Me fui desprendiendo lentamente de las redes del sueño, abandonando muy despacio el profundo letargo en el que me había sumido tras la terrible experiencia de la rueda de fuego. Me sentía relajada, a gusto, con una increíble sensación de bienestar. El primero de mis sentidos en despertar fue el del olfato. Un agradable aroma a lavanda me avisó de que no me encontraba en la aldea de Antioch. Medio dormida, sonreí por el placer que me producía esa fragancia familiar.
El segundo sentido en activarse fue el del oído. Escuché voces femeninas a mi alrededor, voces que hablaban en susurros, quedamente, como no queriendo turbar mi sueño. Sin embargo, y aún sin abrir los ojos, presté atención y me llevé una sorpresa extraordinaria al darme cuenta de que, ¡oh, deseo imposible!, por primera vez en mi larga vida de estudiosa del griego bizantino tenía el inmenso honor de escucharlo como lengua viva.
– Deberíamos despertarla -musitaba una de las voces.
– Aún no, Zauditu -le respondió otra-. Y haz el favor de salir de aquí sin hacer más ruido.
– Pero Tafari me ha dicho que los otros dos ya están comiendo.
– Muy bien, que coman. Esta muchacha seguirá durmiendo todo el tiempo que quiera.
Por supuesto, abrí los ojos de golpe, y así recupere la vista, el tercero de mis cinco sentidos. Como estaba tumbada de lado, mirando hacia la pared, lo primero que vi fue una agradable cenefa de flautistas y bailarines pintada al fresco sobre el muro liso. Los colores eran brillantes e intensos, con magníficos detalles en oro, y abundaban el tostado y el malva. O me había muerto y estaba en una especie de cielo, o seguía soñando pese a tener los ojos abiertos. De repente, lo supe: estaba en el Paraíso Terrenal.
– ¿Ves…? -dijo la voz de aquella que quería dejarme dormir-. ¡Tú y tu palabrería! ¡Ya la has despertado!
Yo no había movido ni un músculo de mi cuerpo y estaba dándoles la espalda. ¿Cómo sabían que las estaba oyendo? Una de ellas se inclinó sobre mí.
– Hygieia [64], Ottavia.
Giré la cabeza muy despacio hasta que me encontré frente a frente con un rostro femenino de mediana edad, piel blanca y pelo canoso recogido en un moño. Sus ojos eran verdes y por eso la reconocí: era una de aquellas mujeres que me habían dado de beber en la aldea de Antioch. Su boca lucía una bonita sonrisa que le formaba arrugas junto a los ojos y los labios.
– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó.
Fui a abrir la boca pero entonces me di cuenta de que jamás había usado el griego bizantino, de modo que tuve que hacer una rápida translación de una lengua que sólo conocía en dos dimensiones -escrita en papel- a una lengua que se podía vocalizar y pronunciar con sonidos. Cuando intenté decir algo, me di cuenta de lo mal que la hablaba.
– Muy bien, gracias -dije titubeando e interrumpiéndome en cada sílaba- ¿Dónde estoy?
La mujer se echó hacia atrás, incorporándose, para permitir que me sentara en la cama. Mi cuarto sentido, el tacto, descubrió entonces que las sábanas en las que estaba envuelta eran de una seda finísima, más suaves y tenues que el raso o el tafetán. Prácticamente resbalaba dentro de ellas al moverme.
– En Stauros, la capital de Parádeisos [65]. Y esta estancia -dijo mirando a su alrededor- es uno de los cuartos de invitados del basileion [66] de Catón.
– Así pues -concluí-, me encuentro en el Paraíso Terrenal de los staurofílakes.
La mujer sonrió y la otra, más joven, que se escondía detrás de ella, también lo hizo. Ambas vestían unas amplias túnicas blancas sujetas por fíbulas en los hombros y ceñidas por cintas en el talle. La blancura de estas prendas no tenía parangón con la de las ropas de los anuak, que hubieran pasado por grises y mugrientas a su lado. Todo era bello en aquel lugar, de una belleza exquisita que no podía dejar indiferente. Los vasos de alabastro que descansaban sobre una de las magníficas mesas de madera eran tan perfectos que refulgían con la luz de las incontables velas que iluminaban el cuarto, cuyos suelos, además, estaban cubiertos por alfombras de vivos colores. Había flores por todas partes, extrañamente grandes y hermosas, pero lo más desconcertante era que las paredes estaban completamente revestidas de pinturas murales al estilo romano, con hermosas escenas de lo que parecía la vida cotidiana del Imperio Bizantino en el siglo XIII o XIV de nuestra era.
– Mi nombre es Haidé -me dijo la mujer de ojos verdes-. Si quieres, puedes quedarte un rato más en la cama y disfrutar de la decoración, que, por lo que veo, te gusta mucho.
– ¡Me encanta! -afirmé, llena de entusiasmo. Todo el lujo, todo el buen gusto y el arte bizantinos se hallaban reunidos en aquella estancia y era la ocasión perfecta para estudiar de primera mano lo que sólo había podido conjeturar examinando reproducciones espurias en los libros-. Sin embargo -añadí-, preferiría ver a mis compañeros -mi amplio vocabulario en aquella lengua, del que siempre me había sentido tan orgullosa, me resultaba ahora amargamente escaso, así que dije «compatriotas» -simpatriótes- en lugar de «compañeros». Pero ellas parecieron entenderme.
– El didáskalos [67] Boswell y el protospatharios [68] Glauser-Róist están comiendo con Catón y los veinticuatro shastas.
– ¿Shastas? -repetí muy sorprendida. Shasta era una palabra de origen sánscrito que significaba «sabio» y «venerable».
– Los shastas son… -Haidé pareció dudar antes de encontrar los términos adecuados para explicarle a una neófita como yo un concepto tan complejo como el que el cargo tenía para los staurofílakes-… ayudantes de Catón, aunque no es exactamente ese su cometido. Sería mejor que fueras paciente en el aprendizaje, joven Ottavia. No tengas tanta prisa. En Parádeisos hay tiempo.
Mientras me decía estas cosas, Zauditu, la chica que antes hablaba tanto y que ahora permanecía silenciosa, había abierto unas puertas en la pared y había sacado de un armario disimulado por los murales una túnica idéntica a las que ellas llevaban, dejándola sobre una hermosa silla de madera tallada que era una auténtica obra de arte. Después, había abierto también un cajón escondido bajo el tablero de una de las mesas y había extraído un estuche que dejó con cuidado sobre mis rodillas, cubiertas aún por las sábanas. Para mi sorpresa, en el estuche, decorado con esmaltes, había una increíble colección de broches de oro y piedras preciosas que valían una fortuna, tanto por los materiales como por la talla y el diseño, claramente bizantinos. El orfebre que había trabajado aquellas maravillas tenía que ser un artista de primera categoría.
– Elige uno o dos, como quieras -dijo tímidamente Zauditu.
¿Cómo elegir entre objetos tan bellos, cuando yo, además, no usaba jamás ningún tipo de joya o complemento?
– No, no. Gracias -me excusé con una sonrisa.
– ¿No te gustan? -se sorprendió.
– ¡Oh, sí, por supuesto! Pero no estoy acostumbrada a llevar objetos tan caros.
Había estado a punto de decirle que era monja y que había hecho voto de pobreza, pero recordé a tiempo que eso ya era cosa del pasado.
Zauditu se volvió hacia Haidé, desconcertada, pero Haidé no estaba prestando atención. Hablaba tranquilamente con alguien que se encontraba al otro lado de la puerta, así que Zauditu recogió la caja y la dejó sobre la mesa más cercana. En ese momento se empezó a escuchar el suave sonido de una lira que interpretaba una melodía festiva.
– Es Tafari, el mejor liroktípos [69] de Stauros -dijo Zauditu con orgullo.
Haidé regresaba con pasos lánguidos. Más tarde descubriría que esa era la forma habitual de andar de todos los habitantes de Parádeisos, tanto de los de Stauros, como de los de Crucis, Edém y Lignum.
– Espero que te guste esta música -comentó Haidé.
– Mucho -repuse. En ese momento me di cuenta de que no tenía ni idea de qué día era. Con tanto lío, había perdido la noción del tiempo.
– Hoy es dieciocho de junio -me respondió Haidé-. Día del Señor.
¡Domingo, dieciocho de junio! Habíamos tardado tres meses en llegar hasta allí y llevábamos más de quince días desaparecidos.
– No quiere fíbulas -nos interrumpió Zauditu, muy preocupada-. ¿Cómo va a sujetarse el himatión [70]?
– ¿No quieres fíbulas? -se asombró Haidé-. ¡Pero eso no es posible, Ottavia!
– Son… Son demasiado… Yo nunca llevo cosas así, no tengo costumbre.
– ¿Y cómo piensas sujetarte el himatión, si puede saberse?
– ¿No tenéis algo más sencillo? ¿Alfileres, agujas…? -no tenía ni idea de cómo se decía «imperdibles».
Haidé y Zauditu se miraron entre sí, confundidas.
– El himatión sólo se lleva con fíbulas -me anunció Haidé, por fin-. Se sujeta de manera distinta si prefieres sólo una o las dos, pero no es normal prenderlo al hombro con alfileres. No aguantarían tus movimientos ni el peso de la tela y acabarían desgarrándola.
– ¡Pero es que esas fíbulas son demasiado ostentosas!
– ¿Ese es tu problema? -preguntó Zauditu, con cara de entender cada vez menos.
– Bueno, Ottavia, no te preocupes por eso -atajó Haidé-. Después hablaremos. Ahora elige las fíbulas y las sandalias, y vayamos al comedor. Mandé aviso con Ras para que te esperaran. Creo que el didáskalos Boswell está impaciente por verte.
¡Y yo por verle a él! Así que salté de la cama, escogí un par de fíbulas de entre las más bonitas -una, con una cabeza de león cuyos ojos eran dos increíbles rubíes y otra, parecida a un camafeo, que representaba un salto de agua-, y empecé a quitarme, por la cabeza, el largo camisón con el que había estado durmiendo.
– ¡Mi pelo! -exclamé en italiano, paralizada súbitamente por la impresión.
– ¿Qué dices? -preguntó Zauditu.
– ¡Mi pelo, mi pelo! -repetí, dejando caer de nuevo la prenda sobre mi cuerpo y buscando un espejo en el que mirarme. Había uno de cuerpo entero, enmarcado en plata, colgado de una de las paredes laterales, muy cerca de la puerta. Corrí hacia él y la sangre se me heló en las venas al ver mi cabeza tan rapada como la de uno de esos enfermos oncológicos que pierden el cabello por la quimioterapia. Incrédula, me llevé las manos al cráneo y lo palpé, buscando inútilmente unos mechones inexistentes. Al hacerlo, noté algo en las yemas de los dedos al mismo tiempo que sentía un agudo dolor, de modo que doblé ligeramente el cuello hacia abajo y allí estaba: en la parte superior, en el centro mismo, tenía escarificada, como Abi-Ruj Iyasus, una letra sigma mayúscula.
Todavía en estado catatónico, incapaz de reaccionar a las palabras de consuelo de Haidé y Zauditu, volví a levantarme la camisa y me la quité, quedándome desnuda frente a mi propia imagen. Otras seis letras griegas mayúsculas estaban repartidas por mi cuerpo: en el brazo derecho, una tau; en el izquierdo una ipsilon; sobre el corazón, entre ambos pechos, una alfa; en el abdomen una rho; en el muslo derecho, una ómicron; y en el izquierdo, otra sigma como la de la cabeza. Si le añadíamos las cruces que había obtenido en las pruebas y el gran Crismón de Constantino que aparecía sobre mi ombligo, teníamos la imagen de una pobre enferma mental que se había lacerado el cuerpo.
De pronto, Haidé apareció, desnuda también, a mi lado en el espejo y, un instante después, lo hizo igualmente Zauditu. Ambas tenían las mismas marcas que yo, aunque ya cicatrizadas desde hacía mucho tiempo. Su gesto generoso merecía alguna reacción por mi parte.
– Se me pasará… -balbucí, al borde de las lágrimas.
– Tu cuerpo no ha sufrido -me explicó Haidé, muy serena-. Siempre se comprueba que el sueño es profundo antes de abrir la piel. Míranos a nosotras. ¿Tan horribles estamos?
– Yo creo que son unas señales muy bellas -observó Zauditu, sonriente- A mí me encantan las del cuerpo de Tafari y a él le gustan mucho las mías. ¿Ves ésta? -añadió señalando la letra alfa entre sus pechos-. Observa con que delicadeza la hicieron, sus bordes son perfectos, suaves y torneados.
– Y piensa que esas letras -prosiguió Haidé- forman la palabra Stauros, que irá siempre contigo vayas donde vayas. Es una palabra importante y, por tanto, son unas letras importantes. Recuerda cuánto te ha costado conseguirlas y siéntete orgullosa de ellas.
Me ayudaron a vestirme, pero yo no podía dejar de pensar en mi cuerpo, lleno de escarificaciones, ni en mi cabeza rapada. ¿Qué diría Farag?
– Quizá te tranquilice saber que el didáskalos y el protospatharios están igual que tú -comentó Zauditu-. Pero a ellos no parece que les haya disgustado.
– ¡Ellos son hombres! -protesté mientras Haidé me anudaba el lazo en la cintura.
Ambas intercambiaron una mirada de inteligencia e intentaron disimular el gesto de paciente resignación de sus caras.
– Quizá te cueste algo de tiempo, Ottavia, pero aprenderás que establecer esas diferencias es una tontería. Y, ahora, vámonos. Te están esperando.
Opté por callar y seguirlas fuera de la habitación, no sin sorprenderme de lo modernos que parecían los staurofílakes. Tras la puerta, comenzaba un amplio corredor vestido con tapices, sillones y mesas que daba a un patio central lleno de flores en el que se veía una hermosa fuente que lanzaba al aire grandes chorros de agua. Aunque intenté asomarme para ver el cielo, sólo pude divisar unas extrañas sombras negras a una distancia tan descomunal que no fui capaz de estimar la altura. Y entonces me di cuenta de que allí no llegaba la luz del verdadero sol, de que no había sol por ninguna parte y de que lo que fuera que nos iluminaba no era en modo alguno natural.
Atravesamos otros muchos corredores parecidos al primero, con más y más patios ajardinados ornamentados con surtidores de agua de efectos casi increíbles. El sonido era relajante, como el de un riachuelo que se despeña en su camino, pero yo me estaba poniendo nerviosa porque, si me fijaba en todo cuanto me rodeaba, mil señales inquietantes me indicaban que había algo muy extraño en aquel lugar.
– ¿Dónde se encuentra exactamente Parádeisos? -pregunté a mis silenciosas guías, que caminaban sin prisas delante de mí, asomándose de vez en cuando a los patios, arreglando el tapete de una mesa o atusándose el pelo. Una sonora carcajada fue la respuesta que obtuve.
– ¡Qué pregunta! -dejó escapar, regocijada, Zauditu.
– ¿Dónde supones que puede estar? -se sintió obligada a añadir Haidé, con el mismo tono que emplearía para responder a un niña pequeña.
– ¿En Etiopía? -aventuré.
– ¿A ti qué te parece, eh? -respondió ella, como si la solución fuera tan obvia que sobrara la pregunta.
Mis guías y maestras se detuvieron frente a unas puertas de impresionante tamaño y de más impresionante factura que abrieron de par en par sin la menor consideración. Al otro lado, una sala enorme, tan profusamente decorada como todo lo que había visto hasta entonces en aquel basileion, exhibía en su centro una colosal mesa circular que trajo a mi memoria la leyenda de la tabla redonda del rey Arturo.
Farag Boswell, el didáskalos más calvo que había visto en mi vida, se puso en pie de un salto en cuanto me vio entrar -el resto de los asistentes a la comida también lo hizo, aunque más tranquilamente- y, extendiendo los brazos, echó a correr hacia mí tropezando con los faldones de su túnica. Le vi venir con un nudo en la garganta y me olvidé de todo lo que me rodeaba. Le habían rasurado la cabeza, es cierto, pero su barba rubia seguía tan larga como antes. Me estreché contra él sintiendo que me faltaba el aire, notando su cuerpo cálido pegado al mío y aspirando su olor -no el de su himatión, que olía suavemente a sándalo, sino el de la piel de su cuello, que reconocía-. Estábamos en el lugar más raro del mundo, pero abrazada a Farag volvía a sentirme segura.
– ¿Estás bien? ¿Estás bien? -repetía, angustiado, sin aflojar el abrazo mientras me besaba como un loco.
Yo reía y lloraba a la vez, arrastrada por los sentimientos. Sujetándole por las manos, me separé un poco para mirarle. ¡Qué pinta tan rara tenía! Calvo, con barba y vestido con una túnica blanca que le llegaba hasta los pies, hasta Butros hubiera tenido problemas para reconocerle.
– Profesor, por favor -dijo una voz anciana que reverberó en el vacío-. Trae a la doctora Salina.
Cruzando la sala bajo un círculo de miradas cordiales, Farag y yo nos fuimos acercando a un viejecito encorvado que en nada se diferenciaba de los demás como no fuera por su avanzada edad, pues ni sus ropas ni su posición en la mesa delataban que se trataba, ni más ni menos, que de Catón CCLVII. Cuando adiviné quien era, un sentimiento de respeto y temor se apoderó de mí, al mismo tiempo que el asombro y la curiosidad me llevaron a examinarle con detalle mientras la distancia entre nosotros se reducía metro a metro. Catón CCLVII era un anciano de complexión y estatura medianas que descargaba sobre un delicado bastón el peso de su abrumadora vejez. Un ligero temblor, producto de la debilidad de sus rodillas y músculos, le sacudía el cuerpo de arriba abajo sin hacerle perder por ello ni un ápice de su solemne dignidad. A lo largo de mi vida había visto pergaminos y papiros menos arrugados que su piel, a punto de resquebrajarse por los mil puntos en que las estrías se solapaban y cruzaban, y, sin embargo, la singular expresión de agudeza que mostraba su semblante y esa brillante mirada gris que parecía infinitamente inteligente, me impresionaron hasta tal punto que tentada estuve de empezar con las reverencias y genuflexiones que tan a menudo tenía que realizar en el Vaticano.
– Hygieia, doctora Salina -dijo con la misma voz débil y trémula con la que había hablado antes. Se expresaba en un inglés perfecto-. Estoy encantado de conocerte al fin. No te imaginas el interés con el que he seguido estas pruebas.
¿Cuántos años podía tener aquel hombre? ¿Mil…? ¿Mil millones…? Parecía llevar en su frente el peso de la eternidad, como si hubiera nacido cuando aún las aguas cubrían el planeta. Muy despacio, me tendió una mano temblorosa con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente doblados, esperando que yo le diera la mía y, cuando lo hice, se la llevó a los labios con un ademán galante que me cautivó.
Sólo entonces vi a la Roca -tan serio y cincunspecto como siempre-, de pie detrás de Catón. A pesar de su gesto grave, presentaba una traza mucho mejor que Farag y yo porque a él, que tenía el pelo casi blanco y lo llevaba siempre muy corto, ni siquiera se le notaba que le hubieran rapado la cabeza.
– Por favor, doctora, toma asiento junto al profesor -dijo entonces Catón CCLVII-. Tengo muchas ganas de charlar con vosotros y nada mejor que una buena comida para disfrutar de la conversación.
Catón fue el primero en sentarse y, tras él, lo hicieron los veinticuatro shastas. Uno tras otro fueron saliendo sirvientes con bandejas y carritos llenos de comida a través de varias puertas disimuladas, de nuevo, por las pinturas al fresco.
– En primer lugar, permitidme que os presente a los shastas de Parádeisos, los hombres y mujeres que se esfuerzan cada día por hacer de este lugar lo que a nosotros nos gusta que sea. Empezando por la derecha desde la puerta, se encuentra el joven Gete, traductor de lengua sumeria; a continuación, Ahmose, la mejor constructora de sillas de Stauros; a su lado, Shakeb, uno de los profesores de la escuela de los Opuestos; después, Mirsgana, la encargada de las aguas; Hosni, kabidários [71]…
Y siguió con las presentaciones hasta completar los veinticuatro: Neferu, Katebet, Asrat, Hagos, Tamirat… Todos ellos vestían exactamente igual y sonreían de la misma manera cuando eran mencionados, inclinando la cabeza a modo de saludo y asentimiento. Pero lo que más me llamó la atención fue que, a pesar de esos curiosos nombres, una tercera parte de ellos eran tan rubios como Glauser-Róist, o, si no, pelirrojos, castaños, morenos…, y sus rasgos podían ser tan variados como razas y pueblos hay en el mundo. Mientras tanto, los sirvientes iban dejando parsimoniosamente sobre la mesa gran cantidad de platos en los que no se advertía por ningún lado la presencia de carne. Y casi todos con cantidades ridículas, como si la comida fuera más un adorno -la presentación era magnífica- que un alimento.
Acabados los saludos y las ceremonias, Catón dio inicio al banquete y resultó que todos los presentes tenían cientos de preguntas sobre cómo habíamos conseguido pasar las pruebas y lo que habíamos sentido en ellas. Sin embargo, no estábamos tan interesados en satisfacer su curiosidad como en que ellos satisfacieran la nuestra. Es más, la Roca parecía una caldera a punto de estallar, hasta el punto de que, incluso, me pareció ver el humo saliendo por sus orejas. Finalmente, cuando el murmullo había alcanzado cotas bastante altas y las preguntas caían sobre nosotros como gotas de lluvia, el capitán estalló:
– ¡Lamento recordarles que el profesor, la doctora y yo no somos aspirantes a staurofílakes! ¡Hemos venido a detenerles!
El silencio que se hizo en la sala fue impresionante. Sólo Catón tuvo la presencia de ánimo suficiente para salvar la situación.
– Deberías calmarte, Kaspar -le dijo tranquilamente-. Si quieres detenernos, hazlo más tarde, pero ahora no puedes estropear con semejantes bravatas una comida tan agradable como ésta. ¿Alguno de los presentes, acaso, te ha hablado mal?
Me quedé petrificada. Nadie le hablaba así a la Roca. Al menos, yo no lo había visto nunca. Ahora, sin duda, se levantaría hecho una fiera y tiraría la tabla redonda por los aires. Pero, para mi sorpresa, Glauser-Róist miró alrededor y permaneció quieto. Farag y yo nos cogimos la mano por debajo de la mesa.
– Lamento mi comportamiento -dijo de improviso el capitán sin bajar la mirada-. Es imperdonable. Lo siento.
El murmullo se reanudó de inmediato como si nada hubiera pasado y Catón se enzarzó en una charla en voz baja con el capitán que, aunque sin mostrar la menor señal de indecisión, parecía escucharle atentamente. Pese a su edad, Catón CCLVII conservaba una personalidad indudablemente poderosa y carismática.
El shasta que se llamaba Ufa y que era domador de caballos, se dirigió a Farag y a mí para permitir que la Roca y Catón pudieran hablar en privado.
– ¿Por qué os habéis cogido las manos por debajo de la mesa? -El didáskalos y yo nos quedamos petrificados: ¿cómo lo había sabido?-. ¿Es cierto que, durante las pruebas, os habéis enamorado? -preguntó en griego bizantino con la mayor ingenuidad del mundo, como si sus preguntas no fueran una injustificable intromisión. Varias cabezas se volvieron para prestar atención a nuestra respuesta.
– Eh… Sí, bueno… En realidad… -tartamudeó Farag.
– ¿Sí o no? -quiso saber otro, el que se llamaba Teodros. Más cabezas se giraron.
– No creo que Ottavia y Farag estén acostumbrados a este tipo de preguntas -atajó Mirsgana, «la encargada de las aguas».
– ¿Por qué no? -se extrañó Ufa.
– No son de aquí, ¿recuerdas? Son de fuera -e hizo con la cabeza un gesto hacia arriba que no me pasó desapercibido.
– ¿Qué os parecería empezar a contarnos cosas acerca de vosotros y de Parádeisos? -propuse imitando la ingenuidad de Ufa-. Por ejemplo: dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de Vera Cruz, cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía… -suspiré-. Ya sabéis, este tipo de chismes.
Uno de los sirvientes que, en ese momento estaba llenándome la copa de vino, me interrumpió:
– Son muchas preguntas para responderlas en un momento.
– ¿No sentías tú curiosidad, Candace, el día que despertaste en Stauros? -le replicó Teodros.
– ¡Hace ya tanto de eso! -repuso éste mientras servía también a Farag. Empecé a darme cuenta de que los que yo había considerado sirvientes, en realidad no eran tales, o, al menos, no lo eran en el sentido habitual. Todos ellos vestían exactamente igual que Catón, los shastas y nosotros, y, además, participaban en las conversaciones con toda tranquilidad.
– Candace nació en Noruega -me explicó Ufa-, y llegó aquí hace quince o veinte años, ¿no es así, Candace? -éste asintió, pasando un paño seco por la embocadura de la jarra-. Fue shasta de Alimentos hasta el año pasado, y ahora ha elegido las cocinas del basileion.
– Encantada de conocerte, Candace -me apresuré a decir. Farag me imitó.
– Lo mismo digo… Pero insisto, creedme: si deseáis conocer el auténtico Parádeisos debéis empezar por pasear por sus calles y no por hacer preguntas.
Y, diciendo esto, se alejó en dirección a las puertas.
– Quizá Candace tenga razón -comenté, reanudando la conversación y cogiendo la copa entre mis manos-, pero pasear por las calles de las ciudades de Parádeisos no va a aclararnos dónde se encuentra exactamente este sitio, por qué habéis robado los fragmentos de la Vera Cruz y cómo pensáis impedir que os pongamos en manos de la policía.
Los shastas que se habían unido a esta conversación se hicieron más numerosos y también los que prestaban oído a lo que se decían, en privado, la Roca y Catón. La mesa había terminado dividida en dos sectores independientes.
A la espera de las respuestas, que tardaban en llegar, me llevé el vaso a los labios y bebí un sorbo de vino.
– Parádeisos está en el lugar más seguro del mundo -dijo Mirsgana al fin-, la Madera no la hemos robado, puesto que siempre ha sido nuestra, y en cuanto a lo de la policía, creo que no nos preocupa demasiado -los demás hicieron gestos de asentimiento-. Las siete pruebas son la única puerta de entrada en Parádeisos y las personas que las superan suelen reunir una serie de cualidades que, de por sí, las incapacitan para hacer daño gratuita e inútilmente. Vosotros tres, por ejemplo, tampoco podríais. En realidad -añadió muy divertida-, nadie lo ha hecho nunca, y eso que existimos desde hace más de mil seiscientos años.
– ¿Y qué me dices de Dante Alighieri? -le espetó Farag sin miramientos.
– ¿Qué pasa con él? -preguntó Ufa.
– Le matasteis -afirmó Farag.
– ¿Nosotros…? -preguntaron, atónitas, varias voces a la vez.
– Nosotros no le matamos -aseguró Gete, el joven traductor de sumerio-. Era uno de los nuestros. En la historia de Parádeisos, Dante Alighieri es una figura principal.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo. O eran unos mentirosos redomados o la teoría de Glauser-Róist se desmoronaba como un castillo de naipes, y no podía desmoronarse porque, sencillamente, nos había conducido hasta allí. O sea, que…
– Pasó muchos años en Parádeisos -añadió Teodros-. Iba y venía. De hecho, el Convivio y De vulgari eloquentia empezó a escribirlos aquí en el verano de 1304, y la idea para la Commedia, a la que luego el editor Ludovico Dolce añadió el adjetivo de «Divina» en 1555, surgió durante una serie de conversaciones con Catón LXXXI y los shastas de aquella época durante la primavera de 1306, poco antes de volver a la península italiana.
– Pero él contó toda la historia de las pruebas y dejó abierto el camino para que la gente pudiera descubrir este lugar -señaló Farag.
– Naturalmente -replicó Mirsgana, con una gran sonrisa-. Cuando nos escondimos en Parádeisos, en el año 1220, durante la época de Catón LXXVII, el número de los nuestros empezó a disminuir. Los únicos aspirantes a entrar en la hermandad procedían de asociaciones como Fede Santa, Massenie du Saint Graal, cátaros, Minnesinger, Fidei d’Amore y, en menor medida, de Órdenes Militares como la templaria, la hospitalaria de San Juan o la teutónica. El problema de quién protegería la Cruz en el futuro comenzó a ser realmente alarmante.
– Por ese motivo -prosiguió Gete-, se encargó a Dante Alighieri que escribiera la Commedia. ¿Lo entendéis ya?
– Era una manera de que la gente capaz de ver más allá de lo evidente -apuntó Ufa-, la gente que no se conforma y que prefiere mirar debajo de las piedras, pudiera llegar hasta aquí.
– ¿Y sus miedos a salir de Rávena después de publicar el Purgatorio? ¿Y esos años en los que no se sabe nada de él? -preguntó Farag.
– Eran miedos políticos -le dijo Mirsgana-. No olvides que Dante participó activamente en las guerras entre los guelfos y los gibelinos y que fue mandatario de Florencia por el partido de los guelfos blancos, enfrentado al de los guelfos negros, y que se opuso siempre a la política militar de Bonifacio VIII, del que fue un gran enemigo por la vergonzosa corrupción de su papado. Realmente su vida corrió peligro en múltiples ocasiones.
– ¿Quieres decir que lo mató la Iglesia Católica el día de la Vera Cruz? -inquirí, sarcástica.
– En realidad, ni lo mató la Iglesia ni estamos seguros de que muriera exactamente el día de la Vera Cruz. Lo cierto es que falleció la noche del 13 al 14 de septiembre -explicó Teodros-. A nosotros nos gustaría que hubiera sido de verdad el 14, porque sería una hermosa coincidencia, una coincidencia casi milagrosa, pero no hay ninguna certeza documental que lo pruebe. Y, en cuanto a eso de que fue asesinado, estáis muy equivocados. Su amigo Guido Novello le envió como embajador a Venecia y, a su vuelta, atravesando las lagunas de la costa adriática, enfermó de paludismo. Nosotros no tuvimos nada que ver.
– Pues no deja de ser sospechoso -observó Farag con recelo.
Se hizo de nuevo un silencio aplastante en nuestro grupo de conversación.
– ¿Sabéis lo que es la belleza? -nos preguntó, de pronto, el hasta entonces mudo y atento Shakeb, profesor de la inexplicable escuela de los Opuestos. Farag y yo le miramos, sin comprender. Tenía la cara redonda y unos grandes ojos negros muy expresivos; en sus manos regordetas lucía varios anillos que lanzaban espectaculares chispazos de luz-. ¿Podéis ver cómo tiembla la llama de la vela más corta del antorchero de oro que hay sobre la cabeza de Catón?
El antorchero al que se refería era apenas un punto luminoso en la distancia. ¿Cómo íbamos a distinguir la vela más corta y, en ella, la llama temblorosa?
– ¿Podéis percibir el olor de la mermelada de col que llega desde las cocinas? -continuó-. ¿Notáis el intenso aroma picante que despide la mejorana que le han puesto y el aliento ácido de las hojas de ruibarbo que la cubren en los cuencos?
Francamente, estábamos desconcertados. ¿De qué estaba hablando? ¿Cómo íbamos a oler algo semejante? Sin mover la cabeza ni bajar la mirada, intenté, infructuosamente, adivinar los ingredientes que componían el exquisito plato que tenía bajo la nariz, pero sólo pude recordar -y porque acababa de tragar un bocado- que sus sabores eran muy concentrados, mucho más intensos y naturales de lo normal.
– No sé adónde quieres llegar… -le dijo Farag a Shakeb.
– ¿Podrías decirme tú, didáskalos, cuántos instrumentos interpretan la música que acompaña nuestra comida?
¿Música…? ¿Qué música?, pensé, y en ese momento me di cuenta de que, en efecto, una bella melodía sonaba de fondo desde que nos habíamos sentado a la mesa. No la había oído porque no había prestado atención y porque sonaba muy suave y queda, pero hubiera sido imposible de todo punto distinguir los instrumentos musicales que la ejecutaban.
– ¿O cómo suena esa gota de sudor -continuó impertérrito- que resbala en este mismo momento por la espalda de Ottavia?
Me sobresalté. ¿Qué estaba diciendo aquel loco? Pero mi boca quedó sellada porque, cuando él lo dijo, advertí que, en efecto, por la tensión nerviosa y la excitación, una minúscula gota de transpiración se precipitaba a lo largo de mi columna vertebral aprovechando el espacio entre mi piel y la tela del himatión.
– ¿Qué está pasando aquí? -exclamé, sumida en el desconcierto.
– Y tú, Ottavia, dime -el hombre de los anillos era implacable-: ¿a qué ritmo está latiendo tu corazón? Yo te lo diré: a éste… -y empezó a golpear la mesa con dos dedos, haciendo coincidir perfectamente sus toques con las palpitaciones que yo sentía en el centro del pecho-. ¿Y cómo huele el vino que has bebido? ¿Has notado que lleva especias, que su textura es ligeramente mantecosa y que deja en la boca un sabor denso y seco, como de madera?
Yo era de Sicilia, la mayor región vinícola de Italia, y en mi familia teníamos viñedos y bebíamos vino en las comidas, pero jamás me había fijado en nada de todo eso.
– Si no sois capaces de percibir lo que os rodea ni de sentir las cosas que os pasan -concluyó con tono amable pero claramente firme-, si no disfrutáis de la belleza porque no podéis ni siquiera descubrirla, y si sabéis menos que los niños más pequeños de mi escuela, no pretendáis estar en posesión de la verdad ni os permitáis recelar de quienes os han acogido con afecto.
– Vamos, vamos, Shakeb -dijo Mirsgana, volviendo a salir en nuestra defensa-. Eso ha estado bien, pero ya es suficiente. Acaban de llegar. Hay que ser pacientes.
Shakeb modificó rápidamente su semblante, mostrando un cierto arrepentimiento.
– Perdonadme -rogó-. Mirsgana tiene razón. Pero acusarnos de asesinar a Dante ha sido una impertinencia por vuestra parte.
Aquella gente no tenía pelos en la lengua.
Farag, por su parte, estaba tenso y reconcentrado. Siguiendo la línea iniciada por Shakeb, me daba la impresión de oír los engranajes de su cerebro girando a toda velocidad.
– Discúlpame, Shakeb, por lo que voy a decir -soltó al fin con una voz sin inflexiones-, pero, aún aceptando como posible que puedas ver esa pequeña llama que dijiste u oler los aromas de la mermelada de col que llegan desde la cocina, me resisto a aceptar que oigas los latidos del corazón de Ottavia o el resbalar de una gota de sudor por su espalda. No es que dude de ti, pero…
– Bueno -le interrumpió Ufa, quitándole la réplica a Shakeb-, en realidad todos oímos como se deslizaba la gota y ahora mismo podemos oír también los latidos de vuestros corazones, igual que podemos saber por vuestra voz lo nerviosos que estáis o cómo se digieren los alimentos en vuestros estómagos.
Mi incredulidad no podía ser mayor y mi intranquilidad aumentó ante la sola idea de que algo así fuera cierto.
– No…, no es posible -vacilé.
– ¿Quieres una prueba? -ofreció amablemente Gete.
– Por supuesto -repuso Farag con aspereza.
– Yo te la daré -declaró, de pronto, Ahmose, la constructora de sillas, que no había intervenido hasta entonces-. Candace -dijo en susurros, como si hablara al oído del sirviente que nos había recomendado pasear por Parádeisos. Miré por todas partes, pero Candace no estaba en la sala en aquel momento-. Candace, por favor, ¿podrías traer un poco de ese pastel de flores de saúco que acabáis de sacar del horno? -se quedó en suspenso unos segundos y, luego, sonrió con satisfacción-. Candace ha contestado: «Enseguida, Ahmose.»
– ¡Ya…! -dejó escapar un desdeñoso Farag. Un desdeñoso Farag que tuvo que tragarse su desdén cuando, casi inmediatamente, Candace apareció por una de las puertas trayendo en las manos un plato con una especie de pudín blanco que no podía ser otra cosa que lo que le había pedido Ahmose.
– Aquí tienes el pastel de flores de saúco, Ahmose -comentó-. Lo he preparado pensando en ti. Ya he guardado un trozo para llevar a casa más tarde.
– Gracias, Candace -repuso ella con una sonrisa de felicidad. No cabía la menor duda de que vivían juntos.
– No lo entiendo -siguió recelando mi desconfiado didáskalos-. De verdad que no lo entiendo.
– No lo entiendes… aún, pero empiezas a aceptarlo -señaló Ufa, alzando con alegría su copa de vino en el aire-. ¡Brindemos por todas las cosas hermosas que vais a aprender en Parádeisos!
Los miembros de nuestro grupo levantaron sus copas y brindaron con entusiasmo. Los del grupo de la Roca y Catón ni se movieron, fascinados por lo que fuera que estaban oyendo.
Shakeb tenía razón. El vino olía maravillosamente a especias y su sabor era denso y seco como la madera. Un minuto después de haber brindado, todavía conservaba en mis papilas el recuerdo de su suave textura mantecosa. Una frase de John Ruskin [72] me vino entonces a la mente: «El conocimiento de la belleza es el verdadero camino y el primer peldaño hacia la comprensión de las cosas que son buenas.» La copa de la que bebí era de cristal esmerilado con relieves de hojas de acanto en forma de cenefas.
Aquella tarde fuimos de paseo por Stauros acompañados por Ufa, Mirsgana, Gete y una tal Khutenptah, la shasta de los cultivos, que había congeniado muy bien con el capitán Glauser-Róist y que venía con nosotros para enseñarnos los invernaderos y el sistema de producción agrícola. La Roca, como ingeniero agrónomo que era, se mostraba sumamente interesado en este aspecto de la vida de Parádeisos.
Cuando salimos del basileion de Catón después de comer, atravesando de nuevo numerosas salas y patios, nuestros guías, que se expresaban en inglés, nos aclararon el misterio de la ausencia de sol.
– Mirad hacia arriba -nos indicó Mirsgana.
Y arriba no había cielo. Stauros estaba ubicada en una gigantesca gruta subterránea cuyas dimensiones colosales quedaban delimitadas por unas paredes que no se veían y un techo que no se vislumbraba. Si cientos de máquinas excavadoras como las que habían abierto bajo el mar el túnel del Canal de la Mancha, hubieran trabajado sin descanso durante un siglo, ni así hubiesen sido capaces de abrir en el fondo de la tierra un espacio como el que ocupaba Stauros, con una superficie similar a la de Roma y Nueva York juntas y una altura superior a la del Empire State Building. Pero Stauros sólo era la capital de Parádeisos. Otras tres ciudades se levantaban en otras tantas grutas de parecido tamaño y un complejo sistema de corredores y galerías descomunales mantenía comunicados los cuatro núcleos urbanos.
– Parádeisos es un maravilloso capricho de la Naturaleza -nos explicó Ufa, que estaba empeñado en llevarnos a las cuadras donde trabajaba como domador de caballos-, el resultado de las terribles erupciones volcánicas que hubo en el pleistoceno. Las corrientes de agua caliente que circulaban por aquí disolvieron la piedra caliza dejando sólo la roca de lava. Este fue el lugar que encontraron nuestros hermanos en el siglo XIII. ¿Podéis creer que, después de siete siglos, aún no hemos terminado de explorar todo el complejo? Y eso que desde que tenemos luz eléctrica vamos mucho más deprisa. ¡Parádeisos es grandioso!
– Habladnos de cómo ilumináis Stauros -pidió Farag, que caminaba a mi lado cogiéndome de la mano. Las calles de la ciudad tenían las calzadas empedradas y por ellas circulaban jinetes a caballo y carros tirados por estos mismos animales, que parecían ser la única fuerza motriz disponible. A modo de aceras, hermosos mosaicos de brillantes teselas dibujaban paisajes de la Naturaleza o escenas variadas de músicos, artesanos y vida cotidiana, todo al más puro estilo bizantino. Varios staurofílakes barrían los suelos y recogían los desperdicios con unas curiosas palas mecánicas.
– Stauros tiene más de trescientas calles -dijo Mirsgana, saludando con la mano a una mujer que miraba desde la ventana de un primer piso; las casas estaban hechas de la misma roca volcánica que formaba la gruta, pero las cornisas y apliques añadidos, los dibujos y colores de las fachadas, les conferían un aire delicado, extravagante o distinguido, según el gusto de los propietarios-. Dentro de la ciudad hay siete lagos, todos navegables, bautizados por los primeros pobladores con los nombres de las siete virtudes, las cardinales y las teologales, que se oponen a los siete pecados capitales.
– Y esos lagos, especialmente el Templanza y el Paciencia, están llenos de peces ciegos y de crustáceos albinos -apuntó Khutenptah, la cual, curiosamente, me resultaba muy familiar y no hacía más que mirarla para averiguar por qué. Mi memoria era excelente, así que, con seguridad, la había visto antes, fuera de Parádeisos. Era muy guapa, con el pelo y los ojos negros, y unos rasgos clásicos (nariz fina incluida) que me martilleaban en el cerebro.
– Tenemos también -siguió Mirsgana- un precioso río, el Kolos [73], que brota de las profundidades, un poco antes de Lignum, y que atraviesa nuestras cuatro ciudades, formando en Stauros el lago Caridad. El Kolos es el que nos proporciona la energía para iluminar Parádeisos. Hace cuarenta años compramos unas antiguas turbinas, esas máquinas con ruedas hidráulicas que, cuando pasa el agua, se mueven y generan electricidad. No conozco muy bien este tema -se disculpó-, así que no puedo deciros mucho más. Sólo sé que tenemos corriente y que allá arriba -dijo señalando la inmensa bóveda-, aunque no se vean, hay cables de cobre que llegan a distintos puntos de Stauros.
– Pero el basileion de Catón estaba iluminado con velas -objeté.
– Nuestras máquinas no tienen la potencia necesaria para dar luz a todas las viviendas, aunque tampoco lo deseamos. Con alumbrar la ciudad y los espacios abiertos es suficiente. ¿Has echado en falta más luz en algún momento? Los artesanos de Parádeisos desarrollaron, durante los siglos de oscuridad, unas velas de gran intensidad luminosa. Además, nuestra visión, como habéis comprobado, es magnífica.
– ¿Por qué? -saltó Farag precipitadamente-. ¿Por qué es tan buena vuestra visión?
– Eso -le indicó Gete- lo comprenderás cuando visitemos las escuelas.
– ¿Tenéis escuelas para mejorar la vista? -preguntó la Roca, admirado.
– Dentro de nuestro sistema educativo, los sentidos, y todo cuanto se relaciona con ellos, son una parte fundamental. ¿Cómo, si no, podrían los niños estudiar la Naturaleza, experimentar, sacar conclusiones propias y comprobarlas? Seria como pedirle a un ciego que dibujara mapas. Los staurofílakes que llegaron aquí hace siete siglos tuvieron que enfrentarse a pruebas durísimas que les llevaron a desarrollar unas técnicas muy útiles para mejorar sus condiciones de vida y supervivencia.
– Los primeros pobladores descubrieron que los peces habían perdido sus ojos y los crustáceos su color porque no los necesitaban en las oscuras aguas de Parádeisos -señaló Khutenptah, con una leve sonrisa-. De igual modo se dieron cuenta de que algunas especies de aves que anidaban en los riscos no utilizaban los ojos para volar por los túneles y las galerías porque habían desarrollado, como los murciélagos, unos sistemas propios de visión. Entonces decidieron estudiar a fondo la fauna de este sitio y llegaron a interesantes conclusiones que, mediante una serie de ejercicios muy sencillos descubiertos con la práctica, adaptaron a los seres humanos. Eso es lo que hoy empiezan haciendo los niños en las escuelas y también los que, como vosotros, llegan nuevos a Parádeisos… Siempre que queráis, naturalmente.
– ¿Pero es posible? -insistí-. ¿Es posible aguzar la vista o el oído realizando una serie de ejercicios?
– Naturalmente. No es un aprendizaje rápido, desde luego, pero sí muy efectivo. ¿Cómo crees que pudo Leonardo da Vinci estudiar y describir hasta el menor detalle del vuelo de las aves para tratar de aplicar esos conocimientos al diseño de sus máquinas voladoras? Tenía una vista parecida a la nuestra y lo consiguió mediante un adiestramiento visual que él mismo ideó.
Mientras que fuera, en la superficie, habíamos fabricado máquinas que suplían nuestras carencias sensoriales (microscopios, telescopios, amplificadores de sonido, altavoces, ordenadores…), abajo, en Parádeisos habían trabajado durante siglos para perfeccionar sus facultades, afinándolas y desarrollándolas a imitación de la Naturaleza. Y ese logro, como las pruebas del Purgatorio, les había abierto las puertas a una nueva forma de entender la vida, el mundo, la belleza y todo cuanto les rodeaba. Arriba éramos ricos en tecnología, pero abajo eran ricos en espíritu. Así pues, quedaba aclarado el misterio de los inexplicables robos de los Ligna Crucis, unos robos llevados a cabo a la perfección, sin huellas, sin violencia y sin vestigios de ninguna clase: ¿qué tipo de vigilancia podría impedir que un staurofílax, con sus capacidades sensoriales hiperdesarrolladas, cogiera lo que quisiera del lugar más protegido del mundo?
Cruzando calles en las que el tráfico de calesas y de carretas discurría plácidamente, y atravesando plazas y jardines en los que la gente se divertía haciendo malabarismos con pelotas y mazas -actividad que también formaba parte de sus extraños adiestramientos, en este caso para favorecer el ambidextrismo-, llegamos hasta la ribera del Kolos, que no tendría menos de sesenta o setenta metros de anchura y cuyas orillas de rocas irregulares habían sido reforzadas con antepechos tallados con flores y palmas. Apoyé la mano en el barandal mientras contemplaba los barcos que navegaban por sus negras aguas y me pareció que mis dedos resbalaban como si hubieran tocado una mancha de aceite. Pero no era así. La palma de mi mano estaba limpia y sólo había sido el efecto causado por un bruñido espectacular. Entonces recordé aquel sillar de piedra que resbalaba por el estrecho túnel de las catacumbas de Santa Lucía como si estuviera engrasado.
Canoas y piraguas se deslizaban por las quietas aguas del Kolos con una, dos y hasta tres personas empuñando los remos, pero los barcos más llamativos eran los de transporte de mercancías, que parecían grandes y gruesas rosquillas de cuya barriga salían, como de los barcos griegos y romanos, hasta tres filas de remos de palas cortas y anchas. Aquellas naves, nos explicó Ufa, eran el principal medio de transporte de personas y bienes entre Stauros, Lignum, Edém y Crucis. Stauros era la capital y la ciudad más grande, con casi cincuenta mil habitantes, y Crucis la más pequeña, con veinte mil.
– ¿Pero cómo es que aún utilizáis remeros? -pregunté escandalizada. Y, además, ¿quiénes eran aquellos pobres seres que, condenados a galeras, tenían que pasar su vida en las tripas de una oscura embarcación, sudorosos, mal alimentados y enfermos.
– ¿Por qué no? -se extrañaron los cuatro.
– ¡Es inhumano! -bramó la Roca, tan escandalizado como Farag y yo.
– ¿Inhumano? ¡Es un trabajo muy solicitado! -dijo Gete mirando los barcos con melancolía-. Yo sólo pude disfrutar de un permiso de tres meses.
– Remar es un trabajo muy divertido -se apresuró a explicar Mirsgana al ver nuestras caras de asombro-. Los jóvenes, chicos y chicas, están deseando obtener una plaza en un barco de transporte y hay tantas demandas que, para que todos puedan ser remeros, se conceden licencias de tres meses, como ha dicho Gete.
– Tendríais que probarlo -añadió él, sin abandonar la mirada nostálgica-. El ritmo y los diferentes estilos de las paladas que impulsan la embarcación, los movimientos sincronizados, el esfuerzo común, la camaradería… Con el remo muy bien sujeto entre las manos, hay que echarse hacia delante, flexionando las piernas, y luego coger impulso hacia atrás. Es una secuencia preciosa que proporciona una fuerza increíble en los hombros, espalda y piernas. Y, además, se conoce a mucha gente nueva y se fortalecen los lazos de amistad entre las cuatro ciudades.
Valía la pena, me dije, no volver a abrir la boca durante aquel recorrido turístico. Las miradas que intercambié con Farag y el capitán Glauser-Róist me indicaron que estaban pensando lo mismo que yo. Allí todos parecían felices de hacer las cosas que hacían, hasta las más duras y desagradables. ¿O, tal vez, es que no eran tan duras ni tan desagradables después de todo? ¿No serían otros motivos bien distintos -opinión social, poder adquisitivo…- los que las convertían en tales?
Caminamos a lo largo del hermoso paseo que limitaba con el río contemplando cómo la gente se bañaba alegremente en la orilla. Al parecer, como la totalidad del complejo de grutas que formaban Parádeisos, esas aguas oscuras mantenían una temperatura constante de veinticuatro o veinticinco grados. La experiencia adquirida en el asunto de los remeros me hizo callar y no preguntar cómo era posible que algunos de aquellos nadadores alcanzaran y superaran a muchas de las piraguas que se deslizaban impulsadas por la fuerza de dos o tres personas. Era tanto lo que había que aprender, había tantas cosas interesantes en Parádeisos que estuve segura de que ni Farag, ni la Roca ni yo podríamos denunciar jamás a aquella gente. Los staurofílakes tenían razón cuando decían que seríamos tan incapaces de hacerles daño gratuita e inútilmente como todos los que habían pasado por allí antes que nosotros. ¿Cómo íbamos a permitir que entraran en aquel lugar hordas de policías uniformados para poner fin a una cultura semejante? Sin contar con que luego, las distintas Iglesias pelearían entre ellas por adjudicarse la propiedad de lo que había sido y de lo que quedara de la hermandad o por convertir aquel lugar en centro de curiosidad religiosa o de peregrinación. Los staurofílakes y su mundo desaparecerían para siempre, después de mil seiscientos años de historia, y se convertirían en foco de atracción masiva para periodistas, antropólogos e historiadores de todas partes. Si habían robado la Cruz, sólo tenían que devolverla. Nosotros, y estaba segura de pensar igual que la Roca y Farag, jamás les denunciaríamos.
Nuestro paseo continuaba plácidamente. Stauros contaba con numerosos teatros, salas de conciertos, salas de exposiciones, centros de juegos y entretenimiento, museos (de historia natural, de arqueología, de artes plásticas…), bibliotecas… En éstas encontré, durante los siguientes días y para mi incredulidad, manuscritos originales de Arquímedes, Pitágoras, Aristóteles, Platón, Tácito, Cicerón, Virgilio… Además de primeras ediciones de la Astronómica de Manilio, La medicina de Celso, la Historia natural de Plinio y otros sorprendentes incunables. Cerca de doscientos mil volúmenes se concentraban en aquellas «Salas de la Vida», como las llamaban los staurofílakes, y, lo más curioso: una gran mayoría en Parádeisos podían leer los textos en sus versiones originales porque el estudio de lenguas, muertas o vivas, era una de sus aficiones favoritas.
– El arte y la cultura aumentan la armonía, la tolerancia y la comprensión entre las personas -dijo Gete-. Y esto es algo que sólo ahora estáis empezando a comprender ahí arriba.
En las cuadras de Ufa, las más grandes de las cinco que había en las inmediaciones de Stauros, los caballos, yeguas y potrillos campaban a sus anchas por el recinto. En el guadarnés había cientos de ronzales y bridas de todas clases, e infinidad de sillas de montar (todas de un cuero magníficamente repujado) con extrañas cinchas de colores y estribos de madera. Ufa nos invitó a frutos secos y a posca, una bebida que ellos tomaban continuamente hecha a base de agua, vinagre y huevos.
Según nos dijeron, la equitación era uno de los (muchos) deportes favoritos de Parádeisos. El salto -al trote y al galope-, se consideraba un arte superior. Los jinetes que dominaban esta práctica eran muy admirados por la gente. También hacían carreras o pruebas de habilidad a caballo a lo largo de las galerías y había un juego muy popular, el Iysóporta [74], que era el preferido de los niños. Pero el trabajo de Ufa, y su pasión, era, en concreto, la doma.
– El caballo es un animal muy inteligente -nos dijo con convicción, pasando la mano suavemente por los cuartos traseros de un potrillo que se había acercado mansamente hasta nosotros-. Basta con enseñarle a comprender las señales de las piernas, las manos y la voz para que se identifique con el pensamiento de su jinete. Aquí no necesitamos ni espuelas ni fustas.
Luego, mientras la tarde iba pasando, se extendió en una larga explicación sobre la necesidad de descartar de entrada el adiestramiento para el salto de caballos que no hubieran sido previamente amaestrados -significara eso lo que significase-, y su interés, desde que era shasta, por introducir la doma en las escuelas, ya que, dijo, era la mejor manera de conocer los movimientos naturales del animal antes de empezar a montarlo o a guiarlo.
Mirsgana, afortunadamente, le interrumpió de manera discreta y le recordó que Khutenptah había venido con nosotros para enseñarnos el sistema de cultivos y que ya se estaba haciendo tarde. Ufa nos ofreció los mejores caballos de sus cuadras pero, como yo no sabía montar, nos dio a Farag y a mí una pequeña calesa con la que pudimos seguir a los demás hasta una zona alejada de Stauros en la que había hectáreas y más hectáreas de huertos perfectamente parcelados. Durante el trayecto, Farag y yo pudimos, por fin, estar un rato a solas, pero no se nos ocurrió perder el tiempo comentando las extrañas cosas que estábamos viendo. Teníamos necesidad el uno del otro y recuerdo haber pasado todo aquel viaje bromeando y riendo. En realidad, descubrimos que los coches de caballos eran mucho más seguros que los de motor por la sencilla razón de que podías dejar de mirar el camino durante un buen rato sin que pasara nada.
Khutenptah nos mostró sus dominios con el mismo orgullo con que Ufa nos había enseñado los suyos. Era hermoso verla pasear, embelesada, entre filas de hortalizas, plantas de forraje, cereales y todo tipo de flores. Glauser-Róist la seguía con la mirada, absorto en sus palabras.
– La roca volcánica -decía- brinda una excelente oxigenación a las raíces, además de ser un sustrato limpio y libre de parásitos, bacterias y hongos. En Stauros hemos dedicado más de trescientos estadios [75] a la agricultura; las otras ciudades disponen de más porque han aprovechado algunas galerías. Puesto que Parádeisos carece de suelo cultivable, los primeros pobladores tenían que salir al exterior para comprar alimentos o bien se los procuraban a través de los anuak, con el consiguiente riesgo de ser descubiertos. De manera que estudiaron en profundidad el sistema empleado por los babilonios para crear sus maravillosos jardines colgantes y descubrieron que la tierra no es necesaria…
Sólo entonces presté atención a lo que Khutenptah estaba diciendo. Farag y yo seguíamos enzarzados en nuestra propia conversación, ajenos a los demás, y no me había dado cuenta de que, efectivamente, no era tierra lo que pisábamos, sino roca. Todos los productos que brotaban en Parádeisos lo hacían dentro de grandes y alargadas vasijas de barro que contenían únicamente piedras.
– Con los desechos orgánicos que produce la ciudad -seguía explicando Khutenptah-, elaboramos los nutrientes para las plantas y se los proporcionamos en el agua.
– Es lo que arriba se conoce como cultivos hidropónicos -comentó Glauser-Róist examinando detenidamente las hojas verdes de un arbusto y alejándose, al fin, con gesto satisfecho-. Todo tiene un aspecto magnífico -sentenció-, pero ¿y la luz? El sol es necesario para la fotosíntesis.
– También sirve la luz eléctrica. Además, la favorecemos agregando ciertos minerales y resinas azucaradas al nutriente.
– Eso no es posible -objetó la Roca, acariciando la raíces de un manzano.
– Entoces, protospatharios -dijo ella muy tranquila-, ten por seguro que, en este momento, sufres una alucinación y no estás tocando nada.
Él retiró la mano velozmente y, ¡oh, milagro!, exhibió una de sus escasas sonrisas, aunque esta era amplia y luminosa, absolutamente nueva. Y justo entonces recordé de qué conocía a Khutenptah. No, no la había visto nunca antes, pero en la casa que Glauser-Róist tenía en el Lungotévere dei Tebaldi, en Roma, había dos fotografías de una chica que era idéntica a ella. ¡Por eso estaba la Roca tan deslumbrado! Khutenptah debía recordarle a la otra. El caso es que ambos se enredaron en una complicada conversación sobre resinas azucaradas de uso agrícola y, de igual modo que Farag y yo, muy descortésmente, nos manteníamos algo apartados, ellos acabaron dejando de lado a Ufa, Mirsgana y Gete.
Por fin, muy avanzada la tarde, volvimos a Stauros. La gente paseaba después de un largo día de trabajo y los parques estaban llenos de niños gritones, de observadores silenciosos, de grupos de jóvenes y de malabaristas. Nada les gustaba más que lanzar cosas al aire y recogerlas. El malabarismo les ayudaba a ser ambidextros y ser ambidextros los convertía en fantásticos malabaristas. No sé si ellos lo sabían o si lo habrían intuido, pero usar indistintamente ambas manos para todo tipo de actividades potenciaba el desarrollo simultáneo de los dos hemisferios cerebrales, aumentando de este modo las capacidades artísticas e intelectuales.
Por fin, Mirsgana, Gete, Ufa y Khutenptah nos condujeron misteriosamente hacia el último lugar que íbamos a visitar antes de regresar al basileion para la cena. Se negaron a darnos ninguna explicación pese a nuestros ruegos y, al final, la Roca, Farag y yo, decidimos que lo más práctico y divertido era ser discípulos obedientes y mudos.
Las calles rebosaban de caótica vitalidad. Stauros era una ciudad sin prisas ni tensión, pero vibraba con las pulsaciones de un perfecto ecosistema. Las gentes -esos staurofílakes a los que tanto habíamos perseguido- nos miraban con expectación porque sabían quiénes éramos y nos sonreían y saludaban amistosamente desde las ventanas, los carruajes o las aceras de bellos mosaicos. El mundo al revés, recuerdo haber pensado. ¿O no? Apreté muy fuerte la mano de Farag porque sentí que habían cambiado tantas cosas y que yo había cambiado también tanto que necesitaba sujetarme a algo firme y seguro.
Cuando la calesa dobló una esquina y entró de golpe en una inmensa plaza en la que, al fondo, detrás de una zona de jardines, se veía un edificio descomunal de seis o siete pisos de altura, cuya fachada estaba constelada de vidrieras de colores y cuyas numerosas torres puntiagudas acababan en afilados pináculos, supe que habíamos llegado realmente al final de nuestro camino, al final del largo camino que de manera tan irreflexiva habíamos iniciado meses atrás.
– El Templo de la Cruz -anunció solemnemente Ufa, pendiente de nuestra reacción.
Creo que de todos los momentos vividos hasta entonces, ése fue el más emocionante y el más grandioso. Ninguno de los tres podía apartar los ojos de aquel templo, paralizados por la emoción de haber alcanzado, finalmente, la última etapa de nuestro viaje. Estaba segura de que ni siquiera el capitán albergaba la intención de reclamar la reliquia en nombre de unos intereses que ya no nos importaban, pero haber llegado hasta el corazón del Paraíso Terrenal, después de tantos esfuerzos, angustias y miedos, con la única compañía de Virgilio y Dante Alighieri, era algo demasiado importante como para dejar escapar una sola migaja de sentimientos y sensaciones.
Entramos en el templo sobrecogidos por la grandiosidad del lugar, brillantemente iluminado por millones de cirios que doraban los mosaicos y las bóvedas, el oro y la plata, el azul de la cúpula. No era una iglesia al uso; su decoración y condiciones la convertían en realmente excepcional, mezcla de estilos bizantino y copto, a medio camino entre la sencillez y el exceso oriental.
– Tomad -nos dijo Ufa, tendiéndonos unos paños blancos-. Cubríos la cabeza. Aquí se debe mostrar el máximo respeto.
Parecidos a los turban de las mujeres otomanas, aquellos grandes velos se ponían sobre el cabello dejando caer sus extremos, sin anudar, por delante de los hombros. Se trataba de una antigua forma de respeto religioso que, en Occidente, había sido abandonada hacia mucho tiempo. Lo curioso era que aquí también los hombres entraban en el templo con el turban blanco sobre la cabeza. Es más, todos los que se hallaban en el interior, niños incluidos, iban respetuosamente cubiertos con un velo blanco.
Y, de repente, avanzando por aquella inmensa nave, la vi: en el extremo opuesto a la entrada se veía una oquedad en el muro y, en ella, una hermosa Cruz de madera colgada en posición vertical. Había gente sentada en los bancos, frente a ella, o sobre alfombras en el suelo -al estilo musulmán-, gente que rezaba en voz alta o que oraba en silencio, gente que parecía estar ensayando autos sacramentales, y gente menuda, niños, que, por grupos de edad, ejecutaban recién aprendidas genuflexiones. Era una forma bastante peculiar de entender la religión y, más que la religión, el espacio religioso, pero los staurofílakes ya nos habían sorprendido bastante y estábamos curados de espanto. Sin embargo, frente a nosotros se encontraba la Vera Cruz, reconstruida por completo como señal inequívoca de que ellos seguían siendo ellos y siempre lo serían.
– Está hecha de madera de pino -nos contó Mirsgana con voz afable, consciente de la emoción que nos embargaba-. El madero vertical mide casi cinco metros, el travesaño horizontal dos metros y medio, y pesa unos setenta y cinco kilos.
– ¿Por qué adoráis tanto la Cruz y no al Crucificado? -se me ocurrió preguntar de pronto.
– ¡Naturalmente que adoramos a Jesús! -dijo Khutenptah, sin perder su tono extremadamente amable-. Pero la Cruz es, además, el símbolo de nuestro origen y el símbolo del mundo que hemos construido con esfuerzo. De la Madera de esa Cruz está hecha nuestra carne.
– Discúlpame, Khutenptah -musitó Farag-, pero no te entiendo.
– ¿Crees de verdad que ésta es la Cruz en la que murió Cristo? -le preguntó Ufa.
– Bueno, no… En realidad, no -titubeó, pero su inseguridad no era tanto porque dudara ni por un momento de la falsedad evidente de la Cruz como por no ofender, en todo caso, la fe y las creencias de los staurofílakes que nos acompañaban.
– Pues sí lo es -afirmó Khutenptah, muy segura-. Esta es la Vera Cruz, la auténtica Madera Santa. Tu fe es pobre, didáskalos, deberías orar más.
– Esta Cruz -dijo Mirsgana, señalándola-, fue descubierta por Santa Helena, madre del emperador Constantino, en el año 326. Nosotros, la Hermandad de los Staurofílakes, nacimos, para protegerla, en el año 341.
– Así fue, es verdad -dijo Ufa muy satisfecho-. El día primero del mes de septiembre del año 341.
– ¿Y por qué habéis robado ahora los Ligna Crucis de todo el mundo? -preguntó la Roca, molesto-. ¿Por qué en este momento?
– No los hemos robado, protospatharios -le respondió Khutenptah-. Eran nuestros. La seguridad de la Vera Cruz nos fue encomendada a nosotros. Muchos staurofílakes murieron para protegerla. Nuestra existencia adquiere sentido en ella. Cuando nos ocultamos en Parádeisos teníamos el pedazo más grande de la madera. El resto, permanecía diseminado por iglesias y templos en fragmentos más o menos grandes; a veces sólo en pequeñas astillas.
– Han pasado siete siglos -declaró Gete-. Ya era hora de recuperarla y devolverle su pasada integridad.
– ¿Por qué no los devolvéis? -pregunté, esperanzada-. Si lo hiciérais dejaríais de correr peligro. Pensad que muchas iglesias fundaban la devoción de sus fieles en el fragmento de Vera Cruz que poseían -exclamé.
– ¿De veras, Ottavia…? -inquirió, escéptica Mirsgana-. Nadie hacía caso ya de los Ligna Crucis. En Notre Dame de París, en San Pedro del Vaticano o en la iglesia de Santa Croce in Gerusalemme, por ejemplo, los habían relegado a sus respectivos museos de curiosidades, a los que llaman tesoros o colecciones, y en los que hay que pagar para entrar. Cientos de voces cristianas se alzan para proclamar la falsedad de estos objetos y tampoco los fieles están ya muy interesados en ellos. La fe en las santas reliquias ha decaído mucho en los últimos años. Nosotros sólo deseábamos completar el trozo de Santo Leño que teníamos, una tercera parte del supes, el madero vertical, pero, al darnos cuenta de lo fácil que nos resultaría conseguir también todo lo demás, no lo pensamos dos veces y la recuperamos completa.
– Es nuestra -repitió, tozudo, el joven traductor de sumerio-. Esta Cruz es nuestra. No la hemos robado.
– ¿Y cómo organizasteis una… recuperación a tan gran escala desde aquí abajo? -preguntó Farag-. Los Ligna Crucis estaban muy repartidos, e, incluso, después de los primeros ro… recuperaciones, muy bien custodiados.
– ¿Conocisteis al sacristán de Santa Lucía -empezó a decir Ufa-, al padre Bonuomo de Santa María in Cosmedín, a los monjes de San Constantino Acanzzo, al padre Stephanos de la basílica del Santo Sepulcro, a los popes de Karnikaréa y al vendedor de entradas de las catacumbas de Kom el-Shoqafa…?
Farag, la Roca y yo nos miramos. Nuestras sospechas habían resultado ciertas.
– Todos ellos son staurofílakes -siguió diciendo el domador de caballos-. Muchos de nosotros optamos por vivir fuera de Parádeisos pará cumplir determinadas misiones o por motivos particulares. Estar aquí abajo no es obligatorio, desde luego, pero se considera la máxima gloria y el mayor honor para un staurofílax que entrega su vida a la Cruz.
– Hay muchos staurofílakes por todo el mundo -comentó Gete, divertido-. Más de los que podáis suponer. Van y vienen, pasan temporadas con nosotros y luego vuelven a sus casas. Como hacía Dante Alighieri, por ejemplo.
– Siempre ha habido uno o dos de los nuestros cerca de cada fragmento o astilla de la Vera Cruz -concluyó la encargada de las aguas-, así que, en realidad, la operación resultó muy fácil.
Ufa, Khutenptah, Mirsgana y Gete se miraron, satisfechos, y, luego, recordando dónde se encontraban, se arrodillaron devotamente delante de la Vera Cruz -impresionante por sus grandes dimensiones y por la cuidada forma de exposición- y, con mucho fervor y recogimiento, realizaron durante un rato una serie de complicadas reverencias y postraciones, murmurando antiguas letanías del ritual bizantino.
Mientras tanto, la presencia de Dios se hizo fuerte en mi corazón. Me hallaba en una iglesia y, fuera como fuese, hay lugares que son sagrados y que elevan el espíritu y acercan a Dios. Me arrodillé y empecé una sencilla oración de gracias por haber llegado hasta allí y por haberlo hecho, los tres, sanos y salvos. Le pedí a Dios que bendijese mi amor por Farag y le prometí que nunca abandonaría mi fe. No sabía qué iba a ser de nosotros ni qué planes tenían los staurofílakes, pero, mientras estuviera en Parádeisos, acudiría todos los días a rezar a ese magnifico templo en cuyo ábside pendía de hilos invisibles la Verdadera Cruz de Jesucristo. Yo sabía que no era la auténtica, que no era la cruz en la que murió Jesús, porque la crucifixión era un castigo muy común y, cuando Él murió en el Gólgota, las cruces se utilizaban una y otra vez hasta que quedaban inservibles y, luego, comidas por la carcoma, acababan como leña en las hogueras de los soldados. De modo que esa cruz que tenía delante de mí no era la Verdadera Cruz de Cristo, pero sí la cruz que encontró Santa Helena en el año 326 bajo un templo de Venus en una colina de Jerusalén; sí era la cruz que, en pedazos, había recibido la adoración y el amor de millones de personas a lo largo de los siglos; sí era la cruz que había dado origen a los staurofílakes; y, desde luego, sí era la cruz que me había unido a Farag, al pagano Farag, al maravilloso Farag.
Llegando de nuevo al basileion de Catón para la cena, las luces que iluminaban Parádeisos menguaron de intensidad, provocando un falso anochecer que, no por eso, era menos hermoso. Todo el mundo regresaba plácidamente a sus casas y nuestros acompañantes se despidieron de nosotros ante la gran puerta de acceso al basileion, que siempre permanecía abierta.
Glauser-Róist y Khutenptah quedaron para encontrarse a la mañana siguiente, poco después de que iluminaran la ciudad a la hora prima, en la zona de los cultivos, de modo que Ufa le dejó el caballo al capitán para que pudiera desplazarse hasta allí. La Roca, al parecer había quedado muy impresionado por el asunto de las resinas azucaradas -y yo diría que también por la bella Khutenptah- y quería estudiar a fondo el asunto. O eso dijo, al menos. Gete se ofreció a mostranos a Farag y a mí nuevos aspectos y lugares de Parádeisos que no habíamos visto aquel primer día. Así que, en realidad, sólo nos despedimos de Ufa y de Mirsgana, aunque con la promesa de pasar a visitarlos.
La cena fue mucho más tranquila que la comida. En una pieza distinta, más pequeña y acogedora que la inmensa sala del mediodía, el anciano Catón CCLVII ejerció de nuevo como anfitrión con la única compañía de la shasta Ahmose -que resultó ser, además de constructora de sillas, una de sus hijas-, y de Darius, el shasta de la Administración y canonarca [76] del Templo de la Cruz. Candace fue nuevamente el sirviente que atendió nuestra mesa, y la música, una melodía que me recordó las cancioncillas populares del medievo, volvía a sonar como acompañamiento de fondo.
Mientras se desarrollaba la conversación, que fue intensa y complicada, procuré poner en práctica las cosas que había aprendido al mediodía sobre los sabores y los olores. Me di cuenta de que para distinguir tantos detalles y disfrutar de ellos había que comer y beber muy despacio, tan despacio como lo hacían los staurofílakes. Pero lo que para ellos resultaba fácil por la práctica, a mí me costaba un esfuerzo sobrehumano, porque estaba acostumbrada a masticar deprisa y a tragar de golpe. Me encantó una bebida nueva que nos ofrecieron y que sólo se tomaba por la noche, a la hora de la cena: el eukrás, una decocción de pimienta, comino y anís realmente deliciosa.
Catón CCLVII quería conocer nuestros planes para el futuro y nos interrogó a fondo a este respecto. Farag y yo teníamos muy claro que queríamos volver a la superficie, pero la Roca, incomprensiblemente, vacilaba.
– Me gustaría quedarme un poco más -dijo con gesto inseguro-. Hay muchas cosas que aprender aquí abajo.
– Pero, capitán -me alarmé-, ¡no podemos volver sin usted! ¿No recuerda que la mitad de las Iglesias del mundo está esperando noticias nuestras?
– Kaspar, tiene que regresar con nosotros -insistió Farag, muy serio-. Usted trabaja para el Vaticano. Tiene que dar la cara.
– ¿Y vais a descubrirnos? -preguntó con dulzura Catón.
Aquello era muy serio. Estábamos en un aprieto y lo sabíamos. ¿Cómo íbamos a respetar el secreto de los staurofílakes si, en cuanto regresáramos, seríamos acribillados a preguntas por Monseñor Tournier y el cardenal Sodano? No podíamos brotar de la tierra como si nada y decir que habíamos estado jugando a las cartas desde que desaparecimos en Alejandría diecisiete días atrás.
– Por supuesto que no, Catón -se apresuró a decir Farag-. Pero tendréis que ayudarnos a montar una historia que resulte convincente.
Catón, Ahmose y Darius rieron, como si eso fuera lo más fácil del mundo.
– Yo me encargaré, profesor -dijo, súbitamente, la Roca-. Recuerde que esa es mi especialidad. El mismo Vaticano se encargó de enseñarme.
– Vuelva con nosotros, capitán -le rogué, fijando la mirada en sus ojos grises.
Pero la evocación de su trabajo en el Vaticano parecía haberle servido de acicate para desear aún más quedarse en Parádeisos. Su expresión de firmeza se volvió más acusada.
– De momento, no, doctora -declaró, negando también con la cabeza-. No tengo ganas de seguir limpiando la suciedad de la Iglesia. Jamás me gustó hacerlo y ya es hora de cambiar de oficio. La vida me está dando una oportunidad y sería un imbécil si la desaprovechara. No voy a hacerlo. Así que me quedo, por lo menos una temporada. No hay nada fuera que me interese y me apetece pasar unos meses trabajando en los cultivos con Khutenptah.
– ¿Y qué vamos a decir? ¿Cómo explicaremos su desaparición? -pregunté angustiada.
– Digan que he muerto -repuso sin vacilar.
– ¡Usted se ha vuelto loco, Kaspar! -exclamó Farag, muy enfadado. Catón, Ahmose y Darius escuchaban atentamente nuestra conversacion sin intervenir.
– Les daré una coartada perfecta que les pondrá a salvo de los interrogatorios de las Iglesias y que me permitirá volver dentro de unos meses sin levantar sospechas.
– Podemos ayudarte, protospatharios -le dijo Ahmose-. Llevamos muchos siglos haciendo este tipo de cosas.
– ¿Tu voluntad de quedarte un tiempo es firme, Kaspar? -quiso saber Catón, paladeando una cucharada de trigo molido con canela, almibar y ciruelas pasas.
– Es firme, Catón -respondió Glauser-Róist-. No digo que esté convencido de vuestras ideas ni de vuestras creencias, pero os agradecería que me permitiérais descansar aquí, en Parádeisos. Necesito pensar qué tipo de vida quiero para mi futuro.
– No debiste hacer aquello que tanto te desagradaba.
– Tú no lo entiendes, Catón -protestó la Roca, sin borrar su gesto de determinación-. Arriba, la gente no siempre trabaja en lo que le gusta. Más bien todo lo contrario. Mi fe en Dios es fuerte y eso me mantuvo durante los años que trabajé para la Iglesia, una Iglesia que ha olvidado el Evangelio y que, para no perder sus privilegios, miente, engaña y es capaz de interpretar las palabras de Jesús a su conveniencia. No, no deseo volver.
– Puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras, Kaspar Glauser-Róist -declaró Catón, solemnemente-. Y vosotros, Ottavia y Farag, podéis marcharos cuando queráis. Dadnos, eso sí, unos días para organizar vuestra partida y, luego, podréis volver a la superficie. Siempre seréis bienvenidos a Parádeisos. Esta es vuestra casa, pues, a fin de cuentas, y por si no lo habéis pensado, sois staurofílakes. Las marcas de vuestros cuerpos lo atestiguan. Os proporcionaremos contactos en el exterior para que podáis comunicaros con nosotros. Y, ahora, con vuestro permiso, me retiro a orar y a dormir. Mis muchos años ya no me dejan trasnochar demasiado -explicó sonriendo.
Catón CCLVII desapareció por la puerta caminando lentamente con ayuda de su bastón. Su hija Ahmose, le dio un beso antes de que se marchara y, luego, volvió a reunirse con nosotros.
– No tengáis miedo -dijo Darius, observando nuestras caras, las de Farag, la Roca y la mía-. Sé que estáis preocupados y es lógico. Las Iglesias cristianas son huesos duros de roer. Pero, con la ayuda de Dios, todo saldrá bien.
En ese momento apareció Candace con una bandeja llena de copas de vino. Ahmose sonrió.
– ¡Sabía que nos traerías un poco del mejor vino de Parádeisos! -exclamó.
Darius alargó la mano rápidamente. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, de pelo canoso y escaso y con orejas muy pequeñas, tan pequeñas que apenas se le veían.
– Brindemos -empezó a decir cuando todos tuvimos nuestra copa de hermoso alabastro entre las manos-. Brindemos por el protospatharios, para que sea feliz entre nosotros, y por Ottavia Salina y Farag Boswell, para que sean felices aunque estén lejos de nosotros.
Todos sonreimos y levantamos los vasos.
Haidé y Zauditu me habían preparado la habitación y me esperaban dando los últimos retoques a las flores y a la ropa. Todo estaba precioso y la luz de las pocas velas encendidas le daba un aire mágico a la habitación.
– ¿Deseas algo más, Ottavia? -me preguntó Haidé.
– No, no, gracias -contesté intentanto disimular mi nerviosismo. Farag me había preguntado, mientras abandonábamos el comedor, si podía venir a mi cuarto en cuanto nos hubieran dejado tranquilos. No tuve que responderle. Mi sonrisa le contestó. ¿Para qué seguir esperando? Todo había sido culminado y yo sólo deseaba estar con él. Muchas veces, mientras le miraba, me pasaba por la cabeza la tonta idea de que si tuviera más de una vida aún me faltaría tiempo para estar a su lado, de modo que ¿por qué esperar? Sin saber muy bien cómo, de repente ciertas cosas se revelan evidentes, y pasar la noche con Farag era una de ellas. Sabía que si no lo hacía me reprocharía mi miedo durante mucho tiempo y ya no podría sentirme tan segura de la nueva Ottavia. Estaba absolutamente enamorada de él, absolutamente ciega, y quizá por eso no veía nada malo en lo que pensaba hacer. Treinta y nueve años de castidad y abstinencia habían sido suficientes. Dios lo comprendería.
– Creo que el didáskalos está impaciente por venir -dijo la indiscreta Zauditu-. Está dando vueltas en su habitación como un león enjaulado.
La habitación de Farag estaba al otro lado del corredor.
– ¡Zauditu! -la regañó Haidé-. Perdónala, Ottavia. Es demasiado joven para comprender que arriba tenéis otras costumbres.
Yo sonreí. No podía hacer otra cosa, ni siquiera podía hablar. Sólo quería que se marcharan y que llegara Farag. Ambas se dirigieron, por fin, hacia la puerta.
– Buenas noches, Ottavia -musitaron muy sonrientes, desapareciendo.
Fui lentamente hacia el espejo y me miré. No estaba en mi mejor momento ni tenía mi mejor aspecto. Mi cabeza parecía una bola de billar y mis cejas flotaban como islas en un mar lampiño. Pero mis ojos estaban brillantes y una sonrisa tonta, que no conseguía borrar, se había apoderado de mis labios. Me sentía feliz. Parádeisos era un lugar incomparable, muy atrasado en lo material pero muy adelantado en otros muchos aspectos. Allí desconocían la prisa, la angustia, la lucha diaria por sobrevivir en un mundo lleno de peligros. La vida discurría con placidez y sabían apreciar lo que tenían. Me hubiera gustado llevarme de Parádeisos esa maravillosa capacidad para disfrutar de todo, por insignificante que fuera, y pensaba empezar con la parte práctica esa misma noche.
Tenía miedo. Mi corazón latía tan fuerte que parecía que se me iba a salir por la boca. Me golpeaba en el pecho como un animalillo asustado. «No lo hagas, Ottavia, no lo hagas», me susurraba una voz en la cabeza. Todavía estaba a tiempo de echarme atrás. ¿Por qué tenía que ser esa noche? ¿Por qué no mañana o a la vuelta a la superficie? ¿Por qué no esperar hasta recibir la bendición de la Iglesia?
– ¿Por qué no dejarlo para siempre y no hacerlo nunca? -me dije a mí misma en voz alta, con tono de reproche.
«Vamos, Ottavia», intenté animarme. «Estás deseándolo, te mueres por hacerlo, ¿qué temes?» Mi corazón latió aún más fuerte y el sudor empezó a correr por mi cuerpo. Lo que faltaba. Sin saberlo, toda mi vida había sido una lenta espera de ese momento y, ahora, después de desatar tantos lazos, de vivir tantas cosas, de dejar atrás la estrecha armadura en la que había metido mi cuerpo en algún momento del pasado, ahora tenía la gran suerte de haber encontrado al hombre más maravilloso del mundo que, además, estaba deseando apoderarse de mí y entregarme su amor. ¿Por qué estaba tan asustada? Farag me había hecho libre y había esperado con infinita dulzura hasta que yo había roto con mi vida anterior. Cuando me besaba, en sus labios había una firme promesa, un sentimiento tan intenso de pasión que me arrastraba hacia lugares desconocidos como un barco en una tormenta. Si podía perderme en sus labios, ¿cómo no iba a hacerlo en su cuerpo?
Sonaron tres golpecitos discretos en la puerta.
– Pasa -le dije, divertida y nerviosa-. No hace falta que seas tan cauteloso. Si quieren oírnos, nos oirán.
– Tienes razón -convino él, muy azorado, entrando en mi cuarto-. Es que no consigo recordar que pueden leernos el pensamiento.
– ¡Tanto como eso…! -repuse yendo hacia él y echándole los brazos al cuello. Farag estaba tan nervioso como yo, podía notarlo en sus ojos, que parpadeaban sin cesar y en su voz, que temblaba.
Me besó muy despacito.
– ¿Estás completamente segura de que quieres que me quede? -me preguntó atolondrado. ¿Dónde estaba Casanova?
– Claro que quiero que te quedes -afirmé, besándole de nuevo-. Quiero que te quedes conmigo toda la noche. Todas las noches.
Perdí la noción del tiempo y también perdí mi corazón, que se fundió para siempre con el suyo. Dejé de ser yo, dejé de ser la Ottavia Salina que había existido hasta ese momento, para convertirme en un resplandor interminable de pasión y amor. Me dejé llevar hasta la cama aunque no recuerdo cómo, porque el sabor de su boca era tan intenso que me pareció que era el sabor mismo de la vida, concentrada para mí en los labios de Farag Boswell.
La noche pasaba y yo, unida a su cuerpo, fundida piel con piel en un destello interminable de eternidad, convertida en un río de sensaciones que, como las mareas, pasaban de la ternura más suave a la locura más furiosa, descubrí que aquello que yo estaba haciendo no podía ser esa cosa tan terrible que todas las religiones, inexplicablemente, habían condenado a lo largo de los siglos. ¿Estaban locos o qué? ¿Por qué tenía que ser malo descubrir que la plenitud y la absoluta felicidad eran posibles en este mundo? Su cuerpo, fuerte y espigado, se convirtió en todo lo que deseaba. Sentí que me transformaba en alguien nuevo y palpitante que ya para siempre esperaría esos momentos de infinito amor e infinita locura. Al principio, la inseguridad me atenazó con cuerdas invisibles, pero después, con la piel sudorosa y el corazón a punto de rompérseme en pedazos, me di cuenta de que en aquella cama no sólo estábamos Farag y yo, sino que también se movían conmigo, aprisionándome, los falsos tabúes y las ridículas hipocresías en las que me habían educado. Fue un pensamiento fugaz pero importante. Desnuda, me puse de rodillas sobre las sábanas y miré a Farag que, fatigado y feliz, me miró con curiosidad.
– ¿Sabes lo qué te digo, Farag?
– No -repuso soltando una risa callada-, pero me espero cualquier cosa.
– Hacer el amor es lo más maravilloso del mundo -afirmé convencida; él volvió a reír quedamente.
– Me alegro de que lo hayas descubierto -susurró, cogiéndome de las manos y atrayéndome hacia él, pero me zafé y, sentándome sobre sus piernas, le acaricié el pecho. ¿Qué me había dicho Glauser-Róist, al principio de la investigación, acerca de que, en las tribus primitivas de África y entre los jóvenes modernos, las escarificaciones tenían un alto componente erótico y que eran un reclamo sexual? Pasando los dedos por las líneas del cuerpo de Farag, me dije que era muy posible que hubiera algo de verdad en ello.
– ¿Sabes que ya no concibo la vida sin ti? Sé que suena cursi y todo eso, pero es la verdad.
– Bueno, pues tranquila porque estamos empatados.
¡Estaba tan guapo desnudo!
– ¿Te has dado cuenta de cuánto te amo? -musité, agachándome para besarle de nuevo.
– ¿Y tú? -repuso-. ¿Te has dado cuenta tú de cuánto te amo yo?
– No, no me he enterado. Vuelve a decírmelo.
Se incorporó y, cogiéndome por la cintura, me besó una y otra vez hasta que el deseo renació tan poderosamente como al principio. Volvió la magia y nuestros cuerpos se interpretaron de nuevo el uno al otro y se unieron con la misma intensidad. La noche se hizo corta y el nuevo día nos encontró despiertos y sin haber dormido.
Las dos semanas que pasamos en Parádeisos acumulamos sueño atrasado para los dos meses siguientes.
El decimotercer día de nuestra estancia en el país de los staurofílakes, a la vuelta de una visita por Edén y Crucis -en Lignum ya habíamos estado un par de veces-, fuimos requeridos en el basileion de Catón para recibir las instrucciones finales antes de nuestra marcha. Los preparativos habían corrido a cargo de una comisión de shastas en la que también había participado Glauser-Róist cuando los cultivos hidropónicos y la bella Khutenptah le habían dejado algo de tiempo libre.
Fuimos conducidos a través de unos corredores por los que hasta entonces no habíamos pasado y llegamos a una enorme sala rectangular de techos altísimos, en la cual, divididos en dos filas a ambos lados de la pieza, los shastas nos estaban esperando. Al frente, bajo unas pinturas al fresco en las que se veía al staurofílax Dionisios de Dara, vestido de importante dignatario musulmán, llamando a la puerta de la humilde casa de Nikephoros Panteugenos con la reliquia de la Vera Cruz en las manos, estaba Catón CCLVII, apoyado, como siempre, en su delgado bastón. Su mirada era de satisfacción y orgullo.
– Pasad, pasad… -nos dijo al vernos vacilar en la puerta- Ya hemos terminado de organizar los últimos detalles. Kaspar, siéntate aquí conmigo, por favor. Y vosotros, Ottavia y Farag, ocupad esos asientos que hemos puesto en el centro.
La Roca se apresuró a colocarse al lado de Catón, recogiéndose el himatión como un verdadero staurofílax. Era digno de ver cómo se había integrado aquel antiguo capitán de la Guardia Suiza en la vida cotidiana de Parádeisos. Lo asimilaba todo con tanta rapidez que pronto podría hacerse pasar en todo por uno de ellos. Yo ya le había comentado a Farag que la influencia de Khutenptah no era ajena a este fenómeno pero él, terco como una mula, seguía diciendo que lo que le pasaba al capitán era que estaba borrando el pasado e inventándose un futuro, es decir, estrenando una nueva vida. Fuera como fuese, el caso es que la Roca estaba empezando a parecer un staurofílax con denominación de origen y que, además de ocuparse de Khutenptah, de los cultivos y de colaborar en la organización de nuestra marcha, asistía también a las clases primarias de las ramas educativas que se impartían en Parádeisos.
– Saldréis de aquí mañana por la mañana, a la hora prima -empezó a explicarnos Catón. Vi a Mirsgana sentada a mi derecha, en la segunda fila, y la saludé. Ella me devolvió el saludo- De ese modo descubriréis el emplazamiento exacto de Parádeisos -añadió con una sonrisa-. Un grupo de anuaks os estarán esperando y os conducirán hasta Antioch, donde embarcaréis de nuevo con el capitán Mulugeta Maríam para recorrer en sentido contrario el camino que hicisteis hasta llegar aquí. Maríam seguirá el Nilo hacia el delta y os dejará en un lugar seguro cerca de Alejandría. A partir de ese momento, no deberéis mencionar este lugar más que entre vosotros dos y nunca en presencia de otras personas. Habla tú ahora, Teodros.
Teodros, que estaba sentado en la primera fila de la izquierda, se puso en pie.
– El último contacto de los nuevos staurofílakes -¿hablaba de nosotros?- con las Iglesias cristianas se produjo en el Patriarcado de Alejandría el día 1 de junio de este año, hace exactamente un mes. Desde ese momento, en el exterior no saben nada de Kaspar, Ottavia y Farag. Según los informes que nos han llegado, el recinto de las catacumbas de Kom el-Shoqafa ha sido examinado a fondo por la policía egipcia que, obviamente, no ha encontrado nada. Por eso, en la actualidad, las Iglesias están a punto de enviar otro equipo de investigadores que utilizarán la información obtenida por Kaspar, Ottavia y Farag para reanudar el camino desde donde ellos lo dejaron. Será un intento inútil, por supuesto -apuntó Teodros, muy ufano-, pero lo que ellos tres hicieron -dijo señalando primero a la Roca y luego a nosotros dos- nos obliga a suspender las pruebas de los aspirantes hasta que podamos reanudarlas de manera segura.
– ¿Por qué no las cambiamos o, simplemente, las suprimimos? -preguntó alguien a nuestra espalda.
– Hay que respetar las tradiciones, Sisygambis -dijo Catón, levantando la cabeza y volviéndola a bajar para apoyarla otra vez en la palma de la mano.
– De modo que durante los próximos diez o quince años no habrá más pruebas -siguió diciendo Teodros-. Ya se han enviado los mensajes oportunos para que los hermanos del exterior borren todas las huellas y estén alerta ante posibles interrogatorios. Las puertas hacia Parádeisos están siendo selladas. Sólo falta el subterfugio que utilizarán Ottavia y Farag para volver al exterior, pero de eso os hablará Shakeb.
El joven Shakeb, el de las manos regordetas llenas de anillos, se puso en pie dos asientos más allá de Mirsgana mientras Teodros volvía a ocupar su lugar recogiéndose los faldones del himation con un gesto elegante.
– Ottavia, Farag… -dijo, dirigiéndose directamente a nosotros. Pese a su cara redonda, era realmente guapo, con esos grandes ojos negros tan vivos y expresivos-. Cuando volváis a Alejandría habrá pasado un mes y medio desde vuestra desaparición. Hay que explicar, pues, dónde habéis estado y qué habéis hecho durante ese tiempo y, naturalmente, qué le ha ocurrido al capitán Glauser-Róist.
La expectación se palpaba en la sala. Todo el mundo quería saber qué mentira sería la que tendríamos que defender Farag y yo contra viento y marea para salvaguardar su pequeño mundo. Nosotros también estábamos preocupados.
– Los hermanos de Alejandría han comenzado a excavar en las catacumbas de Kom el-Shoqafa un falso túnel que termina en un rincón apartado del lago Mareotis, cerca del antiguo Caesarium. Vosotros diréis que fuisteis raptados en el tercer nivel de Kom el-Shoqafa, que os golpearon y que perdisteis el conocimiento, pero que antes pudisteis ver el acceso al pasadizo. Os facilitaremos un mapa muy sencillo que os ayudará a situarlo. Diréis que despertasteis en un lugar llamado Farafrah, que es el nombre de un oasis del desierto egipcio de muy difícil acceso. Diréis que el capitán no despertó, que los hombres que os habían raptado os dijeron que había muerto mientras le escarificaban las cruces y letras que vosotros lleváis en el cuerpo, pero que no os dejaron ver el cadáver, con lo que dejamos la puerta abierta a su posible retorno dentro de unos meses. Describiréis el lugar como un poblado muy parecido al del pueblo de Antioch y así no incurriréis en contradicciones. Como el oasis de Farafrah no se parece ni remotamente a esta aldea, los llevaréis a una gran confusión. No deis nombres, sólo el del beduino que os llevaba la comida tres veces al día a la celda donde os mantuvieron encerrados: Bahan. Este nombre es lo suficientemente común en Egipto para que no sirva en absoluto de pista y, como descripción del tal Bahan, podéis dar la del jefe Berehanu Bekela, aunque recordad que su piel tiene que ser más clara -tomó aire y siguió-. Después de que los malvados staurofílakes os mantuvieran retenidos en la celda durante todo ese tiempo -aquí las risas estallaron y se formó un gran alboroto-, y después de que os amenazaran repetidamente con mataros en cualquier momento, por fin, tal día como hoy, 1 de julio, os volvieron a dejar inconscientes y os abandonaron cerca de la boca del túnel del lago Mareotis con la advertencia de que no dijérais ni una sola palabra de lo ocurrido. Vosotros, por supuesto, no deseáis seguir con la investigación, de modo que, en cuanto cesen los interrogatorios, buscaros un lugar discreto para vivir, lo más alejado posible de Roma o, mejor aún, de Italia, y desapareced. Nosotros vigilaremos de cerca para que no os pase nada.
– Tendremos que buscar trabajo -comenté-, así que…
– En lo que respecta a este asunto, nosotros, los staurofílakes, queremos haceros un regalo de despedida -me interrumpió Catón en ese momento, levantando la mano. Farag y yo vimos que la Roca nos lanzaba una misteriosa sonrisa-. Antes dije que hay que saber respetar las tradiciones, y es cierto, pero también hay que saber renunciar a ellas o cambiarlas. Durante las pruebas de los siete pecados capitales, tal y como suele pasarles a todos cuantos las llevan a cabo, vosotros, Ottavia y Farag, alterasteis vuestras vidas de manera definitiva e irreversible. Trabajos, paises, compromisos religiosos, creencias, formas de pensar… Todo saltó por los aíres para permitiros llegar hasta aquí. Ahora no os queda casi nada ahí afuera, pero estáis dispuestos a volver para construiros la vida que deseáis tener. Farag aún podría recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría, pero Ottavia no tiene ninguna posibilidad de volver a pisar el Hipogeo vaticano. Cuenta, sin embargo, con un historial académico que le abrirá fácilmente muchas puertas, pero… ¿Y si os regalásemos algo que os permitiera poder elegir con absoluta libertad vuestro futuro?
Noté la presión de la mano de Farag en la mía y recuerdo que los músculos de mi cuello se tensaron de pura ansiedad. La Roca nos sonreía tanto que se le veían las dos hileras de dientes.
– La expiación del pecado de la avaricia que tiene lugar en Constantinopla va a cambiar de ubicación. Pediremos a los hermanos de esa ciudad que, durante los próximos años y sin modificar su contenido, organicen la prueba de los vientos en otro lugar de la ciudad para que vosotros podáis descubrir el mausoleo y los restos del emperador Constantino el Grande. Este es nuestro regalo de despedida. Esperamos que os guste.
Farag y yo nos quedamos en suspenso unos segundos y, luego, muy despacio, giramos las cabezas desconcertados y nos miramos. Yo fui la primera en saltar: di un brinco de alegría tan grande que arrastré al didáskalos conmigo y no le arranqué la mano de milagro. Había renunciado a Constantino desde el mismo momento en que conocí a los staurofílakes y, además, sorprendentemente, me había olvidado por completo de él: todo sucedía tan rápido que mi mente tenía que borrar el minuto anterior para hacer sitio al minuto siguiente y me estaban pasando demasiadas cosas interesantes como para perder el tiempo recordando a Constantino. De modo que, cuando Catón dijo que nos regalaba el descubrimiento del mausoleo con las reliquias del emperador, el cielo se abrió súbitamente ante mí y supe que Farag y yo acababamos de recibir el futuro en una bandeja de oro.
Nos abrazamos, nos besamos, abrazamos y besamos a la Roca y de aquella sala de importantes asambleas pasamos al gran comedor del basileion, donde Candace y sus acólitos habían preparado un auténtico festín para los sentidos.
La música sonó hasta altas horas de la madrugada, los bailes se prolongaron más allá de lo prudente, pero cuando, alegres por el alcohol y la fiesta, los shastas, los sirvientes del basileion y nosotros nos lanzamos a las calles de Stauros dispuestos a darnos un baño en las aguas del cálido Kolos -Catón se había retirado horas antes a sus habitaciones-, descubrimos que la gente salía de sus casas y se sumaba a la fiesta con un entusiasmo aún mayor que el nuestro. Las luces se encendieron de nuevo y aparecieron niños y malabaristas por todas partes. La hora prima llegó cuando el jolgorio alcanzaba su máximo apogeo, pero la Roca y Khutenptah nos avisaron de que teníamos que partir, que los anuak ya habían llegado y que no podíamos esperar mas.
Nos despedimos de cientos de personas a las que no conocíamos, dimos besos a diestro y siniestro y acabamos sin saber a quién besábamos. Al final, de nuevo Khutenptah y la Roca, con ayuda de Ufa, Mirsgana, Gete, Ahmose y Haidé, nos arrancaron de los brazos de los staurofílakes y nos sacaron de la fiesta.
Todo estaba preparado. Una calesa con nuestras escasas pertenencias nos esperaba en la entrada del basileion. Ufa subió al pescante porque iba a ser nuestro cochero y Farag y yo subimos en la parte de atrás sin soltar las manos del capitán Glauser-Róist.
– Cuídate mucho, Kaspar -le dije tuteándole por primera vez, a punto de soltar las lágrimas-. Ha sido un placer conocerte y trabajar contigo.
– No mientas, doctora -masculló él, ocultando una sonrisa-. Tuvimos muchos problemas al principio, ¿te acuerdas?
De repente, hablando de recuerdos, me vino a la cabeza algo que debía preguntarle. No podía marcharme sin saberlo.
– Kaspar, por cierto -dije nerviosa-, ¿los trajes de la Guardia Suiza los diseñó Miguel Ángel? ¿Qué sabes tú de eso?
Era importante. Se trataba de una vieja e insatisfecha curiosidad que ya no tendría oportunidad de zanjar por mí misma. La Roca soltó una carcajada.
– No los diseñó Miguel Ángel, doctora, ni tampoco Rafael, como alguien ha dicho. Pero éste es uno de los secretos mejor guardados del Vaticano así que no debes ir contando por ahí lo que voy a decirte.
¡Por fin! ¡Tantos años esperando!
– Esos llamativos trajes de ceremonia los diseñó, en realidad, una desconocida sastresa del Vaticano a principios de este siglo, en 1914. El entonces Papa, Benedicto XV, quería que sus soldados llevasen una indumentaria original, así que le pidió a la sastresa que imaginase un nuevo uniforme de gala. La mujer, por lo visto, se inspiró en algunos cuadros de Rafael donde aparecen ropajes de colores llamativos y mangas acuchilladas, muy a la moda en la Francia del siglo XVI.
Me quedé callada unos segundos, impactada por la decepción, mirando al capitán como si acabara de clavarme un puñal.
– Entonces… -vacilé-, ¿no los diseñó Miguel Ángel?
Glauser-Róist volvio a reír.
– No, doctora, no los diseñó Miguel Ángel. Los diseñó una mujer en 1914.
Quizá había bebido demasiado y dormido poco, pero sentí rabia y fruncí el ceño.
– ¡Pues más valía que no me lo hubieras dicho! -exclamé, irritada.
– ¿Y ahora por qué se enfada? -preguntó soprendido Glauser-Róist-. ¡Pero si hace un momento estaba diciéndome que había sido un placer conocerme y trabajar conmigo!
– ¿Sabes cómo te llama en privado, Kaspar? -soltó de pronto Judas-Farag. Le di un pisotón que hubiera hecho temblar a un elefante, pero él ni se inmutó-. Te llama «la Roca».
– ¡Traidor! -exclamé, mirándole hoscamente.
– No importa, doctora -se rió Glauser-Róist-. Yo siempre te he llamado… No, mejor no te lo digo.
– ¡Capitán Glauser-Róist! -exclamé, pero, en ese preciso instante, Ufa alzó las riendas y las dejó caer sobre los cuartos de los caballos. Tuve que sujetarme a Farag para no caer-. ¡Dígamelo! -grité mientras nos alejábamos.
– ¡Adiós, Kaspar! -voceó Farag, agitando un brazo en el aire mientras que con el otro me empujaba hacia el asiento.
– ¡Adiós!
– ¡Capitán Glauser-Róist, dígamelo! -seguí gritando inútilmente mientras la calesa se alejaba del basileion. Al final, vencida y humillada, me senté junto a Farag con gesto compungido.
– Tendremos que volver algún día para que lo averigües -me dijo él, consolándome.
– Sí, y para que le mate -afirmé-. Siempre dije que era un tipo muy desagradable. ¿Cómo se habrá atrevido a ponerme un mote…? ¡A mí!