia desde fuera, como una simple espectadora, entre las muchas cosas que me habrían llamado la atención, sin duda alguna hubiese destacado la adoración que todas las mujeres Salina sentían por Pierantonio. Nunca nadie disfrutó de una liga de melosas aduladoras más fervientes y sumisas. Los más nimios deseos del dios Pierantonio eran ejecutados con el fanatismo propio de las bacantes griegas, y él, que lo sabía, gozaba como un niño actuando como un caprichoso Dionisos. La culpa de todo esto era, desde luego, de mi madre, que nos había transmitido, como un virus, la idolatría ciega por su hijo preferido. ¿Cómo no íbamos a concederle al pequeño dios cualquier antojo si, a cambio, nos obsequiaba con sus besos y monerías…? ¡Con lo poco que costaba hacerlo feliz!

El dios me cogió por la cintura y salimos al patio trasero en busca de la puerta del jardín.

– ¡Cuéntame cosas! -exclamó pletórico, una vez que pisamos el suave césped que rodeaba la casa.

– Cuéntame tú -repuse mirándole. Tenía unas pronunciadas entradas en el pelo y unas cejas asilvestradas que le conferían un aire salvaje-. ¿Cómo es que el importante Custodio de Tierra Santa abandona su puesto justo cuando el Santo Padre está a punto de llegar a Jerusalén?

– ¡Caramba, disparas a matar! -rió, pasándome un brazo por los hombros.

– Me encanta que hayas podido venir -le expliqué-, tú lo sabes, pero me extraña mucho que lo hayas hecho: Su Santidad parte mañana para tus dominios.

Miró hacia el cielo, distraído, haciendo ver que el asunto no tenía ninguna importancia, pero yo, que le conocía bien, sabia que ese gesto suyo implicaba todo lo contrario.

– Bueno, ya sabes… Las cosas no son siempre como parecen.

– Mira, Pierantonio, a lo mejor engañas a tus frailes, pero a mí, no.

Sonrió, sin dejar de mirar al cielo.

– ¡Pero bueno…! ¿Me vas a contar de una vez porque el Ilustrísimo Custodio de Tierra Santa sale de allí cuando el Sumo Pontífice está a punto de llegar? -insistí, antes de que empezara a hablarme de la belleza de las estrellas.

El pequeño dios recuperó su expresión vivaracha.

– No puedo contarle a una monja que trabaja en el Vaticano los problemas que la Orden Franciscana tiene con los altos prelados de Roma.

– Sabes que me paso la vida encerrada en mi laboratorio. ¿A quién iba a contarle esos problemas?

– ¿Al Papa…?

– ¡Sí, claro! -proferí en mitad del jardín, parándome en seco.

– ¿Al cardenal Ratzinger…? -canturreó-. ¿Al cardenal Sodano…?

– ¡Venga ya, Pierantonio!

Pero algo debió notarme en la cara cuando mencionó al cardenal Secretario de Estado, porque abrió mucho los ojos y enarcó las cejas maliciosamente.

– Ottavia… ¿conoces a Sodano?

– Me lo presentaron hace algunas semanas… -reconocí, evasiva.

Me levantó la cara, cogiéndome por la barbilla y pegó su nariz a la mía.

– Ottavia, pequeña Ottavia… ¿Por qué frecuentas tú a Angelo Sodano, eh? Intuyo algo muy interesante que no quieres contarme.

¡Qué malo es conocerse!, pensé en aquel momento, y qué malo ser la penúltima de una familia llena de hermanos mayores con experiencia en manipulaciones y abusos.

– Tampoco tú me has contado los problemas que tenéis los franciscanos con Su Santidad, y mira que te lo he pedido -me zafé.

– Hagamos un trato -propuso alegremente, sujetándome por el brazo y obligándome a caminar de nuevo-. Yo te cuento por qué he venido y tú me cuentas de qué conoces al todopoderoso Secretario de Estado.

– No puedo.

– ¡Sí puedes! -alborotó, feliz como un niño con zapatos nuevos. ¡Quién diría que aquel explotador de hermanas pequeñas tenía cincuenta años!-. Bajo secreto de confesión. En la capilla tengo los ornamentos. Vamos.

– Escucha, Pierantonio, esto es muy serio y…

– ¡Fantástico, me encanta que sea muy serio!

Lo que más rabia me daba era saber que yo misma me había descubierto, que sólo con que hubiera disimulado un poquito más no me habría encontrado en aquella situación. Era yo quién había levantado la liebre para aquel pesado e incansable perro perdiguero, y, cuanta más angustia demostraba, más crecía su curiosidad. ¡Pues bien, se había terminado!

– Basta ya, Pierantonio, en serio. No puedo contarte nada. Precisamente tú, más que nadie, deberías comprenderlo.

Mi voz debió sonar realmente severa porque le vi retroceder en sus intenciones y cambiar drásticamente de actitud.

– Tienes razón… -concedió con cara arrepentimiento-. Hay cosas que no pueden contarse… ¡Pero nunca hubiera imaginado que mi hermana estuviera metida en los entresijos del poder vaticano!

– Y no lo estoy, es sólo que han requerido mis servicios para una extraña investigación. Algo muy raro, no se… -murmure pensativa, pinzándome el labio inferior con el pulgar y el índice de la mano-, lo cierto es que me encuentro desconcertada.

– ¿Algún documento extraño…? ¿Algún códice misterioso…? ¿Algún secreto vergonzante del pasado de la Iglesia…?

– ¡Qué más quisiera yo! De esos ya he visto muchos. No, es algo bastante más inusitado, y lo peor es que me ocultan la información que necesito.

Mi hermano se detuvo y me observó con un gesto de determinación en la cara.

– Pues pasa por encima de ellos.

– No te comprendo -le dije, deteniéndome yo también y sacudiendo un bichito de la hierba con la punta del zapato. Hacía fresco a esa hora del anochecer. Pronto encenderían las luces del jardín.

– Que pases por encima. ¿No quieren un milagro? Pues dáselo. Mira, yo tengo muchos problemas en Jerusalén, más de los que puedas imaginar -se puso de nuevo en marcha, lentamente, y yo le seguí. De repente, mi hermano parecía más que nunca un importante jefe de Estado agobiado por las responsabilidades-. La Santa Sede nos ha encomendado, a los franciscanos de Tierra Santa, tareas muy diversas y difíciles, desde el restablecimiento del culto católico en los Santos Lugares hasta la acogida de peregrinos, pasando por el impulso de los estudios bíblicos y las excavaciones arqueológicas. Tenemos escuelas, hospitales, dispensarios, casas de ancianos y, sobre todo, la propia Custodia, que entraña multitud de conflictos políticos con nuestros vecinos de otras religiones. ¿Sabes cuál es, en estos momentos, mi problema principal…? El Santo Cenáculo, donde Jesús instituyó la Eucaristía. Actualmente es una mezquita y está administrada por las autoridades israelíes. Pues bien, el Vaticano me presiona continuamente para que negocie un acuerdo de compra. ¿Y acaso me da el dinero…? ¡No! -exclamó enfadado; la frente y las mejillas empezaban a coloreársele de un rojo intenso-. Ahora mismo tengo trescientos veinte religiosos, de treinta y seis países diferentes, trabajando en Palestina-Israel, Jordania, Siria, Líbano, Egipto, Chipre y Rodas, y no pases por alto que Tierra Santa es una zona muy conflictiva, donde se lucha a golpe de fusil, bombas y repugnantes maniobras políticas. ¿Cómo sostengo todo este tinglado de obras religiosas, culturales y sociales…? ¿Crees que mi Orden, que no tiene una lira, puede ayudarme? ¿Crees que tu riquísimo Vaticano me da algo…? ¡Nada, nadie me da nada! El Santo Padre desvió dinero de la Iglesia, millones y millones entregados bajo mano, a través de testaferros, empresas falsas y transferencias bancarias en paraísos fiscales, para sostener al sindicato polaco Solidaridad y hacer caer el comunismo en su país. ¿Cuántas liras crees que nos entrega a nosotros a cambio de lo que nos pide, eh…? ¡Ninguna! ¡Nada! ¡Cero!

– Eso no es del todo cierto, Pierantonio -musité apenada-. La Iglesia realiza una colecta anual en todo el mundo para vosotros.

Me miró con ojos llameantes de ira.

– ¡No me hagas reír! -soltó despectivamente, dándome la espalda y tomando el camino de regreso hacia la casa.

– Está bien, pero, al menos, termina de explicarme cómo puedo conseguir la información que necesito -le rogué mientras se alejaba de mí a pasos descomunales.

– ¡Sé lista, Ottavia! -exclamó sin volverse-. Hoy día el mundo está lleno de recursos para obtener lo que uno desea. Sólo tienes que priorizar, que valorar lo que es importante y lo que no lo es. Averigua hasta qué punto estás dispuesta a desobedecer o a actuar por tu cuenta, al margen de tus superiores e, incluso… -vaciló- e, incluso, a pasar por encima de lo que te dicta tu propia conciencia.

La voz de mi hermano tenía un profundo tono de amargura, como si tuviera que vivir permanentemente con el peso insoportable de actuar contra su propia conciencia. Me pregunté si yo sería capaz, si tendría el valor de contravenir las instrucciones recibidas y conseguir por mi cuenta la información que deseaba. Pero antes de articular el pensamiento ya sabía la respuesta: sí, por supuesto que sí, pero ¿cómo?

– Estoy dispuesta -declaré en mitad del jardín. Debí recordar esa frase que dice: «Ten cuidado con lo que deseas porque lo puedes conseguir.» Pero no lo hice.

Mi hermano se volvió.

– ¿Qué quieres? -bramó-. ¿Qué es lo que quieres?

– Información.

– ¡Pues cómprala! ¡Y si no puedes comprarla, obtenla por ti misma!

– ¿Cómo? -pregunté, desorientada.

– Investiga, indaga, pregunta a la gente que esté en posesión de ella, interrógales con inteligencia, busca en los archivos, en los cajones, en las papeleras, registra los despachos, los ordenadores, las basuras… ¡Róbala si es preciso!


Pasé la noche muy inquieta, sin dormir, dando vueltas y vueltas en mi vieja cama. A mi lado, Lucia descansaba a pierna suelta y roncaba suavemente con el sueño de los benditos. Las palabras de Pierantonio me golpeaban en la cabeza y no veía cómo podría llevar a cabo esas cosas terribles que me había sugerido: ¿cómo interrogar con inteligencia a ese peñasco rocoso de Glauser-Róist? ¿Cómo registrar los despachos del Secretario de Estado o del Arzobispo Monseñor Tournier? ¿Cómo entrar en los ordenadores del Vaticano si no tenía la más remota idea de cómo funcionaban esas dichosas máquinas?

Me dormí, por puro agotamiento, cuando ya entraba la luz a través de las celosías de la ventana. Soñé con Pierantonio, eso sí lo recuerdo, y no fue un sueño agradable, así que me alegré infinitamente cuando, a la mañana siguiente, lo vi fresco y lozano, con el pelo todavía mojado por el agua de la ducha, celebrando misa en la capilla de casa.

Mi padre, el homenajeado del día, se sentaba en el primer banco junto a mi madre. Veía sus espaldas -la de mi padre mucho más encorvada e insegura- y me sentí orgullosa de ellos, de la gran familia que habían formado, del amor que nos habían dado a sus nueve hijos y que ahora daban también a sus numerosos nietos. Los miré y pensé que llevaban toda la vida uno al lado del otro, con sus disgustos y sus problemas, por supuesto, pero indestructibles en su unidad, inseparables.

A la salida de misa, los más pequeños se pusieron a jugar en el jardín, cansados de la inmovilidad de la ceremonia, y los demás entramos en la casa para desayunar. En un rincón de la larga mesa del comedor, formando un grupo al margen de los adultos, se sentaron mis sobrinos mayores. En cuanto se me presentó la ocasión, sujeté por el cuello a Stefano, el cuarto de los hijos de Giacoma y Domenico, y me lo llevé a una esquina:

– ¿Estás estudiando informática, Stefano?

– Sí, tía -el muchacho me miraba con cierta preocupación, como si su tía se hubiera trastornado de repente y fuera a clavarle un cuchillo en el estómago. ¿Por qué serán tan raros los adolescentes?

– ¿Y tienes un ordenador conectado a Internet en tu habitación?

– Sí, tía -ahora sonreía con orgullo, aliviado al descubrir que su tía no iba a matarle.

– Bueno, pues necesito que me hagas un favor…

Stefano y yo pasamos toda la mañana encerrados en su cuarto, bebiendo Coca Cola y pegando la nariz al monitor. Era un chico listo que se movía con desenvoltura por la red y que manejaba espléndidamente las herramientas de búsqueda. A la hora de comer, y después de darle a mi sobrino una bonita cantidad de dinero como gratificación por su magnífico trabajo (¿acaso no me había dicho Pierantonio que comprara la información?), sabía quién era mi etíope, cómo había muerto y por qué le estaban investigando las Iglesias cristianas. Y aquello era demasiado grave como para que no me temblaran las piernas mientras bajaba las escaleras.

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