11 DE DICIEMBRE

Capítulo 27

Þora despertó con un dolor de cabeza, pulsante, opresivo, como si el cerebro estuviese intentando escapar del cráneo. Se sujetó la frente con las manos y soltó un quejido. Precisamente Cointreau. Ya era mayorcita para saber que «licor» significaba «resaca» en latín. Respiró hondo y se dio la vuelta a un costado. Al hacerlo, su mano rozó algo caliente, se despertó con un enorme sobresalto y sus ojos se abrieron de par en par. Junto a ella, en la cama, había un hombre. Estaba viendo la espalda de Matthew. ¿O la de Óli, el barman? Intentó refrescar sus recuerdos de la noche anterior y suspiró muy bajito, pero con la alegría de haberse decantado por la mejor de las opciones. La niebla que llenaba su cabeza le hacía difícil encontrar una escapatoria a aquella situación… ¿cómo podía salir sin ser vista y sin despertar a Matthew? Y lo que era aún peor: ¿qué cara tenía que poner? ¿Podría hacer como si no pasara nada? A lo mejor, él no recordaría ya nada. Esa era la cuestión… escaparse sin que lo notara y confiar en que él hubiese bebido cuatro veces más que ella.

Sus buenas intenciones se vinieron por tierra cuando Matthew se dio la vuelta y le sonrió.

—Buenos días —dijo con la boca totalmente reseca—. ¿Qué tal estás?

Þóra levantó el borde del edredón. Estaba desnuda. Si se le hubiera concedido un solo deseo, habría sido estar completamente vestida bajo el edredón. Necesitó carraspear fuerte varias veces antes de que las cuerdas vocales se pudieran poner en movimiento.

—Una cosa. Para que todo quede claro, ya entiendes. —Matthew la miró sin entender, pero la permitió continuar—. Lo de anoche no era yo, fue el alcohol. Digamos que dormiste con una botella de Cointreau… no conmigo.

—Ah, ya —dijo Matthew, incorporándose un poco y apo yándose sobre el codo—. Estas botellas de licor son totalmente imprevisibles. Desconocía por completo que acostumbraran a hacer ciertas cosas. Te dedicaste a decir maravillas de mis zapatos. Insististe en que me los dejara puestos.

Ella enrojeció. Intentó encontrar algo que pudiera defender mínimamente su integridad moral, pero no se le ocurrió nada. Poco a poco los recuerdos se le fueron haciendo más claros y tuvo que reconocer ante sí misma que tampoco había estado tan mal.

—No sé lo que me pasó —se excusó sonrojándose aún más.

—Tienes encima una resaca tremenda —dijo Matthew poniendo la mano sobre el edredón de ella.

—Es que yo no hago estas cosas… eso es todo. Soy madre de dos hijos y tú eres un extranjero.

—Pues ya que tienes hijos, esto no debería pillarte con la guardia tan baja. —Esbozó una sonrisa—. Esto sucede más o menos igual en todas partes, me parece a mí.

El rubor de las mejillas de Þóra empezó a acrecentarse. Su nerviosismo se multiplicó por dos cuando, de repente, Amelia Guntlieb apareció en su memoria.

—¿Le vas a contar esto a los Guntlieb?

Matthew echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada. Después de hartarse de reír, la miró y dijo tranquilamente:

—Naturalmente. Una de las cláusulas de mi contrato como asesor establece que tengo que presentarles un informe de mi vida sexual a finales de cada mes. —Cuando se dio cuenta de que Þóra no estaba nada segura de si lo había dicho en serio o en broma, añadió—: Claro que no, ¿cómo se te puede ocurrir algo así?

—No lo sé… pero es que no quiero que la gente piense que tengo por costumbre acostarme con mis colaboradores. Nunca lo había hecho hasta ahora. —Teniendo en cuenta que trabajaba con Bragi, ya muy mayor, aquella horrible Bella y el empalagoso Þor, aquella justificación era prácticamente palabras vacías.

—Yo no me lo he tomado así —dijo Matthew—. Lo he tomado como que en aquel preciso momento te apeteció acostarte conmigo… que no fuiste capaz de resistirte a mi atractivo sexual. —La miró con gesto de estar tomándole el pelo.

Þóra apretó los ojos. No quería replicar a lo que le había dicho, porque en cierto modo Matthew no dejaba de tener razón… al menos, había sido ella quien dio pie a aquella situación, si la memoria no la engañaba.

—La resaca me está matando. No puedo ni pensar con claridad.

Matthew se incorporó.

—Tengo Alka Seltzer. Te puedo preparar uno, enseguida te sentirás mejor.

Antes de que ella pudiese gritar «¡no!» (pues estaba segura de que él estaba igual de vestido que ella misma) Matthew se había levantado y se había dirigido hacia el baño. Totalmente desnudo. «¿A qué se deberá que a los hombres les importe que les miren mucho menos que a las mujeres?», pensó Þóra. Aquellas cavilaciones buscaban reprimir otros pensamientos que le llegaron de pronto, como que Matthew tenía una complexión magnífica, alto y fuerte. A fin de cuentas, aquello no había sido una estupidez tan grave. Oyó correr el grifo en el cuarto de baño y volvió a cerrar los ojos.

No los abrió hasta que advirtió que Matthew estaba otra vez acostado y debajo del edredón. Tenía en la mano un vaso de agua espumeante, y Þóra se sintió mejor: se incorporó y se bebió el líquido de un solo trago. Después volvió a dejarse caer sobre la almohada y esperó a que se le pasara el malestar. Después de estar así unos minutos, notó un golpecito en el hombro a través del edredón. Abrió los ojos.

—Oye. —Matthew movió la cabeza de Þóra hacia él—. ¿Qué te parece otro?

—¿Qué? —consiguió decir Þóra sin avergonzarse. Era evidente que se sentía ya algo mejor.

—¿Qué te parecería corregir eso de que esto no fue más que un error? —Le sonrió—. Puedo ponerme los zapatos finos, si quieres.


Þóra se despertó con el rumor de la ducha. Saltó de la cama como una exhalación y fue recogiendo sus ropas dando saltitos por el suelo. No encontró uno de los calcetines y cogió en brazos el resto de las prendas. Desde la puerta del baño, le dijo que se verían en el desayuno. Se sintió feliz cuando por fin entró en su propia habitación y cerró la puerta.

Después de una larga ducha caliente, se sintió mejor psíquicamente y físicamente. Antes de salir cogió el móvil y marcó el número de su amiga Laufey.

—¿No sabes la hora que es? —respondió ésta enfurruñada.

Þóra no le hizo caso, pues ya casi eran las diez.

—¡Dios mío! ¡Adivina! —dijo como una exhalación.

—Vaya, a juzgar por lo excitada que estás y que te pones a llamar a unas horas tan intempestivas, tiene que ser una noticia espantosa. —Y se oyó un bostezo.

—¡Qué va! ¡Me he acostado con un hombre! —La reacción no se hizo esperar. Se notó que Laufey se incorporaba en la cama al oír la noticia, y al tiempo que Þóra pronunciaba la última palabra, se oyeron unas exclamaciones tremendas.

—¡Hala! ¡Cuéntame! ¿Con quién, con quién?

—Con Matthew. El alemán. En otro rato te cuento el resto, porque ahora tengo que ir a desayunar con él. Estamos en un hotel.

—¿En un hotel? ¡Vaya, vaya, cómo te lo montas!

—Luego hablamos… estoy un poco nerviosa. Tengo que hacerle entender como sea que no ha sido más que una casualidad; no quiero una relación.

Una carcajada resonó desde el otro lado de la línea.

—¿Oye? ¿Dónde has estado últimamente? ¿Has visto demasiados programas infantiles? La mayoría de los hombres solteros de esa edad están como locos buscando relaciones complicadas. No te preocupes por eso, chica.

Þóra se despidió, un poco harta de unas noticias que habrían debido alegrarla. Se dirigió al comedor; pero antes se dedicó a deshacer la cama para que los empleados del hotel no fueran a pensar que era una casquivana. Matthew estaba sentado a una mesa para dos junto a la ventana del comedor, bebiendo café a sorbitos. No le pasó desapercibido a Þóra lo guapo que estaba, aunque nunca se lo habría reconocido a sí misma. Matthew tenía aquella rudeza en las líneas del rostro que tan atractiva le resultaba a ella. Mentón robusto, dientes grandes, pómulos prominentes y párpados pesados. Sin duda se trataba de una herencia recibida de sus antepasados desde el más oscuro pasado, que le permitía atraer a las mujeres gracias a unos rasgos que anunciaban perseverancia y resuelta rudeza: el semblante de un perfecto cazador. Þóra se sentó.

—Hmm, qué bien me va a venir comer algo ahora —dijo para romper el hielo.

Matthew le sirvió café de una jarrita de acero.

—Te olvidaste un calcetín en mi habitación. Nada menos que un calcetín de lana… increíble pero cierto.

Nada en su manera de comportarse delataba que estuvieran más cercanos que en la cena de la noche anterior, aparte de que Matthew puso su mano sobre la de Þóra y le guiñó un ojo con complicidad. Ella le sonrió pero no dijo nada. Matthew retiró la mano al poco y siguió comiendo. Después de desayunar todo lo que les apeteció, se fueron cada uno a su habitación a preparar el equipaje.

Mientras Þóra estaba esperando a Matthew en la recepción, sonó su móvil. Era Gylfi. Antes de responder, ella se convenció a sí misma de que, naturalmente, no podía saber lo que su madre acababa de hacer esa misma noche.

—Hola cariño —dijo, intentando sonar natural.

—Hola. —La voz de Gylfi sonaba espesa y pasó un momento antes de que empezara a hablar—. Eso, lo que tenía que contarte… ¿dónde estás?

—Estoy en el Hotel Rangá. Estuve trabajando aquí ayer sábado. ¿No estás aún en casa?

—Sí, ya he vuelto. —Hubo una breve pausa—. ¿Tú cuando vienes?

Þóra miró el reloj. Faltaban unos minutos para las once.

—Bueno, calculo que estaré allí hacia la una.

—Vale. Luego nos vemos.

—¿Por qué no estás con tu padre? ¿Dónde está tu hermana? —se apresuró a decir Þóra antes de que su hijo colgara.

—Sigue con él. Yo me fui.

—¿Que te fuiste? ¿Por qué? ¿Os peleasteis?

—Más o menos —respondió Gylfi—. Empezó él.

—¿Y eso? —Þóra se había quedado boquiabierta. Hannes solía tener mucho cuidado en no montar números, y hasta entonces había conseguido siempre llevarse bien con su hijo, aunque éste no le consideraba un tipo demasiado divertido.

Soltó un gruñido.

—Se empeñó en que tenía que hablar conmigo, y cuando pensé que me comprendía y le dije cierta cosa, se puso hecho una furia. Te juro que se puso como un energúmeno y me soltó un mogollón de burradas. Yo me negué a seguir aguantando aquello. Creía que mi comprendería.

Los pensamientos de Þóra se atropellaban y se confundían. Por la descripción que le acababa de hacer Gylfi de la reacción de su padre, el asunto era mucho más que serio. Pero ¿qué había sucedido? Se arrepintió de haberle pedido a Hannes que charlara con el chico… la charla no había mejorado las cosas lo más mínimo.

—Anda, Gylfi, ¿qué es eso que puso tan furioso a tu padre, cariño mío? ¿Es lo que quieres contarme a mí dentro de un rato?

—Sí. —Nada más; era evidente que tendría que esperar hasta poder hablar con él en persona, sólo entonces podría saber de qué se trataba.

—Óyeme, ya voy para allá. No me gustan los líos así que tendremos que hablar del asunto con tranquilidad. No te vayas.

—Pues tienes que estar aquí antes de la una. Tengo que ir contigo a ver a una gente.

¿Una gente? ¿Una gente? ¿Se habría metido en una secta? Su corazón se puso a palpitar con vehemencia.

—Gylfi… tú no vas a ver a ninguna gente hasta que yo llegue a casa. ¿Entendido?

—Ven antes de la una —dijo él entonces—. Papá estará también. —Se despidió y colgó.

El corazón de Þóra palpitaba hasta chocar con las costillas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a gritar. Como un autómata, marcó el número del móvil de Hannes, pero estaba sin cobertura o apagado. Se quedó como idiotizada, con la mirada perdida. Hannes nunca apagaba su móvil: dormía con él en la mesilla por si alguien le necesitaba a media noche. Los paseos a caballo, además, los organizaba siempre de modo que fueran en zona de cobertura: dudaba de que Hannes se hubiera permitido nunca salir de una de esas zonas desde que se compró el móvil. Volvió a llamar pero no hubo respuesta. ¿Qué podía haber hecho el chico? ¿Habría empezado a fumar? No, qué va. ¿Se habría hecho adicto a las drogas? No, imposible. Ella se habría tenido que dar cuenta. ¿Estaba saliendo del armario? ¿Quería ir con ellos a una reunión de la asociación? Pero Hannes no se habría puesto como un basilisco por eso, porque una cosa sí que había que reconocerle: era bastante moderno. Además, ella había tenido siempre la sensación de que Gylfi estaba colado por aquella chica que nunca recordaba cómo se llamaba. No, no se trataba de eso. Su mente se veía atravesada por toda clase de ideas, cada cual más absurda que la anterior. Qué será, será. Se puso en pie y miró el pasillo para ver si Matthew llegaba ya. Resultó que estaba en la puerta de su habitación intentando sacar la maleta.

En cuanto lo consiguió, Þóra le agarró del brazo y casi lo arrastró.

—¿Qué pasa? —preguntó extrañado cuando ella le empujó para salir del hotel.

—En casa pasa algo gordo y tengo que llegar allí lo antes posible; inmediatamente.

Matthew no se hizo de rogar y, sin preguntar de qué se trataba, metió las maletas en el coche y se sentó al volante. Salieron hacia Reikiavik, pasando por Hella, Selfoss y Hveragerðóur. Matthew apenas dijo nada. Sólo al llegar a Kembar le preguntó si había algo que él pudiera hacer, y Þóra le respondió que ni siquiera ella sabía lo que sucedía… fuera lo que fuese, se podría solucionar. Le dijo que era algo relativo a su hijo, algo que él tenía que comunicarle. Al pasar por Skíðaskál iban muy bien de tiempo, y también cuando atravesaron el Litla kaffistofa. En Rauðavatn, reventón.

—Maldita sea —exclamó Matthew, que agarró con fuerza el volante para no perder el control del vehículo. Redujeron la velocidad y se detuvieron en el arcén.

—¡Oh no, no!—gritó Þóra. Miró el reloj. Las doce y veinticinco. Aún podrían llegar a Nes antes de la una, si conseguían cambiar pronto la rueda.

—¡Mierda de neumático del demonio! —bramó Matthew mientras se afanaba en sacar la rueda del maletero. Finalmente lo consiguió y se lanzaron a levantar el coche con el gato y a cambiar el neumático. Cuando terminaron, Matthew cogió la cubierta pinchada y la echó al maletero, con tanta precisión que aterrizó sobre el maletín de Þóra. A ella no podía haberle importado menos. La hora se acercaba a toda velocidad.

Se metieron en el coche y Matthew arrancó.

—Espérame —dijo Þóra cuando llegaron a su casa, y subió corriendo. Sacó las llaves mientras corría para no perder ni un segundo con el timbre. Llamó con la mano izquierda para que Gylfi supiera que llegaba, mientras con la derecha metía la llave en la cerradura y abría—. Gylfi —le llamó jadeante.

—Hola mami. —Sóley vino corriendo hacia ella, una sonrisa tan luminosa. Si había pasado algo, a ella no le había afectado mucho.

—Hola cariñito. ¿Dónde está tu hermano? —Þóra pasó al lado de Sóley en busca de su hijo.

—Se fue. Tengo un papelito para ti —dijo sacando del bolsillo del pantalón un papel doblado.

Þóra le arrebató la nota de las manos. Mientras la desdoblaba, preguntó:

—¿Cuándo se fue? ¿Y adonde?

—Pues se tuvo que ir. Hace una hora. —Sóley todavía no se aclaraba mucho con las horas y los relojes. Gylfi podía haberse ido hacía un segundo o dos semanas, ella no veía la diferencia—. Se fue a donde pone ahí—. Un dedito señaló la nota como para evitar que se confundiera.

—Venga. —Þóra vio que la dirección era de Nes, de modo que no muy lejos de allí—. Vamos a dar un paseo en coche con un amigo mío. —Le echó a Sóley sobre los hombros el plumífero de Gylfi, le colocó unas botas de agua y se la llevó. Abrió de golpe la portecilla trasera del todoterreno y ayudó a su hija a entrar con movimientos rápidos. Luego se sentó ella en el asiento delantero y le dijo a Matthew que arrancara.

—Matthew, ésta es mi hija Sóley. Sólo habla islandés. Sóley, éste es Matthew. No sabe islandés, pero seguro que seréis buenos amigos.

El hombre dedicó un segundo a mirar a la niña y sonreírle.

—Tan linda como su mamá —dijo, y giró hacia una calle lateral, siguiendo el gesto de la mano de Þóra—. Y el mismo gusto para vestir.

—Ahí… y luego a la derecha. Buscamos el número 45 —dijo Þóra, aún nerviosa. La casa apareció enseguida. Fue fácil reconocerla, porque vio la espalda de Gylfi que subía las escaleras de la entrada.

—Allí, allí —exclamó Þóra como loca, señalando a su hijo. Matthew redujo la velocidad y detuvo el coche junto a la acera, justo delante de la casa: el paso de vehículos estaba ocupado. Þóra reconoció uno de los coches: era el de Hannes. Abrió la puerta a toda prisa en el momento en que el coche se detenía—. Sóley, espérame aquí con Matthew.

Gylfi no miró hasta que su madre hubo gritado su nombre varias veces mientras corría hacia la casa. Había llegado ya a la puerta de la calle, y allí estaba él, cabizbajo, que acababa de tocar al timbre.

—Hola —saludó con un hilo de voz.

—No pude llegar antes —dijo Þóra animosa. Puso el brazo sobre los hombros de su hijo—. ¿Pero qué es lo que pasa, corazón? ¿Quiénes viven aquí?

Gylfi la miró, su gesto reflejaba absoluta desesperación.

—Sigga está embarazada. Sólo está en décimo. Yo soy el padre. Aquí viven sus padres.

La puerta se abrió justo cuando pronunciaba la última palabra. Þóra se quedó petrificada y boquiabierta. Por algún motivo, era incapaz de apartar los ojos del i-Pod que su hijo llevaba en torno al cuello, quizá porque era lo que estaba mirando cuando se derrumbó el mundo. Si quien abrió la puerta no hubiese estado dominado por la ira, seguramente habría sonreído al ver el estúpido gesto de Þóra.

—Hola —le dijo un hombre de mediana edad, que miró luego a Gylfi, entornó los ojos con desprecio y añadió—: Buenas. —Pero tras esta simple palabra se ocultaba algo muy distinto que un deseo de felicidad y bienestar. Más bien, en ella podía leerse entre líneas: Vete al infierno, violador de ingenuas e inocentes hijitas de personas honradas.

La cortesía intervino por pura costumbre y Þóra intentó sonreír.

—Hola, me llamo Þóra. La madre de Gylfi.

El hombre gruñó algo, pero pese a todo les invitó a entrar. Se despojaron del calzado bajo los irritados ojos del hombre, que permanecía apoyado sobre el marco de la puerta del vestíbulo. Þóra tuvo la clara sensación de que el hombre se estaba preparando para no ponerle los puntos sobre las íes sólo a Gylfi, sino que seguramente arrojaría también su desprecio contra la señora.

—Gracias —dijo Þóra al vacío cuando pasó por delante del hombre y entró en el salón. Llevaba las dos manos sobre los hombros de su hijo, conduciéndole por delante de ella… por si acaso la furia empujaba a aquel hombre a agredirla. Entraron sin más a un gran salón abierto donde había tres personas: Hannes, a quien Þóra reconoció inmediatamente por la posición del cuello, una mujer de la edad de Þóra que se puso en pie cuando se acercaron y una chica jovencita sentada en una silla, con la cabeza baja, totalmente abatida.

—Bueno, por fin llegáis —casi gritó la mujer con voz chillona. «Oh, Dios mío, permite que el niño herede voz de contralto», rezó Þóra en silencio. Intentó de nuevo esbozar una sonrisa. Las manos seguían sobre los hombros de su hijo.

—Hannes —dijo Þóra mirando a su antiguo marido. Intentó enviarle un mensaje para que ahora cumpliese él su obligación y la permitiese pasar lo más desapercibida posible. Pero él no dejó traslucir signo alguno de haber recibido el mensaje, sino que la miró con gesto severo—. Hola Sigga —le dijo tan amistosamente como pudo a la chica, que al oírla levantó la mirada. Tenía los ojos hinchados de llorar y se veían dos lágrimas largas y gruesas en cada uno.

Gylfi se soltó por fin de las manos de Þóra y corrió hacia la muchacha.

—¡Sigga!—gimoteó, visiblemente conmovido de ver a su amor en tan triste estado.

—¡Ah, estupendo! —aulló la madre—. ¡Igualito que Romeo y Julieta! Me hacéis vomitar.

Þóra se volvió hacia ella como movida por un resorte. Su rostro estaba rojo de ira. Allí estaban dos jovencitos que habían dado un traspiés horrible, y la mujer aquella tenía el valor de burlarse de su destino, aunque uno de los dos fuera su propia hija. Þóra no solía perder el control, pero esta vez sucedió.

—Perdona, pero esto es ya suficientemente difícil… no vayas a empeorar las cosas aún más con ese humor islandés. —Hannes se puso en pie de un salto y Þóra notó que se la llevaba hasta el sofá antes de que pudiera oponer resistencia. La mujer jadeaba como una posesa: la furia relampagueaba en sus ojos aún más que antes.

—Ya veo de dónde ha sacado la moralidad ese hijo tuyo —dijo, y se sentó, toda fina. Su marido prefirió seguir de pie, se plantó en mitad del salón y les bufó como un gigantesco ogro que les miraba de arriba abajo.

—¡Mamá! —se escuchó a Sigga, con el llanto atascado en la garganta—. ¡Cállate! —Desde aquel mismo instante, a Þóra le cayó muy bien la chica… su futura nuera.

—¡Menuda mierda! —se oyó decir al ogro—. Si somos incapaces de discutir este asunto como personas civilizadas, lo mejor es que lo dejemos. Hemos venido a afrontar sin tapujos esta horrible noticia, y eso es lo que vamos a hacer. —La palabra «horrible» la pronunció con gran emotividad.

Hannes se incorporó.

—De acuerdo, intentemos tranquilizarnos… esto no es fácil para ninguno de los que estamos aquí.

La mujer volvió a gruñir.

—Sí, así es —continuó Hannes muy serio—. Yo empezaría quizá diciendo que esto me duele tremendamente y en nombre de mi familia quiero pedir mis más sinceras disculpas por la actuación de nuestro hijo y el daño que os ha causado.

Þóra respiró hondo para digerir aquellas palabras antes de matar a Hannes. Se volvió hacia él, con fingida tranquilidad.

—Primero de todo, y para que las cosas queden bien claras, no somos una familia. Yo, mi hijo y mi hija formamos una familia. Tú eres un ejemplo patético de padre de fin de semana que además, a diferencia de la mayoría, no es capaz de apoyar a su hijo ni cuando las cosas se ponen difíciles. —Quitó la vista de Hannes y notó que él le clavaba los ojos. El rostro de su hijo estaba deslumbrante de orgullo. Þóra repitió, para que quedase bien claro—: Lo digo simplemente para dejar las cosas claras.

Hannes estaba a su lado jadeante, pero tardó demasiado en decir algo, así que la otra madre tomó la palabra.

—¡Qué asco! Voy a aprovechar la oportunidad para señalar que, dentro de muy poco, este corazoncito tuyo… este hijo tuyo, o vuestro… —saltaba a la vista que las habilidades histriónicas no faltaban en aquella familia. La mujer enfatizó sus palabras señalando a Gylfi con un amplio movimiento de las manos— va a ser muy pronto uno de esos patéticos padres de fin de semana, igual que tu ex marido.

—No —se oyó gritar. Era Gylfi. Continuó orgulloso—: Yo… Quiero decir, nosotros. Nosotros. Nosotros queremos seguir juntos. Alquilaremos un apartamento y nos haremos cargo del niño.

Þóra deseó de pronto echarse a llorar. ¡Gylfi alquilando un apartamento! El chico no tenía seguramente ni la menor idea de que la mayor parte de las cosas que daba por supuestas (calefacción, electricidad, televisión, agua, recogida de basuras), todas costaban dinero. No interrumpió la conversación por miedo a quitarle los ánimos a su hijo. Si estaba convencido de que iba a alquilar un apartamento, así tendría que ser.

—¡Sí! —gritó Sigga—. Podemos hacerlo… yo voy a cumplir los dieciséis.

—¡Violación! —vociferó la mujer—. Naturalmente. ¡Aún no tiene ni dieciséis años! —Apuntó con el dedo a Gylfi y soltó un agujo chillido—: ¡Violador!

Þóra no veía en absoluto de qué forma aquello podía mejorar las cosas. Se volvió hacia Sigga.

—Dime, cariño, ¿de cuánto estás?

—No lo sé… como de tres meses, quizá. Por lo menos son tres meses los que no he tenido la regla. —Su padre enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

Gylfi había cumplido los dieciséis años hacía mes y medio. No es que aquello cambiase nada.

—Me permito señalar que, según la ley, la mayoría de edad está fijada en estos casos a los catorce años, no a los dieciséis. Además, mi hijo ni siquiera había cumplido los dieciséis cuando engendraron el niño, y además las leyes no hacen diferencias de género cuando se trata de relaciones sexuales de mutuo acuerdo, como seguramente es el caso.

—¿Qué gilipollez es ésa? —bramó el padre—. ¿Es que una mujer puede violar a un hombre? Mucho menos cuando se trata de una niña, como es el caso de mi hija.

—Y de mi hijo —respondió Þóra sonriendo al hombre, con cierta cara de burla.

—¿Puedo señalar que tu hijo ha empezado ya el bachillerato pero que mi hija sigue aún en enseñanza obligatoria? Eso debe de tener alguna importancia en las leyes —dijo el hombre, jactancioso.

—Pues no, ni palabra —respondió Þóra—. NO se mencionan los grados escolares, te lo prometo.

Puso una muera horrible.

—¡Esos maricones del Parlamento!

—¡Estáis chiflados! —aulló Sigga—. Es mi hijo. Soy yo la que tiene que cargar con él y tener un barrigón enorme y unas tetas horribles y no poder ir al baile de fin de curso nunca más. —No pudo seguir, porque estalló en llanto.

Gylfi intentó consolarla con cosas que seguramente consideraba el no va más del romanticismo. Con voz llena de sentimiento, dijo para que todos pudieran oírle:

—Me da igual… aunque tengas una barriga asquerosa de gorda y unas tetas repugnantes. No me separaré de ti y no invitaré a nadie al baile de fin de curso. Iré solo. Te quiero más que a ninguna otra chica.

Sigga lloró aún con más fuerza mientras los adultos se contentaban con mirar boquiabiertos a Gylfi. De una u otra forma, aquella absurda declaración de amor sirvió para abrirles los ojos al hecho de que la madre naturaleza lo había confundido todo: eran niños teniendo un niño, y quién había sido el culpable no era quizá lo más importante.

Hannes no dejó escapar la ocasión de participar en la sesión de reproches mutuos. Se volvió hacia Þóra, con el rostro desfigurado por la rabia.

—Todo esto es culpa tuya. Vives una vida disoluta, acostándote con quien te hace el más mínimo caso. Cuando yo estaba en casa, el chico no hacía estas cosas… está siguiendo el único ejemplo que tiene.

Þóra quedó demasiado perpleja para poder responder. ¿Vida disoluta? ¿Haber hecho el amor una vez, bueno, dos, en realidad, en dos años? A eso no podía llamarse una vida disoluta. Hasta su abuelo, con sus ochenta y ocho años, la animaba a salir más y a airearse un poco… por no mencionar a Laufey, que se burlaba de su moralina.

—¡Lo sabía, eres una degenerada! —gritó la madre de una forma tal que el tono mismo dañaba los oídos—. Una obsesa sexual… de tal palo tal astilla, lo digo siempre. —La mujer miró fijamente a Þóra, victoriosa.

Ésta recibió la ayuda más inesperada cuando el padre entró en juego.

—¡Por lo menos, está claro que tu hija no ha heredado la frigidez de su madre!

Þóra sintió que hasta allí habían llegado. Era más información sobre sus futuros consuegros de la que estaba dispuesta a aceptar. Tenían por delante un bautizo, una ristra de cumpleaños, una confirmación y Dios sabe qué más. No sentía el más mínimo deseo de recordar los más ocultos secretos de aquella gente en cada una de esas ocasiones. Se puso en pie.

—¿Sabéis? No tengo ni idea de a qué genio se le ocurrió que nos reuniéramos justo en estos momentos. —Se volvió hacia Hannes—. Sois libres de charlar con el padre de Gylfi, hasta el amanecer si hace falta. Pero yo ya he tenido suficiente. —Se dio media vuelta, pero tuvo que girarse de nuevo hacia los demás cuando se dio cuenta de que no quería irse de allí sin su hijo—. Ven, Gylfi. —Dirigió sus últimas palabras a la pobre Sigga, que estaba con la cabeza gacha y llorando—: Mi querida Sigga, vuestro niño será siempre bienvenido en mi casa… y vosotros dos también, si queréis vivir juntos. Adiós. —Salió con Gylfi detrás de ella, totalmente extenuada. Cerraron con un portazo y fueron hacia el coche de alquiler que, afortunadamente, seguía en su sitio. Sin decir una palabra, Þóra se sentó delante y Gylfi en el asiento de atrás, al lado de su hermana.

Hannes-ar-dóttir —Sóley le estaba enseñando a decir su patronímico en aquel mismo momento.

—Vamonos de aquí —dijo Þóra colocándose la frente entre las manos. Miró a Matthew… feliz de que los niños no comprendieran alemán—. Adivina. Ya no soy nada. Al final, resulta que te fuiste a la cama con una abuelita.

Para asombro de Þóra, Matthew se echó a reír.

—Pues tengo que decir que las abuelitas islandesas son bastante más presentables que las alemanas. —Miró de reojo al asiento de atrás, donde Gylfi apechugaba con la incertidumbre de la vida y la existencia. Su único apoyo en aquella hora era su madre, que se había puesto en una situación muy difícil, en buena parte porque aún no estaba del todo recuperada—. Hola, Þórusonur; es así ¿no, «hijo de Þóra»? Me llamo Matthew. —Le guiñó el ojo a Þóra. Ella se volvió hacia el asiento de atrás, dispuesta a pagar la ocurrencia con la misma moneda. Ahora le diría ella a su hijo que Matthew era más que un amigo y colaborador. Sus ojos cayeron sobre el i-Pod que seguía colgando del cuello del muchacho, y se contuvo.

—Mira, Gylfi. Éste es Matthew, que está trabajando conmigo. Lo había invitado a comer. Hablaremos tranquilamente cuando se vaya, ¿vale? —Se tragó una galleta que se le había metido en la garganta.

Iba a ser abuela a los treinta y seis años de edad. Jesús, María, Espíritu Santo y ese otro de la Santísima Trinidad que no conseguía recordar quién era… que el niño sea sano y la vida de sus padres un baile sobre rosas a pesar de este paso en falso. Reprimió las lágrimas que acudían sin que nadie las llamara. Se le vinieron a la cabeza unas palabras que había oído muchas veces y otras cosas que debería de haber sabido comprender: «No es divertido quedarme en casa sola con Gylfi… está siempre saltando en la cama y gritando…».

—Þóra. —Matthew la sacó de su ensimismamiento—. Hace un rato estuve hablando con los del Museo de Brujería. Han encontrado la explicación a lo que hicieron con el cuerpo de Harald.

Capítulo 28

Þora no terminaba de dar por concluida la preparación de la cena. Echaba en las cacerolas, como loca, toda clase de cosas que sacaba de los armarios y el congelador, sin preocuparse mucho por el resultado.

—Ya está —dijo con una voz artificialmente animosa. Matthew se sentó enseguida a la mesa de la cocina, mirando boquiabierto cómo iba apareciendo fuente tras fuente. Cuando todo estuvo sobre la mesa, la comida resultó consistir en judías verdes, patatas fritas, arroz, cuscús, sopa, confitura de frutas y pan sueco.

—¡Qué rico! —exclamó él con cortesía cuando todos estuvieron sentados y se abalanzaron sobre las judías.

Þóra miró lo que había sobre la mesa y suspiró.

—Falta el plato fuerte —dijo derrotada—. Sabía que algo no iba bien. —Iba a levantarse otra vez para buscar algo e intentar salvar lo que se pudiera; lasaña congelada, pasta, carne o pescado. Pero sabía que no tenía nada: había pensado en ir a la compra pero todo se le había complicado. Matthew la sujetó por el brazo y la hizo volver a sentarse.

—Esto está perfectamente así. Esta cena no es muy habitual pero tampoco lo es el horario, de modo que todo está bien. —Sonrió a los chicos, que se estaban poniendo aquella mezcolanza en sus platos.

Þóra miró el reloj y vio que sólo eran las tres… evidentemente, estaba completamente descolocada. Hizo un esfuerzo por sonreír.

—Estoy un tanto perdida, quizá dentro de un año vuelva a estar normal. Entonces volveré a invitarte a cenar.

—No, no, no te preocupes. Prefiero ser yo el que te invite a comer —dijo Matthew, que dio un mordisco al pan sueco, sin ponerle nada encima—. Exquisito —proclamó con un esbozo de sonrisa.

Nadie terminó su plato, y el cubo de la basura se llenó de restos cuando acabaron de comer. Sóley pidió permiso para ir a visitae a su amiga Kristína y Þóra se lo concedió sin plantear la menol objeción. En cuanto a Gylfi, se encerró en su cuarto, diciendo que iba a conectarse a internet. Þóra confió en que no fuera a entrar en páginas que trataran del cuidado de bebés. Cuando viera en qué consistía aquello realmente, se le caería el alma a los pies, sin duda alguna. Cuando se quedaron solos, Þóra y Matthew pasaron al salón y se sentaron. Había preparado café, y se lo llevaron para tomarlo allí.

—Bueno, vaya —dijo Matthew, apurado—. No te entretendré mucho. ¿Las abuelitas no tienen que tumbarse un rato después de comer?

Þóra dejó escapar un bufido.

—Lo que a esta abuelita le apetece de verdad es un gintonic. —Pero se contentó con un sorbo de café—. Los dos sabemos perfectamente las consecuencias que eso podría traer, de modo que prefiero dejarlo por el momento. —Le sonrió y las mejillas se le ruborizaron un poco—. Estoy lista para oír lo que dijo el hombre del Museo de Brujería. —Volvió a reclinarse en el respaldo del sofá y se sentó sobre las piernas.

Matthew sacó un papel y lo desplegó sobre la mesita.

—Llamó Þorgrímur, que acababa de contactar con el tal Páll, aquel que lo sabía todo. Dicho en pocas palabras, se había empollado todo lo que se puede saber sobre ese símbolo mágico… ¿sabes por qué?

Þóra sacudió la cabeza. Vio que Matthew se esperaba una reacción algo más participativa, así que respondió:

—No lo sé… ¿porque es muy listo?

—No. O sí, a lo mejor lo es. Pero si sabía todo lo sabido y por saber sobre dicho signo era porque no había podido olvidar cómo se emocionó Harald cuando habló con él.

—¿O sea que Harald habló con él de modo especial sobre ese signo en particular? —preguntó Þóra.

—Sí y no. Inicialmente se puso en contacto con Páll por los signos mágicos en general, buscaba información sobre signos que, por ejemplo, no estuviesen catalogados. Después, Harald empezó a preguntar sobre el libro islandés de brujería que estuvimos mirando tú y yo en el museo. Páll le explicó los principales conjuros del libro y, según parece, hubo uno que despertó de modo muy especial el interés de Harald: uno que se considera un tanto repulsivo aunque está clasificado temáticamente entre los conjuros amorosos. Lo cierto es que preguntó si no lo habíamos visto nosotros; los papeles que estuvimos viendo nosotros en la exposición mostraban el principio de ese conjuro… aunque había mucho más en el folio siguiente, que no estaba a la vista. Adivina qué conjuro es.

—¿Le quitas los ojos a un muerto y haces algo con ellos? —respondió Þóra esperanzada.

—No, desde luego que no, pero no por eso deja de tener importancia. Si no comprendí mal al buen hombre, ese conjuro amoroso se practica para conseguir que una mujer deposite su amor en uno… como es obvio, vamos. Para ello es preciso excavar en el suelo un agujero, sobre el que tiene que caminar la mujer, y poner en el agujero sangre de serpiente y escribir el nombre de la susodicha juntamente con varios signos mágicos. Finalmente se procede a recitar el sortilegio, que es exactamente el mismo que fue enviado a la madre de Harald. —Matthew sonrió orgulloso.

—¿El poema aquel, quieres decir? —preguntó Þóra.

—Exactamente —respondió él—. Y eso no es lo único. El Páll este dijo que Harald había mostrado un interés desproporcionado por aquel conjuro, y discutieron hasta los menores detalles… si servía únicamente para atraer a una amante, o si era válido también para otros tipos de amor, si el agujero tenía que hacerse en la tierra, y así sucesivamente. Esto dio lugar a una charla sobre el signo escrito en el margen del conjuro. —Matthew hizo una breve pausa.

—¿Y qué? —preguntó Þóra con impaciencia.

—Pues resulta que el signo del margen es desconocido, aunque recuerda a un antiguo símbolo mágico nórdico que es signo de venganza. Lo único que se parece, en realidad, es una raya del brazo superior. El signo nórdico sólo se conoce por un fragmento de manuscrito, en el cual falta por completo el sortilegio. Solamente se conserva una descripción de lo que es preciso hacer, como primera línea del sortilegio, que es: Yo te miro: el mismo principio del conjuro amoroso. Páll consideraba probable que el propietario del libro hubiese escrito el signo al lado del conjuro amoroso, pues el mismo sortilegio servía para ambos, ya fuese porque lo sabía con seguridad o sencillamente porque pensaba que correspondía al sortilegio, al comenzar de la misma forma. Páll señaló además que era probable que el libro hubiese sido escrito por cuatro hombres distintos, tres de ellos islandeses y el otro danés, y bien habría podido ser este último quien escribiera el signo al lado del conjuro, por las razones mencionadas. Me explicó también que aquel conjuro nórdico parecía más macabro que todos los demás, y no estaba claro cuál era su origen, aunque el texto que lo acompañaba en el fragmento de manuscrito era danés. El manuscrito es propiedad privada, pero se ha datado y se considera que procede del siglo XVI, mientras que se tiende a pensar que el libro islandés de magia fue escrito hacia 1650.

—¿En qué sentido es ese signo más macabro que los otros? —inquirió la abogada.

—Más tenebroso sería quizá una expresión mejor, o más sombrío. Lo que quería decir el hombre este es que la función del signo es simplemente causar daño a otros. Quien se lo hace grabar sobre sí mismo una vez muerto podrá acosar a la persona que le perjudicó en vida, estar siempre a su lado desde la tumba y recordarle permanente su conducta hacia el difunto, y al final la pena por su pérdida acaba por conducir a la persona a su perdición. Y fíjate… para realizarlo es precisa una parte del cuerpo que, sin duda, serás capaz de adivinar.

—Los ojos —dijo Þóra convencida.

Matthew movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Pero espera un poco más. Cuando Páll le explicó el conjuro a Harald, éste se puso de lo más nervioso y se empeñó en que le explicara exactamente cómo se llevaba a cabo el conjuro. Páll se lo explicó todo por teléfono y luego le envió una copia escaneada de la descripción del conjuro y del manuscrito en el que estaba.

—Sí. ¿Y qué más? —masculló ella, impaciente.

—Pues simplemente funciona de la siguiente forma: quien desea buscar venganza hace un contrato con otra persona para que lleve a cabo el conjuro tras su muerte. Más o menos como aquello de las calzas de muerto. En el contrato tienen que escribir el signo sobre un trozo de piel, para lo cual han de utilizar una mezcla de sangre de los dos y de un cuervo. No basta sólo con unas cuantas gotas, porque debajo del signo hay que escribir que X promete llevar a cabo el conjuro para Y, y entonces X e Y deben confirmarlo escribiendo sus propios nombres. —Matthew tomó un sorbo de café antes de continuar—. Y ahora viene lo mejor: tras la muerte de Y, X grabará el signo en el cuerpo y sacará de él suficiente cantidad de sangre para poder escribir con ella y (de nada, fue un placer) extraerá los ojos del cadáver.

—¡Dios mío!—exclamó Þóra con un estremecimiento—. ¿Para qué demonios… no basta con escribir con sangre y grabar un signo sobre el cuerpo?

Matthew sonrió.

—Evidentemente, no. Según dijo Páll, había que grabar el signo en el cuerpo para recordar al muerto que los ojos le habían sido arrancados por su propio deseo. De otro modo, se levantaría de la tumba y se lanzaría a buscar sus ojos… y seguramente a matar al amigo que se los había arrancado. Además, la sangre ha de usarse para escribir el sortilegio que corresponde al signo, ese sortilegio que se ha perdido. Después de mezclarla con sangre de cuervo.

—Lo que explica los restos de sangre de ave de presa que se encontraron al analizar la sangre —intervino Þóra. «El cuervo es la principal ave de presa de Islandia». Las ciencias naturales de los años de colegio estaban siempre a mano, para cuando fueran necesarias.

—Bueno, pero a cambio no es necesario añadir la sangre del superviviente. Luego hay que envolver los ojos en la piel que lleva el sortilegio y hacer llegar ambas cosas a manos de quien dañaba al muerto, y de quien éste quiere vengarse. Después de esto, no podrá estar a salvo en ningún sitio; el muerto le seguirá y le estará recordando constantemente sus afrentas, hasta que la persona en cuestión se rinda y sucumba de una horrible muerte.

—Y el sortilegio es el mismo que recibió la madre de Harald —dijo ella acongojada. Qué cosa tan espantosa. ¿Qué podía haber provocado en Harald un odio tan visceral hacia su madre? ¿Qué cosa tan horrible había podido hacerle aquella mujer? Claro que todo podía ser pura imaginación; a lo mejor Harald simplemente estaba trastornado y culpaba a su madre de sus desgracias—. Pero aguarda un momento… ¿también le llegaron los ojos?

—No —contestó Matthew—. No estaban incluidos. No tengo ni idea de por qué. Quizá se perdieran, o se estropearan; no lo sé.

Þóra se quedó pensativa un momento.

—Halldór, el estudiante de Medicina. Naturalmente, él fui quien mutiló el cuerpo —dijo Þóra—. Así que él mató a Harald.

—Eso parece —respondió Matthew—. A menos que Harald fuera el responsable de su propia muerte y Halldór entrara despues en escena.

—¿Pero cómo? —preguntó ella—. Fue estrangulado.

—¿No podría haber estado practicando el sexo con asfixia? Por lo menos es una posibilidad que no debemos olvidar. Bueno, o que fue cualquier otro quien mató a Harald o hizo el contrato con él. Lo cierto es que todos pusieron la misma cara de tontos cuando les enseñamos el signo mágico. De modo que a fin de cuentas bien podría ser que Hugi hubiera hecho el trabajito.

—Tendremos que hablar otra vez con Halldór… eso está claro. Y, a ser posible, con todos. Si conseguimos volver a echarles el lazo, después de nuestra reunión.

Matthew sonrió a Þóra.

—No somos tan rematadamente tontos. Hemos progresado bastante. Lo único que falta en el cuadro es el dinero. ¿Qué puede haber sido de él?

La abogada se encogió de hombros.

—A lo mejor Harald consiguió comprar ese desagradable manuscrito de brujería, eso lo explicaría.

Matthew pasó un rato meditando sobre aquellas palabras.

—Quizá. En realidad lo dudo, porque Páll dijo que pertenecía a la Biblioteca Nacional de Noruega. Esa es además, precisamente, la causa de que la policía no haya llegado hasta el signo: es muy poco conocido; en realidad no lo conoce nadie en este país, con excepción de Páll, que está estudiando en el extranjero. Por eso nunca recurrieron a él para averiguar el origen del signo.

—Pero a lo mejor introdujo el dinero en el país con la intención de comprar información de Páll y conseguir el libro de la biblioteca, y lo asesinaron por causa de alguno de esos supuestos amigos suyos. Se podrían haber quedado con el dinero, ¿no? Hay quien comete un asesinato por mucho menos.

Matthew se mostró de acuerdo. Miró el reloj y luego a Þóra, ensimismado.

—El avión de Francfort aterrizó a las tres y media.

—¡Demonios!—exclamó ella—. Yo no puedo hablar con la madre ahora… es que no puedo. ¿Y si me pregunta por mis hijos? ¿Qué voy a decirle? Pues sí, señora, mi hijo es muy precoz… ¿no se lo había dicho? Va a ser papá.

—Créeme, no estará demasiado interesada en tus hijos —dijo él con tranquilidad.

—No será mucho mejor tener que hablar de ella sobre su propio hijo. ¿Cómo voy a mirarla a la cara y decirle que Harald hizo un trato con el demonio, o casi, para convertir su vida en un infierno y empujarla finalmente a la muerte? —Þóra miró a Matthew, esperando una respuesta constructiva.

—Seré yo quien se lo comunique, no te inquietes. Pero no te librarás de hablar con ella. Si no lo haces hoy tendrás que hacerlo mañana. Esa mujer ha hecho este largo viaje solamente para hablar contigo, ¿recuerdas? Cuando me dijo que quería conocerte personalmente y tener una charla contigo en privado, su voz era más débil de lo que se la he oído jamás. No tienes por qué tener ningún miedo.

Þóra tuvo la sensación de que Matthew no sonaba del todo convincente.

—Llamarán cuando lleguen al hotel. —Miró el reloj—. Probablemente dentro de muy poco. Si lo prefieres, puedo llamarlas yo.

Uff. Quien golpea primero, golpea dos veces. Þóra no podía permitirse que la pillaran desprevenida.

—Sí, llama tú —le dijo rápidamente, aunque al momento añadió—: ¡No, no lo hagas!

Antes de que pudiese volver a cambiar de opinión, sonó el móvil de Matthew. Þóra exhaló un suspiro mientras él cogía el teléfono, lo miraba y decía:

—Son ellas —apretó el botón de respuesta y dijo—: Hola. Soy Matthew.

Þóra sólo escuchó la mitad de la conversación, aunque podía distinguir el sonido de una voz al otro lado mientras Matthew escuchaba. Parecían hablar de cosas muy superficiales: «¿Fue bien el viaje?». «Ah, me alegro». «¿Estáis en el hotel, verdad?», y cosas por el estilo. La conversación terminó cuando Matthew dijo:

—Nos vemos, entonces. Hasta luego. —Miró a Þóra y sonrió—. Eres afortunada, abuelita.

—¿Qué pasa? —preguntó Þóra expectante—. ¿No ha venido?

—Sí, sí que ha venido. Pero tiene migraña y prefiere aplazar vuestro encuentro hasta mañana. Quien estaba al teléfono era Elisa; van en un taxi camino del Hotel Borg. Quiere que nos veamos dentro de media hora.

Capítulo 29

La joven no compartía ninguno de los rasgos de su madre, pero el aspecto general era básicamente el mismo. Tenía la fisonomía oscura como su padre, y en general se parecía bastante a él, a juzgar por las fotos de familia que Þóra había visto. Todo en su talante carecía del menor asomo de ostentación, el largo cabello liso se mantenía apartado del rostro con una goma, e iba vestida con unos elegantes pantalones negros y una camisa negra que a Þóra le pareció de seda. El único objeto de aspecto valioso era un anillo de diamante en el dedo anular de la mano derecha, la misma joya que Þóra había visto en la foto de la cocina. Le llamó la atención lo delgada que era, y al darle la mano notó que la muchacha debía de ser aún más delgada de lo que parecía con aquella ropa. A Matthew lo recibió de una forma mucho más íntima: Elisa le abrazó y se besaron en la mejilla.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Matthew después de quitar sus manos de los hombros de Elisa. Þóra se dio cuenta de que no la trataba de usted como había esperado, pues a fin de cuentas era un empleado de la familia. Evidentemente, Matthew estaba muy próximo a aquellas personas y debía de tener un puesto en la empresa muy superior al que Þóra había supuesto.

Elisa se encogió de hombros y esbozó una débil sonrisa.

—No demasiado bien —respondió la joven—. Ha sido bastante difícil. —Se volvió hacia Þóra—. Habría venido mucho antes si hubiese sabido que queríais hablar conmigo. No se me había ocurrido en absoluto que mi visita a Harald pudiese ser importante.

A Þóra aquello le pareció extraño, a fin de cuentas la chica había estado en casa de su hermano justo antes de que lo asesinaran; pero se limitó a decir:

—Bueno, ahora estás aquí y eso es lo principal.

—Sí, compré un billete nada más llamar Matthew. Quiero ayudar —dijo, y pareció decirlo con total sinceridad. Y añadió enseguida—: Y mamá también.

—Bien —respondió Matthew con un tono inhabitualmente alto, y Þóra pensó si tendría miedo de que fuera a decir algo inconveniente.

—Sí, muy bien —le imitó Þóra, para demostrarle que no había pensado nada por el estilo.

—¿Por qué no nos sentamos? —preguntó Elisa—. ¿Os puedo invitar a un café o a un vino? —Þóra se había vuelto abstemia, así que aceptó un café, mientras los otros dos pidieron sendas copas de vino blanco.

—Bueeeno —dijo Matthew echándose hacia atrás en la butaca—. ¿Qué puedes contarnos de tu visita?

—¿No es mejor que esperemos al vino? Creo que conviene empezar relajándonos un poco —propuso Elisa, mirando interrogante a Matthew.

—Naturalmente —le respondió, y se echó hacia delante para darle un apretoncito en la muñeca, que tenía apoyada en el brazo del sofá.

Elisa miró a Þóra como pidiendo disculpas.

—No puedo explicarlo bien, pero me resulta insoportable el recuerdo de esa visita. Aún tengo problemas con mis propios sentimientos, siento que fui una egoísta, que no hablé con él nada más que de mí misma. Si hubiese sabido que no volvería a verle nunca más, le habría dicho tantas cosas sobre mis sentimientos hacia él. —Se mordió el labio inferior—. Pero no lo hice, y ya nunca podré hacerlo.

Llegó el camarero con las bebidas y brindaron por nada especial. Þóra se arrepintió de haberse hecho abstemia en cuanto tomó el primer sorbo de café y los vio a ellos saborear el vino. Decidió volver a la primera oportunidad… no podía pedir un vino inmediatamente.

—Quizá esté bien que os cuente por qué vine a ver a Harald —dijo Elisa tras dejar la copa sobre la mesa. Þóra y Matthew asintieron—. Como sabes, Matthew, estoy en una especie de crisis con mamá y papá. Quieren que estudie comercio y que entre en el banco, como casi todo el mundo que conozco. Harald fue la única persona que me dijo siempre que hiciera lo que me gusta: tocar el cello. Todo el mundo piensa que debería dedicarme al banco y tocar por mi propio placer. Pero Harald comprendía que no se trata de eso, aunque él no fuera músico. Comprendía que cuando uno ha alcanzado cierto nivel y cierta capacidad, es eso o nada.

—Entiendo —dijo Þóra, aunque en realidad no era así.

—Por eso hablamos sobre todo de mí cuando estuve aquí —explicó Elisa—. Vine a verle en busca de alguien que me insuflara fuerzas, y eso es lo que conseguí. Harald me aconsejó que pasara de papá y mamá y siguiera tocando. Dijo que no era demasiado difícil encontrar una corbata con cabeza que fuera capaz de dirigir un banco, pero que había pocos capaces de tocar un instrumento musical con auténtico talento. —Y añadió a toda prisa—: «Corbata con cabeza» son palabras suyas… él lo dijo así.

—Si puedo preguntar, ¿qué decidiste? —inquirió Þóra con curiosidad.

—Seguir tocando —respondió la joven, y sonrió ampliamente—. Pero me he matriculado en Comercio y voy a empezar enseguida la carrera. Uno decide una cosa y hace lo contrario.

—¿Y tu padre no está contento? —preguntó Matthew.

—Sí, claro, pero sobre todo están los dos aliviados. Es difícil estar contento en esta familia. Sobre todo ahora.

—Elisa, sé que es muy incómodo hablar de la propia familia, pero vimos los mensajes de correo electrónico que intercambiaron Harald y vuestro padre. No parecía que estuviesen demasiado cercanos el uno al otro. —Calló, pero enseguida añadió—: Y también tenemos la impresión de que su relación con vuestra madre era todo menos ejemplar.

Elisa bebió un sorbo de vino antes de responder. Miró a Þóra directamente a los ojos.

—Harald fue el mejor hermano que nadie puede imaginarse. Quizá no era como la mayoría de la gente, sobre todo en los últimos tiempos. —Sacó un poco la punta de la lengua y la dobló, como haciendo referencia a la lengua bífida de Harald—. Pero yo me habría sentido orgullosa de estar a su lado en cualquier ocasión. Era noble, y no sólo conmigo… llevaba en brazos a nuestra hermana; no había nadie que se portase con aquella inválida mejor que él. —Bajó la cabeza, entristecida y miró la copa de vino que estaba en la mesa delante de ella—. Mamá y papá, ellos… En realidad, no sé qué decir. Nunca dejaban a Harald gozar de las cosas con ellos. Mis primeros recuerdos de ellos son constantes abrazos, amor y cuidados hacia mí, pero nunca vi nada así cuando se trataba de Harald. Ellos… bueno, ellos, parecía que no le soportaban. —Se cubrió la cara con las manos, descorazonada—. No es que fueran malos con él o algo asi Simplemente, no le querían. No sé por qué, si es que se puede hablar de porqués en estas cosas.

Þóra intentó no dejar traslucir el poco aprecio que le merecía la familia Guntlieb. Sintió una corriente que la recorría: quería encontrar al que mató a aquel desdichado. No podía imaginarse nada más patético que crecer sin amor. La necesidad de cariño que tienen los niños la ve todo el mundo, y es un acto miserable negarles ese amor. No era de extrañar que Harald fuese un bicho raro. Þóra sintió de pronto que le apetecía la reunión del día siguiente con la madre.

—Sí —dijo para romper el silencio—. No suena demasiado bien, tengo que reconocerlo. Aunque quizá sea irrelevante para nuestros objetivos, creo que eso explica muchas cosas de la conducta de Harald. Pero supongo que no es algo de lo que te apetezca hablar con una desconocida, así que más vale que pasemos a lo que hicisteis los dos cuando estabas aquí.

Elisa sonrió aliviada.

—Como os dije antes, hablamos sobre todo de mí y de mil problemas. Harald se portó de maravilla, y en realidad no hicimos nada especial. Fue conmigo al balneario ese, la Laguna Azul , y a ver los geiseres. Por lo demás, paseábamos por el centro o nos quedábamos en casa a ver algún DVD, a cocinar o a no hacer nada.

Þóra intentó imaginarse a Harald en la Laguna Azul , pero no consiguió evocar una imagen convincente.

—¿Qué visteis? —preguntó por curiosidad.

Elisa sonrió.

El Rey León, por increíble que pueda parecer.

Matthew le hizo un guiño a Þóra. Lo de la película que había en el vídeo no era mentira.

—¿Te contó algo sobre lo que estaba haciendo?

Elisa se quedó pensativa.

—No demasiado, estaba de un humor estupendo y se encontraba muy bien en este país. Por lo menos, yo le he visto pocas veces igual de contento. A lo mejor era porque estaba lejos de nuestros padres. O quizá por un libro que había encontrado.

—¿Un libro? —preguntaron Þóra y Matthew a la vez.

—¿Qué libro? —añadió Matthew.

Elisa estaba muy sorprendida por aquella reacción.

—Nada, un libro antiguo. El Malleus Maleficarum. ¿No está en su casa?

—No lo sé, ni siquiera sé de qué libro hablas —respondió Matthew—. ¿Te lo enseñó?

Elisa sacudió la cabeza.

—No, aún no lo tenía. —Calló de pronto—. A lo mejor no le llegó antes de que lo mataran. Porque eso pasó justo antes.

—¿Sabes si pensaba ir a buscarlo a algún sitio? —inquirió Matthew—. ¿Mencionó algo al respecto?

—No —respondió la joven—. Claro que no le pregunté… ¿debería haberlo hecho?

—Eso no cambia nada —dijo él—. Pero ¿te dijo algo acerca de ese libro?

El rostro de Elisa se iluminó.

—Sí. Y además se trataba de una historia tremenda. Espera un momento, ¿cómo era? —Pensó un momento antes de volver a hablar—. Te acuerdas de las cartas antiguas del abuelo, ¿verdad? —Se dirigió a Matthew, que asintió con la cabeza. Þóra no quiso molestar preguntando de qué cartas estaban hablando, pero pensó que serían las cartas de Innsbruck que estaban en la funda de cuero—. Harald era igual que el abuelo —continuó Elisa—, estaba enamorado de ellas, las leía una vez y otra y otra. Estaba convencido de que el autor de las cartas le había hecho a Kramer algo espantoso para vengarse por cómo trató a su mujer. —Miró a Þóra—. Sabes quién era Kramer, ¿verdad?

Ahora le llegó a Þóra el turno de decir que sí con la cabeza.

—Claro que sí, incluso he llegado a leer su obra maestra, si se puede aplicar ese término al Martillo de las brujas.

—Yo no me he puesto a ello, pero lo sé todo de él, no es posible otra cosa en mi familia. A Harald se le metió en la cabeza descubrir lo que había pasado. Yo intenté hacerle ver que aquello había sucedido hace quinientos años y que no existía ninguna posibilidad de desenterrarlo ahora. Pero él seguía convencido de que no era totalmente imposible. La Iglesia se había involucrado en el tema y se había conservado la mayor parte de los documentos que tenían que ver con él. Así que no se rindió ni lo más mínimo: se matriculó en Historia en la universidad para asegurarse el acceso a los archivos y decidió escribir su tesina sobre las persecuciones de brujas para hacer más fácil su búsqueda. Naturalmente estaba en terreno virgen en ese tema de investigación, disponía de la colección del abuelo y llevaba en la sangre el entusiasmo del viejo.

—¿Tu abuelo era, digamos, bueno con él? —preguntó Þóra, que, aunque sabía que la pregunta recibiría una respuesta afirmativa, quería una confirmación.

—Oh, sí—respondió Elisa—. Se pasaban mucho tiempo juntos. Harald le visitaba con frecuencia, sobre todo una vez que el abuelo ingresó en el hospital y estaba ya en su lecho de muerte… y no sabía ya lo que era de este mundo y lo que era del otro. El abuelo, como es lógico, fue entusiasmándose con él más que con cualquier otro de sus nietos. Quizá también porque se daba cuenta del rechazo de nuestros padres hacia él. De ahí sacó Harald su interés por la historia de la quema de brujas. Podían pasarse horas y horas hablando del tema.

—¿Y su búsqueda tuvo éxito? —preguntó la abogada—. ¿Descubrió algo sobre lo que buscaba?

—Sí —respondió Elisa—. Por lo menos, Harald siguió con ello. A través de la Universidad de Berlín consiguió acceder al archivo del Vaticano, y fue a Roma la primavera anterior a terminar el segundo año. Estuvo allí mucho tiempo, probablemente la mayor parte del verano. Contó que allí había dado con un documento en el que Kramer solicitaba autorización para realizar otra campaña contra las brujas de Innsbruck: explica que le han robado una copia de un libro que había escrito. Según Harald, Kramer dice que aquella copia posee gran valor para él, en ella se encuentran normas sobre el mejor método para revocar conjuros y acusar a brujas. Luego explica su preocupación de que éstas pudiesen utilizar el libro para hacer caer sobre él alguna desgracia. Por eso quiere recuperar el libro a toda costa. Pero Harald me contó que no había podido encontrar la respuesta del Vaticano a aquella solicitud, aunque no se sabe que Kramer regresara a Innsbruck, de modo que probablemente no accedieron. Pero Harald estaba de lo más emocionado, estaba convencido de saber qué era lo que le habían robado a Kramer y que lo había puesto en el largo camino hacia el infierno: una copia del Martillo de las brujas propiedad del mismo Kramer, la copia más antigua de ese histórico libro. Claro que Harald dijo que la copia no sería exactamente igual al libro que se publicó al año siguiente; por ejemplo sería manuscrita y estaría ilustrada. Además, Springer, el coautor con Kramer, habría añadido algunas cosas; pero no fue únicamente eso lo que despertó el interés de Harald. El manuscrito original de Kramer demostraría negro sobre blanco quién había escrito qué. Porque hay quienes dicen que Springer ni siquiera tocó el texto.

—Pero quien robó el manuscrito, ¿no lo destruiría? ¿No sería ésa la afrenta que quería hacerle? —preguntó Þóra—. Uno pensaría que es probable que lo mandaran al infierno.

Elisa sonrió.

—En la última carta al obispo de Brixen se hablaba de un mensajero que había decidido ir al infierno. Pedía el apoyo de la Iglesia para su viaje. Así que no quemaron el libro, por lo menos no enseguida.

Þóra mostró su extrañeza.

—Un mensajero camino del infierno, vaya. Eso suena como lo más natural del mundo.

Matthew sonrió.

—Desde luego. —Dio un sorbo de vino.

—En esa época no era tan absurdo —aclaró Elisa muy seria—. El infierno era considerado un lugar real, en lo más profundo de la Tierra. Además , había un agujero que llegaba hasta él, y se pensaba que estaba en Islandia. En un volcán que no recuerdo cómo se llama.

—El Hekla —se apresuró a decir Þóra antes de que Matthew intentara pronunciarlo. De modo que ahí estaba… aquél era el motivo de la visita de Harald a Islandia. Estaba buscando el infierno, como dijo Hugi que le había contado en un susurro.

—Sí, eso —asintió Elisa—. Aquélla era la meta del viaje con el manuscrito. O por lo menos eso creía Harald.

—¿Y qué pasó? ¿Llegó al final del camino? —preguntó Þóra.

—Harald me contó que había buscado fuentes sobre el viaje de aquel mensajero y que había encontrado alguna referencia a él en un anuario eclesiástico de Kiel, del año 1486, o por lo menos él pensaba que se refería a la misma persona. En el anuario se decía que había un hombre que iba camino de Islandia y que llevaba consigo una carta del obispo de Brixen en la que se rogaba que le fuera proporcionado alojamiento y otras ayudas para su viaje. Había llegado a caballo y llevaba algo que era como la niña de sus ojos, algo negro y maligno. Por eso no pudo recibir el sacramento, pues aquel paquete no podía atravesar las puertas de la iglesia y él no estaba dispuesto a separarse de él. Se dice que estuvo alojado allí dos noches y luego continuó su viaje hacia el norte.

—¿Encontró Harald algo que indicara cómo acabó ese viaje? —inquirió Matthew.

—No —respondió la joven—. Bueno, al menos no de inmediato. Harald vino a Islandia después de haber ido rastreándolo por Europa. Al principio no es que le fuera demasiado bien, pero luego encontró una carta antigua, de Dinamarca, en la que se menciona a un joven que murió de viruela en un obispado que no recuerdo ahora cómo se llamaba… un joven que iba de viaje a Islandia. Llegó al obispado por la noche, en mal estado ya, muy débil, y falleció unos días más tarde. Pero antes de morir consiguió pedirle al obispo que cuidara del paquete que quería llevar a Islandia para arrojarlo al Hekla… con las bendiciones del obispo de Brixen. En la carta, que fue escrita varios años después, ese obispo danés expresa su deseo de que la Iglesia católica de Islandia se encargue de llevarlo a cabo. Se dice que el paquete llegó a manos de un hombre que iba camino del país para vender bulas en beneficio del papa de Roma, para la construcción de la iglesia de San Pedro, si no recuerdo mal.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Þóra.

—Recuerdo que Harald dijo que había sido bastante más tarde, probablemente hacia 1505. El obispo era ya anciano y quiso quitarse aquel peso de encima… lo había dejado pendiente durante casi veinte años sin poder enviar el paquete.

—¿De modo que el paquete llegó a Islandia? —inquirió Þóra.

—Harald insistía en que sí. —Elisa pasó la yema del dedo índice de la mano derecha por el borde de la copa.

—¿Pero acabaron por arrojar el manuscrito al Hekla? —intervino Matthew.

—Harald decía que es poco probable, porque nadie se había atrevido a escalar el monte. Las primeras fuentes que hablan de esa escalada se sitúan mucho, mucho más cerca de nuestros días. Lo cierto es que hubo una erupción varios años después y Harald pensaba que aquello habría acabado de espantar a los que hubieran podido estar dispuestos a semejante aventura.

—Pero ¿dónde acabó el libro entonces? —preguntó él.

—En un obispado que se llama algo que empieza por la letra «s», era la idea de Harald.

—¿En Skálholt? —dijo Þóra.

—Sí, algo parecido —respondió Elisa—. Por lo menos, allá fue el vendedor de indulgencias con el dinero que había recaudado.

—¿Y luego? En Skálholt nunca se ha encontrado un manuscrito del Martillo de las brujas —aclaró Þóra, y bebió un sorbo de café.

—Harald sostenía que el manuscrito estuvo allí, por lo menos hasta que llegó a Islandia la primera imprenta, momento en que lo llevaron a otra diócesis. Algo con «p».

—Hólar —soltó Þóra, aunque en ese nombre no había ninguna «p».

—Realmente no me acuerdo —dijo Elisa—. Pero puede ser.

—¿Creía Harald que tenían intención de editarlo?

—Sí, eso entendí. Se trataba de uno de los libros más difundidos en Europa en esa época, aparte de la Biblia , y por eso es probable que al menos hubieran pensado en hacerlo.

—Posiblemente alguien habría abierto el paquete y descubierto lo que contenía… no hay nadie tan poco curioso como para no sentirse tentado de echar un vistazo —conjeturó Matthew—. Pero ¿qué fue del libro? Aquí nunca llegó a aparecer, ¿o sí? —preguntó, dirigiéndose a Þóra.

—No —respondió ella—. Que yo sepa, no.

—Harald creía haberle encontrado la pista —dijo Elisa—. En realidad dijo que había estado dando palos de ciego con lo de la imprenta y ese obispado con «p»…

—Hólar —intervino Þóra.

—Sí, eso —convino Elisa—. Harald había pensado que el obispo aquel habría escondido el libro antes de que lo mataran, pero ahora estaba seguro de que probablemente el libro no se había movido de la otra diócesis, la de la «s».

—Skálholt.

—O algo por el estilo —respondió la joven—. Encontró el libro, por lo menos, en cuanto fue a investigar a ese lugar… dijo que lo habían escondido para impedir que desapareciese del país.

—¿Y dónde estaba? —preguntó Þóra.

Elisa tomó un trago de vino antes de contestar.

—No lo sé. No quiso contármelo. Me dijo que prefería guardarse el resto de la historia hasta que pudiera enseñarme el objeto en cuestión.

Þóra y Matthew intentaron esconder su desilusión.

—¿Le preguntaste algún detalle más? ¿No insinuó nada? —insistió Þóra con impaciencia.

—No, se había hecho muy tarde y estaba tan contento con todo aquello, que no quise estropearle el placer poniéndome insistente. —Sonrió con dificultad—. Al día siguiente hablamos de otras cosas. ¿Creéis que esto puede tener alguna relación con el crimen?

—De verdad que no lo sé —dijo Þóra decepcionada. De repente se le vino Mal a la cabeza. A lo mejor Elisa conocía a los amigos de Harald. A juzgar por lo que contó, debían de haber sido muy íntimos. Aquel Mal disponía quizá de la información que a ellos les faltaba—. Elisa, ¿tienes alguna idea de quién es Mal? Harald tenía un mensaje suyo que indicaba que ese Mal sabía algo sobre la búsqueda del libro de Harald.

Elisa sonrió.

—Mal, sí, sí. Claro que sé quién es Mal. Se llama Malcolm y se conocieron en Roma. También es historiador. Me llamó el otro día… dijo que había recibido desde Islandia un mensaje rarísimo sobre Harald. Le dije que lo habían asesinado.

—¿Crees que él puede saber algo más sobre esto? —preguntó Matthew—. ¿Podrías ponernos en contacto con él?

—No, él no sabe nada —respondió Elisa—. Me asaeteó a preguntas sobre el libro, dijo que Harald le contó que lo había encontrado, pero sin darle detalles. Malcolm siempre había pensado que lo que Harald intentaba estaba condenado al fracaso, y por eso se mostró tan interesado en saber cómo había ido todo.

Sonó el móvil de Þóra. Era el número de la policía. Intercambió unas palabras con alguien de la policía, colgó el teléfono y miró a Matthew.

—Acaban de detener a Halldór, el estudiante de Medicina, por el asesinato de Harald. Quiere que sea yo su abogada.

Capítulo 30

Þóra estaba sentada en la comisaría y se sentía de lo más incómoda. No hacía más que darle vueltas al problema de si la podrían echar del Colegio de Abogados por un grave abuso de su estatus y por un escandaloso conflicto de intereses. Realmente no estaba segura de que hubiera algo así establecido en las leyes, pero entonces habría que corregirlas. La situación era la siguiente: por un lado, trabajaba para los parientes de un hombre que había sido asesinado, y por otro, estaba camino de convertirse en abogada del supuesto asesino. La decisión la tomaron deprisa y corriendo y ella salió pitando en un taxi. Matthew se quedó con Elisa, encargado de contarle la noticia a la señora Guntlieb y explicarle los motivos de la precipitada decisión que habían tomado. Las razones serían probablemente que, de ese modo, Þóra podría entrevistarse personalmente con el asesino y encontrar respuestas para todo lo que no estaba aún claro. «Que le vaya bien», pensaba Þóra, que no le envidiaba la tarea. La gente migrañosa no solía ser nunca demasiado comprensiva.

—Buenas tardes. Está listo. —El policía se había acercado a Þóra sin que ella se diese cuenta.

—Ah, sí, gracias —respondió ésta, que se puso en pie—. ¿Puedo hablar con él a solas, o sólo puedo estar presente en el interrogatorio?

—Acaba de prestar declaración. Fue entonces cuando requirió los servicios de asistencia letrada. Fue una situación bastante desgradable… no estamos acostumbrados a interrogar a nadie sin asistencia letrada en casos tan serios como éste. Pero él se empeñó en hacerlo así, y al final tuvimos que acceder. Sólo al final de la toma de declaración pidió un abogado. Usted.

—¿Está por aquí Markús Helgason? —preguntó la abogada—. Me preguntaba si podría tener unas palabras con él antes de reunirme con Halldór —añadió con toda la humildad de la que fue capaz.

El agente le indicó dónde podía encontrar a su colega. Þóra saludó a Markús, que se encontraba en su despacho con su taza del Manchester United en la mesa.

—No le molestaré mucho tiempo, quería hablar un momento con usted antes de ir a ver a Halldór.

—Faltaría más —dijo Markús, aunque el tono de su voz indicaba que no le hacía demasiada gracia.

—Seguramente recordará que estoy trabajando para la familia de Harald Guntlieb, ¿verdad? —El policía asintió pensativo con la cabeza—. Así que me encuentro de pronto en una situación bastante complicada… estoy a ambos lados de la mesa, si se puede expresar así.

—Sí, es indudable. Conviene que sepa que insistimos en desaconsejar a Halldór que la eligiera a usted, precisamente por ese motivo. Pero no aceptó el consejo. A sus ojos, usted es una especie de Robin Hood. No ha confesado el crimen. Imagino que debe de pensar que usted puede librarle de este embolado. —Markús esbozó una sonrisa maliciosa—. Pero no va a poder.

Þóra dio por no oída la glosa.

—¿Así que en opinión de ustedes es culpable?

—Oh, sí —respondió el policía—. Se han ido sumando pruebas que demuestran su participación. Convicción blindada… por completo. Los amiguitos de infancia han realizado el trabajito juntos. Lo curioso, si se puede decir así, es que las pruebas han llegado de dos direcciones diferentes, pero en el mismo día. Siempre me han encantado las coincidencias. —Sonrió.

—¿Y eso sucedió así, sin más? —preguntó Þóra.

—Ayer, a última hora. Recibimos llamadas de dos personas relacionadas con el difunto. Las dos aportaron información que por un lado apuntaba a la culpabilidad de Halldór y, por otro, al lugar donde probablemente se perpetró el crimen.

—¿Qué información era ésa, si puedo preguntar?

—Da más o menos igual que lo sepa ahora o después. —Þóra se encogió de hombros—. En casa de Harald, en la zona común, se encontró una caja llena de toda clase de objetos desagradables. En su interior había un trozo de piel en el que figura un con…

—Un contrato sobre la extracción de los ojos —intervino Þóra tan tranquila—. Ya lo conocía.

Las mejillas del agente de policía se pusieron rojas.

—¿Y no se le pasó por la cabeza ponerse en contacto conmigo? ¿Sabe algo más que afecte a la investigación y ha preferido ocultárnoslo?

Þóra dejó pasar la última pregunta contestando sólo la primera.

—Le diré que Matthew y yo no nos enteramos de ese particular hasta hoy mismo, y que se trataba solamente de una sospecha. No disponíamos de ninguna confirmación como la que ustedes parecen haber encontrado.

—Sin embargo, lo normal habría sido informarnos —insistió Markús, molesto.

—Y lo habríamos hecho, sin duda —respondió Þóra, molesta también—. Hoy es domingo… no íbamos a molestarle un día de fiesta por una sospecha más bien poco clara. Pensábamos intentar verle mañana. —Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—Usted lo dice. Espero que tenga razón. —La miró como si no la creyera.

—¿Y qué otros objetos desagradables encontraron? —preguntó Þóra.

—Dos dedos de una mano, una mano entera, un pie y una oreja toda magullada. —La observó con cierta prevención de que fuera a decir que aquello también lo sabía. Pero el gesto de Þóra le indicó que no era así—. Cada uno de una persona, según creemos. —Esperó a la reacción de Þóra.

—¿Qué? —Þóra estaba pasmada. Sólo sabía del dedo al que había hecho referencia Gunnar. El dedo que apareció en el Árnagaróur pero que no consiguieron relacionar con Harald. ¿Qué estaba pasando allí?—. ¿Me está diciendo que se trata de un crimen múltiple? ¿Una colección de partes de los cuerpos de las víctimas?

—No sabemos nada al respecto en estos momentos. Su representado afirma no saber nada de todo esto. Pero miente. Sé cuándo miente la gente.

—Pero ¿qué pruebas son las que tienen? ¿Solamente el contrato, que probablemente estará firmado por Halldór?

—Sí —respondió Markús—. Eso, y también apareció una estrella de acero de los zapatos que llevaba puestos Harald la noche en que lo asesinaron… debajo del quicio de la puerta de la sala de alumnos del Árnagarður. Eso indica que el cadáver fue arrastrado desde allí, pasando el umbral de la puerta, y es conveniente recordar que Halldór tenía acceso a esa sala. De modo que, sin duda, el crimen se cometió allí. Y es que, además, en el mismo lugar se encontró una cucharilla de té. Se han comprobado las huellas y, entre otras, aparecieron las de Halldór. La sangre de la cucharilla es de Harald; por lo menos es a lo que apuntan las primeras indagaciones.

—Una cucharilla —repitió Þóra extrañada—. Una cucharilla manchada de sangre. ¿Cómo creen que se relaciona esto con el caso?

El policía no respondió en el acto.

—El conserje, que además es supervisor de limpiezas del edificio, se la entregó a un profesor que nos llamó sin más dilación. —Markús miró a la abogada con gesto de todo menos alegre—. Ese hombre decidió no esperar al lunes, como hacen otros.

—Pero una cucharilla manchada de sangre. No entiendo en absoluto qué relación puede tener, y tampoco por qué se ha encontrado justo ahora. ¿No se llevó a cabo un registro de todo el edificio cuando apareció el cadáver?

—Se cree que la cucharilla fue utilizada para extirparle los ojos al cadáver. En cuanto al registro… —Markús vaciló, y ella se dio cuenta de que había atinado en un punto débil—. Naturalmente que se practicó un registro. Por el momento no está claro cómo se nos pudo pasar por alto la cucharilla esta. Lo averiguaremos.

—De modo que tienen un contrato y una cucharilla manchada de sangre —resumió Þóra mientras observaba cómo Markús se recolocaba en la silla. Había algo más—. No me parece que eso demuestre la culpabilidad de Halldór, se lo aseguro. Tiene coartada, si no recuerdo mal.

—¿El camarero del Kaffibrennslan? —dijo el agente con ironía—. Aún tenemos que hablar otra vez con él. No se extrañe demasiado si en su declaración aparecen grietas en cuanto le apretemos las clavijas. —La miró con gesto jactancioso—. Pero tenemos otras cosas más contra su cliente. Dos para ser exactos.

Þóra frunció las cejas.

—¿Dos?

—Sí… o un par, más exactamente. Aparecieron al practicar el registro de la casa de Halldór esta mañana. No tengo ninguna duda de que se trata de algo capaz de convencer de su culpabilidad hasta a su misma madre. —El gesto de Markús delataba tal satisfacción que a Þóra le entraron ganas de bostezar y despedirse sin preguntar más detalles. Pero aquel deseo fue derrotado por la curiosidad.

—¿Y qué es lo que encontraron?

—Los ojos de Harald.

Capítulo 31

Þóra miraba silenciosa a Halldór, que estaba allí sentado delante de ella, con la cabeza caída sobre el pecho… no había dicho ni una sola palabra desde que la mujer entró, por indicación de un agente, en la sala de entrevistas. Había levantado la vista cuando ella se sentó, pero al instante volvió a intentar taladrar el suelo con los ojos.

—Halldór —dijo la abogada, bastante malhumorada—. No puedo estar aquí mucho rato. Si no quieres hablar conmigo, tengo otras cosas que hacer en este momento.

El joven levantó los ojos.

—Quiero un cigarrillo.

—Imposible —respondió Þóra—. Aquí está prohibido fumar. Si has venido hasta aquí para fumar, llegas con diez años de retraso.

—Eso no cambia el hecho de que quiera un cigarrillo.

—A lo mejor la policía te puede dar permiso para fumar después en algún sitio. Aquí dentro no podrás fumar, de modo que vayamos al grano. ¿De acuerdo? —Él movió cansinamente la cabeza para decir que sí—. Sabes por qué estás aquí, ¿no es cierto?

—Sí. Más o menos.

—Entonces te das cuenta de que estás en una situación bastante complicada. Realmente complicada.

—Yo no le maté —dijo Halldór mirándola a los ojos sin parpadear. Al comprobar que no reaccionaba, se puso a enredar con un agujero que había en la rodilla de los vaqueros que llevaba puestos: un agujero que seguramente tenía ya cuando los compró, lo que habría reducido su precio a la mitad.

—Hay una cosa que tenemos que dejar bien clara antes de hablar. —Þóra esperó hasta que hubo recuperado por completo la atención del joven, y no continuó hasta que éste levantó la cabeza y la miró—. Trabajo para la familia de Harald. Eso quiere decir que tus intereses y los de ellos no coinciden. Y ahora menos que nunca. De modo que te aconsejo que te busques otro abogado, cuanto antes mejor. Lo único que voy a hacer por ti es tener esta reunión, aquí y ahora. Te puedo dar nombres de gente estupenda que te prestará todo el apoyo que necesitas.

Halldór entornó los ojos y reflexionó.

—No te vayas. Quiero hablar contigo. Ninguno de esos abogados me va a creer.

—¿No se te ha ocurrido pensar que podría deberse a que les estás mintiendo? —le preguntó Þóra secamente.

—No miento. En lo principal, no miento —respondió Halldór enfadado.

—E imagino que eres tú quien decide qué es lo principal y cuáles los detalles, ¿no?

Aquellas palabras hicieron subir la ira al rostro del joven.

—Sabes perfectamente lo que quiero decir. El asunto principal es que yo no le maté.

—¿Y los detalles? ¿Cuáles son? —preguntó ella.

—Venga —dijo Halldór, dejando caer la cabeza.

—Si tengo que servirte de algo, quiero que hagas una cosa por mí —pidió Þóra, inclinándose sobre la enorme mesa que les separaba—. No me mientas. Sé cuándo me están mintiendo. —Confió en haberlo dicho con la misma convicción que el policía.

Halldór asintió, pero visiblemente enfadado.

—Muy bien… pero lo que se diga aquí es secreto. ¿Vale?

—Desde luego —aseguró Þóra—. Acabo de decirte que no voy a actuar como defensora tuya si vas a juicio, y por eso mismo puedes decirme con total tranquilidad lo que sea… excepto, naturalmente, si hablas de delitos que vayas a cometer en el futuro. De eso no debes hablar conmigo. —Le sonrió.

—No pienso cometer ningún delito —dijo él con dureza—. ¿Me prometes que todo lo demás no saldrá de aquí?

—Te prometo que no lo diré a la policía… aunque lo único que pasaría es que mejoraría mucho tu posición ante ellos. Estás en el trullo; eso no puede empeorar mucho. Pero si lo prefieres así, podemos acordar que solamente trataremos de lo que pueda mejorar tu situación. ¿De acuerdo? Así habrás encontrado alguna ayuda y en realidad no habrás dicho nada.

—Vale —convino él, aunque su voz delataba la duda. Añadió entonces con vehemencia—: Pues pregunta, entonces.

—Parece que los ojos de Harald fueron encontrados en tu casa. ¿Cómo llegaron allí?

Las manos de Halldór temblaron. Tosió, nervioso, sobre el dorso de la mano izquierda. Ella esperó tranquila mientras él decidía si decirle la verdad o negar cualquier relación con los ojos. Þóra está determinada a dejarle plantado en este último caso.

—Yo… Yo…

—Los dos sabemos quién eres —dijo Þóra impaciente—. Contéstame o me voy ahora mismo.

—No pude enviarlos —logró decir el joven inmediatamente—. No me atreví. Habían encontrado el cuerpo y tenía mucho miedo de que los descubrieran en el correo. Pensaba hacerlo más tarde, cuando todo se hubiera calmado. Utilicé la sangre para escribir el sortilegio y metí la carta en un sobre el domingo mismo. Luego la eché en un buzón del centro. —Respiró hondo después de la confesión y pegó los labios como si no tuviera intención de decir nada más.

—¿Fue por el contrato? —preguntó la abogada—. ¿De verdad ibas a cumplir ese absurdo contrato del conjuro de venganza?

Halldór la miró furioso.

—Sí. Había jurado que lo haría y quería cumplir la palabra que le di a Harald. Para él era una cosa de extraordinaria importancia —respondió con el rostro enrojecido—. Su madre era un auténtico monstruo.

—¿Te das cuenta de que esto es una completa chifladura? —preguntó Þóra, pasmada—. ¿Cómo es posible siquiera que se te pasara algo así por la cabeza?

—Venga —fue la azorada respuesta—. Pero yo no le maté.

—Aguarda, aún no hemos llegado a eso —dijo ella, molesta—. Así que le sacaste los ojos… ¿lo he comprendido bien?

Halldór asintió, abrumado.

—¿Y te los llevaste a casa?

Volvió a asentir.

—Y si me permites la pregunta, ¿dónde los guardaste?

—En el congelador. En un pan. Los metí dentro y puse el pan en el congelador.

Þóra volvió a apoyarse en el respaldo.

—Naturalmente. Dentro de un pan. Dónde si no. —Procuró recomponerse y apartar la imagen de su mente—. ¿Cómo pudiste hacer eso, quiero decir, realizar el trabajo en sí?

Halldór se encogió de hombros.

—No fue difícil. Utilicé una cucharilla. Lo más difícil fue grabar el signo. No salió demasiado bien. Me encontraba totalmente desquiciado… tuve que ir varias veces a la ventana y abrirla para respirar aire fresco.

—No fue difícil, dices —repuso Þóra intrigada—. Perdóname, pero me permito dudarlo.

El joven clavó los ojos en ella.

—He visto cosas mucho más repugnantes. Y he hecho cosas mucho más desagradables. ¿Cómo te crees que puede ser partir en dos la lengua de un amigo tuyo? ¿O ver los procedimientos en una sala de autopsias?

Þóra no podía imaginárselo, pero siguió dudando de que fuera tan repugnante como sacarle los ojos a un amigo con una cucharilla. A partir de ese momento revolvería el café con una cuchara sopera.

—En todo caso, no debe de haber sido muy agradable.

—Claro que no —exclamó Halldór—. Estábamos todos completamente borrachos. Ya te lo he dicho.

—¿Todos? —preguntó Þóra extrañada—. ¿Así que no estabas solo?

Halldór esperó antes de contestar. Jugueteó con el agujero de la rodilla y luego volvió a toser sobre el dorso de la mano. Þóra tuvo que repetir la pregunta antes de que él se decidiera a responder.

—No, no estaba solo. Estábamos todos; yo, Marta Mist, Bríet, Andri y Brjánn. Estábamos yendo desde el centro, queríamos volver a la fiesta… a Marta Mist le apetecía algo de droga y Bríet dijo que Harald tenía unas pastillas de éxtasis en la sala de alumnos.

—Y Hugi, ¿no estaba con vosotros?

—No. Esa noche no lo vi. Había salido de la fiesta con Harald y no le volvimos a ver. Tampoco a Harald. Es decir, con vida.

—¿De modo que fuisteis al Árnagarður? —preguntó Þóra, extrañada—. ¿Cómo pudisteis entrar… si el sistema no detectó a nadie?

—El sistema no funcionaba… tengo entendido que en realidad nunca funciona. ¿Quién te crees que va a estar dispuesto a recorrerse el edificio entero para comprobar si queda alguien? Casi nadie.

—Þorbjörn Ólafsson, el director de la tesis de Harald, sostiene sin asomo de duda que él mismo conectó el sistema —dijo la abogada—. Lo dice con total seguridad.

—Pues no estaba conectado cuando llegamos. El que mató a Harald debió de desconectarlo.

—Pero en todo caso, la puerta estaba cerrada con llave y es necesaria una clave de acceso para entrar —puntualizó Þóra—. Todo se graba en un archivo de ordenador y, según éste, no cruzó nadie la puerta. —La impresión del archivo electrónico estaba entre los papeles de la investigación de la policía, y Þóra había podido verla con sus propios ojos.

—Entramos por una ventana abierta que hay en la parte de atrás del edificio. Siempre está abierta, te lo aseguro… hay algún gilipollas con un buen cargo que nunca se acuerda de cerrarla. Eso es lo que dice Bríet, por lo menos. Fue ella quien nos indicó el lugar. También salimos por allí. Ni ella ni Brjánn llevaban las llaves encima.

—¿Y qué más? —preguntó Þóra—. ¿Harald estaba allí? ¿Durmiendo la mona? ¿Muerto? ¿Eh?

—Acabo de decirte que yo no le maté. No estaba durmiendo cuando llegamos. Se encontraba dentro de la sala de alumnos. En el suelo. Muerto. Completamente muerto. Con la cara azul y la lengua fuera. No hacía falta un médico forense para ver que lo habían estrangulado. —Un leve estremecimiento en la voz de Halldór indicó que no estaba tan sereno como intentaba aparentar.

—¿Podría haberse asfixiado en un acto sexual? ¿Quitasteis algo que pudiera indicar tal cosa?

—No. Nada. No tenía nada en el cuello… sólo una contusión horrible.

Þóra reflexionó sobre lo que acababa de oír. Claro que Halldór podía haberle contado una pura y dura mentira, pero entonces era un magnífico mentiroso, eso estaba claro.

—¿Y qué hora era?

—Hacia las cinco. Quizá las cinco y media. O las seis. No lo sé. Recuerdo haber ido al bar en torno a las cuatro. No tengo claro cuánto tiempo pudimos andar por ahí. No estábamos demasiado interesados en mirar el reloj.

Þóra respiró hondo.

—Y luego… tú te dedicaste a arrancarle los ojos y todo lo demás allí dentro, ¿no? ¿Y cómo terminó Harald dentro del cuartito de impresoras?

—Naturalmente, no empecé enseguida. Estábamos allí como alucinados. No teníamos ni idea de qué hacer. Además, Marta Mist tuvo un ataque de histeria, y cuando tiene uno es como si no existiera. Estábamos hechos polvo y totalmente perdidos, borrachos y drogados. Y de pronto Bríet se puso a hablar del contrato, arremetió contra mí y dijo que tenía que cumplirlo, porque si no Harald me perseguiría. Lo habíamos firmado en una de nuestras reuniones, delante de los demás, sobre todo para presumir, pero Harald lo hizo con toda la seriedad del mundo. Hugi fue el único que no sabía del contrato. Harald dijo que no se tomaba la magia con la suficiente seriedad.

—¿El contrato sólo se refería al conjuro de venganza? —preguntó Þóra.

—Sí… el escrito —respondió el chico—. En realidad hicimos otro más, del mismo estilo. Era un conjuro amoroso que tenía la función de reforzar al otro despertando en la madre de Harald un amor desmesurado hacia él, haciéndole aún más difícil la pérdida. Ese contrato era sólo oral, yo tenía que hacer un agujero en un extremo de la tumba de Harald y escribir en él unos signos mágicos y el nombre de su madre. Y también tenía que echar sangre de serpiente en el agujero. Harald compró una culebra para poderlo hacer. Me lo pidió una semana antes de morir, y todavía tengo el bicho. Me va a volver loco. Hay que darle de comer hámsteres vivos, y me muero de asco.

De modo que Harald compró los hámsteres para alimentar a la serpiente. Claro.

—¿Es que se estaba preparando para morir? —preguntó Þóra, asombrada.

Halldór se encogió de hombros y no mostró reacción alguna a aquellas palabras.

—Yo sólo hice lo que había que hacer; recuerdo que Marta Mist y Brjánn no hacían más que echar la pota. Luego dijo Andri que teníamos que sacar a Harald de aquella sala, porque si no nosotros nos convertiríamos en sospechosos. Éramos los que más uso hacíamos de aquel local para estudiantes. La idea nos pareció muy sensata, de modo que lo cargamos y lo llevamos al cuarto de impresoras. Allí lo colocamos de pie porque no había sitio suficiente en el suelo para dejarlo tumbado. Costó mucho trabajo y muchos huevos. Luego salimos de allí… fuimos a casa de Andri, que no vive lejos, en el barrio oeste. Marta Mist siguió metida en el váter hasta la mañana siguiente. Los demás nos quedamos sentados en el sofá hechos una piña hasta que nos quedamos dormidos.

—¿Dónde conseguísteis sangre de cuervo para escribir?

En el rostro de Halldór se dibujó lo más parecido a un gesto de vergüenza.

—Harald y yo le pegamos un tiro a uno. En Grótta. No había otra forma. Él ya había ido al zoológico a ver si había alguien que nos pudiese regalar un cuervo, o vendérnoslo, y hablamos con todas las tiendas de animales. Pero no hubo forma. Teníamos que hacer el contrato con su sangre.

—¿Dónde conseguísteis una escopeta?

—Le birlé el arma a mi padre. Es cazador. Ni se enteró.

Þóra no sabía qué decir. Recordó entonces la caja con partes de cuerpos.

—Oye, Halldór —dijo con tranquilidad—. ¿Qué hay de las partes de cuerpos que se encontraron en casa de Harald? ¿Tenéis algo que ver vosotros o era algo suyo? —Algo no encajaba con la expresión «algo suyo» en ese contexto, pero tendría que servir.

Halldór tosió y se pasó el dorso de la mano por la nariz.

—Mmmm, ya, eso —dijo con timidez—. No son de cuerpos, si eso es lo que crees.

—¿Lo que creo? Yo no creo nada —respondió Þóra irritada—. Me parece que ya voy acostumbrándome a todo. Podrías decirme que estuvisteis desenterrando ataúdes y me parecería normal.

—No son más que cosas del trabajo. Cosas para tirar.

Þóra soltó una carcajada sarcástica.

—Eso es quizá lo único de lo que me permito dudar. Cosas para tirar. —Hizo el gesto de levantar algo y mirarlo bien por todos lados—. A ver qué pie es éste… al demonio con todo. A tirarlo. —Echó a un lado el pie imaginario que tenía en las manos—. No te hagas el tonto. ¿De dónde salió todo eso?

Halldór, con el rostro lívido, miraba a la abogada fijamente.

—No soy tonto. Eran cosas para tirar… no exactamente tirar, sino quemar. Si la policía investiga, descubrirá que eran miembros dañados que había que destruir. Mi trabajo consiste entre otras cosas en llevar a incinerar cosas de ésas. En vez de hacerlo, me las llevé a casa.

—Creo más bien que ése era tu trabajo, amigo mío. Me permito dudar de que vayas a hacer más guardias. —Þóra intentó alejar la plétora de ideas y preguntas que se le amontonaban—. ¿Cómo se puede almacenar un pie y un dedo de la mano, y lo que fuera en cada ocasión? ¿No se corrompe la carne humana cuando se tiene almacenada? ¿No guardarías esas cosas también en un refrigerador?

—No, las asé —respondió Halldór como si fuera la cosa más natural del mundo.

Þóra volvió a reír, con una risa nerviosa.

—Asaste unos miembros humanos. A lo mejor, en vez de Halldór, debo llamarte Eduardo Manostijeras ¡Dios mío, pobre de tu abogado!

—Ja, ja. Vaya sentido del humor. No los asé propiamente —dijo Halldór irritado—. Los sequé en el horno a baja temperatura. De ese modo no se estropean. Por lo menos, lo hacen más despacio. Además, se dice «pudrirse» y no «corromperse» cuando se trata de carne. —Se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Teníamos que utilizarlos en los conjuros… eso los hacía mucho más entretenidos.

—Y el dedo que encontraron en el Árnagarður, ¿era también de los que asabas?

—Ese fue el primero. Quería usarlo para tomarle el pelo a Bríet y se lo metí en la capucha de su chaquetón. Pensaba que se le caería en la cara y que le daría un ataque, pero se le cayó sin que se diera cuenta. Pero, en todo caso, no se pudo relacionar con nosotros, afortunadamente. Yo dejé de hacer bromas con partes del cuerpo después de aquello, porque estuvimos en un tris de tener más que problemas.

Þóra tuvo que digerir aquellas palabras. Decidió cambiar de marcha… ya bastaba de asquerosidades por el momento.

—¿Por qué nos mentiste sobre el viaje a Strandir y Rangá? Sabemos que fuiste con Harald.

Dóri miró al suelo.

—No quería que fuerais a relacionarme con el Museo de Brujería. Fue allí donde Harald conoció los conjuros de nuestro contrato. Allí no sucedió nada especial. Yo estuve esperando fuera en un banco, mientras Harald charlaba con el encargado del museo. Parece que se cayeron muy bien, se dieron la mano con mucha cordialidad cuando nos fuimos. Yo estaba con una resaca que me moría, así que no me atreví a entrar. Me estuvo haciendo compañía un cuervo muy amistoso.

—¿Y no te contó nada en el camino de vuelta? —preguntó Þóra.

—No, como es natural, el piloto iba con nosotros.

—¿Y en Ranga? ¿Qué hizo allí? —inquirió la abogada—. Sé que también estuviste allí con él.

Dóri se sonrojó.

—No sé lo que hizo. Una cosa es segura: no fue allí a pescar. Pero en realidad no sé más. Nos alojamos en el hotel y Harald salió mientras yo vagueaba por el hotel y estudiaba.

—¿Por qué no fuiste con él? —preguntó Þóra.

—No quiso —respondió Dóri—. Me llevó porque le había dicho que estaba a punto de cagarla en una asignatura… dijo que me iba a encerrar bajo llave con los libros todo el fin de semana en un sitio en el que no había nada más que hacer. Y lo cumplió… aunque en realidad no literalmente, pero se negó a llevarme con él cuando salió por los alrededores. Lo que hizo no lo sé exactamente, pero Skálholt está allí mismo.

—Tenéis que haber pasado cierto tiempo juntos durante ese viaje… ¿no hablasteis de ello? —preguntó Þóra.

—Bueno, sí, claro, nos juntamos por la tarde: comimos y luego fuimos al bar —respondió Dóri sonriéndole—. Pero entonces hablábamos de otras cosas, ¿entiendes?

—¿Pero por qué dijiste que no sabías nada de ese viaje? —insistió Þóra intrigada—. ¿Y por qué demonios te alojaste con el nombre de Harry Potter?

—Venga —dijo Dóri, molesto—. Harald me inscribió con ese nombre. Un chiste. Le parecía divertido ponerle nombres a la gente, y esta vez me tocó a mí la negra. —Calló por un momento—. ¿Y por qué no os conté nada de todo esto? No lo sé… mentí por mentir. ¿Vale?

—Desgraciadamente, creo que la policía no se ha equivocado en absoluto. Creo que Hugi mató a Harald y que vosotros participasteis, quizá sin daros cuenta cabal de ello. Quizá él se había vuelto a casa, puede ser. Es evidente que no estáis en vuestros cabales… y probablemente él está tan perturbado como tú y mató a Harald por alguna nimiedad que nadie puede comprender, aparte, quizá, de él mismo.

—¡No! —La ira había desaparecido y la desesperación había ocupado su lugar—. Hugi no mató a Harald… eso es una gilipollez.

—Encontraron una camiseta con sangre de Harald en un armario de su casa. Hugi no fue capaz de explicar cómo acabó allí. La policía piensa que se usó para limpiar la sangre de Harald. —Þóra le miró—. La camiseta en cuestión es la misma que llevaba alguien mientras hacíais la operación de lengua de Harald. Encima pone 100% Silicon. ¿La reconoces?

Dóri agitó la cabeza con vehemencia para decir que sí.

—Es la camiseta que llevaba Hugi. Se salpicó de sangre y se la quitó. La utilicé yo para limpiar el suelo después de la operación. —Miró a Þóra, avergonzado—. No se lo quise contar a Hugi. Me limité a meter la camiseta en un armario. Hugi no mató a Harald.

—¿Quién fue entonces? —preguntó Þóra—. Alguien lo hizo, y preveo que por lo menos Hugi será juzgado por ello y tus amigos también, por profanación de un cadáver, si no es por algo peor.

—Bríet —dijo Halldór de repente—. Creo que lo mató Bríet.

Þóra reflexionó un momento. Bríet. Era la chica menuda de pecho grande.

—¿Por qué lo dices? —preguntó con tranquilidad.

—Venga —respondió Dóri débilmente.

—No, dímelo. Tiene que haber algo para que la nombres en primer lugar. ¿Por qué ella? —inquirió con determinación.

—Pues eso. Desapareció de uno de los bares cuando estábamos en el centro. Dijo que no nos encontraba, pero seguimos todo el rato en el mismo sitio… por lo menos los demás.

—Eso no es suficiente —respondió Þóra. Preferió no preguntar por qué no le habían dicho nada de eso a la policía. Según sus declaraciones, todos habían estado juntos todo el tiempo, más o menos.

—La cucharilla —dijo Halldór en voz baja—. Era ella quien tenía que librarse de la cucharilla, pero no lo hizo. Puede haber sido tan idiota como para dejarla en ese cajón donde dice la policía que la han encontrado… no lo creo. Marta Mist se ocupó del cuchillo, y ese sí que ha desaparecido. Pero la cucharilla apareció precisamente ahora, de repente. Me parece que algo no cuadra.

—¿Por qué iba a meterlo allí otra vez? No suena demasiado lógico.

—Quería causarme poblemas. Nunca cogió la cuchara con las manos desnudas, como yo. Ella llevaba guantes. Está enfadada conmigo porque ya no quiero seguir con ella. No sé. —Se revolvió en la silla—. Esa noche estaba especialmente rara. Cuando encontramos el cuerpo, fue la única que no gritó ni chilló. Sólo ella siguió tranquila. Se quedó mirándole y no dijo ni una palabra mientras los demás estábamos atacados de los nervios. Ni una palabra hasta que me recordó el contrato. Quería cargarme a mí todo aquello. Pregunta a los otros, si no me crees. —Se echó hacia delante y cogió la muñeca de Þóra al otro lado de la mesa—. Ella sabía lo de la ventana… a lo mejor ya había salido por esa ventana esa misma noche; ¿cómo voy a saberlo? Estaba enfadada con Harald porque no había querido hablar con ella la semana antes, aunque tampoco con nosotros, pero es igual. A lo mejor se volvió loca o algo así; a lo mejor tuvo una cita con él y él se le puso pelma. Cualquier cosa. Créeme, he pensado mucho sobre esto y sé lo que estoy diciendo. Compruébalo: habla con ella, aunque sólo sea por mí.

Þóra liberó su brazo.

—La gente reacciona al shock de formas muy distintas… a lo mejor no es más que una de esas personas que se quedan como petrificadas. No me apetece lo más mínimo hablar con ella. Cuéntaselo a la policía.

—Si no te crees que está grillada, tienes que hablar con la universidad. Ella y Harald trabajaron juntos en un tema y todo se fue al garete. Sólo tienes que preguntar. —Se quedó mirándola con ojos suplicantes.

—¿De qué trabajo se trataba, y qué pasó con él? —preguntó Þóra despacio. A lo mejor sí que existía alguna relación con la investigación de Harald.

—Algo relativo a la catalogación y recogida de fuentes contemporáneas sobre el obispo Brynjólfur Sveinsson, que están en diferentes colecciones. Ella se empeñó en que un documento había sido robado. Era una estupidez. Resultó ser una estupidez. Está grillada, pero hasta ahora no me había dado cuenta. Habla con la universidad… aunque sólo sea eso.

—¿Con qué profesor estaban haciendo ese trabajo? —preguntó Þóra, e inmediatamente lo lamentó. Se había dejado enredar en aquella explicación del joven, que no tenía pies ni cabeza.

—No lo sé… probablemente el Þorbjörn ese; lo sabrán en la facultad. Pásate por allí y pregunta. Hazlo, te prometo que no te arrepentirás.

La mujer se puso en pie.

—Nos vemos en la guerra, asador. Si quieres, te buscaré un abogado.

Halldór sacudió la cabeza y se tapó la cara con las manos.

—Creía que lo comprenderías… tú querías ayudar a Hugi y creí que podría conseguir que me ayudaras también a mí.

Al instante, Þóra empezó a compadecerle. La naturaleza materna se dejaba oír. ¿O sería la naturaleza de abuela?

—¿Quién ha dicho que no vaya a ayudarte? —repuso—. Ya veremos qué saco en claro de todo esto. Pero nunca, de ningún modo, seré tu defensor, amigo, ni nada que se le parezca. Pero estaré presente en la declaración ante el juez. No me la perdería por nada del mundo.

Halldór levantó los ojos y esbozó una sonrisa. Þóra llamó a la puerta para salir. Aquello se estaba terminando. Lo sentía en los huesos.

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