6

Los gritos de unos niños que jugaban me despertaron. El sol de mediodía caía sobre mí como un chorro de luz. Parpadeé, tosí y me incorporé lanzando gemidos. Estaba tendida boca abajo sobre una alfombra de maleza. El olor era insoportable, un olor a basuras acumuladas durante años y fermentadas por el calor de Oriente. Los niños seguían chillando y diciendo palabras en turco, pero su sonido se alejaba de mí como si ellos o yo nos estuviéramos desplazando.

Conseguí sentarme sobre la hierba y abrí los ojos. Me encontraba en un patio en el que se veían restos de mampostería bizantina mezclados con cúmulos de basuras sobre los que sobrevolaban nubes de moscas azules tan grandes como elefantes. A mi izquierda, un taller de coches de aspecto más bien siniestro emitía ruidos de sierra mecánica y de soplete. Me sentía sucia. Sucia y descalza.

Frente a mí, Farag y el capitán permanecían echados sobre el suelo con la cara hundida en la hierba. Sonreí al ver a Farag, y me dio un tonto vuelco el estómago.

– ¿Así que era mentira? -musité acercándome a él y mirandole sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Le aparté las mechas de pelo de la frente y me entretuve observando las pequeñas rayas que tenía marcadas en la piel. Eran las huellas del tiempo que no había pasado conmigo, esos treinta y tantos años largos en los que, incomprensiblemente, había tenido una vida propia lejos de mí. Había vivido, soñado, trabajado, respirado, reído e, incluso, amado, sin sospechar que, al final del camino, yo le estaba esperando. Tampoco yo lo sabía, desde luego. Pero ahí estábamos, y no dejaba de resultar milagroso que alguien como Farag Boswell se hubiera fijado en alguien como yo, que ni en sueños poseía ese atractivo físico que a él le sobraba por todas partes. Desde luego, la belleza física no lo era todo pero, en fin, algo tenía que ver, y aunque eso era algo que jamás me había preocupado, en ese momento hubiera deseado ser guapa y atractiva para que, al despertar, se quedara totalmente deslumbrado.

Suspiré y, luego, me reí bajito. No era cuestión de pedir más milagros. Habría que conformarse. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Nadie me veía, así que me incliné muy despacio para, antes de que se despertara, darle un pequeño beso en aquellas lineas de la frente.

– Doctora… ¿Se encuentra bien, doctora Salina? ¿Y el profesor Boswell?

Me llevé el susto más grande de mi vida. Con el corazón latiéndome a mil por hora y la cara encendida, me incorporé como si tuviera un muelle en la espalda.

– ¿Capitán? ¿Está usted bien? -le pregunté, alejándome de Farag, que seguía dormido.

– ¿Dónde estamos?

– Eso quisiera saber yo.

– Hay que despertar al profesor. Él habla turco.

Se apoyó en las manos e inició el gesto de una flexión para levantar el cuerpo, pero un rictus de dolor le paralizó a medio camino.

– ¿Dónde demonios nos han marcado esta vez? -rezongó.

¡La escarificación! Inconscientemente me llevé la mano a la espalda por encima del hombro, a las cervicales, y sólo entonces sentí las familiares punzadas.

– Creo que hemos recibido la primera de las tres cruces que van sobre la columna.

– ¡Pues esta duele!

¿Cómo no me había dado cuenta? El dolor de mi escarificación se hizo repentinamente intenso.

– Sí, sí que duele -convine-. Creo que duele más que las anteriores.

– Ya se pasará… Tenemos que despertar al profesor.

No lo pensó dos veces y empezó a sacudirlo sin misericordia. Farag gimió.

– ¿Ottavia? -preguntó sin abrir los ojos.

– Lo siento, profesor -refunfuñó la Roca-. No soy la doctora Salina. Soy el capitán Glauser-Róist.

Farag sonrió.

– No es exactamente lo mismo. ¿Y Ottavia?

– Estoy aquí -dije cogiéndole la mano. Él abrió los ojos y me miró.

– Perdonen que les moleste -dijo de malos modos el capitán-, pero tenemos que volver al Patriarcado.

– ¿Ha buscado ya en su ropa, capitán? -le pregunté sin dejar de mirar a Farag y sin dejar de sonreirle-. La pista para la prueba de Alejandría es importante.

Glauser-Róist volvió rápidamente del revés todos los bolsillos de sus pantalones y su chaqueta.

– ¡Aquí está! -exclamó satisfecho, alzando el habitual pliego de papel.

– Veámoslo -propuso Farag, incorporándose sin soltarme la mano-. ¿Nos han marcado en la espalda? -preguntó de pronto, muy sorprendido.

– En las cervicales -le confirmé.

– ¡Vaya, pues esta vez sí que duele!

El capitán, que ya había mirado lo que decía el papel, se lo tendió.

– Si no suelta la mano de la doctora, le costará mucho verlo.

Farag se rió y me acarició rápidamente los dedos antes de liberarme.

– Espero que no le moleste, Kaspar.

– A mí no me molesta nada, profesor -afirmó la Roca, muy serio-. La doctora Salina ya es adulta y sabe lo que hace. Supongo que arreglará su situación con la Iglesia cuanto antes.

– No se preocupe, capitán -le aclaré-. No me olvido ni por un momento de que todavía soy monja. Este asunto es privado pero, como le conozco, sé que se quedará más tranquilo si le digo que soy consciente de los problemas.

El pobre era tan obtuso para ciertas cosas que preferí tranquilizarle.

Farag, que examinaba el papel, se había quedado con la boca abierta.

– ¡Yo sé lo que es esto! -dejó escapar muy alterado.

– Tiene que conocerlo, profesor. La siguiente prueba es en Alejandría.

– ¡No, no! -negó frenéticamente con la cabeza-. ¡No lo había visto en mi vida! Pero podría localizarlo si estuviéramos allí.

– ¿De qué habláis? -quise saber, arrancando el papel de las manos de Farag. Esta vez no era un texto lo que había en aquella superficie rugosa, sino un dibujo bastante tosco hecho con carboncillo. En él se distinguía perfectamente la forma de una serpiente barbuda ceñida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto sobre las cuales aparecía un medallón con la cabeza de Medusa. De los anillos del animal, enredados como un nudo marinero, emergía el tirso de Dioniso, el dios griego de la vegetación y el vino, y el caduceo de Hermes, el dios mensajero-. ¿Qué es esto?

– No lo sé -me respondió Farag-, pero no nos será difícil averiguarlo. En el Museo tenemos un catálogo informatizado de los restos arqueológicos de la ciudad -se acercó a mí y, mirando por encima de mi hombro, señaló el dibujo con el dedo-. Hubiera jurado que podía reconocer casi cualquier obra alejandrina con los ojos cerrados y, sin embargo, aunque el aspecto me resulta familiar, no consigo recordar esta figura. ¿Ves la mezcla de estilos? ¿Ves el caduceo de Hermes y las coronas de los faraones? La serpiente barbuda es un símbolo romano. Esta combinación tan estrafalaria es característica de Alejandría.

– Profesor, si no le importa, ¿podría acercarse a ese taller y preguntar dónde demonios estamos? -volvió a interrumpirnos la Roca-. Y pregunte si tienen teléfono. Mi móvil se estropeó con el agua de la cisterna.

Farag sonrió.

– Tranquilo, Kaspar. Yo me encargo.

– Este es el número del Patriarcado -añadió Glauser-Róist, entregándole, abierta, su pequeña agenda-. Dígale al padre Kallistos dónde estamos y pídale que vengan a buscarnos.

A mí no me hacia ninguna gracia que Farag caminara tan decidido hacia aquel antro de chatarra y desapareciera en su interior, pero no tardó ni cinco minutos en regresar y, cuando lo hizo, traía en la cara una amplia sonrisa.

– Ya he hablado con el Patriarcado, capitán -gritó mientras volvía-. Vendrán enseguida. Estamos en los restos de lo que fue el Gran Palacio de Justiniano.

– ¿El Gran Palacio de Justiniano… esto? -dije con aprensión, mirando alrededor.

– Exacto, Basileia. Nos encontramos en el barrio de Zeyrek, en la parte vieja de la ciudad, y este patio es todo lo que queda del palacio imperial de Justiniano y Teodora.

Se puso a mi lado y me cogió la mano.

– No lo puedo entender, Farag -murmuré, apesadumbrada-. ¿Cómo permiten que las cosas lleguen hasta este extremo?

– Para los turcos, los restos bizantinos no tienen el mismo valor que tienen para nosotros, Basileia. Ellos no comprenden más religión que la suya, con todas las implicaciones culturales y sociales que eso conlleva. Conservan sus mezquitas, pero ¿por qué conservar las iglesias de una religión extraña? Este es un país pobre que no puede preocuparse por un pasado que desconoce y que no le interesa.

– ¡Pero es cultura, historia! -me enfurecí-. ¡Es futuro!

– Aquí la gente sobrevive como puede -rehusó-. Las viejas iglesias se convierten en casas y los viejos palacios en talleres y, cuando se vengan abajo, buscarán otras iglesias y otros palacios en los que instalar su hogar o su negocio. Tienen una mentalidad distinta a la nuestra. Sencillamente, ¿por qué conservar si se puede reutilizar? Agradezcamos que han preservado Santa Sofía.

– En cuanto llegue el coche del Patriarcado, iremos directamente al aeropuerto -anunció lacónicamente Glauser-Róist.

Me sobresalté.

– ¿Así? ¿Desde aquí? ¿Sin cambiarnos de ropa ni duchamos?

– Ya lo haremos en Alejandría. Sólo son tres horas de viaje y podemos asearnos en el Westwind. ¿O prefiere tener que explicar lo que hemos descubierto ahí abajo?

Era obvio que no, así que no puse más objeciones.

– Espero que no haya demasiados problemas para que yo pueda volver a Egipto… -murmuró preocupado Farag. La última vez que había salido de su país lo había hecho como sospechoso del robo de un manuscrito en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí y había tenido que escapar con pasaporte diplomático de la Santa Sede por la frontera israelí.

– No se preocupe, profesor -le tranquilizó la Roca-, el Códice Iyasus ya ha sido devuelto oficialmente al monasterio de donde lo tomamos prestado.

– ¡Prestado! -exclamé con sorna-. ¡Menudo eufemismo!

– Llámelo como quiera, doctora, pero lo que importa es que el Códice ha vuelto a la biblioteca de Santa Catalina y que tanto la Iglesia Católica como las Iglesias Ortodoxas han presentado al abad las oportunas disculpas y explicaciones. El arzobispo Damianos ha retirado la denuncia y, por lo tanto, profesor, es usted completamente libre de volver a su casa y a su trabajo.

Durante unos minutos, en aquel vertedero sólo pudo escucharse el zumbido de las moscas y el chirrido de la sierra mecánica. Farag no daba crédito a sus oídos. Estaba enfadándose lentamente, concienzudamente, como una caldera que se enciende y empieza a ganar presión. El capitán permanecía tranquilo pero a mí me temblaban las piernas porque sabía que, aunque Farag era dueño de un carácter afable, las personas como él aguantaban hasta un límite, pasado el cual podían volverse realmente violentas. Por fin, como me temía, Boswell se adelantó furioso hacia Glauser-Róist y se detuvo a pocos centímetros de su cara.

– ¿Desde cuándo está el Códice en Santa Catalina? -masculló, con los dientes apretados.

– Desde la semana pasada. Hubo que hacer una copia del manuscrito y devolverle su aspecto original. Les recuerdo en qué condiciones lo dejamos, descuadernado y con las hojas sueltas. Luego, a través del Patriarca copto-católico de su Iglesia y del Patriarca de Jerusalén, Su Beatitud Michel Sabbah, se iniciaron las conversaciones con el arzobispo Damianos. Su Patriarca, Stephano II Ghattas, habló también con el director del Museo Grecorromano de Alejandría y, desde ayer, se encuentra usted en situación de permiso especial indefinido. Creí que le gustaría saberlo.

Farag se deshinchó como un globo. Incrédulo, me miró y miró a Glauser-Róist varias veces antes de ser capaz de articular palabra.

– ¿Puedo volver a casa…? -tartamudeó-. ¿Puedo volver al museo…?

– No, al museo todavía no. Pero a su casa volverá esta misma tarde. ¿Le parece bien?

¿Por qué estaba tan emocionado ante la posibilidad de volver a Alejandría y de recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano? ¿Acaso no me había dicho que ser copto en Egipto era ser un paria? ¿Acaso la guerrilla islámica no había matado, el año anterior, a su hermano pequeño, a su cuñada y a su sobrino de cinco meses a la salida de la iglesia? Todo eso me lo había contado él la primera vez que cenamos juntos.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó estirándose y levantando los brazos al cielo como los corredores cuando llegan victoriosos a la meta-. ¡Esta noche estaré en casa!

Mientras se explayaba en una larga perorata sobre lo mucho que me iba a gustar Alejandría y lo contento que se pondría su padre cuando le viera y cuando me conociera, el coche del Patriarcado pasó por una de las calles aledañas y nos recogió, por fin, en el lado opuesto del vertedero. Tardé una eternidad en llegar hasta él, porque el suelo estaba lleno de peligrosos y afilados desperdicios que hubieran podido cortarme los pies, pero, cuando me senté en su interior con un largo suspiro de alivio, descubrí que había sido un hermoso paseo por un camino de rosas: a mi lado, en la parte trasera del vehículo que conducía el chófer del Patriarca, se encontraba la experta en arquitectura bizantina Doria Sciarra.

El capitán tomó asiento junto al conductor y yo, intencionadamente, hice que Farag entrara por la otra puerta para que también él se sentara junto a Doria, que quedó aprisionada entre ambos. Me mostré encantadora con ella, como si nada de lo ocurrido el día anterior hubiera tenido la menor importancia. Me alegré, sin embargo, cuando la vi arrugar la nariz por el olor que despedíamos. Estaba ofendida porque mientras ella entretenía al portero de Fatih Camii, nosotros habíamos desaparecido y la habíamos dejado sola. Cuando volvió al patio y no pudo encontrarnos por ninguna parte, se fue caminando hasta el coche y estuvo esperando hasta que anocheció. Sólo entonces, preocupada y sola, regresó al Patriarcado. Quiso que le contáramos todo lo que nos había pasado, pero esquivamos sus preguntas con respuestas anodinas, hablándole superficialmente de lo dura que había sido la prueba y de los terribles dolores y torturas que habíamos padecido, provocando de esta manera que perdiera el interés. ¿Cómo íbamos a contarle que habíamos hecho el descubrimiento más grande de la historia?

Farag se comportó con ella igual de encantador que el día anterior, pero sin seguirle el juego. No respondió ni una sola vez a sus tonterías e insinuaciones y yo me sentí muy tranquila al comprobar que, por mi parte, estaba perfectamente en paz conmigo misma: en paz en lo relativo a Farag y en paz con Doria, que había deseado herirme y sólo lo había podido conseguir fugazmente. Su deseo quedaría en ridícula tentativa si yo no permitía que lograra su objetivo. De modo que sonreí, charlé y bromeé como si el día anterior hubiera sido un día cualquiera y no el día en que mi mundo se había venido abajo para volverse a levantar, en el último minuto, de la mano de Farag. Ahora él era lo único que me importaba y Doria ya no era nadie.

Cuando el coche del Patriarcado nos dejó frente al enorme hangar donde permanecía el Westwind, me despedí de mi vieja amiga con un par de besos en las mejillas a pesar de su discreto conato de evasión; nunca sabré si fue porque estaba desorientada y se sentía culpable o por el olor que yo emanaba, pero el caso fue que la besé a la fuerza, de manera encantadora, y que le di las gracias «por todo» repetidamente. Farag y el capitán se limitaron a estrecharle la mano y ella huyó en el vehículo patriarcal para no volver a aparecer nunca más.

– ¿Qué te dijo Doria ayer que te cambió la cara después de la comida? -me preguntó Farag mientras subíamos por la escalerilla.

– Ya te lo contaré más adelante -repuse-. ¿Cómo es que no te acercaste a mí si te diste cuenta de lo mal que estaba?

– No podía -me explicó mientras saludaba a Paola y al resto de la tripulación-. Estaba atrapado en mi propia trampa.

– ¿Qué trampa? -me extrañé. Glauser-Róist se había quedado hablando con el piloto mientras nosotros ocupábamos nuestros asientos habituales. Pensé que debería asearme un poco antes de dejarme caer en aquella pulcra tapicería blanca, pero sentía una gran curiosidad por lo que me estaba diciendo Farag y no quería que llegara Glauser-Róist antes de que terminara.

– Bueno… La de Doria, ya sabes.

En sus ojos brillaba una sonrisa burlona que no comprendí.

– No, no lo sé. ¿De qué trampa de Doria estás hablando?

– ¡Bueno, Ottavia, no te pongas tan seria! -bromeó-. ¡A fin de cuentas salió bien!

– Espero que no sea lo que estoy pensando, Farag -le advertí, muy seria.

– Me temo que sí, Basileia. Tenía que hacer algo para que reaccionaras. ¿No estás contenta?

– ¡Contenta! Pero ¿cómo quieres que esté contenta? ¡Me hiciste pasar un infierno!

Farag estalló en carcajadas como un niño feliz.

– ¡Esa era la idea, Basileia! ¡Dios mío, pero si en Atenas creí que lo tenía todo perdido! No quieras saber lo mal que lo pasé cuando te pusiste en pie en aquella carretera y me dijiste «¿Vamos?». En aquel momento, mirándote, supe que, para convencer a una mujer tan terca como tú, tenía que usar una bomba nuclear. Y Doria resultó perfecta, ¿no es cierto? Lo malo es que, después de cañonearte, ni siquiera me mirabas y, si lo hacías, era con… – la Roca hizo acto de presencia-. Luego seguiré.

– No es necesario -repliqué muy digna, levantándome y sacando el neceser de la bolsa-. Eres un tramposo.

– ¡Pues claro! -exclamó, divertido-. Y otras muchas cosas también.

La Roca se dejó caer en su sillón y le oí resoplar.

– Voy a asearme un poco -anuncié sin volverme.

– Acuérdese de que tiene que estar sentada aquí cuando vayamos a despegar.

– No se preocupe.

Tardamos unas tres horas en llegar al aeropuerto de Alejandría. Durante el viaje comimos, hablamos, nos reimos y Farag y yo casi organizamos un motín cuando el capitán, sacando la Divina Comedia de su mochila, nos propuso preparar el siguiente círculo del Purgatorio. A pesar de encontrarme fresca y descansada después de casi doce horas de sueño, me sentía mentalmente exhausta. Si hubiera sido posible, habría pedido unas vacaciones y me habría ido con Farag al último rincón del mundo, a algún lugar donde nada ni nadie me recordara la vida que iba dejando atrás. Después, quizá convertida ya en otra persona, hubiera estado más dispuesta a terminar las pruebas que faltaban para llegar hasta el dichoso Paraíso Terrenal. Tenía la extraña sensación de haber soltado amarras sin disponer de otro muelle en el que atracar. Mi casa era ahora aquel avión; mi familia, Farag y el capitán Glauser-Róist; mi trabajo, la caza de aquellos sorprendentes ladrones de reliquias que cruzaban los siglos como quien cruza una calle… Recordar Sicilia me hacía daño, me entristecía, y sabía que jamás volvería al piso de la Piazza delle Vaschette. ¿Qué haría cuando todo esto terminara? Menos mal que tenía a ese tramposo sin escrúpulos de Farag Boswell, pensé mirándole. Estaba segura de que me amaba y de que estaría a mi lado hasta que reconstruyera mi vida. Él era ahora lo único que quería.

Alrededor de las cinco de la tarde, el comandante de la nave anunció por los altavoces que estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto Al Nouzha. El tiempo era soleado y la temperatura alcanzaba los treinta grados en las pistas.

– ¡Ya estamos en casa! -exclamó Farag alborozado.

No hubo manera de mantenerlo en el asiento mientras tomabamos tierra, y eso que la pobre Paola se lo suplicó cien veces. Pero él quería ver su ciudad, quería llegar antes que el avión y por nada del mundo hubiera consentido que alguien se lo impidiera.

Ni en mis más extraños sueños hubiera imaginado que Alejandría se convertiría en un lugar especial porque terminaría enamorándome de un hombre de allí. Por supuesto, había leído a Lawrence Durrelí y a Konstantinos Kavafis y sabía, como cualquiera, algunas curiosidades sobre la ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 332 antes de nuestra era: había oído hablar de su famosa Biblioteca, que llegó a albergar más de medio millón de volúmenes sobre todos los ámbitos del conocimiento humano; también de su Faro, que fue una de las Siete Maravillas del Mundo y que guiaba a los cientos de mercantes que entraban en su puerto, el más grande de la Antigüedad clásica; sabía que, durante siglos, había sido, no sólo la capital de Egipto y del Mediterráneo, sino también la capital literaria y científica más importante del mundo, y que sus palacios, mansiones y templos eran admirados por su elegancia y riqueza. Fue en Alejandría donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra, donde Euclides sistematizó la geometría y donde Galeno escribió sus obras de medicina, y fue asimismo en Alejandría donde se amaron Marco Antonio y Cleopatra. El propio Farag Boswell era un claro ejemplo de lo que había sido Alejandría hasta no hacía demasiado tiempo: descendiente de ingleses, judíos, coptos e italianos, acumulaba una mezcla de culturas y de rasgos que le conferían, al menos para mí, una condición única y maravillosa.

– ¿Vamos a tener comité de bienvenida, capitán? -pregunté a la Roca, que se había pasado un buen rato hablando desde el teléfono del avión.

– Por supuesto, doctora. Nos recogerá un vehículo del Patriarcado greco-ortodoxo de Alejandría, en cuya sede nos reuniremos con el Patriarca, Petros VII, con Su Beatitud Stephanos II Ghattas y con Su Santidad el Papa Shenouda III, líder de la Iglesia copto-ortodoxa. Está confirmada también la presencia de nuestro viejo amigo el arzobispo Damianos, abad de Santa Catalina del Sinaí.

– Esto empieza a parecer una fiesta… -gruñí-. ¿Sabe una cosa, capitán? Jamás hubiera creído que existiera tal cantidad de Papas, Santidades y Beatitudes. En este momento mi cabeza es un revoltijo de Santos Pontífices.

– ¡Y los que no va a conocer, doctora! -replicó con ironía, cruzando las piernas-. Para los ortodoxos todos los apóstoles eran iguales y tenían la misma autoridad a la hora de gobernar a su grey.

– Lo sé, pero me resulta difícil equipararlos al Papa de Roma porque, como católica, he sido educada en la creencia de que sólo hay un sucesor legítimo de Pedro.

– Hace mucho tiempo que aprendí que todo es relativo -me explicó en uno de esos raros arranques suyos de confianza-. Todo es relativo, todo es temporal y todo es mutable. Quizá por eso busco la estabilidad.

– ¿Usted? -me sorprendí.

– ¿Qué le pasa, doctora? ¿No puede creer que alguien como yo sea humano? No soy tan malo como le dijo su hermano Pierantonio.

Enmudecí porque me había pillado con las manos en el tarro de las galletas.

– Siempre hay una explicación para lo que hacemos y para lo que somos -prosiguió-. Y, si no, mírese usted misma.

– ¿También sabe lo de mi familia? -musité, bajando la cabeza, e inmediatamente me di cuenta de que no quería hablar de aquello con nadie y mucho menos con Glauser-Róist.

– ¡Naturalmente! -dijo soltando una de sus también raras carcajadas-. Ya lo sabía cuando la conocí a usted en el despacho de Monseñor Tournier. Como también sabía que era hermana de Pierantonio Salina, el Custodio de Tierra Santa. Ese es mi trabajo, ¿recuerda? Yo lo sé todo y lo vigilo todo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y me tocó a mí. No me gusta, no me gusta nada, pero ya estoy acostumbrado. No es usted la única que va a dar un giro a su vida. Algún día, yo también me marcharé y viviré tranquilo en una pequeña casa de madera junto al lago Leman, dedicándome a lo que de verdad me gusta: cuidar la tierra, probar nuevos cultivos y sistemas de producción. ¿Sabe que estudié ingeniería agrícola en la Universidad de Zurich antes de convertirme en militar y guardia suizo? Esa era mi verdadera vocación, pero mi familia tenía otros planes para mí y no siempre es fácil escapar a lo que te inculcan desde pequeño.

Permanecí en silencio unos minutos, mirando por la ventanilla y pensando en las palabras del capitán.

– ¿Por qué creemos que vivimos nuestras vidas -dije, al fin-, cuando son nuestras vidas las que nos viven a nosotros?

– Eso es cierto-repuso, arreglándose el mugriento remate del pantalón-. Pero siempre tenemos la oportunidad de cambiar. Usted ya lo está haciendo y yo también lo haré, se lo aseguro. Nunca es tarde para nada. Voy a confesarle un secreto, doctora, y espero que sepa mantenerlo: éste va a ser mi último trabajo para el Vaticano.

Le miré y le sonreí. Acabábamos de sellar un pacto de amistad. Cruzamos las calles de Alejandría dentro del coche del Patriarca Petros VII, una limusina negra de fabricación italiana, con Farag absolutamente silencioso en el asiento delantero, mirando sin cesar a su alrededor. Yo me sentía un poco triste porque pensaba que estar allí, en Alejandría, de alguna manera le alejaba de mí, así que empecé a tomarle manía a la ciudad.

El vehículo circulaba por unas grandes y modernas avenidas, colapsadas de tráfico, que pasaban junto a playas interminables de arena dorada. En realidad, la Alejandría que contemplaba tenía poco que ver con la que había imaginado en mi mente. ¿Dónde estaban los palacios y los templos? ¿Dónde Marco Antonio y Cleopatra? ¿Dónde el anciano poeta Kavafis que recorría Alejandría al caer la tarde apoyado en su bastón? Podría haberme encontrado en Nueva York si no fuera por los ropajes árabes de las gentes que paseaban por las aceras.

Cuando abandonamos las playas y nos adentramos en el corazón de la ciudad, el caos del tráfico aumentó hasta lo indecible. En una calle estrecha, de una sola dirección, nuestro vehículo quedó atrapado entre la fila de coches que nos seguía y una incomprensible fila que venía de frente. Farag y el chófer cruzaron algunas frases en árabe y este último, abriendo la portezuela, salió y empezó a gritar. Supongo que la idea era que los que venían en dirección contraria retrocedieran para dejarnos avanzar, pero, en lugar de eso, dio comienzo una violenta discusión entre los conductores. Por supuesto, no había un solo guardia urbano en varios kilómetros a la redonda.

Pasado algún tiempo, Farag abandonó también el vehículo, habló con nuestro chófer y volvió. Pero, en lugar de regresar a su asiento, se dirigió al maletero, lo abrió y sacó su maleta y la mía.

– Vamos, Ottavia -me dijo asomando la cara por la ventanilla-. Mi padre vive a dos calles de aquí.

– ¡Un momento! -dejó escapar el capitán con cara de pocos amigos-. ¡Suba al coche, profesor! ¡Nos están esperando!

– Le esperan a usted, Kaspar -dijo Farag abriendo mi puerta-. ¡Todas estas reuniones con los Patriarcas son estúpidas! Cuando termine, llámeme a mi móvil. Aquí, en Egipto, vuelve a estar activo, y el vicario de Su Beatitud Stephanos, Monseñor Kolta, tiene mi número y el de mi padre. ¡Vamos, Basileia!

– ¡Profesor Boswell! -exclamó la Roca, muy enojado-. ¡No puede llevarse a la doctora Salina!

– ¿Ah, no? Bueno, pues recuérdemelo esta noche. Le esperamos a cenar a las nueve en punto. No se retrase.

Y, diciendo esto, echamos los dos a correr como fugitivos, alejándonos del coche y del capitán Glauser-Róist, que, al parecer, tuvo que disculparnos repetidamente ante tan importantes autoridades religiosas. El octogenario Patriarca Stephanos II Ghattas fue quien más preguntó por Farag, al que conocía desde pequeño, y desde luego no se tragó en absoluto las torpes excusas que pronunció el capitán.

Nosotros, en cuanto abandonamos el coche, corrimos cargados con nuestros equipajes por una callejuela que desembocaba en la avenida Tareek El Gueish. Farag llevaba las dos maletas y yo su bolsa de mano y la mía. No podía evitar reírme a carcajadas mientras escapábamos a toda velocidad. Me sentía feliz, libre como una quinceañera que empieza a saltarse las normas. De todos modos, y como no tenía quince años, me alegré enormemente de haberme puesto un par de cómodos zapatos porque, de no llevarlos, habría dado con mis huesos en el suelo. En cuanto doblamos la primera esquina, redujimos la velocidad y caminamos tranquilamente recuperando el aliento. Según me explicó Farag, aquel era el distrito de Saba Facna, en una de cuyas calles su padre tenía un edificio de tres pisos.

– Él vive en la planta inferior y yo en la superior.

– ¿Vamos a tu casa, entonces? -me inquieté.

– ¡Naturalmente, Basileia! Dije lo de mi padre por no escandalizar a Glauser-Róist.

– ¡Pero es que yo también me escandalizo! -hablaba entrecortadamente porque aún me faltaba el aire.

– Tranquila, Basileia. Iremos primero a casa de mi padre y luego subiremos a la mía para duchamos, curarnos las escarificaciones, ponernos ropa limpia y preparar la cena.

– Lo estás haciendo a propósito, ¿verdad, Farag? -le increpé, deteniéndome en mitad de la calle-. Quieres asustarme.

– ¿Asustarte…? -se extrañó-. ¿De qué tienes miedo? -Se inclinó sobre mi cara y temí que me besara allí mismo, pero, por fortuna, estábamos en un país árabe-. No te preocupes, Basileia -sonreí al oírle; había tartamudeado-, lo comprendo. Te aseguro que, aunque me cueste la vida, no debes temer que pase… nada. No te doy una total garantía, por supuesto, pero haré todo lo posible. ¿De acuerdo?

Estaba tan guapo allí, parado en mitad de la calle, mirándome fijamente con esos ojos azul oscuro, que temí estar yendo contra mis auténticos deseos. Pero… ¿qué deseos? ¡Oh, Dios mío, todo aquello era tan nuevo para mí! ¡Yo debería haber vivido esas cosas veinte años atrás! Llevaba un retraso tan grande que temí estar haciendo el ridículo, o hacerlo más adelante, cuando… ¡Señor!

– ¡Vamos a casa de tu padre ahora mismo! -exclamé, angustiada.

– Espero que arregles pronto tus asuntos con la Iglesia, como dice Glauser-Róist. Va a ser muy duro estar a tu lado sabiendo que eres intocable.

Estuve a punto de decirle que era tan intocable como me dictara mi conciencia, pero me callé. Aunque, por arte de magia, fuera libre de mi condición religiosa desde ese mismo momento, no por ello estaría preparada para romper el segundo de mis votos sin haberme desligado antes de los compromisos que tenía con Dios y con mi Orden.

– Vamos, Farag -dije con una sonrisa y pensé que hubiera dado cualquier cosa por besarle.

– ¿Por qué me habré tenido que enamorar de una monja? -dijo a voz en grito en mitad de la calle, aunque, por suerte, utilizó el griego clásico-. ¡Con la cantidad de mujeres guapas que hay en Alejandría!

Volver a su casa lo había transformado. Era un hombre distinto al que yo conocía.

– Vamos, Farag -repetí con paciencia, sin borrar la sonrisa de mi cara. Sabía que tenía por delante unas semanas terribles.

La calle donde se encontraba la casa de la familia Boswell era un pasaje de edificios antiguos con elegantes fachadas de estilo inglés. Era oscura y fresca, y estaba prohibida al tráfico, pero eso no impedía que los carromatos y las bicicletas transitaran por ella libremente, sorteando a los tranquilos viandantes. A pesar de este aire europeo, las puertas y ventanas de las casas lucían armoniosos arabescos con decoraciones de hojas y flores. Era una calle bonita y la gente parecía agradable.

Farag, visiblemente emocionado, sacó el llavín del bolsillo y abrió la cancela. Un vago aroma a hierbabuena salió por el vano. El portal era amplio y sombrío, muy al gusto de un país tan caluroso como Egipto y no se veía un ascensor por ninguna parte.

– No hagas ruido, Basileia -me susurró Farag-. Quiero sorprender a mi padre.

Subimos silenciosamente la breve escalera y nos detuvimos frente a una gran puerta de madera con entrepaños de cristal esmerilado. El timbre estaba en el montante, a la altura de nuestras cabezas.

– Tengo llave -me explicó, pulsándolo-, pero quiero ver su cara.

El timbrazo se escuchó a varios kilómetros a la redonda y, mientras su eco seguía doblando aún en mis oídos, unos furiosos ladridos se fueron acercando desde el interior.

– Es Tara -musitó Farag muy sonriente-. Era de mi madre… Le encantaba Lo que el viento se llevó -añadió a modo de disculpa, adivinando lo que yo pensaba. Y lo que yo pensaba era que el nombre de la perra resultaba rematadamente cursi. No dije nada, por supuesto; al fin y al cabo, nombres peores de animales había oído a lo largo de mi vida. La gente, para estas cosas, siempre se vuelve un poco redicha.

Cuando la hoja de madera se abrió lentamente, divisé a un hombre alto y delgado, de unos setenta años, con el pelo blanco y los ojos -de un intenso color azul oscuro-, tamizados por los cristales de unas seductoras gafas bifocales. Era tan guapo como su hijo, y, de hecho, parecía una fotografía de Farag tomada en el futuro: los mismos rasgos judíos, la misma piel oscura, la misma expresión en el rostro… Comprendí que la madre de Farag lo hubiera abandonado todo por un hombre así y experimenté una lejana complicidad con ella por estar viviendo algo muy parecido.

El abrazo de Farag y su padre fue largo y emotivo. La perra, una desafortunada mezcla de yorkshire y scottish terrier, ladraba desesperada alrededor de ambos dando saltos en el aire igual que una liebre. Butros Boswell besaba una y otra vez el cabello claro de su hijo como si todos y cada uno de los días que Farag había pasado lejos hubieran sido una tortura para él. También murmuraba, en árabe, palabras de alegría e, incluso, me pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas. Cuando por fin se separaron, ambos se volvieron hacia mí:

– Papá, te presento a la doctora Ottavia Salina.

– Farag me ha hablado mucho de usted estos últimos meses, doctora -dijo en un perfecto italiano al tiempo que me estrechaba la mano-. Pase, por favor.

Seguidos por Tara que, encantada con las caricias de Farag, movía la cola frenéticamente, entramos en el recibidor de la amplia vivienda. Había libros por todas partes, incluso apilados sobre el aparador de la entrada y abundaban también las viejas fotografías familiares en el pasillo y por las habitaciones. La decoración era una mezcla abigarrada de objetos y muebles ingleses, vieneses, italianos, árabes y franceses: un jarrón de Lalique por aquí, una tetera de plata repujada por allá, un trumeau inglés de principios de siglo, una caja de madera taraceada con incrustaciones de nácar, un juego de vasos árabes, unas sillas de madera curvada en volutas alrededor de un antiguo velador sobre el que se veía un tablero de ajedrez con figurillas de marfil… Pero lo que más llamó mi atención fueron los cuadros colgados en las paredes del salón. Al descubrir mi interés, Butros Boswell se puso a mi lado y me explicó, no sin cierta dosis de orgullo, la identidad de todos aquellos personajes.

– Este es mi abuelo, Kenneth Boswell, el descubridor de Oxirrinco. Puede verlo también en esta vieja fotografía en blanco y negro junto a sus colegas Bernard Grenfell y Arthur Hunt en 1895, durante las primeras excavaciones. Y esta de aquí… -añadió señalando el cuadro siguiente desde el que nos observaba una hermosisima mujer ataviada con un elegante vestido de cóctel y unos larguísimos guantes negros que le llegaban casi hasta los hombros-. Esta era su esposa, Esther Hopasha, mi abuela, una de las judías más bellas de Alejandría.

Ariel Boswell, el hijo de ambos, y su mujer, Miriam, una egipcia copta de piel oscura y pelo teñido con henna, también colgaban de las paredes del salón, pero el lugar principal era para el retrato de una joven no demasiado hermosa pero con unos graciosos y chispeantes ojos que transmitían unas infinitas ganas de vivir.

– Esta era mi esposa, doctora Salina, la madre de Farag, Rita Luchese. -Su rostro se ensombreció-. Murió hace cinco años.

– Papá -resopló Farag, que cargaba a Tara en los brazos-. Tenemos que subir a mi casa para dejar el equipaje.

– ¿Cenaréis aquí esta noche? -quiso saber Butros.

– Cenaremos arriba, con el capitán Glauser-Róist. He pensado comprar algo en Mercure.

– Muy bien -repuso Butros-. Entonces ya te veré, hijo. No te vayas de Alejandría sin despedirte.

– Tú también estás invitado, papá -exclamó Farag, lanzando a Tara por los aires. La perra, que debía pesar bastante, cayó al suelo de modo impecable y, sin dudarlo un minuto, se vino directa hacia mí. Tenía unos ojos grandes y una mirada inteligente, y todo su pelo era de color canela excepto en el cuello y en el pecho, donde lucía una gran mancha blanca. Le pasé la mano por la cabeza con cierta aprensión y ella, tomando impulso, se incorporó y apoyó las patas delanteras en mi estómago.

– Espero que no le importe, doctora -observó Butros, sonriendo-. Es su manera de decir que usted le gusta.

– Tu padre es encantador -le dije a Farag cuando ya estábamos a punto de llegar al rellano de su casa, en el tercer piso. Nos habíamos despedido de él hasta la hora de la cena.

– Lo sé -repuso, abriendo y empujando la puerta.

– ¿Quién vive en el piso de en medio?

– Ahora nadie -me explicó Farag, adentrándose en el oscuro interior y soltando las maletas en el suelo-. Antes vivía mi hermano Juhanna con su mujer, Zoe, y su hijo.

– Todavía me cuesta creer lo que me contaste. Fue terrible lo que les pasó.

– Es mejor no recordarlo -dijo, quitándome las bolsas de las manos y cerrando la puerta tras de mí-. Hay otras cosas que debemos hacer.

Y sí, las había. Es verdad. Pero entre ellas no estaba encender la luz ni abrir las celosías ni tampoco conocer la casa. Nunca hubiera sospechado que me resultaría tan difícil, tan terriblemente difícil mantener mi segundo voto. Sabía que había un límite, pero yo… yo no tenía ni idea de lo sencillo que resultaba de cruzar. No lo hice, sin embargo. Pero no lo hice porque, en el último momento, luchando atormentadamente contra mis propios instintos y sentimientos, recordé que debía cumplir una promesa. Era absurdo, era una locura, era lo más ridículo del mundo, lo sabía. Pero, por alguna razón, debía ser fiel al compromiso que aún tenía con Dios, con mi Orden y con la Iglesia. Fue espantoso separarme de los labios de Farag, del cuerpo de Farag, de la ternura y la pasión de Farag. Fue como romperme en mil pedazos.

– Me aseguraste… Me aseguraste que me ayudarías -le dije mientras, con las manos, le apartaba de mí.

– No puedo, Ottavia.

– Farag, por favor -le supliqué-. ¡Ayúdame! ¡Te quiero tanto!

Se quedó en suspenso, inmóvil como una estatua durante unos segundos. Luego se inclinó hacia mí y me besó.

– Te amo, Basileia -dijo alejándose-. Esperaré.

– Te prometo que esta misma noche llamaré a Roma -le dije, poniéndole la mano sobre la barbuda mejilla-. Hablaré con la hermana Sarolli, la subdirectora de mi Orden y le explicaré la situación.

– Hazlo, por favor -susurró, besándome de nuevo-. Por favor.

– Te lo prometo -repetí-. Esta misma noche.

Mientras yo me duchaba, me cambiaba el apósito de la escarificación de las cervicales (esta vez, una cruz ebrancada) y me ponía ropa limpia, Farag, obedeciendo mis órdenes, abrió puertas y ventanas, quitó el polvo de los muebles y preparó su casa para recibir visitas. Después, intercambiamos los lugares, y él, que ya había encargado la cena por teléfono al restaurante del cercano hotel Mercure, se metió en el cuarto de baño -no sin invitarme a acompañarle, por supuesto- y me dejó libre en aquel lugar desconocido para que curioseara a mis anchas. Hipócritamente, le pregunté si había algo que no quería que fisgara.

– La casa es tuya, Basileia. Mira lo que quieras -dijo antes de desaparecer.

Y así lo hice. Si creía que yo no tenía dotes de espía estaba muy equivocado porque en la media hora que tardó en salir no dejé títere con cabeza. La casa de Farag, de paredes lisas y blancas y suelos de terrazo claro, sólo tenía dos habitaciones pero, como en todas las casas antiguas, las dimensiones eran tremendas. Una de ellas, muy austera, con una gran cama en el centro, era la suya; la otra, situada en el otro extremo de la vivienda, tenía dos camas más pequeñas y parecía no servir para otra cosa que para almacenar libros, docenas de libros, cientos de libros y revistas de historia, arqueología y paleografía. El salón, con un gran sofá y varios sillones de tapicería color crema, ocupaba el mismo espacio que el resto de la casa -cocina y despacho incluidos-, de modo que, en uno de sus lados, se había dispuesto una gran mesa de comedor de madera oscura. El resto del mobiliario era también del mismo material y tono: camas, armarios, librerías, mesas, cómodas, vitrinas… Debían gustarle mucho los cojines, porque, en la gama que va del cobrizo al blanco, los tenía por todas partes. Otra cosa eran las fotografías, tan abundantes como en la casa de abajo: Farag con su padre, con su madre, con su hermano, con su cuñada, con su sobrino, de nuevo con su padre y volvemos a empezar. Descubrí varias en las que se le veía, de pequeño, con los compañeros de clase, otras con los compañeros y amigos de universidad, y otras más con dos amigos que se repetían bastante. Pero las fotografías de viajes por el mundo eran, unívocamente, con chicas muy atractivas que se renovaban continuamente. Es decir, las fotografías tomadas en Roma, por ejemplo, mostraban a Farag bastante joven con una chica de nariz picuda y pelo rubio; las de París, con una morena de graciosa sonrisa; las de Londres, con una mujer oriental de pelo corto y negro; las de Amsterdam, con una escultural modelo de dientes perfectos; las de… En fin, ¿para qué seguir? Terminé por darme cuenta de que me había enamorado de Casanova o, lo que es peor, de un sinvergüenza de marca mayor. Y eso que no lo parecía.

Me dejé caer, desolada, en el sofá y abracé uno de los cojines mientras miraba el cielo del anochecer por los ventanales. Dudé seriamente si hacer esa llamada a la hermana Sarolli. Todavía estaba a tiempo de echarme atrás y refugiarme en la casa de Connaught. En ese momento, sonó la musiquilla del móvil de Farag, que descansaba sobre una de las librerías pequeñas que había en el pasillo, junto a la puerta del baño.

– ¡Ottavia! -gritó Casanova-. ¡Cógelo! ¡Debe ser el capitán!

No le contesté. Me limité a pulsar el botón verde del teléfono y a saludar a la Roca, que parecía disgustado.

– ¿Ha terminado ya la reunión, capitán? ¿Cómo ha ido?

– Como siempre.

– Pues salga de allí y véngase con nosotros. La cena ya está casi preparada. -Por la cuenta que me traía, esperaba que los del restaurante se dieran prisa.

– ¿Dónde va a dormir usted esta noche, doctora? -me preguntó a bocajarro.

– Pues… -vacilé-. No lo había pensado. ¿Dónde dormirá usted?

– ¿El profesor tiene habitaciones suficientes para los tres?

– Si. Tiene dos habitaciones y tres camas.

– Aquí, en el Patriarcado, también hay sitio. Quieren saber qué vamos a hacer.

– ¿Necesitamos ordenadores o alguna otra cosa para preparar la prueba?

– ¿Es que el profesor no tiene? -preguntó Glauser-Róist, muy sorprendido, entendiendo al revés mi pregunta.

– Sí, tiene uno en su despacho, pero no sé si estará conectado a la red.

– ¡Sí lo está! -gritó Casanova, que, al parecer, seguía punto por punto nuestra conversación-. ¡Tengo conexión a Internet y acceso a la base de datos del museo!

– Dice que sí tiene, capitán -repetí.

– Pues decida usted, doctora. -Y me pareció percibir un cierto tono de desconfianza en su voz. Supongo que se sentía inseguro.

– Véngase, capitán. Aquí estaremos más cómodos. ¿Cuál es la dirección de esta casa, Farag? -pregunté a mi príncipe sin corona a través de la puerta.

– ¡El 33 de Moharrem Bey, último piso!

– Ya lo ha oído, capitán.

– Dentro de media hora estaré ahí -dijo, y colgó sin despedirse.

Afortunadamente, el repartidor del restaurante Mercure llegó antes que la Roca, así que arreglamos la mesa con rapidez para seguir haciendo creer al capitán que la habíamos preparado nosotros.

– ¿No prefieres llamar a la hermana Sarolli antes de que llegue Kaspar? -me preguntó Farag mientras sacábamos de la cocina los vasos y la copas. No se me ocurrió qué decir, así que me mantuve callada. Pero él insistió-. Ottavia, ¿no vas a llamar a la hermana Sarolli?

– ¡Pues no lo sé, Farag! ¡No lo tengo claro! -exploté.

– Pero ¿qué dices? -se sorprendió-. ¿Me he perdido algo?

Si le explicaba el motivo, seguramente se reiría de mi. No dejaba de ser ridículo sentir aquellos celos absurdos, pero es que tampoco tenía claro que fueran celos. En realidad, se trataba más de un agravio comparativo: mientras que yo no tenía a nadie en mi pasado y era como un piso a estrenar, él coleccionaba un surtido variado de ex amantes y parecía una habitación de hotel con derecho a cocina. Por muchas vueltas que le diera y por más balances que hiciera, yo salía perdiendo.

Algo debió notarme en la cara porque, dejando sobre la mesa lo que llevaba, se acercó a mí y me rodeó los hombros con sus brazos.

– ¿Qué pasa, Basileia? ¿Vamos a empezar ya a tener secretos?

– ¡De eso se trata! -clamé, extendiendo un dedo acusador hacia el grupo de fotografías de viajes-. ¿Has estado casado? Porque, si es así… -dejé la amenaza en el aire.

– No he estado casado nunca -balbuceó-. ¿A qué viene esto?

Continué señalando acusadoramente las fotografías, pero, para mi desesperación e incredulidad, él seguía sin comprender.

– ¡Dios mío, Farag! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ha habido demasiadas mujeres en tu vida!

– ¡Ah, bueno! -suspiró-. ¡No sabía que te referías a eso! -Entonces, reaccionó-. ¡Pero, vamos a ver, Ottavia! No esperarías en serio que me hubiera mantenido virgen hasta los treinta y nueve años. -Fue tan amable de añadir uno para igualarse conmigo.

– ¿Por qué no? ¡Yo lo he hecho!

Si esperaba unas excusas o que me rebatiera con aquello de que yo era monja, me quedé con las ganas, porque todo lo que hizo fue tirarse en el sofá, cuan largo era, riéndose a carcajadas como un loco. Cuando vi que no se le pasaba el ataque y que tenía la cara congestionada y totalmente mojada de lágrimas, cogí mi orgullo herido y me fui con él hacia la habitación donde estaba mi equipaje. Pero no pude llegar, porque, a grandes zancadas, el profesor Boswell me alcanzó por el pasillo y me acorraló contra la pared.

– No seas tonta, Basileia -dijo entre hipos, intentando todavía aguantarse la risa-. Sólo te lo diré una vez y espero que te quede claro: haz esa llamada a Italia, despídete de la hermana Sarolli y de la Venturosa Virgen María y borra de tu mente a todas las mujeres que haya podido haber en mi vida. No sentí por ninguna lo que siento por ti. Esta es la primera vez que estoy seguro de lo que siento y lo que siento es que te amo como no he amado a nadie antes. -Se inclinó despacito y me besó-. Mientras hablas con Sarolli, quitaré de en medio todas esas fotografías y las haré desaparecer, ¿vale?

– Vale.

– Entonces, vale -asintió cabeceando, rozando su nariz con la mía-. Tienes cinco segundos. Coge el maldito teléfono de una maldita vez.

– Ya hablas como Glauser-Róist.

– Creo que empiezo a comprenderle.

Continué mi camino hacia la habitación bajo la inquisitiva mirada de Farag. Prefería hablar desde allí, a solas y tranquilamente, antes que tenerle pegado a mí como una sombra, pendiente de mis palabras. Cuando escuchaba ya la señal de comunicación con la casa central de mi Orden en Roma, oí también el timbre de la puerta. El capitán acababa de llegar y Butros subió poco después.

Fue una conversación bastante difícil la que mantuve con la hermana Giulia Sarolli. Utilizó el mismo tono despectivo que cuando me anunció que había sido desterrada a Irlanda, lejos de mi comunidad y de mi familia. Por más que insistía, no conseguía que me explicara cuáles eran los pasos que tenía que dar para dejar la Orden. Se obcecaba en repetirme, una y otra vez, que la parte jurídica del asunto no era importante, que lo único que importaba era el espíritu, la donación que yo había hecho de mi vida.

– Esa donación, hermana Salina -me decía-, es una donación de amor, de un amor que trata de superar los propios egoísmos abriéndose a los demás. Para eso está la vida en comunidad, y el ideal al que todas las hermanas aspiramos es a poder decir como San Pablo «tengo libertad para hacer esto o aquello pero también tengo libertad para no hacer lo que yo quiera sino lo que los demás esperan de mí». ¿Lo comprende?

– Lo comprendo, hermana Sarolli, pero le he dado muchas vueltas y estoy segura de que no podría volver a ser feliz si continuase con la vida religiosa.

– ¡Pero esa vida consiste en seguir a Cristo! -Giulia Sarolli no podía entender que yo renunciara voluntariamente a tan alta meta y hablaba como si cualquier otra opción no fuera digna de tenerse en consideración-. Usted fue llamada por Dios, ¿cómo puede hacer oídos sordos a la voz de Nuestro Señor?

– No se trata de eso, hermana. Comprendo que sea difícil de entender, pero las cosas no son siempre tan sencillas.

– No se habrá enamorado de un hombre, ¿verdad? -preguntó con voz tétrica, después de unos segundos de silencio.

– Me temo que sí.

El silencio persistió algunos segundos más.

– Usted hizo unos votos -recalcó acusadoramente.

– No los he incumplido, hermana. Por eso quiero que usted me explique qué debo hacer exactamente para reintegrarme en la vida seglar.

Pero tampoco esta vez hubo suerte. Sarolli no entendía, o no quería entender, que cuando ciertas cosas llegan a su fin, no hay camino de retorno. Así que siguió intentando convencerme de que debía recapacitar un poco más antes de adoptar una decisión tan grave. Sabía que aquella conversación telefónica sería larga, pero no sospeché que tanto.

– Debe confiar en que Dios la sigue llamando -me repetía.

– Escuche, hermana -le dije, molesta y cansada-. Dios, seguramente, me sigue llamando, pero yo la estoy llamando a usted desde Egipto y usted tampoco me responde, así que estamos en las mismas. Por favor, ¡dígame de una vez qué debo hacer para dejar la Orden!

La subdirectora enmudeció, pero debió darse cuenta de que, puesto que no había nada que hacer, ya era hora de quitarme de en medio:

– El próximo mes de diciembre, cuando hable usted con la Superiora de su comunidad para la revisión anual, dígale que no quiere renovar los votos el siguiente Cuarto Domingo de Pascua y ya está.

– Pero ¿qué dice? -me espanté-. ¿Hasta la revisión anual? Hermana Sarolli, esa solución ya la conocía. Le estoy preguntando qué debo hacer para dejar la Orden ahora.

La oí suspirar a través del cable teléfonico. También escuché la lejana sirena de una ambulancia que debía estar pasando por debajo del despacho de la hermana Sarolli, allá en Roma.

– Necesita usted una dispensa del obispo -gruñó-. Le recuerdo que no hace ni un mes que renovó sus votos.

Una pequeña luz se encendió al final del túnel.

– No, hermana Sarolli, no renové los votos.

– ¿Qué dice? -se sobresaltó.

– El Cuarto Domingo de Pascua fue el 14 de mayo, y ese día tuve que ir a Sicilia, al funeral de mi padre y de mi hermano, que murieron en un accidente… de tráfico.

– ¿Y no los renovó tampoco al domingo siguiente? ¿No llegó a firmar el papel?

– La misión que estoy llevando a cabo para el Vaticano no me lo permitió. Hice, eso sí, una renovación in pectore.

La oí abrir y cerrar cajones y revolver papeles. Luego, tapó el micrófono con la mano y la escuché decir algo a alguien que se encontraba cerca. Yo empezaba a sufrir por lo que le iba a costar a Farag aquella larga llamada internacional. Al cabo de un tiempo, al parecer convencida por fin de la verdad de mis palabras, con voz resignada me dio la noticia:

– Legalmente, hermana, no tiene usted que hacer nada. Otra cosa es su contrición ante Dios. Eso es personal y lo asumirá en soledad. Lo correcto sería, en cualquier caso, que enviara usted una carta a la directora general comunicando su decisión y otra a la superiora de su comunidad, que es la hermana Margherita. Esas cartas quedarán archivadas en su expediente y, desde ese mismo momento, daremos por terminada su pertenencia a esta Orden.

– ¿Así de sencillo? ¿Estoy fuera? ¿Ya está? -no podía creer lo que oía.

– Lo estará en cuanto recibamos esas cartas. Si no quiere nada más, hermana… -su voz vaciló al pronunciar esta última palabra.

– ¿Y mi sueldo? ¿Empezaré a recibirlo íntegro y directamente desde el Vaticano?

– No se preocupe por eso. Lo arreglaremos todo en cuanto recibamos esas cartas. De todos modos, recuerde que su contrato con el Vaticano se fundamenta en su condición de religiosa. Me temo que tendrá que arreglar este asunto con el Prefecto del Archivo Secreto, el Reverendo Padre Guglielmo Ramondino. Y creo que es bastante probable que tenga que buscarse otro empleo.

– Ya lo sabía. Gracias por todo, hermana Sarolli. Enviaré esas cartas lo antes posible.

Colgué el teléfono y me invadió el vértigo. Tenía un precipicio frente a mí y el lado opuesto estaba demasiado lejos para dar un salto y alcanzarlo. Retroceder, sin embargo, no era posible y, desde luego, tampoco lo deseaba. Suspiré y eché una ojeada a la habitación de Farag. Cuando mi madre lo supiera no le daría un ataque al corazón, no; le darían dos o tres por lo menos y no podía ni imaginar la reacción de mis hermanos. Quizá Pierantonio fuera el único capaz de comprenderlo. Yo sólo quería estar con Farag el resto de mi vida pero el espíritu práctico de los Salina me impulsaba a sopesar cualquier eventualidad: a pesar de todos los pesares, volver a Palermo era una opción real. Allí siempre tendría un lugar en el que cobijarme. También tendría que buscar trabajo, aunque eso no me preocupaba porque, con mi historial profesional, mis premios y mis publicaciones, no resultaría muy difícil. Y ese trabajo, naturalmente, también determinaría el lugar donde tendría que vivir. Volví a suspirar. El miedo no entraba en la partida, no estaba permitido. De una manera u otra, saldría adelante y encontraría la forma de cruzar el precipicio.

La puerta de la habitación se abrió despacito y la barba de Farag apareció por el resquicio.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó-. Hemos oído en el otro teléfono que habías colgado.

– No te lo vas a creer -repuse enarcando las cejas-. Soy libre.

Farag abrió la boca de par en par y así la dejó, solidificándose en ese gesto como una estatua de sal. Yo me puse en pie y avancé hacia él.

– Vamos a cenar. Luego te lo contaré con detalle.

– Pero, pero… ¿ya no eres monja? -balbució.

– Técnicamente, no -le expliqué, empujándole hacia el pasillo-. Moralmente, sí. Por lo menos hasta que envíe mi renuncia por escrito. Pero vamos a cenar, por favor, que la comida estará fría y me siento culpable por tu padre y por el capitán.

– ¡Ya no es monja! -gritó cuando entramos en el salón-comedor. Butros sonrió, bajando la cabeza, expresando así una íntima alegría que debía estar muy relacionada con la de su hijo, y la Roca, con los ojos entornados, se quedó mirándome fijamente durante un buen rato.

La cena transcurrió en un ambiente muy agradable. Mi nueva vida no podía haber empezado mejor y comprendí, al margen de toda duda, por qué los staurofílakes habían elegido Alejandría para purgar el pecado de la gula. Hubiera sido difícil encontrar platos más suculentos ni mejor condimentados que aquellos típicamente alejandrinos. Antes del baba ghannoug, el puré de berenjenas hecho con tahine [53] y zumo de limón, y del hummus bi tahine, puré de garbanzos con el mismo aliño, probamos un surtido de ensaladas a cual más sabrosa y elaborada, acompañadas por una buena cantidad de queso y de fuul (unas enormes judías de color marrón). Según nos explicó Butros, los alejandrinos eran herederos directos de las cocinas romana y bizantina, pero habían sabido añadir, además, lo mejor de la comida árabe. No había guiso sin especias, y el aceite de oliva, la miel, el laurel, el yogur, los ajos, el tomillo, la pimienta negra, el sésamo y la canela no faltaban nunca en sus platos.

Tuve ocasión de comprobarlo. Desde el pan, esas sabrosas aish u hogazas preparadas con distintas harinas que acompañaban a los purés, hasta el gambari, unas deliciosas gambas gigantes con salsa de ajo que me dejaron con las frustradas ganas de chuparme los dedos, todo lo que comimos aquella noche estaba francamente delicioso. Hasta Glauser-Róist parecía más que encantado con la cena que nos estaba ofreciendo Farag y ni por un momento se tragó el cuento de que nosotros hubiéramos preparado aquellas maravillas culinarias. Butros siguió contándonos que, para él, los platos más sabrosos eran los de carne, aunque, salvo el delicioso hamam -pichones rellenos de trigo verde y asados a fuego lento-, no había ninguno más sobre la mesa. Sin embargo, nos dijo, los guisos de cordero eran los más apreciados por los propios egipcios y por los extranjeros, y los pescados, siempre frescos y bien condimentados, no se quedaban atrás.

Glauser-Róist se bebió un par de botellas medianas de cerveza de la marca egipcia Stella y el padre de Farag le superó en una más.

– ¿Sabían que la cerveza se inventó en el Antiguo Egipto? -dijo-. No hay nada mejor que tomar un buen vaso de cerveza antes de irse a la cama. Ayuda a conciliar el sueño y es un relajante natural.

A pesar de ello, Farag y yo sólo bebimos agua mineral y karkadé frío, un refresco de color rojo intenso y sabor ácido hecho con la flor del hibisco y que los egipcios en general toman abusivamente durante todo el día junto con el shaj nana, el té negro de fuerte sabor que acompañan con hojas de menta.

Lo peor, sin embargo, fueron los postres. Y digo lo peor porque no había manera de parar. Los alejandrinos, fieles a su tradición bizantina, eran, como los griegos, grandes amantes del dulce, y Farag, alejandrino de pro, había hecho un pedido de pasteles, hojaldres y pastas más adecuado a las necesidades de un ejército hambriento que a las de cuatro personas ya saciadas por una buena comida: om ali [54], konafa [55], baklaoua [56] y ashura [57], un postre típico que los musulmanes consumían especialmente el décimo día del mes de moharram, pero que Farag y su padre degustaban con glotonería a la primera ocasión que se les presentaba. Glauser-Róist y yo intercambiamos discretas miradas de sorpresa ante la inaudita capacidad de la familia Boswell para consumir dulces sin orden, número ni medida.

– No parece que te asuste la diabetes, Farag -bromeé.

– Ni la diabetes, ni el sobrepeso, ni la hipertensión arterial -articuló con dificultad, engullendo un gran pedazo de konafa-. ¡Echaba de menos la buena comida!

– Alejandría ostenta el terrible privilegio… -empezó a recitar tétricamente la Roca, y el padre de Farag, escuchándole, se quedó con los ojos muy abiertos y el bocado a medio masticar-… de ser conocida por practicar perversamente el pecado de la gula.

– ¿Qué ha dicho usted, capitán Glauser-Róist? -preguntó, incrédulo, después de tragar su baklaoua con la ayuda de un rápido sorbo de cerveza.

– Tranquilo, papá -sonrió Farag-. Kaspar no está loco. Sólo ha gastado una broma de las suyas.

Pero no, no era una broma. También a mí, no sé por qué, me habían venido a la cabeza las palabras del mensaje de los Catones sobre aquella ciudad y su culpa.

– Tengo entendido -dijo de pronto la Roca, cambiando de tema-, que en los paises árabes, el acceso a Internet está restringido. ¿En Egipto también?

Butros plegó meticulosamente su servilleta y la dejó sobre la mesa antes de responder (Farag seguía comiendo konafa).

– Ese es un tema muy serio, capitán -anunció, con la frente fruncida por profundas arrugas de preocupación-. Que sepamos, aquí en Egipto no padecemos restricciones como en Arabia Saudí e Irán, paises que filtran y restringen los accesos de sus ciudadanos a miles de páginas de la red. Arabia Saudí, por ejemplo, tiene un centro de alta tecnología en las afueras de Riad desde donde controla todas las páginas visitadas por sus ciudadanos [58] y, diariamente, bloquea cientos de nuevas direcciones que, según el gobierno, van contra la religión, contra la moral y contra la familia real saudí. Aunque peor es el caso de Irak y Siria, donde Internet está completameiite prohibido.

– Pero tú, ¿por qué te preocupas, papá? Apenas sabes manejar el ordenador y en Egipto no tenemos esos problemas.

Butros miró a su hijo como si no lo conociera.

– Un gobierno no puede espiar a su propio pueblo, hijo, ni actuar como carcelero o censor de la opinión y la libertad de su gente. Y mucho menos puede hacerlo una religión, sea la que sea. El infierno del que hablan los libros no está en la otra vida, Farag; está aquí, a este lado, y lo forjan tanto los hombres que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, como los gobiernos que restringen las libertades de sus ciudadanos. Piensa en lo que fue nuestra ciudad y piensa en lo que es ahora, y recuerda a tu hermano Juhanna, a Zoe y al pequeño Simón.

– No me olvido de ellos, papá.

– Busca un país donde puedas ser libre, hijo mío -siguió diciendo Butros, dirigiéndose a Farag como si ni el capitán ni yo estuviéramos delante-. Busca ese país y vete de Alejandría.

– ¡Pero qué estás diciendo, papá! -Farag había puesto las dos manos sobre la mesa y tenía los nudillos blancos por la fuerza que hacía contra la madera.

– ¡Vete de Alejandría, Farag! Si te quedases aquí yo no podría vivir tranquilo. ¡Márchate! Deja tu trabajo en el museo y cierra esta casa. Y no te preocupes por mí -se apresuró a decir, mirándome a mí y sonriendo con divertida malicia-. En cuanto encontréis ese lugar, venderé esta casa y compraré otra allá donde estéis.

– ¿Dejaría usted Alejandría, Butros? -le pregunté, sonriendo a mi vez.

– Las muertes de mi hijo Juhanna y de mi nieto sellaron mi ruptura con esta ciudad. -Su gesto amable apenas lograba ocultar el intenso dolor que sentía-. Alejandría fue gloriosa durante miles de años. Hoy, para los no musulmanes, sólo es peligrosa. Ya no quedan judíos, ni griegos, ni europeos… Todos han huido y sólo vienen como turistas. ¿Por qué tendríamos que seguir nosotros aquí? -De nuevo miró a su hijo con amargura-. Prométeme que te irás, Farag.

– Lo había pensado, papá -admitió Farag, mirándome de reojo-. Pero me siento tan feliz desde que he vuelto que me cuesta mucho hacerte esa promesa.

Butros se volvió hacia mí.

– ¿Sabe que si Farag se quedara en Alejandría podría morir a manos de la Gema ’a al-Islamiyya, Ottavia?

Yo me mantuve en silencio. Quizá Butros estaba demasiado obsesionado, pero sus palabras calaron dentro de mí y se lo hice saber a Farag con la mirada.

– Está bien, papá -dijo él, al fin, resignadamente-. Tienes mí palabra. No volveré a Alejandría.

– Busca un buen país, hijo, y un buen trabajo. Yo me encargaré de tus cosas.

Después de esta última frase, nos quedamos todos callados. Jamás hubiera imaginado que se pudiera vivir con tanto miedo y pensé con tristeza en la gente de Sicilia amenazada por familias como la de Doria y la mía. ¿Por qué el mundo podía ser un lugar tan horrible? ¿Por qué Dios permitía que pasaran estas cosas? Había estado metida en una campana de cristal y ya era hora de enfrentarme a la realidad.

– ¿Qué les parece si trabajamos un poco? -propuso la Roca, dejando su servilleta sobre la mesa.

Sacudí la cabeza como quien despierta de un sueño y le miré sorprendida.

– ¿Trabajar?

– Si, doctora, trabajar. Son… -miró su reloj de pulsera-, las once de la noche. Aún podemos aprovechar un par de horas. ¿Qué le parece, profesor?

Farag reaccionó con la misma torpeza que yo.

– ¡Bien, bien, Kaspar! -asintió titubeante-. Supongo que no tendremos ningún problema para acceder a la base de datos del museo. Espero que no hayan borrado mis claves de usuario.

Entre los cuatro recogimos la mesa y dejamos la cocina arreglada en un momento. Luego, como no era probable que tuviéramos ocasión de volver a verle antes de irnos, Butros se despidió de su hijo y de mí con unos fuertes y cariñosos abrazos y estrechó con afecto la mano que le tendió el capitán.

– Lleven mucho cuidado -nos pidió mientras bajaba el primer tramo de escalera.

– No te preocupes, papá.

Farag ocupó su sillón de trabajo en el despacho y encendió el ordenador, mientras la Roca quitaba una pila de revistas de encima de una silla y la acercaba hasta la máquina. Yo, que no tenía ninguna gana de acordarme de los staurofílakes, me puse a curiosear los libros de las estanterías.

– Muy bien, aquí estamos -oí que decía Farag-. «Introduzca su nombre de usuario.» Kenneth -reveló en voz alta-. «Introduzca su clave de acceso.» Oxirrinco. Fantástico, las ha aceptado. Estamos dentro -anunció.

– ¿Puede buscar imágenes?

– No, en realidad no. Pero puedo buscar textos concretos y acceder a las imágenes relacionadas. Buscaré «serpiente barbuda».

– ¿En qué idioma haces las búsquedas? -le pregunté sin volverme.

– En árabe y en inglés -me explicó-, pero suelo usar el inglés porque me resulta más cómodo con este teclado en caracteres latinos. Tengo otro en árabe dentro de aquella vitrina -la señaló con el dedo-, pero no lo uso casi nunca.

– ¿Puedo verlo?

– Por supuesto.

Mientras ellos se lanzaban a la caza y captura de serpientes barbudas, yo saqué de un rincón el teclado en árabe. Nunca había visto una cosa tan extraña y me hizo muchísima gracia. Era, naturalmente, igual que los nuestros, pero en lugar del alfabeto latino, presentaba los caracteres árabes en las teclas.

– ¿De verdad sabes escribir con esto?

– Sí. No es tan complicado. Lo más difícil es cambiar la configuración del ordenador y de los programas, por eso trabajo siempre en inglés.

– ¿Qué dice ahí, profesor? -inquirió la Roca sin quitar los ojos del monitor.

– ¿Dónde? A ver… Ah, sí, esa es la colección de imágenes de serpientes barbudas que hay en el museo.

– Perfecto. Adelante.

Se enfrascaron en la contemplación de fotografías de reptiles y culebras esculpidas o pintadas en los objetos artísticos pertenecientes a los fondos del Museo Grecorromano. Después de bastante tiempo llegaron a la conclusión de que ninguna de aquellas imágenes guardaba relación con el dibujo de los staurofílakes, así que empezaron de nuevo.

– Quizá no esté aquí -aventuró Farag, un tanto inseguro-. Nosotros sólo abarcamos seiscientos años de historia, contando desde el 300 antes de nuesta era. Puede que sea posterior.

– Los elementos del dibujo son grecorromanos, Farag -apunté mientras hojeaba una revista de arquelogía egipcia-, así que entran, a la fuerza, en ese lapso de tiempo.

– Ya, pero no hay nada por aquí, y eso es bastante extraño.

Decidieron consultar también los catálogos generales de arte alejandrino, elaborados por el museo para el gobierno de la ciudad y disponibles en la base de datos. Aquí tuvieron algo más de suerte. Sin ser exacta, encontraron una serpiente barbuda investida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto que se parecía bastante a la de nuestro dibujo.

– ¿En qué yacimiento se encuentra esta obra, profesor? -preguntó la Roca que estaba pendiente de la copia que salía en esos momentos por la impresora.

– Oh, en… las Catacumbas de Kom el-Shoqafa.

– ¿Kom el-Shoqafa…? Creo que acabo de ver algo sobre eso por aquí -dije volviendo sobre mis pasos para inspeccionar las tres inestables columnas de ejemplares atrasados de la revista National Geographic. Recordaba lo de «Shoqafa» porque me había sonado a konafa, el enorme hojaldre con miel que había engullido Farag.

– No te preocupes, Basileia. No creo que Kom el-Shoqafa tenga nada que ver con la prueba.

– ¿Y eso por qué, profesor? -preguntó la Roca friamente.

– Porque yo he trabajado allí, Kaspar. Fui el director de las excavaciones realizadas en 1998 y conozco el recinto. Si hubiera visto la imagen reproducida en el dibujo de los staurofílakes lo recordaría.

– Pero te resultó familiar -comenté, mientras seguía buscando la revista.

– Por la mezcla de estilos, Basileia.

A pesar de la hora que era, reanudaron con inusitada energía el examen del catálogo de arte alejandrino de los últimos mil cuatrocientos años. Parecían no cansarse nunca y, por fin, al mismo tiempo que yo daba con el ejemplar del National Geographic que estaba buscando, ellos tropezaron con un segundo dato importante: un medallón que guardaba en su interior una cabeza de Medusa. Por la exclamación del capitán, que no hacía otra cosa que cotejar el manoseado dibujo a carboncillo con lo que salía en pantalla, supe que habían hecho un hallazgo significativo.

– Es idéntico, profesor -dijo-. Observe y verá.

– ¿Una medusa de estilo helenístico tardío? ¡Es un motivo bastante común, Kaspar!

– ¡Sí, pero esta es exacta! ¿Dónde se encuentra ese relieve?

– Déjeme ver… Humm, en las Catacumbas de Kom el-Shoqafa -dijo muy sorprendido-. ¡Qué curioso! No recordaba…

– ¿Tampoco recuerdas el tirso del dios del vino? -le pregunté, levantando en el aire la revista, abierta por la página en la que se veía una reproducción ampliada-. Porque este de aquí es idéntico al que sale de los anillos de ese repugnante animal y también está en Kom el-Shoqafa.

El capitán se levantó rápidamente de su asiento y me quitó el ejemplar de las manos.

– Es el mismo, no cabe duda -sentenció.

– El lugar es Kom el-Shoqafa -afirmé muy convencida.

– ¡Pero eso no es posible! -objetó Farag, indignado-. La prueba de los staurofílakes no puede ser allí porque ese recinto funerario era totalmente desconocido hasta que, en 1900, el suelo se hundió de repente bajo las patas de un pobre borrico que pasaba en ese momento por la calle. ¡Nadie sabía que aquel lugar existía y no se ha encontrado ninguna otra entrada! Estuvo perdido y olvidado durante más de quince siglos.

– Como el mausoleo de Constantino, Farag -le recordé.

Me miró fijamente desde el otro lado del monitor. Estaba echado hacia atrás en su asiento y mordisqueaba la punta de un bolígrafo con un rictus enojado en la cara. Sabia que yo tenía razón, pero se negaba a reconocer que él estaba equivocado.

– ¿Qué quiere decir Kom el-Shoqafa? -pregunté.

– Se le puso ese nombre cuando fue descubierto en 1900. Significa «montón de cascotes».

– ¡Pues vaya ocurrencia! -repuse, sonriendo.

– Kom el-Shoqafa era un cementerio subterráneo de tres pisos, el primero de los cuales estaba dedicado exclusivamente a la celebración de banquetes funerarios. Se le llamó así porque se encontraron miles de fragmentos de vasijas y platos.

– Mire, profesor -apuntó la Roca, volviendo a ocupar su asiento pero sin devolverme el National Geographic-, usted dirá lo que quiera, pero hasta eso de los banquetes y las vajillas parece estar relacionado con la prueba de la gula.

– Es cierto -apunté yo.

– Conozco esas catacumbas como la palma de mi mano y les aseguro que no puede ser el lugar que buscamos. Piensen que fueron excavadas en la roca del subsuelo y que han sido exploradas en su totalidad. Esta coincidencia con ciertos detalles del dibujo no resulta significativa porque existen cientos de esculturas, dibujos y relieves por todas partes. En el segundo piso, por ejemplo, hay grandes reproducciones de los muertos que están enterrados en los nichos y sarcófagos. Les aseguro que impresiona.

– ¿Y el tercer piso? -quise saber, curiosa, intentando reprimir un bostezo.

– También estaba dedicado a los enterramientos. El problema es que en la actualidad se encuentra parcialmente inundado por aguas subterráneas. De todos modos, les aseguro que ha sido estudiado a fondo y que no esconde ninguna sorpresa.

El capitán se puso en pie mirando su reloj.

– ¿A qué hora se pueden empezar a visitar esas catacumbas?

– Si no recuerdo mal, se abren al público a las nueve y media de la mañana.

– Pues vayamos a descansar. A las nueve y media en punto tenemos que estar allí.

Farag me miró desolado.

– ¿Quieres que escribamos ahora esas cartas para tu Orden, Ottavia?

Yo me encontraba bastante cansada, sin duda por todas las emociones nuevas que me había deparado ese primer día del mes de junio y del resto de mi vida. Le miré tristemente y denegué con la cabeza.

– Mañana, Farag. Mañana las escribiremos, cuando estemos en el avión camino de Antioquía.

Lo que yo no sabía era que ya no volveríamos a subir al Westwind nunca más.


A las nueve y media en punto, tal y como dijo Glauser-Róist, estábamos en la entrada de las Catacumbas de Kom el-Shoqafa. Un autobús de turistas japoneses acababa de detenerse frente a aquella extraña casa de forma redonda y techo bajo. Nos encontrábamos en Karmouz, un barrio extremadamente pobre por cuyas estrechas callejuelas circulaban numerosos carros tirados por asnos. No era de extrañar, pues, que uno de esos pobres animales hubiera sido el descubridor de tan destacado monumento arqueológico. Las moscas sobrevolaban nuestras cabezas en nubes compactas y ruidosas y se posaban sobre nuestros brazos desnudos y sobre nuestras caras con una insistencia repulsiva. A los japoneses no parecían molestarles en absoluto las visitas corporales de esos insectos, pero a mí me estaban poniendo de los nervios y observaba con envidia como los borricos conseguían espantarlas con eficaces golpes de cola.

Quince minutos después de la hora, un viejo funcionario municipal que, por la edad, ya debería estar disfrutando de una merecida jubilación, se acercó parsimoniosamente hasta la puerta y la abrió como si no viera a las cincuenta o sesenta personas que esperábamos en la entrada. Ocupó una sillita de enea tras una mesa en la que tenía varios talonarios de billetes y, mascullando un desabrido Ahlan wasahlan [59], hizo un gesto con la mano para que nos fuéramos hacercando de uno en uno. El guía del grupo japonés intentó colarse, pero el capitán, que mediría medio metro más que él, le puso la mano en el hombro y lo detuvo en seco con unas educadas palabras en inglés.

Farag, por ser egipcio, sólo tuvo que pagar cincuenta piastras. El funcionario no le reconoció, a pesar de que sólo hacía dos años que había estado trabajando allí, y él tampoco se dio a conocer. Glauser-Róist y yo, como extranjeros que éramos, abonamos doce libras egipcias cada uno.

Nada más penetrar en el interior de la casa, encontramos un agujero en el suelo por el que descendía una larga escalera de caracol excavada en la roca que dejaba un peligroso hueco en el centro. Iniciamos la bajada pisando cuidadosamente los peldaños.

– A finales del siglo II -nos explicó Farag-, cuando Kom el-Shoqafa era un cementerio muy activo, los cuerpos eran deslizados con cuerdas a través de esta abertura.

El primer tramo de aquella escalera desembocaba en una especie de vestíbulo con un suelo de piedra caliza perfectamente nivelado. Allí podían verse -mal, pues la iluminación era muy deficiente- dos bancos labrados en la pared y decorados con incrustaciones de conchas marinas. Este vestíbulo, a su vez, se abría a una gran rotonda en cuyo centro se habían tallado seis columnas con capiteles en forma de papiro. Por todas partes, como había dicho Farag, podían verse extraños relieves en los que la mezcla de motivos egipcios, griegos y romanos guardaba un parecido asombroso con las extrañas Monna Lisa de Duchamp, Warhol o Botero. Las salas para los banquetes funerarios eran tan numerosas que formaban un verdadero laberinto de galerías. Podía imaginar un día cualquiera en aquel lugar, allá por el siglo I de nuestra era, con todas aquellas cámaras llenas de familias y amigos, sentados sobre los cojines que colocaban en los asientos de piedra, celebrando, a la luz de las antorchas, festines en honor de sus muertos. ¡Qué mentalidad tan distinta la pagana de la cristiana!

– Al principio -siguió contándonos Farag-, estas catacumbas debieron pertenecer a una sola familia, pero, con el tiempo, seguramente las adquirió alguna corporación que las convirtió en un lugar de enterramiento masivo. Eso explicaría por qué hay tantas cámaras funerarias y tantas salas de banquetes.

A un lado podía verse una enorme grieta en la roca abierta por un derrumbamiento.

– Lo que hay al otro lado es el llamado Salón de Caracalla. En él se encontraron huesos humanos mezclados con huesos de caballos -pasó la palma de la mano por el borde de la brecha como si fuera el propietario de todo aquello, y siguió hablando-. En el año 215, el emperador Caracalla se encontraba en Alejandría y, sin motivo aparente, ordenó que se hiciera una leva de hombres jóvenes y fuertes. Después de pasar revista a las nuevas tropas, mandó que hombres y caballos fueran asesinados [60].

Desde la rotonda, un nuevo tramo de escalera de caracol descendía hasta el segundo nivel. Si en el primero la luz era insuficiente, en éste apenas podía vislumbrarse otra cosa que no fueran las espeluznantes siluetas de las estatuas, a tamaño natural, de los muertos. La Roca, sin pensárselo dos veces, sacó su linterna de la mochila y la encendió. Estábamos completamente solos; el tropel de turistas japoneses se había quedado arriba. En el nuevo vestíbulo, dos enormes pilares, coronados por capiteles con decoración de papiros y lotos, flanqueaban un friso en el que se veían dos halcones escoltando un sol alado. Talladas en la pared, dos figuras fantasmagóricas, un hombre y una mujer también de tamaño natural, nos observaban con sus ojos vacíos. El cuerpo del hombre era idéntico al de las figuras del Egipto antiguo: hierático y con dos pies izquierdos; su cabeza, sin embargo, era de factura griega helenística, con un rostro muy bello y sumamente expresivo. La mujer, por su parte, lucía un rebuscado peinado romano sobre otro impasible cuerpo egipcio.

– Creemos que eran los ocupantes de aquellos dos nichos -indicó Farag, señalando las profundidades de un largo pasillo. El tamaño de las cámaras mortuorias era impresionante y sorprendían por su lujo y su peculiar decoración. Al lado de una puerta vimos un dios Anubis, con cabeza de chacal, y, al otro, un dios-cocodrilo -Sabek, dios del Nilo-, ambos ataviados con lorigas de legionario romano, espadas cortas, lanzas y escudos. Encontramos el medallón con la cabeza de Medusa en el interior de una cámara que contenía tres gigantescos sarcófagos, y también la vara de Dionisos, tallada en el lateral de uno de ellos. Alrededor de esta cámara circulaba un pasadizo lleno de nichos, cada uno de los cuales, según nos dijo Farag, tenía espacio para albergar hasta tres momias.

– Pero no estarán todavía ahí dentro, ¿verdad? -pregunté con aprensión.

– No, Basileia. Casi todos los nichos fueron despojados de su contenido antes de 1900. Ya sabes que en Europa, hasta bien entrado el siglo XIX, el polvo de momia se consideraba un medicamento excelente para todo tipo de males y se pagaba a precio de oro.

– Luego no es cierto que no hubiera otra entrada además de la principal -comentó la Roca.

– Jamás ha sido encontrada -repuso, molesto, Farag.

– Si por un afortunado derrumbamiento -insistió la Roca- encontraron el Salón de Caracalla, ¿por qué no puede haber otras cámaras sin descubrir?

– ¡Aquí hay algo! -dije, mirando un recodo en la pared. Acababa de descubrir a nuestra famosa serpiente barbuda.

– Bueno, ya sólo falta el kerykeion [61] de Hermes -dijo Farag, aproximándose.

– El caduceo, ¿verdad? -preguntó el capitán-. Me recuerda más a los médicos y a las farmacias que a los mensajeros.

– Porque Asclepio, el dios griego de la medicina, llevaba una vara similar aunque con una única serpiente. Una confusión ha llevado a los médicos a adoptar el símbolo de Hermes.

– Vamos a tener que bajar al tercer nivel -dije encaminándome hacia la escalera de caracol-, porque me temo que aquí no vamos a encontrar más.

– El tercer nivel está cerrado, Basileia. Las galerías están inundadas. Cuando yo trabajaba aquí ya nos resultaba muy difícil estudiar ese último piso.

– ¿A qué estamos esperando, pues? -manifestó la Roca, siguiéndome.

La escalera para bajar hasta lo más profundo de las catacumbas de Kom el-Shoqafa estaba, efectivamente, cerrada por una cadenita de la que colgaba un cartel metálico prohibiendo el paso en árabe y en inglés, de modo que el capitán, valiente explorador ajeno a todo convencionalismo, la arrancó de la pared e inició el descenso con los gruñidos de Farag Boswell como música de fondo. Sobre nuestras cabezas, una avanzadilla del grupo japonés se había animado a bajar al segundo nivel.

En un momento dado, cuando aún no había pisado el último escalón, noté que había metido el pie en un charco de liquido templado.

– El que avisa no es traidor -se burló Farag.

La antesala de aquel piso era bastante más grande que los dos vestíbulos superiores y, en ella, el agua nos llegaba hasta la cintura. Empecé a pensar que quizá Farag tenía razón.

– ¿Saben de qué me estoy acordando? -pregunté en tono de broma.

– Seguro que de lo mismo que yo -repuso él rápidamente- ¿No es como haber vuelto a la cisterna de Constantinopla?

– En realidad, no era eso -repliqué-. Estaba pensado que, esta vez, no hemos leído el texto del sexto círculo de Dante.

– No lo habrán leído ustedes -me espetó despectivamente Glauser-Róist-, porque yo sí lo hice.

Casanova y yo nos miramos con gesto culpable.

– Pues cuéntenos algo, Kaspar, para que sepamos de qué va esto.

– La prueba del sexto círculo es mucho más sencilla que las anteriores -comenzó a explicarnos la Roca mientras nos adentrábamos por las galerías. Había un intenso hedor a descomposición y el agua era tan turbia como en el tanque de Constantinopla, pero, afortunadamente, en esta ocasión su color blanquecino se debía a la piedra caliza y no al sudor de cientos de pies fervorosos-. Dante aprovecha la forma cónica de la montaña del Purgatorio para ir reduciendo las dimensiones de las cornisas y la magnitud de los castigos.

– ¡Dios le oiga! -exclamé, llena de esperanza.

Los relieves de este tercer nivel eran tan originales como los del primero y el segundo. Los alejandrinos de la Edad de Oro no tenían problemas religiosos ni creencias excluyentes: tanto les daba dejar sus restos en unas catacumbas puestas bajo la advocación de Osiris pero decoradas con relieves de Dionisos; un eclecticismo bien entendido que fue la base de su próspera sociedad. Lamentablemente, todo eso terminó cuando el cristianismo primitivo, un culto que rechazaba violentamente a los demás, se convirtió en la religión oficial del imperio bizantino.

– El sexto círculo abarca los Cantos XXII, XXIII y XXIV -siguió contándonos la Roca -. Las almas de los glotones dan vueltas sin cesar a la cornisa, en la que hay, uno en el extremo opuesto del otro, dos manzanos cuyas copas tienen forma de cono invertido.

– Eso se parece mucho a la planta egipcia del papiro -apuntó Farag.

– Cierto, profesor. Podría tomarse como una alusión velada a Alejandría. En cualquier caso, de esas copas cuelgan abundantes y apetitosos frutos que no pueden ser alcanzados por los penitentes. Pero, además, sobre ellas cae un exquisito licor que tampoco pueden beber, de modo que dan vueltas a la cornisa con los ojos hundidos y el semblante pálido por el hambre y la sed.

– Dante encontrará, como siempre, a montones de viejos amigos y conocidos, ¿no es cierto? -pregunté, y, al mismo tiempo me pareció descubrir la figura del caduceo al fondo de una cámara-. Vamos por ahí -señalé-. Creo que he visto algo.

– ¿Pero cómo termina la prueba? -insistió Farag al capitán.

– Un ángel de color rojo, llameante como el fuego -concluyó la Roca-, les indica la subida a la séptima y última cornisa, y borra de la frente de Dante la marca del pecado de la gula.

– ¿Y ya está? -pregunté, luchando contra el agua para avanzar más deprisa hacia el muro en el que, ahora sí, veía claramente el gran caduceo de Hermes.

– Ya está. El asunto se simplifica, doctora.

– No sabe lo que daría, capitán, para que eso fuera cierto en este momento.

– Lo mismo que daría yo, supongo.

– ¡El kerykeion! -dejó escapar Farag, poniendo las manos encima de la figura como un devoto judío sobre el Muro de las Lamentaciones-. Pues yo juraría que esto no estaba aquí hace dos años.

– Venga, venga, profesor… -le reconvino la Roca-. No sea tan orgulloso. Admita que puede haberlo olvidado.

– ¡Que no, Kaspar, que no! Hay demasiadas cámaras para recordarlas todas, es verdad, pero un símbolo así me hubiera llamado la atención.

– Lo habrán puesto ahora para nosotros -ironicé.

– ¿No les parece curioso que encontrásemos las reproducciones de la Me dusa, de la serpiente y del tirso en el segundo piso y la del caduceo en el tercero, a bastante distancia de las demás?

La Roca y yo nos quedamos pensativos.

– ¡Un momento! ¿Qué les dije, eh? -profirió Farag enseñándonos las palmas de las manos; las tenía llenas de barro.

– El muro se deshace -añadió la Roca, perplejo, introduciendo la mano y sacando un puñado de pastosa argamasa.

– ¡Es un tabique falso! ¡Ya lo sabía yo! -dijo Farag, y empezó a derribarlo con tal furia que terminó, como un niño, manchándose de fango hasta las cejas. Cuando, jadeante y sudoroso, terminó de abrir un gran agujero en el muro, le pasé varias veces la mano mojada por la cara para adecentarle un poco. Él parecía feliz.

– ¡Qué listos somos, Basileia! -repetía, dejándose limpiar el emplasto de pelos que tenía por barba.

– Vengan a ver esto -dijo la voz de la Roca desde el otro lado del falso tabique.

La vigorosa luz de la linterna de Glauser-Róist nos ofreció un espectáculo soberbio: a un nivel más bajo que el nuestro, una enorme sala hipóstila, cuyas numerosas columnas de estilo bizantino formaban largos túneles abovedados, aparecía sumergida hasta media altura en un manso lago negro que rielaba bajo el foco del capitán igual que el mar nocturno bajo la luz de la luna.

– No se queden ahí -nos llamó la Roca-. Métanse conmigo en este depósito de petróleo.

Afortunadamente, el petróleo sólo era agua retenida en un estanque oscuro en el que empezaba a dibujarse la mancha blanquecina del agua que pasaba suavemente desde las catacumbas. Sorteamos lo que quedaba del muro de argamasa y bajamos cuatro grandes escalones.

– Al fondo de la sala hay una puerta -dijo el capitán-. Vamos hacia allá.

Con el agua al cuello, avanzamos en silencio por uno de aquellos anchos corredores por los que hubiera podido navegar sin problemas una barca de pesca. No cabía duda de que habíamos dado con una vieja cisterna de la ciudad, un antiguo depósito en el que los alejandrinos conservarían agua potable para cuando, anualmente, el Nilo bajara hasta el delta arrastrando el légamo rojo del sur, la famosa plaga de sangre que mandó Yahveh para liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto.

Al acercarnos al recio muro de sillares en el que se encontraba la puerta, tropezamos con el primero de otros cuatro escalones que, al ascenderlos, nos sacaron del agua. No nos sorprendió encontrar un Crismón de Constantino labrado en la hoja de madera; antes bien, nos hubiera sorprendido mucho no encontrarlo. Así que, con toda confianza, el capitán empuñó el asidero de hierro y empujó. Nos quedamos sin reacción cuando nos encontramos, de pronto, frente a una sala de banquetes funerarios idéntica a las muchas que había en el primer piso de Kom el-Shoqafa.

– ¿Qué demonios es esto? -tronó la voz de Glauser-Róist al ver los bancos de piedra cubiertos por blandos cojines adamascados y una mesa central llena de exquisitas viandas.

Farag y yo le apartamos a un lado y entramos. Varias antorchas iluminaban la cámara, que tenía las paredes y los suelos guarnecidos por preciosos tapices y alfombras, y, aunque no se veía otra puerta por ninguna parte, alguien acababa de salir de allí a toda prisa porque la comida humeaba en los platos, recién servidos, y las copas de alabastro rebosaban de vino, agua y karkadé.

– ¡Esto no me gusta! -siguió rugiendo la Roca, muy enfadado-. ¡Si se trata de un banquete funerario estamos listos!

Al oírle me entró miedo. De pronto, sin que supiera muy bien por qué, percibí algo siniestro en aquella cámara tan delicadamente dispuesta, llena de los aromas que desprendían los exquisitos platos de carne, legumbres y verduras.

– ¡Oh…, no! -balbució Farag a mi espalda-. ¡No!

Me giré rauda como un rayo, alarmada por el timbre angustiado de su voz y le descubrí con el pecho al aire, sujetando convulsivamente cada uno de los lados de la camisa. Su torso estaba lleno de unos extraños trazos negros, gruesos y largos como dedos, que se movían.

– ¡Dios santo! -chillé-. ¡Sanguijuelas!

Poseído por un brío frenético, Glauser-Róist dejó la linterna sobre una esquina de la mesa y se arrancó los botones de la camisa. Su pecho, como el de Farag, aparecía cubierto por quince o veinte de aquellos repugnantes gusanos que engordaban a ojos vista gracias a la sangre caliente de la que se estaban alimentando.

– ¡Ottavia! ¡Quitate la ropa!

Hubiera sido divertido hacer un chiste fácil, pero la cosa no estaba para bromas. Mientras me desabrochaba la blusa con manos temblorosas, al borde de un ataque de nervios, Farag y el capitán se habían quitado también los pantalones. Ambos tenían las piernas bastante peludas, pero eso no parecía molestar a las sanguijuelas que, en número incontable, se habían adherido a su piel. Por desgracia, también mi cuerpo estaba lleno de aquellos repugnantes animales. Con el asco oprimiéndome la garganta y revolviéndome el estómago, tendí la mano hacia uno de los nueve o diez que tenía en el vientre, lo cogí -era blando y húmedo como la gelatina y de tacto rugoso- y tiré de él.

– ¡No lo haga, doctora! -me gritó Glauser-Róist. No sentí ningún dolor (tampoco lo había sentido cuando aquellos bichos me mordieron), pero, por más que estiré, no conseguí que me soltara. Su boca redonda era una ventosa y debía ejercer una succión muy fuerte-. Sólo se pueden quitar con fuego.

– ¿Qué dice? -me angustié; las lágrimas me rodaban por las mejillas de puro asco y desesperación-. ¡Nos quemaremos!

Pero la Roca ya se había subido sobre uno de los bancos y, estirándose todo lo largo que era, había cogido una antorcha. Le vi venir hacia mí con gesto decidido y una mirada fanática en los ojos que me hizo retroceder, espantada. Experimenté una incontenible arcada cuando, al chocar contra el muro, sentí que aplastaba una masa viscosa y elástica de gusanos que me succionaban la sangre por la espalda. No pude controlarme y vomité sobre aquellas preciosas alfombras, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de recuperarme, Glauser-Róist aplicaba la llama contra mi cuerpo y los animales empezaban a desprenderse como fruta madura. El problema era que me estaba quemando y el dolor era tan intenso que no podía resistirlo. Mis gritos se convirtieron en alaridos cuando la Roca aplicó la antorcha por segunda vez.

Mientras tanto, las sanguijuelas del cuerpo de Farag y del capitán seguían engordando. Se redondeaban e hinchaban por la cabeza, donde tenían la ventosa, pero la parte inferior, la cola, seguía fina y delgada como una lombriz. No sabía cuánta sangre podían tragar aquellos bichos pero, con la cantidad que se nos había pegado, debíamos estar perdiendo mucha.

– ¡Deje la antorcha, capitán! -gritó Farag de reprente, apareciendo por detrás de la Roca con una copa de alabastro en la mano-. ¡Voy a intentarlo con esto!

Metió los dedos en la copa y los sacó húmedos de un líquido que olía a vinagre, y, acto seguido, impregnó con él una de las sanguijuelas que yo tenía en el muslo. El animal se retorció como un demonio bajo el agua bendita y se soltó de mi piel.

– ¡En la mesa hay vino, vinagre y sal! ¡Mézclelo y rocíese como acabo de hacer con Ottavia!

Conforme Farag mojaba a los animalillos con aquel revulsivo, estos me abandonaban y caían inertes al suelo. Di gracias a Dios por aquella solución porque las zonas de mi cuerpo donde la Roca había aplicado la antorcha me dolían como si me hubieran clavado cuchillos. Pero, si las quemaduras dolían, ¿por qué no dolía la mordedura de las sanguijuelas? No sentía ningún dolor, no notaba su presencia, ni siquiera percibía que me estuvieran desangrando. Sólo me enfermaba la visión de nuestros cuerpos sembrados de lombrices negras.

Glauser-Róist, en lugar de aplicarse la mezcla él mismo, en cuanto la tuvo preparada se aproximó a Farag y le fue despegando, uno a uno, los gusanos que tenía en la espalda, unos gusanos que estaban ya tan gordos como ratas. Pero eran demasiados. El suelo estaba lleno de aquellos bichos que se estremecían pesadamente por la gran cantidad de sangre que habían ingerido y, sin embargo, no parecía que su número disminuyera sobre nuestra piel. Cuando uno de ellos se desprendía, en el centro de la marca enrojecida que dejaba la ventosa se veían tres cortes en forma de estrella (idéntica a la de la marca Mercedes Benz) de los cuales seguía manando la sangre en abundancia; o sea, que, además de succionar, también mordían y disponían para ello de tres afiladas hileras de dientes.

– Sería mejor la antorcha, profesor -comentó la Roca -. Tengo entendido que la mordedura de la sanguijuela sangra durante mucho tiempo. El fuego lo impediría. Además, recuerde el sexto circulo de Dante: el ángel que indicaba la salida era rojo y llameante.

– No, Kaspar, créame. Conozco a estos bichos. He visto sanguijuelas desde que era pequeño. Hay muchas en Alejandría, tanto en la playa como en las riberas del Mareotis [62], y no hay manera de cortar la hemorragia. Su saliva lleva un anestésico muy fuerte y un potente anticoagulante. La herida sangra unas doce horas -Farag tenía el ceño fruncido y estaba concentrado mientras hablaba, arrancándome un gusano detrás de otro-. Tendríamos que provocarnos unas quemaduras muy profundas para atajar la sangría y, además, ¿íbamos a cauterizarnos todo el cuerpo…? Lo único que podemos hacer es quitarnos de encima a estos bichos cuanto antes porque pueden tragar hasta diez veces su peso.

Yo tenía mucha sed. De repente sentía la boca seca y no podía dejar de mirar el agua y el karkadé que había sobre la mesa. El capitán, que conservaba aún las cincuenta o sesenta sanguijuelas que le habían mordido en la cisterna, se acercó inseguro hasta las copas y, cogiéndolas con pulso tembloroso, nos entregó una a Farag y otra a mí. Luego, bebió también del agua como un camello sediento, incapaz de controlarse. Farag eliminó el último de los gusanos que había en mi cuerpo y empezó a socorrer a Glauser-Róist, que, blanco como el papel, se tambaleaba sobre sus piernas igual que un borracho. Me apoyé, mareada, contra el suave tapiz de la pared y noté enseguida como se empapaba y se volvía pringoso. Hubiera dado cualquier cosa por poder beber más, pero la misma deshidratación y la terrible debilidad que me inmovilizaba no me lo permitieron. Incontables hilillos de sangre fluían de mis heridas en forma de estrella. Era un fluir imparable, que formaba charquitos dentro de mis zapatos y alrededor de ellos, en el suelo.

– ¡Bebe, Ottavia! -escuché decir a Farag desde muy lejos-. ¡Bebe, amor mío, bebe!

Su voz era casi inaudible pero en los labios noté de nuevo el borde de una copa. Me zumbaban los oídos; oía las notas interminables de cientos de ocarinas. Recuerdo haber entreabierto los ojos justo antes de caer inconsciente al suelo: el capitán, lleno de gusanos, yacía desvanecido junto a uno de los bancos de piedra, y Farag, frente a mí, estaba pálido y ojeroso, con las mejillas y los ojos hundidos, y su imagen anhelante y borrosa fue mi último recuerdo.


Estuvimos muy débiles durante una semana. Los hombres que nos cuidaban se esforzaban por hacernos beber mucho líquido y comer unas gachas que sabían a puré de verduras. Aún así, nos costó bastante recuperarnos de aquella salvaje pérdida de sangre. Mis períodos de inconsciencia eran prolongados y recuerdo haber vivido largos delirios y extrañas alucinaciones en las que las cosas más absurdas eran lógicas y posibles. Cuando los hombres nos daban de comer o de beber, abría levemente los ojos y veía un techo de cañas a través de las cuales se filtraban los rayos del sol. No estaba segura de si aquella imagen era real o formaba parte de mis desvaríos pero, en cualquier caso, yo no era yo, así que daba igual.

El segundo o tercer día -no podría precisarlo-, me di cuenta de que estábamos en un barco. Las oscilaciones y el ruido del agua contra el casco, cerca de mi cabeza, dejaron de formar parte sólo de mis pesadillas. También por aquellos días recuerdo haber buscado a Farag con la mirada y haberlo encontrado junto a mí, desvanecido, pero no tenía fuerzas para incorporarme y aproximarme a él. En mis sueños le veía iluminado por una luz anaranjada y le oía decir con voz triste: «Vosotros, al menos, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida. Yo dormiré para siempre.» Estiraba mis brazos hacia él para cogerle, para pedirle que no me abandonara, que no se fuera, que volviera conmigo, pero él, sonriendo con nostalgia, me decía: «Durante bastante tiempo tuve miedo de la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? Los hermanos gemelos, Hipnos, el sueño, y Thánatos, la muerte, hijos de la Noche… ¿te acuerdas?» Su imagen se convertía entonces en el perfil borroso que había visto antes de desvanecerme en la sala de banquetes funerarios de Kom el-Shoqafa.

Debimos estar muy cerca de no despertar jamás pero, mientras el agua y la cerveza que nos daban de continuo y las gachas, que pronto empezaron a llevar trozos de pescado desmenuzado, cumplían su saludable función en nuestros débiles cuerpos, el barco atracó una noche cerca de la playa y los hombres, cargándonos a hombros envueltos en lienzos, nos sacaron de aquella cabina y nos transportaron, por tierra, hasta el carro de un vendedor de shai nana. Aspiré el fuerte olor a té negro y a menta, y vi la luna, de eso estoy segura, y era una luna creciente en un interminable cielo estrellado.

Cuando, después de aquello, volví a recuperar la conciencia, estábamos otra vez dentro de un barco, pero uno diferente, más grande y con menos oscilaciones. Me erguí a pesar de que me costó un trabajo sobrehumano porque tenía que ver a Farag y saber qué estaba pasando: rodeados de sogas, velas viejas y montañas de redes que olían a pescado podrido, él y el capitán yacían a mi lado profundamente dormidos, cubiertos hasta el cuello -como yo-, por una fina tela de lino amarillento que les protegía de las moscas. Aquel esfuerzo fue demasiado agotador para mi endeble cuerpo y caí de nuevo sobre el jergón, más débil que antes. La voz de uno de aquellos hombres que cuidaban de nosotros gritó algo desde la cubierta en una lengua que no sonó como el árabe pero que no pude reconocer. Antes de volver a dormirme creí escuchar algo parecido a «Nubiya» o «Nubia», pero era imposible estar segura.

Después de muchas y breves vigilias en las que jamás coincidía despierta ni con Farag ni con la Roca, llegué a la conclusión de que la comida que nos daban contenía algo más que pescado, verduras y trigo. Aquella forma de dormir no era normal y ya estábamos bastante restablecidos físicamente como para permanecer aletargados durante tantas horas. Me daba miedo, sin embargo, dejar de comer, así que seguía tragando aquellas gachas y bebiendo aquella cerveza cuando me las traían los hombres del barco, unos hombres que, por cierto, también eran bastante peculiares. Por toda indumentaria vestían, sobre sus pieles morenas, unos taparrabos que destacaban extrañamente por su inmaculada blancura y que, bajo los efectos de las drogas, me hacían delirar reviviendo la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, cuando sus ropas adquirieron una blancura fulgurante y un brillo intenso mientras se oía una voz desde el cielo que decía: «Este es mi hijo muy amado en quien Yo me complazco. Escuchadle.» Los hombres cubrían, además, sus cabezas con unos finos pañuelos, también blancos, que sujetaban con un lazo en la nuca dejando colgar las puntas sobre la espalda. Hablaban muy poco entre ellos y, cuando lo hacían, usaban un extraño lenguaje del que no conseguía entender nada. Si alguna vez era yo quien, farfullando, se dirigía a ellos, para pedirles algo o para ver si aún era capaz de articular alguna palabra, me respondían agitando las manos en el aire, en sentido negativo, y repetían con una sonrisa: «¡Guiiz, guiiz!» Siempre se mostraban amables y me trataban con mucha consideración, dándome de comer o de beber con una delicadeza digna de la mejor madre. Sin embargo, no eran staurofílakes porque sus cuerpos estaban libres de escarificaciones. El día que me di cuenta de este detalle, no sé muy bien cómo, tuve que tranquilizarme diciéndome que si hubieran sido bandidos o terroristas ya nos habrían matado y que, en definitiva, todo aquello debía responder a los retorcidos planes de la hermandad. ¿Cómo, si no, habíamos llegado hasta sus manos desde Kom el-Shoqafa?

Cambiamos de embarcación cinco veces -siempre por la noche-, antes de realizar un tramo largo por tierra, adormilados en la parte trasera de un viejo camión que transportaba madera. No nos despegamos, sin embargo, de la orilla del río, pues al otro lado, a poca distancia detrás de la cadena oscura de palmeras, se vislumbraba la inmensidad vacía y fría del desierto. Recuerdo haber pensado que estábamos remontando el Nilo hacia el sur, y que esos periódicos cambios nocturnos de barco sólo tenían sentido si se trataba de superar las peligrosas cataratas que fragmentaban su cauce. De ser cierta mi suposición, a aquellas alturas debíamos hallarnos, como mínimo, en Sudán. Pero, entonces, ¿y la prueba de Antioquía? Si viajábamos hacia el sur nos estábamos alejando de nuestro siguiente destino.

Por fin, un día, dejaron de drogarnos. Me desperté definitivamente cuando sentí los labios de Farag sobre los míos. No abrí los ojos. Me dejé mecer por la dulce sensación del sueño y de sus besos.

– Basileia…

– Estoy despierta, amor mío -musité.

El azul marino de sus ojos me atravesó como un rayo cuando levanté los párpados. Estaba demacrado, pero seguía tan guapo como siempre. Y creo que no exagero si digo que olía peor que una de aquellas sucias redes de pesca que había junto a nosotros.

– Cuánto tiempo sin oírte, Basileia -murmuró sin dejar de besarme-. ¡Estabas siempre tan dormida!

– Nos han estado drogando, Farag.

– Lo sé, mi amor, pero no nos han hecho daño. Y eso es lo importante.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté, separándome de él y acariciándole la cara. Su barba rubia ya tenía más de un palmo de longitud.

– Perfectamente. Estos tipos se harían ricos si comercializaran las drogas que usan para las pruebas.

Sólo entonces me di cuenta de que las paredes de aquel nuevo y lujoso camarote parecían estar hechas de papel y que dejaban pasar tanto la luz como los ruidos de fuera.

– ¿Y la Roca?

– Ahí le tienes -me indicó con un gesto del mentón, señalando hacia la pared de enfrente-. Sigue durmiendo. Pero no creo que tarde mucho en despertarse. Algo está a punto de pasar y nos quieren despiertos.

Aún no había terminado de hablar, cuando la cortinilla de lino que cubría uno de los lados de aquel compartimiento se plegó para dejar paso a los hombres que habían estado cuidando de nosotros. Curiosamente, aunque era capaz de reconocerlos, sólo entonces me parecía estar viéndolos de verdad, como si en todas las ocasiones anteriores mi vista hubiera estado nublada por sombras. Eran altos y delgados, casi esqueléticos, y todos lucían una tupida barba corta que les conferia un fiero aspecto.

– Ahian wasahlan -dijo el que parecía encabezar el grupo, cruzando las flacas piernas morenas antes de dejarse caer con un movimiento ágil y natural a nuestro lado. Los demás permanecieron firmes.

Farag contestó al saludo e iniciaron una prolija conversación en árabe.

– ¿Estás preparada para una sorpresa, Ottavia? -me preguntó, de pronto, Farag, mirándome con ojos desconcertados.

– No -dije sentándome, dejando las piernas bajo el lienzo. Estaba vestida sólo con una corta túnica blanca y mi dignidad me prohibía el exhibicionismo. Pero entonces caí en la cuenta de que alguno de aquellos silenciosos tipos debía haber estado limpiando las partes más intimas de mi cuerpo durante esos días y quise morir.

– Bueno, pues lo lamento pero te lo tengo que contar -prosiguió Farag sin darse cuenta del brusco cambio del color de mi cara-. Este buen hombre es el capitán Mulugeta Maríam y los otros son los miembros de su tripulación. Este barco, el… ¿Neway? -preguntó, inseguro, mirando al tal Mulugeta, que asintió impertérrito con la cabeza-, es uno de los muchos que posee a lo largo del Nilo para transporte de mercancías y pasajeros entre Egipto y, como él la llama, Abisinia. O sea, Etiopía.

Yo iba abriendo los ojos de par en par conforme Farag me contaba todas aquellas cosas.

– Desde hace cientos de años, su pueblo, los anuak de Antioch, en la región de Gambela, cerca del lago Tana, en Abisinia, recoge pasajeros dormidos en el Delta del Nilo y los transporta hasta su aldea…

– ¿Quién se los entrega? -le interrumpí.

Farag repitió mi pregunta en árabe y el capitán Maríam respondió lacónicamente:

– Starofilas.

Nos quedamos en suspenso, mirándonos sobrecogidos.

– Pregúntale -balbuceé- qué harán con nosotros cuando lleguemos.

Se produjo un nuevo intercambio de palabras y, por fin, Farag me miró:

– Dice que tendremos que superar una prueba que forma parte de la tradición de los anuak desde que Dios les entregó la tierra y el Nilo. Si morimos, quemarán nuestros cuerpos en una pira y entregarán las cenizas al viento y, si sobrevivimos…

– ¿Qué? -me asusté.

– Starofilas -concluyó, imitando tenebrosamente la forma de hablar de Maríam.

Aturdida, no supe hacer otra cosa que mover la cabeza de un lado a otro y pasarme las manos por el pelo, que estaba sucio y hecho una pieza en la que no podía meter los dedos.

– Pero… Pero se suponía que nosotros sólo debíamos descubrir dónde estaba el Paraíso Terrenal para capturar a los ladrones -era el miedo el que hablaba por mi boca-. ¿Cómo vamos a avisar a la policía si nos tienen prisioneros?

– Todo encaja, Basileia, piénsalo. Los staurofílakes no podían dejar que saliéramos libres del séptimo circulo. Ni nosotros ni ninguno de los supuestos aspirantes. Es muy fácil cambiar de opinión o dejarse comprar o traicionar un ideal en el último momento, cuando la meta está al alcance de la mano. Ante un peligro así, ¿qué pueden hacer ellos? Es obvio, ¿no? Debimos sospechar que la última cornisa iba a ser diferente a las otras. En nuestro caso, además, ¿qué iban a hacer…? ¿Dejarnos superar la prueba y entregarnos la pista definitiva para que llegáramos por nuestros propios medios hasta el Paraíso Terrenal? Hubiera bastado, como dices tú, con comunicar a las autoridades la situación del escondite para que un ejército completo cayera sobre ellos. Y no son tontos.

Mulugeta Maríam nos miraba sin entender una palabra de lo que decíamos, pero no parecía estar en absoluto impresionado. Como si hubiera vivido aquella situación infinidad de veces, se mantenía tranquilo y firme. Por fin, ante nuestro prolongado silencio, soltó una larga retahila de palabras que Farag escuchó atentamente.

– Dice el capitán que ya no falta mucho para llegar a la aldea de Antioch y que por eso nos han despertado. Por lo visto, hace unos días que dejamos el Nilo y entramos en uno de sus afluentes, el Atbara, que, según este buen hombre, pertenece, como el Nilo, a los anuak.

– ¿Pero cómo hemos llegado hasta Etiopía? -chillé-. ¿ Es que ya no hay fronteras entre los países? ¿Ya no hay policía aduanera?

– Cruzan las fronteras por la noche y son expertos en navegación con falucas, las embarcaciones a vela típicas del Nilo que pueden pasar silenciosamente junto a los puestos de policía sin despertar sospechas. Supongo que también harán uso de los sobornos y cosas así. En estos lugares es una práctica normal -murmuró, pinzándose el labio inferior.

Yo casi no podía respirar.

– ¿Y dónde se supone que estamos exactamente? -conseguí articular a duras penas. Tenía la sensación de encontrarme perdida en algún punto inexplorado de la inmensidad del globo planetario.

– Nunca había oído hablar de los anuak ni de una aldea llamada Antioch, pero sí sé dónde está el lago Tana, en el que nace el gran Nilo Azul [63], y te aseguro que no es precisamente una zona ni civilizada ni de fácil acceso. Olvídate de que estás a punto de entrar en el siglo XXI. Retrocede unos mil años y te acercarás más a la verdad.

Ya no podía abrir más los ojos, que me dolían de tenerlos tanto tiempo de par en par, pero no hubiera podido cambiar ese gesto de mi cara ni aunque hubiera querido.

– ¿Qué demonios está diciendo, profesor? -gruñó la Roca, removiéndose como un niño bajo la frazada-. ¿Qué demonios se supone que está diciendo? -repitió, indignado.

Mulugeta, Farag y yo le miramos mientras el pobre intentaba espabilarse dando grandes cabezazos contra el aire caliente y las moscas de la cabina.

– Que estamos en Etiopía, Kaspar -dijo, tendiéndole una mano para ayudarle a incorporarse, una mano que el capitán, sin embargo, rechazó-. Según el capitán Maríam, hace varios días que cruzamos la frontera sudanesa y estamos a punto de llegar a Antioch, la ciudad de la siguiente prueba.

– ¡Maldita sea! -gruñó, pasándose las palmas de las manos por la cara, intentando salir del sopor. También él estaba pidiendo a gritos una buena cuchilla de afeitar-. ¿Pero no teníamos que ir a Antioquía?

– Bueno… Eso pensábamos -repuse yo, tan perpleja como él-. Pero no se trata de la antigua Antioquía, en Turquía, sino de una aldea etíope llamada Antioch.

– Por si no lo saben -suspiró Farag, más resignado que nosotros a este giro inesperado de los acontecimientos-, Antioquía y Antioch es lo mismo. Son las dos formas correctas del nombre. Y hay varias ciudades llamadas Antioquía o Antioch en el mundo. Lo que yo no sabía era que una de ellas se encontraba en Abisinia.

– Ya me parecía raro -comenté, pasándome la mano por el pelo áspero-, que nos hicieran viajar desde Turquía a Egipto y, luego, volver otra vez a Turquía. Era un tirabuzón muy extraño para un peregrino medieval que debía hacer el camino a pie o a caballo.

– Pues ya tienes la explicación, Basileia -declaró Farag, estrechando la mano del capitán Mulugeta, que se despedía de nosotros para seguir encargándose de la navegación-. Y ahora, ¿qué tal si salimos de aquí, respiramos aire puro y nos refrescamos en el río?

– Me parece una idea excelente -convine, poniéndome en pie-. ¡Huelo fatal!

– A ver… -quiso comprobar Farag, acercándose a mí.

– ¡Vade retro, Satanás! -grité, escapándome por la cortinilla de lino hacia el exterior.

La Roca murmuró algo relativo al círculo de la lujuria que, en mi precipitación, no llegué a entender. Maríam nos aseguró que no correríamos peligro si nos zambullíamos en las aguas azules del Atbara, así que nos lanzamos desde la cubierta y yo sentí renacer todos mis músculos y también mi pobre y aturdido cerebro. El agua estaba fresca y parecía limpia, pero la Roca nos recomendó que no bebiéramos ni un sorbo, porque la malaria, el cólera y el tifus eran enfermedades endémicas en la mayoría de los paises africanos. Nadie lo hubiera dicho contemplando aquel curso suave y transparente, pero, por si acaso, le obedecimos al pie de la letra. El aire era tan puro que parecía que nos saneaba por dentro y el cielo tenía un color azul tan increiblemente perfecto que, mirándolo, entraban ganas de volar. Las dos riberas, separadas por una buena distancia, aparecían cubiertas hasta la misma orilla por una verde espesura de la que sobresalían muchos árboles altos y frondosos llenos de pájaros que volaban en bandadas de una copa a otra. Por todo sonido, sólo se oían sus graznidos y sus trinos, y, sobrando, el eco de nuestros chapoteos y voces en el río. Era todo tan hermoso que hubiera jurado que podía oir, en el viento, un grandioso coro de voces cantando al ritmo del aire y de la corriente del río, combinando notas musicales según la armonía del cielo y del agua.

Aunque no me quité la dalmática blanca para echarme al agua, la prenda flotaba a mi alrededor y tanto me hubiera dado no llevarla. De todos modos, como Farag y la Roca sí que se habían quitado las suyas, preferí dejármela puesta aunque no cumpliera su cometido. Si los hombres del barco, que en aquel momento arriaban y sujetaban al doble mástil el velamen triangular de la nave, me veían desde su altura como Dios me trajo al mundo, me daba igual, pues no debía ser la primera vez y, además, tampoco parecían muy interesados. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!», me dije condescendiente, nadando como una sirena de un lado a otro. Yo, una monja que me había pasado toda la vida encerrada, estudiando o trabajando bajo tierra en los sótanos del Archivo Secreto Vaticano, entre pergaminos, papiros y códices antiguos, ahora flotaba, braceaba y me sumergía en las aguas de un río de vida en medio de una naturaleza salvaje, y, lo mejor de todo: a pocos metros de mí, podía ver la cabeza del hombre al que amaba con toda mi alma y que me devoraba con los ojos sin osar acercarse. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!»

Para que mi felicidad hubiera sido completa, sólo me hubiese hecho falta un poco de gel y de champú; tuve que conformarme, sin embargo, con una pastilla de jabón de glicerina que la Roca había sacado de su impagable mochila de salvamento y que tanto los staurofílakes como los anuak habían respetado. Cuando, después del chapuzón, subimos a bordo, nuestras ropas nos esperaban limpias y plegadas -aunque no planchadas- en el interior del infecto camarote. Me sentí como una reina cuando, ya vestida y limpia, los hombres pusieron en mis manos un plato con un sabroso y enorme pescado que acababa de salir del río y de pasar por el fuego.

Aquella tarde nos sentamos en cubierta con el capitán Mulugeta Maríam, quien nos informó de que llegaríamos a Antioch esa misma noche. No era hombre de muchas palabras, pero las pocas que decía tenían la virtud de ponerme nerviosa:

– Nos pide que recemos mucho antes de empezar la prueba -tradujo Farag-, porque su pueblo sufre cada vez que un santo o una santa tienen que ser incinerados.

– ¿Qué santo? -preguntó la Roca, que no lo había pillado.

– Nosotros, Kaspar, nosotros somos los santos. Los aspirantes a staurofílakes.

– Mire a ver si puede sonsacarle información sobre esos ladrones de reliquias.

– Ya lo he intentado -objetó Farag-, pero este hombre piensa que está cumpliendo una misión sagrada y antes se dejaría matar que traicionar a los staurofílakes.

– Starofilas -pronunció con reverencia el capitán Maríam. Luego nos miró y le preguntó algo a Farag, que soltó una carcajada.

– Quiere saber cosas sobre usted, Kaspar.

– ¿Sobre mí? -se extrañó la Roca.

Mulugeta continuó hablando. No hubiera podido precisar su edad ni siquiera por esa mancha canosa que tenía en la barba. Su rostro parecía joven y su piel negra brillaba, tersa como el metal, bajo la luz del sol, pero había un no sé qué de anciano en su mirada que se acusaba con esa delgadez extrema de su cuerpo.

– Dice que usted es dos veces santo.

No pude evitar que se me escapara una carcajada.

– ¡Está loco! -gruñó la Roca con un bufido.

– Y quiere saber qué hacía usted antes de ser santo.

Farag y yo intentábamos, sin éxito, contener las agonías de la risa.

– ¡Dígale que soy soldado y que de santo no tengo ni un pelo! -tronó.

Mulugeta protestó airadamente cuando Farag, haciendo un esfuerzo, le tradujo las palabras de Glauser-Róist. Al oir lo que decía, Farag se quedó inmóvil de golpe.

– Quítese la camisa, Kaspar.

– ¿Pero es que también usted se ha vuelto loco, profesor? -bramó indignado. Yo estaba sorprendida por el cambio de actitud de Farag-. ¡Quítesela usted, hombre!

– ¡Por favor, Kaspar! ¡Hágame caso!

La Roca, tan sorprendido como yo, empezó a desabrocharse los botones. Farag se inclinó hacia él de una manera muy extraña y, apoyando su mano izquierda en el hombro del capitán, le dobló hacia el suelo para mirarle la espalda.

– Fíjate en esto, Ottavia. Maríam dice que Glauser-Róist es dos veces santo porque los staurofílakes lo han marcado con… esto -y puso el dedo índice sobre las vértebras dorsales del capitán, que parecía un toro a punto de embestir.

– ¿Qué tonterías está diciendo, profesor?

En el centro exacto de la espalda de la Roca, podía verse con total claridad una escarificación en forma de pluma, en lugar de la cruz habitual.

– ¿Qué te han grabado a ti, Farag? -pregunté incorporándome para levantarle la camisa. Al contrario que la Roca, Farag tenía, bajo los troncos de la cruz ebrancada que nos habían escarificado en Constantinopla, la esperada cruz ansata egipcia sobre las dorsales. Igual que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus.

– ¡Abi-Ruj Iyasus era etíope! -dejé escapar fascinada por mi súbito descubrimiento.

– Cierto -dijo la Roca, más calmado después de volver a cubrirse-. Y estamos en Etiopía.

– ¿Estará aquí el Paraíso Terrenal? -aduje, pensativa-. ¿Será Etiopía el origen y el final del misterio?

– Ya no falta mucho para que lo averigüemos -comentó Farag, arrugándome la blusa en la nuca-. Tú también tienes una cruz ansata. En realidad, esta cruz es el símbolo anj del lenguaje jeroglífico egipcio, el símbolo que representa la vida.

Su mano acariciaba mi escarificación (innecesaria y agradablemente, debo añadir), mientras yo…

– ¡Pues claro! -exclamó de pronto-. ¡La pluma de avestruz! ¡Eso es lo que lleva usted en las dorsales, Kaspar! Nosotros, en Alejandría, hemos sido marcados con una cruz ansata que es, en origen, un jeroglífico egipcio. Usted ha sido marcado con otro, la pluma de avestruz, la pluma de Maat, cuyo significado es la justicia.

– ¿Maat…? ¿La justicia? -vaciló la Roca.

– Maat es la regla eterna que rige el universo -explicó Farag, exaltado-. Es la precisión, la verdad, el orden y la rectitud. La principal obligación de los faraones egipcios era hacer que Maat se cumpliera para que no reinara el desorden y la iniquidad. Su símbolo jeroglífico era la pluma de avestruz. Esa pluma se ponía en uno de los platillos de la balanza de Osiris durante el juicio del alma. En el otro, se ponía el corazón del muerto, que debía ser tan ligero como la pluma de Maat para poder tener derecho a la inmortalidad.

– ¿Y me han tatuado todo eso en la espalda? -articuló, estupefacto, la Roca.

– No, Kaspar. Sólo el jeroglífico de la pluma de Maat -le tranquilizó Farag, quien sin embargo, frunció el ceño para añadir-: El capitán Maríam asegura que por eso es usted dos veces santo. O sea, más santo que nosotros, que no la llevamos.

– Todo esto es muy raro -dije, preocupada. Farag, sin embargo, se rió.

– ¿Más raro que todo lo que nos ha pasado hasta ahora? ¡Vamos, Basileia!

Pero la pluma de Maat no estaba tampoco en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus y yo sabía que el capitán -militar de carrera, policía y mano negra del Vaticano-, era el único de nosotros que, efectivamente, entrañaba un peligro real para los staurofílakes. ¿No era inquietante que, precisamente él, hubiera sido marcado con un jeroglífico que simbolizaba la justicia?

No conseguí librarme de esta sospecha ni siquiera mientras preparábamos el último circulo del Purgatorio con ayuda de la Divina Comedia y el barco, el Neway, se acercaba lentamente hasta el embarcadero de Antioch, un sencillo muelle de palos en la orilla derecha del Atbara.

Como nosotros tres, Dante, Virgilio y el poeta napolitano Estacio, que se les había unido en el ascenso hacia el Paraíso Terrenal, se aproximaban a su último destino. Caía la noche y debían darse prisa para llegar al séptimo circulo, el de los lujuriosos, antes de que oscureciera:


Ya habíamos llegado al último tormento

y nos dirigíamos hacia la derecha,

cuando nos llamó la atención otro cuidado.


Aquí disparaba el muro llamaradas,

y por la cornisa soplaba un viento de lo alto

que las rechazaba y alejaba de él;


y por eso convenía andar

por el lado de afuera y de uno en uno;

y yo temía el fuego o la caída.


Virgilio suplica reiteradamente a su pupilo que vigile mucho donde pone los pies al caminar porque el menor error podría resultar fatal. Dante, sin embargo, haciendo caso omiso de la recomendación, al oir unas voces que cantan un himno suplicando pureza, se vuelve y descubre un numeroso grupo de almas que avanza entre las llamas. Una de ellas, cómo no, le dirige la palabra y le pregunta como es que la luz del sol no le atraviesa:


No sólo a mí aprovechará tu respuesta;

pues mayor sed tienen estos de ella

que de agua fresca la India o la Etiopía.


– ¡Esto es demasiado! -exclamó Farag, al oir el último verso.

– La verdad es que sí -convine.

– ¿Cómo no lo vimos antes? ¿Cómo no lo sospechamos cuando leimos el Purgatorio completo en Roma?

– Cuando usted lo leyó, profesor, ¿hubiera podido imaginar ni por un momento en qué consistían las siete pruebas? -quiso saber la Roca -. Es absurdo hacerse ahora esa pregunta. ¿Y si hubiera sido la India en lugar de Etiopía? Dante contaba lo que podía, se arriesgaba porque sabía que tenía una buena historia y era ambicioso, pero no era un loco y no quería correr riesgos inútiles.

– De todas manera le mataron -repuse con sorna.

– Sí, pero él no deseaba llegar hasta ahí, por eso disimulaba los datos.

Al fondo, donde convergían las dos orillas del Atbara, empezaba a divisarse la aldea de Antioch y su embarcadero. Un tibio rayo de sol crepuscular me calentaba el hombro derecho y me dio un doloroso vuelco el estómago cuando vi las densas columnas de humo que, desde la aldea, se elevaban hasta el cielo. Hubiera deseado que el Neway diera la vuelta, pero ya era demasiado tarde.

Mientras el alma de aquel lujurioso (que luego resultaba ser el poeta Guido Guinizzelli, miembro, como el mismo Dante, de la sociedad secreta de los Fidei d’Amore), pregunta a nuestro héroe por qué interrumpe la luz del sol, otro grupo de espíritus se aproxima en dirección contraria caminando por el sendero ardiente. Escuchando lo que dicen ambos grupos, que se besan y se hacen muchas fiestas al encontrarse, Dante deduce que unos son los lujuriosos heterosexuales y otros los lujuriosos homosexuales. Contra su costumbre, les consuela muchísimo -quizá por sentirse benevolente hacia este pecado o porque resulta que la mayoría de los que allí se encuentran son literatos como él-, recordándoles que les falta muy poco para alcanzar la paz y el perdón de Dios, porque el cielo está lleno de amor.

Nada más empezar el Canto XXVII, con el día prácticamente acabado, los tres viajeros llegan a un punto en el que todo el sendero está ardiendo en llamas. Se les aparece, entonces, un ángel de Dios, muy alegre, que les anima a atravesarlas y Dante, horrorizado, se tapa la cara con los brazos y se siente «como aquel al que meten en la fosa». Virgilio, sin embargo, viéndole tan asustado, le tranquiliza:


Hacia mí se volvieron mis buenos

escoltas y me dijo Virgilio: «Hijo,

puede aquí haber tormento, mas no muerte.


Cree ciertamente que si en lo profundo

de esta llama aun mil años estuvieras,

no te podría ni quitar un pelo.»


– Eso también servirá para nosotros, ¿verdad? -interrumpí, esperanzada.

– No adelantes acontecimientos, Basileia.

La Roca, sin inmutarse, siguió leyendo cómo Dante, despavorido, permanecía reacio frente a las llamas sin atreverse a dar un paso.


Delante de mí Virgilio entró en el fuego,

pidiendo a Estacio que tras de mí viniese,

que en el camino había ido siempre en medio.


Al estar dentro, en el vidrio hirviendo

me hubiera echado para refrescarme,

pues tan desmesurado era el ardor.


Y por reconfortarme el dulce padre,

me hablaba de Beatriz mientras andaba:

«Ya me parece ver sus ojos.»


Siguiendo el sonido de una voz que canta desde fuera «Bienaventurados los limpios de corazón», y que es la del último ángel guardián -el cual, apareciéndose en forma de luz cegadora entre las llamas, borra la última «P» de la frente de Dante-, consiguen salir del fuego y se encuentran justo frente a la subida al Paraíso Terrenal. Así que, contentos y felices, inician el ascenso. Sin embargo, mientras suben, cae definitivamente la noche y tienen que tenderse en los escalones porque, como les advirtieron al principio, la montaña del Purgatorio no permite el ascenso nocturno. Tumbado allí, en aquella grada, Dante ve un cielo lleno de estrellas, «mayores y más claras de lo acostumbrado» y, contemplándolas, se queda profundamente dormido.

El Neway había virado en dirección al muelle de Antioch, donde la gente del pueblo, unas cien personas vestidas de blanco de los pies a la cabeza -túnicas, velos, pañuelos y taparrabos-, lanzaban gritos de bienvenida y daban saltos o agitaban los brazos en el aire. Parecía que el regreso de Mulugeta Maríam y sus marineros era motivo de una gran alegría. La aldea estaba formada por treinta o cuarenta casas de adobe apiñadas alrededor del embarcadero, con los muros pintados de vivos colores y techumbres de caña. Es cierto que todas lucían tubos negros que, a modo de chimenea, atravesaban los carrizos, pero las grandes humaredas que yo había visto cuando aún estábamos a bastante distancia nacían en algún lugar situado detrás de la propia aldea, entre esta y el bosque, y ahora parecían realmente enormes, semejantes a brazos de titanes que pugnaran por tocar el cielo.

Estábamos a punto de atracar, pero Glauser-Róist no parecía dispuesto a dejar el libro.

– Capitán, ya hemos llegado -le avisé, aprovechando una de sus cortas inhalaciones de aire.

– ¿Sabe usted a qué va a tener que enfrentarse exactamente en este pueblo, doctora? -me preguntó desafiante.

Los gritos de los niños, las mujeres y los hombres de Antioch se oían justo al otro lado del casco de la nave.

– No, no exactamente.

– Muy bien, pues sigamos leyendo. No deberíamos salir de este barco sin tener todos los datos.

Pero ya no había más datos. Habíamos terminado de verdad. A modo de conclusión, Dante Alighieri cuenta, no sin cierta melancólica belleza en sus palabras, cómo se despierta al amanecer del día siguiente y ve a Virgilio y a Estacio ya levantados, esperándole para terminar de subir las escaleras que le conducirán al Paraíso Terrenal. Su maestro le dice:


El dulce fruto que por tantas ramas

buscando va el afán de los mortales,

hoy logrará saciar toda tu hambre.


Dante se precipita hacia arriba, impaciente, y, cuando, por fin, llega al último peldaño y contempla el sol, los arbustos y las flores del Paraíso Terrenal, su querido maestro se despide de él para siempre:


El fuego temporal, el fuego eterno

has visto, hijo; y has llegado a un sitio

en el que yo, por mí mismo, ya no veo.


Te he conducido con ingenio y arte;

tu voluntad es ahora tu guía: fuera estás

de los caminos escarpados y estrechos.


No esperes ya mis palabras, ni consejos;

libre, sano y recto es tu albedrío,

y sería una falta no obrar como él te dicte.


Así pues, ensalzándote, yo te corono y te mitro.


– Se acabó -anunció la Roca, cerrando el libro. Parecía un poco menos Roca de lo normal, como si acabara de despedirse para siempre de un viejo amigo. Durante los últimos meses, Dante, el mejor poeta italiano de todos los tiempos, había formado parte esencial de nuestras vidas y aquel verso último y huidizo nos dejaba, bruscamente, un poco más solos.

– Creo que aquí muere la vía de este tren… -musitó Farag-. Tengo la sensación de que Dante nos abandona y me siento como huérfano.

– Bueno, él llegó al Paraíso Terrenal. Logró su objetivo, alcanzó la gloria y la corona de laurel. Nosotros -dije olfateando el intenso olor a humo- todavía tenemos que pasar la última prueba.

– Tiene razón, doctora. ¡Vámonos! -ordenó Glauser-Róist, poniéndose en pie de un salto. Pero le vi acariciar a escondidas la cubierta de su manoseado ejemplar de la Divina Comedia antes de dejarlo caer en el interior de la mochila.

La aldea de Antioch nos recibió con una gran algarabía. Nada más vernos aparecer en cubierta, los gritos de alegría, las palmas y los vítores se volvieron ensordecedores.

– ¿No será un pueblo de caníbales que ve llegar su cena?

– ¡Farag, no me pongas nerviosa!

El capitán Mulugeta Maríam, como anfitrión de la fiesta y responsable de la buena travesía, franqueaba, igual que una estrella de Hollywood, el estrecho pasillo abierto por la multitud entre aclamaciones, besos, empujones y abrazos. Detrás, caminaba el capitán Glauser-Róist, a quien los niños anuak miraban desde abajo con sonrisas temerosas y ojos de admiración. Era tan rubio y tan alto que difícilmente habrían tenido ocasión de ver en sus cortas vidas un ejemplar masculino tan impresionante. Las mujeres se fijaban más en mí, muertas de curiosidad. No debíamos ser muchas las santas que llegabamos por el Atbara dispuestas a pasar la última prueba del Purgatorio y eso les confería un cierto orgullo de género que también se reflejaba en sus miradas. Los ojos azul oscuro de Farag no dejaron de causar estragos. Una jovencita de no más de catorce o quince años, empujada por sus amigas de la misma edad que la rodeaban muertas de risa, se acercó hasta él y le tironeó de la barba. Casanova soltó una carcajada, absolutamente encantado.

– ¿Ves lo que te pasa por no afeitarte? -le dije en voz baja.

– ¡Creo que no volveré a afeitarme nunca!

Con el codo derecho le propiné un ligero golpe en las costillas que no hizo otra cosa que aumentar su regocijo… ¡Qué castigo!

El jefe de la aldea, Berehanu Bekela, un hombre de enormes orejas colgantes y dientes gigantescos, nos dio la bienvenida con todos los honores. Formaba parte de ellos colocarnos ceremoniosamente varios pañuelos blancos alrededor del cuello hasta formar una gruesa y cálida estola, muy apropiada para aquella temperatura. Después, siguiendo la recta que dibujaba el muelle, nos llevaron hasta el centro mismo de la explanada de tierra en torno a la cual se agrupaban las casas, profusamente iluminadas por antorchas atadas a largos palos clavados en el suelo. Una vez allí, Berehanu gritó algunas palabras incomprensibles y la gente estalló en aclamaciones desenfrenadas que sólo terminaron cuando el jefe levantó las manos en el aire.

En pocos segundos, la explanada pasó a estar llena de taburetes, alfombrillas y cojines y todos ocuparon sus lugares dispuestos a atacar las montañas de comida que salían en bandejas de madera de las casas cercanas. Dejaron de prestarnos atención para concentrarse en aquellos montoncitos de carne que se servían sobre grandes hojas verdes, a modo de platos vegetales.

Berehanu Bekela y su familia tuvieron la deferencia de servirnos con sus propias manos lo que fuera que teníamos que comer -a mí aquello sólo me parecía un revoltijo de carne cruda-, y nos miraban espectantes para ver qué hacíamos.

– ¡Injera, injera! -decía una preciosa niña de unos tres años de edad que se había sentado a mi lado.

Mulugeta habló con Farag y éste nos miró al capitán y a mi con gesto serio.

– Debemos comernos esto aunque nos muramos de asco. Si no lo hacemos, insultaríamos gravemente al jefe y a todo el pueblo.

– ¡Mira, no digas sandeces! -estallé-. ¡No pienso comer carne cruda!

– No discutas, Basileia, y come.

– ¿Pero cómo voy a comer estos pedazos de no sé qué? -proferí con aprensión, cogiendo entre los dedos algo que parecía un tubo de plástico de color negro.

– ¡Coma! -masculló entre dientes Glauser-Róist, metiéndose un puñado de aquello en la boca.

La fiesta subía de tono conforme la cerveza embotellada corría como el Atbara entre la gente del pueblo. La niñita seguía mirándome fijamente y fueron sus grandes ojos negros los que me animaron a separar los labios temblorosos y a llevar hasta ellos, muy despacio, una pizca de carne cruda. Aguantándome las arcadas, mastiqué como pude y tragué casi entero un pedazo de riñón de antílope. Después engullí un trozo de estómago, que me pareció elástico y de sabor más suave que el riñón. Para terminar, engullí de una pieza una tajada pequeña de hígado aún caliente que me manchó de sangre la barbilla y las comisuras de los labios. A los etíopes, por lo visto, les encantaban aquellas delicias; para mí fue la peor experiencia de mi vida, uno de esos momentos que jamás consigues olvidar por muchos años que pasen. Me bebí de un trago una de aquellas botellas de cerveza y hubiera agotado la siguiente si Farag no me lo hubiera impedido sujetándome la muñeca. La fiesta continuó todavía mucho más tiempo. Cuando acabó la comida, un grupo de jovencitas, entre las que se encontraba aquella que había tirado de la barba a Farag, entró en el circulo y comenzó una danza muy curiosa en la que no paraban de mover los hombros. ¡Era increíble! Jamás hubiera imaginado que podían moverse así, a esa rabiosa velocidad y de aquella prodigiosa manera, como si estuvieran descoyuntados. La música era un simple ritmo marcado por un tambor, al que luego se le añadió otro, y después otro y otro más hasta que la cadencia se volvió hipnótica, y entre eso y la cerveza, yo ya no tenía la cabeza en su sitio. La niña, que, al parecer, había decidido adoptarme, se levantó del suelo y se sentó entre mis piernas cruzadas como si yo fuera un cómodo asiento y ella una pequeña reina. Me hacía gracia verla sujetarse y arreglarse cuidadosamente el velo que le cubría la cabeza, tan largo que le llegaba hasta la cintura, de modo que, al final, era yo quien, una y otra vez, se lo volvía a colocar en el sitio porque no había manera de que aquel lino blanco se quedara quieto sobre su pelo negro y rizado. Al final, cuando las bailarinas desaparecieron, apoyó la espalda en mi estómago y se acomodó como si, de verdad, me hubiera convertido en un trono. Y entonces, el recuerdo de mi sobrina Isabella se me clavó como un dardo en el corazón. ¡Cuánto hubiera deseado tenerla conmigo como tenía a aquella niña! En mitad de una aldea perdida de Etiopía, bajo la luz de la luna creciente y de las antorchas, mi mente voló hasta Palermo y supe que volvería a casa, que tendría que volver antes o después para tratar de cambiar las cosas, y, aunque no lo iba a conseguir, mi conciencia me pedía que les diera una última oportunidad antes de marcharme para siempre. Este arraigado sentido de pertenencia al clan que mi madre me había inculcado, tan tribal como el de los anuak, me impedía soltar amarras por las bravas a pesar de saber, como sabía, qué tipo de lamentable familia me había tocado en suerte.

Berehanu Bekela, en cuanto los tambores callaron y las bailarinas abandonaron la escena, se encaminó pausadamente hacia el centro de la plaza en medio del silencio más profundo. Hasta los niños dejaron de moverse nerviosos y corrieron junto a sus madres para quedarse allí, quietos y callados. La ocasión era solemne y a mí la taquicardia se me disparó porque algo me decía que la auténtica fiesta estaba a punto de empezar.

Berehanu soltó un largo discurso que, según nos explicó Farag en susurros, trataba sobre la antiquísima relación de los anuak con los staurofílakes. Las traducciones simultáneas de Mulugeta y Farag dejaban mucho que desear, pero no podíamos pedir que nos cambiaran los intérpretes por otros mejores, de modo que la Roca y yo tuvimos que conformarnos con las frases a medias y las medias palabras:

– Los starofilas -decía Berehanu- llegaron por el Atbara hace cientos de años en grandes barcos… los anuak la palabra de Dios. Aquellos hombres de… la fe y nos enseñaron a mover las piedras, a labrar… a fabricar cerveza y a construir barcos y casas.

– ¿Estás seguro de que ha dicho eso? -susurré.

– Sí, y no me interrumpas, que no oigo a Maríam.

– Pues, entonces, no entiendo por qué compran cerveza embotellada, la verdad.

– Los starofilas nos hicieron cristianos -continuó el jefe- y nos enseñaron todo lo que sabemos. Sólo nos pidieron a cambio… su secreto y que trajéramos a los santos desde Egipto hasta Antioch. Los anuak hemos… que dio Mulualem Bekela en nombre de nuestro pueblo. Hoy, tres santos… por las aguas del Atbara, el río que Dios entregó a… somos responsables de… y los starofilas esperan que cumplamos con nuestro deber.

Súbitamente, la gente estalló en una ovación atronadora y un piquete de quince o veinte hombres jóvenes se puso en pie y emprendió una loca carrera a través de las casas, desapareciendo en la oscuridad.

– Vayan, pues, los hombres a preparar el camino de los santos -tradujo Farag con retraso.

Todo el mundo había empezado a bailar al ritmo de los tambores y, en mitad de la fiesta, unas manos nos cogieron a Farag, a la Roca y a mí y nos separaron, llevándonos a casas distintas para prepararnos de cara a la ceremonia que venía a continuación. Las mujeres que me habían raptado, me quitaron las sandalias y los pantalones y luego la blusa y la ropa interior, dejándome completamente desnuda. Después me rociaron con agua que asperjaron sobre mi cuerpo con un haz de ramas y, a continuación, me secaron con lienzos de lino. Hicieron desparecer mi ropa, así que tuve que conformarme con una camisa -por supuesto, blanca- que, por suerte, me llegaba hasta las rodillas, y se negaron a devolverme mi calzado, de modo que, cuando me sacaron de la casa, caminaba como si pisara alfileres. No me consoló mucho descubrir que Farag y la Roca tenían el mismo triste aspecto que yo. Me sorprendió, sin embargo, mi propia reacción ante la visión de Farag, y es que todavía no estaba acostumbrada a las desconcertantes reacciones de mis hormonas: los ojos se me quedaron pegados a su piel morena, iluminada por las antorchas, a sus manos, de dedos largos y suaves que retiraban de la cara las greñas rubias, a su cuerpo, alto y esbelto, y, cuando, por fin, nuestras miradas se encontraron, mi estómago se encogió en un nudo doloroso. ¿Qué le habían puesto a aquella dichosa carne cruda de la cena?

Entre aclamaciones y golpes de tambor, nos condujeron por las callejas oscuras hacia el lugar de las grandes humaredas, del que ahora salía un inquietante resplandor púrpura. El cielo de la noche estaba lleno de estrellas y, contemplándolas con esa aguda percepción que propicia el miedo, observé que eran mucho «mayores y más claras de lo acostumbrado», tal y como había notado Dante mientras estaba tumbado en las escaleras que subían al Paraíso Terrenal. Farag me cogió la mano para tranquilizarme y me la apretó suavemente, pero el temor había hecho mella en mi ánimo por culpa de tanto preparativo y tanto tambor, y me sentía como Jesús camino del Calvario con la cruz a cuestas. ¿Con la llamada Vera Cruz, aquella que los staurofílakes estaban recuperando a pedacitos? No, ciertamente no. Pero por ella, aunque fuera falsa, estábamos allí y yo sentía como me temblaban las piernas, me sudaba el cuerpo y me rechinaban los dientes.

Por fin llegamos a una nueva explanada alrededor de la cual el pueblo de Antioch permanecía de pie y silencioso. Varias hogueras inmensas agotaban sus últimos troncos con grandes chisporroteos mientras los jóvenes que habían salido corriendo al final del discurso de Berehanu Bekela extendían en el suelo una gruesa rueda de ascuas con la ayuda de unas lanzas largas y afiladas. Golpeando las brasas con esas lanzas, rompían los pedazos más grandes y alisaban la superficie, que tendría unos veinte centímetros de espesor por unos cuatro o cinco metros de longitud desde el interior hasta el exterior. Habían dejado, sin embargo, un pasillo sin cubrir, una especie de porción por la que se podía llegar hasta el centro y, cuando Mulugeta Maríam le dirigió unas palabras a Farag, no me hizo falta la traducción para saber exactamente lo que le estaba diciendo: Mulugeta era, en aquel momento, el alegre ángel de Dios que se aparece a Dante en el séptimo circulo y le indica que debe entrar en el pasillo de fuego.

Apreté con más fuerza la mano de Farag y apoyé la mejilla en su hombro, tan asustada que apenas podía respirar. Me sentía, en efecto, «como aquel al que meten en la fosa».

– ¡Ánimo, amor mío! -me susurró él valientemente, hundiendo la nariz en mi pelo y besándolo con suavidad.

– ¡Tengo tanto miedo, Farag! -lloré, cerrando los ojos y provocando, de esta manera, que se desbordara un lago de lágrimas.

– Escucha, cariño, saldremos de ésta como hemos salido de todas las pruebas anteriores. ¡No te asustes, Ottavia! -pero yo estaba inconsolable, no podía parar el martilleo de mis dientes-. ¡Recuerda que siempre hay una solución, Basileia, amor mío!

Contemplando aquella inmensa rueda de fuego, sin embargo, esa solución parecía más una fantasía que una certidumbre. Podía admitir que había infringido, en mayor o menor grado, los seis pecados capitales anteriores en algún momento de mi vida, pero de ninguna manera estaba dispuesta a aceptar que tuviera que morir por el pecado de la lujuria, del cual era completamente inocente hasta ese mismo día. Y, además, si moría en el fuego, jamás tendría ocasión de pecar como Dios manda contra el sexto mandamiento, cometiendo, con Farag, esos famosos actos impuros de los que tanto hablaba la gente.

– ¡No quiero morir! -gemí, estrechándome contra él.

Glauser-Róist, silenciosamente, se había aproximado a nosotros por la espalda:

– «Hijo -recitó-, puede aquí haber tormento, mas no muerte. Cree ciertamente que si en lo profundo de esta llama aun mil años estuvieras, no te podría ni quitar un pelo

– ¡Oh, vamos, capitán! -chillé con acritud.

Mulugeta Maríam insistió. No podíamos quedarnos ahí toda la noche; debíamos cruzar aquel pasillo. Caminé como el condenado que avanza hacia la horca, ayudada por el brazo firme de Farag, que me sujetaba. A dos metros del tapiz de ascuas el calor era ya tan insoportable que notaba cómo se me abrasaba la piel. En cuanto pisamos el corredor que llevaba al centro, sentí, literalmente, que me incineraba y que mi sangre iba a entrar en ebullición. Era inaguantable. Las barbas de la Roca y de Farag ondulaban suavemente, inflamadas por el aire caliente, y había un rumor ahogado que salía de aquel lago rojo y chispeante.

Por fin llegamos al centro y, no bien lo hubimos hecho, el grupo de hombres jóvenes que había preparado todo aquello cubrió el camino con otro cúmulo de rescoldos que removieron, juntaron y alisaron usando de nuevo las lanzas. Acorralados como animales, Farag, la Roca y yo mirábamos aturdidos el lejano círculo que formaban los anuak, a varios metros de distancia del anillo de brasas. Parecían fantasmas impasibles, jueces sin piedad iluminados por un resplandor infernal. Nadie se movía, nadie respiraba, y menos que ellos, nosotros, que sentíamos el aire ardiente en los pulmones.

De pronto, un canto extraño surgió de la multitud, una primitiva cadencia que, al principio, los crujidos de la madera al rojo vivo no me permitieron percibir con claridad. Era una sola frase musical, siempre la misma, que repetían incansablemente como una letanía, lenta y meditadamente. Los brazos de Farag, que me rodeaban el cuello por la espalda, se tensaron como cables de acero y la Roca se removió inquieto sobre sus pies desnudos. Un grito, emitido por Mulugeta Maríam, nos devolvió a la realidad. Farag dijo:

– Tenemos que cruzar el fuego. Si no lo hacemos, nos matarán.

– ¡Qué! -exclamé, horrorizada-. ¿Matarnos…? ¡Eso no nos lo habían dicho! ¡Pero si es imposible caminar por encima de eso! -y miré la capa de ascuas que se estaba poniendo ligeramente negra por la parte de encima.

– Piensen, por favor -suplicó la Roca-. Si sólo se trata de echar a correr, lo haré ahora mismo, aunque termine muerto, con quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo. Pero antes de suicidarme, quiero saber con certeza que no existe ninguna otra posibilidad, que no hay nada en sus cerebros que pueda ayudarnos.

Giré el cuello para mirar la cara de Farag, que también se había inclinado un poco para mirarme a mí y, así, observándonos, nuestros cerebros repasaron en décimas de segundo todas las enseñanzas que habíamos acumulado a lo largo de la vida. Pero no, no guardábamos la menor referencia a extrañas caminatas sobre el fuego. Lo confirmaron nuestros rostros que, al poco, reflejaron una total decepción.

– Lo siento, Kaspar… -se disculpó Farag. Sudábamos copiosamente y el sudor se evaporaba de inmediato. No necesitábamos la ayuda de los anuak para morir; nos moriríamos solos, deshidratados, si seguíamos allí.

– Sólo tenemos el texto de Dante -musité apesadumbrada-, pero no recuerdo nada que pueda ayudarnos.

Un agudo silbido cortó el aire y una lanza, una de las que habían usado para distribuir las brasas, se clavó limpiamente entre mis pies. Creí que mi corazón no volvería a latir.

– ¡Dios! -gritó Farag, hecho una fiera-. ¡Dejadla en paz! ¡Disparadnos a nosotros!

El canto monótono que emitía la muchedumbre se hizo más fuerte y se escuchó con mayor claridad. Me pareció que cantaban en griego, pero pensé que era una alucinación.

– El texto de Dante -repitió la Roca, pensativo-. Quizá esté ahí.

– Pero cuando Dante entra en el fuego, capitán, sólo dice que se hubiera echado en vidrio hirviendo con tal de refrescarse.

– Es cierto…

Se oyó otro silbido que se acercaba peligrosamente y el capitán se quedó con la frase a medio terminar. Una nueva jabalina se había clavado en el suelo, esta vez en el pequeño hueco que formaban nuestros tres pares de indefensos pies. Farag se volvió loco, gritando en árabe un montón de insultos que, afortunadamente, no comprendí.

– ¡Aún no quieren matarnos! -dijo, al fin, muy exaltado-. ¡Si quisieran ya lo habrían hecho! ¡Sólo están incitándonos a empezar!

La frase musical subió de intensidad. Las voces de los anuak podían escucharse ahora nítidamente: Macárioi hoi kazaroí ti kardia.

– ¡«Bienaventurados los limpios de corazón»! -exclamé-. ¡Están cantando en griego!

– Eso es también lo que cantaba el ángel mientras Dante, Virgilio y Estacio están dentro del fuego, ¿no es verdad, Kaspar? -preguntó Farag, y, como la Roca, que había perdido el habla con la segunda pica, asintiera con la cabeza, se animó a seguir-. ¡La solución tiene que estar en los tercetos dantescos! ¡Ayúdenos, Kaspar! ¿Qué dice Dante del fuego?

– Pues… Pues… -la Roca titubeaba-. ¡No dice nada, demonios! ¡Nada! -estalló, desesperado-. ¡Lo único que aparta el fuego es el viento!

– ¿El viento? -Farag frunció el ceño, intentando recordar.

– «Aquí disparaba el muro llamaradas, y por la cornisa soplaba un viento de lo alto que las rechazaba y alejaba de él» -recordó.

Una extraña imagen mental con aspecto de dibujo animado se formó en mi cabeza: un pie que caía velozmente desde lo alto cortando el aire.

– Un viento que sopla desde lo alto… -murmuró Farag, pensativo, y, en ese momento, otra lanza rompió el fulgor rojizo de las brasas para venir a hincarse justo delante de los dedos del pie derecho del dos veces santo, que dio un respingo de casi un metro de altitud.

– ¡Malditos sean! -bramó.

– ¡Escúchenme! -gritó Farag, muy excitado-. ¡Lo tengo, ya sé cómo hacerlo!

Macároi hoi kazaroí ti kardia, repetía una y otra vez, fuerte y grave, el pueblo de Antioch.

– ¡Si caminamos pisando muy fuerte, pero muy, muy fuerte, crearemos una bolsa de aire en la planta de los pies y cortaremos durante unos segundos la combustión! El viento que sopla desde lo alto, rechaza las llamas y las aleja. ¡Eso es lo que estaba diciéndonos Dante!

La Roca permaneció inmóvil, intentando que la idea adquiriera sentido en su dura cabeza. Pero yo lo comprendí enseguida, se trataba de un simple juego de física aplicada: si el pie caía desde lo alto con mucha fuerza y chocaba contra las brasas durante un brevisimo espacio de tiempo, el aire acumulado en la planta y retenido por el zapato de fuego que se formaba alrededor de la piel, impediría las quemaduras. Pero, para conseguir eso, se debía pisar con muchísima fuerza, como había dicho Farag, y con rapidez, sin distraerse ni perder el ritmo, porque, en ese caso, nada podría impedir que la piel quedara calcinada y las ascuas devoraran la carne en un santiamén. Era muy arriesgado, desde luego, pero también era lo único que se ajustaba a las indicaciones de Dante Alighieri y, por descontado, la única idea que teníamos. Además, el tiempo se había acabado. Lo anunció a gritos Mulugeta Maríam desde su lugar al lado del jefe Berehanu Bekela.

– También hay que llevar mucho cuidado para no caer -añadió la Roca, que había comprendido, por fin, lo que decía Farag-. «Y yo temía el fuego o la caída», dice Dante. No lo olviden. Si el dolor o cualquier otra cosa les hiciera flaquear y perdieran pie, se quemarían enteros.

– ¡Yo lo haré primero! -indicó Farag, inclinándose hacia mí y dándome un beso en los labios que también sirvió para acallar mis protestas-. No digas nada, Basileia -me susurró al oído, para que la Roca no lo oyera. Y añadió-: Te amo, te amo, te amo, te amo, te amo…

Lo estuvo repitiendo sin cesar hasta que me hizo sonreír y, entonces, de pronto, me soltó y se lanzó al fuego, gritando:

– ¡Mira, Basileia, y no repitas mis errores!

– ¡Dios mío! -chillé histérica, lanzando los brazos hacia él abrumada por una angustia que me mataba-. ¡No, Farag, no!

– ¡Tranquilícese, doctora! -se apresuró a decirme la Roca, mientras me sujetaba por los hombros.

La figura de Farag era un puro destello rojizo que avanzaba, pisando rítmicamente y con decisión, sobre el fuego. No pude seguir mirando. Escondí la cara en el pecho de la Roca, que me abrazó, y lloré como no había llorado nunca, con tales sollozos y espasmos, con tal dolor y congoja, que no pude oir al capitán Glauser-Róist cuando gritó:

– ¡Está fuera, doctora! ¡Lo ha conseguido! ¡Doctora Salina! -Noté que me zarandeaba como si yo fuera una muñeca de trapo-. ¡Mire, doctora Salina, mire! ¡Está fuera!

Levanté la cabeza, sin entender muy bien lo que decía el capitán, y vi a Farag que, con el brazo levantado en el aire, me hacia señas desde el otro lado.

– ¡Está vivo, Dios mio! -chillé-. ¡Gracias, Señor, gracias! ¡Estás vivo, Farag!

– ¡Ottavia! -gritaba él y, en ese momento, le vi desplomarse en el suelo, sin sentido.

– ¡Se ha quemado! -voceé-. ¡Se ha quemado!

– ¡Vamos, doctora! ¡Ahora nos toca a nosotros!

– ¿Qué dice? -balbucí, pero, antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, la Roca me había cogido de la mano y tiraba de mí para llevarme hacia el fuego. Mi instinto de supervivencia se rebeló y frené clavando los pies firmemente en la tierra.

– ¡Así mismo tiene que pisar! -me dijo Glauser-Róist, sin que se le viera vacilar por mi brusca parada. Supongo que la cercanía de las brasas me hizo reaccionar, porque levanté el pie y lo hundí en ellas con toda mi fuerza.

La vida se detuvo. El mundo cesó su eterno giro y la Naturaleza calló. Entré silenciosamente en una especie de túnel blanco en el que pude comprobar por mí misma que Einstein tenía razón al decir que el espacio y el tiempo son relativos. Miré mis pies y vi uno de ellos hundido ligeramente en unas piedras blancas y frías, y el otro ascendiendo a cámara lenta para dar el siguiente paso. El tiempo se había dilatado, se había estirado permitiéndome contemplar sin prisas aquel extraño paseo. Mi segundo pie cayó como una bomba sobre los guijarros, haciéndolos saltar por los aires, pero ya el primero había iniciado su calmoso ascenso y podía ver como mis dedos se extendían, como la planta de mi pie se ensanchaba para ofrecer más resistencia al lecho pedregoso. Ahora descendía muy despacio pero, lo hacía de tal manera, que, al chocar, provocaba otro gigantesco terremoto. Sonreí. Sonreí porque volaba, ya que, un segundo antes de que golpease la superficie, el otro pie se había alzado del suelo dejándome suspendida en el aire.

No pude borrar el regocijo de mi cara durante todo el tiempo que duró aquella increíble experiencia. Fueron sólo diez pasos, pero los diez pasos más largos de mi vida, y también los más sorprendentes. Bruscamente, sin embargo, el túnel blanco se acabó y entré en la realidad cayendo de golpe al suelo, impelida por el aire. Los tambores sonaban, los gritos eran ensordecedores, la tierra se adhería a mis manos y a mis piernas y me arañaba. No vi a Farag por ninguna parte, ni tampoco a Glauser-Róist, aunque me pareció que, como a mí, en algún lugar cercano cubrían a alguien con un gran lienzo blanco y lo llevaban en volandas hacia alguna parte. Convertida en un rollo de lino, cientos de manos me sostenían en el aire en medio de un griterío atronador. Después, me dejaron caer en una superficie mullida y me desenrollaron. Estaba muy aturdida, completamente pringosa de mi propio sudor y exhausta como no lo había estado nunca antes. Además, tenía un frío terrible y tiritaba muchísimo, sintiéndome al borde mismo de la congelación. Pero, a pesar de ello, me pareció notar que las dos mujeres que me ofrecían un gran vaso de agua no eran anuaks de Antioch. Para empezar, porque eran rubias y de piel transparente y una de ellas tenía, además, los ojos verdes.

Después de beber aquel liquido, que realmente no sabía a agua, me dormí profundamente y ya no recuerdo nada más.

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