Cuándo abrí los ojos al día siguiente -mucho antes de que amaneciera-, me sentí como uno de esos viajeros despistados que, sin entender muy bien el fenómeno, pierden un día del calendario de sus vidas por causa de la rotación de la tierra. Incluso allí, tumbada en la cama de la habitación de la Domus, me encontraba tan agotada que tenía la impresión de no haber dormido nada durante aquella noche. En el silencio, observando las siluetas que la pobre luz de la calle dibujaba en torno a mí, me preguntaba una y mil veces dónde me había metido, qué estaba pasando y por qué mi vida se había desquiciado de aquella manera: había estado a punto de morir -apenas unas horas antes- en las profundidades de la tierra, la muerte de mi padre y de mi hermano se habían convertido en un recuerdo lejano en menos de dos días, y, por si no era bastante, no había realizado mi Renovación de Votos.
¿Cómo podía asimilar todo eso viviendo, como vivía, a un ritmo por completo desacostumbrado para mí? Los días, las semanas, los meses volaban y yo, cada vez, era menos consciente de mí misma y de mis obligaciones como religiosa y como responsable del Laboratorio de restauración y paleografía del Archivo Secreto Vaticano. Sabía que no debía preocuparme por los votos; las causas de fuerza mayor, como la mía, estaban contempladas en los Estatutos de mi Orden y, siempre que firmara la petición en cuanto me fuera posible, se daban por automáticamente renovados in pectore. Es cierto que mi Orden me dispensaba de todo, es cierto que el Vaticano también me dispensaba de todo, es cierto que estaba haciendo un trabajo de vital importancia para la Iglesia; pero ¿acaso me dispensaba yo?, ¿acaso me dispensaba Dios?
Por un momento, mientras cambiaba de postura y volvía a cerrar los ojos por ver si conciliaba de nuevo el sueño, pensé que lo mejor sería abandonar aquellas reflexiones y seguir dejando que la vida llevara las riendas en lugar de llevarlas yo, pero los párpados se negaron a cerrarse y una voz en mi interior me acusó de estar actuando como una cobarde, rezongando continuamente por todo y ocultándome tras unos falsos temores y remordimientos.
¿Por qué en lugar de sobrecargar mi conciencia con culpabilidades -actividad que, por lo visto, me encantaba- no me decidía a disfrutar de lo que la vida me estaba ofreciendo? Siempre había envidiado el cariz aventurero de mi hermano Pierantonio: sus trabajos, su cargo en Tierra Santa, sus excavaciones arqueológicas… Y ahora que yo estaba envuelta en una empresa similar, en lugar de sacar a la luz mi parte fuerte y valiente, me envolvía en mis miedos como quien se envuelve en una manta. ¡Pobre Ottavia! Toda la vida metida entre libros y oraciones, toda la vida estudiando, intentando demostrar su valía entre códices, rollos, papiros y pergaminos, y cuando Dios decidía sacarla a la calle y arrancarla por un tiempo de sus estudios e investigaciones, se ponía a temblar como una niña pequeña y a quejarse como una pusilánime.
Si quería seguir investigando los robos de Ligna Crucis con Farag y el capitán Glauser-Róist, debía cambiar de actitud, debía comportarme como la persona privilegiada que era, debía ser más animosa y decidida, dejando atrás lamentaciones y protestas. ¿Acaso no lo había perdido todo Farag sin quejarse?: su casa, su familia, su país, su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría… En Italia sólo contaba con la habitación prestada de la Domus y el subsidio temporal y cicatero que le había concedido la Secretaría de Estado a petición del capitán. Y ahí estaba, dispuesto a jugarse la vida para esclarecer un misterio que, aparte de prolongarse unos cuantos siglos, estaba trastornando a todas las Iglesias cristianas… Y eso que era ateo, recordé sorprendiéndome de nuevo.
No, ateo no, me dije mientras encendía la luz de la mesilla y me incorporaba para saltar de la cama. Nadie era ateo, por mucho que presumiera de ello. Todos, de una manera o de otra, creíamos en Dios, al menos eso era lo que me habían enseñado a pensar, y Farag también creería en Él a su manera, dijera lo que dijese. Aunque, a lo peor, esta opinión, tan propia de nosotros los creyentes, no era más que una actitud intolerante y prepotente y, en realidad, sí que había gente que no creía en Dios, por extraño que fuese.
Dejé escapar un «¡Dios mío!» terrorífico cuando intenté sacar las piernas de debajo de las sábanas y las mantas: tenía agujas clavadas por todo el cuerpo, agujas, alfileres, espinas, pinchos… Toda una batería inimaginable de punzones variados. La aventura del día anterior en las catacumbas de Santa Lucía me habían dejado magullada y dolorida para bastante tiempo. ¡Eh, alto! ¿Qué era lo que me había estado diciendo a mi misma hacía sólo un momento?, me reprendí con dureza. En lugar de volver a quejarme, debería recordar con orgullo lo que había pasado en Siracusa, sintiéndome satisfecha por haber resuelto el enigma y haber salido viva de aquel agujero. Otros, con bastante probabilidad, habían muerto allí mismo sin…
Otros habían muerto allí mismo.
– ¿Y sus restos? -pregunté en voz alta.
– No cabe duda de que en Siracusa hay staurofílakes -afirmó el capitán, horas después, reunidos todos, por primera vez desde la semana anterior, en mi laboratorio del Hipogeo.
– Llame al Arzobispado y pregunte por el sacristán de la iglesia -le propuso Farag.
– ¿El sacristán? -se extrañó la Roca.
– Si, yo también creo que tiene algo que ver con la hermandad -afirmé-. Es una intuición.
– Pero ¿para qué quieren que llame? Me van a decir que sólo es un buen hombre que lleva muchísimos años ayudando generosamente en Santa Lucía. Así que, si no tienen otra idea mejor, dejemos el tema.
– Sin embargo, estoy segura de que es él quien mantiene limpio el lugar de la prueba y quien elimina los restos mortales de los que no la superan. ¿No recuerda que las cadenas de oro y plata estaban relucientes…?
– Y, aunque así fuera, doctora -repuso con sarcasmo-, ¿cree que confesaría su condición de staurofílax si se lo preguntamos amablemente? Bueno, a lo mejor podemos conseguir que la policía le detenga, aunque no haya cometido jamás ningún delito y sea el honrado y anciano sacristán de la iglesia de Santa Lucía, patrona de Siracusa. En ese caso, le quitamos la ropa por la fuerza para comprobar si hay escarificaciones en su cuerpo. Aunque, claro, si no está dispuesto a desnudarse, siempre podemos pedir una orden judicial para obligarle. Y, una vez desnudo en la comisaría… ¡Sorpresa! No hay marcas en su cuerpo y sólo es quien dice ser. ¡Muy bien! Entonces nos demanda, ¿de acuerdo?, nos pone una hermosa denuncia que, naturalmente, acaba recayendo sobre el Vaticano y saliendo en los periódicos.
– La cuestión es -zanjó Farag, aplacando al capitán- que, si el sacristán es un staurofílax, me imagino que, además de encargarse de las tareas que ha mencionado Ottavia, también avisará a la hermandad de que alguien ha comenzado las pruebas.
– No debemos ignorar esa posibilidad -asintió el capitán-. Debemos andar con cien ojos aquí en Roma.
– Y hablando de Roma… -los dos me miraron, interrogantes-. Creo que debemos tomar en consideración la idea de que podemos morir en alguna de estas pruebas. No es cuestión de asustarse ni de echarse atrás, pero las cosas deben estar claras antes de seguir.
El capitán y Boswell se miraron, interrogantes, y, luego, me miraron a mí.
– Creí que ese tema ya estaba resuelto, doctora.
– ¿Cómo que ya estaba resuelto?
– No vamos a morir, Ottavia -declaró, muy decidido, Farag, subiéndose las gafas-. Nadie dice que no sea peligroso, es cierto, pero…
– Pero, por muy peligroso que sea -contínuó la Roca -, ¿por qué no íbamos a superar las pruebas, como han hecho cientos de staurofílakes a lo largo de los siglos?
– No, si yo no digo que vayamos a morir seguro. Lo que digo es que podemos morir, simplemente, y que no debemos olvidarlo.
– Lo sabemos, doctora. Y también lo sabe Su Eminencia el cardenal Sodano y Su Santidad el Papa. Pero nadie nos obliga a estar aquí. Si no se siente capaz de seguir, lo entenderé. Para una mujer…
– ¡Ya estamos otra vez! -clamé, indignada.
Farag empezó a reírse por lo bajo.
– ¿Se puede saber de qué te ríes? -le espeté.
– Me río porque ahora vas a querer ser la primera en superar todas las pruebas.
– ¡Pues bueno, sí! ¿Y qué?
– ¡Pues nada! -contestó, soltando una enorme carcajada. Lo extraño fue que, antes de que me hubiera dado tiempo a reaccionar, otra carcajada descomunal se escuchó en el laboratorio. No podía creer lo que veía: Farag y la Roca estaban muertos de risa, se coreaban el uno al otro y sus carcajadas no tenían fin. ¿Qué podía hacer yo, además de matarles…? Suspiré y sonreí con resignación. Si ellos estaban dispuestos a llegar hasta el final de aquella aventura, yo iría dos pasos por delante. De modo que, asunto resuelto. Ahora sólo había que ponerse a trabajar.
– Deberíamos empezar a estudiar las notas de la inscripción -sugerí, apoyando los codos pacientemente sobre la mesa.
– Sí, sí… -farfulló Boswell, secándose las lágrimas con el dorso de las manos.
– Una gran idea, doctora -dijo, entre hipos, el capitán. Era bueno saber que la Roca también sabia reír.
– Pues, si ya te has recuperado, lee tus notas, por favor, Farag.
– Un momento… -rogó, mirándome afectuosamente mientras extraía la libreta de uno de los enormes bolsillos de su chaqueta. Carraspeó, se retiró el pelo de la cara, volvió a subirse las gafas, inspiró aire y, por fin, encontró lo que buscaba y empezó a leer-. «Considerad, hermanos míos, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia. Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna. Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un hombre de ánimo doblado….»
– ¿Un hombre de ánimo doblado? Esa no es mi traducción.
– En realidad, es la mía. Como era yo quien tomaba las notas… -señaló, satisfecho-. «… es un hombre de ánimo doblado, inconstante en todos sus caminos. Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona.» Luego venía aquello de: «Y con esto, nos dirigimos a Roma», que, como ya comentó el capitán, es la pista que indica la ciudad de la primera prueba del Purgatorio. Y, por fin, «El templo de María está bellamente adornado».
– Está bellamente adornado -repetí, un tanto desolada-. Se trata de un hermoso templo dedicado a la Virgen. Esta es la clave para localizar el sitio, no hay duda, pero es una clave bastante pobre. La solución no es la frase, sino que está en la frase. Pero ¿como averiguarla?
– En Roma todas las iglesias dedicadas a María son hermosas, ¿no es cierto?
– ¿Sólo las dedicadas a María, profesor? -ironizó Glauser-Róist-. En Roma todas las iglesias son hermosas.
No me había dado cuenta, pero, sin motivo aparente, acababa de ponerme en pie y levantaba en el aire la mano derecha. Mi mente vagaba por las palabras.
– ¿Cómo era la frase en griego, Farag? ¿Copiaste el texto original?
El profesor me miró, frunciendo el ceño y observando mi mano, misteriosamente colgada de algún cable inexistente.
– ¿Te pasa algo en el brazo?
– ¿Copiaste el texto, Farag? El original, ¿lo copiaste?
– Pues no, no lo copié, Ottavia, pero lo recuerdo de manera aproximada.
– No me sirve de una manera aproximada -exclamé, bajando la mano hasta el bolsillo de la bata, que seguía poniéndome por costumbre; no sabía estar en el laboratorio sin ella-. Necesito recordar cómo estaban escritas, exactamente, las palabras «bellamente adornado». ¿Era kalós kekósmetai [23]? ¡Tengo una corazonada!
– A ver… Déjame recordar… Sí, estoy seguro, era «to ieron ths Panagias
kalws kekosmetai», «El templo de la Santísima está bellamente adornado». Panagias, la «Toda Santa» o «Santísima», es la forma griega de llamar a la Virgen.
– ¡Naturalmente! -proclamé entusiasmada-. ¡Kekósmetai! ¡Kekósmetai! ¡Santa María in Cosmedín!
– ¿Santa María in Cosmedín? -preguntó Glauser-Róist, poniendo cara de no saber de qué le estaba hablando.
Farag sonrío.
– ¡Es increíble! -dijo-. ¿Hay un templo en Roma que tiene un nombre griego? Santa María la Bella, la Hermosa… Creí que aquí todo sería en italiano o en latín.
– Increíble es poco -murmuré, paseando arriba y debajo de mi pequeño laboratorio-, porque, además, resulta que es una de mis iglesias preferidas. No voy tan a menudo como me gustaría porque queda lejos de casa, pero es el único templo de Roma en el que se celebran oficios religiosos en griego.
– No recuerdo haber estado allí nunca -comentó la Roca.
– ¿Ha metido la mano alguna vez en la «Boca de la Verdad», capitán? -le pregunté-. Sí, ya sabe, esa efigie terrorífica cuya boca, según dice la leyenda, muerde los dedos de los mentirosos.
– ¡Ah, sí! Claro que he visitado la «Boca de la Verdad». Es un lugar imprescindible de Roma.
– Bueno, pues la «Boca de la Verdad» está situada en el pórtico de Santa María in Cosmedín. Gentes de todas partes del mundo descienden de los autocares que abarrotan la plaza de la iglesia, hacen cola en el pórtico, llegan a la efigie, meten la mano, se hacen la foto de rigor y se van. Nadie entra en el templo, nadie lo ve, nadie sabe que existe, y, sin embargo, es uno de los más hermosos de Roma.
– «El templo de María está bellamente adornado» -recitó Boswell.
– Pero bueno, doctora, ¿cómo sabe usted que se trata de esa iglesia? ¡Ya he dicho que hay cientos de iglesias hermosas en esta ciudad!
– No, capitán -repuse, deteniéndome ante él-, no es sólo porque sea hermosa, que lo es y mucho, ni porque fuera embellecida todavía más por los griegos bizantinos que llegaron a Roma en el siglo VIII huyendo de la querella iconoclasta. Es porque la frase de la inscripción de las catacumbas de Santa Lucía la señala directamente: «El templo de María está bellamente adornado», kalás kekósmetai… ¿No lo ve? Kekósmetai, Cosmedín.
– No lo puede ver, Ottavia -me reprendió Farag-. Yo se lo explicaré, capitán. Cosmedín deriva del griego kosmidion, que significa adornado, ornamentado, hermoso… Cosmético, por ejemplo, también deriva de esta palabra. Kekósmetai es el verbo en pasiva de nuestra frase. Si le quitamos la reduplicación ke con la que comienza, cuya única función es la de distinguir el perfecto de los demás tiempos verbales, nos queda kósmetai, que, como verá comparte la raíz con kosmidion y con Cosmedín.
– Santa María in Cosmedín es el lugar señalado por los staurofílakes -afirmé, totalmente convencida-. Sólo tenemos que ir allí y comprobarlo.
– Antes deberíamos repasar las notas sobre la primera cornisa del Purgatorio de Dante -señaló Farag, cogiendo mi ejemplar de la Divina Comedia que estaba sobre la mesa.
Empecé a quitarme la bata.
– Me parece muy bien pero, mientras tanto, yo haré algunas cosas urgentes.
– No hay nada más urgente, doctora. Esta misma tarde debemos ir a Santa María in Cosmedín.
– Ottavia, siempre te escapas cuando hay que leer a Dante.
Colgué la bata y me volví para mirarles.
– Si tengo que volver a arrastrarme por el suelo, bajar escalones polvorientos y recorrer catacumbas inexploradas, necesito una ropa más adecuada que la que uso para trabajar en el Vaticano.
– ¿Vas a comprarte ropa? -se sorprendió Boswell.
Abrí la puerta y salí al corredor.
– En realidad, sólo voy a comprarme unos pantalones.
Jamás hubiera ido a Santa María in Cosmedín sin leer antes el Canto X del Purgatorio de Dante, pero las tiendas cerraban a mediodía y no me quedaba mucho tiempo para comprar lo que necesitaba. Quería, además, llamar a casa para ver cómo se encontraba mi madre y el resto de mi familia y para eso necesitaba un poco de tranquilidad.
Cuando volví al Archivo, me dijeron que Farag y el capitán estaban comiendo en el restaurante de la Domus, así que pedí un bocadillo en la cafetería de personal y me encerré en el laboratorio para leer tranquilamente la crónica de las desgracias que íbamos a sufrir aquella tarde. No dejaba de rondarme la cabeza el truco de la tabla de multiplicar con el que había resuelto el enigma de la entrada. Todavía podía verme, con siete u ocho años, sentada en la cocina frente a los deberes del colegio, con Cesare a mí lado explicándome la trampa. ¿Cómo era posible que una simple treta de niños ascendiera a la categoría de prueba iniciática de una secta milenaria? Sólo podía encontrar dos explicaciones: la primera, que lo que siglos atrás se consideraba el summum de la ciencia ahora se había reducido al nivel de los estudios primarios, y la otra, inaudita y difícil de aceptar, que la sabiduría del pasado podía cruzar los siglos escondida tras ciertas costumbres populares, cuentos, juegos infantiles, leyendas, tradiciones e, incluso, libros aparentemente inocuos. Para descubrirla, sólo hacía falta cambiar la forma de mirar el mundo, me dije, aceptar que nuestros ojos y nuestros oídos son unos pobres receptores de la completa realidad que nos rodea, abrir nuestra mente y dejar de lado los prejuicios. Y ese era el sorprendente proceso que yo estaba empezando a sufrir, aunque no tenía ni idea de por qué.
Ya no leía el texto dantesco con la indiferencia de antes. Ahora sabía que aquellas palabras ocultaban un significado más profundo del que aparentaban. Dante Alighieri había estado también frente a la imagen del ángel guardián en las catacumbas de Siracusa y había tirado de aquellas mismas cadenas que yo había tenido en mis manos. Entre otras muchas cosas, eso me hacía sentir una cierta familiaridad con el gran autor florentino y me asombraba el hecho de que se hubiera atrevido a escribir el Purgatorio sabiendo como sabía que los staurofílakes jamás podrían perdonárselo. Quizá su ambición literaria era enorme, quizá necesitaba demostrar que era un nuevo Virgilio, recibir esa corona de laurel, premio de poetas, que ornaba todos sus retratos y que, según decía él, era lo único que de verdad codiciaba. En Dante existía el irresistible deseo de pasar a la posteridad como el escritor más grande de la historia y así lo manifestó en repetidas ocasiones, por eso debía resultarle muy penoso ver cómo iba pasando el tiempo, como iba cumpliendo años sin alcanzar sus sueños y, al igual que Fausto siglos después, probablemente consideró que podía vender su alma al diablo a cambio de la gloria. Cumplió sus sueños, aunque pagó el precio con su propia vida.
El Canto X daba comienzo cuando Dante y su maestro, Virgilio, cruzaban, por fin, el umbral del Purgatorio. Por el ruido de la puerta al cerrarse a sus espaldas -no podían mirar atrás-, adivinaron que ya no había camino de retorno. Se iniciaba así la purificación del florentino, su propio proceso de limpieza interior. Había visitado el infierno y había visto los castigos que se inflingían a los eternamente condenados en los nueve círculos. Ahora se le pedía que se purificara de sus propios pecados para poder acceder, totalmente renovado, al reino celestial donde le esperaba su amada Beatriz, quien, según Glauser-Róist, no era otra cosa que la representación de la Sabiduría y el Conocimiento Supremo.
Ascendimos por la hendidura de una roca,
que se movía de uno y de otro lado
como la ola que huye y se aleja.
«Aquí es preciso usar la destreza
– dijo mi guía- y que nos acerquemos
aquí y allá del lado que se aparta»
¡Dios mío, una roca en movimiento! El trozo de pan que estaba masticando se me volvió amargo en la boca. ¡Menos mal que había comprado aquellos preciosos pantalones de color gris perla! Estaba contenta porque me habían costado muy baratos y me sentaban muy bien. Oculta en el probador de la tienda, yo sola frente al espejo, descubrí que me daban un aspecto juvenil que no había tenido nunca. Deseé con toda mi alma que no existiera ninguna ridícula norma que me prohibiera llevar aquellos pantalones, pero, de haberla, la hubiera ignorado totalmente y sin remordimientos. A mí mente vino el recuerdo de la célebre hermana norteamericana Mary Dominic Ramacciotti, fundadora de la residencia romana Girís’ Village, que obtuvo un permiso especial del papa Pío XII para poder llevar abrigos de pieles, hacerse la permanente, usar cosméticos de Elizabeth Arden, frecuentar la ópera y vestir con exquisita elegancia. Yo no aspiraba a tanto; me conformaba con llevar unos simples pantalones -que, por cierto, no me había quitado al salir de la tienda.
Tras grandes dificultades Dante y Virgilio llegaban, por fin, a la primera cornisa, al primer circulo purgatorial.
Desde el borde que cae sobre el vacío,
hasta el pie del alto muro que asciende,
mediría sólo tres veces el cuerpo humano;
y hasta donde alcanzaba con los ojos,
tanto por la izquierda como por la derecha,
esa cornisa igual me parecía.
Pero enseguida Virgilio le obliga a dejar de curiosear para que preste atención a la extraña turba de almas que, penosa y lentamente, se aproxima hasta ellos.
Yo comencé: «Maestro, lo que veo
venir hacia aquí no me parecen personas
y no sé lo que es; se desvanece a mi vista»
Y aquel: «La abrumadora condición
de sus tormentos hacia el suelo les inclina,
y aun mis ojos dudaron al principio.
Pero mira fijamente y descubre
lo que viene debajo de esas peñas:
podrás verlos a todos doblegados»
Se trataba de las almas de los soberbios, aplastadas por el peso de unas enormes piedras que les servían de humillación y de purificación de las vanidades del mundo. Avanzaban dolorosamente por la estrecha cornisa, con las rodillas pegadas al pecho y las caras desencajadas por el agotamiento, recitando una extraña versión del Padrenuestro adaptada a su situación: «¡Oh Padre nuestro, que estás en los cielos, aunque no sólo en ellos…»; de este modo empezaba el Canto XI. Dante, horrorizado por su sufrimiento, les desea una rápida transición por el Purgatorio para que puedan alcanzar pronto «las estrelladas ruedas». Virgilio, por su parte, siempre más práctico para estas cosas, pide a las almas que les indiquen la ruta de subida a la segunda cornisa.
Dijeron: «A mano derecha, por la orilla
veniros, y encontraremos un sendero
por donde pueda subir un hombre vivo»
Por el camino, tienen lugar, como en el Antepurgatorio, largas conversaciones con viejos conocidos de Dante o personajes famosos, todos los cuales le previenen contra la vanidad y la soberbia, como adivinando que es esta cornisa la que le tocaría al poeta de no purificarse a tiempo. Por fin, tras mucho hablar y pasear, se inicia un nuevo Canto, el XII, al principio del cual Virgilio conmina al florentino para que deje en paz de una vez a las almas de los soberbios y se concentre en encontrar la subida:
Y él dijo: «Vuelve al suelo la mirada,
pues para caminar seguro es bueno
ver el lugar donde pones las plantas.»
Dante, obediente, mira la calzada y la ve cubierta de maravillosas figuras labradas. A partir de aquí se inicia una larguísima escena de doce o trece tercetos en la que se detallan sucintamente las escenas representadas en los grabados de la piedra: Lucifer cayendo desde el Cielo como un rayo, Briareo agonizando tras sublevarse contra los dioses del Olimpo, Nemrod enloqueciendo al ver el final de su hermosa Torre de Babel, el suicidio de Saúl tras la derrota en Gelboé, etc. Multitud de ejemplos míticos, bíblicos o históricos de soberbia castigada. El poeta florentino, mientras camina completamente inclinado para no perder detalle, se pregunta, admirado, quién será el artista que con su pincel o buril trazó de forma tan magistral aquellas sombras y actitudes.
Por fortuna, me dije, Dante no tuvo que cargar con ninguna piedra, lo cual era un gran consuelo para mi, pero no se libró de doblar el espinazo durante un largo trecho para mirar los relieves. Si la prueba de los staurofílakes consistía en eso, en caminar encorvada unos cuantos kilómetros, estaba lista para empezar, aunque algo me decía que no iba a ser tan sencillo. La experiencia de Siracusa me había marcado profundamente y ya no me fiaba en absoluto de los hermosos versos.
Total, que los dos viajeros llegan, por fin, al extremo opuesto de la cornisa y, en ese momento, Virgilio le dice a Dante que se prepare, que adorne de reverencia su rostro y su actitud porque un ángel, vestido de blanco y centelleando como la estrella matutina, se acerca hasta ellos para ayudarles a salir de allí:
Abrió los brazos, y después las alas
diciendo: «Venid, los peldaños están
cercanos y puede subirse fácilmente.
Muy pocos reciben esta invitación.
¡Oh humanos, nacidos para remontar el vuelo!
¿Cómo un poco de viento os echa a tierra?»
A la roca cortada nos condujo y
allí batió las alas por mi frente,
prometiéndonos una marcha segura.
Unas voces entonan el Beatus pauperes spiritu [24] mientras ellos dos comienzan a subir por la empinada escalera. Entonces Dante, que hasta ese momento ha comentado en diversas ocasiones su gran cansancio físico por las caminatas, se extraña de sentirse ligero como una pluma. Virgilio se vuelve hacia él y le dice que, aunque no se haya dado cuenta, el ángel le ha borrado, con su batir de alas, una de aquellas siete P que lleva grabadas en la frente (una por cada pecado capital), y que ahora lleva menos peso. Así pues, Dante Alighieri acaba de librarse del pecado de la soberbia.
Y en este punto, me dormí sobre la mesa, de puro agotamiento. Yo no tenía tanta suerte como el poeta florentino.
En mi sueño, agitado y lleno de imágenes de la cripta de Siracusa y de peligros indefinibles, Farag aparecía sonriente y me transmitía seguridad. Yo cogía su mano con desesperación porque era la única oportunidad que tenía de salvarme, y él me llamaba por mi nombre con una infinita dulzura.
– Ottavia… Ottavia. Despiértate, Ottavia.
– Doctora, se hace tarde -bramó Glauser-Róist, inmisericorde.
Gemí sin poder salir de mi sueño. Tenía un agudo dolor de cabeza que se intensificaba si trataba de abrir los ojos.
– Ottavia, ya son las tres -seguía diciéndome Farag.
– Lo siento -mascullé, al fin, incorporándome costosamente-. Me he quedado dormida. Lo siento mucho.
– Estamos agotados -afirmó Farag-. Pero esta noche descansaremos, ya lo verás. Cuando salgamos de Santa María in Cosmedín, nos iremos directamente a la Domus y no nos levantaremos en una semana.
– Se hace tarde -insistió la Roca, cargando su mochila de tela al hombro, que ahora parecía mucho más llena que el día anterior. Debía haber metido un extintor de fuego o algo así.
Abandonamos el Hipogeo, no sin antes haberme tomado una pastilla para el dolor de cabeza, la más fuerte que encontré en el dispensario, y cruzamos la Ciudad hasta el aparcamiento de la Guardia Suiza donde Glauser-Róist tenía su deportivo azul. El aire fresco del exterior me ayudó a despejarme y me alivió un poco el abotagamiento que sentía, pero lo que hubiera necesitado, de verdad, era irme a casa y dormir durante veinte o treinta horas. Creo que fue entonces cuando comprendí en toda su crudeza que, hasta que no finalizara aquella extraña historia, el descanso, el sueño y la vida ordenada se habían convertido en lujos imposibles.
Cruzamos la Porta Santo Spirito y, avanzando por el Lungotévere, llegamos hasta el puente Garibaldi, colapsado, como siempre, por un tráfico salvaje. Tras diez minutos largos de lenta espera, cruzamos el río y enfilamos, a toda velocidad, por la via Arenula y la via deile Botteghe Oscure hasta la piazza de San Marco, dando así un rodeo exagerado que, sin embargo, nos garantizaba una llegada más rápida hasta Santa María in Cosmedín. Las scooters nos rondaban y adelantaban como enjambres de avispas enloquecidas pero Glauser-Róist consiguió, milagrosamente, esquivarlas a todas, y, por fin, tras no pocos sobresaltos, el Alfa Romeo se detuvo junto a la acera del parque de la Piazza Bocca della Verita. Allí estaba mi pequeña e ignorada iglesia bizantina, tan armoniosa y sabia en sus proporciones. La contemplé con afecto a través del parabrisas, al tiempo que abría la portezuela para salir.
El cielo se había ido nublando a lo largo del día y una luz oscura y gris aplastaba la belleza de Santa María in Cosmedín, sin por ello menoscabarla en absoluto. Quizá, además del cansancio, era ese ambiente plomizo el motivo de mi dolor de cabeza. Levanté la mirada hasta lo más alto del campanario de siete pisos, que se alzaba majestuoso desde el centro de la iglesia, y reflexioné, una vez más, sobre aquella vieja idea de los efectos del tiempo, ese tiempo inexorable que a nosotros nos destruye y que a las obras de arte las vuelve infinitamente más hermosas. Desde la Antigüedad, en aquella zona de Roma -conocida como Foro Boario por celebrarse allí las ferias de ganado vacuno- había existido una importante colonia griega y un más importante templo dedicado a Hércules Invicto, erigido en honor de aquel que había recuperado los bueyes robados por el ladrón Caco. En el siglo III de nuestra era se construyó, sobre los restos del templo, una primera capilla cristiana, capilla que en etapas posteriores fue creciendo y embelleciéndose hasta convertirse en la preciosa iglesia que era hoy. Sin duda, para Santa María in Cosmedín fue definitiva la llegada a Roma de los artistas griegos que huían de Bizancio escapando de las persecuciones iconoclastas, promovidas por aquellos otros cristianos que creían que representar imágenes de Dios, la Virgen o los santos era pecado.
Farag, el capitán y yo nos acercamos paseando hasta el pórtico de la iglesia, no sin sortear los tirabuzones de apretadas filas de turistas jubilares que hacían cola para fotografiarse con la mano dentro del enorme mascarón de la «Boca de la Verdad», situado en un extremo del pórtico. El capitán avanzaba con la firmeza y la indiferencia de un buque insignia militar, indiferente a todo cuanto nos rodeaba, mientras que Farag parecía no tener ojos suficientes para retener en su memoria hasta los detalles más nimios.
– Y esa boca… -me preguntó, divertido, inclinándose hacia mí-. ¿Ha mordido realmente a alguien alguna vez?
Solté una carcajada.
– ¡Nunca! Pero si algún día lo hace, te avisaré.
Le vi reírse y observé que sus ojos azules se habían vuelto más oscuros por el reflejo de la luz y que el vello claro de la barba -que ya mostraba, por aquí y por allá, alguna que otra cana suelta-, resaltaba todavía más sus rasgos semitas y su morena piel de egipcio. ¿Qué vueltas tan extrañas daba la vida que unía en un mismo tiempo y lugar a un suizo, una siciliana y un compendio morfológico racial?
El interior de Santa María estaba iluminado por focos eléctricos colocados en lo alto de las naves laterales y de las columnas, ya que la claridad que se colaba desde el exterior resultaba demasiado pobre para permitir la celebración de los oficios. La decoración de la iglesia era netamente griego-bizantina y aunque por ese motivo todo en ella me gustaba, lo que siempre me atraía como un imán eran los enormes lampararios de hierro, que, en lugar de albergar, como en las iglesias latinas, decenas de velillas aplanadas y blancas, sostenían finos cirios de color amarillo, típicos del mundo oriental. Sin dudarlo un momento, me adelanté hasta el lamparario que se apoyaba contra el pretil de la schola cantorum -situada en la nave central, delante del altar-, eché unas liras en el cepillo y, encendiendo una de aquellas luces doradas, entorné los párpados y me sumí en oración para pedirle a Dios que cuidara de mi padre y de mi pobre hermano, y le supliqué también que protegiera a mi madre, que, al parecer, no conseguía recuperarse de sus recientes muertes. Di gracias por estar tan ocupada en una misión de la Iglesia y poder sustraerme así al constante dolor que su pérdida me hubiera ocasionado.
Cuando abrí los ojos, descubrí que me había quedado completamente sola y busqué con la mirada a Farag y al capitán, que deambulaban como turistas despistados por las naves laterales. Se les veía muy interesados en los frescos de los muros, que representaban escenas de la vida de la Virgen, y por la decoración del suelo, de estilo cosmatesco, pero, como yo ya conocía todo eso, me dirigí hacia el presbiterio para examinar de cerca la peculiaridad más notable de Santa María in Cosmedín: bajo un baldaquino gótico de finales del siglo XIII, una enorme bañera de pórfido color salmón oscuro, servía de altar a la iglesia. Es de suponer que algún rico bizantino -o bizantina- de la época romana imperial se había dado sus buenos baños perfumados dentro de aquel futuro tabernáculo cristiano.
Nadie me llamó la atención por pisar el presbiterio; y es que, en aquella iglesia, salvo a las horas de misa y del rosario, jamás había ni un sacerdote, ni un sacristán, ni ninguna de esas garbosas ancianas que, por unas pocas liras dejadas en el cestillo, pasaban la tarde en su iglesia parroquial tan estupendamente como mis sobrinos pasaban las noches de los sábados en las discotecas de Palermo. Santa María in Cosmedín podía permanecer tranquilamente solitaria porque apenas entraba, de vez en cuando, algún que otro visitante perdido. Y eso que su pórtico siempre estaba lleno de turistas.
Examiné la bañera detenidamente e, incluso, por lo que pudiera pasar, tiré con fuerza de sus cuatro grandes argollas laterales, también de pórfido, pero no ocurrió nada fuera de lo normal. Farag y Glauser-Róist tampoco habían tenido éxito. Parecía que los staurofílakes no hubieran pasado nunca por allí. Mientras estaba inspeccionando el trono episcopal del ábside, mis compañeros volvieron a mi lado.
– ¿Algo significativo? -preguntó la Roca.
– No.
Con aire grave, nos dirigimos a la sacristía, donde encontramos a la única persona viva de aquel lugar: el viejo vendedor de la chirriante tienda de regalos llena de medallitas, crucifijos, tarjetas postales y colecciones de diapositivas. Era un anciano sacerdote vestido con una sotana mugrienta, sin afeitar y con el pelo canoso despeinado. Dondequiera que viviese aquel clérigo, la higiene brillaba por su ausencia. Nos observó torvamente cuando entramos, pero, de repente, cambió la expresión y exhibió una amabilidad servil que me desagradó.
– ¿Son ustedes los del Vaticano? -inquirió mientras salía de detrás del mostrador para plantarse frente a nosotros. Su olor corporal era repugnante.
– Soy el capitán Glauser-Róist y estos son la doctora Salina y el profesor Boswell.
– ¡Les estaba esperando! Estoy a su servicio. Mi nombre es Bonuomo, padre Bonuomo. ¿En qué puedo ayudarles?
– Ya hemos visto la iglesia -le informó la Roca-. Ahora quisiéramos ver todo lo demás. Creo que hay también una cripta.
El clérigo frunció el ceño y yo me sorprendí: ¿una cripta? Era la primera vez que lo oía. No sabia que hubiera tal cosa en Santa María.
– Si -afirmó el anciano, disgustado-, pero aún no es la hora de visita.
¿Bonuomo [25]…?, mejor sería decir Mal-uomo. Pero Glauser-Róist ni se inmutó. Se limitó a mirar fijamente al sacerdote sin mover ni un músculo de la cara y sin parpadear, como si el viejo no hubiera hablado y él siguiera esperando la inexcusable invitación. Vi retorcerse al cura, torturado entre su obligación de obedecer y su mezquina incapacidad para saltarse el horario.
– ¿Hay algún problema, padre Bonuomo? -le preguntó, gélido y cortante, Glauser-Róist.
– No -gimió el viejo, girando sobre si mismo y guiándonos hasta las escaleras que descendían hacia la cripta. Una vez allí, se detuvo frente a la puerta y, en un panel situado a la derecha, accionó varios interruptores-. Ya tienen luz. Lamento no poder acompañarles; no puedo abandonar la tienda. Avísenme cuando terminen.
Con estas secas palabras, se esfumó de nuestro lado, detalle que yo le agradecí de todo corazón porque respirar continuamente el desagradable olor acre que desprendía me estaba revolviendo el estómago.
– ¡De nuevo al centro de la tierra! -exclamó jocoso Farag, iniciando el descenso lleno de entusiasmo.
– Espero volver a ver algún día la luz del sol… -mascullé, siguiéndole.
– No lo creo, doctora.
Me volví a mirarle con mala cara.
– Por lo del fin del milenio -me aclaró, tan serio como siempre-. Ya sabe… El mundo será destruido cualquier día de estos. Quizá mientras estamos en la cripta.
– ¡Ottavia! -se apresuró a contenerme Farag-. ¡Ni se te ocurra iniciar una discusión!
No pensaba hacerlo. Hay tonterías que no merecen respuesta.
Aquel fatuo sacerdote nos había engañado con lo de la luz. Apenas llegamos al final de la escalera, nos encontramos inmersos en la más completa oscuridad. Lamentablemente, habíamos descendido lo suficiente como para que regresar resultara bastante incómodo. Debíamos estar varios metros por debajo del nivel del Tíber.
– ¿Es que no hay luz en este agujero? -dijo la voz de Farag, a mi derecha.
– No hay luz en la cripta -anunció Glauser-Róist-. Pero ya lo sabía, así que no se preocupen. Estoy sacando la linterna.
– ¿Y el padre Bonuomo no podía haberlo dicho antes de invitarnos a bajar? -me extrañé-. Además, ¿cómo iluminan a los turistas o a los curiosos?
– ¿No se ha dado cuenta, doctora, de que no hay ningún cartel anunciando el horario de visitas?
– Ya lo había pensado. De hecho, he venido muchas veces a esta iglesia y no sabia que tuviera una cripta.
– También es extraño que no tenga ningún tipo de iluminación -continuó Glauser-Róist, encendiendo por fin la linterna que derramó un intenso haz de luz sobre el lugar en el que nos encontrábamos-, y que un sacerdote de la Iglesia se atreva a poner trabas a una orden directa de la Secretaria de Estado, y que ese mismo sacerdote no acompañe durante la visita a unos enviados del Vaticano.
El capitán enfocó hacia el fondo de la cripta y en ese momento entendí mejor que nunca el sentido original de la palabra (derivada de crupth, kripte, que quiere decir «esconder», «ocultar»). Lo primero que divisé fue un pequeño altar al fondo, en la nave central, y es que aquel lugar tenía la forma perfecta de una iglesia, en miniatura y como hecha a escala, pero con su división en tres naves mediante columnas de capitel bajo e, incluso, sus correspondientes capillas laterales, completamente a oscuras.
– ¿Está insinuando, capitán -quiso saber Boswell-, que el padre Bonuomo puede ser un staurofílax?
– Digo que puede serlo tanto como el sacristán de Santa Lucía.
– Entonces, lo es -afirmé muy convencida, adentrándome en la iglesita.
– No podemos estar seguros, doctora. Es sólo una intuición y con una intuición no vamos a ninguna parte.
– ¿Y cómo es que conocía usted la existencia de este lugar casi clandestino? -pregunté con curiosidad.
– Porque busqué en Internet. Se puede encontrar casi cualquier cosa en Internet. Aunque eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctora?
– ¿Yo? -me extrañé-. ¡Pero si yo apenas sé manejar el ordenador!
– Sin embargo, fue en Internet donde encontró toda la información sobre los Ligna Crucis y el accidente de aviación de Abi-Ruj Iyasus, ¿no es cierto?
Me quedé paralizada por la pregunta a bocajarro. De ningún modo podía confesar que había involucrado a mi pobre sobrino Stefano en la investigación, pero tampoco podía mentir y, además, ¿para qué? A esas alturas mi cara ya debía estar expresando toda la culpabilidad que sentía.
Sin embargo, Glauser-Róist no se quedó a esperar la respuesta. Me adelantó por la derecha y, al pasar, puso en mi mano otra linterna, idéntica a la que también entregó a Farag. De modo que nos dividimos, cada uno se fue hacia un lado y, con el resplandor de los tres focos, el lugar se volvió menos inhóspito.
– Esta cripta es conocida como la Cripta de Adriano, en honor del papa Adriano I que fue quien ordenó su restauración en el siglo VIII -nos fue explicando la Roca mientras registrábamos, metro a metro, todo el recinto-. Sin embargo, su construcción se ha fechado en torno al siglo III, durante las persecuciones de Diocleciano, cuando los primeros cristianos decidieron aprovechar los cimientos de un templo pagano que había en esta zona para edificar una pequeña iglesia secreta. Esos trozos de piedra que resaltan en el enlucido del muro son los restos del templo pagano y el altar del ábside es lo que queda del Ara Maxima.
– Era un templo dedicado a Hércules Invicto -le aclaré.
– Exactamente lo que yo he dicho: un templo pagano -repitió.
Con mi linterná iluminé y examiné cada rincón de las tres naves y alguno de los pequeños oratorios laterales de la izquierda. Había polvo por todas partes, así como urnas desvencijadas conteniendo los restos de santos y mártires olvidados muchos siglos atrás por la devoción popular. Pero, aparte de su obvio interés histórico y artístico, aquella discreta capilla no tenía nada digno de mención. Era, simplemente, una curiosa iglesia subterránea sin ningún dato que nos aportara pistas sobre la primera prueba del purgatorio staurofilakense.
Después de un rato de infructuosa búsqueda, los tres nos reunimos en el ábside y nos sentamos en el suelo, junto al Ara Maxima, para recapitular. Yo, como llevaba pantalones, me acomodé tranquilamente. Dentro de una arqueta, en el muro, el cráneo y los huesos de una tal Santa Cirilla reposaban a mi lado («Santa Cirilla, virgen y mártir, hija de santa Trifonia, muerta por Cristo bajo el príncipe Claudio», rezaba el epitafio latino).
– Esta vez no hemos encontrado ningún Crismón que nos indique el camino -señaló Farag, retirándose el pelo de la cara.
– Algo tiene que haber -repuso, bastante enfadado, el capitán-. Hagamos memoria de todo lo que hemos visto desde que llegamos a Santa María in Cosmedín. ¿Qué nos ha llamado la atención?
– ¡La Boca de la Verdad! -exclamó Boswell lleno de entusiasmo. Yo sonreí.
– No me refiero a las atracciones turísticas, profesor.
– Bueno… A mí es lo que más me ha llamado la atención.
– La verdad es que esa tapa de alcantarilla romana tiene su interés -comenté para respaldarle.
– Muy bien -profirió la Roca-. Volveremos arriba y comenzaremos toda la inspección de nuevo.
Aquello era más de lo que yo podía soportar. Miré mi reloj de pulsera y vi que marcaba las cinco y media de la tarde.
– ¿No podríamos volver mañana, capitán? Estamos cansados.
– Mañana, doctora, estaremos en Rávena, afrontando el segundo circulo del Purgatorio. ¿No entiende que en este mismo momento, en cualquier parte del mundo, puede estar teniendo lugar otro robo de Ligna Crucis? ¡Incluso aquí mismo, en Roma! No, no vamos a parar y tampoco vamos a descansar.
– Estoy seguro de que no tiene importancia… -declaró, de pronto, el profesor, volviendo a sus tics nerviosos del titubeo y las gafas-, pero he visto algo extraño por allí -y señaló uno de los oratorios laterales de la derecha.
– ¿De qué se trata, profesor?
– Una palabra escrita en el suelo… Grabada en la piedra, más bien.
– ¿Qué palabra?
– No se distingue claramente, porque está muy desgastada, pero parece que pone «Vom».
– ¿«Vom»?
– Veámosla -decidió la Roca, poniéndose en pie.
En la esquina interior izquierda del oratorio, justo en el centro de una enorme losa rectangular que hacía ángulo recto con las paredes, podía leerse, en efecto, la palabra «VOM».
– ¿Qué quiere decir «Vom»? -preguntó la Roca.
Estaba a punto de responderle cuando, de repente, oímos un chasquido seco y el suelo comenzó a oscilar como si se hubiera declarado un formidable terremoto. Yo solté un grito mientras caía como un peso muerto sobre la losa que se hundía en las profundidades de la tierra, balanceándose furiosamente de un lado a otro. Sin embargo, recuerdo un detalle importante: segundos antes del chasquido, mi nariz percibió, con mucha intensidad, el inconfundible olor acre del sudor y la mugre del padre Bonuomo, que debía encontrarse muy cerca de nosotros.
El pánico me impedía pensar, sólo trataba, angustiosamente, de agarrarme al suelo oscilante para no caer al vacio. Perdí la linterna y el bolso, mientras una mano de hierro me sujetaba por la muñeca, ayudándome a mantener el cuerpo pegado a la piedra.
Estuvimos descendiendo en esas condiciones durante mucho tiempo -aunque, claro, también podría ser que a mí me pareciera eterno lo que sólo duró unos minutos-, y, por fin, la dichosa piedra tocó suelo y se detuvo. Ninguno de nosotros se movió. Sólo podía escuchar las respiraciones agitadas de Farag y del capitán por debajo de la mía. Sentía las piernas y los brazos como si fueran de goma, como si no pudieran volver a sostenerme; un temblor incontrolable me agitaba entera, de los pies a la cabeza, y notaba el corazón desbocado y unas enormes ganas de vomitar. Recuerdo haberme dado cuenta de que me llegaba una luz cegadora a través de los párpados cerrados. Debíamos parecer tres ranas tendidas boca abajo en la batea de un científico loco.
– No… No lo hemos… hecho bien… -oí decir a Farag.
– ¿Se puede saber qué está diciendo, profesor? -preguntó la Roca en voz muy baja, cómo si le faltara fuerza para hablar.
– «… por la hendidura de una roca -recitó el profesor tomando bocanadas de aire-, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. “Aquí es preciso usar la destreza -dijo mi guía- y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta.“»
– Dichoso Dante Alighieri… -susurré con desmayo.
Mis compañeros se incorporaron, y la mano de hierro que aún me sujetaba, me soltó. Sólo entonces supe que se trataba de Farag, que se puso frente a mi cara y me tendió la misma mano con timidez, ofreciéndome su caballerosa ayuda para ponerme en pie.
– ¿Dónde demonios estamos? -silabeó la Roca.
– Lea el Canto X del Purgatorio y lo sabrá -murmuré, todavía con las piernas temblorosas y el pulso acelerado. Aquel sitio olía a moho y a podrido, a partes iguales. Una larga fila de antorcheros, fijados a los muros por estribos de hierro, iluminaba lo que parecía ser una vieja alcantarilla, un canal de aguas residuales en uno de cuyos márgenes nos encontrábamos nosotros. Dicho margen (¿o quizá debería llamarlo cornisa?), desde el borde que caía sobre el cauce de agua -que todavía fluía, negra y sucia-, hasta la pared, «mediría sólo tres veces el cuerpo humano», que era exactamente la anchura de la losa sobre la que habíamos descendido. Y, desde luego, hasta donde yo alcanzaba con la vista, tanto a derecha como a izquierda, sólo se divisaba la misma monótona imagen de túnel abovedado.
– Creo que ya sé qué lugar es este -afirmó el capitán, colocándose la mochila al hombro con gesto decidido. Farag se estaba sacudiendo el polvo y la suciedad de la chaqueta-. Es muy posible que nos encontremos en algún ramal de la Cloaca Máxima.
– ¿La Cloaca Máxima? Pero… ¿todavía existe?
– Los romanos no hacían las cosas a medias, profesor, y, cuando de obras de ingeniería se trataba, eran los mejores. Acueductos y alcantarillados no tenían secretos para ellos.
– De hecho, en muchas ciudades de Europa se siguen utilizando las canalizaciones romanas -apunté. Acababa de encontrar los restos de mi bolso esparcidos por todas partes. La linterna estaba destrozada.
– Pero… ¡La Cloaca Máxima!
– Fue la única manera de poder levantar Roma -seguí explicándole-. Toda el área que ocupaba el Foro Romano era una zona pantanosa y hubo que desecarla. La Cloaca se empezó a construir en el siglo VI antes de nuestra era, por orden del rey etrusco Tarquinio el Viejo. Luego, como es evidente, se fue ampliando y reforzando hasta alcanzar unas dimensiones colosales y un funcionamiento perfecto durante el Imperio.
– Y este lugar en el que estamos es, sin duda, un ramal secundario -declaró Glauser-Róist-, el ramal que los staurofílakes utilizan para que sus neófitos pasen la prueba de la soberbia.
– ¿Y por qué están encendidas las antorchas? -preguntó Farag, sacando una de ellas de su antorchero. El fuego rugió en su lucha contra el aire. El profesor tuvo que protegerse la cara poniendo la otra mano a modo de pantalla.
– Porque el padre Bonuomo sabía que veníamos. Creo que ya no cabe ninguna duda.
– Bueno, pues habrá que ponerse en marcha -dije yo, levantando la mirada hacia lo alto, hacia el lejano agujero que no se divisiba por ninguna parte. Debíamos haber descendido una considerable cantidad de metros.
– ¿Por la derecha o por la izquierda? -preguntó el profesor, plantándose a medio camino con su antorcha en lo alto. Pensé que guardaba un cierto parecido con la Estatua de la Libertad.
– Definitivamente, por aquí -indicó Glauser-Róist, señalando misteriosamente hacia el suelo. Farag y yo nos aproximamos a él.
– ¡No puedo creerlo…! -murmuré, fascinada.
Justo donde comenzaba el margen a nuestra derecha, el suelo de piedra aparecía maravillosamente tallado con escenas en relieve y, tal y como Dante contaba, la primera era la caída en picado de Lucifer desde el cielo. Podía verse el rostro del bellísimo ángel con un terrible gesto de enfado mientras tendía las manos hacia Dios en su caída, como implorando misericordia. Los detalles estaban tan cuidadosamente reflejados que era imposible no sentir un escalofrío ante semejante perfección artística.
– Es de estilo bizantino -comentó el profesor, impresionado-. Miren ese Pantocrátor justiciero contemplando el castigo de su ángel predilecto.
– La soberbia castigada… -murmuré.
– Bueno, esa es la idea, ¿no?
– Sacaré la Divina Comedia -anunció Glauser-Róist, acompañando la palabra con el gesto-. Debemos comprobar las coincidencias.
– Coincidirá, capitán, coincidirá. No le quepa duda.
La Roca hojeó el libro y levantó la cabeza con una sonrisa en la comisura de los labios.
– ¿Saben que los tercetos de esta serie de representaciones iconográficas empiezan en el verso 25 del Canto? Dos más cinco, siete. Uno de los números preferidos de Dante.
– ¡No se vuelva loco, capitán! -le imploré. Había un poco de eco.
– No me vuelvo loco, doctora. Para que lo sepa, la serie en cuestión acaba en el verso 63. O sea, seis más tres, nueve. Su otro número preferido. Volvemos al siete y al nueve.
Ni Farag ni yo prestamos demasiada atención a aquel ataque de numerología medieval; estábamos demasiado ocupados disfrutando de las bellas escenas del suelo. Después de Lucifer, aparecía Briareo, el hijo monstruoso de Urano y Gea -el Cielo y la Tierra-, fácil de reconocer por sus cien brazos y cincuenta cabezas, el cual, creyéndose más fuerte y poderoso, se había sublevado contra los dioses olímpicos y había muerto atravesado por un dardo celestial. Ni que decir tiene que la imagen, a pesar de la fealdad de Briareo, era increiblemente hermosa. La luz que llegaba desde los antorcheros del muro confería a los relieves un verismo aterrador, pero, además, las llamas de la tea de Farag les daba mayor profundidad y volumen, resaltando pequeños matices que, de otro modo, nos hubieran pasado desapercibidos.
La siguiente escena era la de la muerte de los soberbios Gigantes que habían querido terminar con Zeus y habían muerto a su vez, desmembrados, a manos de Marte, Atenea y Apolo. A continuación, Nemrod enloquecido frente a los restos de su Torre de Babel; después, Niobe, convertida en piedra por haber presumido de tener siete hijos y siete hijas delante de Latona, que sólo tenía a Apolo y Diana. Y así seguía el camino: Saúl, Aracne, Roboám, Alcmeón, Senaquerib, Ciro, Holofernes y la ciudad arrasada de Troya, el último ejemplo de soberbia castigada.
Allí estábamos los tres, con la cerviz inclinada como bueyes sometidos al yugo, silenciosos, ávidos de contemplar más y más. Como Dante, sólo teníamos que avanzar admirando aquellos pedazos de sueños o de historia que nos recomendaban humildad y sencillez. Pero después de Troya, ya no había más relieves, así que ahí terminaba la lección… ¿o no?
– ¡Una capilla! -exclamó Farag, introduciéndose por una oquedad abierta en el muro.
Idéntica a la Cripta de Adriano en dimensiones y formas, y también en cuanto a disposición de los espacios, otra iglesita bizantina se ofrecía ante nuestros sorprendidos ojos. No obstante, esta capilla presentaba una importante diferencia respecto a su hermana gemela superior: las paredes estaban totalmente cubiertas por tarimas, desde cuyas superficies cientos de cuencas vacias, pertenecientes a otras tantas calaveras, nos observaban impertérritas. Farag me rodeó los hombros con su brazo libre.
– ¿Estás asustada, Ottavia?
– No -mentí-. Sólo un poco impresionada.
Estaba aterrada, paralizada de espanto por aquellas miradas vacias.
– Esto es toda una necrópolis, ¿eh? -bromeó Boswell mientras me soltaba con una sonrisa y se acercaba al capitán. Yo corrí tras él, dispuesta a no separarme ni un centímetro.
No todos los cráneos estaban completos, la mayoría se apoyaba directamente sobre algunos dientes del maxilar superior (si los había) o sobre su base, como si hubieran olvidado la mandíbula inferior en alguna otra parte; muchos carecían de un parietal, un temporal o, incluso, de pedazos del frontal o del frontal entero. Pero, para mi, lo peor seguían siendo las cuencas de los ojos, algunas totalmente vacías y otras conservando los huesos orbitales. En fin, espeluznante, y habría, como poco, un centenar de aquellos restos.
– Son reliquias de santos y de mártires cristianos -anuncio el capitán, que estaba examinando con atención una fila de calaveras.
– ¿Qué dice? -me sorprendí-. ¿Reliquias?
– Bueno, eso parece. Hay una pequeña leyenda grabada delante de cada una con lo que parece ser su nombre: Benedetto sanctus, Desirio sanctus, Ippolito martyr, Candida sancta, Amelia sancta, Placido martyr…
– ¡Dios mio! ¿Y la Iglesia no tiene conocimiento de esto? Seguramente da estas reliquias por perdidas desde hace muchos siglos.
– Quizá no sean auténticas, Ottavia. Piensa que estamos en territorio staurofílax. Cualquier cosa es posible. Además, si te fijas, los nombres no vienen en latín clásico, sino medieval.
– No importa que sean falsas -advirtió la Roca-. Eso tiene que decidirlo la Iglesia. ¿Acaso es verdadera la Vera Cruz que perseguimos?
– En eso tiene razón el capitán -asentí-. Esto es cosa de los expertos del Vaticano y del Archivo de Reliquias.
– ¿Qué es eso del Archivo de Reliquias? -preguntó Farag.
– El Archivo de Reliquias es donde se guardan, en vitrinas y anaqueles, las reliquias de los santos que la Iglesia necesita para cuestiones administrativas.
– ¿Para qué las necesita?
– Pues… Cada vez que se construye una nueva iglesia en el mundo, el Archivo de Reliquias tiene que enviar algún fragmento de hueso para que sea depositado bajo el altar. Es obligatorio.
– ¡Caramba! Me gustaría saber si en nuestras iglesias coptas también tenemos de eso. Reconozco mi ignorancia en estos asuntos.
– Seguramente sí. Aunque no sé si también guardaréis sus…
– ¿Qué les parece si salimos de aquí y continuamos nuestro viaje? -atajó Glauser-Róist, encaminándose a la salida. ¡Qué hombre tan pelmazo, por Dios!
Farag y yo, como disciplinados alumnos, abandonamos la capilla detrás de él.
– Los relieves acaban aquí -señaló la Roca-, justo delante de la entrada a la cripta. Y eso no me gusta.
– ¿Por qué? -le pregunté.
– Porque me da la impresión de que este ramal de la Cloaca Máxima no tiene salida.
– Ya me había dado cuenta de que el agua del cauce apenas discurre -señaló Farag-. Está prácticamente quieta, como si estuviera estancada.
– Sí que fluye -protesté-. Yo la veo moverse en el sentido de nuestra propia marcha. Muy despacio, pero se mueve.
– Eppur si muove [26]… -dijo el profesor.
– Exactamente. En caso contrario, estaría podrida, descompuesta. Y no es así.
– ¡Hombre, sucia sí que está!
Y en eso estuvimos los tres de acuerdo.
Por desgracia, el capitán había acertado cuando adelantó que el ramal no tenía salida. Apenas doscientos metros después, topamos con un muro de piedra que bloqueaba el túnel.
– Pero… Pero el agua se mueve… -balbucí-. ¿Cómo es posible?
– Profesor, levante la antorcha todo lo que pueda y llévela hacia el borde mismo del margen -dijo el capitán mientras iluminaba el muro con su potente linterna. Bajo las dos fuentes de luz, el misterio quedó aclarado: en el centro mismo del dique, y como a media altura, se distinguía tenuemente un Crismón de Constantino labrado en la roca y, pasando por su mismo eje, una línea vertical, de bordes irregulares, que partía el muro en dos.
– ¡Es una compuerta! -indicó Boswell.
– ¿De qué se extraña, profesor? ¿Acaso creía que iba a ser fácil?
– Pero ¿cómo vamos a mover esas dos hojas de piedra? ¡Deben pesar un par de toneladas cada una, por lo menos!
– Bueno, pues habrá que sentarse y meditar.
– Lo que siento es que se nos echa encima la hora de cenar y yo empiezo a tener hambre.
– Pues ya podemos resolver este enigma pronto -advertí, dejándome caer sobre el suelo-, porque si no salimos de aquí, ni cena esta noche, ni desayuno mañana por la mañana, ni comida el resto de nuestra vida. Una vida que, por cierto, desde esta perspectiva se presenta bastante corta.
– ¡No empiece otra vez, doctora! Usemos el cerebro y, mientras pensamos, cenaremos unos sándwiches que he traído.
– ¿Sabía que pasaríamos aquí la noche? -me extrañé.
– No, pero no podía estar seguro de lo que iba a pasar. Ahora -nos urgió-, intentemos solucionar el problema, por favor.
Estuvimos dando vueltas al asunto de la compuerta durante mucho rato y volvimos a examinarla con cuidado muchas veces. Incluso llegamos a utilizar un pedazo de madera de las tarimas de la cripta para comprobar la parte del dique que quedaba sumergida bajo el agua. Pero, un par de horas más tarde, sólo habíamos conseguido averiguar que las hojas de piedra no estaban perfectamente encajadas y que por ese resquicio minúsculo era por donde se escapaba el agua. Volvimos sobre los relieves una y otra vez -arriba y abajo, abajo y arriba-, pero no conseguimos sacar nada en claro. Eran preciosos pero nada más.
Cerca ya de la medianoche, agotados, hartos y helados de frío, regresamos a la iglesia. A esas alturas, conocíamos el ramal de la Cloaca Máxima como si lo hubiéramos construido con nuestras propias manos y teníamos muy claro que de allí no se salía como no fuera por arte de magia o superando la prueba -si es que conseguíamos averiguar cuál era-, pues si por un lado estaban las compuertas, por el otro, a un par de kilómetros de la losa oscilante, sólo había un desmonte de piedras, un derrumbamiento que filtraba el agua a través de numerosos intersticios. Allí encontramos, en un rincón, una caja de madera llena de antorchas apagadas, y los tres llegamos a la conclusión de que aquello no era buena señal.
Sopesamos la posibilidad de que hubiera que mover aquellos pedruscos enormes para poder salir, ya que los penados de la primera cornisa sufrían precisamente ese castigo por su soberbia, pero llegamos a la conclusión de que era imposible, dado que cada una de aquellas rocas debía pesar el doble o el triple de lo que pesaba cada uno de nosotros. De modo que, estábamos atrapados y como no encontrásemos pronto la solución, allí íbamos a quedarnos para alimento de gusanos.
Mi dolor de cabeza, que había desaparecido durante unas horas, volvió más acusado que antes y yo sabía que era por el cansancio y el sueño atrasado. No tenía ni fuerza para bostezar, pero el profesor sí, y abría la boca desmesuradamente cada vez con más frecuencia.
En la iglesia hacia frío, aunque menos que en el cauce, de modo que llevamos todas las antorchas posibles a uno de los oratorios y las dispusimos en el suelo a modo de hoguera. Aquello calentó el pequeno rincón lo suficiente como para permitirnos sobrevivir a la noche, pero estar rodeada de observadoras calaveras no era, precisamente, lo que yo hubiera necesitado para conciliar el sueño.
Farag y el capitán se enzarzaron en una larga discusión sobre la hipotética naturaleza de la prueba que debíamos superar y que, desde luego, no era otra que abrir las compuertas de piedra del dique. El problema estaba en cómo abrirlas, y ahí era donde no se ponían de acuerdo. No recuerdo mucho de aquella conversación porque yo tenía la sensación de estar a medio camino entre el sueño y la vigilia, flotando en un espacio etéreo iluminado por el fuego y rodeada de calaveras susurrantes. Porque las calaveras hablaban… ¿o eso era parte del sueño? No sé, es obvio que sí, pero el caso era que a mí me parecía que hablaban o que silbaban. Lo último que recuerdo antes de entrar en un coma profundo es haber notado que alguien me ayudaba a tumbarme y me ponía algo blando bajo la cara. Luego nada más hasta que entreabrí los ojos un momento (no debía disfrutar de un descanso muy apacible) y divisé a Farag tumbado a mi lado, dormido, y al capitán leyendo a Dante a la luz de la hoguera, totalmente absorto. No habría pasado mucho tiempo cuando una exclamación me despertó. Inmediatamente se produjo otra, y otra más, hasta que me incorporé, sobresaltada, y vi a la Roca en pie, tan alto como un dios griego, levantando los brazos en el aire.
– ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! -gritaba entusiasmado.
– ¿Qué pasa? -preguntó la voz somnolienta de Farag-. ¿Qué hora es?
– ¡Levántese, profesor! ¡Levántese, doctora! ¡Les necesito! ¡He encontrado algo!
Miré mi reloj. Eran las cuatro de la madrugada.
– ¡Señor! -sollocé-. ¿Es que nunca podremos volver a dormir seis o siete horas seguidas?
– Escuche atentamente, doctora -clamó la Roca, abalanzándose sobre mí como una fuerza de la naturaleza-: «Veía a aquel que noble fue creado…», «Veía en otro lado a Briareo…», «Veía a Marte, a Atenea y a Apolo…», «Veía a Nemrod al pie de su gran obra…». ¿Qué le parece, eh?
– ¿No son esos los primeros versos de los tercetos donde se describen los relieves? -pregunté a Farag que miraba al capitán con un gesto de incomprensión en la cara.
– ¡Pero hay más! -continuó Glauser-Róist-. Escuchen: «¡Oh, Niobe, con qué desolados ojos…!», «¡Oh, Saúl, cómo con tu propia espada…!», «¡Oh, loca Aracne, así pude verte…!», «¡Oh, Roboán, no parece que asustaras…!».
– ¿Qué le pasa al capitán, Farag? ¡No entiendo nada!
– Yo tampoco, pero escuchémosle a ver dónde quiere llegar.
– Y, por último, por-úl-ti-mo… -recalcó, agitando el libro en el aire y volviendo, luego, a mirarlo-. «Mostraba aún el duro pavimento…», «Mostraba cómo se lanzaron…», «Mostraba el crudo ejemplo…», «Mostraba cómo huyeron derrotados…». Y, ¡atención ahora!, es muy, muy importante. Versos 61 a 63 del Canto:
Veía a Troya en ruinas y en cenizas;
¡Oh, Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate el relieve que veía!
– ¡Es una serie de estrofas acrósticas! -exclamó Boswell, arrebatándole el libro al capitán-. Cuatro versos que empiezan con «Veía», cuatro con «¡Oh!» y cuatro con «Mostraba».
– ¡Y un último terceto, el de Troya que les he leído completo, con la clave!
Me dolía mucho la cabeza, pero fui capaz de comprender lo que estaba pasando, e, incluso, descubrí antes que ellos la relación de esas estrofas acrósticas con la misteriosa palabra que Farag había encontrado en la losa oscilante y que nos llevó a los tres a ponernos encima de ella: «VOM».
– ¿Qué querrá decir «Vom»? -preguntó el capitán-. ¿Tendrá algún significado?
– Lo tiene, Kaspar, lo tiene. Y, por cierto, que esto me trae a la memoria a nuestro buen padre Bonuomo. ¿A ti no, Ottavia?
– Ya lo había pensado -repliqué, poniéndome dificultosamente en pie y frotándome la cara con las manos-. Y, por eso mismo, me pregunto cuántos pobres aspirantes a staurofílax habrán perdido sus vidas intentando superar estas pruebas. Hay que ser un lince para atar tanto cabo suelto.
– ¿Serían tan amables de explicarse, por favor? Ahora soy yo el que no les entiende.
– En latín, capitán, la U y la V se escriben igual, ambas con la grafía V, de manera que «Vom» es lo mismo que «Uom», o sea, hombre, en italiano medieval. Nuestro simpático sacerdote se hace llamar Bon-Uomo, o Bon-Uom, es decir, Buen hombre. ¿Lo pilla ahora?
– ¿A este lo hará detener, Kaspar?
El capitán rehusó con la cabeza.
– Estamos igual que antes. El padre Bonuomo tendrá una coartada sólida y un pasado intachable. Ya se habrá preocupado la hermandad de cubrirle bien las espaldas, sobre todo siendo el guardián de la prueba de Roma. Y él nunca reconocería voluntariamente su condición de staurofílax.
– ¡Bueno, señores! -dije con un suspiro-. Se acabó la cháchara. Ya que no vamos a dormir, será mejor continuar con el hilo argumental que habíamos iniciado. Tenemos el acróstico dantesco, tenemos la palabra UOM y tenemos unas compuertas de piedra. ¿Y ahora qué hacemos?
– Se me ocurre que, a lo mejor, alguna de estas calaveras tiene como rótulo «Uom sanctus» -sugirió Farag.
– Pues manos a la obra.
– Pero, capitán, las antorchas están casi consumidas. Tardaremos un rato en ir a buscar más.
– Cojan lo que queda en las brasas y empiecen. ¡No tenemos tiempo!
– ¡Mire lo que le digo, capitán Glauser-Róist! -exclamé, enfadada-. Si salimos de esta, me negaré a continuar como no descansemos. ¿Me ha oído?
– Tiene razón, Kaspar. Estamos molidos. Deberíamos parar unos días.
– Ya hablaremos de eso cuando salgamos de aquí. ¡Ahora, por favor, busquen! Usted, doctora, empiece por allí. Usted, por el extremo contrario, profesor. Yo examinaré el presbiterio.
Farag se agachó y escogió las dos únicas antorchas que aún ardían entre las brasas; luego, me entregó una a mí y él se quedó con la otra. Sería ocioso señalar que, bastante después, y con todas las reliquias revisadas, no habíamos encontrado ningún santo ni mártir que se llamara Uom. Resultaba descorazonador.
Debía estar saliendo el sol para los felices humanos que podían verlo, cuando se nos ocurrió que quizá Uom no era el nombre que debíamos buscar, sino, como en el acróstico, todos aquellos que empezaran por V o U, por O y por M. ¡Y acertamos! Tras otra larga y tediosa exploración, resultó que había cuatro santos cuyos nombres empezaban por V -Valerio, Volusia, Varrón y Vero-, cuatro mártires que empezaban por O -Octaviano, Odenata, Olimpia y Ovinio- y otros cuatro santos que empezaban por M -Marcela, Marcial, Miniato y Mauricio-. ¿No era increíble? Ya no cabía ninguna duda de que habíamos encontrado el buen camino. Señalamos con hollín las doce calaveras, por si su distribución tuviese algo que ver, pero no seguían ningún orden. La única característica que las igualaba a todas era que los doce cráneos estaban completos y, en aquel almacén de trastos rotos, eso era toda una señal. Pero, después de este gran avance, ya no sabíamos qué hacer. Nada de todo aquello parecía darnos la clave para abrir las compuertas.
– ¿Tiene algún sándwich de sobra, Kaspar? -quiso saber Farag-. Cuando no duermo me entra un hambre feroz.
– Algo queda en mi mochila. Mire a ver.
– ¿Quieres, Ottavia?
– Si, por favor. Estoy desfallecida.
Pero en la mochila del capitán sólo quedaba un miserable emparedado de salami con queso, así que lo partimos por la mitad con las manos sucias y nos lo comimos. A mí me supo a gloria bendita.
Mientras Farag y yo intentábamos engañar a nuestros estómagos con aquel magro alimento, el capitán deambulaba por la cripta como una fiera enjaulada. Se le veía concentrado, absorto, y repetía una y otra vez los tercetos de Dante que, obviamente, se había aprendido de memoria. Mi reloj marcaba las nueve y media de la mañana. Arriba, en alguna parte, la vida acababa de empezar. Las calles estarían llenas de coches y los niños entrando en los colegios. Bajo tierra, a bastante profundidad, tres almas agotadas intentaban escapar de una ratonera. El medio sándwich me había matado el hambre y, más relajada, me apoyé, sentada como estaba, contra la pared, contemplando los últimos rescoldos de la hoguera. En muy poco tiempo, se apagarían definitivamente. Sentí un profundo sopor que me obligó a cerrar los ojos.
– ¿Tienes sueño, Ottavia?
– Necesito dar una cabezada. ¿No te importa, Farag?
– A mí, no. ¿Cómo me va a importar? Al contrario, creo que haces bien descansando un poco. Dentro de diez minutos te despertaré, ¿vale?
– Tu generosidad me abruma.
– Hay que salir de aquí, Ottavia, y te necesitamos para pensar.
– Diez minutos. Ni uno menos.
– Adelante. Duérmete.
A veces, diez minutos son toda una vida, porque descansé más durante ese tiempo de lo que había descansado en las cuatro horas que habíamos dormido aquella noche.
Revisamos todo de nuevo a lo largo de la mañana y aprovechamos para encender un par de antorchas de las que había en la caja colocada junto al derrumbamiento del fondo del canal. Estaba claro que los staurofílakes tenían meticulosamente programado todo el proceso y sabían con exactitud cuánto podía durar aquella prueba.
Finalmente, desesperados y cabizbajos, regresamos a la iglesia.
– ¡Está aquí! -gritó, enfadado, Glauser-Róist, dando una patada contra el suelo-. ¡Estoy seguro de que la solución está aquí, maldita sea! Pero ¿dónde?, ¿dónde está?
– ¿En las calaveras? -insinué.
– ¡En las calaveras no hay nada! -bramó.
– Bueno, en realidad… -comentó el profesor, pegándose las gafas a los ojos-, no hemos mirado dentro de ellas.
– ¿Dentro? -me extrañé.
– ¿Por qué no? ¿Tenemos otra posibilidad? Por lo menos podíamos comprobarlo. Agitar los cráneos de esos doce santos y mártires… O algo así.
– ¿Tocarlos…? -aquello me parecía una irreverencia mayúscula y, desde otro ángulo, una asquerosidad-. ¿Tocar las reliquias con las manos?
– ¡Yo lo haré! -vociferó Glauser-Róist. Se dirigió hacia la primera calavera que tenía una marca de hollín y la levantó por los aires, sacudiéndola con poco respeto-. ¡Hay algo dentro! ¡Tiene algo!
Farag y yo saltamos como empujados por un resorte. El capitán estudiaba el cráneo cuidadosamente.
– Está sellado. Tiene todos los orificios sellados: el agujero del cuello, las fosas nasales y las cuencas de los ojos. ¡Es un recipiente!
– Vamos a vaciarlo en alguna parte -dijo Farag, mirando a nuestro alrededor.
– En el altar -propuse-. Es cóncavo como un plato.
Resultó que Valerio y Ovinio contenían azufre (inconfundible por su olor y color); Marcela y Octaviano, una goma resinosa de color negro que identificamos como pez; Volusia y Marcial, dos pegotes de manteca fresca; Miniato y Odenata, un polvo blanquinoso que le quemó ligeramente la mano al capitán, por lo que dedujimos que se trataba de cal viva, con la que había que llevar mucho cuidado; Varrón y Mauricio, una espesa y brillante grasa negra que, por su intenso olor, era, sin duda, petróleo en bruto, sin refinar, o sea, nafta; y, por último, Vero y Olimpia contenían un polvillo muy fino de color ocre que no logramos identificar. Pusimos todas aquellas sustancias en montoncitos separados y el altar se convirtió en una mesa de laboratorio.
– Creo que no me equivoco -anunció Farag con el gesto reconcentrado de quien ha llegado a una conclusión preocupante tras mucho pensar-, si les digo que estamos frente a los elementos del Fuego Griego.
– ¡Dios mío! -me llevé la mano a la boca, horrorizada.
El Fuego Griego había sido el arma más letal y peligrosa de los ejércitos bizantinos. Gracias a ella consiguieron mantener a raya a los musulmanes desde el siglo VII hasta el XV. Durante centenares de años la fórmula del Fuego Griego fue el secreto mejor guardado de la historia, e incluso hoy no podíamos estar totalmente seguros de conocer la naturaleza de su composición. Una leyenda refería que, en el año 673, hallándose Constantinopla asediada por los árabes y a punto de claudicar, un hombre misterioso llamado Calínico apareció cierto día en la ciudad ofreciendo al apurado emperador Constantino IV el arma más poderosa del mundo: el Fuego Griego, que tenía la particularidad de incendiarse en contacto con el agua y de arder poderosamente sin que nada pudiera apagarlo. Los bizantinos arrojaron la mezcla preparada por Calínico a través de tubos instalados en sus barcos y destruyeron totalmente la flota árabe. Los musulmanes supervivientes huyeron espantados ante aquellas llamas que ardían incluso debajo del agua.
– ¿Está seguro, profesor? ¿No podría ser cualquier otra cosa?
– ¿Otra cosa, Kaspar? No. De ninguna manera. Estos son todos los elementos que los estudios más recientes dan como ingredientes del Fuego Griego: nafta, o petróleo en bruto, que tiene la peculiaridad de flotar sobre el agua; óxido de calcio, o cal viva, que prende en contacto con el agua; azufre, que, al quemarse, emite vapores tóxicos; pez, o resina, para activar la combustión y grasa para aglutinar los elementos. El polvo de color ocre que no hemos podido identificar es, sin duda, nitrato potásico, es decir, salitre, que, al entrar en combustión, desprende oxigeno y permite que el fuego siga ardiendo bajo el agua. Leí un artículo sobre este tema no hace mucho, en la revista Byzantine Studies.
– ¿Y para qué nos puede servir el Fuego Griego a nosotros? -pregunté, recordando que también yo había leído el mismo articulo en la misma revista.
– En esta mesa sólo falta un elemento -anuncio Farag, mirándome-. Podríamos mezclar todo esto y no pasaría absolutamente anda. A ver si adivinas qué ingrediente prendería la mixtura.
– El agua, por supuesto.
– ¿Y dónde hay agua en este lugar?
– ¿Te refieres al agua del ramal? -me sobresalté.
– ¡Exacto! Si preparamos el Fuego Griego y lo echamos al agua, esta se incendiará con una potencia increíble. Es muy probable que las compuertas se abran por efecto del calor.
– Si no es mucha molestia -le interrumpió la Roca, con cara de preocupación-, antes de llevar a cabo una acción tan peligrosa me gustaría saber por qué debería el calor abrir las compuertas.
– Ottavia, corrígeme si me equivoco: ¿eran o no eran los bizantinos aficionados a la mecánica, a los juguetes articulados y a las máquinas automáticas?
– Cierto. Los más aficionados de la historia. Hubo un emperador que hacía desfilar delante de los embajadores de otros países un par de leones mecánicos que caminaban solos emitiendo rugidos. Otros tenían dispositivos en sus tronos mediante los cuales desencadenaban rayos y truenos a su alrededor provocando el espanto de los cortesanos. Por supuesto, era célebre, aunque hoy casi se ha olvidado, el fantástico Árbol de Oro del jardín real, con sus pájaros cantores mecánicos. Había sacerdotes, por ejemplo, y hablo de sacerdotes cristianos, que hacían «milagros» durante la Santa Misa, como abrir y cerrar las puertas del templo a voluntad y cosas así. Por toda Constantinopla había fuentes dispensadoras de agua que funcionaban con monedas. En fin, sería interminable… Hay un libro muy bueno que habla de esto.
– Bizancio y los juguetes, de Donald Davis.
– Ese mismo. Creo que tenemos aficiones y lecturas muy parecidas, profesor Boswell -exclamé con una amplia sonrisa.
– Cierto, doctora Salina -me replicó, sonriendo también.
– Vale, vale… Son ustedes almas gemelas, de acuerdo. Pero ¿les importaría ir al grano, por favor? Hemos de salir de aquí.
– Ottavia se lo ha dicho, Kaspar: había sacerdotes que abrían y cerraban las puertas de los templos a voluntad. Los fieles creían que aquello era un milagro, pero en realidad era un truco muy simple. La cosa estaba en que…
– …al encender un fuego -le quité la palabra de la boca a Farag porque yo conocía muy bien el tema; la mecánica bizantina siempre me había interesado muchísimo-, el calor dilataba el aire de un recipiente que también contenía agua. El aire dilatado, empujaba el agua y la hacía salir por un sifón que iba a dar a otro recipente suspendido de unas cuerdas. Este segundo recipiente comenzaba a descender por el peso del agua y las cuerdas que lo sujetaban hacían girar unos cilindros que movían los ejes de las puertas. ¿Qué le parece, eh?
– ¡Me parece una bobada! -replicó el capitán-. ¿Vamos a preparar una bomba incendiaria sólo por si se abren las compuertas? ¡Ustedes están locos!
– Bueno, presente otra alternativa si puede -le desafié con voz gélida.
– Pero ¿no lo entienden? -repitió desolado-. El riesgo es enorme.
– ¿Acaso no era yo, capitán, precisamente por ser mujer, la única de este grupo que tenía miedo a la muerte?
Masculló unas cuantas abominaciones y le vi tragarse la rabia. Aquel hombre estaba perdiendo, poco a poco, el control de sus emociones. Del flemático y frío capitán de la Guardia Suiza, al visceral y expresivo ser humano que ahora tenía delante, mediaba una inmensidad.
– ¡Está bien! ¡Adelante! ¡Háganlo de una vez! ¡Deprisa!
Farag y yo no esperábamos otras palabras. Mientras la Roca Agrietada nos iluminaba con la linterna, utilizamos las antorchas apagadas como palas para remover y amalgamar todos aquellos elementos. Noté cierta irritación en los ojos, en la nariz y en la garganta por culpa del polvillo de cal viva, pero tan ligera que no me alarmé. Al poco, una masa grisácea y viscosa, muy parecida a la masa del pan antes de hornear, se adhería a la madera de nuestras rudimentarias espátulas.
– ¿Deberíamos partirla en varios pedazos o echamos todo esto en un bloque al canal? -preguntó Farag, indeciso.
– Quizá deberíamos partirla. Así abarcaríamos más superficie. No sabemos cómo funciona exactamente el mecanismo de las compuertas.
– Pues, adelante. Sujeta firmemente tu palo como si fuera una cuchara y vamos.
Aquella masa pesaba poco, pero entre los dos era mucho más fácil de transportar. Salimos de la capilla y avanzamos hacia las compuertas. Una vez allí, dejamos nuestro proyectil en el suelo -cuidando que estuviera bien seco- y lo partimos en tres pedazos idénticos. La Roca cogió uno de ellos con otra tea apagada y, una vez listos, lanzamos al centro del riachuelo aquellos proyectiles pringosos y repugnantes. Probablemente, éramos de las pocas personas que, en los últimos cinco o seis siglos, tenían la oportunidad de ver en acción el famoso Fuego Griego de los bizantinos, y algo así, desde luego, no dejaba de ser apasionante.
Unas furiosas llamaradas se elevaron hacia la bóveda de piedra en cuestión de décimas de segundo. El agua empezó a arder con un poder de combustión tan extraordinario que un huracán de aire caliente nos empujó contra el muro como un puñetazo. En medio de aquella luminosidad cegadora, de aquel horrible rugido del fuego y del denso humo negro que se estaba formando sobre nuestras cabezas, los tres mirábamos obsesionados las compuertas por ver si se abrían, pero no se movían ni un milímetro.
– ¡Se lo advertí, doctora! -gritó la Roca a pleno pulmón para hacerse oir- ¡Le advertí que era una locura!
– ¡El mecanismo se pondrá en marcha! -le respondí. Iba a decirle también que sólo había que esperar un poco, cuando un acceso de tos me dejó sin aire en los pulmones. El humo negro estaba ya a la altura de nuestras caras.
– ¡Abajo! -gritó Farag, dejando caer todo su peso sobre mi hombro para derribarme. El aire todavía estaba limpio a ras de suelo, de modo que respiré afanosamente, como si acabara de sacar la cabeza de debajo del agua.
Entonces oímos un crujido, un chasquido que se fue haciendo más y más fuerte hasta superar el bramido del fuego. Eran los ejes de las compuertas, que giraban, y la fricción de la piedra contra la piedra. Nos pusimos rápidamente en pie y, de un salto, descendimos hasta el borde seco del cauce, por el que corrimos en dirección a la estrecha abertura a través de la cual empezaba a colarse el agua hacia el otro lado. El fuego, que flotaba sobre el líquido, se acercaba a nosotros peligrosamente. Creo que no he corrido más rápido en toda mi vida. Medio cegada por el humo y las lágrimas, sin aire para respirar y suplicándole a Dios que volviera ligeras mis piernas para cruzar aquel umbral lo antes posible, llegué al otro lado al borde de un ataque al corazon.
– ¡No se detengan! -gritó el capitán-. ¡Sigan corriendo!
El fuego y el humo también cruzaron las compuertas, pero nosotros, por lo que nos iba en ello, éramos mucho más rápidos. Al cabo de tres o cuatro minutos, nos habíamos alejado lo suficiente del peligro y fuimos disminuyendo la velocidad hasta detenernos por completo. Resoplando y con los brazos en jarras como los atletas cuando culminan una carrera, nos volvimos a contemplar el largo camino que habíamos dejado atrás. Un lejano resplandor se adivinaba al fondo.
– ¡Miren, hay luz al final del túnel! -exclamó Glauser-Róist.
– Ya lo sabemos, capitán. La estamos viendo.
– ¡Esa no, doctora, por el amor de Dios! ¡La del otro lado!
Giré sobre mis pies como una peonza mecánica y vi, efectivamente, la claridad que anunciaba el capitán.
– ¡Oh, Señor! -dejé escapar, de nuevo al borde de las lágrimas, aunque estas de auténtica emoción-. ¡La salida, por fin! ¡Vamos, por favor, vamos!
Caminamos apresuradamente, alternando los pasos con las carreras. No podía creer que el sol y las calles de Roma estuvieran al otro lado de aquella bocamina. La sola idea de poder volver a casa ponía cohete en mis zapatos. ¡La libertad estaba allí delante! ¡Allí mismo, a menos de veinte metros!
Y esto fue lo último que pensé, porque un golpe seco en la cabeza me dejó inconsciente en un abrir y cerrar de ojos.
Percibí luces dentro de mi propia cabeza antes de volver completamente a la vida. Pero, además, aquellas luces se acompañaban de intensas punzadas dolorosas. Cada vez que una de ellas se encendía, yo notaba crepitar los huesos de mi cráneo, como si un tractor lo estuviera aplastando.
Lentamente, aquella desagradable sensación fue aminorando para dejarme percibir otra de similar encanto: una quemazón como de fuego al rojo vivo tiraba de mí desde mi antebrazo derecho para devolverme a la cruda realidad. Con gran esfuerzo, y acompañando el movimiento con algunos gemidos, me llevé la mano izquierda al lugar del intenso escozor pero, nada más tocar la lana del jersey, sentí un dolor tan violento que aparté la mano con un grito y abrí los ojos de par en par.
– ¿Ottavia…?
La voz de Farag sonaba muy lejana, como si estuviera a una gran distancia de mi.
– ¿Ottavia? ¿Estás… estás bien?
– ¡Oh, Dios mio, no lo sé! ¿Y tú?
– Me… me duele… bastante la cabeza.
Divisé su figura a varios metros, tirada como un pelele sobre el suelo. Un poco más allá, el capitán seguía inconsciente. A gatas, como un cuadrúpedo, me acerqué hasta el profesor intentando mantener la cabeza erguida.
– Déjame ver, Farag.
Hizo el intento de girarse para enseñarme la parte de la cabeza donde había recibido el golpe, pero entonces gimió bruscamente y se llevó la mano al antebrazo derecho.
– ¡Dioses! -aulló. Me quedé unos instantes en suspenso ante aquella exclamación pagana. Iba a tener que hablar muy en serio con Farag. Y pronto.
Le pasé la mano por el pelo de la nuca y, a pesar de sus gemidos y de que se apartaba de mí, noté un considerable chichón.
– Nos han golpeado con saña -susurré, sentándome a su lado.
– Y nos han marcado con la primera cruz, ¿no es cierto?
– Me temo que sí.
Él sonrió mientras me cogía la mano y la apretaba.
– ¡Eres valiente como una Augusta Basileia!
– ¿Las emperatrices bizantinas eran valientes?
– ¡Oh, si! ¡Mucho!
– No había oído yo nada de eso… -murmuré, soltándole la mano y tratando de levantarme para ir a ver cómo estaba el capitán.
Glauser-Róist había recibido un golpe mucho más fuerte que nosotros. Los staurofílakes debían haber pensando que para derribar a aquel inmenso suizo había que atizarle con ganas. Una mancha de sangre seca se distinguía perfectamente en su cabeza rubia.
– Ojalá cambiaran de método en las próximas ocasiones… -murmuró Farag, incorporándose-. Si van a golpearnos seis veces más, acabarán con nosotros.
– Creo que con el capitán ya han terminado.
– ¿Está muerto? -se alarmó el profesor, precipitándose hacia él.
– No. Afortunadamente. Pero creo que no está bien. No consigo despertarle.
– ¡Kaspar! ¡Eh, Kaspar, abra los ojos! ¡Kaspar!
Mientras Farag intentaba devolverle a la vida, miré a nuestro alrededor. Estábamos todavía en la Cloaca Máxima, en el mismo lugar donde habíamos perdido el conocimiento al ser golpeados, aunque ahora, quizá, un poco más cerca de la salida. La luz del exterior, sin embargo, había desaparecido. Una antorcha que no debía llevar mucho tiempo encendida, iluminaba el rincón en el que nos habían dejado. Inconscientemente, levanté mi muñeca para ver qué hora era, y sentí de nuevo aquel terrible escozor en el antebrazo. El reloj me dijo que eran las once de la noche, de manera que habíamos estado desvanecidos más de seis horas. No era probable que fuera sólo por el golpe en el cráneo; tenían que haber utilizado otros métodos para mantenernos dormidos. Sin embargo, no sentía ninguno de los síntomas posteriores a la anestesia o los sedantes. Me encontraba bien, dentro de lo posible.
– ¡Kaspar! -seguía gritando Farag, aunque ahora, además, golpeaba al capitán en la cara.
– No creo que eso lo despierte.
– ¡Ya lo veremos! -dijo Farag, golpeando a la Roca una y otra vez.
El capitán gimió y entreabrió los párpados.
– ¿Santidad…? -balbuceó.
– ¿Qué Santidad? ¡Soy yo, Farag! ¡Abra los ojos de una vez, Kaspar!
– ¿Farag?
– ¡Si, Farag Boswell! De Alejandría, Egipto. Y esta es la doctora Salina, Ottavia Salina, de Palermo, Sicilia.
– Oh, sí… -murmuró-. Ya me acuerdo. ¿Qué ha pasado?
De manera automática, el capitán repitió los mismos gestos que habíamos hecho nosotros al despertar. Primero frunció el ceño, al ser consciente de su dolor de cabeza, e intentó llevarse la mano a la nuca, pero al hacerlo, la herida del antebrazo rozó la tela de su camisa y le escoció.
– ¿Qué demonios…?
– Nos han marcado, Kaspar. Todavía no hemos visto nuestras nuevas cicatrices, pero no cabe duda de lo que nos han hecho.
Renqueando como ancianos achacosos y sosteniendo al capitán, nos encaminamos hacia la salida. En cuanto el aire fresco nos dio en la cara, pudimos comprobar que nos hallábamos en el cauce del Tíber, a unos dos metros sobre el nivel del agua. Si nos dejábamos caer por el terraplén, podíamos llegar, nadando, hasta unas escaleras que había a nuestra derecha, a unos diez metros de distancia. Recuerdo todo esto como un sueño lejano y difuso, sin matices. Sé que lo viví, pero el agotamiento que sentía me mantenía en una especie de letargo.
A nuestra izquierda, mucho más lejos, vimos el Ponte Sisto, de manera que nos hallábamos a medio camino entre el Vaticano y Santa María in Cosmedín. Las hierbas y las basuras acumuladas en la pendiente, nos sirvieron de freno para el descenso. Sobre nuestras cabezas, las luces de las farolas de la calle y la parte superior de los elegantes edificios de la zona eran una tentación irreprimible que nos impulsaba a seguir por encima del cansancio. Caímos al agua y alcanzamos las escaleras dejándonos llevar por la suave corriente de agua gélida. Como no había llovido en los últimos meses, el río llevaba poco caudal, aunque el suficiente para que Farag y yo resucitáramos casi por completo. El que peor estaba era Glauser-Róist, que ni con el chapuzón se espabiló un poco; parecía como borracho y no coordinaba bien ni los movimientos ni las palabras.
Cuando, por fin, llegamos arriba -mojados, ateridos y agotados-, el tráfico del Lungotévere y la normalidad de la ciudad a esas horas tardías nos hizo sonreír de felicidad. Un par de corredores nocturnos, de esos que se ponen calzón corto y camiseta para hacer footing después del trabajo, pasaron por delante de nosotros sin ocultar su perplejidad. Debíamos ofrecer un aspecto extraño y lamentable.
Sujetando al capitán por ambos brazos, nos aproximamos al borde de la acera para detener, por la fuerza si era preciso, al primer taxi que pasara.
– No, no… -murmuró Glauser-Róist con dificultad-. Crucen la calle por el siguiente paso de peatones, yo vivo ahí enfrente.
Le miré sorprendida.
– ¿Usted tiene una casa en el Lungotévere dei Tebaldi?
– Sí… En el número… el número cincuenta.
Farag me hizo un gesto para que no le obligara a hablar más y nos dirigimos hacia el paso de peatones. Cruzamos la calle -bajo la mirada sorprendida y escandalizada de los conductores detenidos por el semáforo- y llegamos a un hermoso portal de piedra labrada y hierro. Al buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta de Glauser-Róist, un papel mojado se cayó al suelo.
– ¿Qué pasa? -preguntó la Roca, al ver que me retrasaba en abrir la puerta.
– Se le ha caído un papel, capitán.
– Déjeme verlo -pidió.
– Luego, Kaspar. Ahora tenemos que llegar arriba.
Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta con un fuerte empujón. El portal era elegante y espacioso, iluminado con grandes lámparas de cristal de roca y espejos en los muros que multiplicaban la luz. Al fondo, el ascensor era también antiguo, de madera pulida y hierro forjado. El capitán debía de ser muy rico si disponía de una casa en aquel edificio.
– ¿Qué piso es, Kaspar? -le preguntó Farag.
– El último. El ático. Necesito vomitar.
– ¡No, aquí no, por Dios! -exclamé-. ¡Espere a que lleguemos! ¡No falta nada!
Subimos en el ascensor temiendo que, en cualquier momento, la Roca Agrietada echara el alma por la boca y lo pusiera todo perdido. Pero se portó bien y resistió hasta que entramos en su casa. Entonces, sin esperar más, se deshizo de nosotros con un gesto brusco y, tambaleándose, desapareció en la oscuridad del pasillo. Poco después le oímos vomitar a conciencia.
– Voy a ayudarle -dijo Farag, al tiempo que encendía las luces de la casa-. Busca el teléfono y llama a un médico. Creo que le hace falta.
Recorrí la amplia vivienda con el extraño sentimiento de estar invadiendo la intimidad del capitán Glauser-Róist. No era probable que un hombre tan reservado como él, tan silencioso y prudente respecto a su vida privada, dejara entrar a mucha gente en esa casa. Hasta ese momento había supuesto que el capitán vivía en los barracones de la Guardia Suiza, entre la columnata de la derecha de la plaza de San Pedro y la Porta Santa Anna, pero no se me había ocurrido que pudiera tener un piso particular en Roma, aunque era algo perfectamente posible, sobre todo, por su grado de oficial, ya que los alabarderos -los soldados-, estaban obligados a residir en el Vaticano, pero los superiores no. En cualquier caso, lo que jamás hubiera imaginado ni por casualidad era que alguien a quien se le suponía un sueldo miserable -el salario de los guardias suizos era famoso por su mezquindad- poseyera un elegante piso en el Lungotévere dei Tebaldi y, encima, amueblado y decorado con evidente buen gusto.
En un rincón del salón, junto a las cortinas de una ventana, descubrí el teléfono y el dietario del capitán y, al lado de ellos, sobre la misma mesa, la fotografía de una joven sonriente dentro de un marco de plata. La chica, que era muy guapa, lucía un llamativo gorro de nieve y tenía el pelo y los ojos negros, de manera que no podía ser familia consanguínea de la Roca. ¿Acaso era su novia…? Sonreí. ¡Eso sería toda una sorpresa!
Nada más abrir la agenda telefónica, un montón de papeles y tarjetas sueltas resbalaron hasta el suelo. Las recogí precipitadamente y busqué el número de teléfono de los Servicios Sanitarios del Vaticano. Esa noche estaba de guardia el doctor Piero Arcuti, a quien yo conocía. Me aseguró que en breves instantes llegaría a la casa y, sorprendentemente, me preguntó si yo creía necesario avisar al Secretario de Estado, Angelo Sodano.
– ¿Por qué debería llamar al cardenal? -quise saber.
– Porque en el historial clínico del capitán Glauser-Róist que figura en el ordenador, aparece una nota que dice que, ante cualquier eventualidad de este tipo, hay que avisar al Secretario de Estado directamente, o, en su defecto, al Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier.
– Pues no sé qué decirle, doctor Arcuti. Haga lo que crea más conveniente.
– En ese caso, hermana Salina, voy a llamar a Su Eminencia.
– Muy bien, doctor. Le esperamos.
Nada más colgar, Farag apareció en el salón con las manos en los bolsillos y una mirada interrogante. Estaba sucio y despeinado como un mendigo que viviera de escarbar en las basuras.
– ¿Hablaste con el médico?
– Vendrá enseguida.
Rebuscó en los múltiples bolsillos de su cazadora y sacó algo.
– Mira esto, Ottavia. Es el papel que encontraste en la chaqueta del capitán cuando buscabas la llave.
– ¿Cómo está Glauser-Róist?
– No muy bien -dijo avanzando hacia mí con la nota en la mano-. Más que dormido, yo diría que está inconsciente. Pierde el sentido una y otra vez. ¿Qué droga nos habrán dado?
– La que sea, sólo le ha afectado a él, porque tú estás bien, ¿verdad?
– No del todo, tengo mucha hambre. Pero hasta que no mires esto no podré ir a la cocina, a ver qué encuentro.
Cogí la hoja que me entregaba y la examiné. No estaba hecha de un papel normal. Aunque se hubiera empapado de agua, al tacto seguía resultando demasiado gruesa y áspera, y sus bordes eran irregulares, en absoluto cortados por una máquina industrial. La extendí sobre la palma de mi mano y vi un texto en griego apenas despintado por el Tíber.
– ¿De nuestros amigos, los staurofílakes?
– Por supuesto.
ti stenh h pulh kai teqlimmenh h odosh apagousa eis thn zwhn,
kai oligoi eisi oi euriskontes authn
– «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! -traduje, con el corazón en un puño-. ¡Y qué pocos son los que dan con ella!» Es un fragmento del Evangelio de San Mateo.
– Me da lo mismo -susurró Farag-. Lo que me asusta es lo que pueda significar.
– Significa que la siguiente prueba de iniciación de la hermandad tiene que ver con puertas estrechas y caminos angostos. ¿Qué pone debajo…?
– Agios Konstantinos Akanzón.
– San Constantino de las Espinas… -murmuré, pensativa- No puede referirse al emperador Constantino, aunque también sea santo, porque este no lleva ningún añadido después del nombre, y mucho menos Akanzón. ¿Será algún patrono importante para los staurofílakes o el nombre de alguna iglesia?
– Si es una iglesia, está en Rávena, porque allí tiene lugar la segunda prueba, la del pecado de la envidia. Y eso de las espinas… -se subió las gafas, se pasó las manos por el pelo mugriento y bajó la mirada hasta el suelo-. Lo de las espinas no me gusta nada, porque en la segunda cornisa de Dante, los envidiosos van con el cuerpo cubierto de cilicios y los ojos cosidos con alambres.
Súbitamente, un sudor frío me cubrió la frente y las mejillas, como si la sangre huyera de mi cara, y mis manos se cerraron de manera compulsiva.
– ¡Por favor! -supliqué al borde del desmayo-. ¡Esta noche no!
– No… Esta noche no -convino Farag, acercándose a mí y pasándome un brazo por los hombros-. Esta noche sólo vamos a atacar la nevera de Kaspar y a dormir muchas horas. ¡Venga, acompáñame a la cocina!
– Espero que el doctor Arcuti no se retrase.
La cocina del capitán era realmente de escándalo. Nada más entrar, recordé a la pobre Ferma, que con la tercera parte de espacio y la décima parte de electrodomésticos se esmeraba en preparar unas comidas deliciosas. ¿Qué hubiera hecho si dispusiera de aquella versión doméstica de la NASA? La nevera, descomunal y de acero inoxidable, tenía un dispensador de agua y de cubitos de hielo en la puerta, junto a una pantalla de ordenador que, cuando abrimos para ver qué podíamos comer, pitó suavemente y nos indicó que sería buena idea comprar carne de ternera.
– ¿Cómo crees que puede pagar todo esto? -pregunté a Farag, que estaba sacando un paquete de pan de molde y un montón de embutidos.
– No es asunto nuestro, Ottavia.
– ¡Cómo que no! -protesté-. Trabajo con él desde hace más de dos meses y sólo sé que tiene la simpatía de una piedra y que actúa a las órdenes de la Rota y de Tournier. ¡Figúrate!
– Ya no está a las órdenes de Tournier.
Farag preparó unos suculentos bocadillos apoyándose en el banco de mármol rojo de la cocina, del que salían, a su lado, seis quemadores de energía dual con mandos de latón y una plancha para asar de centímetro y medio de espesor hecha de roca de lava, según indicaba la chapita de la marca.
– Bueno, pero sigue teniendo la simpatía de una piedra.
– Siempre lo has mirado mal, Ottavia. En el fondo creo que no es feliz. Estoy seguro de que es una buena persona. La vida ha debido arrastrarle hasta ese lugar poco recomendable que ocupa.
– La vida no te arrastra si tú no quieres -sentencié, convencida de haber dicho una gran verdad.
– ¿Estás segura? -me preguntó, sarcástico, mientras quitaba las cortezas al pan-. Pues yo sé de alguien que tampoco ha sido muy libre a la hora de elegir su destino.
– Si estás hablando de mi, te equivocas -me ofendí.
Él se rió y se acercó hasta la mesa con dos platos y un par de servilletas de colores.
– ¿Sabes qué me dijo tu madre el domingo, cuando Kaspar y yo nos presentamos en tu casa después de los funerales?
Algo venenoso se me estaba enroscando en el corazón por segundos. No dije nada.
– Tu madre me dijo que, de todos sus hijos, tú habías sido siempre la más brillante, la más inteligente y la más fuerte -sin inmutarse, se chupó los dedos manchados de salsa picante-. No sé por qué habló conmigo con tanta franqueza, pero el caso es que me dijo que tú sólo podrías ser feliz llevando la vida que llevabas, entregándote a Dios, porque no estabas hecha para el matrimonio y que jamás podrías soportar las imposiciones de un marido. Supongo que tu madre mide el mundo según las reglas de su tiempo.
– Mi madre mide el mundo como quiere -repuse. ¿Quién era Farag para juzgar a mi madre?
– ¡No te enfades, por favor! Sólo te estoy contando lo que ella me dijo. Y, ahora, sin esperar más, vamos a cenar estos magníficos, grasientos y picantes bocadillos que llevan bastante de casi todo lo que había en la nevera. ¡Muerde, emperatriz de Bizancio, y descubrirás uno de esos placeres de la vida que desconoces!
– ¡Farag!
– Lo… siento -masculló con la boca tan llena que apenas podía cerrarla y sin ninguna apariencia de sentirlo de verdad.
¿Cómo podía estar tan animado mientras que yo me caía de sueño y agotamiento? Algún día, me dije mientras masticaba el primer bocado y me admiraba de lo bueno que estaba, algún día haría un poco de saludable ejercicio. Se había terminado eso de pasarme las horas muertas trabajando en el laboratorio sin mover las piernas. Pasearía, haría alguna tabla de gimnasia por las mañanas y me llevaría a Ferma, Margherita y Valeria a correr por el Borgo.
Casi habíamos acabado de cenar, cuando se oyó el timbre de la puerta.
– Quédate aquí y termina -dijo Farag, levantándose-. Yo abriré.
En cuanto salió por la puerta, supe que iba a quedarme dormida allí mismo, sobre aquella mesa de cocina, así que me tragué el último bocado y salí detrás de él. Saludé al doctor Arcuti, que entraba en ese momento en la casa y, mientras examinaba al capitán, me dirigí al salón, para dejarme caer un momento en alguno de los sofás. Creo que estaba dormida, que caminaba dormida y que hablaba dormida. Necesitaba deshacerme de mi cuerpo en alguna parte. Al pasar junto a una puerta entornada, no pude evitar la tentación de curiosear. Encendí la luz y me encontré en un enorme despacho, decorado con muebles de oficina modernos que, no sé muy bien cómo, combinaban perfectamente con las antiguas estanterías de caoba y los retratos de los antepasados militares del capitán Glauser-Róist. Sobre la mesa había un sofisticado ordenador que le daba vuelta y media al que teníamos en el laboratorio, y a la derecha, junto a un ventanal, un equipo de música con más botones y pantallas digitales que el cuadro de mandos de un avión. Cientos de compact-discs se distribuían en unos extraños clasificadores de formas largas y retorcidas, y, por lo que pude comprobar, había desde música de jazz hasta ópera, pasando por folclores variados (había un CD de música pigmea, o sea, de los pigmeos auténticos) y mucho canto gregoriano. Acababa de descubrir que la Roca era un gran aficionado a la música.
Los retratos de sus antepasados ya eran otro cantar. La cara de Glauser-Róist, con ligeras modificaciones a lo largo de los siglos, se repetía una y otra vez en sus tatarabuelos o sus tíos bisabuelos. Todos se llamaban o Kaspar o Linus o Kaspar Linus Glauser-Róist y todos tenían el mismo gesto adusto que ponía tan a menudo el capitán. Caras serias, severas, caras de soldados, oficiales o comandantes de la Guardia Suiza Vaticana desde el siglo XVI. No dejó de llamarme la atención el hecho de que sólo su abuelo y su padre -Kaspar Glauser-Róist y Linus Kaspar Glauser-Róist- aparecieran con el uniforme de gala diseñado por Miguel Ángel. Los demás llevaban coraza -peto y espaldar de metal, como era costumbre en los ejércitos del pasado. ¿Sería posible que el famoso traje de colores fuera un diseño moderno?
Una fotografía de un tamaño más grande de lo normal descansaba entre el ordenador y una espléndida cruz de hierro sostenida por un pedestal de piedra. Como no podía verla, di la vuelta a la mesa y contemplé a la misma chica morena que había descubierto en el salón. Ya no me cabía ninguna duda de que debía tratarse de su novia -no se tienen tantas fotos de una amiga o de una hermana-. De manera que la Roca tenía una casa preciosa, una novia guapa, una familia linajuda, era amante de la música y amante de los libros, que abundaban no sólo en aquel despacho sino por todas las habitaciones. Hubiera esperado encontrar en alguna parte la típica colección de armas antiguas que todo militar que se precie tiene expuesta en su hogar, pero la Roca parecía no estar interesado por estos temas, ya que, aparte de los retratos de sus antepasados, aquella vivienda hubiera dicho de su dueño cualquier cosa menos que era oficial del ejército.
– ¿Qué haces aquí, Ottavia?
Di un brico mayúsculo y me giré hacia la puerta.
– ¡Dios mío, Farag, me has asustado!
– ¿Y si en lugar de ser yo, hubiera sido el capitán? ¿Qué hubiera pensado de ti, eh?
– No he tocado nada. Sólo estaba mirando.
– Si alguna vez voy a tu casa, recuérdame que mire tu habitación.
– No harás eso.
– Sal de aquí ahora mismo, anda -me dijo, invitándome a acompañarle fuera del despacho-. El doctor Arcuti tiene que examinarte el brazo. El capitán está bien. Parece que se encuentra bajo los efectos de algún somnífero muy potente. Tanto él como yo tenemos una preciosa crucecita en la parte interior del antebrazo derecho. ¡Ya verás, ya…! Las nuestras son de forma latina y están enmarcadas por un rectángulo vertical con una coronita de siete puntas en la parte de arriba. A lo mejor a ti te han hecho otro modelo.
– No creo… -murmuré. A decir verdad, ya no me acordaba del brazo. Había dejado de molestarme hacía mucho rato.
Entramos en la habitación de la Roca y le vi durmiendo profundamente sobre la cama, tan sucio como cuando salimos de la Cloaca Máxima. El doctor Arcuti me pidió que me levantara la manga del jersey. Tenía la parte interna del antebrazo un poco inflamada y enrojecida, pero no se veía la cruz porque, sobre ella, me habían colocado un apósito de bordes adhesivos. Para ser una secta milenaria, resultaban muy modernos a la hora de practicar sus escarificaciones tribales. Arcuti despegó la gasa cuidadosamente.
– Está bien -dijo mirando mi nueva marca corporal-. No hay infección y parece limpia, a pesar de esta coloración verdosa. Algún antiséptico vegetal, quizá. No podría decirlo. Es un trabajo muy profesional. ¿Sería mucho preguntar…?
– No, no pregunte, doctor Arcuti -repuse, mirándole-. Es una nueva moda llamada body art. El cantante David Bowie es uno de sus mayores valedores.
– ¿Y usted, hermana Salina…?
– Sí, doctor, yo también sigo la moda.
Arcuti sonrió.
– Supongo que no pueden contarme nada. Ya me ha dicho Su Eminencia, el cardenal Sodano, que no me extrañara de nada de lo que viera esta noche y que no preguntase. Creo que están realizando una importante misión para la Iglesia.
– Algo así… -musitó Farag.
– Bueno, pues, en ese caso -dijo colocándome un nuevo apósito sobre la cruz-, ya he terminado. Dejen dormir al capitán hasta que se despierte y ustedes también deberían descansar. No tienen muy buena cara… Hermana Salina, creo que sería buena idea que se viniera conmigo. Tengo el coche abajo y puedo dejarla en su comunidad.
El doctor Arcuti, como miembro numerario del Opus Dei -la organización religiosa con más poder dentro del Vaticano desde que fue elegido Juan Pablo II-, no veía con buenos ojos que yo pasara la noche en una casa en la que había dos hombres. Además, esos hombres, para mayor peligro, no eran sacerdotes sino seglares. Se decía que el Papa no hacía nada sin el beneplácito de la Obra (como la llamaban sus seguidores) e, incluso, los miembros más independientes y fuertes de la poderosa Curia Romana procuraban no oponerse abiertamente a las directrices político-religiosas marcadas por esta institución, cuyos miembros -como el doctor Arcuti o el portavoz del Vaticano, el español Joaquín Navarro Valls-, eran omnipresentes en todos los estamentos vaticanos.
Miré a Farag, desconcertada, sin saber qué responder al doctor. En aquella vivienda había habitaciones de sobra y no se me había ocurrido pensar que tendría que marcharme a dormir, con lo tarde que era y lo cansada que estaba, al piso de la Piazza delle Vaschette. Pero el doctor Arcuti insistió:
– Querrá usted quitarse toda esa suciedad y cambiarse de ropa, ¿no es cierto? ¡Ea, no lo piense más! ¿Cómo va usted a ducharse aquí? ¡No, hermana, no!
Me di cuenta de que hubiera sido absurdo oponer resistencia. Además, de negarme, al día siguiente, o esa misma noche, mi Orden habría recibido una severa reprimenda y no estaban las cosas para andarse con bromas. De manera que me despedí de Farag y, más muerta que viva de pura extenuación, abandoné la casa con el médico que, efectivamente, me dejó en la Piazza delle Vaschette con la agradable sonrisa en los labios de quien ha cumplido con su deber. Ferma, Margherita y Valeria, por supuesto, se llevaron un susto de muerte cuando me vieron entrar en esas condiciones. Sé que, efectivamente, me duché, pero no tengo ni idea de cómo llegué hasta la cama.
Fiel a su naturaleza suizo-germánica, el capitán Glauser-Róist se negó a guardar reposo ni un solo día y, pese a las insistencias de Farag y a las mías, a la tarde siguiente, con la cabeza vendada, se presentó en mi laboratorio del Hipogeo listo para seguir adelante y volver a jugarse la vida. Como si en aquella demencial historia hubiera algo más que la caza y captura de unos ladrones de reliquias, el capitán Glauser-Róist estaba consumido por la ofuscación de llegar cuanto antes hasta los staurofílakes y su Paraíso Terrenal. Quizá, para él, aquellas pruebas iniciáticas que simbolizaban la superación de los siete pecados capitales, significaban algo más que un reto personal, pero para mí sólo eran una provocación, un guante arrojado a mis pies que había decidido recoger.
Me desperté el jueves cerca del mediodía, bastante recuperada del terrible desgaste anímico y físico de la última semana. Supongo que también influyó el hecho de abrir los ojos y encontrarme en mi propia cama y en mi habitación, rodeada de mis cosas. Lo cierto es que las once o doce horas de sueño ininterrumpido me habían sentado maravillosamente y, pese a las magulladuras, ciertos calambres musculares en las piernas y mi nueva y curiosa marca corporal, me sentía en paz y relajada por primera vez en mucho tiempo, como si todo estuviera en orden a mi alrededor.
Pero esta agradable sensación duró apenas un momento, porque, desde la cama, tapada hasta las orejas, escuché sonar el timbre del teléfono y adiviné que aquella llamada era para mí. Sin embargo, ni siquiera cuando Valeria entró para despertarme, me cambió el buen humor. Estaba claro que no había nada como un sueño reparador.
Quien llamaba era Farag que, con una sorprendente voz alterada por la furia, me dijo que el capitán quería que nos reunieramos en el laboratorio después de comer. Fue entonces cuando insistí para que la Roca guardara cama al menos ese día, pero Boswell, más enfadado todavía, me gritó que ya lo había intentado por todos los medios posibles sin ningún éxito. Le supliqué que se calmara y que no se preocupara tanto por alguien que no se tomaba en serio su propia salud. Quise saber cómo se encontraba él y, más tranquilo y apaciguado, me respondió que se había despertado sólo un par de horas antes y que, aparte de la escarificación del brazo, que seguía verdosa pero menos inflamada, si no se tocaba el chichón de la cabeza, no le dolía nada. Había descansado y desayunado copiosamente.
De manera que quedamos en encontrarnos en el laboratorio a las cuatro de la tarde. Hasta entonces, yo comería con mis hermanas, rezaría un rato en la capilla y llamaría a mi casa para ver cómo estaban todos. Me parecía mentira que dispusiera de tres horas libres para reubicarme en el mundo.
Fresca como una rosa y con una sonrisa feliz en los labios, caminé desde mi casa hasta el Vaticano, disfrutando del aire de la calle y del sol de la tarde. ¡Qué poco valoramos las cosas cuando no las hemos perdido! La luz en mi cara me infundía vigor y alegría de vivir; las calles, el ruido, el tráfico y el caos me devolvían la normalidad y el orden cotidiano. El mundo era eso y era así, ¿por qué protestar permanentemente por lo que también podía ser bello, según cómo se mírara? Un asfalto sucio, una mancha de aceite o gasolina, un papel tirado en la acera, si se contemplaban con los ojos adecuados, podían resultar hermosos. Sobre todo si en algún momento se había tenido la certeza de no volver a verlos nunca.
Entré un momento en Al mio caffé para tomar un capuccino. El local, por la cercanía a los barracones, siempre estaba lleno de jóvenes guardias suizos que hablaban ruidosamente y reían a carcajadas, pero también había gente que, como yo, iba o venia del trabajo o de casa, y que se detenía en aquel lugar porque, además de ser muy agradable, servían unos magníficos capuccinos.
Llegué, por fin, al Hipogeo cinco minutos antes de la hora convenida. La actividad laboral normal había vuelto al cuarto sótano, como si la locura que supuso el Códice Iyasus se hubiera borrado de la mente de todos. Curiosamente, mis adjuntos me saludaron con simpatía y algunos, incluso, levantaron la mano en el aire a modo de bienvenida. Con un gesto tímido y extrañado, respondí a todos y me refugié, volando, en mi laboratorio, preguntándome qué extraño milagro se habría producido para que tuviera lugar aquel insólito cambio de actitud. ¿Quizá habían descubierto que yo era humana o es que mi sensación de bienestar era contagiosa?
Todavía no había terminado de colgar el abrigo y el bolso en la percha, cuando Farag y el capitán hicieron acto de presencia. Un hermoso vendaje cubría la enorme cabeza rubia, pero, bajo las cejas, destellos metalizados presagiaban tormenta.
– Estoy disfrutando de un día hermoso, capitán -advertí por todo saludo-, y no tengo ganas de caras serias.
– ¿Quién tiene la cara seria? -repuso agriamente.
Farag tampoco estaba de mejor humor. Al parecer, lo que sea que hubiera pasado en casa de la Roca había sido apocalíptico. El capitán no se quitó la chaqueta ni hizo ademán de sentarse.
– Dentro de quince minutos tengo una audiencia con Su Santidad y con Su Eminencia Sodano -anunció de golpe-. Es una reunión muy importante, de manera que estaré ausente un par de horas. Preparen ustedes mientras tanto la siguiente cornisa de Dante y, cuando yo vuelva, ultimaremos los preparativos.
Sin más, volvió a cruzar el umbral de la puerta y desapareció. Un pesado silencio se hizo en el laboratorio. No sabia si preguntar a Farag qué había pasado.
– ¿Sabes una cosa, Ottavia? -comenzó él, mirando todavía la puerta por la que había salido el capitán-. Glauser-Róist está desquiciado.
– No debiste insistir para que descansara. Cuando alguien quiere hacer algo, y es tan terco como el capitán, hay que dejar que lo haga aunque se mate.
– ¡No, si no es eso! -me miró con un extraño gesto en la cara y dijo-: «¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?» Tengo muy claro que Kaspar ya es mayorcito para hacer lo que le dé la gana. Es… Mira, no sé, pero esta historia de los staurofílakes lo está volviendo loco. O pretende ganar una medalla o demostrarse que es Superman o está utilizando esta aventura como otros utilizan la bebida, para olvidar o autodestruirse.
– Algo así he pensado esta misma mañana…, quiero decir este mediodía -saqué las gafas de su funda y me las puse-. Para ti y para mí todo esto es una aventura en la que nos vemos involucrados voluntariamente por interés y curiosidad. Para él significa algo más. Le da igual el cansancio, le da igual la muerte de mi padre y mi hermano, le da igual que tú hayas perdido tu vida en Egipto y tu trabajo. Nos hace correr contra el tiempo como si el robo de una sola reliquia más fuera una catástrofe insuperable.
– No creo que sea eso -reflexionó Farag, frunciendo el ceño-. Creo que sintió profundamente el accidente de tu padre y tu hermano, y que está preocupado por mi situación actual. Pero es cierto que está obsesionado con los staurofílakes. Esta mañana, nada más despertarse, ha llamado a Sodano. Han estado hablando un buen rato y, durante la conversación, ha tenido que tumbarse un par de veces, porque se caía al suelo. Luego, todavía sin desayunar, se ha metido en su despacho (el que tú curioseaste, ¿recuerdas?) y ha estado abriendo y cerrando cajones y carpetas. Mientras yo comía algo y me duchaba él iba dando tumbos por la casa, soltando exclamaciones de dolor, sentándose un momento para recuperarse y, a continuación, levantándose de nuevo para hacer más cosas. Ni ha desayunado ni ha comido nada desde el sándwich de la Cloaca.
– Está volviéndose loco -sentencié.
Nos quedamos de nuevo en silencio, como si ya no hubiera mucho más que decir sobre Glauser-Róist, pero estoy segura que ambos seguíamos pensando en lo mismo. Por fin, solté un largo suspiro.
– ¿Trabajamos? -pregunté, intentando animarle-. Ascenso a la segunda cornisa del Purgatorio. Canto XIII.
– Podrías leerlo en voz alta para los dos -propuso, arrellanándose en el sillón y poniendo los pies sobre la caja del ordenador que descansaba en el suelo-. Como yo ya lo he leído, podemos ir comentándolo.
– ¿Y tengo que leerlo yo?
– Puedo hacerlo yo si quieres, pero es que ya estoy cómodamente sentado y tengo unas vistas magnificas desde aquí.
Preferí ignorar su comentario, por encontrarlo fuera de lugar, y empecé a recitar los versos dantescos.
Noi eravamo al sommo de la scala,
dove secondamente si risega
lo monte che salendo altrui dismala [27].
Nuestros alter ego, Virgilio y Dante, llegan a una nueva cornisa, un poco más pequeña que la anterior, y avanzan por ella a buen paso, buscando algún alma que pueda decirles cómo seguir subiendo. De repente, Dante empieza a escuchar unas voces que dicen: «Vinum non habent» [28], «Soy Orestes» y «Amad a quien el mal os hizo».
– ¿Qué significa esto? -pregunté a Farag, mirándole por encima de la montura.
– En realidad, son referencias a ejemplos clásicos de amor al prójimo, que es de lo que adolecen los protagonistas de este círculo. Pero sigue leyendo y lo entenderás.
Curiosamente, Dante le pregunta a Virgilio lo mismo que yo acababa de preguntarle a Farag, y el de Mantua le responde:
En este círculo se castiga
la culpa de la envidia, mas mueve
el amor las cuerdas del flagelo.
El sonido contrario quiere ser el freno;
y me parece que podrás oírlo
antes de que llegues al paso del perdón.
Pero mira atentamente y verás gente
sentada delante de nosotros,
apoyada a lo largo de la roca.
Dante escudriña la pared y descubre unas sombras vestidas con mantos del color de la piedra. Se acerca un poco más y queda aterrorizado con lo que ve:
De vil cilicio cubiertas parecían,
y se sostenían unas a otras por la espalda
y el muro a todas ellas aguantaba.
[…] Y como el sol no llega hasta los ciegos
asía las sombras de las que hablo
no quería llegar la luz del cielo,
pues un alambre a todas les cosía
y horadaba los párpados, como
al gavilán que nunca se está quieto [29].
Volví a mirar a Farag, que me estaba observando con una sonrisa, y gesticulé, denegando, con la cabeza.
– No creo que pueda soportar esta prueba.
– ¿Tuviste que cargar con piedras en la primera cornisa?
– No -admití.
– Pues nadie dice que ahora vayan a ponerte una alambrada en las pestañas.
– Pero ¿y si lo hacen?
– ¿Te han hecho daño al marcarte con la primera cruz?
– No -volví a admitir, aunque debí mencionar el pequeño detalle del golpe en la cabeza.
– Pues sigue leyendo, anda, y no te preocupes tanto. Abi-Ruj Iyasus no tenía agujeros en los párpados, ¿verdad?
– No.
– ¿Te has parado a pensar que los staurofílakes nos han tenido en su poder durante seis horas y sólo nos han hecho una pequeña escarificación? ¿Has caído en la cuenta de que saben perfectamente quiénes somos y que, sin embargo, nos están permitiendo superar las pruebas? Por alguna razón desconocida, no sienten ningún miedo de nosotros. Es como si nos dijeran: «¡Adelante, venid hasta nuestro Paraíso Terrenal si podéis!» Se sienten muy seguros de sí mismos, hasta el punto de haber dejado en la chaqueta del capitán la pista para la siguiente prueba. Podían no haberlo hecho -sugirió-, y ahora estaríamos devanándonos los sesos inútilmente.
– ¿Nos están retando? -me sorprendí.
– No creo. Más bien parece que nos están invitando -se pasó la mano por la barba, más clara que su piel, e hizo una mueca de desesperación-. ¿Es que no piensas terminar de leer la segunda cornisa?
– ¡Estoy harta de Dante, de los staurofílakes y del capitán Glauser-Róist! ¡En realidad, estoy harta de casi todo lo que tenga que ver con esta historia! -protesté, indignada.
– ¿También estás harta de…? -empezó a preguntar, siguiendo el hilo de mis quejas, pero se detuvo en seco, soltó una carcajada, que a mí me pareció forzada, y me miró con severidad-. ¡Ottavia, por favor, sigue leyendo!
Obediente, bajé los ojos de nuevo hacia el libro y contínue.
Lo que venía a continuación era un largo y tedioso fragmento en el que Dante se pone a hablar con todas las almas que quieren contarle sus vidas y los motivos por los cuales están en ese saliente de la montaña: Sapia dei Salvani, Guido del Duca, Rinier da Cálboli… Todos habían sido unos envidiosos terribles, que se alegraban más de los males ajenos que de sus propias dichas. Por fin, termina ese aburrido Canto XIV y empieza el XV, con Dante y Virgilio de nuevo solos. Una luz brillantísima, que golpea los ojos de Dante obligándole a tapárselos con una mano, se dirige hacia ellos. Es el ángel guardián del segundo círculo, que viene para borrar una nueva P de la frente del poeta y para llevarles hasta el principio de la escalera que conduce a la tercera cornisa. Mientras esto hace, el ángel, curiosamente, se pone a cantar canciones: Beati misericordes y Goza tú que vences.
– Y ya está -dije, viendo que se terminaba el Canto.
– Bueno, pues ahora tenemos que averiguar qué es Agios Konstantinos Akanzón.
– Para eso necesitamos al capitán. Él es quien sabe manejar el ordenador.
Farag me miró sorprendido.
– Pero ¿acaso no es esto el Archivo Secreto Vaticano? -preguntó echando una ojeada a su alrededor.
– ¡Tienes toda la razón! -dije, poniéndome en pie-. ¿Para qué están los de ahí afuera?
Abrí la puerta con gesto decidido y salí resuelta a pillar al primer adjunto que se me cruzara en el camino, pero, al hacerlo, choqué frontalmente con la Roca, que se disponía a entrar en el laboratorio como un bulldozer.
– ¡Capitán!
– ¿Iba a algún sitio importante, doctora?
– Bueno, en realidad, no. Iba a…
– Bueno, pues entre. Tengo algunas cosas importantes que comunicarles.
Desanduve el camino y regresé a mi asiento. Farag había vuelto a fruncir el ceño con disgusto.
– Profesor, antes de nada quisiera pedirle disculpas por mi comportamiento de esta mañana -dijo humildemente la Roca, mientras se sentaba entre Farag y yo-. Me encontraba bastante mal y soy un pésimo enfermo.
– Ya lo he notado.
– Verá -continuó disculpándose el capitán-, cuando no estoy bien, me pongo insoportable. No tengo costumbre de guardar cama ni con cuarenta de fiebre. Presumo que he sido un detestable anfitrión y lo lamento.
– Vale, Kaspar, asunto zanjado -concluyó Farag, haciendo un gesto con la mano que quería decir que cerraba esa puerta para siempre.
– Bien, pues ahora -suspiró la Roca, desabrochándose la chaqueta y poniéndose cómodo-, voy a informarles de la situacion sin más preámbulos. Acabo de contar al Papa y al Secretario de Estado todo lo que nos ha pasado en Siracusa y aquí, en Roma. Su Santidad ha quedado visiblemente impresionado por mis palabras. Hoy, por si no lo recuerdan, es su cumpleaños. Su Santidad cumple 80 años y, a pesar de sus múltiples compromisos, ha hecho un hueco en su agenda para recibirme. Se lo digo para que vean hasta qué punto este asunto que tenemos entre manos es importante para la Iglesia. A pesar de que estaba muy cansado y de que no se expresaba con claridad, por boca de Su Eminencia, me ha hecho saber que está satisfecho y que va a pedir por nosotros en sus oraciones todos los días.
Una sonrisa de emoción se dibujó en mis labios. ¡Cuando mi madre supiera aquello! ¡El Papa rezando todos los días por su hija!
– Bien, la siguiente cuestión es lo que todavía nos queda por hacer. Faltan seis pruebas por superar hasta llegar al Paraíso Terrenal de los staurofílakes. En caso de que sobrevivamos a las seis, nuestra misión es, naturalmente, recuperar la Vera Cruz, pero también ofrecer el perdón a los miembros de la secta, siempre y cuando estén dispuestos a integrarse en la Iglesia Católica como una Orden religiosa más. El Papa está especialmente interesado en conocer al actual Catón, si es que existe, de manera que debemos traerle a Roma, voluntariamente o por la fuerza. Por su parte, el cardenal Sodano me ha comunicado que, como las pruebas que faltan tienen lugar en Rávena, Jerusalén, Atenas, Estambul, Alejandría y Antioquía, el Vaticano va a poner a nuestra disposición tanto uno de los Dauphin 365 como el propio Westwind de Su Santidad. En cuanto a las acreditaciones diplomáticas…
– ¡Un momento! -Farag había levantado el brazo como hacíamos en el colegio de pequeños-. ¿Qué es un Dauphin no-sé-cuántos y un Westwind?
– Lo lamento – la Roca estaba mansa como el agua de un lago; la influencia del Papa siempre resultaba positiva-. No me he dado cuenta de que ustedes no saben nada de helicópteros ni de aviones.
– ¡Oh, no! -musité, dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros.
– ¡Oh, sí, querida Basileia! ¡Vamos a seguir corriendo contra el tiempo!
Afortunadamente, Glauser-Róist no comprendió el poco apropiado calificativo griego con que Farag me obsequiaba últimamente.
– No tenemos más remedio, profesor. Este asunto debe liquidarse cuanto antes. Todas las iglesias cristianas han sido expoliadas de sus Ligna Crucis y los pocos fragmentos que quedan, a pesar de estar siendo cuidadosamente vigilados, continúan desapareciendo. Para su información, hace tres días fue robado el Lignum Crucis de la iglesia de St. Michaelis, en Zweibrücken, Alemania.
– ¿Siguen robando a pesar de que saben que les estamos persiguiendo?
– No tienen miedo, doctora. St. Michaelis Kirche estaba custodiada por un servicio de seguridad privado contratado por la diócesis. La Iglesia se está gastando mucho dinero en proteger las reliquias. Sin demasiado éxito, como ven. Este es otro de los motivos por los cuales el cardenal Sodano, con la autorización de Su Santidad, pone a nuestro servicio uno de los helicópteros Dauphin del Vaticano y el avión Westwind II de Alitalia que utiliza el Papa para sus desplazamientos particulares.
Farag y yo nos miramos.
– El plan es el siguiente -prosiguió la Roca -: mañana, a las siete de la mañana nos encontraremos en el helipuerto vaticano. Ya saben que se encuentra en el extremo oeste de la Ciudad, justo detrás de San Pedro, en línea recta hasta la muralla Leonina. Allí nos esperará el Dauphin con el que nos trasladaremos hasta Rávena… Por cierto, ¿han resuelto ya la pista para la siguiente prueba?
– No -carraspeé-. Le necesitábamos a usted.
– ¿A mí? ¿Para qué?
– Verá, Kaspar, sabemos que la ciudad es Rávena, sabemos que el pecado es la envidia, sabemos que en la prueba hay puertas estrechas y caminos tortuosos, pero lo que parece ser la señal definitiva es un nombre que no conocemos de nada: Agios Konstantinos Akanzón o, lo que es lo mismo, San Constantino de las Espinas.
– El segundo círculo es el de los cilicios -afirmó Glauser-Róist pensativo.
– En efecto, así que ya sabemos por dónde van a ir las cosas… o eso creemos. En cualquier caso hay que averiguar quién es este San Constantino. Quizá su vida nos indique lo que tenemos que hacer.
– O quizá -propuse yo-, Agios Konstantinos Akanzón sea una iglesia de Rávena. La cuestión es que usted, con ese maravilloso invento llamado Internet, tiene que tratar de averiguarlo.
– Muy bien -repuso la Roca, quitándose la chaqueta y colgándola cuidadosamente en el respaldo de su sillón-. Manos a la obra.
Encendió el ordenador, esperó un momento a que todo el sistema estuviera en marcha y, enseguida, conectó con el servidor vaticano para entrar en la red.
– ¿Cómo han dicho que se llamaba ese santo?
– Agios Konstantinos Akanzón.
– No, capitán -rechacé-. Pruebe primero con San Constantino de las Espinas. Es más lógico.
Al cabo de un buen rato, cuando Farag y yo ya estábamos cansados de permanecer inmóviles, mirando fijamente una pantalla por la que pasaban rápidamente innumerables documentos, Glauser-Róist lanzó una exclamación de triunfo:
– ¡Aquí lo tenemos! -dijo, echándose hacia atrás en el asiento y aflojándose la corbata-. San Constantino Acanzzo, en la provincia de Rávena. Escuchen lo que dice esta guía turística de rutas verdes.
– ¿Rutas verdes? -preguntó Farag.
– Ecoturismo, profesor, itinerarios para amantes de la naturaleza: senderismo y barranquismo por parajes naturales poco transitados.
– ¡Ajá!
– San Constantino Acanzzo es una antigua abadía benedictina situada al norte del delta del Po, en la provincia de Rávena. Se trata de un complejo monástico, anterior al siglo X, que conserva una valiosa iglesia de estilo bizantino, un refectorio decorado con unos espléndidos frescos y un campanario del siglo XI.
– No me extraña que los staurofílakes eligieran Rávena como una de las ciudades de sus pruebas -comenté-. De hecho, fue la capital del Imperio Bizantino en Occidente desde el siglo VI hasta el siglo VIII. Lo que no entiendo es por qué la consideraron como la metrópoli más representativa del pecado de la envidia.
– Porque Rávena, doctora, durante su periodo de mayor esplendor, esos dos siglos de Exarcado que usted acaba de mencionar, estableció una verdadera competencia con Roma, que entonces ya no era más que un reducido villorrio.
– Conozco la historia de Roma -repuse con mala cara- Yo soy la única italiana que hay aquí, ¿recuerda?
El capitán ni me miró. Se volvió hacia Farag y me ignoró por completo.
– Como ya sabe, el Imperio Romano de Occidente cayó en el siglo IV y los bárbaros se apoderaron de toda la península italiana. Sin embargo, cuando los bizantinos la recuperaron en el siglo VI, en lugar de devolver a Roma la capitalidad de Occidente, como hubiera sido de esperar, se la entregaron a Rávena, porque en Roma gobernaba el Papa y la enemistad entre Bizancio y el Papa romano ya venía de largo.
– Es que el Papa romano se consideraba, y se sigue considerando, el único sucesor real de San Pedro, Kaspar, se lo recuerdo -apuntó Farag con sonsonete-. Si no fuera por ese pequeño detalle, quizá la unión entre todos los cristianos del mundo sería algo más fácil.
Glauser-Róist le contempló en silencio, con una mirada vacía de expresión.
– Como Bizancio deja a Roma en el olvido -continuó un par de latidos después, como si el profesor Boswell no hubiera dicho nada-, la ciudad decae mientras Rávena crece, se enriquece y se consolida, pero, en lugar de conformarse con disfrutar de su gloria, se dedica con todas sus fuerzas a ensombrecer la pasada grandeza de su enemiga. Además de llenarse de magnificas construcciones bizantinas que aún hoy son el orgullo de la ciudad y de Italia entera, introducen, como una humillación más, el culto a San Apollinar, santo patrono de Rávena, en la propia basílica de San Pedro.
Farag soltó un largo y suave silbido.
– Sí -reconoció, atónito-, yo diría que la envidia era una gran característica de la Rávena bizantina. ¡Qué mala idea lo de San Apollinar! ¿Y cómo sabe usted todo eso?
– ¿Acaso no hay diócesis en Rávena? Mucha gente de todo el mundo trabaja en estos momentos para nosotros, sobre todo en las seis ciudades que todavía tenemos que visitar. Y sepan que, en esas seis ciudades, ya está todo preparado para nuestra llegada -se aflojó aún más la corbata antes de proseguir-. La detención de los staurofílakes es una empresa a gran escala en la que ya no estamos solos. Todas las Iglesias cristianas tienen mucho interés en este asunto.
– Bueno, pero toda esa gente no va a venir con nosotros a jugarse la vida en Agios Konstantinos Akanzón.
– Ahora se llama San Constantino Acanzzo -recordé.
– Sí, y con tanta cháchara no hemos terminado de leer la información de Internet sobre esa antigua abadía -rezongó el capitán, volviendo los ojos hacia la pantalla-. Al parecer, el estado del viejo complejo monástico bizantino es ruinoso, pero cuenta todavía con una pequeña comunidad de benedictinos que regentan una hostería para excursionistas. El lugar se halla situado en el centro exacto del Bosque de Palli, que es de su propiedad, cuya extensión es de más de cinco mil hectáreas.
– «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! ¡Y qué pocos son los que dan con ella!» -recordé.
– ¿Vamos a tener que cruzar ese bosque? -quiso saber Boswell.
– El bosque es propiedad privada de los monjes. No se puede entrar sin su permiso -aclaró la Roca, mirando la pantalla-. En cualquier caso, nosotros llegaremos a la hostería en helicóptero.
– ¡Eso ya me gusta más! -parecía divertido cruzar el cielo en molinillo.
– Pues lo que voy a decirle no creo que le guste tanto, doctora: prepare esta noche sus maletas porque no vamos a volver a Roma hasta que no lo hagamos en compañía del actual Catón. A partir de mañana por la noche, el Westwind II de Alitalia nos estará esperando en el aeropuerto de Rávena para llevarnos directamente a Jerusalén. Son órdenes de Su Santidad.