Naturalmente, ni el profesor ni yo nos presentamos en el Hipogeo a la mañana siguiente, ya que nos habíamos retirado a dormir cerca de las seis de la madrugada y con los nervios de punta por los increíbles descubrimientos del capitán. A mediodía, sin embargo, allí estábamos de nuevo los tres, reunidos en torno a una de las mesas del comedor de la Domus, con unas caras de sueño que habrían espantado a los fantasmas. Sin embargo, Glauser-Róist, que fue el último en llegar, más que cara de sueño propiamente dicha, lo que exhibía era un rictus gélido que me preocupó.
– ¿Ha pasado algo, capitán? Tiene mala cara.
– No -respondió secamente, tomando asiento y desplegando la servilleta sobre sus rodillas. Ya estaba dicho todo, era evidente. Farag y yo nos miramos y nos leímos el pensamiento: más valía no insistir. De modo que entablamos una conversación sobre el futuro del profesor Boswell en Italia mientras la Roca permanecía encerrado en su mutismo. Sólo en los postres se dignó a despegar los labios y fue, naturalmente, para transmitirnos una mala noticia:
– Su Santidad está muy disgustado -nos espetó a bocajarro.
– No creo que tenga motivos -protesté-. Trabajamos todo lo rápido que podemos.
– Pues no es suficiente, doctora. El Papa me ha comunicado que no está nada satisfecho con el resultado de nuestra labor. Si en un plazo breve de tiempo no ofrecemos resultados, pondrá otro equipo a trabajar en la operación. Además, la noticia de los robos de Ligna Crucis ha estado a punto de saltar a la prensa.
– ¿Cómo es posible? -me alarmé.
– Mucha gente conoce ya el asunto en todo el mundo. Alguien ha hablado más de lo debido. Hemos conseguido pararlo en el último minuto, pero no sabemos por cuánto tiempo.
Farag se pinzaba el labio inferior, meditabundo.
– Creo que vuestro Papa se equivoca -dijo al fin-. No entiendo que pretenda amenazarnos con otro equipo de investigación. ¿Imagina que así trabajaremos más? A mí no me molestaría compartir con otros lo que sabemos. Cuatro ojos ven más que dos, ¿no es cierto? O vuestro Pontífice está muy disgustado, o nos trata como a niños pequeños.
– Está muy disgustado -le aclaró la Roca-. Así que volvamos al trabajo.
En menos de media hora estábamos en el sótano del Hipogeo, sentados los tres en torno a mi mesa. El capitán propuso empezar con una lectura completa e individual de la Divina Comedia, tomando notas de todo cuanto nos llamara la atención y reuniéndonos al final del día para poner en común nuestras apreciaciones. Farag discutió la idea, argumentando que la única parte que nos interesaba era la segunda, el Purgatorio, y que las otras dos, el Infierno y el Paraíso, debíamos examinarlas de pasada, sin perder tiempo, concentrándonos de manera suMaría en lo importante. Viendo el cielo abierto ante mí, adopté una actitud más tajante todavía: con el corazón en la mano, admití que odiaba a muerte la Divina Comedia, que, en el colegio, mis profesoras de literatura me habían hecho aborrecerla y que me sentía incapaz de leer ese mamotreto, de modo que lo mejor que podíamos hacer era ir directamente al grano y saltarnos todo lo demás.
– Pero, Ottavia -protestó Farag-, podemos dejar escapar inadvertidamente un montón de detalles importantes.
– En absoluto -afirmé con rotundidad-. ¿Para qué tenemos con nosotros al capitán? A él no sólo le apasiona este libro sino que, además, conoce la obra y al autor como si fueran de su familia. Que el capitán haga una lectura completa mientras nosotros trabajamos sobre el Purgatorio.
Glauser-Róist frunció los labios pero no dijo nada. Se le notaba bastante disgustado.
De ese modo empezamos a trabajar. Esa misma tarde, la Secretaría General de la Biblioteca Vaticana nos proporcionó dos ejemplares más de la Divina Comedia y yo afilé mis lápices y preparé mis libretas de notas, dispuesta a enfrentarme, por primera vez después de veinte años -o más-, con lo que consideraba el tostón literario más grande de la historia humana. Creo que no dramatizo en exceso si digo que se me abrían las carnes sólo de pensar en echar un vistazo a aquel librillo que, mostrando en la cubierta el enflaquecido y aguileño perfil de Dante, descansaba amenazador sobre mi mesa. No es que no pudiera leer el magnífico texto dantesco (¡cosas mucho más difíciles había leído en mi vida, volúmenes completos de tedioso contenido científico o manuscritos medievales de pesada teología patrística!), es que tenía en mi mente el recuerdo de aquellas lejanas tardes de colegio en las que nos hacían leer una y otra vez los fragmentos más conocidos de la Divina Comedia mientras nos repetían hasta la saciedad que aquello tan pesado e incomprensible era uno de los grandes orgullos de Italia.
Diez minutos después de haberme sentado afilé otra vez los lápices y, al terminar, decidí que debía ir al aseo. Volví, al poco, y ocupé de nuevo mi lugar, pero, cinco minutos más tarde los ojos se me cerraban de sueño y decidí que había llegado el momento de tomar algo, así que subí a la cafetería, pedí un café exprés y me lo bebí tranquilamente. Regresé con desgana al Hipogeo y me pareció una idea excelente ordenar en ese momento los cajones para deshacerme de esa ingente cantidad de papeles y cachivaches inútiles que se acumulan durante años en los rincones como por arte de magia. A las siete de la tarde, con el alma atravesada por la culpabilidad, recogí mis cosas y me fui al piso de la Piazza delle Vaschette (por el que hacía demasiados días que no aparecía), no sin antes despedirme de Farag y del capitán que, en los despachos contiguos al mío, leían, absortos y profundamente conmovidos, la obra magna de la literatura italiana.
Durante el corto trayecto hasta casa, me fui sermoneando severamente acerca de asuntos tales como la responsabilidad, el deber y el cumplimiento de las obligaciones adquiridas. Allí había dejado a aquellos pobres desgraciados -así los veía en aquel momento-, bregando a conciencia, mientras que yo huía despavorida como una colegiala melindrosa. Me juré a mí misma que, al día siguiente, de buena mañana, me sentaría frente a la mesa de trabajo y me pondría manos a la obra sin más zarandajas.
Cuando abrí la puerta de la casa, un fuerte olor a boloñesa atacó mi nariz. Mis jugos gástricos se despertaron rabiosos y empezaron a rugir. Ferma apareció de medio cuerpo al final del pequeño y estrecho pasillo, y me sonrió a modo de bienvenida, aunque sin ocultar un gesto de preocupación que no me pasó desapercibido.
– ¿Ottavia…? ¡Cuántos días sin saber de ti! -exclamó alborozada-. ¡Menos mal que has aparecido!
Me acerqué para husmear el agradable olorcillo que salía de la cocina.
– ¿Podría cenar un poco de esa apetitosa boloñesa que estás preparando? -pregunté, quitándome la chaqueta mientras seguía avanzando hacia la cocina.
– ¡Si sólo son unos vulgares spaghetti! -protestó con falsa humildad. Lo cierto es que Ferma cocinaba de maravilla.
– Bueno, pues necesito un plato de esos spaghetti caseros a la boloñesa.
– No te preocupes porque ahora mismo cenamos. Margherita y Valeria no tardarán mucho en volver.
– ¿Dónde han ido? -quise saber.
Ferma me miró con reproche y se detuvo en seco un par de pasos tras de mi. Me dio la impresión de que tenía el pelo más canoso cada día, como si las canas se le multiplicaran por horas o por minutos.
– Ottavia… ¿Es que no te acuerdas de lo del domingo?
El domingo, el domingo… ¿qué teníamos que hacer el domingo?
– ¡No me hagas pensar, Ferma! -me quejé, renunciando, por el momento, a la cena y dirigiéndome hacia el salón-. ¿Qué pasa el domingo?
– ¡Es el Cuarto Domingo de Pascua! -exclamó como si fuera a terminarse el mundo.
Me quedé helada, sin reacción. El domingo era la Renovación de Votos y yo lo había olvidado.
– ¡Dios mío! -susurré con un gemido.
Ferma abandonó el salón, balanceando la cabeza con pesar. No se atrevió a reprocharme nada, sabiendo que tan desgraciado descuido por mi parte se debía a ese extraño trabajo en el que estaba metida y por el cual había desaparecido de la casa y me mantenía al margen de ellas y de mi familia. Pero yo sí me recriminé. Por si algo me faltaba aquel día, Dios me castigaba con una nueva culpabilidad. Cabizbaja y sola, me olvidé de cenar por el momento y me fui directamente a la capilla, a pedir perdón por mi falta. No se trataba tanto de haber olvidado la renovación jurídica de los votos -un mero acto formal que iba a tener lugar el domingo-, como del olvido de un momento muy importante que, todos los años, desde que había profesado, había sido gozoso y pleno. Es cierto que yo era una monja un tanto atípica por lo excepcional de mi trabajo y por el trato de favor que me dispensaba mi Orden, pero nada de lo que constituía mi vida tendría el menor sentido si lo que era la base y el fundamento -mi relación con Dios- no era lo más importante para mí. Así que recé con el peso del dolor en el corazón y prometí esforzarme más en seguir a Cristo para que mi cercana Renovación de Votos fuera una nueva entrega, llena de júbilo y alegría.
Cuando oí que Margherita y Valeria entraban en casa, me santigüé y me levanté del suelo, apoyándome en los cojines en los que había estado sentada, no sin sufrir múltiples y variados dolores articulares. Quizá seria buena idea, me dije, sustituir de una vez por todas esa decoración moderna de la capilla por una más clásica, con sillas o reclinatorios, pues la vida sedentaria que estaba llevando últimamente empezaba a pasarme factura: además de las cervicales destrozadas, comenzaban a fallarme las rodillas y a dolerme después de un rato de inmovilidad. Me estaba convirtiendo, a marchas forzadas, en una vieja achacosa.
Después de cenar con mis hermanas, y antes de retirarme a mi pequeña habitación que ya se me estaba volviendo extraña, llamé a Sicilia. Hablé, primero, con mi cuñada Rosalia -la mujer de mi hermano mayor Giuseppe-; luego, hable con Giacoma, que le quitó el teléfono de las manos y que me atizó una buena riña por desaparecer durante tantos días y no dar señales de vida. De golpe, sin venir a cuento, me espetó un brusco «¡Adiós!» y, a continuación, escuché la voz dulce de mi madre:
– ¿Ottavia…?
– ¡Mamá! ¿Cómo estás, mamá? -pregunté contenta.
– Bien, hija, bien… Aquí todo esta bien. ¿Cómo estás tú?
– Trabajando mucho, como siempre.
– Bueno, pues sigue así, eso es bueno -su voz sonaba alegre y despreocupada.
– Sí, mamá.
– Bueno, cariño, pues cuídate. ¿Lo harás?
– Claro que sí.
– Llama pronto, que me gusta mucho oírte. Por cierto, ¿el próximo domingo es tu Renovación de Votos?
Mi madre jamás olvidaba ciertas fechas importantes de las vidas de sus hijos.
– Sí.
– ¡Qué seas muy feliz, hija mía! Pediremos todos por ti en la misa de casa. Un beso, Ottavia.
– Un beso, mamá. Adiós.
Aquella noche me dormí con una sonrisa feliz en los labios.
A las ocho en punto de la mañana, tal y como me había prometido a mi misma la tarde anterior, estaba sentada frente a mi mesa con las gafas caladas en la nariz y el lápiz en la mano, lista para cumplir con mi obligación de leer la Divina Comedia sin más dilaciones. Abrí el libro por la tersa y nacarada página 270, en cuyo centro podía leerse, en un tipo de letra minúsculo, la palabra Purgatorio y, dando un suspiro, armándome de valor, pasé la hoja y empecé a leer:
Per correr miglior acque alza le vele
omai la navicella del mio ingegno,
che lascia dietro a sé mar si crudele;
e canteró di quel secondo regno
dove l’umano spirito sipurga
e di salire al ciel diventa degno [17].
Así apuntaban los primeros versos de Dante. El viaje por el segundo reino daba comienzo, según nota aclaratoria a pie de página, el 10 de abril del año 1300, domingo de Pascua, en torno a las siete de la mañana. En el Canto I, Virgilio y Dante acaban de llegar, procedentes del infierno, a la antesala del purgatorio, una suerte de llanura solitaria donde inmediatamente encuentran al guardián de aquel lugar, Catón de Útica, que les reprocha agriamente su presencia. Sin embargo, tal y como nos había contado Glauser-Róist, una vez que Virgilio le ofrece todo tipo de explicaciones y le dice que Dante debe ser instruido en los reinos de ultratumba, Catón les facilita toda la ayuda posible para iniciar el duro camino:
Puedes marchar, mas haz que éste se ciña
con un delgado junco y se lave el rostro,
y que se limpie toda la suciedad;
porque no es conveniente que cubierto
de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros del Paraíso.
Alrededor de aquella islita de allá abajo,
allí donde las olas la combaten
crecen los juncos sobre el blanco limo.
Virgilio y Dante se dirigen, pues, llanura abajo, hacia el mar, y el gran poeta de Mantua pasa las palmas de las manos por la hierba cubierta de rocío para limpiar la suciedad que el viaje por el infiemo ha dejado en el rostro del florentino. Después, llegados a una playa desierta, frente a la cual se halla la islita, le ciñe un junco como había ordenado Catón.
En los siete Cantos siguientes, desde el amanecer de aquel día hasta el anochecer, Virgilio y Dante recorren el Antepurgatorio, cruzándose con viejos amigos y conocidos con los que entablan conversación. En el Canto III llegan por fin al pie de la montaña del Purgatorio, en la que se encuentran los siete círculos o terrazas donde las almas se limpian de sus pecados para poder entrar en el cielo. Dante observa entonces que las paredes son tan escarpadas que difícilmente podría nadie escalarlas. Mientras piensa en esto, se les aproxima una turba de almas que camina hacia ellos lentamente: son los excomulgados que se arrepintieron de sus culpas antes de morir, condenados a dar vueltas muy despacio en torno a la montaña. En el Canto IV, Dante y Virgilio encuentran una angosta senda por la que inician el ascenso, y tienen que servirse de pies y manos para poder seguirla. Al final, alcanzan una amplia explanada y, nada más llegar, tras tomar aire, Dante se queja del terrible cansancio que siente. Entonces, una voz misteriosa les reclama desde detrás de una roca y, acercándose hasta allí, descubren un segundo grupo de almas, las de los negligentes que tardaron en arrepentirse. Un poco más de camino y, en el Canto V, se topan con los que murieron de muerte violenta y se retractaron de sus pecados en el último segundo. En el Canto VI tiene lugar un encuentro sumamente emotivo: Dante y Virgilio hallan el alma del famoso trovador Sordello de Gioto, que les acompañará, en el Canto VII, hasta el valle de los príncipes irresponsables y que les explicará que, en la montaña del Purgatorio, en cuanto la luz del atardecer desaparece, deben detener su camino y buscar refugio, «pues subir por la noche no se puede».
Después de algunas conversaciones con los príncipes del valle, comienza el Canto IX, en el cual, para seguir fiel a su número favorito -el nueve-, Dante sitúa, por fin, la verdadera entrada al Purgatorio. Naturalmente, no lo pone nada fácil: según otra nota a pie de página, en la Comedia, en ese momento, son alrededor de las tres de la madrugada y Dante, que es el único mortal presente, no puede evitar dormirse como un niño sobre la hierba. Entonces sueña, y ve un águila que, descendiendo como un rayo, le atrapa con sus garras y le eleva hacia el cielo. Despavorido, se despierta y descubre que ya es la mañana del día siguiente y que está contemplando el mar. Virgilio, tranquilo, le conmina a no asustarse, pues han llegado, por fin, a la ansiada puerta del Purgatorio. Entonces le cuenta que, mientras él dormía, vino una dama que dijo ser Lucía [18] y que, tomándolo en sus brazos, lo ascendió cuidadosamente hasta donde ahora se encontraban y que, después de dejarlo sobre el suelo, con los ojos le señaló a Virgilio el camino que debían seguir. Me gustó la mención a la santa protectora de la vista, pues es una de las patronas de Sicilia, junto con santa Agueda, y de ahí el nombre de mis dos hermanas.
El caso es que, despejado ya Dante de las tinieblas del sueño, Virgilio y él avanzan hacia donde indicó Lucía y se encuentran con tres escalones, encima de los cuales, delante de una puerta, se halla el ángel guardián del Purgatorio, el primero de los ministros del Paraíso que ya les había anunciado Catón.
Decidme desde ahí: ¿Qué deseáis?
– él empezó a decir-¿y vuestra escolta?
No os vaya a ser funesta la venida.
Una dama del Cielo, que esto sabe,
– le respondió mi maestro- nos ha dicho
hace poco, id por allí, que está la puerta.
El ángel guardián, que empuñaba en la mano una espada desnuda y fulgurante, les invita a subir hasta donde él se encuentra. El primer escalón era de reluciente mármol blanco, el segundo de piedra negra, áspera y reseca, y el tercero de un pórfido tan rojo como la sangre. Al parecer, también según nota a pie de página, todo este pasaje alegorizaba el Sacramento de la Confesión: el ángel representaba al sacerdote y la espada simbolizaba las palabras del sacerdote que mueven a la penitencia. Seguramente por eso recordé, en aquel momento, a la hermana Berardi, una de mis profesoras de literatura, que, al explicarnos este pasaje, decía: «El escalón de mármol blanco significa el examen de conciencia; el de piedra negra, el dolor de contrición; el de pórfido rojo, la satisfacción de la penitencia.» ¡Qué cosas retiene la memoria! Quién me iba a mí a decir que, al cabo de tantos años, recordaría a la hermana Berardi (muerta de vejez tiempo atrás) y sus aburridas clases de literatura.
En ese momento, llamaron a mi puerta y apareció Farag, exhibiendo una gran sonrisa.
– ¿Cómo lo llevas? -preguntó irónicamente-. ¿Has conseguido superar tus traumas infantiles?
– Pues no, no lo he conseguido -repuse, echándome hacia atrás en la silla y apoyando las gafas en las arrugas de la frente-. ¡Esta obra me sigue pareciendo un tostón insoportable!
Me miró largamente de una forma muy rara, que no conseguí identificar, y, luego, como quien despierta de un largo sueño, parpadeó y se atragantó.
– ¿Por… por dónde vas? -quiso saber, metiendo las manos en los amplios bolsillos de su vieja chaqueta.
– Por la conversación con el guardián del Purgatorio, el ángel de la espada que está sobre los escalones de colores.
– ¡Ah, magnífico! -repuso entusiasmado-. ¡Esa es una de las partes más interesantes! ¡Los tres escalones alquímicos!
– ¿Los tres escalones alquímicos? -rechacé, arrugando la nariz.
– ¡Oh, venga, Ottavia! No me digas que no sabes que esos tres escalones representan las tres fases del proceso alquímico: Albedo, Nigredo y Rubedo. La Obra en blanco u Opus Album, la Obra en negro u Opus Nigrum y… -se detuvo viendo mi cara de sorpresa y, luego, volvió a sonreír-. Te sonará de algo, ¿verdad? A lo mejor, conoces más los nombres en griego: Leucosis, Melanosis e losis.
Me quedé meditando un momento, recordando todo lo que había leído sobre alquimia en los códices medievales.
– Claro que me suena -repuse, al cabo de un rato-, pero nunca hubiera imaginado que los escalones del Purgatorio fueran eso. Si precisamente estaba recordando que simbolizaban el Sacramento de la Confesión…
– ¿El Sacramento de la Confesión? -se extrañó Farag, acercándose más a mi mesa-. Mira lo que pone aquí: el ángel guardián apoya los pies en el escalón de pórfido y está sentado sobre el umbral de la puerta, que es de diamante. Con la Obra en rojo, que es la última etapa de la alquimia, la de sublimación, se alcanza la piedra filosofal, cuyo cuerpo es de diamante, ¿no te acuerdas?
Me quedé perpleja.
– Sí, desde luego…
No salía de mi asombro. Jamás hubiera sospechado algo así. Obviamente, esta interpretación resultaba mucho más plausible que la otra, la de la Confe sión, bastante forzada por otra parte.
– ¡Veo que te he deslumbrado! -exclamó, contento-. Bueno, pues te dejo trabajar. Sigue con la lectura.
– Sí, vale. Nos vemos a la hora de comer.
– Pasaremos a recogerte.
Pero yo ya no le oía, ya no podía hacerle ningún caso. Miraba, alucinada, el texto del Purgatorio.
– ¡He dicho que Kaspar y yo pasaremos a recogerte para ir a comer! -repitió Farag desde la puerta, con una voz bastante alta-. ¿De acuerdo, Ottavia?
– Sí, sí… para ir a comer, de acuerdo.
Dante Alighieri acababa de renacer para mí bajo un nuevo aspecto y comencé a pensar que quizá la Roca había tenido razón al asegurar que la Divina Comedia era un libro iniciático. Pero, ¡Dios mio!, ¿qué relación podía tener todo aquello con los staurofílakes? Me masajee el puente de la nariz y volví a ponerme las gafas en su sitio, dispuesta a leer con mayor interés, y con otros ojos, los muchos versos que aún tenía por delante.
Farag me había interrumpido cuando Virgilio y Dante estaban frente a los escalones. Pues bien, una vez que los han subido, Virgilio le dice a su pupilo que pida humildemente al ángel que les abra el cerrojo.
A los pies santos me postré devoto;
y pedí que me abrieran compasivos,
mas antes di tres golpes en mi pecho.
Siete P, con la punta de la espada,
en mi frente escribió: «Lavar procura
estas manchas -me dijo- cuando entres.»
De debajo de sus vestiduras, que eran del color de la ceniza o de la tierra seca, el ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro; primero con la blanca y luego con la amarilla, explica Dante, abre las cerraduras:
Cuando una de las llaves falla
y no gira en la cerradura
– dijo él-, esta puerta no se abre.
Una de ellas es más rica; pero la otra requiere
más arte e inteligencia antes de abrir
porque es la que mueve el resorte.
Pedro me las dio, y me dijo que
más bien me equivocara en abrir la puerta
que en cerrarla, mientras la gente se prosterne.
Después la empujó hacia el sagrado recinto
diciéndonos: «Entrad, mas debo advertiros
que quien mira hacia atrás vuelve a salir.»
Bueno, me dije, si aquello no era una auténtica guía para entrar en el Purgatorio, no sé qué otra cosa podía ser. A pesar de mi desconfianza, debía admitir que Glauser-Róist tenía toda la razón. O, al menos, lo parecía, porque aún nos faltaba lo principal: ¿dónde se encontraban, en realidad, el Antepurgatorio, los tres escalones alquímicos, el ángel guardián y la puerta de las dos llaves?
A mediodía, mientras caminábamos por el vestíbulo del Archivo Secreto en dirección a la cafetería, recordé que debía comunicarle a Glauser-Róist mi baja temporal en el equipo.
– El Domingo celebro mi Renovación de Votos, capitán -le expliqué-, y debo hacer retiro durante algunos días. Pero el lunes, sin falta, estaré de vuelta.
– Vamos muy mal de tiempo -masculló, enfadado-. ¿No podría tomarse sólo el sábado?
– ¿Qué es eso de la Renovación de Votos? -quiso saber Farag.
– Bueno… -respondí, azorada-. Las religiosas de la Venturosa Virgen María renovamos votos todos los años -para una monja, hablar de estas cosas era hablar de lo más privado e íntimo de su vida-. Otras órdenes hacen votos perpetuos o los renuevan cada dos o tres años. Nosotras lo hacemos todos los cuartos Domingos de Pascua.
– ¿Los votos de pobreza, castidad y obediencia? -insistió Farag.
– Estrictamente hablando, sí… -repuse, cada vez mas incomoda-. Pero no es sólo eso… Bueno, sí que es eso, pero…
– ¿Acaso entre los coptos no existen religiosos? -salió en mi defensa Glauser-Róist.
– Sí, claro que sí. Discúlpame, Ottavia. Sentía mucha curiosidad.
– No, si no importa, de verdad -añadí, conciliadora.
– Es que creía que eras monja para siempre -añadió el profesor, bastante inapropiadamente-. Está muy bien eso de la Renovación de Votos anual. De ese modo, si algún día ya no quieres seguir, puedes marcharte.
La sólida luz del sol, que entraba oblicuamente por los cristales, me cegó durante un momento. Por alguna razón, no le dije que no había ni un solo caso de abandono en toda la historia de mi orden.
¡Es tan difícil entender los designios de Dios! Vivimos inmersos en una ceguera total desde el día de nuestro nacimiento hasta el día de nuestra muerte y, en el breve intermedio que llamamos vida, somos incapaces de controlar lo que sucede a nuestro alrededor. El viernes a media tarde sonó el timbre del teléfono de casa. Yo estaba en la capilla, con Ferma y Margherita, leyendo algunos fragmentos de la obra del padre Caciorgna, el fundador de nuestra Orden, e intentando prepararme, para la ceremonia del domingo. No sé por qué, pero cuando escuché la llamada supe, instintivamente, que había pasado algo grave. Valeria, que estaba en ese momento en el salón, fue quien descolgó. Instantes después, la puerta de la capilla se entreabrió con suavidad.
– Ottavia… -susurró-. Es para ti.
Me incorporé, me santigüé y salí. Al otro lado del hilo telefónico, la voz de mi hermana Agueda sonaba afligida:
– Ottavia. Papá y Giuseppe…
– ¿Papá y Giuseppe…? -pregunté, viendo que mi hermana se quedaba callada.
– Papá y Giuseppe han muerto.
– ¿Qué papá y Giuseppe han muerto? -pude articular, al fin-. Pero ¿qué estás diciendo, Agueda?
– Sí, Ottavia -mi hermana había empezado a llorar quedamente-. Los dos han muerto.
– ¡Dios mio! -balbucí-. ¿Qué ha pasado?
– Un accidente. Un terrible accidente. Su coche se salió de la carretera y…
– Tranquilízate, por favor -le dije a mi hermana-. No llores delante de los niños.
– No están aquí -gimió-. Antonio se los ha llevado a casa de sus padres. Mamá quiere que vayamos todos a la finca.
– ¿Y mamá? ¿Cómo está mamá?
– Ya sabes lo fuerte que es… -resumió Agueda-. Pero tengo miedo por ella.
– ¿Y Rosalia? ¿Y los hijos de Giuseppe?
– No sé nada, Ottavia. Están todos en la finca. Yo me voy para allá ahora mismo.
– Yo también. Cógeré el ferry de esta noche.
– No -me reprendió mi hermana-, no cojas el ferry. Coge un avión. Yo le diré a Giacoma que mande algunos hombres al aeropuerto para recogerte.
Pasamos toda la noche velando y rezando el rosario en el salón del primer piso, a la luz de unos cirios dispuestos, a nuestro alrededor, sobre las mesas y la chimenea. Los cadáveres de mi padre y de mi hermano continuaban en las dependencias forenses de Palermo, aunque el juez le había asegurado a mi madre que, a primera hora de la mañana, nos harían entrega de los cuerpos para proceder a su inhumación en el cementerio de la villa. Mis hermanos Cesare, Pierluigi y Salvatore, que volvieron al amanecer del depósito, nos dijeron que estaban muy desfigurados por el accidente y que no sería conveniente exponerlos con las cajas abiertas en la capilla ardiente. Mi madre llamó a una funeraria -que, al parecer, era nuestra-, para que los maquilladores recompusieran los cadáveres todo lo posible antes de traerlos a casa.
Mi cuñada Rosalia, la mujer de Giuseppe, estaba destrozada. Sus hijos la rodeaban y la atendían, desconsolados, temiendo que pudiera pasarle algo, pues no paraba de llorar y de mirar el vacío con los ojos desorbitados de una demente. Mis hermanas, Giacoma, Lucia y Agueda, acompañaban a mi madre, que dirigía el rosario con el ceño fruncido y la cara convertida en una máscara de cera. Mis otras cuñadas, Letizia y Livia, atendían las numerosas visitas de familiares que, a pesar de las horas, acudían a nuestra casa para dar el pésame y para sumarse a los rezos.
¿Y yo…? Bueno, yo paseaba por el caserón, subiendo y bajando escaleras como si no pudiera quedarme quieta, con el corazón dolorido. Cuando llegaba a la azotea, me asomaba para mirar el cielo por la ventana del altillo y, luego, daba media vuelta y volvía a bajar hasta el recibidor, acariciando con la palma de la mano la barandilla, de madera suave y brillante, por la que nos habíamos deslizado todos cuando éramos pequeños. Mi mente permanecía ocupada rescatando lejanos recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi padre y de mi hermano. No cesaba de repetirme que mi padre había sido un buen padre, un padre inmejorable, y que mi hermano Giuseppe, a pesar de haber adquirido con los años un carácter huraño, había sido un buen hermano, un hermano que, cuando yo era pequeña, me hacía cosquillas y me escondía los juguetes para hacerme rabiar. Los dos se habían pasado la vida trabajando, manteniendo y agrandando un patrimonio familiar del que se sentían profundamente orgullosos. Esos eran mi padre y mi hermano. Y estaban muertos.
Los pésames y los llantos siguieron sucediéndose al día siguiente. Todo era tristeza y dolor en Villa Salina. Decenas de vehículos campaban aparcados por el jardín, cientos de personas estrecharon mi mano, besaron mi cara y me abrazaron. No faltó nadie, a excepción de las hermanas Sciarra, y eso me dolió mucho, porque Concetta Sciarra había sido mi mejor amiga durante años. De Doria, la pequeña, no digo que no lo hubiese esperado -lo último que había sabido de ella era que había abandonado Sicilia nada más cumplir los veinte años, y que, dando tumbos por aquí y por allá, tras acabar la carrera de historia en no sé qué país extranjero, trabajaba ahora como secretaria en una embajada remota-, pero ¿de Concetta? De Concetta, no. Ella quería mucho a mi padre, igual que yo apreciaba al suyo, y, a pesar de los problemas de negocios que pudiera tener con nosotros, yo no hubiera dudado de su asistencia ni aunque me lo hubieran jurado.
El sepelio tuvo lugar el domingo por la mañana, porque Pierantonio no pudo llegar desde Jerusalén hasta bien avanzada la noche del sábado y mi madre estaba empeñada en que fuera el quien celebrara el oficio de difuntos y la misa previa al entierro. No recuerdo mucho de lo que pasó hasta la llegada de Pierantonio. Sé que mi hermano y yo nos abrazamos estrechamente, pero, a continuación, se lo llevaron de mi lado y tuvo que sufrir los besamanos y las reverencias propias de su cargo y de las circunstancias. Luego, cuando le dejaron en paz y tras comer algo, se encerró con mi madre en una de las habitaciones y yo ya no les vi salir porque me quedé dormida en el sofá en el que estaba sentada rezando.
El domingo por la mañana, muy temprano, mientras nos arreglábamos para acudir a la iglesia de casa, donde iban a tener lugar los funerales, recibí una inesperada llamada del capitán Glauser-Róist. Mientras acudía al teléfono más cercano, me preguntaba, molesta, por qué me llamaba a esas horas y en un momento tan inconveniente: me había despedido de él antes de salir de Roma y le había contado lo ocurrido, de modo que su llamada me pareció una falta de respeto y una torpeza lamentable. Naturalmente, así las cosas, no estaba yo para andarme con cortesías.
– ¿Es usted, doctora Salina? -preguntó al oír mi breve y seco saludo.
– Por supuesto que soy yo, capitán.
– Doctora -repuso, ignorando mi desagradable tono de voz-, el profesor Boswell y yo estamos aquí, en Sicilia.
Si me hubieran pinchado, no me habrían sacado ni gota de sangre.
– ¿Aquí? -inquirí, atónita-. ¿Aquí, en Palermo?
– Bueno, estamos en el aeropuerto de Punta Raisi, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El profesor Boswell ha ido a alquilar un coche.
– ¿Y qué hacen aquí? Porque, si han venido al funeral de mi padre y de mi hermano, es un poco tarde. No llegarán a tiempo.
Me sentía incómoda. Por un lado, agradecía su buena voluntad y su deseo de acompañarme en un momento tan triste; por otro, me parecía que su gesto era un poco desmesurado y que estaba fuera de lugar.
– No queremos molestarla, doctora -se oía, por encima del vozarrón de Glauser-Róist, el bullicio de los altavoces del aeropuerto, llamando a embarcar a los pasajeros de varios vuelos-. Esperaremos a que terminen los funerales. ¿A qué hora calcula usted que podrá encontrarse con nosotros?
Mi hermana Agueda se puso delante de mí y me señaló insistentemente su reloj de pulsera.
– No lo sé, capitán. Ya sabe usted como son estas cosas… Quizá a mediodía.
– ¿No podría ser antes?
– ¡Pues no, capitán, no puede ser antes! -repliqué, bastante enfadada-. ¡Mi padre y mi hermano han muerto, por si no lo recuerda, y estamos de funeral!
Me pareció verle al otro lado del hilo telefónico, armándose de paciencia y resoplando.
– Verá, doctora, es que hemos encontrado la entrada al Purgatorio. Y está aquí, en Sicilia. En Siracusa.
Me quedé sin respiración. Habíamos encontrado la entrada.
No quise ver a mi padre ni a mi hermano cuando abrieron las cajas para que nos despidiéramos. Mi madre, llena de entereza, se acercó a los ataúdes y se inclinó, primero, sobre el de mi padre, al que dio un beso en la frente, y, luego, sobre el de mi hermano, al que también intentó besar, pero entonces se derrumbó. La vi tambalearse y apoyar la mano firmemente en el borde de la caja, aferrándose con la otra a la empuñadura del bastón. Giacoma y Cesare, que estaban detrás, se abalanzaron hacia ella para sujetarla, pero con un gesto fulminante los despidió. Doblegó la cabeza y se echó a llorar en silencio. Yo nunca había visto llorar a mi madre. Ni yo, ni nadie, y creo que eso nos dolió más que todo lo que estaba sucediendo. Desconcertados, nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer. Agueda y Lucia también se echaron a llorar y todos, ellas y yo incluidas, hicimos el gesto contenido de dar un paso hacia mi madre para sostenerla y consolarla. Sin embargo, el único que de verdad llegó hasta ella fue Pierantonio, quien, corriendo desde detrás del altar y bajando precipitadamente los escalones, la rodeó por los hombros y le secó las lágrimas con su propia mano. Ella se dejó confortar, como una niña, pero todos supimos que aquel día se había producido una inflexión, una fisura irreparable que había iniciado algún tipo de cuenta atrás y que no se recuperaría nunca de aquellas muertes.
Cuando la ceremonia y el entierro hubieron terminado, y mientras entrábamos en casa y servían la comida, le pedí a Giacoma que me dejara un coche para ir a Palermo, porque había quedado con Farag y Glauser-Róist, a las doce y media, en el restaurante La Góndola, en la via Principe di Scordia.
– Pero ¿tú estás loca? -exclamó mi hermana con los ojos abiertos de par en par-. ¡Hoy no es día para ir de restaurantes!
– Es por trabajo, Giacoma.
– ¡Me da lo mismo! Llama a tus amigos y diles que vengan a comer aquí. Tú no puedes salir, ¿me oyes?
Así que llamé al móvil de Glauser-Róist y le expliqué que, por evidentes motivos familiares, no podía abandonar la villa, y que el profesor y él estaban invitados a comer en casa. Le expliqué lo mejor que pude la forma de llegar y me pareció notar, repetidamente, ciertas reticencias en su tono de voz que me impacientaron.
Llegaron, por fin, cuando estábamos a punto de sentarnos a la mesa. El capitán iba, como siempre, impecablemente vestido, luciendo un aspecto soberbio, mientras que Farag había cambiado su estilo habitual de funcionario de algún remoto país africano por el de valeroso expedicionario y aguerrido conductor de jeeps. Apenas entraron en la casa, inicié las presentaciones. Al profesor se le veía desconcertado y cohibido, sin embargo, en su mirada se percibía claramente la curiosidad del científico que estudia una nueva especie de animal desconocida. Glauser-Róist, por el contrario, era dueño de la situación. Su aplomo y seguridad resultaban gratificantes en un ambiente tan triste y cargado como el que teníamos. Mi madre los recibió con afabilidad, y Pierantonio, que estaba a su lado, para mi sorpresa, saludó al capitán muy cordialmente, como si ya le conociera, aunque de una manera demasiado artificial. Tras el saludo, ambos se separaron como si fueran los polos idénticos de dos imanes.
Yo, que había querido hablar con mi hermano Pierantonio desde el día anterior sin conseguirlo, me encontré, de pronto, acorralada por él en una esquina del jardín, al que habíamos salido para tomar el café después de la comida aprovechando el buen tiempo. Mi hermano no gozaba de su lozano aspecto habitual. Se le veía ojeroso y con unas marcadas arrugas en el ceño. Me clavó la mirada y me sujetó con cierta brusquedad por una muñeca.
– ¿Por qué trabajas con el capitán Glauser-Róist? -me espetó a bocajarro.
– ¿Cómo sabes que trabajo con él? -repuse, sorprendida.
– Me lo ha dicho Giacoma. Y ahora, responde a mi pregunta.
– No puedo darte detalles, Pierantonio. Tiene que ver con aquello que hablamos la última vez, el día del santo de papá.
– Ya no me acuerdo. Refréscame la memoria.
Con la mano que me quedaba libre hice un gesto de incomprensión, levantando la palma hacia arriba y dejándola en el aire.
– ¿Qué te pasa, Pierantonio? ¿Estás mal de la cabeza o qué?
Mi hermano pareció despertar de un sueño y me miró, desconcertado.
– Perdóname, Ottavia -balbució, soltándome-. Me he puesto nervioso. Lo lamento.
– ¿Pero por qué te has puesto nervioso? ¿Por el capitán?
– Lo siento, olvídalo -replicó, alejándose.
– Ven aquí, Pierantonio -le ordené, con un tono de voz serio y autoritario; se detuvo en seco-. No te vas a marchar sin darme una explicación.
– ¿La pequeña Ottavia se insubordina ante su hermano mayor? -celebró, con una sonrisa muy graciosa. Pero yo no me reí.
– Habla, Pierantonio, o me enfadaré de verdad.
Me miró muy sorprendido y dio dos pasos hacia mí, frunciendo de nuevo el ceño.
– ¿Sabes quién es Kaspar Glauser-Róist? ¿Sabes a qué se dedica?
– Sé -comenté- que es miembro de la Guardia Suiza, aunque trabaja para el Tribunal de la Rota, y que coordina la investigación en la que yo participo como paleógrafa del Archivo Secreto.
Mi hermano agitó pesarosamente la cabeza varias veces.
– No, Ottavia, no. No te equivoques. Kaspar Glauser-Róist es el hombre más peligroso del Vaticano, la mano negra que ejecuta las acciones inconfesables de la Iglesia. Su nombre está asociado con… -se detuvo en seco-. ¡Ésta sí que es buena! ¿Qué hace mi hermana trabajando con un sujeto al que temen cielo y tierra?
Me había convertido en una estatua de sal y no podía reaccionar.
– ¿Qué me dices, eh? -insistió mi hermano-. ¿No puedes darme tú ahora ninguna explicación?
– No.
– Bien, pues se acabó esta conversación -concluyó, distanciándose de mí y yendo a sumarse al corro de gente que charlaba en torno a la mesa del jardín-. Ten cuidado, Ottavia. Ese hombre no es lo que aparenta.
Cuando pude salir de mi estupor, divisé a lo lejos las figuras de mi madre y de Farag, enzarzados en una animada charla. Con paso vacilante, me encaminé hacia ellos, pero antes de que pudiera llegar, la inmensa mole del capitán se interpuso en mí camino.
– Doctora, deberíamos marcharnos cuanto antes. Se está haciendo muy tarde y pronto no quedará luz.
– ¿De qué conoce a mi hermano, capitán?
– ¿A su hermano…? -se asombró.
– Mire, no se haga el despistado. Sé que conoce a Pierantonio, así que no me mienta.
La Roca examinó los alrededores con gesto indiferente.
– Deduzco que el padre Salina no le ha dado esta información, de modo que no seré yo quien lo haga, doctora -bajó la mirada hasta mí-. ¿Nos vamos, por favor?
Asentí, y me pasé las manos por la cara con gesto de consternacion.
Dije adiós a todos, uno por uno, y subí en el vehículo que el capitán y Farag habían alquilado en el aeropuerto, un Volvo S40, de color plata y cristales oscuros. Cruzamos la ciudad para coger la carretera 121 hasta Enna, en el corazón de la isla, y, desde allí, tomar la autopista A19 hasta Catania. Glauser-Róist, que disfrutaba enormemente conduciendo, encendió la radio y dejó sonar la música hasta que abandonamos Palermo. Una vez en la carretera, bajó drásticamente el volumen y, Farag, que viajaba en la parte trasera, se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en los respaldos de nuestros asientos.
– En realidad, Ottavia, no sabemos por qué estamos aquí -empezó a explicarme-. Hemos venido a Sicilia para verificar una inspiración, pero seguramente haremos el más grande de todos los ridículos.
– No le haga caso, doctora. El profesor ha encontrado la entrada al Purgatorio.
– No le hagas caso a él, doctora. Te aseguro que dudo muchísimo que encontremos la entrada en Siracusa, pero el capitán se ha empeñado en comprobarlo in situ.
– Está bien -consentí, suspirando-. Pero dame, al menos, una explicación que me convenza. ¿Qué hay en Siracusa?
– ¡Santa Lucía! -celebró Farag.
Giré la cabeza hacia él, con bastante fastidio.
– ¿Santa Lucía?
Estaba tan cerca del profesor, que pude respirar su aliento. Me quedé paralizada. Una vergüenza terrible me sofocó de repente. Hice un esfuerzo sobrehumano para volver a mirar la carretera que tenía delante sin que se notara mi turbación. Boswell tenía que haberse dado cuenta, me dije espantada. Era una situación violenta, y el silencio de él empezaba a volverse insoportable. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no seguía contando su historia?
– ¿Por qué Santa Lucía? -pregunté precipitadamente.
– Porque… -Farag carraspeó y se ofuscó-. Porque sí. Porque…
No podía verle las manos, pero estaba segura de que le temblaban. Ya lo había observado en otras ocasiones.
– Yo se lo explico, doctora -medió Glauser-Róist-. ¿Quién lleva a Dante hasta la puerta del Purgatorio?
Hice memoria rápidamente.
– Santa Lucía, es verdad. Lo traslada por los aires desde el Antepurgatorio mientras él está dormido y lo deja frente al mar. Pero ¿qué tiene que ver con Sicilia? -hice memoria de nuevo-. Si, bueno, Santa Lucía es la patrona de Siracusa, claro, pero…
– Siracusa está mirando al mar -observó el profesor, aparentemente recuperado por completo-. Además, después de dejar a Dante en el suelo, Santa Lucía, con los ojos, le señala a Virgilio el camino que deben seguir para llegar hasta la puerta de la doble llave.
– Bueno, sí, pero…
– ¿Sabías que Lucía es la patrona de la vista?
– ¡Qué pregunta! Naturalmente.
– Todas las imágenes la representan llevando sus ojos en un platillo.
– Se los arrancó ella, durante el martirio-precisé-. Su prometido pagano, que fue quien la denunció por cristiana, adoraba sus ojos, de modo que ella se los arrancó para que se los hicieran llegar.
– «Que Santa Lucía nos conserve la vista» -recitó Glauser-Róist.
– Si, en efecto, esa es la advocación popular.
– Sin embargo… -enfatizó Farag-. La santa patrona de Siracusa aparece siempre con sus propios ojos bien puestos y bien abiertos y, lo que lleva en el platillo, es otro par de repuesto.
– Bueno, eso es porque no van a pintarla con las cuencas vacías y sangrantes.
– ¿Ah, no? Pues no será porque la iconografía cristiana no haya puesto siempre el acento en la sangre y el dolor físico.
– Bueno, pero ese es otro tema -protesté-. Sigo sin saber adónde quieres llegar.
– Es muy sencillo. Verás, según todos los martirologios cristianos que dan cuenta del suplicio de la santa, Lucía jamás se arrancó los ojos, ni los perdió en modo alguno. En realidad, lo que dicen es que las autoridades romanas al servicio del emperador Diocleciano intentaron violarla y quemarla viva, pero que, por intercesión divina, no lo consiguieron, así que tuvieron que clavarle una espada en la garganta que acabó con su vida. Era el 13 de diciembre del año 300. Pero de los ojos, nada de nada. ¿Por qué, pues, es la patrona de la vista? ¿No será que estamos hablando de otro tipo de visión, una visión que no es la del cuerpo, sino la de la iluminación que permite acceder a un conocimiento superior? De hecho, en el lenguaje simbólico, la ceguera significa ignorancia, mientras que la visión es equivalente al saber.
– Eso es mucho suponer -objeté. No me encontraba bien. Toda aquella verborrea de Farag caía como arena en mi cerebro. Todavía estaba muy afectada por las muertes de mi padre y de mi hermano, y no tenía ganas de escuchar sutilezas enigmáticas.
– ¿Mucho suponer…? Vale, pues oye esto: la fiesta de Santa Lucía se celebra el supuesto día de su muerte, el 13 de diciembre, como ya te he dicho.
– Ya lo sé, es el santo de mi hermana.
– Bien, pero lo que quizá no sabes es que, antes del ajuste de diez días que introdujo el calendario gregoriano en 1582, su fiesta se celebraba el 21 de diciembre, día del solsticio de invierno, y, desde la antigüedad más remota, el solsticio de invierno era la fecha en la que se conmemoraba la victoria de la luz sobre las tinieblas, porque, a partir de ese momento, los días se iban haciendo cada vez más largos.
No dije ni media palabra. No conseguía entender nada de aquel galimatías.
– Ottavia, por favor, eres una mujer culta -me exhortó Farag-. Utiliza todos tus conocimientos y verás que lo que digo no es ninguna tontería. Estamos hablando de que Dante hace de Santa Lucía su misteriosa portadora hasta la entrada del Purgatorio, pero nos dice, además, que después de dejarle a él en el suelo, todavía dormido, con los ojos le indica a Virgilio la senda que deben tomar para llegar hasta la puerta en la que se hallan los tres escalones alquímicos y el ángel guardián con la espada. ¿No es una referencia clarísima?
– No lo sé -declaré, sin darle más importancia-. ¿Lo es?
Farag se quedó en silencio.
– El profesor no está seguro -murmuró Glauser-Róist, apretando el acelerador-. Por eso vamos a comprobarlo.
– Hay muchos santuarios de Santa Lucía en el mundo -rezongué-. ¿Por qué tiene que ser precisamente el de Siracusa?
– Además de ser el lugar de nacimiento de la santa y la ciudad donde vivió y fue martirizada, hay algunos otros datos que nos hacen sospechar de Siracusa -puntualizó la Roca -. Cuando Dante y Virgilio se encuentran con Catón de Útica, éste recomienda a Dante que, antes de presentarse ante el ángel guardián, se lave el rostro para limpiarse de toda suciedad y se ciña con un junco de los que crecen alrededor de una islita que hay cerca de la orilla.
– Sí, lo recuerdo.
– La ciudad de Siracusa fue fundada por los griegos en el siglo VIII antes de nuestra era -continuó Farag-. En aquel entonces le dieron el nombre de Ortigia.
– ¿Ortigia…? -repuse, intentando evitar el gesto involuntario de volverme hacia él-. ¿Pero Ortigia no es la isla que hay frente a Siracusa?
– ¡Ajá! ¡Tú lo has dicho! Frente a Siracusa hay una isla llamada Ortigia en la cual, además de los famosos papiros, que todavía se cultivan, crecen abundantemente los juncos.
– Pero Ortigia es hoy un barrio de la ciudad. Está totalmente urbanizada y unida a tierra por un gran puente.
– Cierto. Y eso no quita ni un ápice de importancia a la pista que Dante puso en su obra. Y todavía falta lo mejor.
– ¿Ah, sí? -lo cierto es que me estaban convenciendo. Con toda aquella sarta de barbaridades conseguían que, poco a poco, sin darme cuenta, dejara atrás mi pena y volviera a la realidad.
– Tras la desaparición del Imperio Romano, Sicilia fue tomada por los godos y, en el siglo VI, el emperador Justiniano, el mismo que encargó edificar la fortaleza de Santa Catalina del Sinaí, ordenó al general Belisario que recuperase la isla para el Imperio Bizantino. Pues bien, nada más arribar a Siracusa las tropas constantinopolitanas, ¿sabes qué fue lo que hicieron? Construyeron un templo en el lugar del martirio de la santa y ese templo…
– Lo conozco.
– …sigue en pie hoy día aunque, por supuesto, con múltiples restauraciones llevadas a cabo a lo largo de los siglos. No obstante -Farag estaba imparable-, el atractivo mayor de la vieja iglesia de Santa Lucía radica en sus catacumbas.
– ¿Catacumbas? -me extrañé-. No tenía ni idea de que hubiera catacumbas bajo la iglesia.
Nuestro vehículo acababa de entrar a buena velocidad en la autopista 19. La luz del sol empezaba a declinar.
– Unas notables catacumbas del siglo III, apenas examinadas en algunos de sus tramos principales. Se sabe, eso sí, que fueron ampliadas y modificadas, curiosamente, durante el período bizantino, cuando ya no había persecuciones y la religión cristiana era la fe del Imperio. Por desgracia, sólo están abiertas al público durante las fiestas de Santa Lucía, del 13 al 20 de diciembre, y no totalmente. Quedan varios pisos por explorar y muchísimas galerías.
– ¿Y cómo vamos a entrar?
– Quizá no haga falta. En realidad, no sabemos lo que vamos a encontrar. O mejor dicho, no sabemos lo que debemos buscar, como cuando estuvimos en Santa Catalina del Sinaí. Curiosearemos, pasearemos y ya se verá. A lo mejor nos acompaña la suerte.
– Me niego a ceñirme con un junco y a lavarme la cara con el rocío de la hierba de Ortigia.
– Pues no se niegue tanto -vibró, colérica, la voz de Glauser-Róist-, porque eso va a ser, precisamente, lo primero que hagamos al llegar. Por si no se ha dado cuenta, si tenemos razón con lo de Santa Lucía, antes de la noche estaremos metidos de lleno en las pruebas iniciáticas de los staurofílakes.
Opté por no despegar los labios durante el resto del camino.
Era ya tarde cuando entramos en Siracusa. Miedo me daba pensar que la Roca quisiera internarse a esas horas en las catacumbas, pero, gracias a Dios, cruzando la ciudad, se encaminó directamente hacia la isla de Ortigia, en cuyo centro, a poca distancia de la famosa fuente Aretusa, se encontraba el Arzobispado.
La iglesia del Duomo era de una gran belleza, a pesar de su original mezcla de estilos arquitectónicos acumulados unos sobre otros a lo largo de los siglos. La fachada barroca, con seis enormes columnas blancas, y una hornacina superior con una imagen de Santa Lucía, resultaba grandiosa. Pero no entramos en ella. Siguiendo a pie a Glauser-Róist, que había dejado el coche aparcado frente a la iglesia, nos encaminamos hacia la cercana sede del Arzobispado, donde fuimos recibidos en persona por Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena.
Aquella noche fuimos agasajados por el Arzobispo con una cena exquisita y, poco después, tras una conversación insustancial acerca de asuntos de la archidiócesis y un recuerdo muy especial a nuestro Pontífice, que ese próximo miércoles cumplía 80 años, nos retiramos a las habitaciones que habían sido dispuestas para nosotros.
A las cuatro en punto de la madrugada, sin un miserable rayo de sol que entrara por la ventana, unos golpes en la puerta me arrancaron de mi mejor sueño. Era el capitán, que ya estaba listo para empezar la jornada. Le oí llamar también a Farag y, al cabo de media hora, ya estábamos los tres de nuevo en el comedor, listos para tomar un abundante desayuno servido por una monja dominica al servicio del Arzobispo. Mientras que, para variar, el capitán tenía un aspecto espléndido, también para variar Farag y yo apenas éramos capaces de articular un par de palabras seguidas. Deambulábamos como zombis por el comedor, dando tumbos y tropezando con las sillas y las mesas. El silencio más absoluto, roto sólo por los suaves pasos de la monja, reinaba en todo el edificio. Con el tercer o cuarto sorbo de café, me di cuenta de que ya podía pensar.
– ¿Listos? -preguntó, imperturbable, la Roca, dejando su servilleta sobre el mantel.
– Yo no -farfulló Farag, sujetándose a la taza de café como un marinero al mástil en mitad de una tormenta.
– Creo que yo tampoco -me solidaricé, con una mirada de complicidad.
– Voy por el coche. Les recogeré abajo en cinco minutos.
– Bueno, pero yo no creo que esté -advirtió el profesor.
Me reí de buena gana mientras Glauser-Róist abandonaba el comedor sin hacernos caso.
– Este hombre es imposible -dije, mientras observaba, sorprendida, que Farag no se había afeitado aquella mañana.
– Mejor será que nos demos prisa. Es capaz de irse sin nosotros, y a ver qué hacemos tú y yo en Siracusa un lunes a las cinco menos cuarto de la madrugada.
– Coger un avión y volver a casa -repliqué, decidida, poniéndome en pie.
No hacia frío en la calle. El tiempo era completamente primaveral, aunque un poco húmedo y con algunos molestos soplos de aire que me sacudían la falda. Subimos al Volvo y dimos una vuelta completa a la plaza del Duomo para tomar una calle que nos llevó directamente hasta el puerto. Allí aparcamos y fuimos dando un paseo hasta el final de la rada, hasta un rinconcillo donde, a la luz de las farolas todavía encendidas, se distinguía una arena muy fina y blanca y donde, por supuesto, había centenares de juncos. La Roca llevaba entre las manos su ejemplar de la Divina Comedia.
– Profesor, doctora… -murmuró visiblemente emocionado-. Ha llegado el momento de empezar.
Dejó el libro sobre la arena y se dirigió hacia los juncos. Con gesto reverente, pasó las manos sobre la hierba y, con el rocío, se limpió el rostro. Luego, arrancó uno de aquellos flexibles tallos, el más alto que encontró, y sacándose la camisa de los pantalones,
se lo ató a la cintura.
– Bueno, Ottavia -susurró Farag, inclinándose hacia mí-, es nuestro turno.
Con paso firme, el profesor se dirigió hacia donde estaba la Roca y repitió el proceso. También su rostro, húmedo de rocío, adoptó un cariz especial, como de encontrarse en presencia de lo sagrado. Me sentía turbada, insegura. No entendía muy bien lo que estábamos haciendo, pero no tenía más remedio que imitarles, pues una vez allí, cualquier actitud de rechazo hubiera sido ridícula. Metí los zapatos en la arena y fui hasta ellos. Pasé las palmas de las manos por la hierba húmeda y las froté contra mi cara. El rocío estaba fresco y me despejó de repente, sin previo aviso, dejándome lúcida y llena de energía. Después, elegí el junco que me pareció más verde y bonito, y lo rompí por su base con la esperanza de que la raíz volviera a crecer algún día. Levanté con disimulo el borde de mi jersey y lo sujeté a mi cintura, por encima de la falda, sorprendiéndome por la delicadeza de su tacto y por la elasticidad de sus fibras, que se dejaron anudar sin ninguna dificultad.
Habíamos completado la primera parte del rito. Ahora sólo faltaba saber si había servido para algo. En el mejor de los casos, me dije para tranquilizarme, nadie nos había visto hacer aquello.
De nuevo en el coche, abandonamos la isla de Ortigia por el puente y entramos en la avenida Umberto I. La ciudad comenzaba a despertar. Se veían algunas luces encendidas en las ventanas de los edificios y el tráfico ya estaba algo revuelto -un par de horas después seria tan caótico como el de Palermo-, sobre todo en las cercanías a los puertos. El capitán torció a la derecha y enfiló la nueva avenida hacia arriba en dirección a la via dell’Arsenale. De repente, pareció sorprenderse mucho al mirar por la ventanilla:
– ¿Saben cómo se llama esta calle por la que estamos circulando? Via Dante. Acabo de verlo. ¿No les parece curioso?
– En Italia, capitán, todas las ciudades tienen una via Dante -repliqué, aguantándome la risa. La de Farag, sin embargo, se escuchó perfectamente.
Llegamos enseguida a la plaza de Santa Lucía, justo al lado del estadio deportivo. En realidad, más que una plaza, era una simple calle que encerraba la forma rectangular de la iglesia. Adyacente al pesado edificio de piedra blanca, que exhibía un modesto campanario de tres alturas, se podía contemplar un menudo baptisterio de planta octogonal. La factura de la iglesia no dejaba lugar a dudas: a pesar de las reconstrucciones normandas del siglo XII y del rosetón renacentista de la fachada, aquel templo era tan bizantino como Constantino el Grande.
Un hombre de unos sesenta años, vestido con unos pantalones viejos y una chaqueta desgastada, paseaba arriba y abajo por la acera frente a la iglesia. Al vernos salir del coche, se detuvo y nos observó cuidadosamente. Exhibía una hermosa mata de pelo gris, espeso y abundante, y un rostro pequeño, lleno de arrugas. Desde el otro lado de la calle, nos saludó con el brazo en alto y echó a correr ágilmente hacia nosotros.
– ¿El capitán Glaser-Rót?
– Sí, yo soy -dijo amablemente la Roca, sin corregirle, estrechándole la mano-. Estos son mis compañeros, el profesor Boswell y la doctora Salina.
El capitán se había colgado del hombro una pequeña mochila de tela.
– ¿Salina? -inquirió el hombre, con una sonrisa amable-. Ese es un apellido siciliano, aunque no de Siracusa. ¿Es usted de Palermo?
– Si, en efecto.
– ¡Ah, ya decía yo! Bueno, vengan conmigo, por favor. Su Excelencia el Arzobispo llamó anoche para anunciar su visita. Acompáñenme.
Con un inesperado gesto protector, Farag me sujetó por el brazo hasta que llegamos a la acera.
El sacristán introdujo una llave enorme en la puerta de madera de la iglesia y empujó la hoja hacia adentro, sin entrar.
– Su Excelencia el Arzobispo nos pidió que les dejáramos solos, así que, hasta la misa de las siete, la iglesia de nuestra patrona es toda suya. Adelante. Pasen. Yo vuelvo a casa para desayunar. Si quieren algo, vivo ahí enfrente -y señaló un viejo edificio con las paredes encaladas-, en el segundo piso. ¡Ay, casi se me olvida! Capitán Glaser-Rót, el cuadro de luces está a la derecha y estas son las llaves de todo el recinto, incluida la capilla del Sepulcro, el baptisterio que tienen ahí al lado. No dejen de visitarlo porque vale la pena. Bueno, hasta luego. A las siete en punto vendré a buscarles.
Y echó a correr de nuevo hacia el otro lado de la calle. Eran las cinco y media de la mañana.
– Muy bien, ¿a qué esperamos? Doctora, usted primero.
El templo estaba a oscuras, salvo por unas pequeñas bombillas de emergencia situadas en la parte superior, ya que ni por el rosetón ni por los ventanales entraba todavía la luz. El capitán buscó y pulsó los interruptores y, de súbito, el resplandor diáfano de las lámparas eléctricas que colgaban de largos cables desde el techo, iluminó el interior: tres naves ricamente decoradas, separadas por pilastras y con un artesonado de madera orlado con los escudos de los reyes aragoneses que gobernaron Sicilia en el siglo XIV. Bajo un arco triunfal, un crucifijo pintado del siglo XII o XIII, y otro más, al fondo, de época renacentista. Y, por supuesto, sobre un magnífico pedestal de plata, la imagen procesional de Santa Lucía, con una espada atravesándole el cuello y, en la mano derecha, una copa con el par de ojos de repuesto, como decía Farag (quien, por cierto, estaba empezando a desprender un cierto tufillo a impío).
– La iglesia es nuestra -murmuró la Roca; su voz, ya de por si grave, sonó como un trueno en el interior de una caverna. La acústica era fabulosa-. Busquemos la entrada al Purgatorio.
Hacía mucho más frío allí dentro que en la calle, como si hubiera una corriente de aire helado que brotara del suelo. Me dirigí hacia el altar por el pasillo central y una necesidad imperiosa me llevó a arrodillarme ante el Sagrario y a rezar unos instantes. Con la cabeza hundida entre los hombros y tapándome la cara con las manos, intenté reflexionar sobre todas las cosas extrañas que me estaban pasando últimamente. Había empezado a perder el control de mi ordenada vida un mes y pico atrás, cuando me llamaron de la Secretaría de Estado, pero desde hacía una semana la situación se había desbocado por completo. Nada me parecía ya como antes. Le pedí a Dios que me perdonara por el abandono en el que le tenía y le supliqué, con el corazón desolado, que fuera misericordioso con mi padre y con mi hermano. Recé también por mi madre, para que encontrara la fuerza necesaria en estos terribles momentos, y por el resto de mi familia. Con los ojos llenos de lágrimas, me santigüé y me puse en pie, pues no quería que Farag y el capitán tuvieran que hacerlo todo sin mí. Como ellos estaban examinando las naves laterales, yo subí al presbiterio, y allí revisé la columna de granito rojizo en la que, según la tradición, se había apoyado la santa mientras moría apuñalada. Las manos devotas de los fieles habían ido puliendo la piedra a lo largo de los siglos y su importancia como objeto de adoración quedaba patente por la reincidencia de este símbolo en la decoración de toda la iglesia. Por supuesto, además de la columna, la representación de los ojos también menudeaba hasta la saciedad: por todas partes colgaban cientos de esos curiosos exvotos con forma de panecillo llamados «ojos de Santa Lucía».
Cuando terminamos de explorar la iglesia, accedimos, a través de una escalerilla, a un estrecho corredor que nos llevó hasta la contigua capilla del Sepulcro. Ambos edificios estaban conectados por aquel túnel subterráneo excavado en la roca. El baptisterio octogonal contenía, únicamente, el nicho rectangular -o lóculo-, donde fue enterrada la santa después de su martirio. Lo
cierto es que el cuerpo no estaba en Siracusa. Ni siquiera en Sicilia, pues, por uno de aquellos azares de la vida, una vez muerta, Lucía había recorrido medio mundo y sus restos habían ido a parar a la iglesia de San Jeremías, en Venecia. En el siglo XI, el general bizantino Maniace se los llevó a Constantinopla, donde fueron venerados hasta 1204, año en que los venecianos los trajeron de regreso para quedárselos. Los siracusanos, pues, debían conformarse con honrar el sepulcro vacío, que había sido notablemente ornamentado con un bello retablo de madera colocado sobre un altar, bajo el cual, una escultura en mármol, obra de Gregorio Tedeschi, reproducía a la santa tal y como debió ser enterrada.
Bien, pues ahí terminaba nuestra visita a la iglesia. Ya lo habíamos visto todo y lo habíamos examinado todo minuciosamente, y no parecía haber nada extraño ni significativo que la relacionara con Dante o con los staurofílakes.
– Recapacitemos -propuso el capitán-. ¿Qué nos ha llamado la atención?
– Nada en absoluto -afirmé, muy convencida.
– Pues, en ese caso -declaró Farag, subiéndose las gafas-, sólo nos queda una opción.
– Es lo mismo que estaba pensando yo -observó la Roca, entrando nuevamente en el corredor que llevaba a la iglesia.
Así pues, y contra mis más íntimos deseos, íbamos a adentrarnos en las catacumbas.
Según rezaba el letrero que colgaba de un clavo en la puerta de acceso a los subterráneos, las catacumbas de Santa Lucía estaban cerradas al público. Si alguien sentía mucha curiosidad, añadía el cartel, podía visitar las cercanas catacumbas de San Giovanni. Terribles imágenes de derrumbamientos y aplastamientos cruzaron fugazmente por mi cabeza, pero las deseché por inútiles porque el capitán, usando una de las llaves del manojo que le había dado el sacristán, había abierto ya la puerta y estaba colándose en el interior.
Contrariamente a lo que se suele afirmar, las catacumbas no servían de refugio a los cristianos durante la época de las persecuciones. No era esa su finalidad, ni ellos las construyeron para ocultarse, pues, para empezar, las persecuciones fueron muy breves y muy localizadas en el tiempo. A mediados del siglo II, los primeros cristianos empezaron a adquirir terrenos para enterrar a sus muertos, ya que eran contrarios a la costumbre pagana de la incineración por creer en la resurrección de los cuerpos el día del Juicio Final. De hecho, ellos no llamaban catacumbas a estos cementerios subterráneos, que es una palabra de origen griego que significa «cavidad» y que se popularizó en el siglo IX, sino koimeteria, «dormitorios», de donde procede cementerio. Creían que dormirían, simplemente, hasta el día de la resurrección de la carne. Como necesitaban lugares cada vez más grandes, las galerías de los koimeteria fueron creciendo hacia abajo y hacia los lados, convirtiéndose en verdaderos laberintos que podían alcanzar muchos kilómetros de longitud.
– Vamos, Ottavia -me animó Farag desde el otro lado de la puerta, viendo que yo no tenía la menor intención de entrar. Una bombilla desnuda colgaba del cielo de la gruta ofreciendo una luz muy pobre y llenando de sombras una mesa, una silla y algunas herramientas que descansaban bajo una gruesa capa de polvo junto a la entrada. Por suerte, el capitán había traído en su mochila una robusta linterna que alumbró el espacio como un foco de mil vatios. Unas escaleras excavadas en la roca muchos siglos atrás se precipitaban hacia las profundidades de la tierra. La Roca empezó a descender sin vacilar, mientras Farag se hacia a un lado para dejarme pasar y, de esa manera, cerrar él la marcha. A lo largo de las paredes, multitud de grafitos, esculpidos con puntas de hierro sobre la piedra, recordaban a los muertos: Cornelius cuius dies inluxit, «Cornelio, cuyo día amaneció», Tauta o bios, «Esta es nuestra vida», Firene ecoimete, «Irene se durmió»… En un rellano donde la escalera giraba a la izquierda, se hallaban amontonadas varias lápidas de las que cerraban los lóculos, algunas de las cuales eran sólo fragmentos. Por fin llegamos al último escalón y nos hallamos en un pequeño santuario de forma rectangular decorado con unos magníficos frescos que, por su aspecto, bien podían ser de los siglos VIII o IX. El capitán los iluminó con la linterna y quedamos fascinados al contemplar la representación del suplicio de los cuarenta mártires de Sebastia. Según la leyenda, estos jóvenes eran los integrantes de la XII Legión, llamada «Fulminada», que prestaban sus servicios en Sebastia, Armenia, en la época del emperador Licinio, el cual ordenó que todos sus legionarios hicieran sacrificios a los dioses por el bien del Imperio. Los cuarenta soldados de la XII Legión se negaron en redondo porque eran cristianos, y fueron condenados a morir de aterimiento, es decir, de frío, colgados de una cuerda, desnudos, sobre un estanque helado.
Resultaba admirable contemplar como aquella pintura, hecha sobre el revoque de yeso del muro, se había mantenido en casi perfectas condiciones a lo largo de tantos siglos, mientras otras obras posteriores, efectuadas con más medios técnicos, ofrecían hoy un aspecto lamentable.
– No enfoque los frescos con la linterna, Kaspar -rogó Farag, desde la oscuridad-. Podría dañarlos para siempre.
– Lo siento -repuso la Roca, dirigiendo rápidamente el haz de luz hacia el suelo-. Tiene razón.
– ¿Y ahora qué hacemos? -pregunté-. ¿Hemos preparado algún plan?
– Continuar andando, doctora. Nada más.
Al otro lado del santuario se abría una nueva oquedad que parecía ser el principio de un largo corredor. Entramos en el mismo orden en el que habíamos bajado la escalera y lo seguimos durante un largo trecho en completo silencio, dejando a derecha e izquierda otras galerías en las que podían observarse filas intermínables de tumbas en las paredes. No se oía absolutamente nada aparte de nuestros pasos y la sensación era asfixiante, a pesar de existir lucernarios en el techo que permitían la ventilación. Al final del túnel, una nueva escalera, obstaculizada por una cadena con un rótulo de prohibido el paso que el capitán ignoró, nos condujo hasta un segundo piso de subsuelo, y allí todo se volvió más opresivo, si cabe.
– Les recuerdo -susurró la Roca, por si no habíamos pensado en ello- que estas catacumbas apenas están exploradas. Este nivel, en concreto, no ha sido estudiado todavía, así que lleven mucho cuidado.
– ¿Y por qué no examinamos el piso de arriba? -propuse, notando en las sienes los latidos acelerados de mi corazón-. Hemos dejado muchas galerías por recorrer. A lo mejor la entrada al Purgatorio está allí.
El capitán avanzó unos cuantos metros hacia adelante y, por fin, se detuvo, iluminando algo en el suelo.
– No lo creo, doctora. Fíjese.
A sus pies, encerrado en el intenso círculo de luz, podía distinguirse con total nitidez un Monograma de Constantino, idéntico al que Abi-Ruj Iyasus llevaba en el torso -con el travesaño horizontal- y al que exhibía la cubierta del códice sustraído de Santa Catalina. No había ninguna duda de que los staurofílakes habían pasado por allí. Lo que no se podía saber, me dije angustiada, era cuánto tiempo hacia que habían pasado, ya que la mayoría de las catacumbas habían caído en el olvido durante la baja Edad Media, después de que, retiradas poco a poco las reliquias de los santos por motivos de seguridad, los desprendimientos y la vegetación condenaron las entradas hasta el punto de perderse completamente el rastro de muchas de ellas. Farag no cabía en sí de gozo. Mientras avanzábamos a buen ritmo por un túnel de techos altísimos, afirmaba que habíamos descifrado el lenguaje mistérico de los staurofílakes y que, a partir de ahora, podríamos comprender todas sus pistas y señales con bastante acierto. Su voz llegaba desde la cerrada oscuridad que quedaba a mi espalda, pues la única luz que iluminaba aquella galería era la de la linterna del capitán, que caminaba un metro por delante de mí, y cuyo reflejo sobre las paredes de roca permitía que yo pudiera examinar las tres filas de lóculos -muchos de ellos evidentemente ocupados-, que discurrían a la altura de nuestros pies, nuestras cinturas y nuestras cabezas. Leía al vuelo los nombres de los difuntos grabados en las pocas lápidas que aún permanecían en su sitio: Dionisio, Puteolano, Cartilia, Astasio, Valentina, Gorgono… Todas mostraban algún dibujo simbólico relacionado con el trabajo que desarrollaron en vida (sacerdote, agricultor, ama de casa…), o con la primitiva religión cristiana que profesaban (el Buen Pastor, la paloma, el anda, los panes y los peces…) o, incluso, incrustados en el yeso, podían verse objetos personales de los fallecidos, desde monedas hasta herramientas o juguetes, si es que eran niños. Aquel lugar no tenía precio como fuente histórica.
– Un nuevo Crismón -anunció el capitán, deteniéndose en una intersección de galerías.
A la derecha, al fondo de un pasaje estrecho, se abría un cubículo en el que se distinguía un altar en el centro y, en las paredes, varios lóculos y arcosolios -nichos grandes, con forma de bóveda de horno, en los que solía enterrarse a una familia completa-; a la izquierda, otra galería de altos techos idéntica a la que habíamos venido siguiendo; delante de nosotros, una nueva escalera excavada en la roca, pero, en este caso, una escalera de caracol cuyos peldaños descendían girando en torno a una gruesa columna central de piedra pulida que desaparecía en las oscuras profundidades de la tierra.
– Déjeme verlo -pidió Farag, adelantándome.
El Monograma de Constantino aparecía cincelado exactamente en el primer escalón.
– Creo que debemos seguir bajando -murmuró el profesor, pasándose nerviosamente las manos por el pelo y subiéndose las gafas una y otra vez a pesar de tenerlas pegadas a los ojos.
– No me parece prudente -objeté-. Es una temeridad seguir descendiendo.
– Ahora ya no podemos retroceder -afirmó la Roca.
– ¿Qué hora es? -preguntó inquieto Farag, al tiempo que miraba su propio reloj.
– Las siete menos cuarto -anunció el capitán, iniciando la bajada.
De haber podido, habría dado marcha atrás y habría regresado a la superficie, pero ¿quién era la valiente que desandaba sola, y a oscuras, aquel laberinto lleno de muertos, por muy cristianos que fueran? De manera que no tuve más remedio que seguir al capitán e iniciar el descenso, escoltada inmediatamente por Farag.
La escalera de caracol parecía no tener fin. Nos precipitábamos en aquel pozo peldaño tras peldaño, respirando un aire cada vez más pesado y más agobiante, sujetándonos a la columna para no perder el equilibrio y dar un traspiés. Pronto, el capitán y Farag tuvieron que empezar a inclinar las cabezas, pues sus frentes quedaban a la altura de los escalones por los que ya habíamos descendido. Poco después, el ancho de la escalinata comenzó también a decrecer: el muro lateral que la cerraba y la columna del centro se iban uniendo insensiblemente, adquiriendo aquel horrible embudo un tamaño más propio de niños que de personas adultas. Llegó un momento en que el capitán tuvo que seguir bajando encorvado y de costado, pues sus anchos hombros ya no cabían en la abertura.
Si aquello estaba pensado por los staurofílakes, había que reconocer que tenían una mente retorcida. La sensación era claustrofóbica, daban ganas de echar a correr, de salir de allí poniendo pies en polvorosa. Parecía que faltaba el aire y que el regreso a la superficie era poco menos que imposible. Como si nos hubiéramos despedido para siempre de la vida real (con sus coches, sus luces, sus gentes, etc.), teníamos la impresión de estar entrando en uno de esos nichos para muertos del que ya no podríamos salir jamás. El tiempo se hacía eterno sin que viéramos el final de aquella escalera diabólica, que cada vez era más y más pequeña.
En un momento dado, fui presa de un ataque de pánico. Sentí que no podía respirar, que me ahogaba. Mi único pensamiento era que tenía que salir de allí, salir de aquel agujero cuanto antes, volver inmediatamente a la superficie. Boqueaba como un pez fuera del agua. Me detuve, cerré los ojos e intenté calmar los feroces y apresurados golpes de mí corazón.
– Un momento, capitán -solicitó Farag-. La doctora no se encuentra bien.
El lugar era tan estrecho que apenas podía acercarse a mí. Me acarició el pelo con una mano y luego, suavemente, las mejillas.
– ¿Estás mejor, Ottavia? -preguntó.
– No puedo respirar.
– Sí puedes, sólo tienes que calmarte.
– Tengo que salir de aquí.
– Escúchame -dijo firmemente, sujetándome por la barbilla y levantándome la cara hacia él, que estaba unos peldaños más arriba-. No dejes que te domine la claustrofobia. Respira hondo. Varias veces. Olvídate de dónde estamos y mírame, ¿vale?
Le obedecí porque no podía hacer otra cosa, porque no había ninguna otra solución. De manera que le miré fijamente y, como por arte de magia, sus ojos me dieron aliento y su sonrisa ensanchó mis pulmones. Empecé a sosegarme y a recuperar el control. En menos de un par de minutos estaba bien. Volvió a acariciarme el pelo y le hizo una seña al capitán para que continuara el descenso. Cinco o seis escalones más abajo, sin embargo, Glauser-Róist se detuvo en seco.
– Otro Crismón.
– ¿Dónde? -preguntó Farag. Ni él ni yo podíamos verlo.
– En el muro, a la altura de mi cabeza. Está grabado más profundamente que los otros.
– Los otros estaban en el suelo -apunté-. El desgaste de las pisadas habrá rebajado el tallado.
– Es absurdo -añadió Farag-. ¿Por qué un Crismón aquí? No tiene que indicarnos ningún camino.
– Puede ser una confirmación para que el aspirante a staurofílax sepa que va por buen camino. Una señal de ánimo o algo así.
– Es posible -concluyó Farag, no muy convencido.
Reanudamos el descenso, pero apenas habíamos bajado otros tres o cuatro escalones, el capitán volvió a detenerse.
– Un nuevo Crismón.
– ¿Dónde se encuentra esta vez? -quiso saber el profesor, muy alterado.
– En el mismo sitio que el anterior -el anterior estaba, en ese momento, a la altura de mi cara; podía verlo con total claridad.
– Sigo diciendo que no tiene sentido -insistió Farag.
– Sigamos bajando -manifestó lacónicamente la Roca.
– ¡No, Kaspar, espere! -se opuso Boswell, nervioso-. Examine la pared. Mire a ver si hay algo que le llame la atención. Si no hay nada, continuaremos descendiendo. Pero, por favor, verifíquelo bien.
La Roca giró la linterna hacia mí y, accidentalmente, me deslumbró. Me tapé los ojos con una mano y solté una ahogada protesta. Al cabo de un momento, escuché una exclamación más fuerte que la mía.
– ¡Aquí hay algo, profesor!
– ¿Qué ha encontrado?
– Entre los dos Crismones se distingue otra forma erosionada en la roca. Parece un portillo, pero apenas se aprecia.
La ceguera que me había provocado el destello de luz iba pasándose. Enseguida pude apreciar la figura que decía el capitán. Pero aquello no tenía nada de portillo. Era un sillar de piedra perfectamente incrustado en el muro.
– Parece un trabajo de los fossores [19]. Un intento por reforzar la pared o una marca de cantería -comenté.
– ¡Empújelo, Kaspar! -le instó el profesor.
– No creo que pueda. Estoy en una posición muy incómoda.
– ¡Pues empújalo tú, Ottavia!
– ¿Cómo voy a empujar esa piedra? No se va a mover en absoluto.
Pero el caso es que, mientras protestaba, había apoyado la palma de la mano sobre el bloque y, con un mínimo esfuerzo, este se retiró suavemente hacia adentro. El agujero que quedó en la pared era más pequeño que la piedra, que en su cara frontal había sido rebajada por los bordes para que encajara en un marco de unos cinco centímetros de grosor y altura.
– ¡Se mueve! -exclamé alborozada-. ¡Se mueve!
Era curiosísimo, porque el sillar resbalaba como si estuviera engrasado, sin hacer el menor ruido y sin rozadura. En cualquier caso, mi brazo no iba a ser lo suficientemente largo para que la piedra llegara hasta el final de su recorrido: debía haber varios metros de roca a nuestro alrededor y el pasadizo cuadrado por el que se deslizaba parecía no tener fin.
– ¡Tome la linterna, doctora! -prorrumpió Glauser-Róist- ¡Entre en el agujero! Nosotros la seguiremos.
– ¿Tengo que entrar yo la primera?
El capitán resopló.
– Escuche, ni el profesor ni yo podemos hacerlo, no tenemos sitio para movernos. Usted está justo delante, así que ¡entre, maldita sea! Después entrará el profesor y, por último, yo, que retrocederé hasta donde se encuentra usted ahora.
De modo que me encontré abriéndome camino, a gatas, por un estrecho corredor de apenas un poco más de medio metro de alto y otro medio de ancho. Tenía que desplazar el sillar con la manos para poder avanzar, mientras empujaba la linterna con las rodillas. Casi me desmayo cuando recordé que llevaba detrás a Farag, y que, a cuatro patas, la falda no debía cubrirme mucho. Pero hice acopio de valor y me dije que no era el momento de pensar en tonterías. No obstante, en previsión de futuras situaciones de ese estilo, en cuanto volviera a Roma -si es que volvía- me compraría unos pantalones y me los pondría, aunque a mis compañeras, a mi Orden y al Vaticano en pleno les diera un ataque al corazón.
Por suerte para mis manos y mis piernas, aquel pasadizo era tan fino y terso como la piel de un recién nacido. El pulido que podía notar tenía tal acabado, que me daba la sensación de avanzar sobre un cristal. Los cuatro lados del cubo de piedra que tocaban las paredes debían estar igual de alisados, y esa era la respuesta a la facilidad con la que movía el sillar, que no obstante, en cuanto apartaba las manos se deslizaba ligeramente hacia mí, como si el túnel fuera adquiriendo una tenue elevación. No sé qué distancia recorrimos en esas condiciones, puede que quince o veinte metros, o más, pero se me hizo eterno.
– Estamos ascendiendo -anunció, a lo lejos, la voz del capitán.
Era cierto. Aquel corredor se volvía más y más empinado y parte del peso de la piedra comenzaba a recaer sobre mis cansadas muñecas. Desde luego, no parecía un lugar para que pasara por allí ningún ser humano. Un perro o un gato, a lo mejor, pero una persona, en absoluto. La idea de que, luego, en algún momento, habría que retroceder todo lo avanzado, volver a la siniestra escalera de caracol, ascenderla y subir dos niveles de catacumbas, me hacía pensar en lo lejos que me hallaba del sol y del aire libre.
Por fin me pareció notar que el extremo opuesto de la piedra salía del túnel. La pendiente estaba para entonces muy realzada y yo apenas podía sujetar el peso del bloque, que se venía continuamente contra mí. En un último esfuerzo, le propiné un empellón, y el sillar cayó al vacío, golpeando enseguida contra algo metálico.
– ¡Se acabó!
– ¿Qué puede ver?
– Espere un minuto a que recupere el aliento y le contestaré.
Sujeté la linterna con la mano derecha y enfoqué a través del agujero. Como no vi nada, avancé un poco más y asomé la cabeza. Era un cubículo de idénticas dimensiones a los que habíamos visto en las catacumbas, pero éste estaba completamente desocupado. Tras una primera ojeada me pareció que sólo eran cuatro paredes vacías, directamente excavadas en la roca, con un techo más bien bajo y un extraño suelo cubierto por una plancha de hierro. Lo curioso es que, en ese momento, no me llamara la atención el hecho de que todo estuviera perfectamente limpio, como tampoco me di cuenta de que me estaba apoyando sobre la misma piedra que había venido empujando durante tantos metros de rampa. Su altura coincidía aproximadamente con la distancia que había desde el suelo hasta la abertura por la que yo emergía.
Inspirando como un saltador antes de tomar impulso, hice una contorsión estrambótica y salté dentro del cubículo con un gran estruendo. Inmediatamente después, salió Farag por el agujero, y luego el capitán, que no tenía muy buen aspecto. Su cuerpo era demasiado grande y, en lugar de gatear, había tenido que reptar como una culebra durante todo el camino, arrastrando, además, su mochila de tela. Farag era casi tan alto como él, pero, al ser más delgado, había podido moverse con mayor facilidad.
– Un suelo muy original -musitó el profesor, zapateando sobre la plancha de hierro.
– Deme la linterna, doctora.
– Toda suya.
Entonces ocurrió algo chocante. Apenas hubo salido el capitán del agujero, oímos un hosco chirrido, algo así como la dolorosa contorsión de unas viejas cuerdas de esparto, y el ruido de un engranaje que se ponía lentamente en marcha. Glauser-Róist iluminó todo el cubículo, girando sobre si mismo velozmente, pero no vimos nada. Fue el profesor quien lo descubrió.
– ¡La piedra, miren la piedra!
Mi querido pedrusco, el que tan amorosamente me había precedido hasta llegar allí, se elevaba del suelo impulsado por una especie de plataforma que lo depositó en la boca del túnel, por el que se deslizó nuevamente desapareciendo de nuestra vista en menos de lo que se tarda en decir amén.
– ¡Estamos encerrados! -grité, angustiada. El sillar resbalaría imparablemente por el conducto hasta encajar de nuevo en la moldura de piedra de la entrada y, desde dentro, resultaría imposible moverlo de allí. El marco no estaba pensado para sellar la entrada, descubrí en aquel momento, sino para impedir la salida.
Pero otro mecanismo se había puesto también en marcha. Justo en la pared de enfrente de la abertura, una losa de piedra giraba como una puerta sobre sus goznes, dejando al descubierto una hornacina del tamaño de una persona en la que se observaban, sin ninguna duda, tres escalones de colores (mármol blanco, granito negro y pórfido rojo) y, encima, labrada sobre la roca del fondo, la enorme figura de un ángel que levantaba sus brazos en actitud orante y sobre cuya cabeza, apuntando al cielo, se veía una gran espada. El relieve aparecía coloreado. Tal y como decía Dante en la Divina Comedia, las largas vestiduras estaban pintadas del color de la ceniza o de la tierra seca, la carne de rosa pálido y el pelo de un negro muy oscuro. De las palmas de sus manos, que se elevaban implorantes, salían, por unos agujeros practicados en la roca, dos fragmentos de cadena de similar longitud. Una era, indiscutiblemente, de oro. La otra, desde luego, de plata. Ambas estaban limpias y relucientes y centelleaban bajo la luz de la linterna.
– ¿Qué querrá decir todo esto? -preguntó Farag, aproximándose a la figura.
– ¡Quieto, profesor!
– ¿Qué ocurre? -se sobresaltó este.
– ¿No recuerda las palabras de Dante?
– ¿Las palabras…? -Boswell arrugó el ceño-. ¿No había traído usted un ejemplar de la Divina Comedia?
Pero la Roca ya lo había sacado de su mochila y estaba abriéndolo por la página correspondiente.
– «A los pies santos me postré devoto -leyó-; y pedí que me abrieran compasivos, mas antes di tres golpes en mi pecho.»
– ¡Por favor! ¿Vamos a repetir todos los gestos de Dante, uno por uno? -protesté.
– El ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro -continuó recordándonos Glauser-Róist-. Primero con la de plata y luego con la de oro, abre las cerraduras. Y dice muy claramente que, cuando una de las llaves falla, la puerta no se abre. «Una de ellas es más rica; pero la otra requiere más arte e inteligencia porque es la que mueve el resorte.»
– ¡Dios mío!
– Vamos, Ottavia -me anímó Farag-. Intenta disfrutar con todo esto. A fin de cuentas, no deja de ser un ritual hermoso.
Bueno, en parte tenía razón. Si no hubiéramos estado a muchísimos metros bajo tierra, enterrados en un sepulcro y con la salida sellada, quizá hubiera sido capaz de encontrar esa belleza de la que hablaba Farag. Pero la cautividad me irritaba y tenía una aguda sensación de peligro subiéndome por la columna vertebral.
– Supongo -continuó Farag- que los staurofílakes eligieron los tres colores alquímicos en un sentido puramente simbólico. Para ellos, como para cualquiera que llegara hasta aquí, las tres fases de la Gran Obra alquímica se corresponderían con el proceso que el aspirante iba a realizar en su camino hasta la Vera Cruz y el Paraíso Terrenal.
– No te comprendo.
– Es muy sencillo. A lo largo de la Edad Media, la Alquimia fue una ciencia muy valorada y el número de sabios que la practicaron, incontable: Roger Bacon, Ramon Llull, Arnau de Vilanova, Paracelso… Los alquimistas pasaban buena parte de sus vidas encerrados en sus laboratorios entre atanores, retortas, crisoles y alambiques. Buscaban la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida Eterna -Boswell sonrió-. En realidad, la Alquimia era un camino de perfeccionamiento interior, una especie de práctica mística.
– ¿Podrías concretar, Farag? Estamos encerrados en un sepulcro y hay que salir de aquí.
– Lo lamento… -tartamudeó, encajándose las gafas en la frente-. Los grandes estudiosos de la Alquimia, como el psiquiatra Carl Jung, sostienen que era un camino de autoconocímiento, un proceso de búsqueda de uno mismo que pasaba por la disolución, la coagulación y la sublimación, es decir, las tres Obras o escalones alquímicos. Quizá los aspirantes a staurofílakes tengan que sufrir un proceso similar de destrucción, integración y perfección, y de ahí que la hermandad haya utilizado este lenguaje simbólico.
– En cualquier caso, profesor -atajó el capitán, adelantándose hacia el ángel guardián-, nosotros somos ahora esos aspirantes a staurofílakes.
Glauser-Róist se postró ante la figura e inclinó la cabeza hasta tocar con la frente el primer escalón. Aquella escena era, realmente, digna de ver. De hecho, sentí una profunda vergüenza ajena, pero, enseguida, Farag le imitó, así que yo no tuve más remedio que hacer lo mismo si no quería provocar una disputa. Nos dimos tres golpes en el pecho mientras pronunciábamos una especie de solicitud misericordiosa para que se nos abriera la puerta. Pero, por supuesto, la puerta no se abrió.
– Vamos con las llaves -murmuró el profesor, incorporándose y subiendo los impresionantes peldaños. Estaba cara a cara con el ángel, pero, en realidad, su atención recaía en las cadenas que le salían de las manos. Eran unas cadenas gruesas y, de cada palma, colgaban tres eslabones.
– Pruebe tirando primero de la de plata y luego de la de oro -le indicó la Roca.
El profesor le obedeció. Al primer tirón de la cadena salió otro eslabón más. Ahora había cuatro en la mano izquierda y tres en la derecha. Farag cogió entonces la de oro y estiró también. Ocurrió exactamente lo mismo: salió un nuevo eslabón, sólo que, esta vez, no fue lo único que pasó, porque un nuevo chirrido, mucho más fuerte que el de la plataforma que se había llevado mi sillar, se escuchó bajo nuestros pies, bajo aquel frío suelo de hierro. La piel se me erizó, aunque, al menos en apariencia, no ocurrió nada.
– Tire otra vez -insistió la Roca-. Primero de la de plata y luego de la de oro.
Yo no lo veía claro. Allí había algo que fallaba. Nos estábamos olvidando de algún detalle importante e intuía que no podíamos andar jugando con las cadenas. Pero no dije nada, de modo que Boswell repitió la operación anterior y el ángel mostró cinco eslabones en cada mano.
De repente sentí mucho calor, un calor insoportable. Glauser-Róist, sin apercibirse de su propio gesto, se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. Farag se desabrochó el cuello de la camisa y empezó a resoplar. El calor aumentaba a una velocidad vertiginosa.
– ¿No les parece que aquí pasa algo raro? -pregunte.
– El aire se está volviendo irrespirable -advirtió Farag.
– No es el aire… -murmuró la Roca, perplejo, mirando hacia abajo-. Es el suelo. ¡El suelo se está recalentando!
Era cierto. La plancha de hierro irradiaba una altísima temperatura y, de no ser por los zapatos, nos estaría quemando los pies como si pisáramos arena de playa en pleno verano.
– ¡Tenemos que darnos prisa o nos abrasaremos aquí dentro! -exclamé, horrorizada.
El capitán y yo saltamos precipitadamente a los escalones, pero yo seguí subiendo hasta el peldaño de pórfido, junto a Farag, y miré fijamente al ángel. Una luz, una chispa de claridad se iba abriendo camino en mi cerebro. La solución estaba allí. Debía estar allí. Y que Dios quisiera que estuviera, porque en cuestión de minutos aquello iba a convertirse en un horno crematorio. El ángel sonreía tan levemente como la Gioconda de Leonardo y parecía estar tomándose a broma lo que estaba pasando. Con sus manos elevadas al cielo, se divertía… ¡Las manos! Debía fijarme en las manos. Examiné las cadenas minuciosamente. No tenían nada especial, aparte de su valor crematístico. Eran unas cadenas normales y corrientes, gruesas. Pero las manos…
– ¿Qué está haciendo, doctora?
Las manos no eran normales, no señor. En la mano derecha faltaba el dedo índice. El ángel estaba mutilado. ¿A qué me recordaba todo aquello…?
– ¡Miren aquella esquina del suelo! -vociferó Farag-. ¡Se está poniendo al rojo!
Un rugido sordo, un fragor de llamas enfurecidas, subía hasta nosotros desde el piso inferior.
– Hay un incendio allá abajo -masculló la Roca y, luego, enfadado, insistió:- ¿Qué demonios está usted haciendo, doctora?
– El ángel está mutilado -le expliqué, con el cerebro funcionando a toda máquina, buscando un lejano recuerdo que no conseguía despertar-. Le falta el dedo índice de la mano derecha.
– ¡Pues muy bien! ¿Y qué?
– ¿Es que no lo entiende? -grité, girándome hacia él-. ¡A este ángel le falta un dedo! ¡No puede ser una casualidad! ¡Tiene que significar algo!
– Ottavia tiene razón, Kaspar -resolvió Farag, quitándose la chaqueta y desabrochándose totalmente la camisa-. Utilicemos la cabeza. Es lo único que puede salvarnos.
– Le falta un dedo. Estupendo.
– Quizá sea una especie de combinación -pensé en voz alta-. Como en una caja fuerte. Quizá debamos poner un eslabón en la cadena de plata y nueve en la cadena de oro. O sea, los diez dedos.
– ¡Adelante, Ottavia! No nos queda mucho tiempo.
Por cada eslabón que volvía a introducir en la mano del ángel, se oía un «¡clac!» metálico detrás. Dejé, pues, un eslabón de plata y estiré de la cadena de oro hasta que se vieron nueve eslabones. Nada.
– ¡Las cuatro esquinas del suelo están al rojo vivo, Ottavia! -me gritó Farag.
– No puedo ir más rápida. ¡No puedo ir más rápida!
Empezaba a marearme. El fuerte olor a lavadora quemada me estaba dando angustia.
– No son uno y nueve -aventuró el capitán-. Así que quizá debamos mirarlo de otra manera. Hay seis dedos a un lado y tres al otro del que falta, ¿no es cierto? Pruebe seis y tres.
Tiré de la cadena de plata como una posesa y dejé al aire seis eslabones. Íbamos a morir, me dije. Por primera vez en toda mi vida, empezaba a creer de verdad que había llegado el final. Recé. Recé desesperadamente mientras introducía seis eslabones de oro en la mano derecha y dejaba fuera sólo tres. Pero tampoco ocurrió nada.
El capitán, Farag y yo nos miramos desolados. Una llamarada surgió entonces del suelo: la chaqueta que el capitán había dejado caer de cualquier modo, acababa de prenderse fuego. El sudor me chorreaba a mares por el cuerpo, pero lo peor era el zumbido en los oídos. Empecé a quitarme el jersey.
– Nos estamos quedando sin oxígeno -anuncio la Roca en ese momento con voz neutra. En sus ojos grisáceos pude percibir que sabía, como yo, que se acercaba el final.
– Más vale que recemos, capitán -dije.
– Vosotros, al menos… -susurró el profesor, mirando la chaqueta incendiada y retirándose los mechones de pelo mojado de la frente-, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida.
Un súbito acceso de temor me inundó por dentro.
– ¿No eres creyente, Farag?
– No, Ottavia, no lo soy -se disculpó con una tímida sonrisa-. Pero no te preocupes por mí. Llevo muchos años preparándome para este momento.
– ¿Preparándote? -me escandalicé-. Lo único que debes hacer es volverte hacia Dios y confiar en su misericordia.
– Dormiré, sencillamente -dijo con toda la ternura de la que era capaz-. Durante bastante tiempo tuve miedo a la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? -sonrió-. Los hermanos gemelos, Hipnos [20] y Thánatos [21], hijos de Nyx, la Noche… ¿te acuerdas?
– ¡Por Dios Santo, Farag! -gemí-. ¿Cómo puedes blasfemar de esta manera cuando estamos a punto de morir?
Jamás pensé que Farag no fuera creyente. Sabía que no era lo que se dice un cristiano practicante, pero de ahí a no creer en Dios mediaba un abismo. Afortunadamente, yo no había conocido a muchos ateos en mi vida; estaba convencida de que todo el mundo, a su manera, creía en Dios. Por eso me horroricé al darme cuenta de que aquel estúpido se estaba jugando la vida eterna por decir esas cosas espantosas en el último minuto.
– Dame la mano, Ottavia -me pidió, tendiéndome la suya, que temblaba- Si voy a morir, me gustaría tener tu mano entre las mías.
Se la di, por supuesto, ¿cómo iba a negársela? Además, yo también necesitaba un contacto humano, por breve que fuera.
– Capitán -llamé-. ¿Quiere que recemos?
El calor era infernal, apenas quedaba aire y ya casi no veía, y no sólo por las gotas de sudor que me caían en los ojos, sino porque estaba desfallecida. Notaba un dulce sopor, un sueño ardiente que se apoderaba de mí, dejándome sin fuerza. El suelo, aquella fría plancha de hierro que nos había recibido al llegar, era un lago de fuego que deslumbraba. Todo tenía un resplandor anaranjado y rojizo, incluso nosotros.
– Por supuesto, doctora. Empiece usted el rezo y yo la seguiré.
Pero, entonces, lo comprendí. ¡Era tan fácil…! Me bastó echar una última mirada a las manos que Farag y yo teníamos entralazadas: en aquel amasijo, húmedo por el sudor y brillante por la luz, los dedos se habían multiplicado… A mi cabeza volvió, como en un sueño, un juego infantil, un truco que mi hermano Cesare me había enseñado cuando era pequeña para no tener que aprender de memoria las tablas de multiplicar. Para la tabla del nueve, me había explicado Cesare, sólo había que extender las dos manos, contar desde el dedo meñique de la mano izquierda hasta llegar al número multiplicador y doblar ese dedo. La cantidad de dedos que quedaba a la izquierda, era la primera cifra del resultado, y la que quedaba a la derecha, la segunda.
Me desasí del apretón de Farag, que no abrió los ojos, y regresé frente al ángel. Por un momento creí que perdería el equilibrio, pero me sostuvo la esperanza. ¡No eran seis y tres los eslabones que había que dejar colgando! Eran sesenta y tres. Pero sesenta y tres no era una combinación que pudiera marcarse en aquella caja fuerte. Sesenta y tres era el producto, el resultado de multiplicar otros dos números, como en el truco de Cesare, ¡y eran tan fáciles de adivinar!: ¡los números de Dante, el nueve y el siete! Nueve por siete, sesenta y tres; siete por nueve, sesenta y tres, seis y tres. No había más posibilidades. Solté un grito de alegría y empecé a tirar de las cadenas. Es cierto que desvariaba, que mi mente sufría de una euforia que no era otra cosa que el resultado de la falta de oxígeno. Pero aquella euforia me había proporcionado la solución: ¡Siete y nueve! O nueve y siete, que fue la clave que funcionó. Mis manos no podían empujar y tirar de los mojados eslabones, pero una especie de locura, de arrebato alucinado me obligó a intentarlo una y otra vez con todas mis fuerzas hasta que lo conseguí. Supe que Dios me estaba ayudando, sentí Su aliento en mí, pero, cuando lo hube conseguido, cuando la losa con la figura del ángel se hundió lentamente en la tierra, dejando a la vista un nuevo y fresco corredor y deteniendo el incendio del subterráneo, una voz pagana en mi interior me dijo que, en realidad, la vida que había en mi siempre se resistiría a morir.
Arrastrándonos por el suelo, abandonamos aquel cubículo, tragando bocanadas de un aire que debía ser viejo y rancio, pero que a nosotros nos parecía el más limpio y dulce de cuantos hubieramos respirando nunca. No lo hicimos a propósito, pero, sin saberlo, cumplimos también con el precepto final que el ángel le había dado a Dante: «Entrad en el Purgatorio, mas debo advertiros que quien mira hacia atrás vuelve a salir.» No miramos hacia atrás y, a nuestra espalda, la losa de piedra se volvió a cerrar.
Ahora el camino era amplio y ventilado. Un largo pasillo, con algún que otro escalón para salvar el desnivel, nos iba acercando a la superficie. Nos hallábamos rendidos, maltrechos; la tensión que habíamos sufrido nos había dejado al borde de la extenuación. Farag tosía de tal manera que parecía a punto de romperse por la mitad; el capitán se apoyaba en las paredes y daba pasos inseguros, mientras que yo, confusa, sólo quería salir de allí, volver a ver grandes extensiones de cielo, notar los rayos del sol en mi cara. Ninguno de los tres era capaz de decir ni media palabra. Avanzábamos en completo silencio -excepto por las toses intermitentes de Farag-, como avanzan sin rumbo los supervivientes de una catástrofe.
Por fin, al cabo de una hora, u hora y media, Glauser-Róist pudo apagar la linterna porque la luz que se colaba a través de los estrechos lucernarios era más que suficiente para caminar sin peligro. La salida no debía estar muy lejos. Sin embargo, pocos pasos después, en lugar de llegar a la libertad, arribamos a una pequeña explanada redonda, una especie de rellano de un tamaño aproximado al de mi pequeña habitación del piso de la Piazza delle Vaschette, cuyos muros estaban literalmente invadidos por los signos griegos de una larguísima inscripción tallada en la piedra. A simple vista, leyendo palabras sueltas, parecía una oración.
– ¿Has visto esto, Ottavia? -La tos de Farag se iba calmando poco a poco.
– Habría que copiarlo y traducirlo -suspiré-. Puede ser una inscripción cualquiera o, quizá, un texto de los staurofílakes para aquellos que superan la entrada al Purgatorio.
– Empieza aquí -indicó con la mano.
La Roca, que ya no parecía tan roca, se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra el epígrafe, y extrajo de la mochila una cantimplora con agua.
– ¿Quieren? -nos ofreció, lacónico.
¡Que si queríamos…! Estábamos tan deshidratados que, entre los tres, dimos cuenta completa del contenido del cacharro.
Apenas recuperados, el profesor y yo nos plantamos frente al principio de la inscripción, enfocándola con la linterna:
Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou, otan peirasmois peripeshte poikilois,
ginwskvntes ote to dokimon umwn ths pistewskatergaxetai upomonhn
– Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou… -leyó Farag en un correctísimo griego-. «Considerad, hermanos míos…» Pero ¿qué es esto? -se extrañó.
El capitán sacó de su mochila una libreta y un bolígrafo y se los dio al profesor para que tomara nota.
– «Considerad, hermanos míos -traduje yo, utilizando el dedo índice como guía, pasándolo por encima de las letras-, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia.»
– Está bien -murmuró sarcástico el capitán, sin moverse del suelo-, consideraré un gran motivo de alegría haber estado a punto de morir.
– «Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta -continúe-, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna.» Un momento… ¡Yo conozco este texto!
– ¿Si…? Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -preguntó Farag, decepcionado, llevándose el bolígrafo a la frente.
– ¡Es del Nuevo Testamento! ¡El principio de la Carta de Santiago! El saludo que Santiago de Jerusalén dirige a las doce tribus de la dispersión.
– ¿El Apóstol Santiago?
– No, no. En absoluto. El escritor de esta carta, aunque dice llamarse Iacobos [22], no se identifica a sí mismo, en ningún momento, como Apóstol y, además, como puedes comprobar, utiliza un griego tan culto y correcto que no hubiera podido salir de la mano de Santiago el Mayor.
– Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -repitió una vez más.
– Claro que sí, profesor -le consoló Glauser-Róist-. Por las frases que han leído, creo que no es errado suponer que los staurofílakes utilizan las palabras sagradas de la Biblia para componer sus mensajes.
– «Si a alguno de vosotros le falta sabiduría -continué leyendo-, pídala a Dios, que la da a todos en abundancia y sin echárselo en cara, y se la dará.»
– Yo traduciría esta frase, más bien -me interrumpió Boswell, poniendo igualmente el dedo sobre el texto-, como: «Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada.»
Suspiré, armándome de paciencia.
– No aprecio la diferencia -concluyó el capitán.
– No existe tal diferencia -declaré.
– ¡Está bien, está bien! -se lamentó Farag, haciendo un gesto de falso desinterés-. Reconozco que soy un poco barroco en mis traducciones.
– ¿Un poco…? -me sorprendí.
– Según como se mire… También podría decir bastante exacto.
Estuve a punto de comentarle que, con el color opaco que tenían los cristales de sus gafas, era imposible exactitud alguna, pero me abstuve porque, además, era él quien cargaba con la tarea de copiar el texto y a mí no me apetecía en absoluto hacerlo.
– Estamos desviándonos de la cuestión -aventuró Glauser-Róist-. ¿Quérrían los expertos ir al fondo y no a la forma, por favor?
– Por supuesto, capitán -declaré, mirando a Farag por encima del hombro-. «Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un indeciso, inconstante en todos sus caminos.»
– Más que indeciso, yo leería ahí hombre de ánimo doblado.
– ¡Profesor…!
– ¡Está bien! No diré nada mas.
– «Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación -estaba llegando al final de aquel largo párrafo-. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona.»
– La corona que nos grabarán en la piel, encima de la primera de las cruces -murmuró la Roca.
– Pues, francamente, la prueba de entrada al Purgatorio no ha sido sencilla y no tenemos ninguna marca en el cuerpo que no hubiéramos traído de casa -comentó Farag, queriendo apartar el mal sueño de las futuras escarificaciones.
– Esto no ha sido nada en comparación con lo que nos espera. Lo que hemos hecho, simplemente, es pedir permiso para entrar.
– En efecto -dije, bajando el dedo y la mirada hasta las últimas palabras del epígrafe-. Ya no queda mucho por leer. Sólo un par de frases:
kai outws eis thn Rwmhn hlqamen
– «Y con esto, nos dirigimos a Roma» -tradujo el profesor.
– Era de esperar… -afirmó la Roca -. La primera cornisa del Purgatorio de Dante es la de los soberbios, y, según decía Catón LXXVI, la expiación de este pecado capital tenía que producirse en la ciudad que era conocida, precisamente, por su falta de humildad. O sea, Roma.
– Así que volvemos a casa -murmuré, agradecida.
– Si salimos de aquí, sí. Aunque no por mucho tiempo, doctora.
– No hemos terminado aún -señalé, volviendo sobre el muro-. Nos falta la última línea: «El templo de María está bellamente adornado.»
– Eso no puede ser de la Biblia -apuntó el profesor, frotándose las sienes; el pelo, sucio de tierra y sudor, le caía sobre la cara-. No recuerdo que en ninguna parte se hable de un templo de María.
– Estoy casi segura de que es un fragmento del Evangelio de Lucas, aunque modificado con la mención a la Virgen. Supongo que nos están dando una pista o algo así.
– Ya lo estudiaremos cuando volvamos al Vaticano -sentenció la Roca.
– Es de Lucas, seguro -insistí, presumiendo de buena memoria-. No sabría decir qué capítulo ni qué versículo, pero es del momento en que Jesús profetiza la destrucción del Templo de Jerusalén y las futuras persecuciones contra los cristianos.
– En realidad, cuando Lucas escribió esas profecías poniéndolas en boca de Jesús -señaló Boswell-, entre los años ochenta y noventa de nuestra era, esas cosas ya habían ocurrido. Jesús no profetizó nada.
Le miré friamente.
– No me parece un comentario muy apropiado, Farag.
– Lo lamento, Ottavia -se disculpó-. Creí que lo sabías.
– Lo sabía -repuse, bastante enfadada-. Pero ¿para qué recordarlo?
– Bueno… -tartamudeó-, siempre he pensado que es bueno conocer la verdad.
La Roca se puso en pie, sin meter baza en nuestra discusión, y, recogiendo su mochila del suelo, se la colgó del hombro y se internó por el corredor que conducía a la salida.
– Si la verdad hace daño, Farag -le espeté, llena de rabia, pensando en Ferma, Margherita y Valeria, y en tanta otra gente-, no es necesario conocerla.
– Tenemos opiniones diferentes, Ottavia. La verdad siempre es preferible a la mentira.
– ¿Aunque haga daño?
– Depende de cada persona. Hay enfermos de cáncer a los que no se les puede decir cuál es su mal; otros, sin embargo, exigen saberlo -me miró fijamente, sin parpadear por primera vez desde que le conocía-. Creía que tú eras de esta última clase de gente.
– ¡Doctora! ¡Profesor! ¡La salida! -voceó Glauser-Róist, a no mucha distancia.
– ¡Vamos, o nos quedaremos aquí dentro para siempre! -exclamé, y eché a andar por el corredor, dejando solo a Farag. Salimos a la superficie a través de un pozo seco situado en mitad de unos montes salvajes y quebrados. Estaba anocheciendo, hacía frío y no teníamos ni la menor idea de dónde nos encontrabamos. Caminamos durante un par de horas siguiendo el curso de un río que, en sus tramos más largos, circulaba por un estrecho cañón, y luego dimos con un camino rural que nos condujo hasta una finca privada, cuyo amable propietario, acostumbrado a recibir senderistas perdidos, nos informó de que nos encontrábamos en el valle del Anapo, a unos 10 kilómetros de Siracusa, y que habíamos estado recorriendo, de noche, los montes Iblei. Poco después, un vehículo del Arzobispado nos recogía en la finca y nos devolvía a la civilización. No podíamos contarle nada a Su Excelencia Monseñor Giuseppe Arena de nuestra aventura, así que cenamos rápidamente en la Archidiócesis, recuperamos nuestras bolsas de viaje y salimos a toda prisa hacia el aeropuerto de Fontanarossa, a 50 kilómetros de distancia, para tomar el primer vuelo que saliera esa noche hacia Roma.
Recuerdo que, ya en el avión, mientras nos abrochábamos los cinturones antes de despegar, me vino a la cabeza, de pronto, el anciano sacristán de Santa Lucía y me pregunté qué le habrían dicho en la Archidiócesis para tranquilizarlo. Quise comentárselo al capitán, pero, cuando le miré, descubrí que se había quedado profundamente dormido.