Amelia Guntlieb, callada como una tumba, tenía la mirada fija en la superficie de la mesa. Þóra sospechaba que no acababa de atreverse a hablar. Si hubiera estado en su lugar, ella también habría preferido el silencio. Matthew acababa de repasar los pormenores del caso, tal como los conocían entonces. No era muy probable que pudieran salir a la luz más cosas de auténtica importancia. Þóra admiró lo bien que había conseguido dulcificar las cosas que herirían sin duda a la madre de Harald. Pero la historia era repugnante y nada agradable de escuchar… incluso para Þóra, aunque conociera todos los detalles.
—Han encontrado el Martillo de las brujas y otras cosas que Gunnar sacó de la cueva —dijo Matthew reposadamente.
Una vez que la policía hubo detenido a Gunnar el día anterior, se procedió a los interrogatorios, de modo que Þóra y Matthew no pudieron salir a comer juntos. Y ella no tenía nada claro ser capaz de reunirse con Amelia Guntlieb cuando la policía la dejó marcharse. En lugar de eso, se fue a su casa. Antes de sentarse a charlar con Gylfi sobre el niño que esperaban, tuvo una larga conversación con Laufey. Había aconsejado a Þóra que hiciera al muchacho consciente de las consecuencias, que lo invitara a hacer algo que diera auténtica realidad al niño, que lo hiciera de carne y hueso. Así podría aclararse un poco las ideas sobre lo que estaba sucediendo. Por ejemplo, podía animarle a hacer una lista de posibles nombres para el niño.
Estaban sentados en la cafetería del Ayuntamiento, que se encontraba vacía. Elisa había derramado unas lágrimas mientras Matthew hacía su relato, pero su madre estaba como petrificada, tapándose la cara con las manos y mirando luego la mesa. Entonces levantó la mirada y respiró muy hondo. Nadie dijo una palabra. Estaban todos esperando que dijera algo, que llorase o que dejase traslucir de alguna forma sus sentimientos. No fue así. No miró a ninguno de los tres, sino que centró su atención en una gran pared de cristal que daba a la laguna, y miró los patos que nadaban allí tan tranquilos, junto con algunos gansos. El viento agitaba la superficie del agua, y los pájaros alzaron el vuelo y se fueron uniendo a los patos. Una gaviota llegó como por casualidad y se posó en medio del nutrido grupo.
—¿Te parece que echemos un vistazo al mapa de Islandia? —dijo Matthew a Elisa—. Hay uno ahí al lado. —La joven asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza y ambos se levantaron y se dirigieron al gran salón que había al lado del café. Þóra y la madre de Harald se quedaron solas.
Nada parecía indicar que la mujer hubiese notado que había menos personas en torno a la mesa. Þóra carraspeó cortésmente sin que aquello tuviese el efecto deseado. Esperó un momento pero se dio cuenta de que tendría que recurrir a algo más directo para conseguir atraer la atención de aquella mujer.
—No tengo demasiada experiencia en este género de cosas, y me es difícil expresar cuánto lamento todo esto. Pero quiero que sepa que usted y su familia cuentan con toda mi simpatía.
La mujer dejó escapar el aire con un suspiro.
—No merezco simpatía… ni de usted ni de nadie. —Se volvió, dejando de mirar por la ventana, y miró a Þóra. Su mueca de dolor parecía ir aliviándose—. Perdóneme. No me encuentro del todo bien. —Puso las manos sobre la mesa y empezó a juguetear con sus anillos—. No sé por qué, siento algo que me impulsa a hablar con usted. —Apartó los ojos del oro de sus dedos y miró a Þóra—. Quizá porque ya no volveré a verla. Quizá porque necesito una oportunidad para justificar mis actos, pues mi conducta ha tenido estas espantosas consecuencias.
Þóra sólo pudo pensar que aquellas espantosas consecuencias se referían a la muerte de Harald.
—No tiene que justificarme nada en absoluto —dijo Þóra—. No soy una ingenua y sé que con frecuencia detrás de lo que parece a primera vista se esconden muchas otras cosas.
La mujer esbozó una sonrisa apagada. A Þóra le llamaba la atención lo cuidada que estaba. Claro que la edad había dejado ya sus marcas sobre ella, pero seguía siendo elegante, aunque de una forma en que la belleza sólo cedía ante la dignidad. Sus ropas invitaban a mirarlas. Þóra adivinó que el vestido oscuro y el abrigo costaban más de lo que ella gastaba en ropa a lo largo de un año entero.
—Harald era un niño precioso —dijo la mujer, como en un ensueño—. Cuando nació, nos sentimos enormemente felices. Primero habíamos tenido a Bernd, que ya tenía dos años, y luego llegó aquel chiquillo precioso. Los años siguientes, hasta que nació Amelia, son en mi memoria como lo que uno imagina que puede ser el cielo. En ningún momento apareció siquiera una nube.
—La niña era débil, ¿no? —preguntó Þóra— ¿Nació ya con alguna enfermedad?
La sonrisa de Amelia desapareció tan rápidamente como había aparecido.
—No. No nació débil. Nació totalmente sana. Era mi vivo retrato, a juzgar por las fotos mías de cuando era bebé. Era preciosa, igual que el resto de mis hijos… dormía, y casi nunca lloraba. Ninguno de ellos tuvo problemas de estómago o padeció de los oídos. Unas criaturas encantadoras —Þóra se limitó a asentir, porque no sabía qué decir en aquel momento. Vio una lágrima aparecer en el rabillo del ojo de la mujer—. Harald… —Se le quebró la voz. Hizo una pausa e intentó recomponerse antes de continuar. Restañó la lágrima con un rápido movimiento de la mano—. No he hablado de esto con nadie, aparte de mi marido y de nuestro médico. Mi marido habló del tema con sus padres y nadie más. No somos una familia abierta y nos resulta difícil hablar las cosas… preferimos no andar recurriendo a la compasión de nadie. Al menos, creo que ése es el motivo.
—Puede ser difícil —dijo Þóra, sin hacerse una idea clara en realidad. Afortunadamente, ella nunca había llegado a necesitar tanta compasión.
—Harald era muy celoso, por muy encantado que estuviera con su hermanita pequeña. Él había sido mi favorito durante más de tres años y le resultó difícil hacerse a la idea de que había un nuevo miembro en la familia. No lo tomamos muy en serio, suponíamos que se le pasaría —las lágrimas descendían ahora por las mejillas—. Él la dañó, la dejó caer al suelo. —Guardó silencio y se volvió otra vez a observar los pájaros.
—¿Dejó caer a la niña al suelo? —preguntó Þóra, intentando no mostrarse demasiado alarmada. Un violento escalofrío le recorrió la columna.
—La niña tenía cuatro meses, estaba durmiendo en el cochecito. Acabábamos de volver de hacer compras. Fui a quitarme el abrigo y, cuando volví, Harald tenía a la niña en brazos. En realidad, no exactamente en brazos. La sujetaba como si fuera un animalito de trapo. Con aquellos meneos, la niña se despertó y se puso a lloriquear. Harald la riñó y la zarandeó. Corrí hacia él, pero era demasiado tarde. Me miró y sonrió. Y la dejó caer. La niña se estrelló contra las baldosas del suelo. —Las lágrimas corrían una tras otra, dejando tras de sí surcos brillantes en el rostro de la mujer—. Jamás pude apartar aquella imagen de mi mente. Siempre que miraba a Harald veía su gesto cuando dejó caer a la niña. —La mujer calló, hizo acopio de fuerzas y continuó—. Se le fracturó el cráneo, entró en coma en el hospital y tuvo secuelas cerebrales. Cuando salió del coma, ya no era la misma. Pobre angelito mío.
—¿Se produjeron sospechas de maltrato infantil? En este país se habría abierto una investigación.
El gesto de Amelia indicó que pensaba que Þóra era un poco simple.
—Nosotros no tuvimos que aguantar nada por el estilo. Los médicos de la familia nos apoyaron, y otros que la atendieron mostraron también la mayor comprensión. Harald fue enviado al psicólogo, pero no sirvió de mucho. No mostró señal alguna de tener un conflicto psicológico. No era más que un niño celoso que cometió un espantoso error.
Þóra se permitió dudar de que aquella manera de proceder pudiera considerarse una forma normal de conducta de un niño, pero no dijo nada. A fin de cuentas, ¿qué sabía ella de esos temas?
—¿Harald lo sabía, o lo olvido con el paso del tiempo? —preguntó, en cambio.
—Sencillamente, lo ignoro. Hablábamos poco Harald y yo. Creo que probablemente lo sabía… por lo menos siempre se comportó maravillosamente bien con Amelia Maria hasta que ella encontró el reposo con la muerte. Mi sensación fue siempre que él estaba intentando compensar lo que le había hecho.
—¿Y su relación con Harald estuvo marcada por eso todos estos años?
—No se podía hablar de relación. A mí me resultaba muy difícil mirarle, no digamos ya tener una verdadera relación con él. Y lo mismo sucedía con su padre. A Harald le resultaba muy difícil al principio, no comprendía por qué su madre no le quería tener cerca. Luego se acostumbró. —Había dejado de llorar y la rigidez había desaparecido de su semblante—. Naturalmente yo habría tenido que perdonarle… pero no pude. Quizá habría debido acudir al psicólogo, y tal vez eso habría dado otro cariz a las cosas. Y Harald habría sido un hombre distinto al que fue.
—¿No era bueno? —preguntó Þóra, recordando lo que había dicho de él su hermana—. Elisa parece recordarle como una buena persona.
—Siempre estaba buscando —dijo la mujer—, podríamos expresarlo así. Siempre estuvo intentando ganarse el cariño de su padre… que nunca logró. Enseguida la tomó contra mí. Afortunadamente para él, su abuelo se llevaba estupendamente con él. Pero al morir, fue cuando Harald empezó a ir realmente mal. Estaba estudiando en Berlín y enseguida empezó a tomar drogas y a juguetear con la muerte. Uno de sus amigos murió en una práctica de aquéllas. Por eso nos enteramos.
—¿Y no intentaron ustedes frenarle de algún modo? —Þóra sabía de antemano la respuesta.
—No —respondió la mujer, lacónica—. Después de todo aquello le vino un enorme interés por todo lo relacionado con la magia, se lo contagió su abuelo. Cuando murió Amelia Maria, se enroló en el ejército. No hicimos nada para impedirlo. Aquella decisión no tuvo consecuencias nada felices… no quiero hablar de ello, pero lo enviaron a casa al cabo de menos de un año. Por entonces tenía ya dinero de sobra, que había heredado de su abuelo, y no le veíamos mucho. Pero se puso en contacto con nosotros cuando decidió venir a este país; llamó para comunicárnoslo.
Þóra miró pensativa a la mujer.
—Si espera una justificación, no soy yo quien puede dársela. Pero la compadezco. No sé cómo habría reaccionado yo en su lugar… quizá exactamente de la misma forma. Aunque espero que no.
—Ojalá hubiera sido yo capaz de edificar una nueva relación con Harald. Ahora es demasiado tarde y tendré que cargar con ello.
A Þóra aquello le pareció frialdad, quizá el conjuro de venganza había tenido su efecto a fin de cuentas.
—No me agrada en absoluto aumentar su desgracia, pero me veo obligada a indicarle que este asunto afecta a otras personas más. Por ejemplo, hay un joven en la cárcel, un estudiante de Medicina, que era amigo de Harald. No creo que vaya a recibir ningún premio por lo que hizo por él.
La mujer miró por la ventana.
—¿Qué será de él?
Þóra se encogió de hombros.
—Con toda probabilidad, le juzgarán por no haber informado del hallazgo del cadáver y por la profanación del cuerpo, y le condenarán a un tiempo de cárcel. Seguramente no podrá volver a la Facultad de Medicina. Imagino que salvará a sus otros amigos de que se les acuse de complicidad… aunque nunca se sabe. Sospecho, además, que Harald le menciona en su testamento. Eso será una especie de compensación, en cierto modo.
—En su opinión, ¿demostró ser buen amigo de Harald? —preguntó la mujer mirándola.
—Sí, creo que sí. Por lo menos cumplió la palabra que le había dado… por muy repugnante y absurdo que nos parezca lo que hizo. Harald no eligió a sus amigos guiándose precisamente por que fueran como la gente normal.
—Yo me ocuparé de él —dijo la mujer quedamente—. Es lo menos que puedo hacer. Puede matricularse en Medicina en otro país. No tendremos problema en garantizar que así sea, incluso si tiene que ir a juicio por lo que hizo. —Estiró los dedos y luego cerró la mano como si le doliesen las articulaciones—. Me sentiré mejor si puedo hacer algo. Calmará un poco este horrible sabor de boca.
—Matthew puede encargarse de ello, si me lo está diciendo usted en serio. —Þóra se dispuso a levantarse—. Espero que nos volvamos a ver —dijo, aunque en su interior confiaba en que no fuera así. Ya estaba más que harta.
Amelia quitó su bolso del respaldo de la silla y se lo echó al hombro. Se puso en pie y se abotonó el abrigo. Alargó la mano para estrechársela a Þóra.
—Muchas gracias —dijo la mujer, y parecía sincera—. Envíenos la factura… le pagaremos en cuanto llegue. —Se despidieron y Þóra se dirigió rápidamente hacia la salida. Necesitaba respirar aire fresco. En el camino atravesó el salón donde estaba el gran mapa de Islandia. Miró a Matthew y Elisa, que lo estudiaban detenidamente. Él levantó la vista cuando la vio pasar, cogió suavemente el brazo de Elisa, le señaló a Þóra, dijo unas palabras y subió rápidamente la escalera para acercarse a ella.
—¿Qué tal fue? —preguntó cuando pasaban junto a los poemas de Tomas Guðmundsson que adornaban las ventanas de la entrada principal.
—Bien… mal —respondió ella—. Simplemente, no lo sé.
—Me debes un almuerzo —dijo mientras le abría la puerta—. Pero como soy un hombre sincero y no tengo nada de hambre, estoy dispuesto a aceptar alguna otra cosa en su lugar.
—¿Como qué? —preguntó Þóra, aunque entendía con perfecta claridad por dónde iba aquello.
Se marcharon en dirección al Hotel Borg.
Þóra se levantó silenciosamente de la cama dos horas más tarde y se vistió. Matthew ni siquiera se enteró. Buscó papel y pluma en el pequeño escritorio de la habitación y escribió una breve despedida, que puso en la mesilla de noche.
Salió sin que él se despertase, llegó apresuradamente a la calle y fue hacia Skólavórdustígur a recoger el coche con aquella bonita publicidad del Taller Mecánico Bibbi. Había decidido tomarse libre el resto de la jornada, después de todas aquellas vivencias del día.
Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo y respondió.
—Hola mamá —dijo su hijo, alegre.
—Hola corazón —respondió Þóra—. ¿Que tal va todo? ¿Ya estás en casa?
—Sí, Sigga y yo estamos aquí —respondió un poco dificultosamente—. Estamos pensando nombres, como me dijiste que hiciera. ¿Sabes si Pepsi es nombre de niña, o de niño?