5

El helipuerto vaticano era una estrecha superficie romboidal totalmente sitiada por la robusta muralla Leonina que separaba la Ciudad del resto del mundo desde hacía once siglos. El sol acababa de salir por el este y ya iluminaba un cielo radiante y despejado, de un hermoso tono azul claro.

– ¡Vamos a tener un vuelo visual magnifico, capitán! -gritó el piloto del Dauphin AS-365-N2 al capitán Glauser-Róist-. ¡Hace una mañana espléndida!

Los motores del Dauphin estaban en marcha y las palas se movían suavemente, con un ruido semejante al de un ventilador gigantesco (que en nada se parecía al que se escuchaba en las películas cuando salía un helicóptero). El piloto, un joven rubio y grande, muy robusto y de tez rubicunda, iba ataviado con un mono de vuelo de color gris lleno de bolsillos por todas partes. Tenía una sonrisa franca y simpática, y no dejaba de examinarnos a los tres preguntándose quiénes debíamos ser para que nos dejaran utilizar su brillante Dauphin blanco.

Yo jamás había volado en helicóptero y estaba un poco nerviosa. A mi lado, Farag examinaba con atención todo cuanto nos rodeaba con la curiosidad propia del turista extranjero que visita una pagoda china.

La noche anterior había preparado mi equipaje con una gran inquietud. Ferma, Margherita y Valeria me habían ayudado muchísimo -poniendo lavadoras a toda prisa, planchando, plegando y guardando- y me habían animado con bromas y una buena cena que estuvo llena de risas y buen humor. Hubiera debido sentirme como una heroína que se dispone a salvar al mundo, pero, en lugar de eso, estaba atemorizada, aplastada por un peso interior que no podía definir. Era como si estuviera viviendo los últimos minutos de mi vida y disfrutando de mi última cena. Pero lo peor de todo fue cuando entramos las cuatro a rezar en la capilla y mis hermanas expresaron en voz alta sus peticiones por mí y por la misión que iba a realizar. No pude contener las lágrimas. Por alguna razón desconocida, sentía que no iba a volver, que no volvería a rezar allí donde tantas veces había rezado y que no volvería a hacerlo en compañía de mis hermanas. Intenté quitarme estos vanos temores de la cabeza y me dije que debía ser más valiente, menos asustadiza y menos cobarde. Si no volvía, al menos habría sido por una buena causa, por una causa de la Iglesia.

Y ahora me encontraba allí, en aquel helipuerto, vestida con mis pantalones recién lavados y planchados, a punto de subir en un helicóptero por primera vez en mi vida. Me santigüé cuando el piloto y el capitán nos indicaron que debíamos entrar en el aparato, y me sorprendí al comprobar lo cómodo y elegante que era el interior. Nada de incómodos bancos metálicos ni de aparataje militar. Farag y yo tomamos asiento en unos mullidos sillones de cuero blanco, en una cabina con aire acondicionado, anchas ventanas y un silencio comparable al de una iglesia. Nuestros equipajes fueron cargados en la parte posterior de la nave y el capitán Glauser-Róist ocupó el lugar del segundo piloto.

– Estamos despegando -me anunció Farag, mirando por la ventana.

El helicóptero se apartó del suelo con un leve balanceo y, si no hubiera sido por la fuerte vibración de los motores, ni me habría enterado de que ya estábamos en el aire.

Era increíble volar así, con el sol a nuestra derecha y ejecutando una especie de baile y unos movimientos que jamás podrían realizarse con un avión, mucho más estable y aburrido. El cielo deslumbraba de una manera increíble, de modo que trataba de mirar por la ventana achicando los ojos. De repente, la figura de Farag se interpuso entre la luz y yo y, al mismo tiempo que me clavaba algo en las orejas, me dijo:

– No es necesario que me las devuelvas -sonrió-. Como eres un ratón de biblioteca, sabía que no tendrías.

Y me colocó un par de gafas de sol que me permitieron mirar con naturalidad por primera vez desde que habíamos despegado. Me llamó la atención cómo se reflejaba contra su pelo claro la luz horizontal que se colaba por los cristales.

El sol estaba cada vez más alto y nuestro helicóptero sobrevolaba ya la ciudad de Foril, a veinte kilómetros de Rávena. En unos quince minutos, nos dijo Glauser-Róist por los altavoces de la cabina, llegaríamos al delta del Po. Una vez allí, nosotros tres desembarcaríamos y el helicóptero volaría hasta el aeropuerto de la Spreta, en Rávena, donde esperaría instrucciones.

Los quince minutos pasaron en un suspiro. De repente, el aparato se inclinó hacia delante y comenzamos una bajada vertiginosa que me aceleró el corazón.

– Hemos descendido a unos quinientos pies de altitud -anunció la voz metalizada del capitán-. Estamos sobrevolando el bosque de Palli. Observen la espesura.

Farag y yo pegamos las caras a las ventanillas y vimos una interminable alfombra verde, formada por unos árboles enormes, que no tenía ni principio ni fin. Mi vaga idea de cuánto podrían ser cinco mil hectáreas resultó sobrepasada con mucho.

– Menos mal que no hemos tenido que cruzarlo andando -musité, sin dejar de mirar hacia abajo.

– No adelantes acontecimientos… -replicó Farag.

– A la izquierda pueden ver el monasterio -dijo la voz del capitán-. Aterrizaremos en el claro que hay frente a la entrada.

Boswell se puso a mi lado para contemplar la abadía. Un modesto campanario de forma cilíndrica, dividido en cuatro pisos y con una cruz sobre el tejadillo, indicaba el emplazamiento exacto de lo que, muchos siglos atrás, debió de ser un hermoso lugar de recogimiento y oración. En la actualidad, sólo permanecía en pie la robusta muralla oval que cercaba el complejo, porque el resto, a vista de pájaro, sólo era un montón de piedras derruidas y de paredes solitarias, aquí y allá, que mantenían difícilmente el equilibrio. Únicamente cuando iniciamos el descenso hacia el claro, provocando con el aire de las palas una gran agitación en el boscaje, divisamos unas pequeñas edificaciones cercanas a los muros.

El helicóptero tomó tierra con suavidad y Farag y yo abrimos la portezuela del compartimiento de pasajeros. No caímos en la cuenta de que las hélices no se habían detenido y que giraban con una potencia salvaje que nos empujó como míseras bolsas de plástico en mitad de un huracán. Farag tuvo que sujetarme por el codo y ayudarme a salir de la turbulencia, porque yo me hubiera quedado, como una tonta, a merced del ciclón.

En la cabina de mando, el capitán se demoraba hablando con el joven piloto que ahora sólo era un casco redondo de visera negra y deslumbrante. El hombre hizo gestos de asentimiento y aceleró de nuevo los motores mientras Glauser-Róist, con menor esfuerzo que nosotros, atravesaba el torbellino. La máquina volvió a elevarse en el aire y, en pocos segundos, ya no era más que una lejana mota blanca en el cielo. Mi primer vuelo en helicóptero había sido apasionante, algo digno de repetir en la primera ocasión, y, sin embargo, en una fracción de segundo mi mente lo había convertido en agua pasada: Farag, el capitán y yo nos encontrábamos frente a la cancela de entrada del solitario monasterio benedictino de Agios Konstantinos Akanzón y el único sonido que escuchábamos era el canto de los pájaros.

– Bueno, pues ya hemos llegado -declaró la Roca, echando un vistazo a los alrededores-. Ahora vayamos en busca de nuestro amigo, el staurofílax que vigila esta prueba.

Pero no fue necesario porque, como surgidos de la nada, dos monjes ancianos, ataviados con los hábitos negros de los benedictinos, aparecieron por el camino de piedrecillas que terminaba en la verja.

– ¡Hola, buenos días! -exclamó uno de ellos, agitando el brazo en el aire, mientras el otro abría las puertas-. ¿Queréis albergue?

– ¡Sí, padre! -le respondí.

– ¿Y vuestras mochilas? -preguntó el más viejo de los dos, juntando las manos sobre el pecho y cubriéndolas con las mangas.

La Roca levantó la suya para que la vieran.

– Aquí llevamos todo lo necesario.

Ya estábamos reunidos los cinco junto a la cancela. Los monjes eran mucho más viejos de lo que yo había supuesto, pero exhibían un agradable ánimo jovial y unas sonrisas amables.

– ¿Habéis desayunado? -preguntó el que todavía conservaba un poco de pelo.

– Sí, gracias -respondió Farag.

– Pues vamos a la hostería y os daremos habitaciones -nos examinó de arriba abajo y añadió-: Tres, ¿verdad? ¿O alguno de ellos es tu marido, joven?

Yo sonreí.

– No, padre. Ninguno es mi marido.

– ¿Y por qué habéis venido en helicóptero? -quiso saber el otro, el nonagenario, con curiosidad infantil.

– No disponemos de mucho tiempo -le explicó la Roca, que caminaba muy despacio para que sus zancadas no dejaran atrás a los ancianos.

– ¡Ah! Pues debéis de ser muy ricos, porque un viaje en helicóptero no puede permitírselo todo el mundo.

Y ambos frailes se rieron a carcajadas como si hubieran oído el chiste más gracioso del mundo. Nosotros, a hurtadillas, intercambiamos miradas perplejas: o aquellos staurofílakes eran unos actores consumados o nos habíamos equivocado por completo de lugar. Yo los examinaba minuciosamente intentando detectar la menor señal de engaño, pero en sus arrugadas caras se reflejaba una total inocencia y sus francas sonrisas parecían absolutamente sinceras. ¿Habríamos cometido algún error?

Avanzamos hacia la hostería mientras los monjes nos contaban de manera sucinta la historia del monasterio. Estaban muy orgullosos de los frescos bizantinos que decoraban el refectorio y del buen estado de conservación de la iglesia, tarea a la que dedicaban su vida entera al margen de la atención a los pocos excursionistas que llegaban hasta allí. Quisieron saber cómo se nos había ocurrido visitar San Constantino Acanzzo y cuánto tiempo íbamos a quedarnos. Por supuesto, nos recalcaron, estábamos invitados a compartir su mesa y, si sus atenciones nos parecían correctas, no estaría de más que, puesto que éramos tan ricos, dejáramos, al irnos, una buena propina para la abadía. Y, después de decir esto, volvieron a reírse como niños felices.

El caso es que, caminando y charlando, pasamos junto a un huertecillo en el que había otro anciano benedictino inclinado sobre una pala que hundía costosamente en la tierra.

– ¡Padre Giuliano, tenemos invitados! -gritó uno de nuestros acompañantes.

El padre Giuliano se puso la mano sobre los ojos para mirarnos mejor y emitió un gruñido.

– El padre Giuliano es nuestro abad, así que, acercaos a saludarle -nos recomendó en voz baja uno de nuestros acompañantes-. Lo más probable es que os entretenga un buen rato con preguntas, de manera que nosotros os esperaremos en la hostería. Cuando terminéis, seguid aquel senderillo de allá y luego tomad a la derecha. No tiene pérdida.

El capitán empezaba a dar muestras de impaciencia y de mal humor. La sensación de habernos equivocado y de estar perdiendo el tiempo comenzaba a ser muy acusada. Aquellos monjes no respondían, ni remotamente, al patrón que nos habíamos formado de los staurofílakes. Pero, en realidad, me pregunté mientras nos adelantábamos en el huertecillo, ¿qué idea era la que teníamos de los staurofílakes? Con total certeza, sólo habíamos visto a uno -nuestro joven etíope, Abi-Ruj Iyasus-, porque los otros dos -el sacristán de Santa Lucía y el cura maloliente de Santa María in Cosmedín-, podían no ser otra cosa que lo que aparentaban.

Los frailes habían desaparecido por el sendero mientras el abad, inmóvil como un monarca en su trono, aguardaba nuestra llegada apoyado en su pala.

– ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? -nos preguntó a bocajarro, cuando estuvimos cerca de él.

– No mucho -respondió la Roca, con el mismo mal talante.

– ¿Qué os ha traído hasta San Constantino Acanzzo? -por el tono de su voz, aquello parecía un interrogatorio en tercer grado. No podíamos verle bien la cara porque llevaba la cabeza cubierta con la amplia capucha del hábito.

– La flora y la fauna -contestó desabridamente el capitán.

– El paisaje, padre, el paisaje y la tranquilidad -se apresuró a añadir el profesor, más conciliador.

El abad sujetó la pala con las dos manos y, tomando impulso, volvió a clavarla en la tierra, dándonos la espalda.

– Id a la hostería. Os están esperando.

Confusos y extrañados por aquella breve conversación, desanduvimos el camino a través del huerto y enfilamos por la vereda que nos habían indicado. La senda penetraba en un umbrío trecho de bosque y se iba estrechando hasta no ser más que un caminillo.

– ¿Qué clase de árboles tan altos son estos, Kaspar?

– Hay un poco de todo -explicó la Roca, sin levantar la cabeza para mirarlos, como si ya los hubiera examinado-: robles, fresnos, olmos, álamos blancos… Pero estas especies no son tan altas. Es posible que la composición química del terreno sea muy rica, o quizá los monjes de San Constantino hayan llevado a cabo alguna selección de semillas a lo largo de los siglos.

– ¡Son impresionantes! -exclamé, elevando la mirada hacia la compacta cúpula vegetal que sombreaba el camino.

Después de un buen rato de caminar en silencio, Farag preguntó:

– ¿No dijeron los monjes que había una bifurcación que debíamos tomar a la derecha?

– Ya no debe faltar mucho -contesté.

Pero sí faltaba, porque los minutos seguían pasando y allí no aparecía el cruce.

– Creo que no vamos bien -dijo la Roca, mirando su reloj.

– Eso ya lo dije yo hace un rato.

– Sigamos andando -objeté, recordando que habíamos tomado bien el sendero.

Sin embargo, al cabo de más de media hora, tuve que admitir mi error. Daba la sensación de que nos estábamos adentrando en lo más profundo del bosque. El camino apenas estaba indicado y, aparte de que el follaje se había vuelto muy espeso, la falta de luz solar, por lo tupido de las copas de los árboles, nos impedía saber en qué dirección caminábamos. Por suerte, el aire era fresco y limpio y la marcha no se hacía pesada.

– Volvamos atrás -ordenó Glauser-Róist con cara de pocos amigos.

Ni Farag ni yo le discutimos porque era evidente que, aunque camináramos todo el día, por allí no llegaríamos a ninguna parte. Lo raro fue que, apenas hubimos retrocedido un kilómetro, más o menos, encontramos la intersección de senderos.

– Esto es una majadería -bramó la Roca-. Antes no pasamos por este cruce.

– ¿Queréis saber mi opinión? -preguntó Farag, sonriendo-. Creo que estamos empezando el viaje por la segunda cornisa. Debieron ocultar estos caminos y ahora los han despejado para que los encontremos. Alguno de ellos lleva al lugar correcto.

Aquello pareció serenar un tanto al capitán.

– En ese caso -dijo-, actuemos como se espera que lo hagamos.

– ¿Por dónde vamos? ¿Derecha o izquierda?

– ¿Y si no es la prueba? -objeté, frunciendo los labios-. ¿Y si, simplemente, nos hemos perdido y estamos viendo visiones?

Por toda respuesta obtuve un silencio indiferente. Cada uno por su lado se puso a husmear, remover y apartar piedrecillas del suelo con los zapatos. Parecían dos exploradores indios o, peor aún, dos perros de caza buscando una presa caída entre la hojarasca.

– ¡Aquí, aquí! -gritó de pronto Farag.

Minúsculo como una uña, un pequeño crismón constantineano asomaba en el tronco de un árbol situado junto al camino de la izquierda.

– ¡Qué os dije! -continuó, muy satisfecho-. ¡Es por aquí!

Ese «por aquí», sin embargo, resultó un nuevo tramo larguísimo que nos llevó, cerca ya del mediodía, hasta un seto de casi tres metros de altura que se interpuso en nuestro camino. Nos detuvimos frente a él con la misma sensación de asombro que podría tener un tuareg si encontrara un rascacielos en mitad del desierto.

– Creo que hemos llegado -murmuró el profesor.

– Y ¿ahora qué hacemos?

– Seguirlo, supongo. Quizá tenga una abertura. Puede que al otro lado haya algo para nosotros.

Bordeamos el lindero durante unos veinte minutos hasta que, por fin, su perfecta regularidad se rompió. Un acceso de unos dos metros de ancho parecía invitarnos a entrar y un crismón de hierro clavado en el suelo no dejaba lugar a dudas sobre lo que había que hacer.

– El circulo de los envidiosos -murmuré, un tanto acobardada, llevándome la mano izquierda al antebrazo en el que tenía, todavía tierna, la escarificación de la primera cruz.

– ¡Vamos, Basileia, que no se diga que somos cobardes! -profirió Farag, alborozado, adentrándose por el hueco.

Un segundo seto se extendía frente a nosotros, sin que se pudiera divisar el final ni por un lado ni por el otro, de manera que, entre ambos, se formaba un interminable pasillo.

– ¿Prefieren los señores la derecha o la izquierda? -prosiguió Boswell con el mismo tono de buen humor.

– ¿Qué dirección toma Dante cuando llega a la segunda cornisa? -pregunté.

El capitán sacó rápidamente de la mochila su manoseado ejemplar de la Divina Comedia y se puso a hojearlo.

– Escuchen lo que dice la tercera estrofa del Canto -dijo, visiblemente emocionado-. «No había sombras ni señales de ellas: liso el camino, lisa la muralla.» Y cuatro versos más abajo, refiriéndose a Virgilio: «Luego en el sol clavó fijamente los ojos; hizo de su derecha el centro del movimiento y se volvió hacia la izquierda.» Convendrán conmigo en que no se puede pedir una indicación más clara.

– ¿Y dónde está el sol? -inquirí, buscándolo con la mirada. Los gigantescos árboles estaban dispuestos de tal modo que era difícil adivinar en qué lugar se encontraba en ese momento.

El capitán miró su reloj, sacó una brújula y señaló hacia un punto en el cielo.

– Debe estar más o menos por allí -indicó.

Y sí, era cierto, pues una vez que lo sabíamos, era más sencillo reconocer la fuerza de la luz que atravesaba el ramaje por aquella zona.

– Pero no podemos estar seguros de que la hora a la que Virgilio miró el sol -replicó Farag-, fuera la misma a la que nosotros lo estamos mirando. Este dato podría variar por completo la dirección.

– Dejemos que el azar tire también sus dados -argüí-. Si los staurofílakes quisieran que tomásemos una dirección concreta, nos lo habrían hecho saber.

Glauser-Róist, que seguía consultando la Divina Comedia, levantó la cabeza y nos miró con los ojos brillantes:

– Pues, si como usted ha dicho, doctora, el azar ha tirado sus dados, resulta que ha acertado de lleno, porque Virgilio y Dante llegan al segundo círculo exactamente después del mediodía. O sea, casi a la misma hora que nosotros.

Con una sonrisa de satisfacción, me puse de cara hacia el sol, fijé bien el pie derecho en el suelo y giré hacia la izquierda, y la izquierda resultó ser el pasillo de la derecha, de modo que empezamos a caminar por «el liso camino» entre «las lisas murallas», que, sin embargo, sólo eran lisas en apariencia, pues estaban formadas por una prieta enramada. Tampoco «el liso camino» era totalmente liso, ya que, cada cien o doscientos metros, firmemente anclada al suelo de tierra, aparecía una estrella de madera. Al principio nos llamaron mucho la atención esas figuras y nos hicimos cábalas sobre su posible significado, pero, al cabo de más de una hora de paseo, decidimos que, fueran lo que fuesen, nos daba lo mismo.

Caminamos a buen paso durante otra hora más sin que el paisaje sufriera la menor variación: un pasillo de tierra en el centro, salpicado de estrellas, y un par de elevadísimos muros verdes que, por efecto de la perspectiva, terminaban juntándose a cierta distancia delante de nosotros.

El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Tenía los pies ardientes y doloridos dentro de los zapatos y hubiera dado cualquier cosa por una silla o, mejor aún, por un cómodo sillón como el del helicóptero. Pero, al igual que Dante y Virgilio -aunque este, por ser un espíritu, nunca desfallecía-, también nosotros, antes de encontrar algo digno de mención, tuvimos que caminar bastante.

– Me estoy acordando de una frase de Borges -murmuro Farag- que dice: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective.» Creo que es de Artificios.

– ¿Y no recuerdas aquello del «círculo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta»? -yo también había leído a Borges, así que ¿por qué no presumir?

Sobre las cinco de la tarde, y sin que ninguno se hubiera acordado del hambre ni de la sed, por fin, el segundo seto, el interno, nos mostró una irregularidad en su trazado: una puerta de hierro, tan alta como el cercado y de unos ochenta centímetros de ancho. Al empujarla y traspasar el dintel descubrimos, además, un par de cosas interesantes: la primera, que nuestros enormes setos no eran sino muros de gruesa y sólida piedra (de casi medio metro de espesor) enteramente cubiertos por las enredaderas; y la segunda, que aquella puerta estaba diseñada de tal manera que, en cuanto la hubiéramos cerrado a nuestras espaldas, ya no podríamos volverla a abrir.

– Salvo que pongamos un tope -propuso Boswell, que ese día estaba inspirado.

Como no había piedras en las cercanías ni podíamos prescindir de nada de lo que llevábamos encima, y como, para remate, la dichosa enredadera era fuerte como el cáñamo y pinchaba como un demonio, la única solución que encontramos fue poner como traba el reloj de Farag, que lo ofreció generosamente arguyendo que era de titanio y que aguantaría sin problemas. Sin embargo, en cuanto apoyamos la hoja de hierro sobre él, y eso que lo hicimos con muchísima delicadeza, la pobre máquina, aunque aguantó unos segundos, cedió bajo el peso y se descompuso en mil pedazos.

– Lo siento, Farag -le dije, intentando consolarle. Pero él, más que disgustado, parecía confuso e incrédulo.

– No se preocupe, profesor, el Vaticano le indemnizará. Lo malo -concluyó- es que ahora la puerta se ha cerrado y no hay manera de volver a abrirla.

– Bueno, ¿y acaso no quiere eso decir que vamos bien? -repuse, animosa.

Reiniciamos la marcha en el mismo sentido, percatándonos de que este segundo pasillo era algo más estrecho que el anterior. La oscuridad empezaba a volverse peligrosa. Quizá fuera del bosque todavía hubiera bastante luz, pero bajo aquel espeso cielo de ramas la visibilidad era muy pobre.

Aún no habíamos caminado cien metros cuando topamos con un nuevo símbolo en el suelo, aunque este era mucho más original:


Por su color y tacto, parecía estar hecho de plomo (aunque no podíamos estar muy seguros) y, desde luego, quien lo hubiera puesto allí se había cerciorado de que fuera imposible moverlo ni un ápice. Parecía formar parte de la tierra, como brotado de ella.

– El caso es que su forma me suena mucho -comenté, examinándolo en cuclillas-. ¿No es un signo zodiacal?

El capitán se mantuvo erguido, a la espera de que los dos expertos en asuntos clásicos dieran su veredicto.

– No. Lo parece, pero no -objetó Farag, limpiando con la palma de la mano la broza acumulada sobre la pieza-. Es el símbolo por el cual, desde la antigüedad, se conoce al planeta Saturno.

– ¿Y qué tiene que ver Saturno con todo esto?

– Si lo supiésemos, doctora, ya podríamos volver a casa -refunfuñó la Roca.

Disimuladamente, enseñé los colmillos en un gesto de desprecio que sólo pudo ver Farag, que sonrió a escondidas. Luego nos pusimos de pie y seguimos andando. La noche se cernía sobre nosotros. De vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro y el rumor de las hojas movidas por una racha de viento. Por si algo faltaba, estaba empezando a refrescar.

– ¿Tendremos que pasar aquí la noche? -inquirí, subiéndome el cuello de la chaqueta. Menos mal que era de piel y que tenía un buen forro de franela.

– Me temo que sí, Basileia. Espero que usted, Kaspar, haya previsto esta contingencia.

– ¿Qué quiere decir Basileia? -preguntó el capitán por toda respuesta.

A mi me temblaron las piernas de repente.

– Era una palabra muy común en Bizancio. Significa «mujer digna».

¡Qué mentiroso!, pensé, al tiempo que daba un silencioso suspiro de alivio. Ni Basileia hubiera podido traducirse jamás por «mujer digna» ni, desde luego, era una palabra común en Bizancio, ya que su sentido literal era «Emperatriz» o «Princesa».

Sólo eran las seis y media de la tarde, pero el capitán tuvo que encender su potente linterna porque estábamos inmersos en la más completa penumbra. Llevábamos todo el día caminando sin llegar a ninguna parte a través de aquellos largos caminos de tierra. Por fin, hicimos un alto y nos dejamos caer en el suelo para tomar la primera comida desde el desayuno en Roma. Mientras masticábamos los que ya empezaban a ser famosos sándwiches de salami con queso (el capitán no cambiaba el menú de una prueba a otra), recapitulamos sobre los datos recogidos aquel día y llegamos a la conclusión de que nos faltaban aún muchas piezas del puzzle. Al día siguiente sabríamos con mayor certeza a qué atenernos. Un termo con café caliente nos devolvió el buen humor.

– ¿Qué tal si nos quedamos aquí, dormimos y, en cuanto amanezca, nos ponemos de nuevo en camino? -aventuré.

– Sigamos un poco más -se opuso la Roca.

– ¡Pero estamos cansados, capitán!

– Kaspar, opino que deberíamos hacer caso a Ottavia. Ha sido un día muy largo.

La Roca cedió -a disgusto, eso sí-, de manera que montamos allí mismo un improvisado campamento. El capitán empezó por entregarnos un par de buenos gorros de lana que nos hicieron reír y mirarle como si estuviera loco. Por supuesto, se molestó.

– ¡Su ignorancia es vergonzosa! -tronó-. ¿No han oído nunca el dicho «Si tienes frío en los pies, ponte el sombrero»? La cabeza es responsable de buena parte de la pérdida de calor del cuerpo. El organismo humano está programado para sacrificar las extremidades si el torso y la espalda se enfrían. Si evitamos la pérdida de calor por la cabeza, mantendremos la temperatura y, por lo tanto, los pies y las manos calientes.

– ¡Uf, qué complicado! ¡Yo sólo soy un sencillo hombre del desierto! -se carcajeó Farag, quien, sin embargo, y al mismo tiempo que yo, se caló el gorro hasta las orejas. El que me había dado el capitán me resultaba ligeramente familiar, pero no pude recordar por qué hasta un poco más tarde.

A continuación, la Roca sacó de su mochila mágica lo que parecían unas cajetillas de tabaco y quiso darnos una a cada uno. Por supuesto, rechazamos el ofrecimiento de la manera más amable posible, pero Glauser-Róist, armándose de paciencia, nos explicó que se trataba de mantas de supervivencia, una especie de hojas de materia plástica aluminizada que no pesaban nada pero que mantenían muchísimo el calor. La mía era roja por un lado y plateada por el otro, la de Farag, amarilla y plateada y la del capitán, naranja y plateada. Y, en efecto, resultaron muy calientes, pues entre el gorro y la manta, que, eso sí, crepitaba de manera insoportable cuando te movías, apenas nos enteramos de que estábamos a la intemperie en mitad de un bosque. Apoyando la espalda con mucho cuidado contra la enredadera, me senté entre ambos y el capitán apagó la linterna. Supongo que fui deslizándome despacito, sin darme cuenta, hasta apoyarme contra Farag pero, el caso fue que, en cuanto dejé caer la cabeza sobre su hombro, entre sueños, recordé que el gorro de lana que yo llevaba era el mismo que lucía la chica morena de la foto que había visto en el salón de la casa del capitán.


Empezó a clarear -si se puede llamar clarear a pasar del negro al gris oscuro- sobre las cinco de la madrugada. Nos despertamos los tres al mismo tiempo, seguramente por el bullicioso canto de los pájaros, que era toda un aria coral ensordecedora. Vagamente, medio dormida, recordé que era sábado y que, sólo una semana antes, yo estaba en Palermo con mi familia, en el velatorio de mi padre y de mi hermano. Oré por ellos en silencio e intenté aceptar la realidad demencial que me rodeaba antes de abrir definitivamente los ojos.

Nos incorporamos a trompicones, bebimos un poco de café frío y recogimos los bártulos, poniéndonos en camino a partir del punto donde lo habíamos dejado. Caminamos sin descanso hasta las nueve o nueve y media de la mañana, contabilizando unos treinta y tantos símbolos de Saturno. Descansamos un rato y reanudamos la marcha, preguntándonos si aquella era una prueba purgatorial o una prueba de resistencia. De pronto, al fondo, vimos un muro enorme que clausuraba el pasillo.

– ¡Atención! -anunció Farag-. ¡Hemos llegado!

Aceleramos el paso, animados por unas ganas locas de alcanzar la última etapa. Pero no, no habíamos llegado al final porque, aunque aquella muralla cubierta de maleza cerrara el corredor por el que veníamos, una nueva puerta de hierro, idéntica a la que habíamos atravesado el día anterior, se ofrecía a nuestra izquierda. Sabiendo que no podríamos impedir su clausura, la empujamos y cruzamos con resignación, intuyendo que al otro lado íbamos a descubrir un panorama muy similar al que abandonábamos. De hecho, si no hubiera sido porque el nuevo pasillo era aún más estrecho que el anterior, podríamos haber jurado que no habíamos cambiado de lugar.

– Da la impresión de que atravesamos líneas paralelas cada vez más unidas entre sí-señaló Farag extendiendo los brazos de lado a lado para comprobar que, en este tercer callejón, las puntas de los dedos de sus manos quedaban a un palmo de las enredaderas. Pero las enredaderas también habían variado: los muros de tres metros de altitud ya no estaban cubiertos sólo por enrevesados tallos y hojas; ahora también, entrelazadas, enormes matas de espinos, zarzas, abrojos y ortigas amenazaban con aguijonearnos al menor roce.

– Desde luego, los pasillos son más estrechos -convino la Roca, que estaba mirando su brújula-, pero lo que ya no está tan claro es que avancemos por líneas rectas paralelas. Al parecer hemos girado unos setenta grados hacia la izquierda.

– ¿En serio? -se sorprendió Farag, que, incrédulo, se puso junto a él para observar la medición-. ¡Es cierto!

– Creo que fui yo la que mencioné el «circulo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta» -comenté burlona, mientras con las yemas de los dedos examinaba uno de los puntiagudos espinos que sobresalían de la barda. Si su origen no hubiera sido claramente vegetal, hubiera apostado por el mejor fabricante de agujas de todos los tiempos. El pincho soltó una suave pelusilla negra que, en cuestión de segundos, enrojeció mi piel y, enseguida, aquella rojez empezó a quemarme como si hubiera tocado la cabeza de una cerilla encendida-. ¡Dios mío, estas ortigas son terribles! ¡Hay que alejarse de ellas!

– Déjeme ver.

Pero mientras el capitán estudiaba mi mano, el rubor y el escozor fueron desapareciendo poco a poco.

– Afortunadamente, el prurito de la ortiga que ha tocado es pasajero, pero no sabemos si el de todas las especies que hay aquí será igual. Lleven cuidado.

Intentando no rozarnos con las plantas espinosas, cuyos floretes podían perfectamente rasgarnos la ropa, caminamos unos cien o ciento cincuenta metros más hasta que el capitán, que iba un paso por delante, se detuvo en seco.

– Otra figura extraña -comentó.

Farag y yo nos inclinamos a observarla. Se trataba de un artístico número cuatro, fabricado con algún nuevo metal de resoles azulados:

– El símbolo del planeta Júpiter -señaló Boswell, cada vez más sorprendido-. No sé… Si es cierto que estamos girando y que en cada nuevo pasillo aparece un planeta, es posible que todo esto no sea más que una gran representación cosmológica.

– Quizá -admitió la Roca, tocando la figura con la mano-, pero una representación cosmológica hecha de estaño.

– Saturno era de plomo -recordé.

– No sé, no sé… -repitió Farag, malhumorado-. Todo esto es muy raro. ¿A qué nos están haciendo jugar esta vez?

La siguiente puerta la encontramos unas cinco horas más tarde, tras haber pisado el planeta Júpiter por lo menos treinta veces. Comimos algo antes de atravesarla, sentados en el suelo huyendo de los matorrales espinosos. El siguiente corredor -o círculo gigantesco, según como se mirara- era un poco más estrecho y las plantas punzantes habían aumentado en densidad y peligro. Aquí, el símbolo era el del planeta Marte y estaba hecho de hierro.

– En fin, creo que ya no hay la menor duda -comentó el capitán.

– Estamos caminando por el sistema solar.

– Creo que no debemos pensar en términos contemporáneos -me corrigió Farag, inclinado sobre la figura-. Nuestros conocimientos actuales sobre los planetas y el universo no tienen nada que ver con lo que se sabía en la Anti güedad. Si se fijan bien, verán que el orden seguido hasta ahora es Saturno-Júpiter-Marte, es decir, que faltan los tres primeros planetas, los más exteriores, Plutón, Neptuno y Urano, descubiertos en estos últimos tres siglos. De modo que yo diría que nos movemos en la concepción universal que imperó desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento, es decir, la Esfera de las estrellas fijas, que fue el primer pasillo que recorrimos, los siete planetas y la Tierra.

– Esa es también la concepción que Dante tiene del universo.

– Por supuesto, capitán. Dante Alighieri, como todos antes e, incluso, mucho después de él, creía que había nueve esferas, unas dentro de otras. La más exterior, y que englobaba a todas las demás, era la de las estrellas fijas y la más interior la Tierra, donde vivía el ser humano. Ninguna de estas dos esferas se movía, su posición siempre era la misma. Las que sí se movían, girando, eran las esferas que había entre una y otra, las de los siete planetas conocidos: Saturno, Júpiter, Marte, Mercurio, Venus, Sol y Luna.

– Nueve esferas y siete planetas -observó Glauser-Róist-. Siete y nueve otra vez.

Miré a Farag sin poder ocultar mi profunda admiración. Era el hombre más inteligente que había conocido en mi vida. Todo lo que había dicho, punto por punto, era completamente cierto, lo que indicaba que su memoria era excelente, mejor, incluso, que la mía. Y yo jamás había conocido a nadie de quien pudiera afirmar algo así.

– O sea, que la órbita siguiente será la de Mercurio.

– Estoy seguro de ello, Kaspar, pero además creo que cada vez vamos a avanzar más deprisa, puesto que los círculos se contienen unos a otros y los perímetros, a la fuerza, deben ser más pequeños.

– Y los caminos más estrechos -añadí yo.

– Andando, pues -ordenó la Roca-. Nos quedan cuatro planetas por visitar.

Llegamos a la puerta de Mercurio al atardecer, cuando yo me estaba planteando que Abi-Ruj Iyasus, aquel cuerpo muerto sobre la camilla del Instituto Forense de Atenas, debía ser una especie de Coloso, un verdadero Hércules, si había superado las pruebas de la hermandad, y, con él, el resto de los staurofílakes -Dante y el padre Bonuomo incluidos-. ¿Qué tipo de fe, o de fanatismo, empujaba a esas personas a soportar todas estas calamidades? ¿Y por qué, si eran tan especiales, tan sabios, aceptaban luego permanecer en humildes puestos de vigilancia, llevando unas vidas anodinas y ocultas?

Hicimos noche sobre uno de los símbolos de Mercurio, fabricado esta vez con algún metal de aguas violáceas, muy brillante y bruñido, que no supimos reconocer, y tuvimos que dormir tumbados sobre el suelo, en fila a lo largo del pasillo, porque el margen entre los espinosos muros del corredor ya no permitía demasiadas alegrías.

Al amanecer del día siguiente, domingo, sobresaltados otra vez por el estruendoso canto de los pájaros, con las primeras luces reemprendimos el camino, castigados en todos y cada uno de los huesos y músculos de nuestro cuerpo.

Alcanzamos la quinta órbita planetaria cuando el sol estaba en lo más alto. El capitán nos anunció que habíamos girado más de doscientos grados sobre nuestro punto original, así que ya nos faltaba menos de la mitad para rematar una vuelta completa. En este pasillo de Venus encontramos su símbolo sólo veintidós veces, realizado en cobre de tonalidades pardorrojizas. Pero la gran sorpresa nos esperaba en el siguiente corredor, cuya perspectiva, como el anterior, ya no era de lineas rectas convergentes allá donde la vista se perdía, sino de arcos que giraban ostensiblemente hacia la izquierda. Pues bien, nada más cruzar el umbral y penetrar en este círculo del Sol, observamos, sorprendidos, que una espinosa cubierta de zarzales y abrojos unía ahora, sobre nuestras cabezas, los muros laterales, los cuales, además, estaban ya tan cercanos entre sí que el capitán Glauser-Róist, el más corpulento de los tres, sólo podía avanzar torciendo los hombros. Farag, por su parte, antes de que encontrásemos el primero de los símbolos, ya llevaba desgarradas las mangas de la chaqueta, y yo tenía que andarme con cien ojos si no quería clavarme inadvertidamente algunos cientos de aquellos temibles alfileres.

Y sí, el primer símbolo apareció casi inmediatamente, un sencillo círculo con un punto más sencillo todavía en el centro, pero de oro puro, de un oro purísimo que, incluso en la cerrada penumbra del pasaje centelleaba bajo la poca luz que atravesaba el techo. Si no nos hubiéramos encontrado en una situación tan apurada, con las largas espinas amenazándonos por todas partes, rasgándonos la ropa y arañándonos la piel, seguramente nos habríamos detenido a contemplar tanta riqueza (pues contabilizamos quince de aquellas representaciones solares), pero teníamos prisa por salir de allí, por llegar a algún lugar donde poder movernos sin agobios, sin pinchazos y sin las erupciones que nos producían las ortigas; y, además, la noche se nos estaba echando encima.

En aquellos momentos pensábamos con verdadero pánico en lo que podríamos encontrar al cruzar la puerta del séptimo y último planeta, la Luna, pero cualquier suposición que nos hubiéramos hecho, por terrible que fuera, se quedó corta al lado de la casi increíble realidad. De entrada, la hoja de hierro, como si tuviera un obstáculo detrás, apenas se abría lo suficiente como para dejarnos pasar con bastantes aprietos; pero el obstáculo sólo era la maleza del muro de enfrente: el pasillo era ya tan estrecho que sólo un niño hubiera podido recorrerlo sin arañarse. Los setos de espinos de las paredes y el techo, podados de manera que dejaban en el centro un hueco con forma humana, nos obligaban a caminar con la cabeza enjaulada por dos finos aleros de zarzas que se cerraban en torno al cuello, impidiéndonos cualquier acción que no fuera seguir el camino marcado. Como Farag y el capitán superaban la altura y la anchura de la forma recortada -que se acoplaba a mi cuerpo como un traje ajustado-, me empeñé en darles mi chaqueta y mi jersey para evitarles, en lo posible, los espantosos arañazos que iban a sufrir, y en ponerles encima, sobre todo al capitán, las mantas de supervivencia. Sin embargo, Farag se negó en redondo a dejarse envolver.

– ¡Todos vamos a recibir arañazos, Basileia! -me gritó, enfadado-. ¿Es que no ves que la prueba consiste en eso? ¡Forma parte del plan! ¿Por qué tendrías tú que sufrir más que nosotros?

Le miré fijamente a los ojos, intentando transmitirle toda la determinación que sentía.

– Escúchame, Farag: yo sólo recibiré arañazos, ¡pero vosotros vais a tener heridas muy serias si no os tapáis con toda la ropa posible!

– Profesor Boswell -atajó la Roca-, la doctora Salina está en lo cierto. Coja su chaqueta y cúbrase.

– Y los gorros -añadí-, pónganse los gorros sobre la cara.

– Habrá que cortarlos. Hacer agujeros para los ojos.

– Tú también te protegerás la cara con el gorro, Ottavia. No me gusta nada todo esto… -farfulló Boswell.

– Sí, no te preocupes. Yo también me cubriré.

El corredor del séptimo planeta fue una horrible pesadilla, aunque el capitán dijo que los símbolos del suelo, lunas crecientes de plata semejantes a cuencos, eran los más bellos de todo el laberinto. Él podía verlos porque iba el primero y llevaba la linterna, pero supongo que, aunque yo hubiera conseguido inclinar la cabeza para mirarlos -maniobra imposible-, me habría dado exactamente lo mismo. Recuerdo haber sentido ganas, en mi desesperación, de incrustarme contra las plantas para terminar de una vez con aquellos cientos de insoportables pellizcos diminutos, de pinchazos afilados, de cortes que me hacían sangrar por los brazos, las piernas e, incluso, las mejillas, porque no había lana, ni tejido alguno, capaz de parar los asaltos de aquellas dagas. Recuerdo sentir el frío de los hilillos de sangre al secarse, recuerdo haber intentando calmarme pensando en lo que Cristo sufrió camino del Calvario con su Corona de Espinas, recuerdo haberme encontrado al borde de la desesperación, de la histeria incontrolada. Recuerdo, sin embargo, sobre todas las demás cosas, la mano pringosa de sangre de Farag buscando la mía. Y creo que fue entonces, en esos momentos en que no podía ejercer ningún tipo de control sobre mí misma, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de aquel extraño egipcio que parecía estar siempre pendiente de mí y que me llamaba emperatriz a escondidas de todo el mundo. Era imposible y, sin embargo, aquello que sentía no podía ser otra cosa que amor, aunque no tuviera ninguna referencia anterior en mi vida con la que poder compararlo. Porque yo nunca me había enamorado, ni siquiera cuando era adolescente, así que jamás entendí el significado de esa palabra, ni tuve ningún problema sentimental. Dios era mi centro y siempre me había protegido de esos sentimientos que volvían locas a mis hermanas mayores y a mis amigas, obligándolas a decir y hacer tonterías y estupideces. Sin embargo, ahora, yo, Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María y con casi cuarenta años a mis espaldas, me estaba enamorando de ese extranjero de los ojos azules. Y ya no sentí más los espinos. Y si los sentí, no lo recuerdo.

Obviamente, el resto del corredor del séptimo planeta fue una larga lucha conmigo misma, una lucha perdida, aunque yo entonces pensaba que todavía podía hacer algo por impedir lo que me estaba ocurriendo, y, de hecho, eso fue lo que decidí antes de que llegáramos frente a la última puerta de aquel diabólico laberinto de rectas: ese desconocido sentimiento que me aturdía, que me aceleraba el corazón y que me daba ganas de llorar, y de reír, y que me hacía existir sólo por aquella mano que todavía apretaba la mía, era el producto absurdo de las terribles situaciones que estaba viviendo. En cuanto esta aventura de los staurofílakes terminara, yo volvería a mi casa y todo sería como antes, sin más arrebatos ni boberías. La vida tornaría a su cauce y yo regresaría al Hipogeo para enterrarme entre mis códices y mis libros… ¿Enterrarme? ¿Había dicho enterrarme? En realidad, no podía soportar la idea de volver sin Farag, sin Farag Boswell… Mientras pronunciaba en voz baja su nombre, para que no me oyera, una sonrisa infantil se dibujaba en mis labios. Farag… No, no podría volver a mi vida anterior sin Farag, pero ¡no podía volver con Farag! ¡Yo era religiosa! ¡No podía dejar de ser monja! Mi vida entera, mi trabajo, giraban en torno a ese eje.

– ¡La puerta! -exclamó el capitán.

Hubiera querido volverme para mirar al profesor, para sonreirle y hacerle saber que yo estaba allí. ¡Necesitaba verle!, verle y decirle que habíamos llegado, aunque él ya lo supiera, pero si giraba la cabeza un solo centímetro lo más probable era que perdiera la nariz en el intento. Y eso me salvó. Aquellos últimos segundos antes de salir del pasillo de la Luna me devolvieron la cordura. Quizá fue el hecho de estar llegando al final, o quizá, la certeza de que me perdería a mí misma para siempre si seguía dando rienda suelta a esas intensas emociones, así que la sensatez se impuso y mi parte racional -o sea, toda yo- ganó aquella primera batalla. Arranqué el peligro de raíz, lo ahogué en su mismo nacimiento, sin piedad y sin contemplaciones.

– ¡Ábrala, capitán! -grité, soltando bruscamente la mano que, un instante antes, era lo único que me importaba en la vida. Y, al soltarla, aunque dolió, se borró todo.

– ¿Estás bien, Ottavia? -me preguntó, preocupado, Farag.

– No lo sé. -La voz me temblaba un poco, pero la dominé-. Cuando pueda respirar sin pincharme te lo diré. ¡Ahora necesito salir urgentemente de aquí!

Habíamos llegado al centro del laberinto y di gracias a Dios por aquel amplio espacio circular en el que podíamos movernos y estirar los brazos, y hasta correr si nos apetecía.

El capitán dejó la linterna sobre una mesa que había en el centro y contemplamos el paraje como si fuera el palacio más hermoso del mundo. Lo que ya no resultaba tan agradable era nuestro propio aspecto, parecido al de los mineros a la salida del trabajo. Pero no era hollín lo que nos manchaba, era sangre. Multitud de pequeños cortes goteaban todavía en nuestras frentes y mejillas cuando nos quitamos los gorros de la cara, y también en nuestros cuellos y brazos; incluso bajo los pantalones y los jerséis teníamos heridas que sangraban, además de incontables hematomas y exantemas producidos por el liquido urticante de las plantas. Pero, por si no era bastante con aquellas pintas de eccehomo, lucíamos algunas espinas clavadas por aquí y por allá, a modo de sutil toque artístico.

Por suerte, llevábamos un pequeño botiquín en la mochila del capitán, así que, con un poco de algodón y agua oxigenada, fuimos limpiando la sangre de las heridas -todas superficiales, gracias a Dios-, y luego, a la luz de la linterna, les aplicamos una buena capa de yodo. Al terminar, ligeramente recompuestos, y reconfortados por nuestra nueva situación, echamos una ojeada al recinto.

Lo primero que nos llamó la atención fue la rudimentaria mesa sobre la que descansaba la linterna, y que, tras un rápido examen, se reveló como otra cosa muy diferente: se trataba de un antiguo yunque de hierro, bastante grande, duramente castigado en su parte superior por largos años de servicio en alguna herrería. Pero lo más curioso no era precisamente el yunque, que hasta resultaba decorativo, sino un enorme montón de martillos de distintos tamaños apilados descuidadamente en un rincón como si fueran trastos.

Nos quedamos en silencio, incapaces de adivinar qué era lo que se suponía que debíamos hacer con todo aquello. Si al menos hubiera habido una fragua y algún pedazo de metal que moldear, lo habríamos comprendido, pero sólo había un yunque y una montaña de martillos, y eso no era mucho para empezar.

– Propongo que cenemos y que nos vayamos a dormir -sugirió Farag, dejándose caer en el suelo y apoyando la espalda contra la suave y mullida enredadera que ahora cubría de nuevo las paredes circulares de piedra-. Mañana será otro día. Yo ya no puedo más.

Sin pronunciar ni media palabra, totalmente de acuerdo con él, los que faltábamos nos sentamos a su lado y le imitamos al pie de la letra. Mañana sería otro día.


Ya no teníamos café frío en el termo, ni agua en la cantimplora, ni sándwiches de salami y queso en la mochila. Ya no teníamos nada, aparte de un montón de heridas, un cansancio abrumador y muchos crujidos en las articulaciones. Ni siquiera las mantas de supervivencia nos habían mantenido calientes durante la noche, pues los desgarrones del día anterior las habían vuelto inservibles. De manera que, o Dios nos ayudaba a salir de allí, o terminaríamos formando parte de los cuantiosos aspirantes a staurofílakes -seguramente demasiados- fallecidos en el intento.

La razón me indicaba que, pese a las apariencias, nuestra situación no había cambiado mucho respecto al círculo de la Luna, pues si en aquel una jaula vegetal nos obligaba a seguir por la fuerza el camino trazado, en este centro aparentemente libre y diáfano, desde el que podíamos divisar la dureza fría y pura del cielo, no había otra cosa que hacer aparte de resolver el problema del yunque y los martillos. O eso o nada. Así de simple.

– Habrá que moverse -murmuró Farag, todavía adormilado-. Por cierto…, buenos días.

Hubiera querido volverme y mirarle, pero sujeté férreamente mi cabeza y resistí las tontas ganas de llorar que me acometieron. Estaba empezando a cansarme de mí misma.

Glauser-Róist se puso en pie e inició unos ejercicios físicos para desentumecer sus músculos. Yo no me moví.

– Podríamos pedir un buen desayuno al servicio de habitaciones.

– ¡Yo quiero un café exprés muy caliente con bizcocho de chocolate! -supliqué, juntando las palmas de las manos.

– ¿Y qué les parece si empezamos a trabajar? -nos cortó la Roca, con los brazos detrás de la nuca, intentando arrancarse la cabeza.

– ¡Como no quiera que forjemos alguna escultura con el hierro de los martillos! -me burlé.

El capitán se dirigió hacia ellos y se quedó plantado delante, sumamente concentrado. Después se agachó y en ese momento lo perdí de vista porque el yunque le ocultó. Farag se incorporó para seguirle con la mirada y terminó por levantarse y caminar hacia él.

– ¿Ha descubierto algo, Kaspar? -le preguntó. Entonces la Roca se puso en pie y volví a verle de medio cuerpo. Llevaba un martillo en la mano.

– Nada en especial. Son martillos vulgares -dijo, sopesando la herramienta-. Algunos están usados y otros no. Los hay grandes, pequeños y medianos. Pero no parecen tener nada extraordinario.

Farag se agachó y se levantó enseguida, llevando otro de esos mazos de hierro en la mano. Lo levantó en el aire, le dio volteretas, lo lanzó hacia arriba y lo recogió con habilidad.

– Nada extraordinario, en efecto -se lamentó y, al hacerlo, dio un paso hacia el yunque y lo golpeó. El sonido retumbó como una campanada inmensa en mitad del bosque. Nos quedamos helados, aunque no así los pájaros, que levantaron el vuelo en manadas desde las altas copas de los árboles y se alejaron chillando. Cuando, segundos después, el estruendo cesó, ninguno de los tres se atrevió a moverse, espantados todavía por lo sucedido, incrédulos, solidificados como estatuas.

– ¡Señor…! -balbucí, parpadeando nerviosamente y tragando saliva.

La Roca soltó una carcajada.

– ¡Menos mal que no era nada extraordinario, profesor! ¡Si llega a serlo…!

Pero Farag no se rió. Estaba serio e inexpresivo. Sin decir nada, giró sobre sí mismo, le arrebató el martillo de las manos al capitán y, antes de que pudiéramos impedírselo, golpeó de nuevo el yunque con todas sus fuerzas. Me llevé las manos a las orejas en cuanto le vi iniciar el inequívoco movimiento, pero no sirvió de mucho: el golpe del hierro contra el hierro se me clavó en el cerebro a través de los huesos del cráneo. Me puse en pie de un salto y me fui directa hacia él. Prefería mil veces tener una discusión que volver a sufrir aquello. ¿Y si le daba por utilizar todos los martillos?

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -le pregunté de malos modos, encarándome con él por encima del yunque. Pero no me contestó. Le vi retroceder hacia el montón de martillos, dispuesto a coger alguno más-. ¡Ni se te ocurra! -le grité-. ¿Es que te has vuelto loco?

Me miró como si me viera por primera vez en su vida y, dando rápido un rodeo al yunque, se plantó delante de mí y me sujetó por los brazos como si se hubiera vuelto loco.

– ¡Basileia, Basileia! -me llamó-. ¡Piensa, Basileia! ¡Pitágoras!

– ¿Pitágoras…?

– ¡Pitágoras, Pitágoras! ¿No es fantástico?

Mi cerebro rebobinó lo sucedido desde que habíamos descendido del helicóptero, al tiempo que, en segunda pista, repasaba velozmente todo lo que tenía almacenado sobre Pitágoras: laberinto de rectas, el famoso Teorema («el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», o algo así), los siete círculos planetarios, la Armonía de las Esferas, la Hermandad de los Staurofílakes, la secta secreta de los pitagóricos… ¡La «Armonía de las Esferas» y el yunque y los martillos! Sonreí.

– ¡Ya lo sabes, ¿eh?! -afirmó Farag, sonriendo también sin dejar de mirarme-. ¡Ya te has dado cuenta! ¿Verdad?

Asentí. Pitágoras de Samos, uno de los filósofos griegos más eminentes de la Antigüedad, nacido en el siglo VI antes de nuestra era, estableció una teoría según la cual los números eran el principio fundamental de todas las cosas y la única vía posible para esclarecer el enigma del universo. Fundó una especie de comunidad científico-religiosa en la que el estudio de las matemáticas era considerado como un camino de perfeccionamiento espiritual y puso todo su empeño en transmitir a sus alumnos el razonamiento deductivo. Su escuela tuvo numerosos seguidores y fue el origen de una cadena de sabios que se prolongó, a través de Platón y Virgilio (¡Virgilio!) hasta la Edad Media. De hecho, hoy día estaba considerado por los estudiosos como el padre de la numerología medieval, que tan al pie de la letra había seguido Dante Alighieri en la Divina Comedia. Y fue él, Pitágoras, quien estableció la famosa clasificación de las matemáticas que se prolongaría por más de dos mil años en el llamado Quadrivium de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Astronomía y… Música. Si, música, porque Pitágoras vivía obsesionado por explicar matemáticamente la escala musical, que entonces era un gran misterio para los seres humanos. Estaba convencido de que los intervalos entre las notas de una octava podían ser representados mediante números y trabajó intensamente en este tema durante la mayor parte de su vida. Hasta que un día, según cuenta la leyenda…

– ¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara a mí? -refunfuñó Glauser-Róist.

Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.

– Los pitagóricos -comenzó a explicarle- fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… -se quedó pensativo un instante-. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del Do al Si.

– ¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?

– ¿Se lo cuentas tú, Ottavia?

Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?

– Cierto día -siguió explicando Farag-, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.

– Es una leyenda muy conocida -dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad-, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.

El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Róist parecía impresionado.

– Y en esa Tierra -concluyó Farag, contento-, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.

– Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? -le dije al capitán con ironía.

La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.

– ¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?

– Pitágoras estaba equivocado, capitán -le recordé-. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.

– ¿Está usted segura, doctora?

Farag nos escuchaba con gran atención.

– ¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?

– De los múltiples caminos posibles -reflexionó-, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?

– Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.

– A mi no -declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?

– Recuerda -me dijo en voz baja Farag- que el Romanticismo nació en Alemania.

– Y eso ¿a qué viene? -me incomodé.

– A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Róist era una buena persona.

– ¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! -protesté.

Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.

– ¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! -gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó-. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?

– Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia -me lamenté, observando a la Roca.

– Espero que, al menos, tú sí, Basileia. La tuya es demasiado valiosa.

Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.

– ¡Por favor! -insistió el capitán-. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?

Boswell se giró hacia él y sonrió.

– Se hizo traer un montón como el que tenemos allí -le relató- y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en tetracordios ya que las nuestras, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a San Juan, pero es exactamente lo mismo.

– Yo conocía ese himno -dije-. Pero ahora mismo no me acuerdo.

– ¿Y qué más hizo Pitágoras después de encontrar esos martillos? -resopló el capitán.

– Encontró la relación numérica entre el peso de los que tenía y así pudo deducir el peso de los que le faltaban. Se los hizo confeccionar y los siete sonaron como recién afinados.

– Bien, y ¿cuál es esa relación numérica?

Farag y yo nos miramos y, luego, miramos al capitán.

– Ni idea -dije.

– Supongo que lo sabrán los matemáticos y los músicos -se justificó Farag-. Y nosotros no somos ni una cosa ni la otra.

– O sea, que hay que encontrarlos.

– Pues parece que sí. Sólo recuerdo una cosa, pero no estoy seguro de que sea cierta, y es que el martillo que hacía sonar el Do, pesaba exactamente el doble del que hacía sonar el Do de la octava siguiente.

– Es decir -continué yo-, que el Do más agudo lo producía el martillo que pesaba la mitad del que producía el Do más grave. Sí, eso también me suena a mí.

– Es una de esas curiosidades históricas que, por lo que tiene de anécdota, siempre se recuerda.

– Siempre se recuerda más o menos -objeté rápidamente-, porque, de no ser por la situación en la que estamos, yo no hubiera vuelto a desenterrarla de mi memoria jamás.

– Bueno, pero el caso es que llevamos tres días aquí dentro y que, si queremos ver de nuevo el mundo, tenemos que hacer uso de la Armonía de las Esferas.

Sólo de pensar que teníamos que hacer retumbar aquellos martillos una y otra vez hasta encontrar los siete que buscábamos, ya me ponía enferma. ¡Con lo que a mí me gustaba el silencio!

Propuse hacer montones distintos de martillos en función de su peso aproximado para empezar con una rápida clasificación, y esta tarea nos llevó más tiempo del que pensábamos porque, en la mayoría de los casos, entre un martillo de, por ejemplo, un kilo y otro de un kilo y doscientos cincuenta gramos o un kilo y medio, las diferencias eran inapreciables. Al menos disfrutábamos de una buena luz, porque el sol seguía ascendiendo hacia lo más alto, pero lo que no teníamos era ni comida ni agua, así que yo me estaba temiendo una hipoglucemia en cualquier momento.

Después de un par de horas, resultó que era más fácil hacer una larga fila de martillos (en realidad, una espiral, porque aquel recinto no daba para muchas alegrías), empezando por el más grande y terminando por el más pequeño, de modo que pudiéramos ir intercalando los que quedaban en función de su volumen. Finalmente lo conseguimos, pero, para entonces, ya estábamos sudando por el esfuerzo y tan sedientos como las arenas del desierto. A partir de aquí la tarea fue mucho más sencilla. Cogimos el martillo más grande y golpeamos suavemente el yunque; luego, elegimos el octavo martillo a partir del primero y también lo hicimos sonar. Como no estábamos muy seguros de que la nota fuera la misma, probamos también con el séptimo y con el noveno, pero con ello sólo conseguimos confundirnos más, así que, tras un largo debate y tras sopesar los martillos, decidimos que, en efecto, nos habíamos equivocado, y que había que intercambiar el octavo por el noveno. De este modo, tras realizar el ajuste en el catálogo, las notas sonaron mejor.

Lamentablemente, el martillo que se suponía que tenía que dar la nota Re, el segundo de la espiral, no sonaba a Re para nada (todo el mundo sabe cantar la escala musical y a ninguno de los tres nos pareció que el Do y el Re sonaran como en la musiquilla). Sin embargo, en la segunda octava, la del Do conseguido tras el intercambio, el segundo martillo sí sonaba como el Re de su correspondiente Do, así que algo íbamos avanzando, igual que el día, que pasaba de largo sin que nos diéramos cuenta. Pero tampoco la segunda escala diponia de un Mi, o eso nos pareció después de probarlos todos, así que tuvimos que localizar el tercer Do y encontrar su Re y su Mi, que, para variar, no estaba en su sitio, sino un par de lugares más abajo.

Aquello era una locura, no había forma de localizar una octava completa, bien porque la disposición de los martillos era incorrecta, bien porque, sencillamente, los martillos no estaban, así que entre la desesperación, los baquetazos sobre el yunque, el hambre y la sed, a mí me empezó uno de mis habituales dolores de cabeza que no hizo sino aumentar conforme pasaba el tiempo. Pero, por fin, a media tarde, creímos haber completado la escala. Desde luego, casi todas las notas sonaban bien, pero yo no estaba muy segura de que fueran correctas, es decir, que no parecían absolutamente exactas, como si faltaran o sobraran algunos gramos de hierro por alguna parte. No obstante, Farag y el capitán estaban persuadidos de que habíamos cumplido el objetivo.

– Bueno, y ¿por qué no pasa nada? -pregunté.

– ¿Qué es lo que tiene pasar? -me replicó Glauser-Róist.

– Pues que tenemos que salir de aquí, capitán, ¿recuerda?

– Pues nos sentaremos a esperar. Ya nos sacarán.

– ¿Por qué no puedo convencerles de que esa escala musical no es del todo correcta?

– Es correcta, Basileia. Eres tú la que te empeñas en lo contrario.

Enfurruñada por el dolor de cabeza y por su tozudez, me dejé caer en el suelo, apoyando la espalda contra el yunque, y me encerré en un silencio tormentoso que prefirieron ignorar. Pero los minutos iban pasando, y luego pasó media hora, y ellos empezaron a poner cara de circunstancias, planteándose si no tendría yo razón. Con los ojos cerrados y respirando acompasadamente, reflexionaba y me daba cuenta de que aquel rato de descanso nos estaba viniendo bien. Cuando llevas todo el día oyendo ruidos (ruidos que, encima, quieren ser notas musicales), llega un momento en que ya no oyes nada. De manera que, después de que el silencio nos hubiera limpiado a fondo los oídos, a lo mejor Farag y la Roca estarían más dispuestos a cambiar de opinión si volvían a escuchar su maravillosa escala musical.

– Prueben otra vez -les animé, sin levantarme.

Farag no hizo el menor intento de moverse, pero el capitán, irreducible hasta para contradecirse a sí mismo, lo intentó de nuevo. Hizo sonar las siete notas y, con mayor claridad, se percibió un ligero error en el Fa de la octava.

– La doctora tenía razón, profesor -admitió la Roca a regañadientes.

– Ya lo he notado -repuso Farag, encogiéndose de hombros y sonriendo.

El capitán dio un rodeo por la espiral hasta localizar los martillos inmediatamente anterior y posterior al Fa defectuoso. De nuevo había un error, y de nuevo probó y probó hasta que dio con la herramienta adecuada, la que daba la nota correcta.

– Hágalas sonar todas otra vez, Kaspar -le pidió Farag.

Glauser-Róist golpeó el yunque con los siete martillos definitivos. Estaba anocheciendo. El cielo se deslucía con una luz cálida y dorada, y todo fue armonía y sosiego en el bosque cuando retornó el silencio. Pero tanta armonía y sosiego había, que me di cuenta de que me estaba quedando dormida. A decir verdad, percibí enseguida que no era un sueño natural, que no era mi manera normal de dormirme, y lo supe por esa inmensa lasitud que se apoderó de mi cuerpo y que me introdujo, lentamente, en un oscuro pozo de letargo. Abrí los ojos y vi a Farag con una mirada vidriosa y al capitán apoyado en el yunque, con los dos brazos tensos como sogas, intentando mantenerse en pie. En el aire había un suave aroma a resma. Mis párpados se cerraron de nuevo con un ligero temblor, como si se vieran obligados a caer contra su voluntad. Empecé a soñar inmediatamente. Soñé con mi bisabuelo Giuseppe, que estaba dirigiendo los trabajos de construcción de Villa Salina y eso me sobresaltó. Mi parte consciente, quizá todavía no demasiado vencida, me avisó de que aquello no era real. Entreabrí de nuevo los ojos, con un gran esfuerzo, y, a través de una tenue nube de humo blanquinoso que entraba en el círculo por la parte baja del muro y subía desde el suelo, contemplé cómo Glauser-Róist caía de rodillas, murmurando un soliloquio que no pude comprender. Se agarraba al yunque para no perder el equilibrio y sacudía la cabeza intentando mantenerse despierto.

– Ottavia… -la voz de Farag, que me llamaba, me reanimó lo suficiente para extender mi mano hacia él, aunque no le pude contestar. Las yemas de mis dedos rozaron su brazo e, inmediatamente, su mano buscó la mía. De nuevo unidas, como en el laberinto, nuestras manos fueron mi último recuerdo lúcido.


Y mi primer recuerdo lúcido fue un frío intenso y una potente luz blanca que me enfocaba directamente a los ojos. Como si de mí sólo existiera la esencia de la persona que yo era, sin entidad real, sin pasado, sin recuerdos, incluso sin nombre, volví lentamente a la vida flotando en una burbuja que ascendía dentro de un mar de aceite. Fruncí la frente y noté la rigidez de mis músculos faciales. Tenía la boca tan seca que no podía despegar la lengua del paladar ni separar las mandíbulas.

El ruido del motor de un coche que pasaba muy cerca y la incómoda sensación de frío terminaron de despertarme. Abrí los ojos y, aún sin identidad ni conciencia, observé frente a mí la fachada de una iglesia, una calle iluminada por farolas y un trozo escaso de zona verde que terminaba bajo mis pies. La luz blanca que me enfocaba no era sino una de aquellas altas luces callejeras situada en la acera. Lo mismo hubiera podido tratarse de Nueva York como de Melbourne, y yo, tanto podía ser Ottavia Salina como María Antonieta, reina de Francia. Y entonces recordé. Tomé aire profundamente hasta llenar mis pulmones y, al mismo ritmo que el aire, volvieron el laberinto, las esferas, los martillos y ¡Farag!

Di un salto en el asiento y le busqué con la mirada. Estaba allí mismo, a mi izquierda, profundamente dormido entre el capitán, que también dormía, y yo. Otro coche pasó por la calle con las luces encendidas. El conductor no se fijó en nosotros y, si lo hizo, debió pensar que éramos tres vagabundos que pasaban la noche en un banco del parque. La hierba estaba húmeda de rocío. Me dije que tenía que despertar a los bellos durmientes y averiguar rápidamente dónde estábamos y qué había pasado. Puse la mano en el hombro de Farag y le sacudí suavemente. Al hacerlo, un dolor similar al que sentí al despertar en la Cloaca Máxima de Roma, me acometió en el interior del antebrazo izquierdo. No me hizo falta subir la manga para saber que allí había otro apósito que cubría una nueva escarificación con forma de cruz. Los staurofílakes certificaban, a su peculiar modo, que habíamos superado con éxito la segunda prueba, la del pecado de la envidia.

Farag abrió los ojos. Me miró y sonrió.

– ¡Ottavia…! -murmuró, y se pasó la lengua reseca por los labios.

– Despierta, Farag. Estamos fuera.

– ¿Hemos salido de…? No me acuerdo. ¡Ah, sí! El yunque y los martillos.

Echó una ojeada a nuestro alrededor, todavía adormilado, y se pasó las palmas de las manos por las hirsutas mejillas.

– ¿Dónde estamos?

– No lo sé -le dije, sin quitar la mano de su hombro-. En un parque, creo. Hay que despertar al capitán.

Farag intentó ponerse en pie y no pudo. Su cara expresó sorpresa.

– ¿Nos golpearon muy fuerte?

– No, Farag, no nos golpearon. Nos durmieron. Recuerdo un humo blanco.

– ¿Humo blanco…?

– Nos drogaron con algo que olía a resma.

– ¿Resma? Te aseguro, Ottavia, que no recuerdo nada en absoluto a partir del momento en que Kaspar golpeó el yunque con los siete martillos.

Se quedó en suspenso un instante y, luego, volvió a sonreír, llevándose la mano al antebrazo izquierdo.

– Nos han marcado, ¿eh? -parecía encantando.

– Sí. Pero, ahora, por favor, despierta a la Roca.

– ¿ La Roca? -se extrañó.

– ¡Al capitán! ¡Despierta al capitán!

– ¿Le llamas Roca? -se apresuró a preguntar, muy divertido.

– Ni se te ocurra decírselo!

– No te preocupes, Basileia -prometió, muerto de risa-. Por mí no lo sabrá.

El pobre Glauser-Róist era, de nuevo, el que estaba en peores condiciones. Hubo que sacudirle bruscamente y darle un par de bofetadas para que se empezara a reanimar. Nos costó mucho devolverle a la vida y dimos gracias de que no pasara por allí en aquel momento ninguna patrulla de la policía porque hubiéramos acabado en la cárcel con toda seguridad.

Para cuando la Roca volvió en sí, el tráfico había empezado a menudear en la calle aunque sólo eran las cinco de la mañana. Tuvimos la gran suerte de que, en la acera, muy cerca de nosotros, había una señal que indicaba la proximidad del Mausoleo de Gala Placidia. Eso nos confirmó que estábamos en Rávena, en el mismo centro de la ciudad. Glauser-Róist, utilizando su teléfono móvil, hizo una llamada y estuvo mucho rato hablando. Cuando colgó, se volvió hacia nosotros, que esperábamos pacientemente, y nos miró con ojos extraños:

– ¿Quieren saber algo gracioso? -dijo-. Parece que estamos en los jardines del Museo Nacional, muy cerca del Mausoleo de Gala Placidia y de la Basílica de San Vitale, entre la Iglesia de Santa María Maggiore y aquella que tenemos ahí enfrente.

– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -pregunté.

– Que aquella que tenemos ahí enfrente es la Iglesia de la Santa Cruz.

En fin, ya estábamos curtidos en este tipo de detalles. Y más que lo estaríamos, me dije.

El tiempo pasaba muy despacio mientras cada uno de nosotros intentaba despejarse a su manera. Yo paseaba de un lado a otro, cabizbaja, observando la hierba.

– Por cierto, Kaspar -exclamó de repente Farag-, debería mirar en sus bolsillos, a ver si nos han dejado alguna pista para la siguiente cornisa del purgatorio.

El capitán buscó y, en el bolsillo derecho de su pantalón, como en la prueba anterior, halló una hoja plegada de papel grueso e irregular, de fabricación casera.


erwtessov ton econta tas kleidas

o anoigwn kai kleisei, kai kleiwn kai oudeis avoigei


– «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» -traduje-. ¿Qué es lo que quieren que hagamos en Jerusalén? -estaba desconcertada.

– Yo no me preocuparía, Basileia. Esa gente conoce perfectamente nuestros movimientos. Ya nos lo harán saber.

Un coche con los faros encendidos se aproximaba rápidamente por la calle.

– De momento, tenemos que salir de aquí -murmuró la Roca, pasándose la mano por el pelo. El pobre aún estaba un poco adormilado.

El vehículo, un Fiat pequeño de color gris claro, se detuvo delante de nosotros y la ventanilla del conductor se deslizó hacia abajo.

– ¿Capitán Glauser-Róist? -inquirió un joven clérigo con alzacuellos.

– Soy yo.

El sacerdote tenía cara de haber sido despertado sin demasiados miramientos.

– Vengo del Arzobispado. Soy el padre Iannucci. Tengo que llevarles al aeropuerto de La Spreta. Suban, por favor.

Salió del vehículo para abrirnos amablemente las puertas.

Llegamos al aeródromo en pocos minutos. Era un recinto minúsculo, en absoluto parecido a los grandes aeropuertos de Roma. Incluso el de Palermo parecía enorme al lado de este. El padre Iannucci nos dejó en la entrada y se esfumó con la misma afabilidad con la que había aparecido.

Glauser-Róist interrogó a una solitaria azafata de tierra y la joven, con los ojos aún hinchados por el sueño, nos indicó una zona apartada, junto al Aeroclub Francesco Baracca, en la que se apostaban los aviones privados. De nuevo con el móvil en la mano, Glauser-Róist hizo una llamada al piloto y este le informó de que el Westwind estaba listo para despegar en cuanto embarcásemos. El propio piloto, a través del teléfono, nos fue guiando hasta que encontramos la nave, a poca distancia de las avionetas del Aeroclub, con los motores en marcha y las luces encendidas. Comparada con los mosquitos de alrededor parecía un gigantesco Concorde, pero, en realidad, se trataba de un avión de pequeño tamaño, con cinco ventanillas y, naturalmente, de color blanco. Una joven azafata y un par de pilotos de Alitalia nos esperaban al pie de la escalerilla y, tras saludarnos con cierta frialdad profesional, nos invitaron a subir.

– ¿Seguro que este avión puede llegar hasta Jerusalén? -me cuestioné en voz baja, recelosa.

– No vamos a Jerusalén, doctora -pregonó la Roca a pleno pulmón mientras ascendíamos por los escalones-. Aterrizaremos en el aeropuerto de Tel-Aviv y, desde allí, volaremos en helicóptero hasta Jerusalén.

– Pero -insistí-, ¿cree usted que este avioncito podrá cruzar el Mediterráneo?

– Tenemos prioridad en el despegue -dijo, en ese momento, uno de los pilotos al capitán-. Podemos irnos cuando usted quiera.

– Ya -ordenó lacónicamente Glauser-Róist.

La azafata nos enseñó nuestros asientos, indicándonos la ubicación de los chalecos salvavidas y de las puertas de emergencia. La cabina era muy estrecha y de techo muy bajo, pero el espacio estaba perfectamente aprovechado con un par de largos sofás laterales y cuatro sillones al fondo, encarados, tapizados con una piel tan blanca como la nieve.

El avión despegó suavemente a los pocos minutos y el sol, que todavía no iluminaba Italia, inundó con sus primeros rayos el interior de la cabina. ¡Jerusalén!, me dije emocionada, ¡voy a Jerusalén!, ¡a los lugares donde Jesús vivió, predicó y murió para resucitar al tercer día! Era este un viaje que había querido hacer durante toda mi vida, un maravilloso sueño que, por culpa del trabajo, nunca había podido realizar. Y, ahora, inesperadamente, era el propio trabajo el que me llevaba hasta allí. Sentía crecer la emoción en mi interior y, cerrando los ojos, me dejé mecer por el suave renacimiento de mi firme e irrenunciable vocación religiosa. ¿Cómo había permitido que unos sentimientos irracionales traicionaran lo más sagrado de mi vida? En Jerusalén pediría perdón por esa pasajera y absurda locura y allí, en los Lugares más Santos del mundo, sería definitivamente liberada de pasiones ridículas. Pero, además, en Jerusalén había otro asunto muy importante para mí: mi hermano Pierantonio, quien, a esas horas, no podía ni imaginar que me encontraba dentro de un endeble avión volando hacia sus dominios. En cuanto pisara tierra -si es que volvía a pisarla- le llamaría para decirle que estaba en Jerusalén y que clausurara todas sus obligaciones de ese día porque tenía que dedicarme todo su tiempo. ¡Se iba a llevar una buena sorpresa el respetable Custodio! Tardamos poco menos de seis horas en llegar a Tel-Aviv, durante las cuales la amabilísima azafata se esmeró tanto en hacernos agradable el viaje que, en cuanto la veíamos aparecer de nuevo por el pasillo, nos echábamos a reír. Cada cinco minutos, más o menos, nos ofrecía comida y bebida, música, películas de video o periódicos y revistas. Al final, Glauser-Róist la despachó con un exabrupto y pudimos adormilamos en paz. ¡Jerusalén, la hermosa y santa Jerusalén! Antes de que acabara ese día, estaría pisando sus calles.

Poco antes de aterrizar, la Roca sacó de la mochila su manoseado ejemplar de la Divina Comedia.

– ¿No sienten curiosidad por lo que nos espera?

– Yo ya lo sé -dijo Farag-. Una cortina impenetrable de humo.

– ¡Humo! -dejé escapar, estupefacta, abriendo los ojos de par en par.

El capitán pasó varias hojas rápidamente. Por las ventanillas entraba una luz radiante.

– Canto XVI del Purgatorio -declaró-. Verso 1 y siguientes:


Negror de infierno y de noche

sin estrellas, bajo un mezquino cielo

tenebroso de nubes hasta lo sumo,


no echarían sobre mi rostro un velo tan denso

como aquel humo que nos envolvió,

siendo de tan punzante aspereza,


que no podía siquiera abrir los ojos;

por lo que, sabia y fiel, la escolta mía

vino hacia mí ofreciéndome su hombro.


– ¿Dónde nos encerrarán esta vez? -pregunté-. Tendrá que ser algún lugar que puedan llenar con una densa humareda.

– Con nosotros dentro, claro -apuntó Farag.

– Naturalmente -concluí-. Y ¿qué más pasa en la tercera cornisa, capitán? ¿Cómo salen de allí?

– Caminando -repuso este-. No pasa nada más.

– ¿Nada más? ¿No les clavan nada ni se caen por un saliente rocoso ni…?

– No, doctora, no pasa nada. Simplemente caminan por la cornisa, se encuentran con las almas de los iracundos que recorren a ciegas el círculo envueltos por el humo, hablan con ellos y, luego, ascienden al siguiente círculo, después de que el ángel limpie de la frente de Dante una nueva «P».

– Y ¿ya está?

– Ya está, ¿no es así, profesor?

Farag hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Pero hay algunas cosas curiosas -añadió éste con su ligero acento árabe-. Por ejemplo, este círculo es el más breve del Purgatorio, ya que sólo dura un Canto y medio: el XVI, como ha dicho el capitán, de apenas unas pocas páginas, y un fragmento, corto, del XVII -suspiró y cruzó las piernas-. Y esta es la segunda curiosidad, ya que, contra su costumbre, Dante no hace coincidir el final del círculo con el final del Canto. Es decir, la cornisa de los iracundos comienza en el Canto XVI, como ha dicho el capitán, pero se prolonga… ¿hasta dónde, Kaspar?

– Hasta el verso 79 del Canto XVII. Otra vez el siete y el nueve.

– Y en el verso 79, empieza, sorprendentemente, en mitad de la nada, el cuarto círculo purgatorial, el de los perezosos. Es decir, que tampoco la cuarta cornisa comienza con el principio del siguiente Canto. El florentino, por alguna razón desconocida, fusiona el final de un círculo con el principio del siguiente dentro de un mismo capítulo, cosa que no ha hecho antes en ningún momento.

– ¿Y eso significa algo?

– ¿Cómo vamos a saberlo, Ottavia? Pero tranquila porque, con toda seguridad, lo descubrirás por ti misma.

– Gracias.

– De nada, Basileia.

Aterrizamos en el aeropuerto internacional Ben Gurion, en Tel-Aviv, alrededor de las doce de la mañana. Un vehículo de la compañía El Al nos llevó hasta el cercano helipuerto, donde subimos a un helicóptero militar israelí que nos trasladó a Jerusalén en apenas veinticinco minutos. En cuanto tomamos tierra, un coche oficial, con los cristales negros, nos condujo velozmente a la Delega ción Apostólica.

Lo poco que pude ver durante el trayecto me decepcionó: Jerusalén era como cualquier otra ciudad del mundo, con sus avenidas, su tráfico y sus edificios modernos. Difícilmente se distinguían, en la distancia, algunos minaretes musulmanes apuntando al cielo. Entre la población, totalmente corriente, destacaban, eso sí, los judíos ortodoxos, con sus sombreros negros y sus enroscadas patillas, y decenas de árabes tocados con la kafia [30] y el akal [31]. Supongo que Farag vio la decepción pintada en mi cara, porque intentó consolarme:

– No te preocupes, Basileia. Esta es la Jerusalén moderna. La ciudad vieja te gustará más.

Yo no veía, como había esperado, ninguna señal evidente del paso de Dios por la tierra. Soñaba con visitar algún día Jerusalén y siempre había estado segura de que, en el preciso momento en que pusiera el pie en un lugar tan especial, percibiría la indudable presencia de Dios. Pero no era así, al menos por el momento. Lo único que de verdad llamaba mi atención era la abigarrada mezcla de arquitecturas orientales y occidentales, y que todas las señalizaciones urbanas estaban en hebreo, árabe e inglés. También despertó mi curiosidad la gran cantidad de militares israelíes que circulaban por las calles armados hasta los dientes. Entonces recordé que Jerusalén era una ciudad endémicamente en guerra, y que no convenía olvidarlo. Los staurofílakes habían vuelto a acertar con la adjudicación del pecado: Jerusalén seguía estando llena de ira, de sangre, de rencor y de muerte. Bien podía Jesús haber elegido otra ciudad para morir y Mahoma otra para ascender al cielo. Habrían salvado muchas vidas humanas y muchas almas que no hubieran conocido el odio.

La gran sorpresa, sin embargo, la recibí en la Delegación Apostólica, un inmenso edificio que, excepto por su tamaño, no se diferenciaba en nada de sus vecinos más cercanos. Nos recibieron en la puerta varios sacerdotes de edades y nacionalidades variadas, encabezados por el propio Nuncio Apostólico, Monseñor Pietro Sambi, quien nos condujo, a través de numerosas dependencias, hasta una elegante y moderna sala de reuniones en la que, entre otras altas personalidades, ¡se encontraba mi hermano Pierantonio!

– ¡Pequeña Ottavia! -exclamó nada más hube cruzado las puertas, tras el capitán y Monseñor.

Mi hermano se abalanzó hacia mí y nos estrechamos en un largo y emotivo abrazo. Del resto de los asistentes, que eran muchos, brotó un divertido clamor.

– ¿Cómo estás, eh? -me preguntó, separándome al fin y mirándome de arriba abajo-. Bueno, aparte de sucia y malherida, quiero decir.

– Cansada -repuse al borde de las lágrimas-, muy cansada, Pierantonio. Pero también muy contenta de verte.

Como siempre, mi hermano tenía un aspecto magnífico, imponente, a pesar de su sencillo hábito franciscano. Pocas veces le había visto ataviado de esa manera porque, cuando venía a casa, vestía ropa seglar.

– ¡Te has convertido en todo un personaje, hermanita! Mira cuanta gente importante se ha reunido hoy aquí para conocerte.

Glauser-Róist y Farag estaban siendo presentados a los concurrentes por Monseñor Sambi, así que mi hermano hizo los honores conmigo: el arzobispo de Bagdad y vicepresidente de la Conferencia de Obispos Latinos, Paul Dahdah; el Patriarca de Jerusalén y presidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos de Tierra Santa, Su Beatitud Michel Sabbah; el arzobispo de Haifa, el greco-melkita Boutros Mouallem, vicepresidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos; el Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Diodoros I; el Patriarca ortodoxo armenio, Torkom; el exarca grecomelkita Georges El-Murr… Una verdadera pléyade de los más importantes patriarcas y obispos de Tierra Santa. Tras cada nueva presentación, mi desconcierto aumentaba. ¿Acaso nuestra misión ya no era tan secreta como al principio? ¿Es que no había dicho Su Eminencia el cardenal Sodano que debíamos guardar completo silencio sobre lo que estábamos haciendo y lo que estaba pasando?

Farag se dirigió hacia Pierantonio y lo saludó con afecto mientras que Glauser-Róist se mantuvo a una discreta distancia que no me pasó desapercibida. Ya no me cabía la menor duda de que entre mi hermano y la Roca existía una profunda animadversión por algún motivo desconocido. No obstante, a lo largo de la charla que tuvo lugar a continuación, también pude comprobar que muchos de los presentes se dirigían a la Roca con un cierto temor, y algunos, incluso, con un marcado desprecio. Me prometí a mí misma que ese misterio no iba a quedar sin resolver antes de abandonar Jerusalén.

La reunión fue larga y aburrida. Los Patriarcas y obispos de Tierra Santa pusieron de manifiesto, uno tras otro, su gran preocupación por los robos de Ligna Crucis. Según nos contaron, las Iglesias cristianas más pequeñas fueron las primeras en sufrir las sustracciones de los staurofílakes, y eso que, a menudo, sólo contaban con alguna astilla diminuta o con un poco de serrín dentro de un relicario. Lo que había comenzado como un oscuro accidente en un monte perdido de Grecia, me dije sorprendida, se había convertido en un incidente internacional de dimensiones desproporcionadas, como una bola de nieve que no había parado de crecer hasta aplastar a la cristiandad. Todos los presentes estaban sumamente preocupados por las consecuencias que aquello pudiera tener en la opinión pública si el escándalo saltaba a los medios de comunicación, pero yo me preguntaba hasta qué punto podía guardarse silencio cuando tanta gente importante estaba ya enterada del asunto. En realidad, aquella reunión no tenía otro fundamento que la curiosidad de Patriarcas, obispos y delegados por conocernos a nosotros, pues, de todo lo que se dijo, ni Farag, ni el capitán, ni yo sacamos nada provechoso. A lo sumo, el hecho de saber que contábamos con la ayuda de todas aquellas Iglesias para cualquier cosa que necesitáramos. De modo que me aproveché.

– Con el debido respeto -dije en inglés, usando las mismas fórmulas de cortesía que ellos utilizaban-, ¿alguno de ustedes ha oído hablar de alguien que guarda unas llaves aquí, en Jerusalén?

Se miraron entre sí, desconcertados.

– Lo siento, hermana Salina -me respondió Monseñor Sambi-. Creo que no hemos entendido muy bien la pregunta.

– Debemos localizar en esta ciudad -le interrumpió Glauser-Róist, impaciente- a alguien que tiene unas llaves y que, cuando abre lo que sea, nadie puede cerrarlo, y viceversa.

Volvieron a mirarse entre sí con cara de no tener ni la más remota idea de lo que les estábamos hablando.

– ¡Pero, Ottavia! -me reprendió mi hermano de muy buen humor, ignorando a la Roca -. ¿Sabes cuántas llaves importantes hay en Tierra Santa? ¡Cada iglesia, basílica, mezquita o sinagoga tiene su propio e histórico muestrario de llaves! Lo que dices no tiene sentido en Jerusalén. Lo siento, pero es, simplemente, ridículo.

– ¡Procura tomarte este asunto más en serio, Pierantonio! -por un momento, olvidé dónde estábamos, olvidé que me dirigía al importantísimo Custodio de Tierra Santa en mitad de una asamblea ecuménica de prelados (algunos de los cuales eran similares al Papa en dignidad), y sólo vi a mi hermano mayor tomándose a sorna una cuestión que había estado a punto de acabar con mi vida en tres ocasiones-. Es muy importante localizar «al que tiene las llaves», ¿comprendes? Si hay muchas o hay pocas en Jerusalén, no es el tema. El tema es que, en esta ciudad, hay alguien que tiene unas llaves que nosotros necesitamos.

– Muy bien, hermana Salina -me respondió, y yo me quedé de piedra al ver, por primera vez en mi vida, a Pierantonio con un gesto de respeto y comprensión en su gran cara de príncipe soberano. ¿Acaso la «pequeña Ottavia», de repente, era más importante que el Custodio? ¡Oh, Dios mío, eso sí que era una buena noticia! ¡Tenía poder sobre mi hermano!

– Bien, pues… En fin… -Monseñor Sambi no sabía como terminar con aquella insólita disputa familiar en el seno de una reunión tan notable-. Creo que todos los presentes debemos tomar nota de lo que, tanto el capitán Glauser-Róist como la hermana Salina, nos han dicho, y disponer que se inicie la búsqueda de ese portador de las llaves.

Hubo consenso general y el cónclave se disolvió amistosamente en una comida servida por la delegación en el lujoso comedor del edificio. Según me contaron, allí era donde, recientemente, había almorzado en varias ocasiones el Papa durante su viaje a Tierra Santa. No pude evitar una sonrisa irónica al pensar que nosotros llevábamos tres días sin duchamos y que debíamos oler bastante mal.

Cuando, tras la sobremesa, subimos a las habitaciones que nos habían asignado, descubrí que un par de monjas húngaras ya habían deshecho mi equipaje y dispuesto mis cosas en perfecto orden en el armario, el cuarto de baño y la mesa de trabajo. Pensé que no deberían haberse tomado tantas molestias porque, al día siguiente, probablemente de madrugada (o a cualquier otra hora intempestiva), estaríamos volando hacia Atenas con más magulladuras, heridas y escarificaciones en el cuerpo. Y, pensando precisamente en las escarificaciones, me dirigí al baño, me quité la ropa de cintura para arriba y despegué cuidadosamente los dos apósitos que cubrían la parte interior de mis antebrazos. Allí estaban las marcas, aún enrojecidas e inflamadas -la de Roma mucho menos que la de Rávena, hecha apenas unas horas antes-; dos bellas cruces que irían conmigo el resto de mi vida, me gustara o no. Ambas tenían unas líneas verdosas profundamente hundidas en la carne, como si hubieran inyectado allí algún extracto de plantas y hierbas. Decidí que no era buena idea sentir aprensión, así que, terminé de desvestirme, me di una buena ducha que me supo a gloria y, una vez seca, con lo que encontré en un armarito sanitario escondido tras la puerta, me hice las curas y me vendé los antebrazos. Afortunadamente, con las mangas largas aquel desaguisado no podía verse.

A media tarde, después de descansar apenas una hora, mi hermano Pierantonio nos propuso acercarnos hasta la ciudad vieja, la antigua Jerusalén, para hacer un breve recorrido turístico. El Nuncio manifestó una cierta preocupación por nuestra seguridad, ya que, apenas unos días antes habían tenido lugar, entre palestinos e israelíes, los enfrentamientos más duros desde el fin de la Intifada. Nosotros, como estábamos tan absortos en nuestros propios problemas, no nos habíamos enterado, pero, por lo visto, en dichos enfrentamientos había habido al menos una decena de muertos y más de cuatrocientos heridos. El gobierno de Israel se había visto obligado a entregar tres barrios de Jerusalén -Abu Dis, Azaria y Sauajra- a la Autoridad Palestina con la esperanza de reabrir una vía de negociación y terminar con la revuelta en los territorios autónomos. De manera que la situación era tensa y se temían nuevos atentados en la ciudad, por eso, y también por el cargo que ocupaba Pierantonio, el Nuncio nos instó a utilizar un discreto vehículo de la delegación para trasladarnos hasta la ciudad vieja. También nos proporcionó al mejor de los guías: el padre Murphy Clark, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, un hombre grande y gordo como una barrica, con una preciosa barba blanca recortada, que era uno de los mejores especialistas del mundo en arqueología bíblica. Aparcamos el coche, también con cristales ahumados, en las proximidades del Muro de las Lamentaciones y, desde allí, andando, hicimos un viaje en el tiempo y retrocedimos dos mil años de historia.

Yo quería verlo todo y no tenía ojos suficientes para abarcar, de una vez, la inmensa belleza de aquellas callejuelas empedradas, con sus tiendas de camisetas y recuerdos, y su extraña población, vestida a la usanza de las tres culturas de la ciudad. Pero lo más emocionante fue recorrer la Vía Dolorosa, el camino seguido por Jesús en dirección al Golgota con la cruz a cuestas y la corona de espinas clavada en la frente. ¿Cómo se puede explicar emoción semejante? No hay palabras que lo describan. Pierantonio, que podía leer en mí como en un libro abierto, se rezagó y se puso a mi lado, dejando que el capitán, el padre Clark y Farag nos fuesen marcando el camino. Resultaba evidente que mi hermano no estaba pensando precisamente en rezar el Viacrucis conmigo. En realidad, su idea era sonsacarme el máximo de información acerca de la misión que estábamos realizando.

– Pero, vamos a ver, Pierantonio -protesté-, ¿es que no lo sabes todo ya? ¿Por qué no dejas de hacerme preguntas?

– ¡Porque no me cuentas nada! ¡Tengo que sacarte las cosas con sacacorchos!

– Pero ¿qué es lo que quieres sacarme, si puede saberse? ¡No hay nada más!

– Cuéntame lo de las pruebas.

Suspiré y miré al cielo en busca de ayuda.

– No son exactamente pruebas, Pierantonio. Estamos recorriendo una especie de Purgatorio que debe purificar nuestras almas para hacernos dignos de llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax. Ese es nuestro único objetivo. Una vez que localicemos la Vera Cruz, llamaremos a la policía y ellos se encargarán del resto.

– Pero ¿y lo de Dante? ¡Dios mío, si parece increíble! ¡Cuéntamelo, anda!

Me detuve en seco, en mitad de una procesión de norteamericanos que rezaba las estaciones del Viacrucis, y me volví hacia él.

– Vamos a hacer un trato -le dije muy seria-. Tú me hablas sobre Glauser-Róist y yo te cuento la historia con todo detalle.

La cara de mi hermano se transformó. Juraría que vi un rayo de odio cruzando sus santos ojos. Negó con la cabeza.

– En Palermo me dijiste -insistí- que Glauser-Róist era el hombre más peligroso del Vaticano y, si la memoria no me falla, me preguntaste qué hacía yo trabajando con alguien al que temían cielo y tierra y que era la mano negra de la Iglesia.

Pierantonio se puso nuevamente en marcha, dejándome atrás.

– Si quieres que te cuente la historia de Dante Alighieri y los staurofílakes -le tenté cuando me puse a su lado-, tendrás que hablarme sobre Glauser-Róist. Recuerda que tú mismo me enseñaste cómo conseguir información, incluso por encima de la propia conciencia.

Mi hermano volvió a detenerse en mitad de la Vía Dolorosa.

– ¿Quieres saberlo todo sobre el capitán Kaspar Linus Glauser-Róist? -me preguntó desafiante, soltando chispas de ira-. ¡Pues lo vas a saber! Tu querido colega es el encargado de hacer desaparecer todos los trapos sucios de los miembros importantes de la Iglesia. Desde hace unos trece años, Glauser-Róist se dedica a destruir todo cuanto pueda empañar la imagen del Vaticano; y, cuando digo destruir, quiero decir destruir: amenaza, extorsiona, y no me extrañaría nada que incluso hubiera llegado a matar en cumplimiento de su deber. Nadie escapa a la larga mano de Glauser-Róist: periodistas, banqueros, cardenales, políticos, escritores… Si tienes algún secreto en tu vida, Ottavia, más vale que no lo sepa Glauser-Róist. Ten en cuenta que, algún día, podría usarlo en tu contra con absoluta sangre fría y sin sentir la menor lástima por ti.

– ¡No será para tanto! -le rebatí, pero no porque pusiera en duda sus afirmaciones, sino porque sabía que así le acicateaba para que continuase hablando.

– ¿Que no? -se indignó. Reanudamos el paseo porque el padre Clark, Farag y la Roca se habían adelantado mucho-. ¿Necesitas pruebas? ¿Recuerdas el «caso Marcinkus»?

Bueno, sí, algo sabía de todo aquello, aunque no mucho. Por costumbre, todo cuanto fuera contra la Iglesia quedaba más o menos alejado de mi vida y de la vida de todos los religiosos y religiosas. No es que no pudiéramos saber -que podíamos-, es que no queríamos; a priori, no nos gustaba escuchar este tipo de acusaciones y hacíamos oídos más o menos sordos a los escándalos anticlericales.

– En 1987 los jueces italianos ordenaron el arresto del arzobispo Paul Casimiro Marcinkus, director a la sazón del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, también conocido como Banca Vaticana. La acusación, tras siete meses de investigaciones, era por haber llevado fraudulentamente a la bancarrota al Banco Ambrosiano de Milán. Quedó demostrado que el Banco estaba controlado por un grupo de corporaciones extranjeras, con sede en los paraísos fiscales de Panamá y Liechtenstein, que, en realidad, servían de tapadera al IOR y al propio Marcinkus. El Banco Ambrosiano presentaba un «agujero» de más de mil doscientos millones de dólares, de los cuales el Vaticano, tras muchas presiones, sólo devolvió a los acreedores doscientos cincuenta. Es decir, el Vaticano se tragó más de novecientos millones de dólares. ¿Sabes quién fue el encargado de impedir que Marcinkus cayera en manos de la justicia y de echar tierra sobre este turbio asunto?

– ¿El capitán Glauser-Róist?

– Tu amigo el capitán consiguió trasladar a Marcinkus al Vaticano con un pasaporte diplomático que impidió que la policía italiana pudiera detenerle. Una vez a salvo, organizó una campaña de despiste de la opinión pública, consiguiendo, no se sabe bien con qué métodos, que algunos periodistas calificaran a Marcinkus de gestor ingenuo, negligente y despistado. Después le hizo desaparecer, organizándole una nueva vida en una pequeña parroquia norteamericana del estado de Arizona, donde permanece hasta el día de hoy.

– Yo no veo nada delictivo en esto, Pierantonio.

– ¡No, si él nunca hace nada fuera de la ley! ¡Sólo la ignora! ¿Que un cardenal es detenido en la frontera suiza con una maleta llena de millones que quiere hacer pasar como valija diplomática? Allá va Glauser-Róist para remediar el entuerto. Recoge al cardenal, lo devuelve al Vaticano, consigue que los guardias fronterizos «olviden» el incidente y borra toda huella del asunto hasta conseguir que la misteriosa evasión de divisas no haya existido nunca.

– Sigo diciendo que todavía no encuentro motivos para temer a Glauser-Róist.

Pero Pierantonio estaba lanzado:

– ¿Que una editorial italiana publica un libro escandaloso sobre la corrupción en el Vaticano? Glauser-Róist identifica rápidamente al monseñor o monseñores que han traicionado la ley vaticana de silencio, les pone una mordaza en la boca con no se sabe bien qué amenazas, y consigue que la prensa, tras el escándalo incial, entierre completamente el asunto. ¿Quién crees que elabora los informes con los detalles más escabrosos de la vida privada de los miembros de la Curia para que, luego, estos no tengan otro remedio que transigir en silencio con determinados desmanes? ¿Quién crees que entró en primer lugar en el apartamento del comandante de la Guardia Suiza, Alois Estermann, la noche en que este, su esposa y el cabo Cédric Tornay, murieron asesinados, supuestamente por los disparos efectuados por el cabo? Kaspar Glauser-Róist. Él fue quien se llevó de allí las pruebas de lo que sucedió realmente y quien se inventó la versión oficial de la «locura transitoria» del cabo, al que la Iglesia llegó a acusar, con rumores en la prensa, de consumidor de drogas y de «desequilibrado lleno de rencor». Él es el único que sabe lo que pasó de verdad aquella noche. ¿Que un prelado del Vaticano organiza una «juerguecita», digamos… subida de tono, y un periodista va a publicarlo y a sacar fotografías escandalosas? No hay de qué preocuparse. El artículo no ve jamás la luz y el periodista cierra la boca para el resto de su vida después de una visita de Glauser-Róist. ¿Por qué? ¡Ya te lo puedes imaginar! Ahora mismo hay un importante prelado de la Iglesia, el arzobispo de Nápoles, que está siendo investigado por la fiscalía judicial de Basilicata, que le acusa de usura, asociación delictiva y apropiación indebida de bienes. Apuéstate lo que quieras a que saldrá absuelto. Por lo que me han contado, tu amigo ya está tomando cartas en el asunto.

Un pensamiento muy siniestro estaba surgiendo en mi mente, un pensamiento que no me gustaba nada y que me causaba una gran desazón.

– ¿Y tú qué tienes que ocultar, Pierantonio? No hablarías así del capitán si no hubieras tenido, directamente, algún problema con él.

– ¿Yo…? -parecía sorprendido. De repente, toda su ira se había esfumado y era la viva imagen del cordero pascual, pero a mí no podía engañarme.

– Sí, tú. Y no me vengas con el cuento de que sabes todo eso acerca de Glauser-Róist porque la Iglesia es una gran familia donde todo se comenta.

– ¡Hombre, eso también es cierto! Los que estamos dentro de la Iglesia, ocupando determinados puestos, lo sabemos todo de casi todo.

– Puede ser -murmuré mecánicamente, mirando las lejanas nucas de Murphy Clark, la Roca y Farag-; pero a mí no me engañas. Tú has tenido algún problema con el capitán Glauser-Róist y me lo vas a contar ahora mismo.

Mi hermano soltó una carcajada. Un rayo de sol, que se afiló al pasar entre dos nubes, le iluminó directamente la cara.

– ¿Y por qué tendría que contarte nada, pequeña Ottavia? ¿Qué podría impulsarme a confesarte pecados que no se pueden revelar y, mucho menos, a una hermana pequeña?

Le miré friamente, con una sonrisa artificial en los labios.

– Porque, si no lo haces, me voy ahora mismo con Glauser-Róist, le cuento todo lo que me has dicho y le pido que me lo explique él.

– No lo haría -replicó muy ufano. En serio que no le pegaba nada el humilde hábito franciscano-. Un hombre como él jamás hablaría de este tipo de asuntos.

– ¿Ah, no…? -Si él estaba jugando fuerte, yo podía ser mucho más fanfarrona-. ¡Capitán! ¡Eh, capitán!

La Roca y Farag se volvieron a mirarme. El padre Murphy giró su inmensa barriga un poco más tarde.

– ¡Capitán! ¿Puede venir un momento?

Pierantonio se había puesto lívido.

– Te lo contaré -masculló viendo que Glauser-Róist retrocedía para acercarse hasta nosotros-. ¡Te lo contaré, pero dile que no venga!

– ¡Capitán, perdóneme, me he equivocado! ¡Siga adelante, siga! -Y le hice un gesto con la mano indicándole que volviera con los otros.

La Roca se detuvo, me observó detenidamente y luego giró y continuó adelante. Un extraño grupo de seis o siete mujeres vestidas íntegramente de negro nos empujó hacia un lado y nos adelantó. Iban cubiertas con un largo manto que las envolvía desde el cuello hasta los pies y, en la cabeza, llevaban un curioso tocado, una especie de minúsculo sombrerito redondo, caído sobre la frente, que sujetaban con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Por su aspecto, deduje que debían de ser monjas ortodoxas, aunque no pude adivinar a qué Iglesia pertenecían. Lo curioso fue que, casi inmediatamente, nos sobrepasó otro grupo semejante, aunque sin sombrerito y con largos cirios de cera amarilla entre las manos.

– ¡Pequeña Ottavia, te estás volviendo muy terca!

– Habla.

Pierantonio se mantuvo silencioso y meditabundo durante bastante tiempo, pero, al final, inspiró profundamente y comenzó:

– ¿Recuerdas que te hablé, allá, en casa, de los problemas que tenía con la Santa Sede?

– Lo recuerdo, sí.

– Te hablé de las escuelas, los hospitales, las casas de ancianos, las excavaciones arqueológicas, las casas de acogida de peregrinos, los estudios bíblicos, el restablecimiento del culto católico en Tierra Santa…

– Sí, sí, y me hablaste también de la orden que te había dado el Papa de recuperar el Santo Cenáculo sin facilitarte, a cambio, el dinero necesario.

– Exacto. El tema va por ahí.

– ¿Qué has hecho, Pierantonio? -le pregunté, apenada. De pronto, la Vía Dolorosa se había vuelto dolorosa de verdad.

– Bueno… -titubeó-. Tuve que vender algunas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Algunas de las cosas encontradas en nuestras excavaciones.

– ¡Oh, Dios mío, Pierantonio!

– Lo sé, lo sé -afirmó, contrito-. Si te sirve de consuelo, se las vendía al propio Vaticano, a través de un testaferro.

– ¿Qué estás diciendo?

– Hay grandes coleccionistas de arte entre los príncipes de la Iglesia. Poco antes de que se inmiscuyera Glauser-Róist, el abogado que trabajaba a mis órdenes en Roma vendió a un prelado, al que tú conoces personalmente porque estuvo mucho tiempo en el Archivo Secreto, un antiguo mosaico del siglo VIII, encontrado en las excavaciones de Banu Ghassan. Pagó casi tres millones de dólares. Creo que ahora lo exhibe en el salón de su casa.

– ¡Oh, Dios mío! -gemí. Estaba hundida.

– ¿Sabes cuántas cosas buenas hicimos con todo ese dinero, pequeña Ottavia? -Mi hermano no parecía sentirse culpable en absoluto-. Fundamos más hospitales, dimos de comer a mucha más gente, creamos más casas de ancianos y más escuelas para niños. ¿Qué fue lo que hice mal?

– ¡Traficaste con obras de arte, Pierantonio!

– ¡Pero si se las vendía a ellos! Nada de lo que comercié fue a parar a manos que no estuvieran bendecidas por el sacerdocio, y todo el dinero que gané lo invertí en las necesidades más urgentes de los pobres de Tierra Santa. Algunos de esos príncipes de la Iglesia tienen muchísimo dinero y aquí nos falta de todo… -respiró entrecortadamente y vi reaparecer el odio en su mirada- Hasta que, un buen día, se presentó en mi despacho tu amigo Glauser-Róist, del que yo ya había oído hablar. Resulta que había estado haciendo averiguaciones y que estaba al tanto de mis actividades. Me prohibió continuar con las ventas, so pena de hacer estallar el escándalo, manchando mi nombre y el nombre de mi Orden. «Tengo recursos para que mañana su cara salga en la foto de portada en los diarios más importantes del mundo», me dijo sin alterarse. Le hablé de los hospitales, los asilos, los comedores públicos, los colegios… Le dio exactamente lo mismo. Ahora, las deudas nos ahogan y no sé cómo voy a resolver esta situación.

¿Qué me había dicho Farag en las catacumbas de Santa Lucía? «Aunque la verdad haga daño, siempre es preferible a la mentira.» Ahora yo me preguntaba si la bondad de mi hermano, aunque hiciera daño no era preferible a la injusticia. ¿O quizá dudaba porque se trataba de mi hermano y estaba buscando desesperadamente la manera de justificarle? ¿O quizá era que la existencia no estaba formada por bloques blancos o negros, y se trataba, en realidad, de un mosaico multicolor de combinaciones infinitas? ¿No era la vida, acaso, un cúmulo de ambigüedades, de matices intercambiables que intentábamos constreñir en una estructura absurda de normas y dogmas?

Para cuando yo me hacía estas disquisiciones, nuestro pequeño grupo entró, de golpe, nada más doblar una esquina, en la plazuela de la basílica del Santo Sepulcro. Me quedé en suspenso, conmocionada. Allí, frente a mí, se hallaba el lugar donde Jesús fue crucificado. Sentí que las lágrimas subían a mis ojos y que la emoción me desbordaba.

La basílica mandada construir por Santa Helena en el lugar donde creyó descubrir la Verdadera Cruz de Cristo era impresionante -ángulos rectos, piedra sólida y milenaria, grandes ventanas enrejadas, torres cuadradas con cubiertas de ladrillo rojo…- y la plaza estaba abarrotada de gente de toda raza y condición. Grupos de turistas se arremolinaban en torno a estrechas cruces de madera y entonaban cantos religiosos en varias lenguas que, al mezclarse en la caja de resonancia que era la plaza, semejaban un zumbido discordante. Allí se encontraban también, en el pórtico, las monjas ortodoxas con las que nos habíamos cruzado en el camino, dando la espalda a otras monjas -estas católicas- vestidas con hábitos claros de falda corta. Muchas mujeres llevaban colgando del cuello, a modo de collares, hermosos rosarios y, algunas otras, los rezaban puestas de rodillas sobre el duro suelo empedrado. Había también muchos sacerdotes católicos y religiosos de las órdenes más diversas, y abundaban las largas barbas pobladas, típicas de los monjes ortodoxos que iban, además, cubiertos con negros gorros tubulares de variados modelos: lisos, adornados con ribetes y puntillas, con un tejadillo en forma de chimenea o, incluso, con una larga toca que colgaba a lo largo de la espalda hasta la cintura. Por encima de todo este caos humano, volaban multitud de palomas blancas que parecían ignorar al gentío, planeando de una cornisa a otra, de una ventana a otra, buscando la mejor vista del espectáculo. La fachada de la basílica era muy curiosa, con unas puertas gemelas situadas bajo dos ventanas también gemelas de arco apuntado, aunque, extrañamente, la puerta de la derecha aparecía tapiada con grandes sillares. Y el interior… Bueno, el interior era deslumbrante. Como la entrada se efectuaba por un lateral de la nave, no se podía tener una perspectiva completa hasta que no se había avanzado lo suficiente, pero, mientras tanto, la luz de cientos de candiles orientales iluminaba el trayecto. Fue un momento tan emocionante que apenas puedo recordar todo lo que vi. El padre Murphy nos iba explicando detalladamente los pormenores de cada lugar por el que pasábamos. En el atrio, a la entrada, rodeada de candelabros y lámparas, se encontraba la Piedra de la Unción, una gran losa rectangular de caliza roja en la que se suponía que habían puesto el cuerpo de Jesús tras bajarlo de la cruz. La gente, enfervorecida, echaba agua bendita sobre la piedra y luego decenas de manos se lanzaban a humedecer en ella pañuelos y rosarios. No había manera de poder acercarse hasta allí. En el centro de la basílica se hallaba el Catholicón, el lugar donde supuestamente estuvo el Santo Sepulcro, con una fachada cubierta de lamparillas dentro de preciosos globos de plata. Encima de la puerta había tres cuadros que hablaban de la Resurrección de Jesús, cada uno de ellos de un estilo diferente: latino, griego y armenio. Pasando la puerta del Catholicón, se llegaba a un pequeño vestíbulo llamado Capilla del Ángel, porque se suponía que era allí donde éste había anunciado la Resurrección a las Santas Mujeres. Tras otra portezuela, se encontraba el Santo Sepulcro propiamente dicho, un recinto pequeño y estrecho en el que se divisaba un banco de mármol que recubría la piedra original en la que fue colocado el cuerpo de Jesús. Me arrodillé un segundo -la afluencia de gente no permitía mucho más-, y salí con menos unción de la que tenía al entrar. El entorno quizá fuera hipnótico y proclive a un cierto tipo de síndrome religioso de Estocolmo, pero el agobio de la multitud me restaba fervor.

Bajando por unas escaleras llegamos al lugar donde Santa Helena descubrió las tres cruces, según contaba Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada. La cámara era una estancia amplia y vacía, de piedra, en uno de cuyos rincones una barandilla de hierro protegía el punto exacto donde aparecieron las reliquias. El padre Murphy, mesándose la barba, empezó a contarnos la leyenda y de ese modo descubrimos que sabíamos mucho más que uno de los más reputados expertos mundiales. Pero el afable y grueso arqueólogo se dio cuenta pronto de que se hallaba en compañía de expertos, así que, con toda humildad, escuchó algunas de nuestras apreciaciones.

Recorrimos la basílica de arriba abajo -rotonda de la Anástasis incluida- y durante la visita, Pierantonio y el padre Murphy nos contaron que tanto la comunidad latina, como la greco-ortodoxa y la armenio-ortodoxa eran copropietarias a partes iguales del templo, que se regía por un status quo, es decir, por un frágil acuerdo que, a falta de otra solución mejor, intentaba poner paz entre las iglesias cristianas de Jerusalén. También los coptos ortodoxos, los sirio-ortodoxos y los etíopes podían oficiar sus ceremonias en la basílica y, por ese motivo, Farag protestó vehementemente, ya que los copto-católicos no gozaban de semejante derecho; pero el padre Murphy le suplicó, medio en broma medio en serio, que no echara más leña al fuego, que no estaban las cosas para nuevos levantamientos populares.

Cuando acabamos el recorrido por la basílica, mi hermano y el padre Murphy nos propusieron continuar nuestra ruta turística visitando otros santos lugares de la ciudad.

– Aún queda algo aquí que no hemos visto -rechacé-. La cripta subterránea.

Pierantonio me miró sin comprender y Murphy Clark esbozó una sonrisa satisfecha.

– ¿Cómo conoce usted, doctora, la existencia de la cripta? -preguntó, intrigado.

– Sería muy largo de contar, Murphy -le respondió Farag, quitándome la palabra de la boca-, pero estaríamos muy interesados en verla.

– Va a ser complicado… -murmuró pensativo, volviendo a mesarse la barba-. Esa cripta es propiedad de la Iglesia Ortodoxa Griega y sólo unos pocos sacerdotes católicos, que pueden contarse sobradamente con los dedos de una mano, han conseguido entrar en ella. Acaso su hermano, el Custodio Salina, podría obtener el permiso.

– ¡Pero si yo ni siquiera sabía que existía! -alegó mi hermano, desconcertado.

– Yo tampoco la he visto, padre -repuso Murphy-, pero, como a su hermana, me encantaría poder hacerlo. Pídale autorización al Patriarca ortodoxo de Jerusalén. Con una llamada bastará.

– ¿Es absolutamente necesario? -quiso saber mi hermano antes de empezar a pedir favores políticamente comprometidos.

– Te aseguro que sí.

Pierantonio se dirigió a la salida y, resguardándose de la multitud en un rincón del atrio, fuera de las puertas, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su hábito. Sólo tardó unos minutos.

– ¡Hecho! -nos anunció alegremente a su vuelta-. Vamos a buscar al padre Chrisostomos. ¡No ha sido fácil! Por lo visto se trata de una bóveda secreta, oculta en lo más profundo de la basílica. Tendríais que haber oído las exclamaciones de sorpresa e incredulidad que me han llegado a través del teléfono. ¿Cómo es que conocíais su existencia?

– Es una historia muy larga, Pierantonio.

Mi enardecido hermano se dirigió al primer sacerdote ortodoxo que se le puso por delante y pocos minutos después nos hallábamos frente a un pope de barba grisácea que usaba el gorro modelo «tejadillo de chimenea», idéntico al de los hombres de la Florencia renacentista. El padre Chrisostomos, que llevaba unas gafas sobre el pecho colgando de un hilillo, nos miró absolutamente desconcertado. Su expresión delataba bien a las claras que todavía no se había repuesto de la reciente llamada que le avisaba de nuestra llegada y del motivo de la misma. Pierantonio se adelantó y se presentó a sí mismo utilizando todos sus cargos, que eran más de los que yo conocía, y el padre Chrisostomos le estrechó la mano con respeto, aunque sin variar el gesto de sorpresa que parecía habérsele petrificado en la cara. Luego fuimos presentados los demás y, por fin, el sacerdote ortodoxo dejó salir la angustia que oprimía su sobrecogido corazón:

– No quisiera ser indiscreto, pero ¿podrían explicarme cómo han conocido la existencia de la Cámara?

La Roca le respondió:

– Por unos documentos antiguos que hablaban de su construcción.

– ¿Ah, sí? Pues, si no les incomodan mis preguntas, me gustaría saber algo más. El padre Stephanos y yo llevamos toda nuestra vida custodiando las reliquias de la Verdadera Cruz que se conservan en la cripta, pero no teníamos noticias de que esta fuera conocida y de que hubiera documentos que hablaran de su construcción.

Mientras descendíamos, piso tras piso, hacia las profundidades de la tierra, entre Farag, la Roca y yo, fuimos contando lo que sabíamos sobre las cruzadas y la cámara secreta, aunque sin mencionar a los staurofílakes. Por fin, después de bajar cientos de escalones de piedra, llegamos hasta un recinto rectangular aparentemente habilitado como trastero. Cuadros de antiguos patriarcas colgaban de las paredes, muebles cubiertos por fundas de plástico parecían dormir el sueño de los justos, incluso había un viejo hábito ortodoxo, colgado de una percha, inmóvil como un fantasma. Al fondo, una cancela de hierro protegía una segunda puerta de madera que parecía ser nuestro objetivo. Un viejecito de larga barba blanca se levantó de una silla al vernos entrar.

– Padre Stephanos, tenemos invitados -anunció el padre Chrisostomos.

Los dos curas intercambiaron un breve diálogo en voz baja y luego se volvieron hacia nosotros.

– Adelante.

El cura ortodoxo viejecito sacó un manojo de llaves de hierro de entre los pliegues de su sotana, se dirigió hacia la cancela y la abrió muy lentamente, como a cámara lenta. Antes de hacer lo mismo con la puerta de madera, pulsó un interruptor antediluviano situado en el dintel.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar en la bóveda secreta de los staurofílakes, la cripta construida en torno al año 1000 para proteger la reliquia de la Vera Cruz de la destrucción ordenada por el enloquecido califa Al-Hakem, me encontré con una suerte de barracón militar amueblado como una cocina. Un segundo vistazo, tras reponerme a duras penas de la impresión, me permitió distinguir un pequeño altar en el centro de la estancia en el que se mostraba un bello icono con una imagen de la crucifixión y, delante, un par de cruces de pequeño tamaño que resultaron ser los relicarios que contenían las santas astillas. A mi izquierda, unos viejos armarios metálicos de oficina servían de complemento perfecto para las sillas plegables y las mesas de madera abandonadas por doquier. ¡Si los staurofílakes vieran aquello! Aunque, pensándolo mejor, quizá fuera la forma más inteligente -si es que se trataba de una decisión consciente- de proteger algo tan valioso.

El padre Stephanos y el padre Chrisostomos se santiguaron repetidamente al modo ortodoxo y, luego, con una gran reverencia y respeto nos enseñaron, a través de los cristales de los relicarios, los menudos pedazos de madera de la cruz encontrada por Santa Helena. Todos procedimos a besar aquellos objetos, a excepción de la Roca, que nos daba la espalda y permanecía inmóvil como una estatua de sal. El padre Stephanos, al darse cuenta, se acercó despacito hasta él y buscó con la mirada lo que el capitán estaba contemplando con tanto interés.

– Es hermoso, ¿verdad? -dijo en un correctísimo inglés.

Los demás nos acercamos también hasta allí y, ¡oh, sorpresa!, descubrimos un bello Crismón de Constantino pintado sobre una gran tabla de madera oscura que contenía un largo texto griego. La tabla descansaba directamente sobre el suelo y se apoyaba contra la pared.

– Es mi oración preferida. Llevo cincuenta años meditando acerca de ella y, créame, cada día encuentro algún nuevo tesoro en su sencilla sabiduría.

– ¿Qué es? -preguntó Farag, agachándose para examinarla mejor.

– Hace unos treinta años, unos expertos ingleses nos dijeron que se trataba de una oración cristiana muy antigua, probablemente del siglo XII o XIII. El penitente que la encargó, o el artista que la realizó, no era griego, porque el texto contiene muchos errores. Los expertos dijeron que probablemente se trataría de algún hereje latino que visitó este lugar y que, en agradecimiento, regaló a la basílica esta hermosa tabla con los pensamientos que le inspiró la Verdadera Cruz.

Me puse en cuclillas junto a Farag y traduje en voz baja las primeras palabras: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia.» Me incorporé de un saltó y miré significativamente al capitán.

– «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia» -repetí en italiano.

El capitán, comprendiendo el mensaje, abrió mucho los ojos. Cualquier aspirante a staurofílax que hubiera superado las pruebas de Roma y Rávena, es decir, las cornisas de la soberbia y la envidia, sabría que aquel mensaje le estaba personalmente dirigido.

– Eso es lo que dice la primera frase, la que está pintada con letras unciales rojas.

El padre Stephanos me miró cariñosamente.

– ¿La señorita ha comprendido el sentido de la oración?

– ¡Perdón! -me disculpé precipitadamente-. He cambiado de idioma sin darme cuenta. Lo lamento.

– ¡Oh, no se preocupe! Me ha alegrado mucho ver la emoción en sus ojos cuando ha leído el texto. Creo que ha captado la importancia de la plegaria.

Farag se puso en pie y los tres intercambiamos significativas miradas de inteligencia; y para que no faltara de nada en aquella escena, a renglón seguido, los tres miramos al padre Stephanos… ¿Padre Stephanos o Stephanos, el staurofílax?

– ¿Les interesa? -quiso saber el anciano-. Si les interesa puedo darles un folleto que se imprimió poco después de la visita de los expertos ingleses. Incluye una fotografía completa de la tabla y varias más pequeñas con detalles concretos. Lo malo es que se trata de una publicación un poco antigua y las imágenes son en blanco y negro. Pero la oración viene traducida, aunque -añadió muy sonriente y orgulloso- debo avisarles de que el traductor fui yo -y poniendo cara de emoción, empezó a recitar de memoria-: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» ¿A que es hermosa?

– Es… bellísima, padre Stephanos -murmuré.

– ¡Oh, veo que les ha emocionado! -exclamó, feliz-. ¡Voy a buscar esos folletos y les daré uno a cada uno!

Y con su paso vacilante y lento, salió de la cripta y desapareció. La tabla era, indiscutiblemente, muy antigua. La madera estaba oscurecida por el humo de los cirios que, durante siglos, habían brillado frente a ella, aunque ahora no tuviera ninguno. Mediría aproximadamente un metro de alto por metro y medio de largo y las letras eran unciales griegas. El texto estaba escrito con tinta negra, aunque en la primera y la última frase las letras aparecían pintadas con un borde rojo. Encima, como un escudo o una seña de identidad, el Crismón del emperador con el travesaño horizontal.

Mi hermano percibió rápidamente que habíamos dado con algo importante. Así que se enzarzó en una conversación banal con el padre Murphy y con el padre Chrisostomos para que Farag, la Roca y yo pudiéramos hablar.

– Esta tabla -observó el capitán- es lo que hemos venido a buscar a Jerusalén.

– El mensaje no puede ser más claro -asintió Farag-. Tendremos que estudiarlo cuidadosamente. El contenido es muy extraño.

– ¿Extraño? -exclamé-. ¡Rarísimo! Vamos a quemarnos los ojos intentando comprenderlo.

– ¿Y qué me dicen del padre Stephanos? -preguntó la Roca.

– Staurofílax -respondimos Farag y yo a la vez.

– Sí, está claro.

El mencionado padre reapareció con sus folletos en las manos, bien sujetos para que no se le cayeran.

– Recen esta oración todos los días -nos pidió mientras nos los entregaba-, y descubrirán cuánta belleza puede esconderse en sus palabras. No se imaginarían la devoción que puede llegar a inspirar si se recita con paciencia.

Sentí crecer una ira absurda en mi interior contra aquel cínico staurofílax. Arrinconé la idea de que era un anciano, de que podía no ser miembro de la hermandad, y deseé ardientemente agarrarlo por la sotana y gritarle que dejara de reírse de nosotros porque habíamos estado a punto de morir varias veces por culpa de su extraño fanatismo. Entonces recordé que aquella nueva prueba era, no por casualidad, la de la ira, e intenté sofocar la furia que -estaba segura- el cansancio físico y mental alentaban. Sentí ganas de llorar al darme cuenta de que aquella ruta iniciática estaba meticulosamente calculada por esos endiablados diáconos milenaristas.

Sonámbulos, salimos de aquel recinto llevando con nosotros el cariño del viejo sacerdote y la simpatía y el agradecimiento del padre Chrisostomos, al que habíamos prometido enviar toda la documentación histórica sobre la construcción de la cripta. A esas horas de la tarde, todavía estaban entrando oleadas de turistas en la basílica del Santo Sepulcro.


Nos cedieron un modesto despacho en la delegación para que pudiéramos trabajar sobre el texto de la plegaria. El capitán exigió un equipo informático con acceso a la red y Farag y yo pedimos varios diccionarios de griego clásico y griego bizantino que nos fueron traídos desde la biblioteca de la Escuela Bíblica de Jerusalén. Después de cenar frugalmente, Glauser-Róist se colocó frente al ordenador y empezo a trastearlo. Los ordenadores eran para él como instrumentos musicales que debían estar perfectamente afinados o como potentes motores cuyas piezas debían girar siempre bien engrasadas. Mientras se entretenía en estos quehaceres informáticos, Farag y yo extendimos los folletos sobre la mesa y empezamos a trabajar en la oración.

La traducción del padre Stephanos podía calificarse de meritoria. Su interpretación del texto griego era irreprochable desde el punto de vista del estilo, aunque, gramaticalmente, dejaba algo que desear. Sin embargo, reconocimos que el anciano no hubiera podido hacer otra cosa con un material tan deficitario como el que proporcionaba la plegaria. Resultaba evidente que su autor no dominaba bien la lengua griega: algunos tiempos verbales, aún admitiendo que manejar los verbos griegos es sumamente complicado, estaban mal escritos y algunas palabras estaban mal colocadas en las frases. Lo lógico hubiera sido pensar que, quien redactó aquella oración, había puesto toda su buena voluntad en trasladar sus pensamientos a una lengua que no conocía lo suficiente, impulsado por alguna necesidad social o religiosa, pero sabiendo como sabíamos que se trataba en realidad de un mensaje staurofílax, no podíamos pasar por alto aquellas irregularidades. Lo primero que nos llamó la atención fueron las frases que contenían numerales, en parte porque resultaban absurdas en el contexto y en parte porque estábamos casi seguros de que podía tratarse de algún tipo de clave: «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos», y también: «Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes.» El número siete no podía ser casual -a esas alturas lo teníamos bastante claro-, pero ¿y el número cien, el cincuenta, el noventa y el dos?

Aquella noche no pudimos adelantar mucho. Estábamos tan cansados que apenas podíamos mantener los ojos abiertos. Así que nos fuimos a la cama, convencidos de que, unas cuantas horas de sueño, obrarían maravillas sobre nuestras capacidades intelectuales.

Pero el día siguiente tampoco obtuvimos buenos resultados. Volvimos el texto del revés, lo analizamos palabra por palabra, y, a excepción de las frases primera y última, las que venían remarcadas por un borde de color rojo, nada en el cuerpo de la plegaria aludía directamente a las pruebas de los staurofílakes. A última hora de la tarde, sin embargo, averiguamos un dato que sólo entenebreció más las pocas ideas que se nos habían ocurrido: la frase «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos» no tenía otro sentido que la referencia al pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, en el cual el evangelista Marcos decía textualmente que la multitud «se acomodó en grupos de cien y de cincuenta» [32]. O sea, que nos habíamos quedado otra vez con las manos vacías.

El despacho que nos había proporcionado la delegación pronto se quedó pequeño. Los libros de consulta que nos traían de la Escuela Bíblica, las notas, los diccionarios, las hojas impresas de material extraído de Internet, fueron peccata minuta en comparación con los paneles que empezamos a utilizar durante el siguiente fin de semana. Farag pensó que quizá veríamos algo -o veríamos más- si trabajábamos sobre una fotografía en formato grande de la oración. El capitán procedió a escanear la imagen del folleto dotándola de la máxima definición, y luego, como hizo con la silueta en papel de Abi-Ruj Iyasus, empezó a imprimir hojas que adhirió sobre una lámina de cartón de las mismas dimensiones que la tabla original. Luego, aquella reproducción fue colocada sobre un trípode de patas largas que ya no cupo en el despacho. Así que el domingo nos trasladamos con todos nuestros enseres a otra estancia más amplia en la que, además, disponíamos de una pizarra grande sobre la que dibujar esquemas o analizar oraciones.

El domingo por la tarde, abandoné a su suerte a mis desgraciados compañeros -la desesperación empezaba a hacer mella en nuestro ánimo- y me dirigí, yo sola, hasta la iglesia de los Franciscanos en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mi hermano Pierantonio celebraba misa todos los domingos a las seis, y yo no podía perderme algo tan especial estando allí (entre otras cosas porque mi madre me hubiera matado). Como la iglesia de los Franciscanos estaba adosada a los muros de la basílica del Santo Sepulcro, una vez que abandoné el coche de la delegación fuera de las murallas, caminé siguiendo la misma ruta del primer día. Necesitaba pasear tranquilamente, reencontrarme conmigo misma y ¿qué mejor sitio que Jerusalén? Me sentía una auténtica privilegiada por recibir codazos y empujones a lo largo de la Vía Dolorosa.

Según las indicaciones que me había dado Pierantonio por teléfono, la iglesia de los Franciscanos quedaba justo en el lado opuesto a la entrada de la basílica, de modo que no llegué hasta la plaza, sino que me desvié hacia la derecha un par de callejuelas antes. Di un extraño rodeo, completamente sola, para llegar a mi destino.

Escuché misa con devoción y recibí la comunión de manos de Pierantonio, con el que me fui de paseo al finalizar. Hablamos mucho; pude contarle detalladamente toda la historia de los robos de Ligna Grucis y los staurofílakes. Y, cuando ya anochecía, se ofreció a acompañarme hasta la delegación apostólica. Regresamos sobre nuestros pasos -vi la Cúpula de la Roca, la mezquita de Al-Aqsa, y muchas otras cosas más- y nos detuvimos en la plaza de la basílica del Santo Sepulcro, atraídos por una pequeña multitud que se congregaba junto a la puerta disparando fotografías y grabando con cámaras de video la clausura de las puertas por ese día.

– ¡Es increíble! ¡A la gente le llama la atención cualquier cosa! -ironizó mi hermano-. ¿Y tú, turista? ¿También quieres verlo?

– Eres muy amable -respondí con sarcasmo-, pero no, gracias.

Sin embargo, di un paso en aquella dirección. Supongo que no podía sustraerme al encanto de un anochecer en el corazón cristiano de Jerusalén.

– Por cierto, Ottavia, hay algo que quería comentarte y no había encontrado el momento de hacerlo.

Como en una atracción circense, un hombrecillo menudo, subido a una altísima escalera apoyada contra las puertas, estaba siendo iluminado por los focos y los destellos de las cámaras fotográficas. El hombre se afanaba con la sólida cerradura de hierro.

– Por favor, Pierantonio, no me digas que tienes más asuntos turbios que contarme.

– No, si no tiene nada que ver conmigo. Es sobre Farag.

Me giré bruscamente hacia él. El hombrecillo empezaba a descender por la escalera.

– ¿Qué pasa con Farag?

– A decir verdad -empezó mi hermano-, con Farag no pasa nada que no pueda pasar. La que parece tener problemas eres tú.

El corazón se me paró en el pecho y noté que la sangre huía de mi cara.

– No sé de qué estás hablando, Pierantonio.

Unos gritos y un murmullo de alarma salieron del grupo de espectadores. Mi hermano se volvió rápidamente a mirar, pero yo me quedé como estaba, paralizada por las palabras de Pierantonio. Había intentado mantener a raya mis sentimientos, había hecho todo lo posible para no dejar que se traslucieran y hete aquí que Pierantonio me había pillado.

– ¿Qué ha pasado, padre Longman? -oí que preguntaba mi hermano. Levanté la mirada del suelo y vi que se dirigía a otro fraile franciscano que se encontraba cerca de nosotros.

– Hola, padre Salina -le saludó el interpelado-. El Guardián de las Llaves se ha caído al bajar por la escalera. Se le ha ido el pie y se ha desplomado. Menos mal que ya estaba cerca del suelo.

Me encontraba tan entumecida por la pena y el susto que tardé unos segundos en reaccionar. Pero, gracias a Dios, mi cerebro volvió a funcionar bien, y una voz subconsciente empezó a repetirme dentro de la cabeza: «El Guardián de las Llaves, el Guardián de las Llaves.» Salí de la bruma con grandes dificultades mientras Pierantonio le daba las gracias a su hermano de Orden.

– El hombre de la escalera ha dado un traspiés… Bueno, volvamos a lo nuestro. Me había prometido a mí mismo que hoy hablaría, sin falta, de este asunto contigo. En fin, que, si no me he equivocado, tienes un problema muy serio, hermanita.

– ¿Qué te ha dicho exactamente ese fraile de tu Orden?

– No intentes cambiar de tema, Ottavia -me reconvino Pierantonio, muy serio.

– ¡Déjate de tonterías! -le increpé-. ¿Qué te ha dicho exactamente?

Mi hermano estaba más que sorprendido por mi súbito cambio de humor.

– Que el portero de la basílica, cuando estaba bajando la escalera, ha dado un traspiés y se ha caído.

– ¡No! -grité-. ¡No ha dicho portero!

Alguna luz debió hacerse de pronto en la mente de mi hermano porque el gesto de su cara cambió y vi que había comprendido.

– ¡El Guardián de las Llaves! -articuló entre titubeos-. ¡El que tiene las llaves!

– ¡Tengo que hablar con ese hombre! -exclamé mientras le dejaba con la palabra en la boca y me abría paso entre los turistas. Alguien que recibe el nombre de «Guardián de las Llaves» de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén tiene que estar bastante relacionado con aquel «que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre». Y si no era así, pues bueno; pero había que intentarlo.

Para cuando llegué al centro del corro, el hombrecito ya se había puesto en pie y se estaba sacudiendo la suciedad de la ropa. Como otros muchos árabes que había tenido ocasión de contemplar esos días, iba en camisa y sin corbata, con el cuello abierto y las mangas dobladas, y lucía un fino bigotito sobre el labio superior. Su gesto era de enfado y de rabia contenida.

– ¿Es usted al que llaman el «Guardián de las Llaves»? -le pregunté en inglés, un poco azorada.

El hombrecillo me miró con indiferencia.

– Creo que está claro, señora -repuso muy digno y, acto seguido, me dio la espalda y pasó a ocuparse de la escalera, que continuaba apoyada contra las puertas. Sentí que estaba perdiendo una oportunidad única, que no debía dejarlo escapar.

– ¡Escuche! -le grité para llamar su atención-. ¡Me dijeron que preguntara al que tiene las llaves!

– Me parece muy bien, señora -respondió sin volverse, dando por sentado que yo era una pobre loca. Golpeó un ventanuco disimulado en una de las hojas y este se abrió.

– No lo entiende, señor -insistí, apartando a dos o tres peregrinos que se empeñaban en filmar con sus cámaras cómo la escalera desaparecía por el postigo-. Me dijeron que preguntara al que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.

El hombre se quedó unos segundos en suspenso y luego se volvió y me miró fijamente. Durante un instante, me observó como el entomólogo que estudia un insecto, y luego, no pudo evitar manifestar su sorpresa:

– ¿Una mujer?

– ¿Acaso soy la primera?

– No -articuló, después de pensar un poco-. Hubo otras, pero no conmigo.

– Entonces ¿podemos hablar?

– Por supuesto -dijo, pellizcándose el bigote-. Espéreme aquí mismo dentro de media hora. Si no le importa, ahora debo terminar.

Dejé que continuara su trabajo y volví con Pierantonio, que me esperaba impaciente.

– ¿Era él?

– Sí. Me ha citado aquí dentro de media hora. Supongo que quiere verme sin gente alrededor.

– Bueno, pues demos un paseo.

Media hora no era mucho tiempo, pero si lo que mi hermano pretendía era volver sobre el tema de Farag, podía convertirse en una eternidad. Así que, para gastar minutos, le pedí el teléfono móvil y llamé al capitán. La Roca se mostró satisfecho por la noticia del «Guardián de las Llaves», pero también alarmado porque ni Farag ni él podrían llegar a la cita aunque salieran corriendo de la delegación. De manera que empezó a enumerar una larga lista de preguntas para hacerle al Guardián y terminó repitiéndose lamentablemente como un disco rayado, recordándome que hiciera o dijera aquello que acababa de decirme que hiciera o dijera. La verdad es que, después de cuatro días de retraso sobre nuestros planes, haber encontrado una pista tan importante era una luz en medio de la oscuridad. Ahora ya podríamos llevar a cabo la prueba de Jerusalén, fuera la que fuera, y salir hacia Atenas cuanto antes.

De este modo, hablando extensamente con el capitán, conseguí que transcurriera el plazo de tiempo sin que mi hermano tuviera ocasión de hacerme ninguna pregunta comprometida. Cuando, por fin, le devolví el móvil, Pierantonio sonrió. Estábamos delante de su iglesia, la franciscana.

– Supongo que piensas que ya no podemos hablar sobre tu amigo Farag -me dijo, sujetándome por el codo y dirigiéndome hacia la callejuela empedrada que iba a dar a la Vía Dolorosa.

– Exactamente.

– Sólo quiero ayudarte, pequeña Ottavia. Si lo estás pasando mal, puedes contar conmigo.

– Lo estoy pasando muy mal, Pierantonio -admití, cabizbaja-, pero supongo que todos los religiosos atravesamos alguna vez una crisis de este tipo. No somos seres especiales, ni estamos a salvo de los sentimientos humanos. ¿Acaso a ti no te ha pasado nunca?

– Bueno… -murmuró, mirando en la dirección contraria a mí-. Lo cierto es que sí. Pero hace mucho tiempo de aquello y, al final, a Dios gracias, triunfó mi vocación.

– En eso confío yo, Pierantonio -hubiera querido abrazarle, pero no estábamos en Palermo-. Confío en Dios, y si Él quiere que siga Su llamada, me ayudará.

– Rezaré por ti, hermanita.

Habíamos llegado a la plaza del Santo Sepulcro y el Guardián de las Llaves me esperaba delante de la puerta, tal y como me había dicho. Me acerqué despacito y me planté a pocos pasos de él.

– Repítame la frase, por favor -me pidió amablemente.

– Me dijeron: «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.»

– Muy bien, señora. Ahora escuche con atención. El mensaje que tengo para usted es el siguiente: «La séptima y la novena.»

– ¿«La séptima y la novena»? -repetí, desorientada-. ¿Qué séptima y qué novena? ¿De qué está hablando?

– No lo sé, señora.

– ¿No lo sabe?

El hombrecillo se encogió de hombros. Hacía calor aquella noche.

– No, no señora. Yo no sé lo que significa.

– ¿Y, entonces, qué tiene usted que ver con… con los staurofílakes?

– ¿Con quién? -Arqueó las cejas y se peinó el flequillo negro con la palma de la mano-. No sé nada de todo eso, discúlpeme. Verá, mi nombre es Jacob Nusseiba. Muji Jacob Nusseiba. Nosotros, los Nusseiba, hemos sido los encargados de abrir y cerrar todos los días las puertas de la basílica del Santo Sepulcro desde el año 637, cuando el califa Omar nos las entregó. Cuando el califa entró en Jerusalén, mi familia formaba parte de su ejército. Para evitar conflictos entre los cristianos, que estaban muy enfrentados unos con otros, nos entregó las llaves a nosotros. Desde entonces, y durante trece siglos, el hijo mayor de cada generación Nusseiba ha sido el Guardián de las Llaves. En algún momento de la historia, a esta larga tradición se unió otra de carácter secreto. Cada padre le dice a su hijo en el momento de pasarle las llaves: «Cuando te pregunten si tú eres el que tiene las llaves, el que abre y nadie cierra y el que cierra y nadie abre, deberás contestar: «La séptima y la novena.» Lo memorizamos y lo decimos desde hace muchos siglos cuando alguien nos pregunta, como ha hecho usted hoy.

La séptima y la novena, de nuevo el siete y el nueve, los números de Dante, pero ¿a qué podían referirse esta vez?

– ¿Desea alguna otra cosa, señora? Es tarde…

Agité suavemente la cabeza para salir de mi ensueño y miré al Mují Nusseiba. Aquel hombrecito tenía un árbol genealógico más antiguo que el de muchas casas reales europeas y, sin embargo, por su aspecto, nadie diría que no era el insignificante camarero de un café.

– ¿Ha venido mucha gente como yo, preguntándole? Quiero decir…

– La entiendo, la entiendo -se apresuró a responder, haciendo un ademán con la mano para que me callara-. Mi padre me entregó las llaves hace diez años y, desde entonces, he repetido la respuesta diecinueve veces. Con usted, veinte.

– ¡Veinte!

– Mi padre la repitió sesenta y siete veces. Creo que se la dijo a cinco mujeres.

La Roca me había dicho que preguntara también por Abi-Ruj Iyasus, pero el Guardián de las Llaves no me dio oportunidad de hacerlo.

– De verdad que lo siento, señora, pero tengo que irme. Me esperan en casa y es muy tarde. Espero haberle sido de ayuda. Qué Alá la proteja.

Y, diciendo esto, desapareció con paso rápido, dejándome con bastantes más interrogantes de los que tenía antes de empezar a hablar con él.

Un brazo sin cuerpo y con un móvil en la mano apareció de pronto frente a mi cara.

– ¿Quieres llamar a tus compinches? -me preguntó Pierantonio.


– ¿«La séptima y la novena»? -exclamó el capitán dando pasos de gigante de un lado a otro del despacho. Parecía un león enjaulado; llevaba cuatro días encerrado tecleando frases de la plegaria en el ordenador para ver si encontraba correspondencias en algún documento del mundo, y lo único que había conseguido era perderse el encuentro con el Guardián de las Llaves y perder también la poca paciencia que le quedaba escuchando la enigmática indicación que este me había dado-. ¿Está segura de que dijo «La séptima y la novena»?

– Estoy totalmente segura, capitán.

– «La séptima y la novena» -repitió Farag, pensativo-. ¿La séptima prueba y la novena, que no existe? ¿La séptima palabra y la novena de la oración? ¿La séptima y la novena estrofas del círculo de los iracundos? ¿La séptima y la novena sinfonías de Beethoven? ¿La séptima y la novena de algo que desconocemos?

– ¿Cuáles son la séptima y la novena estrofas de esta cornisa en Dante?

– ¿Pero no le dije que el cuarto círculo no tenía nada interesante aparte del humo? -bramó Glauser-Róist, sin detener su desesperado paseo.

Farag cogió de la mesa el ejemplar de la Divina Comedia y empezó a buscar el Canto XVI del Purgatorio. El capitán le observó con desprecio.

– ¿Es que nadie me hace caso? -se lamentó.

– La séptima estrofa del decimosexto Canto -dijo Farag-, del verso 19 al 21, dice así:


Agnus Dei, era, pues, como empezaban

todos a un tiempo, y en un tono tan igual

que en completa concordia parecían.


– ¿De qué habla Dante? -quise saber.

– De las almas que se acercan a Virgilio y a él. Como no las pueden ver venir porque están cegados por el humo, saben que se aproximan porque las escuchan cantar el Agnus Dei.

– ¿El Agnus Dei? -voceó la Roca.

– Lo que rezamos durante la Misa mientras el sacerdote parte el Pan: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»

– ¡Ya les dije que esas estrofas no tenían nada que ver!

Farag bajó de nuevo los ojos al libro:

– La estrofa novena del mismo Canto dice:


¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,

y de nosotros hablas como si

aún midieses el tiempo por calendas?


– Las almas se sorprenden de encontrar a alguien vivo en su cornisa -deduje-. Nada interesante.

– No, desde luego -estimó Farag, revisando las estrofas.

Glauser-Róist soltó un bufido de impaciencia.

– ¡Ya lo dije! Aquí, lo único importante es el humo y el humo es esta maldita plegaria que no nos deja ver nada.

– ¿Qué otras opciones mencionaste, Farag?

– ¿Qué opciones?

– Cuando dijiste que la séptima y la novena podían ser estrofas del Canto XVI, también señalaste otras posibilidades.

– ¡Ah, sí! Comenté que podían ser las pruebas que estamos realizando, pero, como sólo son siete, esta alternativa queda eliminada. Tampoco creo que se trate de las sinfonías de Beethoven, ¿no? ¡Y bueno, también dije que podían ser la séptima y la novena palabra de la plegaria del padre Stephanos!

– Eso suena bien -declaré, poniéndome en pie y acercándome a la fotografía del panel que reproducía el texto a tamaño natural. Después de cuatro días de trabajar intensamente sobre aquella oración, la había memorizado y no necesitaba mirarla para saber lo que decía: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» Suspiré… De una cosa no cabía la menor duda: como había dicho Glauser-Róist, era una auténtica cortina de humo.

– Coge el rotulador, Ottavia -me pidió Farag desde su asiento-. Se me está ocurriendo algo.

Le obedecí prestamente porque, cuando Farag tenía una idea, siempre era una buena idea. De modo que, enarbolando el grueso rotulador negro en la mano derecha, me quedé inmóvil como una alumna diligente, a la espera de que el profesor empezara a compartir su sabiduría.

– Bien, supongamos que las dos frases que están escritas a dos tintas tienen, por sí mismas, un significado especial.

– Eso ya lo hemos estudiado varias veces durante esta semana -desaprobó hoscamente la Roca.

– «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia.» No cabe duda de que este primer enunciado es una llamada de atención. El aspirante a staurofílax llega hasta la cripta del Santo Sepulcro y, cuando se encuentra frente a los relicarios, descubre la tabla con esa frase que le avisa de que lo que viene a continuación es parte de la prueba que debe superar.

– Lo que no entiendo -murmuré- es cómo los staurofílakes que llegan a Jerusalén pueden averiguar la existencia de esa bóveda secreta y cómo consiguen entrar en ella.

– ¿Cuánto tiempo hace que empezamos con las pruebas? -preguntó de pronto la Roca, deteniendo su paseo y apoyándose en el respaldo de su sillón.

– Hace exactamente dos semanas -le respondí-. El domingo, 14 de mayo. Ese día yo estaba en Palermo en el funeral de mi padre y de mi hermano cuando Farag y usted me llamaron por teléfono. Hoy es 28 de mayo, y domingo, de modo que han pasado dos semanas justas.

– Dos semanas, ¿eh? Bueno, pues suponga que, en lugar de desplazarnos de una ciudad a otra en helicóptero o avión, en lugar de disponer de ordenadores y de Internet, de contar con la inestimable ayuda de sus amplios conocimientos y de los conocimientos de otros que, en sus respectivas ciudades, nos están ayudando, suponga, digo, que uno sólo de nosotros hubiera tenido que hacer todos los desplazamientos a pie o a caballo y averiguar lo de Santa Lucía o lo de Pitágoras. ¿Cuánto cree que hubiera tardado?

– No es lo mismo, Kaspar -protestó el profesor-. Piense que lo que para nosotros son conocimientos históricos desfasados, para alguien de los siglos XII a XVIII eran los contenidos normales de sus estudios. La educación estaba encaminada a conseguir la plenitud, a lograr que una persona fuera, a la vez, pintor, escultor, poeta, arquitecto, astrónomo, músico, matemático, atleta, juglar… ¡Todo al mismo tiempo! Ciencia y arte no estaban separados como lo están ahora. Recuerde a Hildegarda de Bingen, a León Batista Alberti, a Trótula Ruggiero o a Leonardo da Vinci. Cualquier aspirante medieval o renacentista a staurofílax, como Dante Alighieri, estudiaba desde pequeño todas estas cosas que nosotros tenemos que rescatar del baúl de los recuerdos. Dante también era médico, ¿lo sabía?

– Bueno, pero Abi-Ruj Iyasus -objeté-, por mencionar el único caso actual que conocemos, no recibió esa educación clásica de la que hablas. En realidad, no creo que recibiera ningún tipo de educación.

– ¿Y cómo estás tan segura?

– Bueno, no lo estoy, pero, siendo de Etiopía, un país en el que la gente se muere de hambre y en el que más de la mitad de la población vive en campos de refugiados…

– No te equivoques, Ottavia -me contradijo Farag-. Etiopía es uno de los paises con una historia, una tradición y una cultura que ya las quisieran para sí Europa y América. Antes de atravesar esta catastrófica situación que vive ahora, Etiopía, o Abisinia, fue rica, fuerte, poderosa y, sobre todo, culta, muy culta. Lo que pasa es que las imágenes que nos ofrece hoy día la televisión nos hacen pensar en un país miserable que se pierde en algún lugar remoto de África, pero piensa que la reina de Saba era etíope y que la casa real de ese país se consideraba descendiente del rey Salomón.

– ¡Por favor, profesor! -atajó la Roca, de malos modos-. ¡No nos desviemos del asunto! Yo les hice una simple pregunta y ustedes no me han contestado. ¿Cuánto tiempo tardaría en realizar estas pruebas uno sólo de nosotros sin contar con ayuda?

– Meses probablemente -respondí-. Años incluso.

– ¡Pues a eso me refiero! Los aspirantes a staurofílakes no tienen prisa. Van de una ciudad a otra, de una prueba a otra disponiendo de todo el tiempo del mundo. Estudian, preguntan, utilizan el cerebro… Si llegan a Jerusalén, lo lógico es que vivan varios meses en esta ciudad hasta…

– Hasta perder la paciencia, que es de lo que se trata -apuntó Farag, con una sonrisa.

– ¡Exacto! Pero nosotros no tenemos ese tiempo. En dos semanas hemos completado el Antepurgatorio y los dos primeros círculos.

– Y, con un poco de suerte, Kaspar, si esta noche seguimos trabajando, en unos pocos días habremos resuelto la primera parte del tercer círculo.

Las palabras de Farag sonaron como una llamada de atención, así que yo sujeté de nuevo con fuerza el rotulador y él continuó:

– Estaba diciendo, antes de esta agradable charla, que cuando el aspirante a staurofílax llega hasta la cripta de la Vera Cruz, se encuentra con esa tabla que luce el Crismón constantineano y un par de frases en rojo que llaman su atención, indicándole, la primera de ellas, que se halla, por fin, en la prueba del pecado de la ira y que debe ser paciente para resolverla, muy paciente, ya que la paciencia es la virtud teologal opuesta al pecado capital de la ira. Y la última frase, la que dice «Que tu paciencia se vea colmada por esta oración», le advierte que debe buscar la solución en la propia plegaria, pues ella colmará su búsqueda. De modo que, eliminando las dos frases en rojo, nos queda el cuerpo en negro, y creo que es ahí donde debemos buscar «La séptima y la novena».

– Entonces ¿la séptima y la novena palabras? -pregunté, volviéndome hacia la fotografía.

– Vamos a intentarlo, a falta de otra idea mejor -y Farag miró a la Roca, que no hizo el menor movimiento.

– La séptima palabra es «otan», cuando -dije, encerrándola con un trazo ovalado-, y la novena «elios», sol.

– Hótan hó hélios… -pronunció Boswell con satisfacción-. Cuando el sol… ¡Creo que hemos acertado, Basileia! Al menos, tiene sentido.

– No cante victoria tan pronto -le reprendió Glauser-Róist-. Puede haber sonado la flauta por casualidad. Además, esas palabras no coinciden con las de la traducción.

– Ninguna traducción puede coincidir nunca, Kaspar. Pero esas palabras sí concuerdan con la traslación literal, que, en esta primera frase sería «Igual que la planta prospera impetuosa cuando quiere el sol».

– Bueno, suponiendo que sean la séptima y la novena palabra de cada frase -anuncié, para impedir que volvieran a enzarzarse en una discusión-, las siguientes son «katedu» y «ek», ponerse y desde.

– ¡Ahí tiene la prueba, Kaspar! Hótan hó hélios katédi ek… O, lo que es lo mismo, Cuando el sol se ponga desde… Es la expresión griega para decir al anochecer. ¿Qué les parece?

Yo seguí contando palabras y rodeándolas por círculos hasta que el mensaje completo quedó extraído y destacado del texto de la plegaria:

– «Cuando el sol se ponga -leí textualmente al finalizar- desde el de los cien y noventa dos atenienses tumba hasta el recaudador. Corre y llega antes de amanecer. Como suplicante golpea los siete golpes a la puerta.»

– ¡Tiene sentido! -gritó Farag.

– ¿Ah, sí? -se burló la Roca-. Pues, venga, acláremelo, porque yo no lo veo.

Farag, de un salto, se puso a mi lado.

Al anochecer, desde la tumba de los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador. Corre y llega antes de amanecer…

– ¿Por qué pones los puntos y seguidos como en la plegaria? -aduje-. Si los quitas, la frase funciona mejor.

– Es cierto. Veamos. Al anochecer, humm… Al anochecer, corre desde la tumba de los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador y llega antes del amanecer. Como suplicante, llama con siete golpes a la puerta. En griego, llamar a la puerta y golpear la puerta es lo mismo.

– Creo que está muy bien. La traducción es correctísima -dije.

– ¿Está segura, doctora? Porque yo no entiendo eso de correr desde los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador. Si no le molesta que lo diga, claro.

– Creo que deberíamos bajar a cenar y continuar más tarde -propuso Farag-. Estamos agotados y nos vendrá bien descansar, reponer fuerzas y pasar la escoba por el cerebro hablando de otras cosas. ¿Qué les parece?

– Estoy de acuerdo -me adherí, entusiasta-. Vamos, capitán. Es hora de parar.

– Bajen ustedes -dijo la Roca-. Yo tengo cosas que hacer.

– ¿Por ejemplo? -pregunté, recuperando mi chaqueta del sillón.

– Podría decirle que es asunto mío -me contestó, con tono desagradable-, pero quiero investigar sobre esos atenienses y su recaudador.

Mientras descendíamos hacia el comedor por la escalera, no pude evitar recordar todo lo que mi hermano me había contado sobre el capitán Glauser-Róist. Estuve a punto de comentárselo a Farag, pero pensé que no debía hacerlo, que ese tipo de información no debía circular o, al menos, no a través de mí. Para ciertas cosas, prefería ser una estación término que una de tránsito.

Cuando salí de mis pensamientos, sentados ya a la mesa, los ojos azul turquesa del profesor me contemplaban de tal forma que no pude sostenerle la mirada. Durante toda la cena los estuve esquivando como si quemaran, aunque intenté que mi conversación y mi voz fueran completamente normales. Debo reconocer, sin embargo, que, pese a luchar con todas mis fuerzas, aquella noche le encontré… muy guapo. Sí, ya lo he dicho. Muy atractivo. No sé cómo le caía el pelo sobre la frente, ni cómo gesticulaba, ni cómo sonreía, pero el caso es que tenía algo… ¡Vaya, que estaba guapísimo! Mientras deshacíamos el camino y volvíamos al despacho donde nos esperaba el simpático Glauser-Róist -Farag llevaba un plato para él con algo de cena-, sentí que las piernas me flaqueaban y deseé huir, volver a casa, salir corriendo y no volver a verle nunca más. Cerré los ojos en un intento desesperado por refugiarme en Dios, pero no pude.

– ¿Estás bien, Basileia?

– ¡Quiero terminar de una vez con esta odiosa aventura y volver a Roma! -exclamé con toda mi alma.

– ¡Caramba! -su voz sonaba triste-. ¡Esa respuesta era lo último que me esperaba!

Cuando entramos en el despacho, Glauser-Róist tecleaba velozmente instrucciones al ordenador.

– ¿Cómo ha ido, Kaspar?

– Algo tengo… -masculló sin dejar de mirar la pantalla-. Vean esas hojas. Les va a encantar.

Cogí el puñado de papeles que descansaba en la bandeja de salida de la impresora y empecé a leer los títulos: «El túmulo de Maratón», «La ruta original del Maratón», «La carrera de Fidípides», «La ciudad de Pikermi» y, para mi sorpresa, dos páginas en griego, «Tímbos Maratános» y «Maratonas».

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, alarmada.

– Significa que va a tener que correr el maratón en Grecia, doctora.

– ¿Cuarenta y dos kilómetros corriendo? -el tono de mi voz no podía sonar más agudo.

– En realidad, no -dijo la Roca, frunciendo la frente y apretando los labios-. Sólo treinta y nueve. He descubierto que la carrera que se corre hoy día no se corresponde con la que corrió Fidípides en el año 490 antes de nuestra era para anunciar a los atenienses la victoria sobre los persas en las llanuras de Maratón. Según explica el Comité Olímpico Internacional en una de sus páginas web, el trayecto moderno de cuarenta y dos kilómetros se estableció en 1908, en los Juegos Olímpicos de Londres, y es la distancia que existe entre el castillo de Windsor y el estadio de White City, al oeste de la ciudad, donde se celebraron los Juegos. Entre el pueblo de Maratón y la ciudad de Atenas, sólo hay treinta y nueve kilómetros.

– No quisiera ser desagradable -empezó a decir Farag, recuperando el marcado acento árabe que casi había perdido durante las últimas semanas-, pero creo que el tal Fidípides murió nada más dar la buena noticia.

– Sí, pero no por la carrera, profesor, sino por las heridas de la batalla. Al parecer, Fidípides ya había recorrido varias veces los ciento sesenta y seis kilómetros que separan Atenas de Esparta para llevar mensajes de una ciudad a otra.

– Bueno, pero, a ver… ¿Qué tiene que ver todo esto con los ciento noventa y dos atenienses?

– En Maratón existen dos tumbas gigantes, o túmulos -explicó la Roca mientras consultaba las nuevas páginas que salían de la impresora-. Esos túmulos, al parecer, contienen los cadáveres de los que murieron en la famosa batalla: seis mil cuatrocientos persas por un lado, y ciento noventa y dos atenienses por otro. Esas son, además, las cifras que menciona Heródoto. Según eso, debemos partir, al anochecer, desde el túmulo de los atenienses y llegar, antes del amanecer, a la ciudad de Atenas. Lo que sigo sin tener claro es el destino en Atenas: el recaudador.

– O sea, que la resolución de la prueba de Jerusalén es la pista de la prueba de Atenas.

– En efecto, doctora. Por eso Dante funde los dos círculos en mitad del Canto XVII.

– ¿Y no van a marcarnos con la cruz?

– No se preocupe por eso. Ya lo harán.

– ¡O sea, que nos vamos corriendo a Grecia! -rió Farag.

– En cuanto resolvamos lo del recaudador.

– Me lo temía -rezongué, tomando asiento y leyendo los papeles que aún conservaba en las manos. Conociendo al capitán, no iba a poder despedirme de mi hermano.

– ¿Ha probado a buscar la palabra «recaudador» en griego, Kaspar?

– No. El teclado del ordenador no me deja. Tendría que bajar alguna actualización del navegador que me permitiera escribir las búsquedas en otros alfabetos.

Se afanó a la tarea durante un rato, mientras mordisqueaba la cena que le habíamos subido. Farag y yo, entretanto, leimos las páginas impresas sobre la carrera de Maratón. Yo, que jamás hacía el menor ejercicio físico, que llevaba la vida más sedentaria del mundo y que nunca me había sentido atraída por ningún tipo de deporte, estudiaba ahora con atención los detalles de la histórica carrera que muy pronto iba a tener que afrontar. ¡Pero si no sabía correr!, me repetía, angustiada. ¡Estúpidos staurofílakes! ¿Cómo pretendían que hiciera treinta y nueve kilómetros en una noche? ¡Y a oscuras! ¿Es que creían que cualquiera podía ser Abebe Bikila [33]? Lo más probable es que muriera abandonada en alguna colina solitaria, a la fría luz de la luna, con la única compañía de animales peligrosos. ¿Y todo eso para qué? ¿Para conseguir otra bonita escarificación en mi cuerpo?

Por fin, el capitán anunció que estaba listo para introducir texto griego en los buscadores de Internet que lo admitieran, de modo que me desplacé hasta el ordenador y ocupé su puesto. Era difícil porque las letras latinas que pulsaba no se correspondían exactamente con las letras griegas virtuales que se dibujaban en la pantalla, pero, en poco tiempo, empecé a dominar los trucos y pude manejarme con bastante soltura. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, porque, en cuanto tecleaba kapnikareias (kapnicareias), el capitán me quitaba del sillón y volvía a tomar las riendas del ordenador; pero, como seguía necesitándome para saber qué decían las páginas que aparecían en el monitor, acabó pareciendo que estábamos jugando al juego de las sillas.

Como el griego clásico y el bizantino presentan diferencias importantes con respecto al griego moderno, había muchas palabras, o construcciones enteras, que yo no comprendía, así que pedí ayuda a Farag y, entre los dos, intentamos traducir, aproximadamente, lo que salía en pantalla. Por fin, cerca ya de la medianoche, un buscador griego llamado Hellas, nos proporcionó una pista que resultó fundamental: una breve nota a pie de página (virtual) nos indicaba que no había encontrado más referencias que las que nos mostraba pero que, por similitud, tenía doce páginas más que también podíamos consultar si queríamos. Naturalmente, aceptamos. Una de reseñas afines era la página de una preciosa iglesita bizantina, situada en el corazón de Atenas, llamada Kapnikaréa. La página explicaba que la iglesia Kapnikaréa era conocida como la iglesia de la Princesa porque se atribuía su fundación a la emperatriz Irene, que reinó en Bizancio entre los años 797 y 802 de nuestra era. Sin embargo, el verdadero fundador había sido un rico recaudador de impuestos sobre bienes inmuebles que había decidido darle el nombre de su lucrativa profesión: Kapnikaréas, recaudador.

Origen y destino estaban ya en nuestro poder; sólo nos faltaba viajar a Grecia, a la hermosa ciudad de Atenas, cuna del pensamiento humano. Pero eso lo hicimos al día siguiente, después de que Glauser-Róist se pasara toda la noche colgado al teléfono dando instrucciones, pidiendo información y organizando los próximos días de nuestra vida con la ayuda del Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia. Abandonábamos definitivamente el territorio que aún podía considerarse latino y católico para entrar de lleno en el mundo cristiano oriental. Si todo discurría como era de esperar, después de Atenas, la ciudad en la que superaríamos a la carrera el pecado de la pereza, visitaríamos la avara Constantinopla, la glotona Alejandría y la lujuriosa Antioquía.


El vuelo desde Tel-Aviv hasta el aeropuerto Hellinikon de Atenas en el pequeño Westwind de Alitalia duró apenas tres horas, durante las cuales trabajamos tenazmente preparando el cuarto círculo, la cuarta cornisa purgatorial que se encontraba ya a sólo medio camino de la cumbre.

Dante Alighieri, eximido por el tercer ángel de una nueva «P», camina libre del peso del pecado de la ira y se siente mucho más ligero y con ganas de hacer un montón de preguntas a su guía. Como en el círculo anterior, el contenido concreto referente a la prueba era mínimo, destinándose la mitad del Canto XVII y el Canto XVIII completo a dilucidar graves cuestiones relativas al amor. Virgilio le explica a Dante que los tres grandes círculos por los que ya han pasado -soberbia, envidia e ira- son lugares donde se purgan los pecados en los cuales se desea el mal del prójimo, pues los tres están relacionados con la alegría que produce la humillación y el dolor de los demás. Por el contrario, en los tres círculos que aún quedan sobre ellos, en las tres pequeñas cornisas superiores -avaricia, gula y lujuria-, se purgan los pecados en los que sólo se hace daño uno mismo.


Mi dulce padre, dime, ¿y qué pecado

se purga en este círculo? Si quedos

están los pies, no lo estén las palabras.


Y él me dijo: «El amor del bien escaso

de sus deberes, aquí se repara;

aquí se arregla el remo perezoso.»


Tras esto, y mientras vagan por la cornisa, vuelven a enzarzarse en otra larga discusión sobre la naturaleza del amor y sus efectos positivos y negativos sobre los hombres y, sólo transcurridos cuarenta y cinco tercetos, después de que Virgilio zanje el argumento hablando del libre albedrío del ser humano, aparece la turba de penitentes perezosos:


y yo, que la razón abierta y llana

tenía ya después de mis preguntas,

divagaba cual hombre adormilado;


mas fue esta soñolencia interrumpida

súbitamente por gentes que a espaldas

nuestro, hacia nosotros caminaban.


[…] Enseguida llegaron, pues corriendo

aquella magna turba se movía,

y dos gritaban llorando delante:


«Corrió María apresurada al monte [34];

y para sojuzgar Lérida, César

voló a Marsella y luego corrió a España.»


«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda

por poco amor-gritaban los demás-;

que el anhelo de obrar bien torne la gracia»


Como siempre, el maestro Virgilio pregunta a las almas dónde se encuentra la abertura que da paso a la siguiente cornisa, y una de ellas que, con las demás, pasa corriendo por delante sin detenerse, les anima a que las sigan, pues, siguiéndolas, hallarán el pasaje. Pero los poetas se quedan donde están, contemplando asombrados cómo los espíritus que en vida fueron perezosos, se

pierden ahora en la distancia veloces como el viento. Dante, agotado por la caminata de todo el día, se queda profundamente dormido pensando en lo que ha visto y, con este sueño que sirve de transición entre Cantos y círculos, termina la cuarta cornisa del Purgatorio.

En el aeropuerto Hellinikon, al que llegamos cerca de las doce del mediodía, nos esperaba el coche oficial de Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, que nos condujo hasta la puerta del hotel en el que íbamos a alojarnos, el Grande Bretagne, en la mismísima Plateia Syntágmatos, junto al Parlamento griego. El viaje desde el aeropuerto fue largo y la entrada en la ciudad sorprendente. Atenas era como un viejo pueblo de grandes dimensiones que no deseaba desvelar su condición de capital histórica y europea hasta que no se descubría lo más profundo de su corazón. Sólo entonces, con el Partenón saludando al viajero desde lo alto de la Acrópolis, se caía en la cuenta de que aquella era la ciudad de la diosa Atenea, la ciudad de Pendes, Sócrates, Platón y Fidias; la ciudad amada por el emperador romano Adriano y por el poeta inglés lord Byron. Hasta el aire parecía distinto, cargado de aromas inimaginables -aromas de historia, belleza y cultura-, que tornaban invisible lo que de ajado y mustio pudiera tener Atenas.

Un portero con librea de color verde y gorra de plato nos abrió amablemente las puertas del vehículo y se ocupó de nuestros equipajes. El hotel era antiguo y espectacular, con una enorme recepción de mármoles de colores y lámparas de plata. Fuimos recibidos por el director en persona que, como si fueramos grandes jefes de Estado, nos acompañó deferentemente hasta una sala de reuniones en la primera planta en cuya puerta nos esperaba un nutrido grupo de altos prelados ortodoxos de largas barbas e impresionantes medalleros sobre el pecho. En el interior, cómodamente sentado en un rincón, nos estaba esperando Su Beatitud Christodoulos.

Me sorprendió el buen aspecto y lozanía del Arzobispo, que no tendría más allá de sesenta años y, además, muy bien llevados. Su barba era todavía bastante oscura y su mirada simpática y afable. Se puso en pie en cuanto nos vio y se acercó a nosotros con una amplia sonrisa:

– ¡Estoy encantado de recibirles en Grecia! -nos espetó a modo de saludo en un correctísimo italiano-. Deseo que conozcan nuestro profundo agradecimiento por lo que están ustedes haciendo por las Iglesias cristianas.

El Arzobispo Christodoulos, saltándose el protocolo, nos presentó él mismo al resto de los popes presentes, entre los que se encontraba buena parte del Sínodo de la Iglesia de Grecia (fui consciente de mi ignorancia para diferenciar, por las vestiduras y las medallas, los diferentes rangos ortodoxos): Su Eminencia el metropolita de Staoi y Meteora, Serapheim (tampoco era costumbre, al parecer, mencionar el apellido cuando se ocupaba un alto puesto religioso); el metropolita de Kaisariani, Vyron e Ymittos, Daniel; el metropolita de Mesogaia y Lavreotiki, Agathonikos; Sus Eminencias los metropolitas de Megara y Salamis, de Chalkis, de Thessaliotis y Fanariofarsala, de Mitilene, Eressos y Plomarion, de… En fin, una larga lista de venerables Metropolitas, archimandritas y obispos de nombres majestuosos. Si la reunión que mantuvimos en Jerusalén el día de nuestra llegada me había parecido una exageración producto de la curiosidad de los Patriarcas, la de aquella sala en el Grande Bretagne aún me parecía más desmedida. Sin pretenderlo, nos habíamos convertido en héroes.

Entre los presentes había una enorme expectación por lo que estábamos haciendo. A pesar de nuestras reiteradas negativas, el capitán Glauser-Róist se vio finalmente en la obligación de explicar las azarosas aventuras que habíamos vivido hasta entonces, omitiendo, sin embargo, todos los detalles importantes y los relativos a la hermandad de los staurofílakes. No nos fiábamos de nadie y no era una locura pensar que en aquella agradable asamblea pudiera haber algún miembro infiltrado de la secta. Tampoco explicó -y eso que se le solicitó repetidamente- el contenido de la prueba que íbamos a llevar a cabo en Atenas esa misma noche. En el avión, durante el viaje, habíamos comentado la necesidad de mantener el secreto, ya que la inocente intromisión de cualquier curioso podría dar al traste con el objetivo. Quien sí lo conocía, naturalmente, era Su Beatitud Christodoulos, y también alguna otra persona del Sínodo cercana a él, pero nadie más podía saber que al anochecer de aquel día, tres peculiares corredores con mas traza de bibliotecarios que de atletas -al menos, dos de ellos-, se dejarían el sudor en el suelo ático para ganar el derecho a seguir jugándose la vida.

Fuimos invitados a una magnífica comida en un salón reservado del hotel y disfruté como una niña de la taramosalata [35], la mousaka [36], la souvlakia con tzatziki -un combinado de pequeños trozos de cerdo asado aderezados con limón, hierbas y aceite de oliva, acompañados por la famosa salsa de yogur, pepino, ajo y menta-, y del original kléftico [37]. Mención aparte merecían los panes griegos, incomparables, hechos con pasas, hierbas, verduras, aceitunas o quesos. Y de postre, un poco de freskafroata. ¿Se podía pedir algo más? No hay cocina mejor que la mediterránea y Farag lo demostró comiendo por tres o por cuatro.

Cuando, por fin, quedamos libres de protocolos y los popes barbudos se hubieron marchado tuvimos que ponernos a trabajar a toda prisa porque aún quedaban muchas cosas que hacer. Su Beatitud Christodoulos quiso quedarse con nosotros toda la tarde, viendo cómo preparábamos la prueba y organizábamos la carrera pero, en contra de lo que pudiera parecer, la presencia de tan eminente personaje no resultó un estorbo sino todo lo contrario, porque, en cuanto los miembros del Sínodo y los obispos de la Archidiócesis desparecieron, Su Beatitud demostró un espíritu jovial, juvenil y deportivo que superaba con mucho al de Farag, el capitán y el mío juntos.

– ¡Tengo que prepararme para los Juegos Olímpicos del 2004! -no cesaba de repetir Su Beatitud, orgulloso y encantado de que Atenas hubiera sido elegida como sede olímpica después de Sidney.

Su Beatitud nos contó que los primeros Juegos de la Era Moderna tuvieron lugar en Grecia en abril de 1896, tras más de mil quinientos años sin celebrarse. El ganador de la carrera de maratón fue un pastor griego de 23 años y de apenas un metro sesenta de estatura llamado Spyros Louis. Spyros, considerado desde entonces como un héroe nacional, recorrió la distancia que separaba la localidad de Maratón del estadio olímpico de Atenas en dos horas, cincuenta y ocho minutos y cincuenta segundos.

– ¿Pero era un corredor profesional? -pregunté, interesada. Yo tenía el íntimo convencimiento de que no iba a poder superar aquella prueba y ese convencimiento era algo más que una duda o una inseguridad. Simplemente, sabía que no podría recorrer jamás treinta y nueve kilómetros. Era empírica y cartesianamente imposible.

– ¡Oh, no! -respondió Su Beatitud con una ancha sonrisa de orgullo-. Spyros participó en la carrera por pura casualidad. En aquel momento, era soldado del ejército griego y su coronel le animó a participar a última hora. Sí, es cierto que al parecer corría bien, pero no había recibido entrenamiento ni preparación. Simplemente, echó a correr por patriotismo, para que hubiera algún griego corriendo en la más importante de las carreras griegas. ¡No íbamos a dejar que ganara un extranjero!

Spyros no recibió, sin embargo, ninguna medalla de oro por su hazaña porque en aquellas primeras Olimpiadas todavía no se entregaba este galardón a los campeones. Sin embargo, obtuvo una pensión mensual de 100 dracmas para el resto de su vida y pidió, y recibió, una carreta y un caballo para trabajar en el campo.

– Pero ¿saben lo mejor de todo? -añadió orgulloso Su Beatitud-. Cuarenta años más tarde fue el abanderado de la delegación griega en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Berlin de 1936, y puso una corona de laurel, símbolo de la paz, en las manos de Adolf Hitler.

– Bueno, pero no era atleta, ¿verdad? -insistí.

– No, hermana, no. No era atleta.

– Pues si no era atleta y tardó casi tres horas en recorrer los treinta y nueve kilómetros de la carrera, ¿cuánto podemos tardar nosotros? -quise saber, mirando al capitán.

– No es tan sencillo, doctora.

La Roca abrió una libreta de notas del tamaño de una cartera de bolsillo y fue pasando hojas y más hojas hasta que dio con lo que buscaba.

– Hoy es 29 de mayo -empezó a explicar-, y, según los datos aportados por la Archidiócesis, el sol se pondrá en Atenas a las 20.56 horas. Mañana, 30 de mayo, el sol saldrá a las 6.02 horas. De modo que disponemos de nueve horas y seis minutos para completar la prueba.

– ¡Ah, entonces sí! -exclamó Farag, lleno de entusiasmo y, era tanta su animación, que todos nos volvimos, sorprendidos, a mirarlo-. ¿Qué pasa…? ¡Es que creí que no podría realizar esta prueba!

Él, como yo, había guardado hasta ese momento su temor en secreto.

– Yo estoy segura de que no podré.

– ¡Oh, venga, Ottavia! ¡Tenemos más de nueve horas!

– ¿Y qué? -salté-. Yo no puedo correr durante nueve horas. A decir verdad, no creo que pueda correr ni siquiera durante nueve minutos.

La Roca volvió a pasar hojitas de su libreta.

– Las marcas masculinas de maratón están por debajo de las dos horas y siete minutos, y las femeninas un poco por encima de las dos horas y veinte.

– No podré -repetí, tozuda-. ¿Saben lo que he corrido durante los últimos años? ¡Nada! ¡Nada de nada! ¡Ni siquiera para coger el autobús!

– Voy a darles algunas indicaciones que deben seguir esta noche -continuó la Roca, haciendo oídos sordos a mis quejas-. En primer lugar, eviten cualquier exceso. No se lancen a la carrera como si realmente tuvieran que ganar una maratón. Corran suavemente, sin prisas, economicen movimientos. Zancadas cortas y uniformes, oscilación reducida de los brazos, respiración regular… Cuando tengan que subir alguna colina, háganlo sin esfuerzo, de manera eficiente, con pasos pequeños; cuando tengan que bajarla, desciendan con rapidez pero sin descontrolar el paso. Sostengan el mismo ritmo durante toda la carrera. No suban mucho las rodillas en las zancadas y procuren no inclinarse hacia delante, intenten que el cuerpo esté en ángulo recto con respecto al suelo.

– Pero ¿de qué está hablando? -gruñí.

– Estoy hablando de llegar a Kapnikaréa, ¿recuerda, doctora? ¿O prefiere volver a Roma mañana por la mañana?

– ¿Saben lo que hizo Spyros Louis al llegar al kilómetro treinta? -Su Beatitud Christodoulos no estaba por la labor de presenciar una de nuestras disputas-. Como se encontraba muy cansado se detuvo, pidió un vaso grande de vino tinto y se lo bebió de un trago. Luego, inició una remontada espectacular que le hizo volar durante los últimos nueve kilómetros.

Farag soltó una carcajada.

– ¡Bueno, ya sabemos lo que tenemos que hacer cuando estemos cansados! ¡Beber un buen vaso de vino!

– No creo que, hoy día, los jueces de una carrera permitan algo así -repliqué, aún enfadada con Glauser-Róist.

– ¿Cómo que no? Los corredores pueden beber cualquier cosa, siempre que no den positivo en los controles antidopaje.

– Nosotros tomaremos bebidas isotónicas -anunció la Roca-. La doctora Salina, sobre todo, tendrá que hacerlo muy a menudo para recuperar iones y sales minerales. En caso contrario, sufrirá fuertes calambres en las piernas.

Mantuve la boca cerrada. Prefería mil veces el suelo al rojo vivo de Santa Lucía que aquella dichosa prueba física para la que no estaba preparada.

El capitán abrió una cartera de piel que descansaba sobre la mesa y sacó tres menudas y misteriosas cajas. En aquel momento dieron, en algún reloj cercano, las siete de la tarde.

– Pónganse estos pulsómetros -ordenó el capitán, mostrándonos a Farag y a mí unos extraños relojes-. ¿Cuántos años tiene usted, profesor?

– ¡Esta sí que es buena, Kaspar! ¿Y eso a qué viene?

– Hay que programar los pulsómetros para que puedan controlar sus frecuencias cardiacas durante la carrera. Si se exceden, podrían sufrir un colapso o, lo que es peor, un ataque al corazón.

– Yo no pienso excederme -anuncié, despectiva.

– Dígame su edad, profesor, por favor -volvió a pedir la Roca, manipulando uno de los pulsómetros.

– Tengo treinta y ocho años.

– Muy bien, pues entonces habrá que restar treinta y ocho a doscientas veinte pulsaciones máximas.

– ¿Y eso? -preguntó, curioso, Su Beatitud Christodoulos.

– Las pulsaciones idóneas para un varón se calculan restando su edad a la frecuencia cardiaca máxima, que es de doscientas veinte. De modo que, el profesor tendrá una frecuencia cardiaca teórica de ciento ochenta y dos pulsaciones. Si superara este número durante la carrera, podría ponerse en peligro. El pulsómetro pitará si lo hace, ¿de acuerdo, profesor?

– De acuerdo -convino Farag, poniéndose la maquinita en la muñeca.

– Digame su edad, doctora, por favor.

Estaba esperando ese terrible momento. Me daba igual que Su Beatitud Christodoulos y la Roca la supieran, pero me molestaba sobre manera que Farag se enterara de que yo era un año mayor que él. En cualquier caso, no tenía escapatoria.

– Tengo treinta y nueve años.

– Perfecto. – La Roca ni se inmutó-. Las mujeres tienen una frecuencia cardiaca superior a los hombres. Admiten un esfuerzo mayor. De manera que, en su caso, restaremos treinta y nueve de doscientas veintiséis. Su máxima teórica son ciento ochenta y siete pulsaciones, doctora. Sin embargo, como usted lleva una vida muy sedentaria, lo programaremos al sesenta por ciento, es decir, a ciento doce. Aquí tiene su pulsómetro. Recuerde que, si pita, deberá frenar el paso inmediatamente y tranquilizarse, ¿de acuerdo?

– Por supuesto.

– Estos cálculos son aproximados. Cada persona es diferente. Según la preparación de cada uno y su constitución, los límites pueden variar. Así que no se fíen sólo del pulsómetro. Ante la menor señal incierta de sus cuerpos, deténganse y descansen. Bien, ahora vamos con las posibles lesiones.

– ¿No podemos saltarnos esta parte? -pregunté, aburrida. Tenía claro que yo no me iba a lesionar, como tampoco iba a hacer que mi pulsómetro pitara. Me iba a limitar a adoptar un paso ligero, lo más ligero que pudiera, y a seguir así hasta que llegara a Atenas.

– No, doctora, no podemos saltarnos esta parte. Es importante. Antes de empezar haremos una serie de ejercicios de calentamiento y algunos estiramientos. La falta de masa muscular en las personas sedentarias es la causa principal de lesiones en los tobillos y las rodillas. En cualquier caso, tenemos la gran suerte de que todo el trayecto discurre por carreteras asfaltadas.

– ¿Ah, sí? -le interrumpí-. Creí que la carrera era campo a través.

– ¡Apuesto mi pulsómetro a que ya te veías morir en una colina, rodeada de vegetación y animales salvajes! -comentó Farag, aguantándose la risa.

– Pues sí. No creo que sea vergonzoso reconocerlo.

– Todo el recorrido es por carretera, doctora. Además, tampoco podemos perdernos porque hace muchos años que el gobierno griego pintó una raya azul conmemorativa a lo largo de los treinta y nueve kilómetros y, para mayor seguridad, se atraviesan varios pueblos y alguna ciudad, como tendrá ocasión de comprobar. Así que no vamos a abandonar la civilización en ningún momento.

La opción de perderme en el bosque quedaba definitivamente eliminada.

– Si en algún momento notan un fuerte pinchazo muscular que les deja sin aliento, deténganse. La prueba ha terminado para ustedes. Lo mas probable es que tengan una rotura fibrilar y, si prosiguen la carrera, los daños pueden ser irreversibles. Si lo que sienten es un dolor normal, aunque intenso, palpen el músculo doloroso y, si está duro como una piedra, deténganse a descansar. Puede ser el principio de una contractura. Háganse un masaje en la dirección del músculo y, cuando puedan, lleven a cabo algunos suaves estiramientos. Si la tensión cede, continúen; si no es así, deténganse. La carrera también ha terminado. Y ahora, por favor -señaló, poniéndose en pie con gesto decidido-, cámbiense de ropa y vámonos. Tomaremos algo durante el camino. Se está haciendo tarde.

Una estrafalaria ropa deportiva me esperaba en mi habitación. No es que fuera ni más ni menos rara que cualquier chándal corriente, pero, al ponérmela, me vi tan ridícula que sentí ganas de enterrarme bajo tierra. Debo reconocer que, cuando me quité los zapatos y me puse las zapatillas blancas de deporte, la cosa mejoró. Y aún mejoró más cuando le añadí un discreto pañuelo de seda que introduje por el cuello de la sudadera. Al final, el conjunto no era demasiado patético y, sin lugar a dudas, resultaba cómodo. Durante los últimos meses no había tenido ocasión de ir a la peluquería, así que el pelo me había crecido lo suficiente como para sujetarlo con un coletero que, aunque quedaba un poco extravagante, al menos me permitía quitarme las greñas de la cara. Me puse el abrigo largo de lana por encima (más por tapar que por frío), y bajé hasta el recibidor del hotel, donde mis compañeros, el portero con librea verde y un chófer del Arzobispado me estaban esperando.

El camino hasta Maratón estuvo lleno de consejos y recomendaciones variadas de última hora. Deduje que el capitán Glauser-Róist no tenía la menor intención de esperarnos ni a Farag ni a mí y, hasta cierto punto, me pareció bien. La idea era que al menos uno de los tres consiguiera llegar a Kapnikaréa antes del amanecer. Era fundamental poder seguir con las pruebas y, para ello, al menos uno de nosotros debía llegar para conseguir la siguiente pista. Aunque ni Farag ni yo obtuviéramos nuestras cruces escarificadas, podríamos seguir colaborando con la Roca en los círculos siguientes.

Las carreteras griegas tenían un algo de camino rural. Ni el tráfico era excesivo ni la amplitud y calidad del firme eran como las de las carreteras italianas. Viajando en aquel vehículo de la Archidiócesis, daba la impresión de que hubiéramos retrocedido diez o quince años en el tiempo. Con todo, Grecia seguía siendo un país maravilloso.

La noche se nos echaba encima cuando, por fin, atravesamos las primeras calles del pueblo de Maratón. Enclavado en un valle rodeado de colinas, Maratón era, sin duda, el lugar ideal para una batalla de la Antigüedad, por su terreno llano y sus amplios espacios. El resto no lo diferenciaba de cualquier pueblo industrial y laborioso de la Europa actual. El chófer nos explicó que, durante la temporada alta, Maratón recibía un tropel de turistas, en particular, deportistas y gentes con ganas de intentar la famosa carrera. A finales de mayo, sin embargo, por allí no se veía a nadie aparte de los lugareños.

El coche se detuvo junto a la acera en un extraño paraje fuera del pueblo, junto a un montículo cubierto de hierba verde y algunas flores. Abandonamos el vehículo sin dejar de mirar el túmulo, conscientes de que aquel era el lugar donde se había producido uno de los hitos más importantes y olvidados de la historia. Si los persas hubieran ganado la batalla de Maratón, si hubieran impuesto su cultura, su religión y su política a los griegos, no existiría, probablemente, nada del mundo que conocíamos hoy. Todo sería de otra manera, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Así que aquella lejana batalla bien podía considerarse como el dique que había permitido crecer libremente nuestra cultura. Bajo aquel túmulo estaban, al decir de Heródoto, los ciento noventa y dos atenienses que murieron para que eso fuera posible.

El chófer se despidió de nosotros y se alejó rápidamente, dejándonos solos. Yo había dejado mi abrigo en el vehículo porque hacía un tiempo estupendo.

– ¿Cuánto falta, Kaspar? -preguntó Farag, que lucía un extraño modelo de camiseta de manga larga de color blanco y pantalón deportivo corto, azul claro. Cada uno de nosotros llevaba una pequeña mochila de tela con todo lo necesario para la prueba.

– Son las ocho y media. Está a punto de oscurecer. Demos una vuelta a la colina. -El capitán era el que mejor aspecto tenía, con su magnífico chándal de color rojo y su pinta de atleta de toda la vida.

El túmulo era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. Incluso la Roca adquirió las dimensiones de una hormiga cuando llegamos hasta el borde donde comenzaba la hierba. Como el paraje era tan solitario, nos sobresaltó la voz que, en griego moderno y cerrado, nos llamó desde el otro lado de la colina.

– ¿Qué diablos ha sido eso? -bramó la Roca.

– Vayamos a ver-propuse, rodeando el túmulo.

Sentados en un banco de piedra, disfrutando del buen clima y de los últimos rayos del sol de la tarde, un grupo de ancianos, con sombreros negros y palos a modo de bastones, nos contemplaba muy divertido. Por supuesto, no entendimos nada de lo que decían, aunque tampoco parecía que fuera esa su intención. Acostumbrados a los turistas, debían pasar muy buenos ratos a costa de los que, como nosotros, llegaban hasta allí disfrazados de corredores dispuestos a emular a Spyros Louis. Las sonrisas burlonas de sus caras curtidas y arrugadas lo decían todo.

– ¿Será un comité de staurofílakes? -preguntó Farag, sin dejar de mirarlos.

– Me niego a pensarlo siquiera -suspiré, pero lo cierto era que la idea ya había pasado por mi cabeza-. Nos estamos volviendo paranoicos.

– ¿Lo tienen todo preparado? -preguntó el capitán mirando su reloj.

– ¿Por qué tanta prisa? Todavía faltan diez minutos.

– Hagamos algunos ejercicios. Empezaremos por unos estiramientos.

A los pocos minutos de haber comenzado aquella clase de aerobic, las farolas públicas se encendieron. La luz solar era ya tan pobre que apenas se veía nada. Los ancianos seguían observándonos haciendo comentarios jocosos que no podíamos comprender. De vez en cuando, ante alguna de nuestras posturas, estallaban en una estruendosa carcajada que requemaba peligrosamente mi humor.

– Tranquila, Ottavia. Sólo son unos viejos campesinos. Nada más.

– Cuando encontremos al actual Catón pienso decirle unas cuantas cosas sobre sus espías de las pruebas.

Los viejos volvieron a partirse de risa y yo les di la espalda furiosa.

– Profesor, doctora… Ha llegado el momento. Recuerden que la línea azul comienza en el centro del pueblo, en el lugar donde se inició la carrera olímpica de 1896. Procuren no separarse de mí hasta entonces, ¿de acuerdo? ¿Están preparados?

– No -declaré-. Y no creo que lo esté nunca.

La Roca me miró con gesto de desprecio y Farag se interpuso rápidamente entre ambos.

– Estamos listos, Kaspar. Cuando usted diga.

Todavía permanecimos unos instantes más en silencio y sin movernos, mientras la Roca miraba fijamente su reloj de pulsera. De repente, se volvió, nos hizo una señal con la cabeza e inició una suave marcha que Farag y yo imitamos. El calentamiento no me había servido de nada; me sentía como un pato fuera del agua y cada zancada que daba era un suplicio para mis rodillas, que parecían recibir impactos de un par de toneladas. En fin, me dije con resignación, costara lo que costase había que hacer un buen papel.

Pocos minutos después llegamos al monumento olímpico donde comenzaba la raya azul del suelo. Era un simple muro de piedra blanca delante del cual, apagado, había un sólido antorchero. A partir de ese punto, la carrera comenzaba en serio. Mi reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche, hora local. Nos adentramos en la ciudad, siguiendo la línea, y no puede evitar sentir un poco de vergüenza por lo que pensaría la gente al vernos. Pero los habitantes de Maratón no demostraron el menor interés por nosotros; debían de estar acostumbrados a contemplar toda clase de cosas.

A la salida, cuando lo que teníamos delante era la misma rectilínea carretera por la que habíamos venido en coche, el capitán apretó el paso y fue distanciándose de nosotros poco a poco. Yo, por el contrario, empecé a reducir la velocidad hasta casi detenerme. Fiel a mi plan, adopté un paso ligero que no pensaba abandonar en toda la noche. Farag se volvió a mirarme.

– ¿Qué te ocurre, Basileia? ¿Por qué te paras?

¿Así que volvía a llamarme Basileia, eh? Desde nuestra llegada a Jerusalén sólo lo había hecho en un par de ocasiones -las había contado- y, desde luego, nunca delante de otras personas, de modo que se había convertido en una palabra clandestina, privada, sólo para mis oídos.

En ese momento mi pulsómetro pitó. Había superado las pulsaciones recomendadas. Y eso que iba despacio.

– ¿Estás bien? -balbució Farag, mirándome preocupado.

– Estoy perfectamente. He hecho mis propios cálculos -le dije, deteniendo el pitido del dichoso artilugio- y, a este paso, tardaré unas seis o siete horas en llegar a Atenas.

– ¿Estás segura? -preguntó, mirándome receloso.

– No, no del todo, pero una vez, hace muchos años, hice una excursión de dieciséis kilómetros y tardé cuatro horas. Es una simple regla de tres.

– Pero aquí el terreno es distinto. No te olvides de los montes que rodean Maratón. Y, además, la distancia que nos separa de Atenas es equivalente a más de dos veces dieciséis kilómetros.

Me hice una nueva composión de lugar y ya no me sentí tan segura como antes. Recordaba vagamente haber terminado medio muerta después de aquella excursión, así que el panorama no era muy halagüeño. Al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que Farag echara a correr y se alejara de mí, pero él, por lo visto, no tenía la menor intención de dejarme sola aquella noche.

Durante los últimos siete días había forcejeado desesperadamente por concentrarme en lo que estábamos haciendo y por olvidarme de los tontos desequilibrios sentimentales. La visita a Jerusalén y el hecho de ver a Pierantonio me habían ayudado mucho. Sin embargo, notaba que esos sentimientos que me empeñaba en reprimir me producían una profunda amargura que minaba mis fuerzas. Lo que en Rávena había empezado siendo una emoción exultante que había trastornado todos mis sentidos, en Atenas se estaba convirtiendo en un amargo sufrimiento. Se puede luchar contra una enfermedad o contra el destino, pero ¿cómo luchar contra lo que fuera que me empujaba hacia ese hombre fascinante que era Farag Boswell? Así que allí estaba yo, aparentando una frágil entereza que se me venía abajo con cada nueva zancada de la carrera de Maratón.

Aunque la línea azul estaba dibujada sobre el asfalto de la carretera, nosotros, prudentemente, caminábamos por una amplia acera cubierta de árboles. Sin embargo, la acera pronto se terminó y tuvimos que empezar a caminar por el arcén. Afortunadamente, el número de coches que pasaba era cada vez menor -además, íbamos por la derecha, cosa que no debe hacerse porque seguíamos la misma dirección que los vehículos que aparecían a nuestra espalda-, así que el único peligro, si es que puede llamarse así, era la oscuridad. Todavía quedaban algunas farolas delante de algún bar de carretera cercano al pueblo o de alguna casita de los contornos, pero también se iban acabando. Entonces empecé a pensar que quizá fuera buena idea que Farag no se separara de mí.

Para cuando llegamos a la cercana ciudad de Pandeleimonas, estábamos enzarzados en una interesante conversación sobre los emperadores bizantinos y el desconocimiento general que existía en Occidente acerca de ese Imperio Romano que duró hasta el siglo XV. Mi admiración y respeto por la erudición de Farag iba en aumento. Después de una suave y larga ascensión, atravesamos las localidades de Nea Makri y Zoumberi inmersos en la charla, y tanto el tiempo como los kilómetros pasaban sin que nos diéramos cuenta. Jamás me había sentido tan feliz, jamás había tenido la mente tan despierta y motivada, lista para saltar ante el menor reto intelectual, jamás había llegado, en una conversación, tan lejos ni tan profundamente como entonces. En el dormido pueblo de Agios Andreas, tres horas después de iniciar la carrera, Boswell empezó a hablarme de su trabajo en el museo. La noche estaba siendo tan mágica, tan especial y tan bonita que ni siquiera sentía el frío que caía sin piedad sobre los campos oscuros que nos rodeaban. Y de nada servía la pobre luz de la luna menguante, que apenas llegaba hasta la tierra. Sin embargo, no estaba preocupada ni asustada; caminaba totalmente absorta en las palabras de Farag que, mientras alumbraba el suelo frente a nosotros con la linterna, me hablaba apasionadamente de los textos gnósticos en escritura copta encontrados en la antigua Nag Hammadi, en el Alto Egipto. Llevaba varios años trabajando sobre ellos, localizando las fuentes griegas del siglo V en los que estaban basados y cotejando fragmento por fragmento con otros escritos conocidos de escritores coptos gnósticos.

Compartíamos una intensa pasión por nuestros respectivos trabajos, así como un amor profundo por la Antigüedad y sus secretos. Nos sentíamos llamados a desvelarlos, a descubrir lo que, por abandono o beneficio, se había perdido a lo largo de los siglos. Él, sin embargo, no compartía ciertos matices de mi enfoque católico, pero tampoco yo podía estar de acuerdo con esos postulados que profesaba sobre un pintoresco origen gnóstico del cristianismo. Es cierto que se desconocía casi todo lo relativo a los primeros tres siglos de vida de nuestra religión; es cierto también que esas grandes lagunas habían sido rellenadas interesadamente con falsas documentaciones o testimonios manipulados; es cierto que incluso los Evangelios habían sido retocados durante esos primeros siglos para adaptarlos a las corrientes dominantes dentro la Iglesia naciente, haciendo que Jesús incurriera en terribles contradicciones o absurdos que, a costa de oírlos toda la vida, habían terminado por pasarnos desapercibidos; pero lo que yo no podía aceptar de ninguna manera era que todo eso tuviera que salir a la luz pública, que se abrieran las puertas del Vaticano a cualquier estudioso que, como él, no tuviera la fe necesaria para dar un sentido correcto a lo que se pudiera descubrir. Farag me llamó reaccionaria, me llamó retrógrada y no me acusó de usurpadora del patrimonio de la humanidad por puro milagro, pero poco le faltó. Sin embargo, no lo hizo con acritud. La noche pasaba ligera como el viento porque nos reíamos sin parar, nos atacábamos desde nuestros respectivos fortines ideológicos con una mezcla de ternura y afecto que quitaba cualquier hierro a lo que pudiéramos decirnos. Y así, las horas seguían pasando imperceptiblemente.

Mati, Limanaki, Rafina… Estábamos a punto de llegar a Pikermi, el pueblo que marcaba el centro exacto de la carrera de maratón. Ya no había tráfico por la estrecha carretera, ni tampoco rastros del capitán Glauser-Róist. Yo empezaba a sentir un gran cansancio en las piernas y un suave dolor en la parte posterior, en los gemelos, pero me negaba a reconocerlo; además, los pies me ardían dentro de las zapatillas de deporte y, poco después, durante una parada forzosa, descubrí un par de enormes rozaduras que se fueron convirtiendo en llagas a lo largo de la noche.

Seguimos andando una hora más, dos horas más… Y no nos dimos cuenta de que cada vez caminábamos más despacio, de que habíamos convertido la noche en un largo paseo en el cual el tiempo no contaba. Atravesamos Pikermi -cuyas calles estaban cubiertas por una tupida red de cables de luz y teléfono que saltaban de un viejo poste de madera a otro-, dejamos atrás Spata, Palini, Stavros, Paraskevi… Y el reloj seguía imperturbable su marcha sin que cayéramos en la cuenta de que no íbamos a llegar a Atenas antes del amanecer. Estábamos embobados, borrachos de palabras, y no nos enterábamos de nada que no fuera nuestro propio diálogo.

Después de Paraskevi la carretera dibujaba una larga curva hacia la izquierda, curva que abrazaba un frondoso bosque de pinos altísimos, y fue allí precisamente, a unos diez kilómetros de Atenas, cuando el pulsómetro de Farag se disparó.

– ¿Estás cansado? -le pregunté, inquieta. No le veía bien la cara, que para mí era apenas un esbozo.

No hubo respuesta.

– ¿Farag? -insistí. La maquinita seguía emitiendo la insufrible señal de alarma que, en el silencio que nos rodeaba, sonaba como una sirena de bomberos.

– Tengo algo que decirte… -murmuró, misterioso.

– Pues para ese ruido y dime de qué se trata.

– No puedo…

– ¿Cómo que no puedes? -me sorprendí-. Sólo tienes que pulsar el botoncito naranja.

– Quiero decir… -estaba tartamudeando-. Lo que quiero decir…

Le sujeté por la muñeca y detuve el reclamo. De repente me di cuenta de que algo había cambiado. Una vocecita ahogada me avisó de que pisábamos territorio peligroso y me di cuenta de que no quería saber lo que me iba a decir. Permanecí en silencio, muda como una muerta.

– Lo que tengo que…

El pulsómetro volvió a dispararse, pero, esta vez, él mismo lo apagó.

– No puedo decírtelo porque hay tantos impedimentos, tantos obstáculos… -yo contuve la respiración-. Ayúdame, Ottavia.

No me salía la voz. Intenté detenerle, pero me ahogaba. Ahora fue mi odioso pulsómetro el que empezó a sonar. Aquello parecía una sinfonía de pitidos. Lo paré con un esfuerzo sobrehumano y Farag sonrió.

– Sabes lo que intento decirte, ¿verdad?

Mis labios se negaban a abrirse. Lo único que fui capaz de hacer fue desabrochar el pulsómetro de mi muñeca y quitármelo. De no haberlo hecho, se hubiera estado disparando continuamente. Farag, sin dejar de sonreir, me imitó.

– Has tenido una buena idea -dijo-. Yo… Verás, Basileia, esto es muy difícil para mí. En mis anteriores relaciones nunca tuve que… Las cosas funcionaban de otra manera. Pero, contigo… ¡Dios, qué complicado! ¿Por qué no puede ser más sencillo? ¡Tú sabes lo que trato de decirte, Basileia! ¡Ayúdame! -No puedo ayudarte, Farag -repuse con una voz de ultratumba que incluso a mí me sorprendió.

– Ya, ya…

No volvió a decir nada más, ni yo tampoco. El silencio cayó sobre nosotros y así seguimos hasta que llegamos a Holargos, un pequeño pueblecito que, por sus altos y modernos edificios, anunciaba la cercanía de Atenas. Creo que nunca he vivido momentos tan amargos y difíciles. La presencia de Dios me impedía aceptar aquella especie de declaración que había intentado hacer Farag, pero mis sentimientos, increiblemente fuertes hacia aquel hombre tan maravilloso, me desgarraban por dentro. Lo peor no era reconocer que le amaba; lo peor era que él también me quería. ¡Hubiera sido tan fácil de haber podido! Pero yo no era libre.

Una exclamación me sobresaltó.

– ¡Ottavia! ¡Son las cinco y cuarto de la mañana!

Por un momento no comprendí lo que me estaba diciendo. ¿Las cinco y cuarto? Pues bueno, ¿y qué? Pero, de repente, la luz se hizo en mi cerebro. ¡Las cinco y cuarto! ¡No podríamos llegar a Atenas antes de las seis! ¡Estábamos, por lo menos, a cuatro kilómetros!

– ¡Dios mío! -grité-. ¿Qué vamos a hacer?

– ¡Correr!

Me cogió de la mano y tiró de mí como un loco, iniciando una carrera salvaje que se detuvo por la fuerza a los pocos metros.

– ¡No puedo, Farag! -gemí, dejándome caer sobre la carretera-. Estoy demasiado cansada.

– ¡Escúchame, Ottavia! ¡Ponte de pie y corre!

El tono de su voz era autoritario, en absoluto compasivo o carinoso.

– Me duele mucho la pierna derecha. Debo haberme lastimado algún músculo. No puedo seguirte, Farag. Vete. Corre tú. Yo iré después.

Se agachó hasta ponerse a mi altura y, cogiéndome bruscamente por los hombros, me zarandeó y me clavó la mirada.

– Si no te pones en pie ahora mismo y echas a correr hacia Atenas, voy a decirte lo que antes no te pude decir. Y, si lo hago -se inclinó suavemente hacia mí, de manera que sus labios quedaban a escasos milímetros de mi boca-, te lo diré de tal manera que no podrás volver a sentirte monja durante el resto de tu vida. Elige. Si llegas a Atenas conmigo, no insistiré nunca más.

Sentí unas ganas horribles de llorar, de esconder la cabeza contra su pecho y borrar esas cosas espantosas que acababa de decirme. Él sabía que yo le amaba y, por eso, me daba a elegir entre su amor o mi vocación. Si yo corría, le perdería para siempre; si me quedaba allí, tirada en el asfalto de la carretera, él me besaría y me haría olvidar que había entregado mi vida a Dios. Sentí la angustia más profunda, la pena más negra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que elegir, por no haber conocido nunca a Farag Boswell. Tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar, solté mis hombros de sus manos con un ligero balanceo y, haciendo un esfuerzo sobrehumano -sólo yo sé lo que me costó, y no era ni por el cansancio físico ni por las llagas de los pies-, me incorporé, arreglé mis ropas con gesto decidido y me volví a mirarle. Él seguía en la misma posición, agachado, pero ahora su mirada era infinitamente triste.

– ¿Vamos? -le dije.

Me observó durante unos segundos, sin moverse, sin cambiar el gesto de la cara, y, luego, se irguió, trazó una sonrisa falsa en la boca y empezó a caminar.

– Vamos.

No recuerdo mucho de los pueblos que atravesamos, aparte de sus nombres (Halandri y Papagou), pero sé que corría mirando el reloj continuamente, intentando no sentir ni el dolor de mis piernas ni el de mi corazón. En algún momento, el frío del amanecer heló las lágrimas que resbalaban por mi cara. Entramos en Atenas, por la calle Kifissias, diez minutos antes de las seis de la mañana. Por mucho que corriéramos para llegar hasta Kapnikaréa, en el centro de la ciudad, sería imposible cumplir la prueba. Pero eso no nos detuvo, ni eso ni el punzante dolor que yo empecé a sentir en un costado y que me cortaba la respiración. Sudaba copiosamente y tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro. Parecía, además, que tuviera cuchillas clavadas en los pies, pero seguí corriendo porque, si no lo hacía, tendría que enfrentarme con algo que no me sentía capaz de asumir. En realidad, más que correr, huía, huía de Farag y estoy segura de que él lo sabia. Se mantenía junto a mí a pesar de que hubiera podido adelantarme y, quizá, concluir con éxito la prueba de la pereza. Pero no me abandonó y yo, fiel a mi costumbre de sentirme culpable por todo, también me sentí responsable de su fracaso. Aquella hermosa noche, seguramente inolvidable, estaba terminando como una pesadilla.

No sé cuántos kilómetros tendría la gran avenida de Vassilis Sofias, pero a mí me pareció eterna. Los coches circulaban por ella mientras nosotros corríamos a la desesperada sorteando postes, farolas, papeleras, árboles, anuncios publicitarios y bancos de hierro. La hermosa capital del mundo antiguo despertaba a un nuevo día que para nosotros sólo significaba el principio del fin. Vassilis Sofias no se acababa nunca y mi reloj marcaba ya las seis de la mañana. Era demasiado tarde, pero, por mucho que mirara a derecha e izquierda, el sol no se veía por ninguna parte; continuaba siendo tan de noche como una hora antes. ¿Qué estaba pasando?

La línea azul que durante toda la noche había guiado nuestros pasos, se perdió por Vassilis Konstantinou, la travesía que, partiendo de Sofias, llevaba directamente al Estadio Olímpico. Nosotros, sin embargo, continuamos por la avenida, que terminaba en la mismísima Plateia Syntágmatos, la enorme explanada del Parlamento griego, en la misma esquina de nuestro hotel, por cuya puerta pasamos, sin detenernos, como una exhalación. Kapnikaréa se encontraba en medio de la vía Ermou, una de las arterias que nacían en el otro extremo de la plaza. En aquel momento, eran ya las seis y tres minutos.

Los pulmones y el corazón me estallaban, el dolor del costado me estaba matando. Sólo me animaba para seguir la fiel oscuridad nocturna del cielo, esa cubierta negra que no se iluminaba con ningún rayo solar. Mientras continuara de ese modo, habría esperanza. Pero nada más entrar en la peatonal calle Ermou, los músculos de mi pierna derecha decidieron que ya estaba bien de tanto correr y que había que parar. Una punzada aguda me detuvo en seco y llevé mi mano hasta el punto del dolor al tiempo que emitía un gemido. Farag se volvió, raudo como una centella y, sin mediar palabra alguna, comprendió lo que me estaba pasando. Regresó hasta donde yo me encontraba, me pasó el brazo izquierdo por debajo de los hombros y me ayudó a incorporarme. A continuación, con la respiración entrecortada, reanudamos la carrera en esta extraña posición en la cual yo avanzaba un paso con mi pierna sana y descargaba todo mi peso sobre él en el siguiente. Oscilábamos como barcos en una tormenta, pero no nos deteníamos. El reloj indicaba que eran ya las seis y cinco, pero sólo nos quedaban unos trescientos metros para llegar, porque al fondo de Ermou, como una extraña aparición incomprensible, una pequeña iglesia bizantina, medio hundida en la tierra, emergía en el centro de una reducida glorieta.

Doscientos metros… Podía oir la respiración afanosa de Farag. Mi pierna sana empezó también a resentirse de este último y supremo esfuerzo. Ciento cincuenta metros. Las seis y siete minutos. Cada vez avanzábamos más despacio. Estábamos agotados. Ciento veinticinco metros. Con un brusco impulso, Farag me alzó de nuevo y me sujetó más fuerte, cogiéndome la mano que pasaba por detrás de su cuello. Cien metros. Las seis y ocho.

– Ottavia, tienes que aguantar el dolor -farfulló sin aire; las gotas de sudor le caían a mares por la cara y el cuello-. Camina, por favor.

Kapnikaréa nos ofrecía a la vista los muros de piedra de su lado izquierdo. ¡Estábamos tan cerca! Podía ver las pequeñas cupulitas cubiertas de tejas rojas y coronadas por pequeñas cruces. Y yo sin poder respirar, sin poder correr. ¡Aquello era una tortura!

– ¡Ottavia, el sol! -gritó Farag.

Ni siquiera lo busqué con la mirada, me bastó con el suave tinte azul oscuro del cielo. Aquellas tres palabras fueron el acicate que necesitaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. Un escalofrío me recorrió entera y, al mismo tiempo, sentí tanta rabia contra el sol por fallarme de esa forma que tomé aire y me lancé contra la iglesia. Supongo que hay momentos en la vida en que la obcecación, la tozudez o el orgullo toman el control de nuestros actos y nos obligan a lanzarmos desbocados hacia la consecución de ese único objetivo que ensombrece todo lo que no sea él mismo. Imagino que el origen de esa respuesta desmandada tiene mucho que ver con el instinto de supervivencia, porque actuamos como si nos fuera la vida en ello. Naturalmente que sentía dolor y que mi cuerpo seguía siendo un guiñapo, pero en mi cerebro se coló la idea fija de que el sol estaba saliendo y ya no pude actuar con cordura. Muy por encima de los impedimentos físicos estaba la obligación de cruzar el umbral de Kapnikaréa.

Así pues, eché a correr como no había corrido en toda la noche y Farag se puso a mi lado justo cuando, tras bajar unos escalones que nos dejaron a la altura de la iglesia, llegamos ante el precioso pórtico que protegía la puerta. Sobre ella, un impresionante mosaico bizantino de la Virgen con el Niño lanzaba destellos a la pobre luz de las farolas; sobre nuestras cabezas, un cielo de brillantes teselas doradas enmarcaba un Crismón constantineano.

– ¿Llamamos? -pregunté con voz débil, poniéndome las manos en la cintura y doblándome por la mitad para poder respirar.

– ¿A ti qué te parece? -exclamó Farag y, acto seguido, escuché el primero de los siete golpes que propinó furiosamente contra la recia madera. Con el último de ellos, los goznes chirriaron suavemente y la puerta se abrió.

Un joven pope ortodoxo, poseedor de una larga y poblada barba negra, apareció frente a nosotros. Con el ceño fruncido y un gesto adusto, nos dijo algo en griego moderno que no comprendimos. Ante nuestras caras desconcertadas, repitió su frase en inglés:

– La iglesia no abre hasta las ocho.

– Lo sabemos, padre, pero necesitamos entrar. Debemos purificar nuestras almas inclinándonos ante Dios como humildes suplicantes.

Miré a Farag con admiración. ¿Cómo se le habría ocurrido utilizar las palabras de la plegaria de Jerusalén? El joven pope nos examinó de los pies a la cabeza y nuestro lastimoso aspecto pareció conmoverle.

– Siendo así, pasen. Kapnikaréa es toda suya.

No me dejé engañar: aquel muchachito vestido con sotana era un staurofílax. Si hubiera puesto la mano en el fuego, con toda seguridad no me habría quemado. Farag me leyó el pensamiento.

– Por cierto, padre… -pregunté, limpiándome el sudor de la cara con la manga del chándal-. ¿Ha visto por aquí a un amigo nuestro, un corredor como nosotros, muy alto y de pelo rubio?

El cura pareció meditar. Si no hubiera sabido que era un staurofílax, a lo mejor le hubiera creído, pero, pese a ser un buen actor, no consiguió embaucarme.

– No -respondió después de pensarlo mucho-. No recuerdo a nadie de esas características. Pero, pasen, por favor. No se queden en la calle.

Desde ese instante, estábamos a su merced.

La iglesia era preciosa, una de esas maravillas que el tiempo y la civilización respetan porque no pueden acabar con su belleza sin morir también un poco. Cientos, miles de delgados cirios amarillos ardían en su interior, permitiendo vislumbrar, al fondo, a la derecha, un bello iconostasio que refulgía como el oro.

– Les dejo rezar -dijo, mientras, distraídamente, volvía a condenar la puerta pasando los cerrojos; estábamos prisioneros-. No duden en llamarme si necesitan algo.

Pero ¿qué hubiéramos podido necesitar? Apenas terminó de pronunciar esas amatíes palabras, un fuerte golpe en la cabeza, propinado por la espalda, me hizo tambalearme y caer desplomada al suelo. No recuerdo nada más. Sólo siento no haber podido ver mejor Kapnikaréa.


Abrí los ojos bajo el glacial resplandor de varios tubos blancos de neón e intenté mover la cabeza porque intuí que había alguien a mi lado, pero el intenso dolor que sentía me lo impidió. Una voz amable de mujer me dijo algunas palabras incomprensibles y volví a perder el conocimiento. Algún tiempo después desperté de nuevo. Varias personas vestidas de blanco se inclinaban sobre mi cama y me examinaban meticulosamente, levantándome los flácidos párpados, tomándome el pulso y movilizándome con suavidad el cuello. Entre brumas, me di cuenta de que un tubo muy fino salía de mi brazo y llegaba hasta una bolsa de plástico llena de un líquido transparente que colgaba de un palo metálico. Pero volví a dormirme y el tiempo siguió pasando. Por fin, al cabo de varias horas, recuperé la conciencia con un sentido más auténtico de la realidad. Debían haberme administrado un montón de drogas porque me encontraba bien, sin dolor, aunque un poco mareada y con el estómago revuelto.

Sentados en unas sillas de plástico verde pegadas a la pared, dos hombres extraños me observaban patibulariamente. Al verme parpadear se pusieron en pie y se acercaron hasta la cabecera de la cama.

– ¿Hermana Salina? -preguntó uno de ellos en italiano y, al fijar la vista en él, descubrí que vestía sotana y alzacuellos-. Soy el padre Cardini, Ferruccio Cardini, de la embajada vaticana, y mi acompañante es Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, secretario del Sínodo Permanente de la Iglesia de Grecia. ¿Cómo se encuentra?

– Como si me hubieran golpeado con un mazo en la cabeza, padre. ¿Y mis compañeros, el profesor Boswell y el capitán Glauser-Róist?

– No se preocupe, están bien. Se encuentran en los cuartos inmediatos. Acabamos de verles y ya se están despertando.

– ¿Qué lugar es este?

– El nosokomio George Gennimatas.

– ¿El qué?

– El Hospital General de Atenas, hermana. Unos marineros les encontraron a última hora de la tarde en uno de los muelles de El Pireo [38] y les trajeron al hospital más cercano. Al ver su acreditación diplomática vaticana, el personal de Urgencias se puso en contacto con nosotros.

Un médico alto, moreno y con un enorme bigote turco apareció de repente retirando la cortina de plástico que hacía las funciones de puerta. Se acercó a mi cama y, mientras me tomaba el pulso y me examinaba los ojos y la lengua, se dirigió a Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, quien, a continuación, se dirigió a mí en un correcto inglés.

– El doctor Kalogeropoulos desea saber cómo se encuentra.

– Bien. Me encuentro bien -respondí, tratando de incorporarme. Ya no tenía el gotero enganchado al brazo.

El médico griego dijo otras palabras y tanto el padre Cardini como el Archimandrita Apostolidis se volvieron y se pusieron de cara a la pared. Entonces, el doctor retiró la sábana que me cubría y pude ver que, por toda ropa, llevaba puesto un horrible camisón corto de color salmón claro que dejaba mis piernas al aire. No me extrañé al ver que tenía los pies vendados pero sí al descubrir que también tenía vendados los muslos.

– ¿Qué me ha pasado? -pregunté. El padre Cardini repitió mis palabras en griego y el médico respondió con una larga conferencia.

– El doctor Kalogeropoulos dice que tanto usted como sus compañeros presentan unas heridas muy extrañas y dice que han encontrado dentro de ellas una sustancia vegetal clorofilada que no han podido identificar. Pregunta si sabe usted cómo se las han hecho porque, al parecer les han descubierto otras similares, más antiguas, en los brazos.

– Digale que no sé nada y que quisiera verlas, padre.

Ante mi petición, el médico retiró los vendajes poniendo muchísimo cuidado y luego, con aquellos dos sacerdotes castigados mirando hacia la pared y yo en camisón y destapada, salió del cuarto. La situación era tan violenta que no me atreví a decir ni media palabra, aunque, afortudamente, el doctor Kalogeropoulos regresó al instante con un espejo que me permitió ver las escarificaciones flexionando las piernas. Ahí estaban: una cruz decussata en la parte posterior del muslo derecho y otra, griega, en el izquierdo. Jerusalén y Atenas grabadas para siempre en mi cuerpo. Debería haberme sentido orgullosa pero, saciada mi curiosidad, mi única obsesión era ver a Farag. Lo malo fue que, en uno de los movimientos del espejo, también vi mi cara reflejada, y me quedé atónita al comprobar que no sólo tenía los ojos hundidos y la piel demacrada, sino que lucía en mi cabeza un exuberante vendaje a modo de turbante musulmán. El doctor Kalogeropoulos, viendo mi expresión de sorpresa, lanzó otra andanada de palabras.

– El doctor dice -me transmitió el padre Cardini- que sus amigos y usted han sido golpeados con algún objeto contundente y que presentan importantes contusiones en el cráneo. Por los resultados de los análisis, piensa que también consumieron alcaloides y quiere que le diga qué sustancias ingirieron.

– ¿Es que este médico cree que somos drogadictos o qué?

El padre Cardini no se atrevió a rechistar.

– Dígale al médico que no hemos tomado nada y que no sabemos nada, padre. Que por mucho que nos pregunte no vamos a poder decirle más. Y ahora, si no es mucha molestia, me gustaría ver a mis compañeros.

Y, diciendo esto, me senté en el borde de la cama y bajé las piernas hasta el suelo. Las vendas de los pies me servían divinamente de zapatillas. Al verme, el doctor Kalogeropoulos dejó escapar una exclamación de enojo y, sujetándome por los brazos, intentó volver a acostarme, pero me resistí con todas mis fuerzas y no lo consiguió.

– Padre Cardini, por favor, ¿sería tan amable de decirle al doctor que quiero mi ropa y que voy a quitarme este vendaje de la cabeza?

El sacerdote católico tradujo mis palabras y se produjo un diálogo rápido y agitado.

– No puede ser, hermana. El doctor Kalogeropoulos dice que todavía no está bien y que podría sufrir un colapso.

– ¡Dígale al doctor Kalogeropoulos que estoy perfectamente! ¿Conoce usted, padre, la importancia del trabajo que el profesor, el capitán y yo estamos haciendo?

– Aproximadamente, hermana.

– Pues dígale que me entregue mi ropa… ¡Ahora!

Volvió a producirse un irritado cruce de palabras y el facultativo salió de la habitación con muy malos modos. Poco después hizo acto de presencia una joven enfermera que, al entrar, dejó una bolsa de plástico a los pies de la cama sin decir ni media palabra y, luego, se acercó hasta mí y empezó a liberar mi cabeza del turbante. Sentí un inmenso alivio cuando me lo quitó, como si aquellas tiras de gasa hubieran estado comprimiéndome el cerebro. Metí los dedos entre el pelo para airearlo y rocé con las yemas una abultada y dolorosa protuberancia en la parte superior.

Todavía no había terminado de vestirme cuando se oyeron unos golpes en el dintel metálico del vano de la entrada. Yo misma retiré la cortina cuando estuve lista. Farag y el capitán, ataviados con unas batas cortas del mismo color azul desteñido que el ajado camisón hospitalario que exhibían, me miraron sorprendidos desde debajo de sus respectivos turbantes.

– ¿Por qué tú estás arreglada y nosotros tenemos estas pintas? -preguntó Farag.

– Porque no sabéis hacer valer vuestra autoridad -repuse, riendo. Volver a verle me hacía sentir muy feliz; el corazón me latía a toda marcha-. ¿Estáis bien?

– Estamos perfectamente, pero esta gente se empeña en tratarnos como a niños.

– ¿Quiere ver esto, doctora? -me preguntó Glauser-Róist tendiéndome el familiar pliegue de grueso papel de los staurofílakes. Lo cogí de su mano, con una sonrisa y lo abrí. Esta vez sólo había una palabra: «Apostoleion», Apostoleion.

– Volvemos a empezar, ¿eh? -dije.

– En cuanto salgamos de aquí -murmuró la Roca echando una mirada torva a su alrededor.

– Pues, entonces, será ya mañana -avisó Farag, metiendo las manos en los bolsillos de la bata-, porque son las once de la noche y no creo que, a estas horas, nos den el alta.

– ¿Las once de la noche? -exclamé abriendo los ojos de par en par. Habíamos permanecido inconscientes todo el día.

– Firmaremos el alta voluntaria, o como quiera que se llame en este país -refunfuñó el capitán dirigiéndose hacia las mesas en las que se encontraba el personal sanitario.

Aproveché su ausencia para mirar con libertad a Farag. Estaba ojeroso y, como la barba le llegaba ya hasta el cuello, parecía un original anacoreta rubio del desierto. El recuerdo de lo que había pasado la noche anterior aceleraba aún más mi corazón, si eso era posible, y me hacía sentir dueña de un secreto que sólo él y yo compartíamos. Sin embargo, Farag no parecía recordar nada, su cara era de simpática indiferencia y, en lugar de hablar conmigo, se dirigió inmediatamente a mis acompañantes, dejándome con la palabra en la boca. Me quedé perpleja y preocupada, ¿acaso lo había soñado todo?

No conseguí que hablara conmigo en toda la noche, ni siquiera cuando salimos del hospital y subimos al coche de la embajada vaticana (Su Eminencia Theologos Apostolidis se despidió amablemente de nosotros en la puerta del George Gennimatas y se marchó en su propio vehículo). Así que Farag, o bien se dirigía al capitán o bien al padre Cardini, y, cuando sus ojos tropezaban con los míos, pasaban por encima de mí sin detenerse, como si yo fuera transparente. Si lo que pretendía era hacerme daño, lo estaba consiguiendo, pero no iba a dejar que aquello me destrozara, así que me encerré en el más negro mutismo hasta que llegamos al hotel y, una vez en mi habitación, como no podía sentarme cómodamente por culpa de las escarificaciones, estuve orando tendida en la cama hasta que caí rendida, cerca ya de las tres de la madrugada. Llena de angustia, le pedí a Dios que me ayudara, que me devolviera la certeza de mi vocación religiosa, la tranquila estabilidad de mi vida anterior y me refugié en Su Amor hasta que encontré la paz que necesitaba. Dormí bien, pero mi último pensamiento fue para Farag y también el primero de la mañana siguiente.

Él, sin embargo, no me miró ni una sola vez durante el desayuno, ni tampoco en el viaje hacia el aeropuerto, ni mientras subíamos al Westwind y tomábamos asiento (con mucho cuidado) en los sillones de la cabina de pasajeros que, como un viejo y cálido hogar, empezaba a ser nuestra única referencia estable. Despegamos del aeropuerto Hellinikon alrededor de las diez de la mañana e, inmediatamente, empezaron los paseos de nuestra azafata favorita con sus ofertas de comida, bebida y entretenimientos. El capitán Glauser-Róist, después de pronosticar los más terribles desenlaces para la pobre chica, que resultó llamarse Paola, nos contó, muy satisfecho, que sólo había tardado cuatro horas en recorrer la distancia entre Maratón y Kapnikaréa y que su pulsómetro no se había disparado ni una sola vez. Aunque Farag se rió y le felicitó con un apretón de manos y unos golpes afectuosos en el brazo, yo me sumí en la más completa de las miserias recordando los pitidos del pulsómetro de Farag y del mío en aquellos preciosos momentos que habíamos vivido en la silenciosa carretera de Maratón.

El vuelo entre Atenas y Estambul fue tan corto que apenas nos dio tiempo a preparar el quinto círculo purgatorial. En Constantinopla purgaríamos el pecado de la avaricia y lo haríamos, al decir del florentino, echados en el suelo:


Cuando en el quinto círculo hube entrado,

vi por aquel a gentes que lloraban,

tumbados en la tierra boca abajo.


«Adhaesit pavimento anima mea [39]»

les oí exclamar con tan altos suspiros,

que apenas se entendían las palabras.


– ¿Sólo tenemos esto para empezar? -preguntó, escéptico, Farag-. Es muy poco y Estambul es muy grande.

– También tenemos el Apostoleion -le recordó Glauser-Róist, cruzando tranquilamente las piernas como si no sufriera en absoluto el dolor de las cicatrices ni esas molestas agujetas que la carrera de Maratón nos había dejado a los demás como recuerdo-. La Nunciatura vaticana en Ankara y el Patriarcado de Constantinopla están trabajando desde anoche sobre ello. Cuando llegamos al hotel, me puse en contacto con Monseñor Lewis y con el secretario del Patriarca, el padre Kallistos, quien me informó de que el Apostoleion fue la famosa iglesia ortodoxa de los Santos Apóstoles que sirvió de Panteón Real a los emperadores bizantinos hasta el siglo XI. Era el templo más grande después de Santa Sofía. Hoy día, sin embargo, no queda nada de ella. Mehmet II, el conquistador turco que puso fin al imperio bizantino, ordenó su destrucción en el siglo XV.

– ¿No queda nada de ella? -me escandalicé-. ¿Y qué pretenden que hagamos? ¿Excavar la ciudad en busca de sus restos arqueológicos?

– No lo sé, doctora. Tendremos que investigar. Parece ser que Mehmet II, intentando emular a los emperadores, mandó construir allí mismo su propio mausoleo, la mezquita de Fatih Camii que aún sigue en funcionamiento. Del Apostoleion no queda absolutamente nada. Ni una piedra. Pero habrá que esperar los informes de la Nunciatura y del Patriarcado para saber algo mas.

– ¿Qué les ha pedido que investiguen?

– Todo, absolutamente todo, doctora: la historia completa de la iglesia con el mayor lujo de detalles, también la de Fatih Camii; los planos, mapas y dibujos de las reconstrucciones, nombres de los arquitectos, objetos, obras de arte, todos los libros que hablen sobre ellas, el ritual de enterramiento de los emperadores, etc. Como verá no he dejado ningún detalle al azar y estoy seguro de que tanto la Nunciatura como el Patriarcado están trabajando a fondo en el tema. El Nuncio apostólico, Monseñor Lewis, me dijo, además, que podíamos contar con la ayuda de uno de los agregados culturales de la embajada italiana, experto en arquitectura bizantina, y el Patriarcado está especialmente ansioso por colaborar con nosotros porque también ha sufrido las fechorías de los staurofílakes: lo poco que quedaba del fragmento de Vera Cruz que el emperador Constantino recibió directamente de su madre, Santa Helena, desapareció hace menos de un mes de la iglesia patriarcal de San Jorge, y eso que estaban avisados. Pero el antiguamente poderoso Patriarcado de Constantinopla es hoy día tan pobre que no dispone de recursos para proteger sus reliquias. Al parecer, apenas quedan fieles ortodoxos en Estambul. El proceso de islamización ha sido tan intenso y el nacionalismo se ha vuelto tan violento que, en la actualidad, casi el ciento por ciento de la población es turca y de religión musulmana.

En ese momento, el comandante del Westwind nos comunicó por los altavoces que en menos de media hora aterrizaríamos en el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.

– Deberíamos darnos prisa con el texto de Dante -apremió Glauser-Róist, abriendo de nuevo el libro-. ¿Dónde estábamos?

– Acabábamos de empezar -le respondió Farag, ojeando a su vez su propio ejemplar de la Divina Comedia -. Dante estaba oyendo recitar a los espíritus de los avariciosos el primer versículo del Salmo 118: «Mi alma está pegada al suelo.»

– Bueno, pues, a continuación, Virgilio pide que les indiquen dónde está la entrada que da acceso a la siguiente cornisa.

– Pero ¿a Dante le han quitado ya la marca de la frente? -le interrumpí. Me escocía un poco la cruz decussata del muslo derecho.

– No en todos los círculos Dante menciona explícitamente que los ángeles le vayan borrando las cicatrices de los pecados capitales, pero siempre señala en algún momento que, tras cada nueva subida, se siente más ligero, que camina con más facilidad y, de vez en cuando, recuerda que le han quitado alguna «P». ¿Desea conocer algún detalle más, doctora?

– No, muchas gracias. Puede seguir.

– Continúo… Los avariciosos contestan a los poetas:


Si venís libres de yacer aquí con nosotros,

y queréis pronto hallar el camino,

llevad siempre por fuera la derecha.


– Es decir -interrumpí de nuevo-, que deben ir hacia la derecha, dejando de ese lado el precipicio. -El capitán me miró y afirmó con la cabeza.

Fiel a su costumbre, el florentino se enzarzaba a continuación en una de sus largas conversaciones con alguno de los espíritus, en este caso el del papa Adriano V, calificado por la historia como un gran avaricioso. De repente, caí en la cuenta de que el poeta situaba un gran número de Santos Pontífices entre las almas del Purgatorio. ¿Habría igual proporción en el Infierno?, me pregunté. En cualquier caso, no cabía la menor duda de que la Divina Comedia no era, como se decía tradicionalmente, una obra que ensalzara a la Iglesia Católica; más bien, todo lo contrario.

Cuando volví a prestar atención, el capitán estaba leyendo los primeros tercetos del Canto XX, en los que Dante describe las dificultades que encuentran su maestro y él para caminar por aquella cornisa, pues el suelo está lleno de almas adheridas y llorosas:


Eché a andar y mi guía echó a andar por los

lugares libres, siguiendo la roca,

cual pegados de un muro a las almenas;


pues la gente que vierte gota a gota

por los ojos el mal que el mundo llena,

al borde se acercaba demasiado.


Nos saltamos completamente la parte del Canto en la que espíritus variados van cantando ejemplos de avaricia castigada: el del rey Midas, el del rico romano Craso, etc. De repente, un apocalíptico temblor sacude el suelo del quinto círculo. Dante se espanta pero Virgilio le tranquiliza: «Mientras vayas conmigo, no te asustes.» El Canto XXI empezaba con la explicación de tan extraño suceso: un espíritu ha cumplido su castigo, ha sido purificado, y puede, por tanto, poner fin a su permanencia en el Purgatorio. Se trata, en esta feliz ocasión, del alma del poeta napolitano Estacio [40], quien, consumada su penitencia, se acaba de despegar del suelo. Estacio, que no sabe con quien está hablando, explica a los visitantes que se hizo poeta por su profunda admiración al gran Virgilio y esta confesión, naturalmente, provoca la risa de Dante. Estacio se ofende, sin entender que la hilaridad del florentino está motivada por el hecho de que tiene delante a quien tanto dice haber respetado. Disuelto el enredo, el de Nápoles cae de rodillas ante Virgilio y da comienzo una larga ristra de versos admirativos.

En este punto, nuestro avión empezó a descender tan bruscamente que se me taparon por completo los oídos. La joven Paola hizo acto de presencia para suplicarnos que nos abrochásemos los cinturones y para ofrecernos, por última vez antes de aterrizar, sus exquisitas golosinas. Acepté encantada un vaso del horrible zumo envasado que traía en la bandeja para evitar, bebiendo, que la presión me destrozara los tímpanos. Estaba tan agotada y dolorida que no veía la hora de descargar el peso de mi cuerpo en alguna superficie mullida. Pero, claro, ese lujo oriental no podía permitírmelo a punto de comenzar la quinta prueba del Purgatorio. Quizá los aspirantes a staurofílax estaban mucho más solos que nosotros y no contaban con tanta ayuda, pero disponían de todo el tiempo del mundo para culminar las pruebas y eso, desde mi punto de vista en aquel momento, resultaba de lo más envidiable.

Ni siquiera tuvimos que entrar en el aeropuerto de Estambul: un vehículo con una pequeña bandera vaticana sobre uno de los faros nos recogió al pie de la escalerilla del Westwind y, precedido por dos agentes motorizados de la policía turca, abandonó las inmensas pistas cruzando una puerta lateral en la verja de seguridad. Pasando la palma de la mano por la elegante piel de la tapicería del coche, Farag se admiró de lo mucho que habíamos subido de categoría desde Siracusa.

Yo había visitado Estambul por cuestiones de trabajo -la investigación por la que, en 1992, gané mi primer Premio Getty- unos diez años atrás. Recordaba una ciudad mucho más bonita y entrañable, de modo que la visión de aquellos horribles bloques de apartamentos, semejantes a colmenas de cemento, me sobrecogió. Algo terrible le había pasado a la que fuera capital del imperio turco durante más de quinientos años. Mientras el coche discurría por las calles aledañas al Cuerno de Oro en dirección al barrio del Fhanar en el que se encontraba el Patriarcado de Constantinopla, pude ver que, donde antes había casitas de madera con hermosas celosías pintadas de colores, ahora se arremolinaban grupos de rusos que vendían baratijas y jóvenes turcos que, en lugar del tradicional bigote otomano, lucían pobladas barbas islámicas mientras comían cucuruchos de garbanzos y pistachos. Advertí también con estupor que había aumentado el número de mujeres que usaban el turban, el velo negro tradicional sujeto con un alfiler bajo la barbilla.

Constantinopla, la Roma imperial que consiguió sobrevivir hasta el siglo XV, fue la capital más rica y próspera de la historia antigua. Desde el palacio de Blaquerna, situado a orillas del mar de Mármara, los emperadores bizantinos gobernaron un territorio que abarcó desde España hasta el Oriente Próximo, pasando por el norte de África y los Balcanes. Se dice que en Constantinopla podían escucharse todas las lenguas del orbe y recientes excavaciones habían demostrado que, en tiempos de Justiniano y Teodora, había más de ciento sesenta casas de baños dentro de las murallas. Sin embargo, mientras yo recorría sus calles aquel día, sólo podía ver una ciudad empobrecida y de aspecto atrasado.

Si el centro del mundo católico era la Ciudad del Vaticano, espléndida en su belleza, magnificencia y riquezas, el principal centro del mundo ortodoxo era aquel humilde Patriarcado Ecuménico de Constantinopla situado en un barrio pobre y extremadamente nacionalista de los suburbios de Estambul. Las cada vez más frecuentes agresiones integristas que sufría el Patriarcado, habían obligado a levantar a su alrededor una tapia protectora que a duras penas conseguía cumplir con su función. Nadie hubiera podido imaginar jamás que, después de mil quinientos años de gloria y poder, ese sería el final de tan importante trono cristiano.

Mientras los policías turcos detenían sus motos ante la puerta del Fhanar y se quedaban a la espera, el vehículo de la embajada atravesó el patio central y frenó al pie de la escalinata de uno de los humildes edificios que constituían el antiguo Patriarcado. Un pope de edad avanzada, que resultó ser el padre Kallistos, secretario del Patriarca, salió a recibirnos y nos acompañó hasta las dependencias de Bartolomeos I, donde, según nos dijo, varias personas nos estaban esperando desde primera hora de la mañana.

El despacho de Su Divinísima Santidad era una especie de sala de reuniones en la que la luz del sol entraba con toda su fuerza a través de los cristales de un par de grandes ventanas que daban a la iglesia patriarcal de San Jorge. El águila imperial y la corona, símbolos del antiguo poder, podían verse por todas partes: en los dibujos de las alfombras y tapices que cubrían suelos y paredes, en las hermosas tallas de las mesas y las sillas, en los cuadros y objetos de arte que abarrotaban las superficies… Su Divinísima Santidad era un hombre de estatura considerable y de unos sesenta años que se escondía con timidez detrás de una larguisima barba del color de la nieve. Vestía como un simple pope -con el hábito y el gorrito negro de los Médicis italianos- y usaba unas enormes gafas para la presbicia que parecían haberle caído sobre la nariz por casualidad. Sin embargo, de su porte emanaba tal dignidad que sentí la impresión de hallarme frente a uno de aquellos emperadores bizantinos desaparecidos para siempre.

Junto al Patriarca se hallaba el Nuncio vaticano, Monseñor John Lawrence Lewis, vestido de clergyman, que se acercó inmediatamente hasta nosotros para saludarnos e iniciar las presentaciones. Monseñor Lewis guardaba un parecido asombroso con el marido de la reina Isabel de Inglaterra, el duque de Edimburgo: era igual de alto y delgado, igual de ceremonioso y, por encima de todo, igual de calvo y orejudo. Le estaba mirando fascinada, intentando reprimir la risa, cuando una voz femenina me arrancó de mi espejismo:

– Ottavia, querida, ¿no te acuerdas de mí?

La desconocida que se me había acercado mientras Monseñor Lewis nos presentaba al Patriarca era una de esas mujeres que, cruzada la frontera de la mediana edad, se vuelven escandalosamente llamativas por el uso desmedido del maquillaje y las joyas. Con el pelo color castaño claro cayéndole en cascada por encima de los hombros y un elegante y ligero traje de chaqueta azul con minifalda, aquella extraña se mantenía en equilibrio sobre sus finos tacones de aguja mirándome alegremente.

– No, lo siento -dije, segura de no haberla visto en mi vida-. ¿Te conozco?

– ¡Ottavia, pero si soy Doria!

– ¿Doria…? -musité, confundida. Un vago recuerdo, una nube con la forma de las caras de las hermanas Sciarra, de Catania, empezó a emerger desde el fondo de mi mente-. ¿Doria Sciarra…? ¿La hermana de Concetta…?

– ¡Ottavia! -exclamó contenta viendo que la reconocía y lanzándose contra mí para estrecharme fuertemente entre sus brazos (aunque llevando cuidado de no estropearse el maquillaje).- ¿No es fantástico, Ottavia? ¡Después de tantos años! ¿Cuántos…? ¿Diez, quince…?

– Veinte -dije con desprecio.

¡Y qué cortos me parecían en esos momentos! Si había alguien en el mundo a quien no soportara esa persona era Doria Sciarra, aquella pequeña vanidosa que se empeñaba en sembrar cizaña por donde pasaba y que hacía daño a los demás sin concederle la menor importancia. Tampoco yo era plato de su gusto, así que no entendía a qué venían tantas tonterías y tantos aspavientos. Noté cómo se me nublaba el humor para el resto del día.

– ¡Oh, sí! -dijo ella, soñadora. Era tan artificial y estirada como una muñeca Barbie-. ¿No es maravilloso? ¡Quién nos lo iba a decir a nosotras!, ¿verdad? -emitió unas carcajadas juveniles y cantarinas-. ¡Qué vueltas da la vida!

¡Desde luego!, pensé mirándola: aquella chica gorda y morena como un tizón, ahora exhibía un cuerpo anoréxico y un dorado pelo leonino. «Tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania», dijo el recuerdo de la voz de mi cuñado dentro de mi cabeza, y mi hermana Giacoma añadió: «Están invadiendo nuestros mercados y haciéndonos la guerra sucia.»

– ¡Cuánto siento lo de tu padre y tu hermano, Ottavia! Me lo dijo Concetta hace unas semanas. ¿Cómo está tu madre?

Estuve a punto de contestarle de malos modos, sin embargo me contuve.

– Ya te lo puedes imaginar…

– Es terrible, desde luego. No sabes lo mal que lo pasé cuando murió mi padre hace dos años. Fue espantoso.

– ¿Qué haces tú aquí, Doria? -la corté, y debí utilizar un tono de voz bastante seco porque me miró sorprendida. Era la reina de la hipocresía.

– Monseñor Lewis me ha pedido que os ayude. Soy una de las agregadas culturales de la embajada de Italia en Turquía. He venido con Monseñor desde Ankara para echaros una mano.

¡Lo que me faltaba! Doria era «el experto en arquitectura bizantina» que nos había ofrecido el Nuncio y, sin lugar a dudas, estaba al tanto de nuestra misión. Genial.

– Las viejas amigas se han reencontrado, ¿eh? -dijo precisamente Monseñor, apareciendo de repente junto a nosotras-. Es una gran suerte poder contar con su amiga Doria para este trabajo, hermana Salina. ¡Hasta los propios turcos le piden consejo!

– No tanto como deberían, Monseñor -dijo Doria con una meliflua voz de reproche-. La arquitectura bizantina es más un engorro para ellos que una maravilla digna de conservar.

Monseñor Lewis hizo oídos sordos a las incómodas palabras de Doria y, cogiéndome por el brazo, me arrastró hacia Su Divinísima Santidad Bartolomeos I, quien, viéndome llegar, me alargó la mano con el anillo pastoral para que lo besara. Hice una leve genuflexión y acerqué los labios a la joya, preguntándome cuánto tiempo tendría que soportar la presencia entre nosotros de mi vieja amiga. Pero aún fue mucho peor cuando, después de saludar al Patriarca, me giré para buscar con la mirada a mis compañeros y me topé con la imagen de Doria hablando en voz baja con Farag y comiéndoselo con los ojos. El muy tonto parecía no darse cuenta de la actitud carnívora de aquella arpía y respondía sonriente a sus insinuaciones. Un veneno agrio y amarillo como la bilis me llenó el estómago y el corazón.

A continuación, sentados en torno a una gran mesa rectangular en cuyo centro aparecía, taraceado, el escudo del Patriarca (una cruz griega dorada envuelta por un círculo púrpura), celebramos una reunión de trabajo que se prolongó hasta más allá de la hora de la comida. Su Santidad Bartolomeos, con un tono pausado que iba marcando inconscientemente con la mano derecha, empezó explicándonos que la Iglesia de los Santos Apóstoles fue erigida por el emperador Constantino en el siglo IV con la idea de convertirla en mausoleo familiar. El emperador murió en Nicomedia en el 337 y su cuerpo fue trasladado a Constantinopla años después e inhumado en el Apostoleion. Su hijo y sucesor, Constancio, llevó también a la iglesia las reliquias de San Lucas Evangelista, San Andrés Apóstol y San Timoteo. Doria le quitó la palabra al Patriarca para decir que, dos siglos después, durante el reinado de Justiniano y Teodora, el templo fue completamente reconstruido por los famosos arquitectos Isidoro de Mileto y Antemio de Talles. Como, tras su erudita intervención, no tenía nada más que añadir, el Patriarca continuó explicándonos que, hasta el siglo XI, muchos emperadores, patriarcas y obispos fueron enterrados allí y que los fieles acudían para venerar los importantes restos de los mártires, los santos y los padres de la Iglesia que poseía el templo. Tras la destrucción del Apostoleion, esas reliquias peregrinaron de un sitio a otro durante siglos hasta que terminaron en la cercana Iglesia patriarcal.

– Excepto, claro está -vocalizó despaciosamente Su Santidad-, las que fueron robadas por los cruzados latinos en el siglo XIII: relicarios y vasos de oro y plata con piedras preciosas, iconos, cruces imperiales, paramentos bordados con joyas, etcétera. La mayoría de ellos se encuentran hoy en Roma y en la Iglesia de San Marcos de Venecia. El historiador Nicetas Chroniates afirma que los latinos profanaron también las tumbas de los emperadores.

– Por supuesto -añadió Doria, con cara de haber sido personalmente ofendida-, después de semejantes desmanes y de un terremoto ocurrido en 1328, el Apostoleion tuvo que ser reconstruido de nuevo. A finales del siglo XIII el emperador Andrónico II Paleólogo ordenó su restauración, pero nunca volvió a ser lo que era. Expoliado de sus reliquias y objetos de valor, fue abandonado y olvidado hasta la caída de Constantinopla a mediados del siglo XV. En 1461, Mehmet II ordenó su demolición y levantó en el mismo lugar su propio mausoleo, la llamada Mezquita del Conquistador o Fatih Camii.

Observé que, mientras al otro lado de la mesa el capitán iba perdiendo la paciencia por segundos, a medio camino Farag parecía encantando con la exposición de Doria, asintiendo con la cabeza cuando ella hablaba y sonriendo como un bobo cuando le miraba.

– ¿Podrían comentarnos cómo era la iglesia? -preguntó la Roca para ir centrando el tema.

Doria abrió un cuaderno que tenía delante de ella y repartió a derecha e izquierda unas cuantas láminas grandes.

– La planta de la basílica era de cruz griega y tenía cinco enormes cúpulas azules, una en cada extremo de los cuatro brazos y otra más, gigantesca, en el centro. Justo debajo de ésta se situaba el altar, que estaba fabricado enteramente de plata y cubierto por un baldaquino de mármol con forma piramidal. Unas filas de columnas a lo largo de los muros interiores formaban una galería en el piso superior llamada Catechumena, accesible sólo a través de una escalera de caracol.

– Si no queda nada del templo, ¿cómo sabe usted todo eso? – La Roca, a veces, era maravillosamente suspicaz. Me sentí en deuda con él por poner en tela de juicio los conocimientos de Doria. En ese instante, llegó hasta mis manos la primera de las láminas, que representaba una reconstrucción virtual del Apostoleion, en blanco y negro, con sus cinco cúpulas y sus numerosas ventanas a lo largo y ancho de los muros.

– ¡Pero, capitán…! -protestó Doria con un timbre encantadoramente gracioso-. ¡No querrá que le enumere las fuentes!

– Sí, sí quiero -rezongó Glauser-Roíst.

– Bueno, pues para empezar le diré que se conservan en la actualidad dos iglesias que fueron construidas imitando al Apostoleion: San Marcos de Venecia y Saint-Front, en Périgeux, Francia. Tenemos, además, las descripciones hechas por Eusebio, Philostorgius Procopio y Teodoro Anagnostes. Disponemos también de un largo poema del siglo X llamado Descripción del edificio de los Apóstoles, compuesto por un tal Constantino de Rodas en honor del emperador Constantino VII Porfirogenito.

– Por cierto… -la corté en seco-, este emperador escribió un magnifico tratado sobre normas de comportamiento cortesano que fue el manual adoptado por las cortes europeas a finales de la Edad Media. ¿Lo has leído, Doria?

– No -dijo suavemente-, no he tenido oportunidad.

– Pues hazlo en cuanto puedas. Es muy interesante.

Como sospechaba, sus lustrosos conocimientos sobre Bizancio se reducían al aspecto arquitectónico. Su cultura no era tan amplia como quería darnos a entender.

– Por supuesto, Ottavia. Pero volviendo a lo que nos interesa -me ignoró por completo a partir de ese momento-, debo decirle, capitán, que dispongo de muchas más fuentes, aunque sería ocioso enumerarlas. De todos modos, si lo desea, estaré encantada de pasarle mis notas.

La Roca rechazó la oferta con un brusco monosílabo y se hundió en su asiento.

– Háblenos de su ubicación, Doria, por favor -pidió sonriente Farag, que se inclinaba sobre la mesa con las manos cruzadas, como un escolar lisonjero.

– ¿De la mía? -dijo la muy idiota con una sonrisita, sin dejar de mirarle.

Farag le rió la broma muy a gusto.

– ¡No, no, por supuesto! Del Apostoleion.

– ¡Ah, ya decía yo! -sentí ganas de levantarme y matarla, pero me contuve-. Por lo que sabemos, Constantino el Grande mandó construir su mausoleo sobre la colina más alta de la ciudad de Constantinopla. Alrededor de esta edificación circular se erigió la primitiva Iglesia de los Santos Apóstoles. Luego, con los siglos, el templo fue ampliándose hasta alcanzar las mismas dimensiones que Santa Sofía y, a partir de aquí, comenzó su decadencia. Mehmet II no dejó ningún resto cuando levantó la mezquita.

– ¿Podemos visitar Fatih Camii? -quiso saber la Roca.

– Naturalmente -le respondió el Patriarca-. Pero no deben molestar a los fieles musulmanes porque serían expulsados sin contemplaciones.

– ¿Las mujeres también podemos entrar? -pregunté con curiosidad. No estaba yo muy versada en cuestiones islámicas.

– Sí -me contestó rápidamente Doria, con una encantadora sonrisa-, pero sólo por las zonas permitidas. Yo iré contigo, Ottavia.

Miré de reojo al capitán y él me respondió con un leve gesto de hombros que venía a significar que no podíamos evitarlo. Si quería venir, vendría.

La segunda lámina llegó hasta mis manos justo en ese momento y vi una soberbia iluminación bizantina en la cual se distinguían perfectamente los colores de las cúpulas y de los muros -dorados y rojos- tal y como debieron ser en su momento de mayor esplendor. Dentro de la iglesia, tan altos como las columnas y los muros, María y los doce Apóstoles contemplaban la Ascensión de Jesús a los cielos. No pude evitar una exclamación admirativa:

– ¡Es una miniatura preciosa!

– Pues es tuya, Ottavia -repuso Doria con retintín-. Pertenece a un códice bizantino de 1162 que se encuentra en la Biblioteca Vaticana.

No valía la pena responderle; si pensaba que también iba a sentirme culpable por las rapiñas históricas de la Iglesia Católica, estaba servida.

– Recapacitemos -resolvió Glauser-Róist, echándose hacia delante en el asiento mientras se ajustaba su elegante aunque arrugada chaqueta-. Tenemos una ciudad conocida por ser la más rica y espléndida del mundo antiguo, dueña de innumerables riquezas y tesoros; en esa ciudad debemos purgar, no sabemos cómo, el pecado de la avaricia y debemos hacerlo en una iglesia que ya no existe y que estuvo dedicada a los Apóstoles. ¿Es eso?

– Exactamente eso, Kaspar -convino Farag, acicalándose la barba.

– ¿Cuándo desean visitar Fatih Camii? -inquirió Monseñor Lewis.

– Inmediatamente -respondió la Roca -, salvo que la doctora y el profesor Boswell deseen saber algo más.

Ambos denegamos suavemente con la cabeza.

– Muy bien. Pues vámonos.

– ¡Pero, capitán…! -¿Por qué se empeñaba Doria en utilizar ese ridículo y agudo soniquete?-. ¡Si es la hora de comer! ¿No está usted de acuerdo conmigo, profesor Boswell, en que deberíamos tomar algo antes de salir?

En serio que iba a matarla.

– Por favor, Doria, llámeme Farag.

Un mar de olas gigantescas estalló en mi interior, desmenuzándome en fragmentos microscópicos y venenosos. ¿Qué estaba pasando allí?

Arrastrando el alma, me encaminé junto al padre Kallistos hacia el comedor del Patriarcado donde un par de ancianas griegas, con las cabezas cubiertas a la turca, nos sirvieron una espléndida comida que apenas pude probar. Doria se había sentado a mi derecha, entre Farag y yo, de modo que tuve que soportar su absurda cháchara mucho más de lo que hubiera deseado. Creo que fue eso lo que me quitó el apetito, a pesar de lo cual, por no llamar la atención, comí un poco de pescado y otro poco de una mezcla de verduras rellenas y pastas picantes que me recordó bastante a la sabrosa caponatina siciliana. Aquella coincidencia me llevó a pensar que la comida bien podía considerarse una especie de cultura común a todos los paises mediterráneos, pues por todas partes estaba encontrando los mismos ingredientes preparados de manera parecida. En el postre, el Patriarca Ecuménico devoró tres o cuatro pequeños pudines de leche tan blancos como su pelo, y todos los presentes siguieron su ejemplo menos yo, que preferí una suave cuajada de leche de oveja para aliviar mi más que segura indigestión.

Durante el café -dulce, oscuro y con muchos posos-, Doria decidió que ya era hora de soltar un rato a Farag y de entablar conversación conmigo. Mientras los hombres discutían sobre las peculiaridades de los staurofílakes y su increíble historia y organización, mi amiga se lanzó en picado sobre nuestros lejanos recuerdos de infancia y me sorprendió con una insaciable curiosidad por los miembros de mi familia. Parecía saber bastante acerca de ellos, pero siempre le faltaba algún detalle para completar el puzzle. Al final, aburrida de ella y de sus obsesivas preguntas, zanjé la conversación de malos modos:

– ¿Cómo es posible, Doria, que viviendo en Turquía te mantengas tan informada sobre lo que hacemos los Salina de Palermo?

– Concetta me habla mucho de vosotros por teléfono.

– Pues no lo comprendo, porque entre nuestras familias existe una situación muy tensa en estos momentos.

– Bueno, Ottavia -protestó dulcemente-, nosotras no somos rencorosas. La muerte de nuestro padre nos dolió mucho, pero ya os la hemos perdonado.

¿De qué estaba hablando aquella loca?

– Perdóname, Doria, pero estás diciendo tonterías. ¿Por qué tendríais que perdonarnos a nosotros la muerte de vuestro padre?

– Concetta siempre dice que tu madre hace muy mal ocultándoos a Pierantonio, a Lucia y a ti las actividades de la familia. ¿De verdad no sabes nada, Ottavia?

Su cándida mirada y esa sonrisa sibilina que puso en los labios me indicó que, si yo no lo sabía, ella estaba dispuesta a contármelo. Me sentí tan irritada que opté por beber un largo trago de café y, no sé que tipo de asociación inconsciente de ideas hizo mi cabeza, que, cuando terminé, le solté a bocarrajo una de las habituales frases de mi madre:

– Paso largo y boca corta, Doria [41]

– ¡Vaya! -se sorprendió-. ¡Pero si sabes perfectamente de lo que estamos hablando!

La miré atónita.

– ¿Pedirte que te calles es saber de lo que estamos hablando?

– ¡Oh, venga, Ottavia! ¡No vengas con niñerías! ¿Cómo puedes ignorar que tu padre era un campieri?

¿Por qué la comprendí? No lo sé.

– ¡Mi padre no era un campieri [42]! ¡Estás insultando su memoria y el buen nombre de los Salina!

– Bueno -suspiró, resignada-. No hay nada más absurdo que un ciego que no quiere ver. De todas formas, Pierantonio conoce la verdad.

– Mira, Doria, siempre has sido muy rara, pero creo que te has vuelto definitivamente loca y no voy a consentir que insultes a mi familia.

– ¿Los Salina de Palermo? -preguntó muy sonriente-. ¿Los dueños de Cinisi, la empresa de construcción más importante de Sicilia? ¿Los únicos accionistas de Chiementin, que domina en exclusiva el millonario negocio del cemento? ¿Los amos de los yacimientos de piedra de Biliemi, con la que se levantan los edificios públicos? ¿Los propietarios del paquete completo de acciones de la Financiera de Sicilia, que blanquea el dinero negro de la droga y la prostitución? ¿Los poseedores de casi todas las tierras productivas de la isla, que controlan las flotas de camiones, las redes de distribución y la seguridad de los comerciantes y vendedores?… ¿Esos Salina de Palermo? ¿Esa familia?

– ¡Somos empresarios!

– ¡Naturalmente, querida! ¡Y nosotros, los Sciarra de Catania, también! El problema es que, en Sicilia, hay ciento ochenta y cuatro clanes mafiosos organizados en torno a dos únicas familias: los Sciarra y los Salina, la Doble S, como nos llaman las autoridades antimafia. Mi padre, Bernardo Sciarra, fue durante veinte años el Don [43] de la isla, hasta que tu padre, un campieri leal que jamás había dado problemas, fue adueñándose lentamente de los principales negocios y asesinando a los capos [44] más destacados.

– ¡Estás loca, Doria! Te suplico, por el amor de Dios, que te calles.

– ¿No quieres saber cómo mató tu padre al gran Bernardo Sciarra y como sometió a los capos y campieris fieles a mi familia?

– ¡Cállate, Doria!

– Pues verás, utilizó el mismo método que usamos nosotros para terminar con tu padre y con tu hermano Giuseppe: un supuesto accidente de tráfico.

– ¡Mi hermano tenía cuatro hijos! ¿Cómo pudisteis hacer algo así?

– ¿Es que todavía no te has enterado, querida Ottavia? ¡Somos la mafia, la Cosa Nostra! ¡El mundo nos pertenece! Nuestros bisabuelos ya eran mafiosi. Nosotros matamos, controlamos gobiernos, colocamos bombas, disparamos con Luparas [45] y respetamos la Omertá. Nadie puede saltarse las reglas e ignorar la vendetta. Tu padre, Giuseppe Salina, la ignoró y se equivocó. ¿Y sabes lo más gracioso?

La oía mientras apretaba las mandíbulas hasta hacerme daño, mientras intentaba respirar y contener las lágrimas, mientras crispaba los músculos de la cara hasta dibujar una mueca de dolor que a ella parecía encantarle porque sonreía con esa felicidad de los niños cuando reciben un regalo. Mi vida entera se estaba desmoronando. Cerré los ojos porque me escocían y porque el nudo de la garganta me estaba ahogando. Doria era maligna, era la perversidad encarnada, pero quizá yo merecía todo aquello porque me había encerrado en un mundo de sueños para no ver la realidad. Había levantado un castillo en el aire y me había recluido en él de manera que nada pudiera herirme. Y, al final, tanto esfuerzo no había servido para nada.

– Lo más gracioso es que tu padre nunca tuvo el carácter suficiente para ser un Don. El era un campieri, y le gustaba ser sólo un campieri, pero detrás tenía a alguien que sí disponía de la fuerza y la ambición necesarias para empezar una guerra por el control. ¿Sabes de quién te hablo, querida Ottavia? ¿No…? De tu madre, amiga mía, de tu madre. Filippa Zafferano, la mujer que, en este momento, es… ¡el Don de Sicilia!

Y estalló en alegres carcajadas, moviendo las manos en el aire para expresar lo divertida que resultaba la idea. La miré sin parpadear, sin borrar el gesto triste de mi cara, sin hacer otra cosa que tragarme las lágrimas y fruncir los labios. En algún momento de mi vida, me decía, tenía que haber hecho algo terrible para recoger tal cosecha de odio.

– Filippa, tu madre, se siente fuerte y segura en Villa Salina, así que dile que se quede allí dentro, que no salga porque fuera hay muchos peligros.

Y diciendo esto, me dio la espalda, volviéndose hacia Farag, que hablaba con Su Divinísima Santidad. Mi cuerpo entero estaba paralizado, sin vida. Mi cabeza, por el contrario, era un torbellino de pensamientos: ahora entendía por qué me habían mandado al internado cuando era pequeña (igual que a Pierantonio y a Lucia); ahora entendía por qué mi madre jamás consentía que nosotros tres participáramos de ciertos asuntos familiares; ahora entendía por qué nos había animado siempre a permanecer lo más lejos posible de casa y a llegar a lo más alto dentro de la Iglesia. Todo encajaba perfectamente. Las piezas sueltas de ese rompecabezas que era mi vida tenían ahora su sitio y remataban el cuadro: la ambición de mi madre nos había seleccionado para ser su contrapeso, su garantía tanto espiritual como terrenal. Pierantonio, Lucia y yo éramos sus joyas, su obra, su justificación. En la mentalidad antigua de mi madre cabía perfectamente esa absurda idea compensatoria. Poco importaba que los Salina fueran unos asesinos mientras tres de nosotros estuviéramos cerca de Dios, rezando por los demás y ocupando puestos de responsabilidad o de prestigio dentro de la Iglesia, a modo de espulgo del apellido. Sí, todo eso respondía muy bien a su forma de pensar y de ser. De repente, el gran respeto y la admiración que siempre había sentido por ella se transformaron en una inmensa pena ante lo descomunal de sus pecados. Me hubiera gustado llamarla y hablar con ella, pedirle que me explicara por qué había actuado así, por qué nos había mentido toda la vida a Pierantonio, a Lucia y a mí, por qué había utilizado a mi padre como instrumento de su codicia, por qué tenía otros seis hijos -ahora sólo cinco, pues Giuseppe había muerto- matando, extorsionando y robando, por qué consentía que sus nietos, a los que tanto decía querer, crecieran en ese ambiente, por qué deseaba hasta ese punto ser la cabeza de una organización que iba contra las leyes de Dios y de los hombres. Sin embargo, no podía pedirle esas explicaciones porque, si lo hacía, rápidamente averiguaría cómo había llegado yo a la verdad y la guerra entre los Salina y los Sciarra dejaría demasiados muertos en las cunetas de Sicilia. Se había acabado el tiempo del engaño y, en el fondo, debía reconocer que yo no era tan inocente como me hubiera gustado, ni tampoco Pierantonio, que, con sus negocios sucios dentro de la Iglesia, no hacía otra cosa que seguir la tradición familiar, ni mucho menos la buena de Lucia, siempre tan al margen de todo, tan ajena y cándida. Los tres vivíamos felizmente una mentira en la cual nuestra familia era como de cuento de hadas, una familia perfecta con los armarios llenos de cadáveres.

Estaba tan absorta que no recuerdo haber oído la llamada del capitán Glauser-Róist, pero me puse en pie como una autómata. El que Farag y Doria estuvieran viviendo un flechazo me daba exactamente lo mismo. Nada podía causarme más dolor del que ya sentía, así que, por mí, podían seguir juntos el resto de sus vidas. Me daba igual. Mi mente iba del pasado al presente y del presente al pasado, atando cabos sueltos e hilvanando hebras perdidas. Todo adquiría un nuevo color y todo tenía ahora una explicación.

De repente, me sentía muy sola, como si el mundo entero se hubiera vaciado de gente o como si mis lazos con la vida estuvieran desdibujándose. También mis hermanos me habían mentido. Todos ellos habían guardado silencio y habían seguido el juego decretado por mi madre. No eran, en realidad, esos hermanos en los que yo confiaba ciegamente, ni tampoco formábamos ese grupo indivisible del que tan orgullosos decíamos sentirnos. En realidad, los auténticos hijos de Giuseppe y Filippa eran esos cinco que vivían en Sicilia y que se ocupaban de los negocios familiares; los que vivíamos fuera, engañados, éramos ajenos a la realidad cotidiana de la casa. Giuseppe -que en paz descanse-, Giacoma, Cesare, Pierluigi, Salvatore y Águeda debían haber sentido siempre que eran unos marginados respecto a nosotros o, por el contrario, unos privilegiados. La confianza entre los nueve hermanos siempre había sido una patraña: tres fueron destinados a la Iglesia, los tres elegidos; otros seis compartieron la suerte y la desgracia, la verdad y la ficción, y mintieron porque la madre lo ordenaba. ¿Y el padre…? ¿Qué pintaba el padre en todo esto?, me pregunté. Y en ese momento comprendí que mi padre, ciertamente, sólo era un campieri, un simple campieri al que le gustaba su odioso trabajo y que actuaba al dictado de su mujer, la gran Filippa Zafferano. Todo encajaba. Así de simple.

– ¿Doctora? ¿Se encuentra bien, doctora Salina?

De mis ojos se borraron las imágenes familiares que estaba viendo con la mente y de la bruma surgió la cara de la Roca. Nos encontrábamos en el vestíbulo del Patriarcado y no guardaba conciencia de cómo había llegado hasta allí. El capitán, al que había estado viendo todos los días durante los últimos tres meses, me resultaba, sin embargo, totalmente extraño, tan extraño como Doria antes de decirme su nombre. Sabía que le conocía, pero nada en su cara me daba una pista de su identidad. Algunas partes de mi cerebro habían sufrido un cortocircuito y ya no funcionaban, así que estaba tan perdida como una recién nacida.

– Doctora Salina, por favor -insistió zarandeándome por los brazos-, ¿quiere decirme qué demonios le pasa?

– Necesito llamar a casa.

– ¿Que necesita qué? -se espantó-. Los demás ya están en el coche, esperándonos.

– Necesito llamar a casa -repetí mecánicamente, mientras notaba cómo los ojos se me inundaban de lágrimas-. Por favor, por favor…

Glauser-Róist me observó en tensión un par de segundos y debió concluir que resultaría más rápido dejarme llamar que esperar a que se me pasara el disgusto o tener una discusión conmigo. Me soltó de golpe, se aproximó al padre Kallistos y al Patriarca, que se habían quedado al otro lado de las puertas de cristal, y les explicó que necesitábamos llamar a Italia. Les vi intercambiar frases una y otra vez hasta que el capitán regresó a mi lado con cara de pocos amigos.

– Puede llamar desde el teléfono que hay en ese despacho de ahí detrás, pero tenga cuidado con lo que dice porque las líneas están pinchadas por el gobierno turco.

Me daba igual. Sólo quería oír la voz de mi madre para terminar de una vez con esa odiosa sensación de desamparo y soledad que se me estaba enroscando en el alma. Algo me decía que si hablaba con ella, aunque sólo fuera medio minuto, podría recuperar la cordura y volver a poner los pies en el suelo. De modo que, tras cerrar la puerta, me apoderé del teléfono, marqué el prefijo internacional más los nueve dígitos del número de casa, y esperé la señal de comunicación.

Descolgó Mateo, el más serio y lacónico de mis sobrinos, uno de los hijos de Giuseppe y Rosalia. Como era habitual en él, no demostró la menor alegría al reconocerme (nunca lo hacía). Le pedí que me pasara con la abuela y me dijo que esperase porque estaba ocupada. Fue entonces cuando me di cuenta de que también los niños estaban involucrados. Con toda seguridad, les habrían dicho miles de veces que, cuando llamara el tío Pierantonio, la tía Lucia o la tía Ottavia no debían dar explicaciones sobre lo que estaba haciendo nadie de la casa, o que, cuando estuviéramos presentes, no había que preguntar o comentar sobre tal o cual cosa. Volví a sentir el vértigo de la hipocresía, la soledad y esa extraña impresión de desamparo que me roía por dentro.

– ¿Eres tú, Ottavia? -la voz de mi madre sonaba feliz, encantada de recibir mi llamada-. ¿Cómo estás, cariño? ¿Dónde estás?

– Hola, mamá -no conseguía sacar la voz del cuerpo.

– ¡Tu hermano Pierantonio me dijo que habías pasado unos días con él en Jerusalén!

– Sí.

– ¿Cómo le encontraste? ¿Bien?

– Sí, mamá -dije intentando fingir un tono de voz alegre.

Mi madre se río.

– Bueno, bueno, ¿y tú? ¡No me has dicho dónde estás!

– Cierto, mamá. Estoy en Estambul, en Turquía. Oye, mamá, había pensado… quería comentarte… Verás, mamá, cuando todo esto termine, probablemente dejaré mi trabajo en el Vaticano.

No sé por qué dije eso. Ni siquiera lo había pensado antes. ¿Quizá por hacerle daño, por devolverle parte del dolor? Se hizo el silencio al otro lado de la línea.

– ¿Y eso? -preguntó al fin, con una voz gélida.

¿Cómo explicárselo? Era una idea tan ridícula, tan absurda, que parecía una verdadera locura. Sin embargo, en ese momento, salir del Vaticano representaba una liberación para mí.

– Estoy cansada, mamá. Creo que me vendría bien un retiro en alguna de las casas que mi Orden tiene en el campo. Hay una en la provincia de Connaught, en Irlanda, donde podría encargarme de los archivos y las bibliotecas de varios monasterios de la zona. Necesito paz, mamá, paz, silencio y mucha oración.

Le costó algunos segundos reaccionar y, cuando lo hizo, sacó su tono más despectivo.

– ¡Venga, Ottavia, no digas tonterías! ¡No vas a renunciar a tu puesto en el Vaticano! ¿Quieres darme un disgusto? ¡Ya tengo demasiados problemas! Todavía están muy recientes las muertes de tu padre y de tu hermano Giuseppe. ¿Por qué me dices estas cosas, hija? Bueno, ya está, no se hable más del asunto. No vas a dejar el Vaticano.

– ¿Y qué pasaría si lo hiciera, mamá? Creo que la decisión es mía.

Era una decisión mía, de eso no cabía duda, pero, desde luego, también era un asunto de mi madre.

– ¡Se acabó! Pero, bueno, ¿tú te has propuesto darme un disgusto? ¿Qué te pasa, Ottavia?

– En realidad nada, mamá.

– Bueno, pues venga, ponte a trabajar y no pienses más en bobadas. Llámame otro día, ¿vale, cariño? Sabes que siempre me gusta oírte.

– Sí, mamá.

Cuando subí al coche tenía de nuevo los pies firmemente anclados al suelo y calma interior. Sabía que no podría olvidar el asunto ni por un segundo porque mi mente funcionaba por impulsos obsesivos, pero, al menos, sería capaz de afrontar mi situación actual sin perder la razón. No obstante, había algo más que también sabía y que, por mucho que me doliera y por mucho que lo negara, era inevitable: yo ya no volvería nunca a ser la misma. Se había producido una penosa fractura en mi vida, una grieta que me escindía en dos partes irreconciliables y que me alejaba para siempre de mis raíces.


El coche que utilizamos para ir hasta Fatih Camii no fue el de la Nunciatura vaticana. Por discreción, tanto Monseñor Lewis como el capitán pensaron que sería mucho mejor utilizar un coche del Patriarcado sin marcas exteriores. Sólo Doria vino con nosotros y fue ella quien condujo el vehículo hasta la Mezquita del Conquistador, llevándonos velozmente a lo largo del Cuerno de Oro y del bulevar Atatürk. La mezquita, que apareció de golpe frente a nuestros ojos al fondo del Bozdogan Kemeri (el Acueducto de Valente), era enorme, sólida y austera, con unos altísimos minaretes llenos de balcones, una gran cúpula central -alrededor de la cual se multiplicaban las semicúpulas- y una minada de fieles que iban y venían por la explanada delantera, bordeada por madrasas y edificios religiosos.

Doria, a quien no miré ni dirigí la palabra durante el trayecto -ella tampoco lo hizo-, detuvo el coche en un aparcamiento situado en el extremo de la plaza y, como unos turistas más de los muchos que rondaban por allí, nos encaminamos hacia la entrada. Noté que Farag se iba retrasando poco a poco hasta ponerse a mi lado, dejando a Doria con el capitán, pero, como no tenía fuerzas para soportar su presencia, apreté el paso y me resguardé junto a la Roca, el único que, por su frialdad, parecía dispuesto a dejarme tranquila. No tenía ganas de hablar con nadie.

Atravesamos el umbral y nos encontramos en un patio porticado de grandes dimensiones en el que había árboles y un templete central que parecía un kiosco de prensa pero que, en realidad, era la fuente de las abluciones. Las columnas del atrio eran también colosales y no dejó de llamarme la atención el hecho de que, pese a ser una edificación musulmana, todo el complejo tuviera un marcado aire neoclásico. Pero esta impresión desapareció por completo cuando, tras descalzarnos y cubrirnos (Doria y yo) con unos grandes velos negros que nos entregó un viejo portero encargado de vigilar la moralidad de los turistas despistados, entramos en el interior de la mezquita. Dejé de respirar ante tanta belleza y tanto esplendor. Mehmet II, realmente, se había construido un mausoleo digno del conquistador de Constantinopla: preciosas alfombras rojas cubrían enteramente el suelo de una superficie que bien podría compararse con la de San Pedro del Vaticano; vidrieras de variados colores cubrían las ventanas que, inteligentemente dispuestas en los cimborrios de las cúpulas y en los encuentros de las tres alturas, dejaban pasar una poderosa luz horizontal que llenaba el espacio. Los arcos y las bóvedas saltaban a la vista por sus llamativas dovelas rojas y blancas, y en cada pechina, fuera grande o pequeña, un vistoso medallón azul contenía luminosas inscripciones caligráficas del Corán. Por si todo esto no era bastante, una malla de cables sostenía, a media altura, un enjambre de lámparas de oro y plata.

Las galerías de las mujeres estaban situadas en el primer piso y, por un momento, temí que el portero nos obligara a permanecer allí mientras Farag y el capitán recorrían el recinto. Pero, por fortuna, no fue así. Doria y yo, sin hablarnos, pudimos movernos a nuestras anchas por la gran mezquita porque, al parecer, las turistas extranjeras gozábamos de ciertos privilegios que no poseían las mujeres musulmanas.

Durante más de una hora deambulamos arriba y abajo, revisándolo e inspeccionándolo todo, para, al final, no encontrar absolutamente nada. Empezamos por la qibla, el muro del templo que se orienta hacia La Meca, en cuyo centro, excavado en la piedra, se sitúa el mihrab, el lugar más sagrado del edificio, una especie de nicho que señala exactamente la dirección. Examinar la maxura fue mucho más complejo, pues es una zona cercada frente a la qibla donde se encuentra el púlpito para el imán. Después nos separamos y Farag tuvo la inmensa paciencia y la habilidad de estudiar las incontables lámparas colgantes sin llamar la atención, y yo, todas y cada una de las columnas de los tres pisos, galería de mujeres incluida. Por su parte, el capitán, que se agarraba a su mochila de salvamento como si nos fuera a sobrevenir una desgracia en cualquier momento, además de analizar los motivos tejidos en las inmensas alfombras, revisó también los bancos y las piezas de madera, así como el sencillo sarcófago que guardaba los restos de Mehmet II, y Doria los vitrales y las puertas. Al final, sólo nos quedaba desnudar las losas del suelo, pero eso resultaba imposible.

Para cuando estábamos terminando nuestra inspección, la Mezquita del Conquistador se había quedado prácticamente vacía, a excepción de algunos ancianos que dormitaban junto a las pilastras. Sin embargo, aquel silencio sólo era la calma que precedía a la tormenta. El grito del muecín a través de los altavoces, llamando a la oración desde el alminar de la mezquita, nos sobresaltó y nos miramos unos a otros desconcertados. El capitán nos hizo una seña para que nos reuniéramos con él junto a la puerta y saliéramos de allí cuanto antes, pero apenas tuvimos tiempo de agruparnos porque, en oleadas surgidas de la nada, cientos de fieles empezaron a entrar en el templo, disponiéndose en filas perfectamente ordenadas y paralelas para comenzar la oración de media tarde.

– Es la adhan -dijo Doria, a quien la marea humana, al parecer, empujaba inevitablemente contra el costado de Farag-, la llamada a la oración.

La ilah illa Allah wa Muhammad rasul Allah, seguía recitando a gritos la voz amplificada del muecín, «No hay otro Dios sino Allah y Mahoma es su profeta».

– Vámonos de aquí -dictaminó la Roca, haciendo de ariete con su cuerpo para abrirnos paso a través de la corriente.

Con enormes dificultades conseguimos llegar hasta el patio descubierto, el sahn, y lo hicimos justo en el último momento pues, antes de que hubiéramos podido recuperar nuestro calzado, la mezquita se había llenado por completo.

– Mañana será otro día -declaró animosamente Farag, mirando alrededor con una sonrisa.

– Vamos -dijo Doria-, os llevaré al hotel y podréis descansar. Llamaré a Monseñor Lewis para que manden vuestro equipaje desde el aeropuerto.

– ¿Aún está en el avión? -pregunté, muy sorprendida, e inmediatamente lamenté haberme dirigido a ella aunque fuera con aquella simple pregunta.

– Yo ordené que no lo desembarcaran -puntualizó Glauser-Róist-, por si resolvíamos la prueba a lo largo del día de hoy.

– Me temo que eso no va a ser posible, Kaspar.

– Si queréis -continuó Doria, exhibiendo su mejor sonrisa y retirándose el velo de la cabeza-, esta noche os llevaré a cenar a uno de los mejores sitios de Estambul. Un lugar divertidísimo donde podréis ver una auténtica danza del vientre.

– Antes de irnos deberíamos examinar este patio -atajé, malhumorada.

Era tan extraña aquella reunión nuestra… El único enlace posible de comunicación entre los cuatro era la Roca, que no tenía ni idea de lo que estaba pasando entre sus tropas.

– ¡Pero ahora están rezando! -protestó Doria-. Se enojarán con nosotros. Mejor volvemos mañana.

Glauser-Róist me miró.

– No. La doctora tiene razón. Examinemos este lugar. Si lo hacemos discretamente, no molestaremos a nadie.

– Alguien debería vigilar al portero mientras lo hacemos -propuso Farag- No nos quita los ojos de encima.

– Será el staurofílax que vigila la prueba -ironicé.

La estúpida de Doria se volvió hacia él rauda como una flecha.

– ¿En serio? -exclamó casi en un grito-. ¡Un staurofílax!

– ¡Doria, por favor! -la increpé-. ¡Esto no es un juego! ¡Deja de mirarle!

El portero, un anciano de barba rala y con la cabeza cubierta por un gorrito blanco que parecía una cáscara de huevo, frunció el ceño sin dejar de observarnos desde la puerta.

– Vaya usted, Doria -dispuso la Roca-. Hable con él, devuélvale los velos y distráigale todo lo que pueda.

Con una sonrisa malvada en los labios le entregué a Doria mi turban y me quedé con Farag y el capitán. ¡Cuántas veces habíamos jugado juntas de pequeñas, pensé viéndola marchar, y, por suerte, qué vidas tan distintas habíamos terminado teniendo!

– Dividámonos -dijo Glauser-Róist en cuanto Doria estuvo lo bastante lejos-. Que cada uno examine un tercio del patio. Usted, doctora, no se hacerque a la fuente de las abluciones. Podría provocar una revolución. Nosotros nos encargaremos.

De modo que me dejaron sola y se fueron directamente hacia el sabial, la fuente con forma de kiosco de prensa. La sección que me tocó en el reparto, en el extremo izquierdo del limitado espacio libre, no presentaba el menor interés. El suelo era de piedra, los árboles eran de tronco estilizado, y los muros que separaban el recinto de la calle no tenían nada llamativo. Merodeando perezosamente por debajo del pórtico, me entretuve observando a Doria, que estaba enzarzada en una tonta discusión con el portero de la mezquita. El anciano la miraba como si fuera idiota -que lo era- o la encarnación de diablo -que también lo era-, y parecía más que dispuesto a echarla de allí con cajas destempladas. A saber qué majadería le estaría diciendo al pobre hombre para que este pareciera tan alterado.

Sin embargo, no tuve tiempo de averiguarlo, pues la mano de Farag me sujetó por el brazo y me obligó a girarme hacia él, que, con una sonrisa encantadora en los labios, me hizo señas con los ojos para que mirara en dirección al capitán.

– Lo hemos localizado -susurró sin dejar de sonreír-. Hay que darse prisa.

Dando un tranquilo paseo, nos dirigimos hacia el lado del Sabial en el que se hallaba Glauser-Róist.

– ¿Qué habéis encontrado? -pregunté, sonriendo a mi vez, mientras nos acercábamos.

– Un Crismón constantineano.

– ¿En una fuente musulmana para las abluciones? -me pasmé-. Eso es imposible.

Antes de las cinco oraciones diarias que prescribe el Corán, los musulmanes deben realizar un complejo ritual de abluciones que consiste en lavarse la cara, las orejas, el pelo, las manos, los brazos hasta el codo, los tobillos y los pies. A tal efecto, en todas las mezquitas del mundo existe una fuente en la entrada por la que deben pasar los fieles antes de entrar en el haram, o sala de oración.

– Está perfectamente disimulado -me explicó Farag-. Es como un rompecabezas cuyas piezas hubieran sido desordenadas y colocadas en el fondo de la fuente.

– ¿El fondo de la fuente?

– Hay doce grifos y el agua cae a un desaguadero de piedra cuyo fondo son las piezas de nuestro Crismón. Eso quiere decir que la clave está en el sabial. El capitán sigue investigando. Tenemos que darnos mucha prisa porque Doria no va a poder entretener eternamente al portero, así que observa con rapidez y aléjate cuanto antes.

Seguí punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca. Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho, rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente -una vez que se sabía lo que había que buscar- las partes inconexas de un Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios, ¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al sabial, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán, viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como si se hubieran vuelto locos. Por extraño que parezca, desde que yo entré en el agua hasta que los doce grifos estuvieron levantados y el suelo se abrió bajo nuestros pies, no pudo pasar más de medio minuto como máximo, y, sin embargo, sólo puedo recordar la escena como vivida a cámara lenta.

Las doce piedras del fondo de la fuente cedieron bajo nuestro peso igual que una dentadura que recibe un puñetazo, dejándonos caer al vacío y volviendo a colocarse en su sitio mientras, al hundirnos, veíamos como se alejaba la luz y desaparecía. En otro momento de mi vida (como cuando caímos desde la cripta de Santa María in Cosmedín hasta la Cloaca Máxima) habría chillado como una loca y braceado en el aire intentando agarrarme a lo que fuera, pero a estas alturas, en el quinto círculo del purgatorio, ya sabía que cualquier cosa era posible y ni siquiera me asusté. Cuando entré de golpe y con gran estruendo en un fondo de agua que me acogió blandamente, lo único que me sobresaltó fue lo helada que estaba. Retuve el aire en los pulmones y, cuando cesó la inmersión, sacudí los pies para impulsarme hacia arriba y sacar la cabeza. Aquel sitio, además de oler fatal, estaba oscuro como la boca de un lobo. Oí chapoteos cerca de mí.

– ¿Farag…? ¿Capitán…? -El eco me devolvió mi voz multiplicada.

– ¡Ottavia! -gritó Boswell a mi derecha-. ¡Ottavia! ¿Dónde estás?

Un nuevo chapoteo y alguien escupió agua por la boca cerca de mí.

– ¿Capitán?

– ¡Maldita sea! ¡Malditos sean todos los staurofílakes del demonio! -bramó Glauser-Róist con voz potente-. ¡Me he mojado la ropa!

No pude evitar soltar una carcajada mientras batía las piernas para mantenerme a flote.

– ¡Esta sí que es buena! -exclamé-. ¿Y qué vamos a hacer ahora, capitán? ¡Tiene usted la ropa mojada! ¡Qué catástrofe!

– ¡Terrible, terrible! -resopló Farag.

– ¡Pueden reírse todo lo que quieran, pero estoy harto de esos tipos!

– Ah, pues yo no -señalé.

En ese momento, la Roca encendió la linterna.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Farag nada más hacerse la luz y descubrir que nos hallábamos en un tanque de piedra lleno de un líquido turbio. Lo bueno de vivir aventuras como ésta y de sumergirte, cabeza y todo, en una solución usada para lavar cientos de pies sudorosos, es que los problemas de la vida real, esos que duelen de verdad, se acallan y desaparecen. Lo inmediato absorbe todos los recursos físicos y psíquicos y, en este caso, lo inmediato era no vomitar o sentir picores por todo el cuerpo, sin olvidar las infecciones que tanta suciedad podía provocarme en las heridas de los pies -las que me había dejado el maratón de Atenas-, y en las numerosas escarificaciones de mi cuerpo.

– Es una especie de mar de los sargazos, aunque aquí, en lugar de algas, hay hongos.

¡Cómo había cambiado yo, Dios mío! Farag se rió.

– ¡Doctora, por favor! ¡Deje de decir asquerosidades! -tronó la Roca-. ¡Busquemos la forma de salir, rápido!

– Pues enfoque las paredes con la linterna, a ver si vemos algo.

Los muros de piedra de aquella cisterna estaban llenos de grandes manchas de musgo negro separadas por gruesas lineas de suciedad que señalaban las diferentes alturas que había alcanzado el agua durante los últimos quinientos o mil años. Pero, aparte de la humedad y la capa de vegetación, allí no se veía nada que pudiera ayudarnos a escalar las paredes. Por otra parte, la distancia que mediaba hasta el desaguadero del sabial era tan enorme que hubiera sido imposible llegar hasta allá arriba sin caer de nuevo varias veces en aquel perfumado estanque. Si existía alguna salida, concluimos, estaba debajo de nosotros.

– Más que purgar la avaricia -murmuró Farag-, parece que purguemos el orgullo con este baño de humildad.

– Aún no hemos terminado, profesor -silabeó la Roca.

– Sólo tenemos una linterna -dije yo, que ya empezaba a notar el cansancio en las piernas-, de modo que, si tenemos que sumergirnos, deberíamos hacerlo juntos.

– Se equivoca, doctora, tenemos tres linternas. Ahora mismo le doy la suya.

Buscó en su húmeda mochila hasta que la extrajo con grandes dificultades y, luego, le entregó otra a Farag. Con tanta luz, aquel lugar dejó de ser siniestro y asqueroso para quedarse solamente en asqueroso. Preferí no pensar demasiado porque noté una pequeña arcada y no estaba por la labor de añadir más suciedad al agua.

– ¿Listos? -preguntó la Roca y, sin más preámbulo, tomó aire, hinchó los carrillos y se hundió en la sopa.

– Vamos, Ottavia -me animó Farag, mirándome con ojos sonrientes, los mismos con los que había estado observando estúpidamente a Doria durante todo el día. Si estaba intentando reducir distancias, había topado con la persona más terca de la tierra. Sin responderle ni darme por enterada de sus palabras, llené mis pulmones con el aire infecto de la cisterna y me sumergí en pos del capitán. El agua era tan cenagosa que la linterna de Glauser-Róist apenas era un punto visible de luz algunos metros más abajo. Farag venía detrás de mí, iluminando los muros del tanque, pero allí no se veían más que largas ramas de musgo blanco que se balanceaban con la agitación que provocaba nuestro paso.

Naturalmente, fui la primera en quedarme sin aire, así que tuve que ascender rápidamente hasta la superficie. A costa de respirar dando grandes bocanadas como un pez, acabé por no notar el olor del tanque. Cada cierto tiempo, uno de nosotros giraba sobre sí mismo y comenzaba la ascensión pero, en las sucesivas inmersiones, el descenso era mucho más rápido porque ya nadábamos por zonas conocidas. Aunque el agua estaba cada vez más helada, era maravillosa la sensación de deslizarse suavemente, cabeza abajo, en medio de un silencio total. En un momento dado, Farag chocó accidentalmente conmigo y noté sus piernas pegadas a las mías durante unos segundos. El gesto de su cara era de divertida disculpa cuando nos iluminó con su linterna, pero yo me mantuve seria y me alejé de él, no sin conservar, contra mi voluntad, la sensación de aquel frugal contacto que había hecho que el agua ya no me pareciera tan fría.

Por fin, aproximadamente a unos quince metros de profundidad, al borde de la extenuación y con una presión terrible en los oídos, descubrimos la enorme boca redonda de un canal de conducción. Ascendimos para descansar unos minutos y tomar aire y, cuando estuvimos listos, buceamos rápidamente hacia la boca y entramos por ella. Por un segundo, el pensamiento de que aquel conducto podía no terminar antes de quedarme sin aire, me angustió. Además, yo nadaba entre el capitán, que iba delante, y Farag, que me seguía, de modo que estaba atrapada. Oré pidiendo ayuda y me concentré en rezar el Padrenuestro para evitar que los nervios me hicieran consumir el poco oxígeno que me quedaba. Pero, cuando ya creía que de verdad había llegado mi hora e imaginaba a Farag destrozado por mi muerte, el conducto se acabó y, sobre nuestras cabezas, a lo lejos, divisé una superficie líquida y transparente que dejaba pasar el reflejo de la luz. Con el corazón a punto de estallar, me lancé hacia arriba controlando el espasmo instintivo de respirar que mi cuerpo se obstinaba en llevar a cabo. Por fin, como una baliza que salta en el aire, saqué más de medio cuerpo del agua y boqueé.

Jadeaba como una locomotora y me costaba recuperar el control de mi cuerpo agarrotado por el frío, pero, por fin, empecé a ser consciente del lugar al que habíamos llegado. Por la ley de los vasos comunicantes, a la fuerza debíamos encontrarnos a la misma altura que en la cisterna, sin embargo el paisaje era completamente distinto: una amplia explanada que se deslizaba hasta el agua como una playa de piedra, ocupaba la mitad de aquella descomunal gruta iluminada por decenas de antorchas hincadas en las paredes. Pero, sin duda, lo más extraordinario era el gigantesco Crismón cincelado en la roca y orlado de teas que podía divisarse al fondo.

– ¡Dios mío! -escuché decir a Farag, profundamente impresionado.

– Parece una catedral dedicada al dios Monograma -comentó el capitán.

– No cabe duda de que nos estaban esperando -susurré-. Miren las antorchas.

El silencio del lugar, roto solamente por los lejanos chasquidos del fuego, volvía más abrumadora, si cabe, la sensación de encontrarnos en un recinto sagrado. Empezamos a bracear muy despacio hacia la orilla. Fue muy agradable sentir otra vez el suelo bajo los pies y salir del agua caminando, aunque fuera descalza. Estaba tan helada que el aire de la gruta me pareció cálido y, mientras intentaba escurrirme el agua de la falda (no había encontrado otro día mejor para ponérmela), eché una ojeada distraída al lugar. El corazón se me paró cuando descubrí, de pronto, que estaba siendo minuciosamente observada por Farag, a poca distancia de mí. Sus ojos tenían un brillo muy especial, distinto, como si su mirada desprendiera fuego. Me puse tensa y le di la espalda, pero su imagen se quedó grabada en mis retinas.

– ¡Fíjense! -exclamó la Roca señalando con el dedo-. ¡La entrada de una cueva debajo del Crismón! ¡Adelante, doctora!

– ¡Pero bueno…! ¿Por qué siempre tengo que abrir yo la marcha? -protesté no sin cierta aprensión.

– Es usted una mujer valiente -añadió con una sonrisa, para darme ánimos.

– No lo veo claro, capitán.

Pero obedecí y emprendí el camino porque sabía que, más allá de aquella entrada, nos esperaba la auténtica prueba de los staurofílakes. Caminando con precaución -iba sin zapatos-, me puse a darle vueltas a cómo habría resuelto Dante Alighieri lo de la cisterna. Un hombre tan serio y tan severo como él, tan circunspecto, debía haberse enfadado muchísimo después de la décima inmersión en aquel agua repugnante. ¿Alguien había imaginado alguna vez a Dante nadando? Una actividad así no parecía casar en absoluto con su imagen y, sin embargo, no cabía ninguna duda de que lo había hecho.

El trecho de caverna que tuvimos que franquear no era muy grande, unos doscientos o trescientos metros a lo sumo, pero los recorrí con los cinco sentidos alerta porque no convenía fiarse de quienes encienden decenas de antorchas y se marchan sin despedirse. De sobra había aprendido con los guardianes de las pruebas anteriores que ninguno era persona de confianza.

Por fin advertimos una luz al final del túnel. Cuando llegamos hasta allí, vimos un enorme espacio circular, una especie de circo romano, cubierto por una cúpula de piedra que se elevaba muy arriba por encima de nuestras cabezas. En el centro exacto de aquel recinto, un solitario sarcófago de pórfido -rojo como la sangre y capaz de albergar a una familia entera- descansaba sobre cuatro hermosos leones blancos de tamaño natural que, pese a su temible apariencia, parecían estar pidiéndonos a gritos que nos acercáramos hasta ellos para examinar su carga.

– ¡Vaya sitio! -farfulló Farag, y sus palabras fueron coronadas por un ruido ensordecedor que nos hizo girar de golpe, espantados, ciento ochenta grados. Una verja de hierro había caído desde lo alto y había clausurado la cueva.

– ¡Pues sí que estamos bien! -exclamé, indignada-. ¡Con esta gente no hay manera!

– Deje de protestar, doctora, y concéntrese en lo que tenemos que hacer.

Sin darme cuenta, miré a Farag, buscando su complicidad y, de repente, el velo con el que había ocultado mis sentimientos se levantó y un caudal de emociones me sacudió como una descarga eléctrica. El profesor Boswell tenía el pelo pegado a la cara, la barba húmeda y sus ojos estaban hundidos y cercados por un halo negro que me preocupó. A pesar de todo, le encontré muy guapo y le sentí tan mío como si le hubiera amado durante toda mi vida, como si siempre hubiera estado a su lado, cogida de su mano, pegada a su cuerpo, fundida con él. Una conmoción inexplicable me sacudió entera. ¿Por qué ciertas imágenes mentales tienen el poder de hacer temblar la tierra? Jamás había experimentado nada parecido y lo que más me sorprendía eran los cambios constantes de temperatura que, según los pensamientos, experimentaba mi cuerpo. Aquello no podía seguir así, me dije, y, preocupada, me cuestioné si no habría llegado al extremo de confundir ambición con vocación, si no habría estado llamando entrega y amor a lo que sólo era un trabajo y una forma de vida. En el fondo, casi sería lo mejor, porque sólo esa equivocación podría justificar ante mi conciencia lo que sentía por aquel hombre guapo e inteligente y, de igual modo, disculpar un hipotético abandono de la vida religiosa… ¡Pero, bueno! ¿En qué estaba pensando? ¿Es que no le había visto tontear todo el día con Doria Sciarra…? Le eché una última mirada despectiva y me volví de espaldas justo cuando él empezaba a sonreirme, así que o bien pensó que me había vuelto loca o que todo había sido un espejismo. Sintiendo un dolor agudo en el corazón, abrasándome a fuego lento, caminé hacia el sarcófago seguida por la Roca. Como si no tuviera bastante con mi familia y con lo que estábamos pasando, yo, encima, me buscaba más problemas. ¿Es que no podría concederme nunca un poco de paz?

En torno al círculo de mármol que formaba el suelo de aquella sala, y a esa misma altura, se distribuían doce extrañas cavidades con forma de bóveda de cañón. Si no hubiéramos estado en manos de una secta cristiana como los staurofílakes, habría jurado que se trataba de unos siniestros bothros, aberturas en la pared por las que se vertían las libaciones para los muertos y en las que se degollaban las víctimas para los dioses infernales. No eran excesivamente grandes, más bien parecían madrigueras de pequeñas alimañas, perfectamente distribuidas y dispuestas, y tenían, sobre el arco, unos extraños grabados a los que, en un primer momento, no presté demasiada atención. Entre ellas, colgadas de antorcheros de hierro, resplandecían las teas.

Los impresionantes leones que soportaban el gigantesco sarcófago estaban cincelados en mármol blanco. Según me acercaba al féretro, mi asombro iba en aumento, pues no sólo tenía sus lados admirablemente labrados con increíbles escenas en altorrelieve, sino que todos sus adornos e incrustaciones eran de oro puro, incluso las dos argollas, gruesas como mi puño, que, en teoría al menos, deberían servir para mover aquel mazacote. También las garras de los leones, sus ojos y sus dientes eran de dicho metal precioso, e igualmente las molduras de la cubierta y los motivos en forma de hojas de laurel que enmarcaban las tallas del pórfido. Se trataba, sin duda, de un sarcófago digno de un rey y, cuando estuve lo bastante cerca -la cubierta, o lauda, quedaba por encima de mi cabeza-, confirmé mis sospechas al examinar la escena representada en uno de sus lados: dividido en dos niveles, en el inferior se veía una muchedumbre que elevaba suplicante las manos hacia una destacada figura central que vestía los ropajes imperiales bizantinos. Esta figura repartía puñados de monedas y estaba flanqueada por importantes dignatarios de la corte y funcionarios de alto nivel.

Di un rodeo para situarme a los pies del féretro y vi, esculpido, un medallón con la misma figura imperial, a caballo, escoltada por otras dos figuras mucho más pequeñas que portaban coronas, palmas y escudos. Incrédula, observé que la cabeza de aquel emperador aparecía rodeada por el nimbo de los santos y que los escudos llevaban tallado en su interior el Monograma de Constantino. Sin poderme creer la absurda idea que estaba empezando a brotar en mi cerebro, continué con el rodeo para colocarme frente al otro gran lateral. La escena allí descrita era la de un Cristo Pantocrátor sentado en su trono ante el cual el mencionado monarca hacía proskinesis, es decir, llevaba a cabo el acto tradicional de homenaje a los emperadores bizantinos que consistía en arrodillarse y tocar el suelo con la frente extendiendo las manos en ademán de súplica. De nuevo la figura tenía la cabeza nimbada y los rasgos de su cara eran los mismos que en las dos escenas anteriores, así que estaba claro que todas representaban al mismo emperador y que los restos de ese emperador estaban contenidos en aquella cápsula de piedra.

– ¡Caramba, esto es increíble! -dijo en ese momento la voz de Farag a mi espalda y, luego, soltó un largo silbido de admiración-. Ottavia, ¿a que no sabes quién es este viejo Hércules alado con cara de mal genio?

– ¿Qué dices, Farag? -repuse, molesta, volviéndome hacia él. Sobre la boca de uno de los bothros, el Hércules del que hablaba Farag se empeñaba en lanzar soplidos por la boca mientras sujetaba a una joven doncella entre los brazos.

– ¡Es Bóreas! ¿No lo reconoces? La personificación del frío viento del norte. Mira cómo sopla a través de la caracola y cómo la nieve cubre sus cabellos.

– ¿Por qué estás tan seguro? -le increpé acercándome, pero obtuve la respuesta al leer la cartela que había debajo de la figura: «Boreas»-. Vale, no me lo digas, ya lo sé.

– Y aquel de allí enfrente es Noto, seguro -dijo mientras se apresuraba a comprobarlo-. En efecto, Noto, el viento cálido y lluvioso del sur.

– O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior -comentó la Roca sin moverse del sitio.

En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Natu raleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.

Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio -simbolizado por una tormenta-; luego a Afeliotes -un campo lleno de frutas y grano-; al benéfico Euro -«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie-; a Euronoto; a Noto -el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío-; a Libanoto; a Libs -un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un aphlaston [46]-; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro hothros; a Argestes -mostrado como una estrella-; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí. Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso -aunque eso habría que estudiarlo-, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.

– ¿Y el sarcófago? -preguntó de pronto Glauser-Róist, abandonando el examen de los vientos.

– Es impresionante, ¿verdad? -murmuré, acercándome-. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.

– Pero ¿quién está enterrado dentro?

– No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.

Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar el último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el lauraton de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los solidus, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo IV por el emperador Constantino el Grande.

– ¡No es posible! -gritó Farag, haciéndome dar un brinco-. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!

Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.

– ¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! -seguía gritando-. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!

– ¡Deje de decir tonterías, profesor! -vibró la voz del capitán a mi derecha-. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.

– ¡Basileia, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?

Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba Basileia.

– Si no me lo dices -vacilé, tragando saliva-, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.

– ¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!

– ¿Cuánto te apuestas? -le dije, burlona.

– ¡Lo que quieras! -exclamó muy convencido-. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!

– El emperador Constantino el Grande -afirmé-, hijo de la emperatriz Santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.

Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.

– ¡Menos mal que no apostamos nada!

Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba Konstantinos enesti, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuantos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, Santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.

– No creo que el emperador Constantino esté ahí dentro -declaró la Roca de improviso. Farag y yo nos quedamos atónitos mirándole-. ¿No entienden que es imposible? Un personaje tan significativo no ha podido terminar sus días formando parte de las pruebas iniciáticas de una secta de ladrones.

– ¡Venga, Kaspar, no sea escéptico! -repuso Farag, iniciando el descenso-. Estas cosas pasan. En Egipto, por ejemplo, cada día se descubren nuevos yacimientos arqueológicos con las cosas más inverosími… ¡Eh! ¿Qué es esto? -exclamó de pronto. La lauda del sarcófago había iniciado un lento desplazamiento y estaba a punto de tirarlo al suelo, empujándole por el cuello.

– ¡Salta, Farag! -le urgí-. ¡Déjate caer!

– ¿Qué ha hecho, profesor? -bramó la Roca.

– Nada, Kaspar, se lo aseguro -declaró Boswell dando un atrevido salto con pirueta hasta las losas de mármol-. Sólo he apoyado los pies en las argollas de oro para bajar mejor.

– Pues está claro que esa era la forma de abrir el sarcófago -murmuré, mientras la plancha de pórfido terminaba su deslizamiento con un áspero chasquido.

Usando como estribo una de las cabezas de león y sujetándose al borde del sepulcro, Glauser-Róist se impulsó hacia arriba para echar una ojeada.

– ¿Qué ve, capitán? -pregunté llena de curiosidad. Juraría que fue en aquel momento cuando comenzó el ruido de las aspas, pero no estoy completamente segura.

– Un muerto.

Farag levantó los ojos al cielo con gesto de resignación y siguió a la Roca en su ascenso utilizando el león contiguo.

– Deberías ver esto, Ottavia -me dijo muy sonriente.

No lo pensé dos veces. Tirando sin miramientos de la chaqueta del capitán, conseguí que bajara y que me dejara el sitio y, con un supremo esfuerzo deportivo, alcancé la altura precisa para contemplar el increíble cuadro que se ofreció ante mis ojos: igual que esas muñecas rusas que contienen otras muñecas más pequeñas y estas, a su vez, otras más, el gigantesco sarcófago incluía varios ataúdes hasta llegar al que acogía de verdad el cuerpo del emperador. Todos tenían una lámina de cristal por cubierta, de modo que podían contemplarse los restos de Constantino con bastante facilidad. Por supuesto, decir que aquello era Constantino el Grande resultaba una gran temeridad porque, aparte de poseer una calavera como la de cualquiera, sólo los adornos imperiales delataban su alto linaje. Ahora bien, aquella vulgar calavera portaba una stemma [47] de oro cuajada de joyas que cortaba el aliento y, para mayor asombro, estaba adornada con bellísimos catatheistae [48] que nacían desde debajo de la toufa [49]. El resto del esqueleto estaba cubierto por un impresionante skaramangion [50] que se sujetaba con una fibula sobre el hombro derecho y que estaba íntegramente bordado en oro y plata, con cenefas de amatistas, rubíes y esmeraldas, y ribeteado de perlas, a cual más extraordinaria. Al cuello llevaba un loros [51] y al cinto una ajada akakia [52], imprescindible para cualquier emperador bizantino que se preciara de tal.

– Es Constantino -afirmó Farag con voz débil.

– Supongo que sí…

– Cuando publiquemos todo esto, Basileia, nos vamos a hacer muy famosos.

Giré la cabeza hacia él rápidamente.

– ¿Cómo que cuando publiquemos todo esto? -me indigné, y de repente comprendí que ambos teníamos el mismo derecho a explotar científicamente aquel descubrimiento y que debería compartir la gloria con Farag y Glauser-Róist-. ¿Usted también quiere publicarlo, capitán? -le pregunté, mirándole desde arriba.

– Por supuesto, doctora. ¿Acaso creía que todo esto sería exclusivamente suyo?

Farag soltó una risita y se dejó caer al suelo.

– No se lo tome a mal, Kaspar. La doctora Salina tiene la cabeza dura pero su corazón es de oro.

Iba a contestarle como se merecía, cuando, de súbito, el tenue ruido que había empezado apenas unos minutos antes se convirtió en un fragor semejante al de muchas aspas de molino movidas furiosamente por el viento. Esta imagen, al fin y al cabo, no era tan descabellada, porque una inesperada corriente de aire que surgió de los bothros me arremolinó la falda y me empujó contra el sarcófago.

– Pero ¿qué está pasando? -me enfadé.

– Me temo que empieza la fiesta, doctora.

– Sujétate fuerte, Ottavia.

Antes de que Farag hubiera terminado de hablar, la racha de aire se había convertido en una ventisca e, inmediatamente, en un huracán. Las antorchas se apagaron de golpe y nos quedamos a oscuras.

– ¡Los vientos! -gritó Farag, asiéndose con fuerza al borde del sarcófago.

El capitán Glauser-Róist, al que el aire había pillado al descubierto, encendió su linterna y se tapó los ojos con el brazo mientras trataba de llegar hasta nosotros, apenas a dos o tres metros de distancia. Pero los remolinos eran tan violentos que le resultaba imposible avanzar.

Yo, como Farag, me aferraba también al borde del sarcófago para impedir que aquel ciclón demencial me arrastrara hasta el suelo, pero pronto me di cuenta de que no iba a tardar mucho en soltarme porque me dolían los dedos de tanto apretar la piedra y ya no me quedaban fuerzas.

La velocidad de los vientos aumentaba sin cesar, haciendo que me llorasen los ojos y que me rodasen ríos de lágrimas por las mejillas, pero no era eso lo peor; lo peor empezó cuando cada uno de los hijos de Eolo añadió a su corriente el pequeño detalle por el que también era conocido: Bóreas, Aparctias y Helespontio se fueron enfriando paulatinamente hasta alcanzar una temperatura gélida insoportable. Trascias y Argestes no llegaron a tanto, pero en su caudal empezaron a aparecer gotas de agua que, por efecto del frío se fueron cuajando y se convirtieron en granizo, pareciendo que nos disparaban desde algún lado con una escopeta de perdigones. Llegó un momento que el dolor era tan insoportable que mis manos se soltaron, por fin, del sarcófago y fui a dar con el cuerpo en tierra, a la cual, como decía Dante -y ahora sus palabras se volvían meridianamente claras- me quedé adherida mientras mis ojos seguían llorando por efecto del furioso aire, seco y áspero, de Afeliotes y Euro. Pero si Trascias y Argeste escupían granizo, Euronoto, Noto y Libanoto empezaron a exhalar rabiosas bocanadas ardientes que derretían el hielo y quemaban la piel. Recuerdo que en aquellos momentos eché de menos los pantalones, porque la lluvia de granizo me hacía un daño horrible en las piernas y el calor de Noto me las estaba abrasando. Trataba de cubrirme la cara con los brazos, pero el aire se colaba por los agujeros y me dificultaba la respiración. Pensé que, por encima de todo, necesitaba acercarme a Farag, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo y tampoco podía mirar para ver dónde se encontraba porque resultaba imposible despegarse del suelo o mover siquiera un brazo o una pierna, así que lo llamé, gritando con todas mis fuerzas. Sin embargo, el estruendo era tan ensordecedor, que ni siquiera yo conseguí escuchar el sonido mi propia voz. Aquello era el fin. ¿Cómo se suponía que íbamos a salir de allí? Era completamente imposible.

Al principio sólo noté un roce contra el tobillo que me pasó desapercibido. Luego, el roce se transformó en una mano que me agarró con fuerza y que fue usando mi pierna de asidero para ir reptando lentamente hasta mi cara. No me cupo la menor duda de que se trataba de Farag, pues el capitán nunca se hubiera atrevido a tocarme de aquella manera y, además, la última vez que le había visto, estaba delante de mí y no detrás. De modo que, dentro de lo angustiosa que resultaba la situación, hubo algo que me ayudó a mantener la esperanza y a no perder la cabeza… aunque a lo mejor si la perdí un poco, porque, cuando las piernas se terminaron, el tacto de la mano desapareció para convertirse en un brazo que me rodeó la cintura y en un cuerpo que se pegó al mío y que siguió subiendo, dibujando la línea de mi costado. Debo reconocer que, aunque estaba a punto de volverme loca por las ráfagas de viento congelado e incandescente y por los terribles puyazos del pedrisco, aquel largo instante que tardó Farag en llegar hasta mi cara, fue uno de los más turbadores de mi vida. Y lo más extraño era que todas aquellas nuevas sensaciones que deberían haberme hecho sentir no ya culpable sino culpabilísima, me convertían en una persona libre y feliz, como si por fin emprendiera un viaje largamente postergado. Ni siquiera me inquietaba tener que responder ante Dios por estos sentimientos, como si tuviera claro que Él estaba conforme.

En cuanto Farag se puso a mi altura, pegó los labios a mi oreja y pronunció unos sonidos inconexos que no pude comprender. Los repitió una y otra vez hasta que, uniendo fragmentos con mucha imaginación, conseguí formar las palabras «Zéfiro» y «Dante». Me puse a pensar en Zéfiro, el viento del oeste, el que tira flores en compañía de su amante, la joven Cloris; Zéfiro, el viento elogiado en los grandes poemas de la Antigüedad por ser como una brisa ligera y suave que empieza con la primavera -sonaba cursi, pero lo había leído en alguna parte, seguramente en Plinio-; Zéfiro, el viento del ocaso, del poniente, del día que termina, del invierno que termina… Que termina. A lo mejor era eso lo que intentaba decirme Farag. El fin de aquella pesadilla, la salida. Zéfiro era la salida. Pero ¿cómo llegar? ¡Si no podía mover ni un dedo!, y, además, ¿dónde estaba el bothros de Zéfiro? Había perdido por completo la orientación. Y, de repente, recordé:


Si venís libres de yacer aquí con nosotros,

y queréis pronto hallar el camino,

llevad siempre por fuera la derecha.


¡El terceto de Dante! ¡Eso era lo que quería decirme Farag, que recordara las palabras de Dante! Exprimí mi memoria para recordar lo que habíamos leído en el avión aquella mañana:


Eché a andar y mi guía echó a andar por los

lugares libres, siguiendo la roca,

cual pegados de un muro a las almenas.


¡Había que llegar al muro, a la pared! Y, una vez allí, pegados a la roca, avanzar siempre hacia la derecha hasta llegar a Zéfiro, el viento suave y templado que nos libraría del huracán y de los balines de hielo y que, quizá, nos permitiría salir.

Haciendo un gran esfuerzo, con mi mano cogí la mano de Farag y la apreté para que supiera que le había comprendido y, no sé muy bien cómo, ayudándonos el uno al otro, avanzamos lentamente, como serpientes aplastadas por una bota, sin dejar de llorar y de abrir la boca para atrapar un aire difícil de respirar. Tardamos mucho tiempo en ganar el muro y tuvimos que ir esquivando los furiosos tifones que salían por los bothros, zigzagueando en busca de ángulos muertos que nos permitieran movernos un poco mejor. En más de una ocasión pensé que no íbamos a conseguirlo, que era un esfuerzo inútil, pero, por fin, chocamos contra la roca y supe que teníamos una oportunidad. Ahora sólo me preocupaba Glauser-Róist. Si conseguíamos ponernos en pie y, como decía Dante, pegarnos a la pared, quizá lograríamos verle gracias a la luz de la linterna.

Pero alzarse del suelo no era tan sencillo. Como niños que empiezan a caminar y se cogen a los muebles para incorporarse, tuvimos que clavar los dedos en los resquicios más inverosímiles para pasar de reptiles a bípedos, y aún eso con muchos problemas. Sin embargo, el poeta florentino había dejado sus pistas muy bien puestas, porque, en cuanto logramos adherirnos a la pared, la fuerza de los vientos dejó de aplastarnos y pudimos respirar mejor. No es que hubiera calma, ni mucho menos, pero las aberturas de los bothros estaban dispuestas de tal forma que los cañones de aire se neutralizaban unos a otros, creando unos diminutos recodos parcialmente libres marcados por los antorcheros.

Pero si moverse y respirar era difícil, abrir los ojos era angustioso, pues se secaban en cuestión de segundos y pinchaban como si llevaran alfileres. Y, aunque las lágrimas nos caían a litros, hasta los párpados se negaban a deslizarse sobre las corneas resecas. Sin embargo, había que localizar a Glauser-Róist como fuera, así que le eché valor (y dolor) y no paré hasta que le divisé al otro extremo de la gruta, entre Trascias y Aparctias, pegado al muro como una sombra, con la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Llamarle era inútil, porque no nos hubiera oído, así que debíamos llegar hasta él. Como nosotros nos encontrábamos entre Euronoto y Noto, iniciamos el ascenso hacia el norte, hacia Bóreas, siguiendo las indicaciones de Dante de caminar siempre hacia la derecha. Lamentablemente, el capitán, que no debía recordar las pistas de la Divina Comedia, en lugar de avanzar hacia Zéfiro en la misma dirección, se aproximaba hacia nosotros, echándose al suelo cada vez que tenía que pasar por delante de uno de los vientos para impedir que la tromba le lanzara por los aires contra el sarcófago.

Yo estaba agotada. Si no hubiera sido por la mano de Farag, probablemente nunca hubiese conseguido salir de allí; y ese cansancio que me impulsaba a quedarme en el suelo cada vez que teníamos que tumbarnos para atravesar un bothros, se volvía más y más acusado con cada metro que adelantábamos.

Por fin, nos encontramos con el capitán a la altura de Helespontio y, por todo gesto, los tres fundimos nuestras manos en un estrecho y emocionado apretón que fue más elocuente que cualquier palabra que hubiéramos podido decirnos. El problema comenzó cuando Farag quiso reanudar el paso para seguir avanzando hacia Zéfiro. Por increíble que pueda resultar, Glauser-Róist se negó en redondo a desandar el camino, haciendo barrera con su cuerpo para impedírnoslo tercamente. Vi a Farag acercarse al oído del capitán y gritarle con toda su alma, pero el otro seguía diciendo que no con la cabeza y señalando con el dedo en dirección contraria. Farag volvió a intentarlo una y otra vez, pero la Roca, tan Roca como siempre, continuaba denegando y empujando a Farag hacia mí, que iba la última y que tenía a Afeliotes a menos de medio metro de mis piernas.

No hubo manera de convencerle. Por más que gritamos, gesticulamos e intentamos avanzar hacia la derecha, el capitán se opuso tenazmente, obligándonos, al final, a obedecerle. No se me ocurría qué cosa terrible podría pasar si no hacíamos lo que decía Dante, pero preferí no pensar en ello mientras iniciábamos el camino de vuelta hacia Euronoto. Mi desesperación y la de Farag se reflejaban en nuestras caras cuando nos mirábamos. El capitán se equivocaba, pero ¿cómo hacérselo comprender?

Tardamos aproximadamente media hora en cruzar los cinco vientos que nos separaban de Zéfiro y mi agotamiento era ya tan extremo que soñaba con que, al final de la prueba -si es que habíamos acertado con la solución-, los staurofílakes nos durmieran dulcemente con aquella nube de humo blanquinoso que habían utilizado en el laberinto de Rávena. Me daba rabia estar tan cansada y pensaba con envidia en la fortaleza física del capitán y en la resistencia natural de Farag. Otra cosa que tendría que proponerme cuando todo aquello terminara sería hacer un poco de gimnasia. No podía escudarme en los géneros diciendo que las mujeres éramos más débiles que los hombres (una campesina rusa nunca será más débil que un oficinista chino); la culpa de aquel cansancio era totalmente mía, por llevar una vida tan sedentaria.

Por fin arribamos al ángulo muerto entre Libs y Zéfiro. Suspiré con alivio, dibujando una sonrisa en mi cara y, como era la primera de la fila, me tocó acercarme hasta la guarida del viento que, supuestamente, era suave como una brisa y templado como un día de primavera. Acerqué muy despacio la mano derecha hacia la cavidad, temiendo verla salir despedida lejos de mí, y mi corazón estalló de júbilo cuando comprobé que, a pesar de que Zéfiro era un poco más violento de lo que afirmaban los poetas, su vehemencia no tenía nada que ver con la de sus once hermanos. Ni quemaba ni enfriaba, ni tampoco escupía escarcha o granizo, y mi mano extendida ondulaba en sus rizos como si la hubiera sacado por la ventanilla de un coche en marcha. ¡Habíamos encontrado la salida!

Zéfiro me succionó y me salvó la vida. Caí como un saco de piedras sobre su suelo cuando me introduje por el estrecho bothros y respiré sin agobios su aire manso y fino que llegó hasta mis pulmones como un perfume. La verdad es que me hubiera quedado allí un buen rato, sin moverme, pero tenía que seguir avanzando para permitir que Farag y el capitán pudieran entrar detrás de mí. Estuve segura de que lo habían hecho en cuanto escuché los gritos furiosos que Farag le lanzaba a Glauser-Róist:

– ¡Se puede saber por qué demonios nos ha hecho recorrer tres cuartas partes de la gruta! -bramaba, indignado-. ¡Estábamos casi al lado de Zéfiro cuando le encontramos! ¿No recuerda que Dante decía que había que ir hacia la derecha?

– ¡Cállese! -le replicó Glauser-Róist, autoritario-. ¡Eso es lo que hice!

– ¿Está loco? ¿No ve que hemos caminado en el sentido de las agujas del reloj? ¿No distingue la derecha de la izquierda?

– ¡Por favor! -exclamé, viendo que los ánimos estaban realmente alterados-. ¡Hemos salido y estamos bien! ¡Por favor!

– ¡Escuche, profesor Boswell! -tronó la Roca -. ¿Qué decía Dante? Decía que había que llevar siempre por fuera la derecha.

– ¡La derecha, Kaspar! ¡La derecha, no la izquierda! ¿Aún no lo comprende?

– ¡La derecha por fuera, profesor! ¡El que no lo comprende es usted!

Fruncí el ceño. ¿La derecha por fuera? En ese caso, tenía la razón la Roca. Dante y Virgilio avanzaban por la cornisa de una montaña y su derecha daba, obviamente, al precipicio, al vacío. Pero nosotros caminábamos pegados a una pared, de modo que nuestra derecha era el centro de la gruta, nuestro lado libre era el interior, no el exterior como en el caso de Dante. De todos modos, habíamos llegado a Zéfiro, aunque por el otro lado habríamos tardado menos.

– ¡Por el otro lado no habríamos llegado nunca, doctora!

– Pero ¿qué tontería está diciendo? -me sublevé.

– ¡Veo que ambos han olvidado a Trascias y Argestes, que eran, casualmente, los dos últimos vientos que había que atravesar antes de llegar a Zéfiro por el otro lado!

El silencio se hizo en aquel corredor abovedado, pues ni Farag ni yo fuimos capaces de contradecirle. El capitán nos había salvado de una buena o, en el mejor de los casos, de andar y desandar inútilmente un camino agotador. Jamás hubiéramos podido cruzar Trascias y Argestes, los vientos que descargaban enormes andanadas de granizo.

– ¿Lo comprenden ya o tengo que volver a explicárselo?

Tenía razón. Tenía toda la razón del mundo, y así se lo dije. Farag no tuvo reparos en pedirle disculpas en todas las lenguas que conocía, y, de hecho, empezó por el copto y luego siguió con el griego, el latín, el árabe, el turco, el hebreo, el francés, el inglés y el italiano. Al final, acabamos riéndonos y la tensión se disolvió. La Roca era un héroe y se lo dijimos.

– Déjense de tonterías y avancemos por este agujero.

– ¿Por qué tengo que ir yo siempre delante? -refunfuñé de nuevo, harta de tal honor.

– Doctora, por favor…

– Ottavia…

Y ya no hubo nada más que hablar, naturalmente.

A gatas, sujetando mi linterna entre dos botones de la blusa, inicié la marcha, lamentando de nuevo haberme puesto falda aquel día. Me pareció revivir el mal rato del túnel de las catacumbas de Santa Lucía, cuando llevaba, como ahora, a Farag detrás, y me prometí a mí misma que, si salíamos de allí, las tiraría todas a la basura sin contemplaciones.

La verdad es que me costaba gatear, que no podía con mi alma, y por eso me alegré infinitamente cuando un suave aroma a resma me llegó hasta la nariz.

– Creo que vamos a tener suerte -dije-. Esta vez nos libramos del golpe.

– ¿Qué dices, Basileia?

– Que nos duermen. ¿No hueles a resma?

– No.

– Bueno, no importa. De todos modos, me despido. Te veré cuando nos despertemos.

– Basileia…

Yo ya empezaba a notar un leve sopor y me encantaba.

– ¿Sí?

– Lo que te dije en el maratón era mentira.

– ¿Lo que me dijiste en el maratón?

Ahí estaba el humo blanco, el bendito humo blanco que, como un buen somnífero, me iba a proporcionar unas maravillosas horas de sueño reparador. Me detuve y me tumbé en el suelo. Que los staurofílakes hicieran lo que quisiesen con mi cuerpo, me daba exactamente lo mismo; yo sólo deseaba dormir.

– Sí, aquello de que si te ponías en pie y corrías hasta Atenas conmigo, no insistiría nunca más.

Sonreí. Era el hombre más romántico del mundo. Me hubiera gustado volverme. Pero no, mejor dormir. Además, la Roca estaba escuchándolo todo.

– ¿Era mentira? -La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.

– Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?

– ¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.

– Vale, pues luego te veo -murmuró-. Kaspar, ¿usted también se duerme?

– No -masculló con voz amodorrada-. Su conversación es muy interesante.

¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.

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