La lectura se alargó hasta bien entrada la madrugada, de ahí que Þóra se despertase con sueño y con la cabeza pesada. Pasó mucho tiempo estudiando la hoja de papel que había caído del libro, y que parecía contener una colección variopinta de palabras y años, escrita a mano. Supuso que habría sido Harald quien había anotado lo que había en la hoja: al menos, el libro en el que estaba metida era suyo. Además, parte del texto estaba en alemán. No había sido especialmente cuidadoso con la caligrafía, de ahí que Þóra no estuviese nada segura de haber leído correctamente todas las palabras. Lo primero que leyó fue: 1485 Malleus y al parecer Harald había escrito varias veces ese año, además de que lo había subrayado dos veces. Debajo ponía J.A. 1550??, pero estaba tachado. Luego lo que parecían dos L juntas y detrás Loricatus Lupus. Debajo había una cosa en alemán, que Þóra tradujo como: ¿Dónde? ¿Dónde? ¿¿La cruz antigua?? La mitad de la hoja era una especie de plano con puntos señalados por años y lugares unidos por flechas. Por la disposición de los puntos, Þóra sacó la conclusión, a falta de otra mejor, de que aquello era un tosco mapa. Uno de los puntos estaba marcado Innsbruck — 1485, debajo de él Kiel — 1486 y debajo de éste Roskilde. Este lugar estaba marcado con dos años: 1486 - muerto y luego 1505 — defunción. Había dos puntos más debajo de esos tres, y el de más arriba tenía la indicación Hólar — 1535, pero estaba tachado, igual que su enlace con el otro punto marcado Skálholt. Detrás de esta indicación se hallaban dos años, 1505 y 1675. De este último año salían dos flechas que terminaban en signos de interrogación. A su lado sólo ponía ¿¿La cruz antigua?? Con una pluma diferente se había añadido la palabra Gastbuch y justo después habían dibujado otra crucecita o una t. ¿Libro de visitas? ¿Libro de visitas de la cruz? Por debajo decía: humo — tintorera — hogar!!- 3o signo!!, si no se confundía con su alemán. Þóra acabó por renunciar a su intento de descifrar aquello y se lanzó a leer el libro.
Leer el Malleus Maleficarum resultó ser todo lo contrario que un pasatiempo, pues su inimaginable contenido tuvo como consecuencia que el libro absorbiese toda su atención. No lo pudo leer de cabo a rabo; sus dos partes eran demasiado densas para poder digerirlas en su totalidad. El libro está construido en forma de preguntas o asertos sobre la brujería. Estaban puestas al principio de cada uno de los capítulos o secciones, y se respondían o explicaban con una serie de argumentos religiosos de lo más pasmosos, que no resistirían el menor escrutinio racional.
Las historias y explicaciones de los actos y las intenciones de los brujos eran completos absurdos. Las fuerzas de esos personajes no tenían límite: entre otras cosas eran capaces de convocar a animales salvajes, podían volar, transformar a los hombres en toros u otros animales, causar impotencia y hacer que el miembro sexual de los hombres se soltara del cuerpo. Se gastaba una considerable cantidad de energía en argumentar si la susodicha pérdida del miembro era mera alucinación o pérdida real. La lectura no le dejó claro a Þóra cuál era la conclusión de los autores. Para adquirir tales poderes, los brujos tenían que dedicarse a ocupaciones como quemar y (o) devorar niños y tener relaciones sexuales con el diablo en persona. Þóra no era psicóloga, pero la lectura la convenció de que los autores se resentían de la santa castidad a la que se veían obligados como monjes negros. Todo ello quedaba claramente de manifiesto en sus comentarios sobre las mujeres. La misoginia chorreaba por todas y cada una de las explicaciones, y Þóra se hartó. Las razones aducidas para explicar lo perversas y demoniacas que eran las mujeres resultaban absolutamente absurdas, entre otras cosas se mencionaba que la costilla de Adán, que se utilizó para formar a la primera mujer, estaba curvada hacia dentro, lo que tenía como consecuencia toda una serie de desviaciones. Según esta argumentación, las mujeres serían perfectas si Dios hubiese utilizado el fémur. Todas estas cosas iban dirigidas a convencer al lector de que las mujeres eran presa más fácil del demonio, de ahí que la mayoría de los brujos fueran mujeres. Las mujeres pobres recibían una buena somanta adicional: eran mentirosas y unas piltrafas, al tiempo que seres poderosos. A Þóra le costó imaginar lo que representaría el ser una mujer pobre en aquellos tiempos.
Pero lo que llamó más la atención de Þóra fue la tercera y última parte del libro, que trataba de los procedimientos legales en la investigación y la litigación contra las brujas. Como jurista, le resultaron especialmente impactantes la abominación que representaba, entre otras cosas, asegurar a las acusadas que si confesaban se les perdonaría la vida, y luego ofrecerles tres diferentes vías para retractarse de sus declaraciones sin que se dieran cuenta. Se explicaba con mucha insistencia a las detenidas que estaba prohibido que los pies de las brujas tocasen la tierra en su camino a la cárcel: había que llevarlas hasta allí en parihuelas. De otro modo, recibirían a través del suelo nuevas fuerzas del demonio que les posibilitarían negar las acusaciones, incluso cuando estuvieran ya entre las llamas. Había que registrarlas a su llegada a la cárcel, pues frecuentemente las brujas llevaban consigo objetos utilizados para despedazar a los niños pequeños, que les daban su fuerza. También se estipulaba que había que cortarles el pelo pues en él podían ocultar los trozos de niño, y por eso era imprescindible afeitarlas hasta llegar al cuero cabelludo. Asimismo se indicaban las vías que permitían dificultar la defensa, por ejemplo se señalaba que habría que registrar los testimonios de los testigos de la defensa en dos hojas: en una estaban los testimonios, pero los nombres de los testigos se anotaban en la otra, de modo que fuera imposible saber quién decía qué. La única finalidad, naturalmente, era dificultar la identificación en los casos en que un testimonio se daba a conocer a la acusada, lo que no siempre estaba autorizado, y había una pormenorizada discusión acerca de las ocasiones en que tal autorización era posible y cuándo no. Cualquier persona estaba autorizada a actuar como testigo, a diferencia de lo que sucedía en otros casos, cuando las personas de reputación dudosa no se consideraban testigos fiables.
Se explicaba cómo había que aplicar el tormento, cuánto tiempo debía transcurrir entre una sesión y otra, y que era preciso comprobar con regularidad si la persona a la que se estaba torturando era capaz de llorar en presencia de los jueces, en el potro del tormento, pues tal cosa podía indicar su inocencia. Pero se hacía la reserva de que las mujeres solían utilizar saliva para aparentar que lloraban. Era de esperar que a la pobre gente a la que se torturaba sin pausa le quedaran pocas lágrimas cuando el juez y sus auxiliares les ordenaban llorar; Þóra se dijo, pensativa, que aquello era privarlas de toda defensa. El llanto que se producía sin que estuvieran presentes los jueces (en la mazmorra, el potro, etcétera) no era válido. Todo iba dirigido a obtener confesiones, confesiones que se fabricaban siguiendo lo expuesto en la primera parte del libro, y que se utilizaban para demostrar la naturaleza demoniaca de las brujas. A cualquier persona en su sano juicio le habría resultado obvio, al leer aquello, que las confesiones eran totalmente inválidas, al haberse obtenido mediante la tortura, y que no podía caber duda alguna de que se hacían con la finalidad de detener la tortura y acabar así con los sufrimientos.
Þóra hizo una pausa y se sentó en la cama. Dirigió los ojos hacia la mesilla de noche, a aquel libro perverso. Intentó calmarse fijándose solamente en lo único positivo que había sacado de aquella lectura: la sensación de que desde aquellos años, en torno a 1500, la humanidad no había hecho más que progresar.
Se levantó y se metió en la ducha. De paso tocó en la puerta del dormitorio de su hijo para despertarle. El desayuno fue un rato tan patético como de costumbre, pues la única que podía sentarse a comer tranquilamente era su hija. Camino del coche, Þóra les recordó que tenían que ir a casa de su padre esa tarde. Nunca parecía que les apeteciese demasiado ir, pero después siempre se alegraban de haber estado con su padre. Si conseguían evitar que les hiciera montar a caballo.
Después de despedirse de los niños, Þóra se dirigió al bufete. Llevaba consigo la hoja manuscrita que había aparecido en el libro para enseñársela a Matthew. No había llegado nadie todavía, pues faltaba media hora para que abriera la oficina, a las nueve. Tiempo de sobra para un café y para echar un vistazo al correo… para ver lo que pasaba fuera de aquel extraño caso que ahora le absorbía todo su tiempo.
Bríct llegaba a tiempo a la clase que empezaba a las ocho y cuarto, pero Gunnar, el decano, la detuvo cuando estaba a punto de entrar en el aula. Después de hablar unas palabras con ella, desapareció toda posibilidad de llegar a la hora. En lugar de entrar en el aula, se dirigió a toda prisa hacia las escaleras y salió del edificio para fumar. Tenía que calmarse un poco… además, debía llamar a los demás para contarles la noticia. Dio una profunda calada a su cigarrillo verde mentolado, un tipo que a Marta Mist le parecía tan ridículo y tan flojo que decía que Bríet habría podido afirmar con pleno convencimiento que no fumaba. Marta Mist prefería el Marlboro y mientras Bríet marcaba su número de teléfono, confiaba en que su amiga tendría cigarrillos suficientes… le harían falta.
—Hola —dijo precipitadamente en cuanto contestaron al otro lado—. Soy Bríet.
—Qué tempranito llamas. —La voz de Marta Mist estaba ronca; evidentemente, Bríet la había despertado.
—Tienes que bajar a la uni: el Gunnar ese anda como loco y dice que va a hacer todo lo que haga falta para que nos expulsen de la universidad con deshonor, como una puta mierda, si no hacemos lo que nos dice.
—Pero qué estupidez es ésa. —La voz de Marta Mist indicaba que ahora ya estaba perfectamente despierta.
—Tenemos que llamar a los demás y decirles que vengan. Yo no estoy dispuesta a que me echen de la universidad. Mi padre se pondrá hecho una furia y me quedaré sin beca.
—Cálmate un momento —la interrumpió Marta Mist—. ¿Cómo cree Gunnar que nos va a echar de la universidad? Yo no sé tú, pero mis notas están todas perfectamente.
—Dice que va a presentar al claustro una queja por consumo de drogas… dice que tiene bastantes cosas en el saco. Así podría echarnos a Brjánn y a mí inmediatamente, y luego se encargará de que os hagan lo mismo a ti, a Andri y a Dóri. Tendremos que hacer lo que dice. Por lo menos, yo no estoy dispuesta a jugármela. —Bríet estaba enardecida. ¿Qué le pasaba a Marta Mist?… ¿nunca sería capaz de hacer lo que se le decía?
—¿Qué quiere que hagamos? —El nerviosismo de Bríet había hecho mella en Marta Mist.
—Quiere que hablemos con unos abogados que trabajan para los padres de Harald. Desean tener una reunión con nosotros, y Gunnar está empeñado en que colaboremos. Lo cierto es que dijo que no era tan tonto como para creer que íbamos a decir la verdad en todos los extremos, aunque a él le daba lo mismo… bastaba con que habláramos. —Dio una fuerte calada y dejó escapar una espiral de humo. Le pareció oír que había alguien con Marta, que preguntaba qué pasaba.
—Vale, vale —dijo Marta Mist—. ¿Qué hacemos con los demás? ¿Ya les has llamado?
—No, tienes que ayudarme tú. Quiero acabar con esto… nos reunimos todos a las diez y nos quitamos este asunto de encima. Hoy tengo que ir a clase.
—Yo hablo con Dóri. Tú llama a Andri y Brjánn. Nos vemos en la librería. —Marta Mist colgó sin decir nada más.
Bríet se quedó mirando el teléfono, enfadada. Claro que era Dóri el que estaba con Marta. Así que ella no tenía que telefonear a nadie… le dejaba a Bríet toda la faena, como de costumbre. Si se hubiera ofrecido a llamar a Andri o a Brjánn, pues estupendo. Bríet tiró destempladamente el cigarrillo, lo apagó en las escaleras y se puso en pie. Se fue en dirección a la librería mientras se dedicaba a localizar el número de Brjánn en su teléfono.
Desde la ventana de su despacho de Árnagarður, Gunnar vio a Bríet alejarse. «Estupendo», pensó; «les tengo bien agarrados por el cuello». Cuando se lanzó a hablar con la chica un rato antes, tuvo que usar todas sus fuerzas para no perder el ánimo. No tenía nada contra aquella gente: ni siquiera la convicción de que estuvieran metidos en drogas y Dios sabe en qué cosas más. Cuando se ofreció a ir con ellos a la reunión con la abogada, en realidad lo hizo sin intención de cumplir: hasta entonces aquellos chicos no habían hecho nunca el menor caso de lo que les decía, por eso no esperaba que aceptasen ahora con tanta facilidad. Así que echó mano de las amenazas… Tenía que ser algo que les importara, y al parecer su artimaña había resultado.
Aquel grupo siempre le había sacado de sus casillas. Harald parecía el peor, pero los demás no le iban demasiado a la zaga. Claro que lo importante era que su aspecto externo no les había deformado la inteligencia. Cuando se le metió entre ceja y ceja librarse de aquella estupidez que llamaban «sociedad histórica», expulsándolos de los locales de la facultad, revolvió Roma con Santiago y descubrió, con gran asombro, que algunos de ellos eran alumnos de sobresaliente.
Dejó caer la cortina y cogió el teléfono. Delante de él, sobre la mesa, estaba la tarjeta de la abogada… tenía que mantener buenas relaciones con ella y con el alemán si quería encontrar el documento que había robado Harald. ROBADO. Era inaguantable tener que hacer semejante papelón… creía conocer bien a aquel joven tan desagradable, y siempre hablaba de él con respeto. Y resulta que era un ladrón como una casa, para vergüenza de sí mismo y de todos los demás. Gunnar dejó el teléfono. Tenía que calmarse un poco: no podía llamar a aquella mujer en el estado de nervios en el que se encontraba. Respirar hondo y pensar en otra cosa. La beca Erasmus, por ejemplo. La solicitud ya había entrado y había bastantes opciones de que la aprobaran. Gunnar logró tranquilizarse. Levantó el teléfono y marcó el número que figuraba en la tarjeta.
—Þóra, buenos días, aquí Gunnar —dijo con toda la amabilidad de la que era capaz—. Respecto a los amigos de Harald… querían una reunión con ellos, ¿no?
Þora no había vuelto a ver personalmente un grupo tan peculiar desde que su hijo celebró su decimosexto cumpleaños. Y eso que los jóvenes que tenían delante Matthew y ella eran casi diez años mayores. Estaban todos sentados en unas posturas que demostraban que habían caído sobre el sofá del cielo (con excepción de la chica alta pelirroja), y se contemplaban los pies con gran interés. Después de recibir la llamada de Gunnar, aquella misma mañana, Þóra se puso en contacto con Bríet, y acudió a la reunión con el grupo, en compañía de Matthew. Bríet no se mostró precisamente feliz con la reunión, pero pese a todo aceptó a regañadientes convocar a sus amigos y celebrar una reunión a las once en algún sitio donde se pudiera fumar. En vista de que no había demasiado donde elegir, Þóra propuso realizar la reunión en casa de Harald. Aceptó tan a desgana como la reunión misma, pero a juzgar por el tenor de la breve conversación, Þóra vio con claridad que igual podría haberlos invitado a París: la reacción habría sido la misma. Matthew estaba encantado con la elección del lugar, pues pensaba que podría ponerles nerviosos y aumentar las probabilidades de que dijeran la verdad.
Mientras esperaban la llegada de los jóvenes, Þóra aprovechó la ocasión para enseñarle a Matthew la hoja manuscrita que salió del Martillo de las brujas. Dedicaron un tiempo a estudiarlo pero no llegaron a ninguna conclusión firme, aparte de que aquello de Innsbruck — 1485 estaba relacionado evidentemente con la llegada de Kramer a la ciudad y la supuesta carta antigua que tanto había interesado a Harald. En cuanto J. A, Þóra creía con bastante seguridad que se trataba del último obispo católico de Islandia, Jón Arason, y el año 1550 era la fecha de su ejecución. Pero no conseguía explicarse por qué Harald lo habría tachado. A lo más que llegaron era que debía de tratarse de una especie de repetición mental, por Harald, del viaje de algún objeto muy valioso. Matthew no sabía qué podía ser aquel Libro de visitas de la cruz: en la casa no se encontró ningún libro de visitas, que él supiera, ni tenía idea de que la policía se hubiese llevado uno en el registro domiciliario. El timbre de la puerta les impidió seguir con sus especulaciones sobre los garabatos de aquel papel.
Los jóvenes entraron en el salón del apartamento de Harald, se sentaron todos en los dos sofás y Þóra y Matthew se instalaron en las butacas enfrente de ellos. Þóra había hecho acopio de ceniceros y el aire del salón ya estaba atestado de humo.
—¿Y qué queréis de nosotros? —preguntó la chica pelirroja, Marta Mist. Sus amigos la miraron, contentos de que uno de ellos se hubiera hecho cargo del papel de líder atrayendo la atención hacia sí. Siguieron fumando.
—Sólo queríamos charlar con vosotros sobre Harald —respondió Þóra—. Como sabéis, hemos intentado varias veces tener una reunión con vosotros, pero sin éxito.
Marta Mist pareció recibir aquellas palabras con indiferencia.
—Estamos muy ocupados en la universidad y tenemos demasiadas cosas que hacer como para ponernos a charlar con unas personas que no conocemos de nada y con las que no tenemos nada que ver. De modo que nada nos obliga a hablar con vosotros. Ya le dimos toda la información a la policía.
—Sí, claro, magnífico —dijo Þóra intentando que no la pusiera nerviosa la chica aquella, bueno, el grupo entero—. Os estamos muy agradecidos por renunciar a algo de vuestro tiempo para venir a vernos, y prometemos no entreteneros mucho. Como sabéis, estamos investigando el asesinato de Harald por encargo de su familia en Alemania, y entendemos que sois vosotros quienes más trato tuvisteis con él.
—Pues eso no lo sé; sí que le tratábamos bastante, pero de lo que hacía el resto del tiempo no tenemos ni idea —respondió Marta Mist, y Bríet asintió ton la cabeza en muestra de acuerdo. Los hombres se limitaron a estudiarse las palmas de las manos.
—Hablas como si fuerais una sola persona —dijo Matthew—. Hemos charlado con Hugi Þórisson, al que, naturalmente, todos conocéis, y según él eras tú, Halldór, el más cercano a Harald… le ayudabas con traducciones y demás. —Se dirigió a Dóri, que estaba sentado pegado a Marta Mist—. ¿No es así?
Dóri levantó los ojos.
—Sí, sí, íbamos juntos bastante. Harald tenía problemas con los documentos islandeses y eso, y yo le echaba una mano. Eramos buenos colegas. —Se encogió de hombros para dar a entender que su amistad había sido de lo más normal.
—También eres buen colega de Hugi, ¿no? —preguntó Þóra.
—Claro que sí. Somos amigos desde la infancia —dijo Dóri mirando al suelo. Dejó que el flequillo le cayera sobre los ojos con un rápido movimiento de la cabeza, para evitar el contacto ocular.
—Entonces está completamente en tu propio interés que podamos aclarar lo que sucedió. Un amigo tuyo ha sido asesinado y otro amigo es sospechoso del asesinato. Habría que pensar que tendrías que estar ansioso de poder ayudarnos. ¿No es cierto? —Matthew sonrió a Dóri, pero la sonrisa no llegó hasta sus ojos. Miró a los otros jóvenes—. Y vosotros… naturalmente, lo mismo puede decirse de vosotros, ¿o no?
Todos los del grupo indicaron su conformidad musitando «sí, claro» hacia el cuello de sus camisas, o con una inclinación de cabeza.
—Bien. —Matthew se golpeó el muslo—. Pues ya estamos listos. Excepto en lo referente a por dónde empezar, claro. —Miró a Þóra—. Þóra, ¿quizá querrías romper tú el hielo?
Ella sonrió y se volvió hacia los jóvenes.
—¿Qué tal si nos contáis cuándo conocisteis a Harald y cómo se creó esta sociedad vuestra para estudios de magia? Todo ese asunto nos resulta de lo más misterioso.
El grupo miró a Marta Mist con la esperanza de que fuera la primera en hablar. Pero ella envió la pregunta a Dóri con un codazo que a Þóra le pareció innecesariamente violento. Éste hizo una mueca pero respondió.
—¿Cómo nos conocimos? La primera vez que vi a Harald fue con Hugi, el año pasado. Se habían citado en un bar del centro. Me pareció simpático y muy distinto a Hugi, y a partir de entonces empezamos a tratarnos como de lo más normal. Salíamos a comer y de bares y a conciertos y cosas de ésas. Harald nos pregunto un día si nos apetecía entrar en una asociación que estaba intentando crear y le dijimos que sí. Así nos conocimos.
Marta Mist tomó la palabra.
—Yo entré en la asociación a través de Bríet. Ella había conocido a Harald en la uni y quería que fuese con ella para ver de qué iba el rollo. —Bríet asintió en señal de conformidad.
—¿Y vosotros? —Þóra se dirigió ahora a Andri y Brjánn, que estaban sentados uno al lado del otro, fumando.
—¿Nosotros? —preguntó Andri pesadamente, atragántandose con el humo que había olvidado echar.
—Sí —respondió Þóra—. Vosotros dos. —Se dirigió a ellos dos para que no cupiese la menor duda. Brjánn levantó el guante.
—Yo estoy en Historia y conocí la asociación de la misma forma que Bríet… antes había charlado un par de veces con Harald y me invitó a participar. Yo metí a Andri en el invento ese. —El mencionado Andri se limitó a sonreír como un tonto.
—¿Y de qué iba la asociación, si no os importa que lo pregunte. Teníamos entendido, por lo que contó Hugi, que se trataba más que nada de orgías… disfrazadas de reuniones de interesados en magia.
Los tres chicos sonrieron como idiotas, pero Marta Mist puso muy mala cara antes de decir, ofendida:
—¿Orgías? No iba de orgías. Estábamos estudiando magia y la cultura de la brujería del pasado. No son estudios tan extraños, a fin de cuentas, y son realmente interesantes. Que acabáramos las reuniones con un poco de diversión no afecta al asunto, Hugi sigue tan fuera de onda como el primer día. Era un completo inútil en todo lo referente a la asociación. —Se echó hacia atrás y cruzó los brazos. La cara de enfado seguía en su sitio. Clavó los ojos en Matthew y Þóra, irritada—. Naturalmente, vosotros no tenéis ni idea de qué es eso, como les pasa a los demás… seguro que pensáis que nos dedicábamos a descabezar gallinas y a clavar alfileres en muñecos que nos hacíamos nosotros mismos.
—¿Y no querríais enseñarnos la verdad de la brujería? —preguntó Matthew.
Marta Mist soltó un profundo suspiro.
—No me da la gana hacer de profesora. Os basta con comprender que la magia no es nada más que un intento de la gente para gobernar sus propias vidas con independencia… por lo menos, con independencia a ojos de sus contemporáneos. En su época, era de lo más normal. Consistía principalmente en realizar ciertas acciones para que las cosas sucedieran en provecho de uno… a veces a costa de otros, a veces no. Mi opinión es que cuando se llega a sentir la necesidad de practicar la magia, se da un paso en dirección a una meta determinada, lo que hace crecer la determinación de la persona por lograrla, y eso mismo facilita su consecución.
—¿Puedes darme un ejemplo de uno de esos objetivos? —preguntó Þóra.
—Conseguir el amor de alguien o mayor riqueza; curar, hacer daño a un enemigo. En realidad no son objetivos. La mayoría de las brujerías antiguas tienen que ver, naturalmente, con las necesidades fundamentales: la vida no era tan fácil ni variada como ahora.
Þóra se permitió no estar de acuerdo, después de haber leído el Malleus Maleficarum. En su opinión, era pura cuestión de supervivencia en un sistema judicial que alteraba y transformaba las reglas del juego según el capricho de las autoridades represoras.
—¿Y qué se usa para practicar los conjuros? —preguntó, añadiendo para fastidiar a Marta—: ¿Aparte de gallinas cojas y muñecos artesanales?
—Muy graciosa —dijo Marta Mist, aunque sin dejar escapar sonrisa alguna—. En Islandia eran sobre todo los signos mágicos… aunque, muchas veces, para poder completar el encantamiento hacía falta algo más que grabarlos o dibujarlos. Los signos mágicos se conocen también en otras partes de Europa y se les puede aplicar lo mismo que a los islandeses: con frecuencia era necesario algo más que simplemente dibujarlos.
—¿Como qué? —preguntó Matthew.
—Pronunciar encantamientos, reunir huesos de animales, huesos de persona, pelo de una virgen. Algo por el estilo. Nada serio —respondió Marta Mist con voz gélida.
—Eso, y a veces partes del cuerpo de personas muertas —interrumpió Bríet. Aquello produjo el silencio en el grupo. Enrojeció y se quedó en total silencio.
—¿Y? —pregunto Matthew con falso asombro—. ¿Cómo cuáles? ¿Manos? ¿Pelo? —Soltó una risita en medio de la lista—. ¿O quizá ojos?
Nadie dijo nada hasta que Marta Mist se aventuró a responder.
—Yo nunca he leído de ningún conjuro que necesitase ojos… excepto ojos de animales.
—¿Y los demás? ¿Conocéis algún conjuro que los exija? —preguntó Matthew.
Ninguno dijo nada, pero todos sacudieron la cabeza.
—No —dejó escapar Brjánn.
—¿Y dedos de la mano? —se apresuró a añadir Þóra—. ¿Habéis leído, o practicado, algún conjuro en el que se tuvieran que usar dedos?
—No. —La voz de Dóri era decidida y se apartó el pelo de los ojos para poder apoyar su argumento mirando a los ojos a Þóra y Matthew—. Lo mejor es que quede bien claro que nosotros no nos hemos dedicado a practicar ninguna clase de magia que necesitara partes del cuerpo humano. Sé lo que estáis queriendo dar a entender, y es total y absolutamente absurdo. Nosotros no matamos a Harald… eso podéis descartarlo desde ya. La policía comprobó lo que estábamos haciendo cada uno de nosotros, y les quedó bien claro. —Dóri se echó hacia delante para coger un cigarrillo de uno de los paquetes que había sobre la mesa. Lo encendió, dio una profunda calada y fue echando el humo despacio.
—¿De modo que fue Hugi quien le mató? —preguntó Þóra—. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—No, yo no he dicho nada por el estilo. No te inventes cosas —dijo Dóri, su vez delataba su nerviosismo. Se echaba hacia delante de nuevo para decir algo más, pero Marta Mist extendió el brazo y lo empujó hacia el respaldo del sofá.
Tomó la palabra, aunque más tranquila que Halldór.
—No sé dónde estudiaste lógica, pero que nosotros no matáramos a Harald no significa automáticamente que fuese Hugi quien lo hiciera. Lo único que ha dicho Dóri es que nosotros no matamos a Harald. Punto. —Ahora le llegó a Marta Mist el turno de reclinarse en el sofá. Sacó el cigarrillo de entre los dedos de Dóri, dio una chupada y lo devolvió a su lugar. En el rostro de Bríet se vio brotar la rabia; aquella muestra más que evidente de amistad íntima la había alterado.
—Hugi no le mato. Él no es así —farfulló Dóri con gesto de enfado. Apoyó el brazo en Marta Mist y se inclinó sobre la mesita para tirar la ceniza del cigarrillo.
—¿Y tú? ¿Eres tú así? Si no recuerdo mal, no tenías una coartada tan buena como tus amigos. —Matthew miró fijamente a Dóri esperando su reacción.
Ésta no se hizo esperar. La voz de Dóri se hizo más grave por la ira y cuando empezó a hablar avanzó hasta el borde del sofá… acercándose a Matthew tanto como podía sin llegar a caerse.
—Harald era amigo mío. Un buen amigo. Hizo muchísimo por mí, y yo por él. Yo no le he matado. No. Estáis más perdidos que la policía y tú no tienes ni puta idea de lo que estás insinuando —añadió énfasis a sus palabras apuntando a Matthew con su cigarrillo encendido.
—¿Qué hacías tú por él? Aparte de ayudarle a traducir documentos —añadió Þóra para poder meter baza.
Dóri apartó los ojos de Matthew y dirigió su mirada a ella, sin abandonar la cólera. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se detuvo. Después de una última calada y de apagar el cigarrillo, volvió a su lugar en el sofá.
Brjánn, el estudiante de Historia, se asignó a sí mismo el papel de conciliador.
—Venga, entiendo perfectamente lo que pretendéis decir: naturalmente, alguien mató a Harald, y si no fue Hugi, ¿quién fue? Pero os ahorraríais tiempo y trabajo simplemente con creer que estamos diciendo la verdad, ninguno de nosotros mató a Harald. No teníamos ningún motivo para ello… era simpático, imaginativo, un anfitrión espléndido, un gran amigo y un estupendo colega. Sin él, por ejemplo, nuestra asociación no es nada de nada. Además, no podríamos haberle matado nosotros… no estábamos cerca de donde andaba él, y hay un montón de testigos que lo pueden confirmar.
Andri, que estudiaba el máster en Química, tomó la palabra a continuación. Sus ojos estaban empañados y Þóra pensó que debía de estar pasando un mal trago.
—Eso es totalmente cierto. Harald era único; ninguno de nosotros habría querido jamás quitarle de en medio. Podía ser cáustico y desconcertante, pero siempre era tremendamente amistoso cuando llegaba el momento.
—Qué bonito—exclamó Matthew con tono de burla—. Hay una cosa que quiero saber. Estabais todos en la fiesta excepto Halldór; ¿podéis recordar si Hugi y Harald entraron juntos al baño y luego salieron con manchas de sangre en la ropa?
Todos los jóvenes sacudieron la cabeza excepto Halldór.
—A nadie le iba nada en la ropa de nadie —dijo Andri encogiéndose de hombros—. Puede ser perfectamente cierto, pero, al menos yo, no lo recuerdo. —Los otros tres asintieron.
Estuvieron un rato sentados sin decir nada. Se apagaban cigarrillos y se encendían otros nuevos. Matthew rompió el silencio.
—¿De manera que no sabéis quién mató a Harald?
—No —dijo el grupo al unísono, con determinación.
—¿Y nunca habéis utilizado partes del cuerpo, como por ejemplo dedos, en vuestras prácticas? —continuó Matthew.
Ya no todos a la vez:
—No.
—¿Y no conocéis este signo mágico? —Matthew arrojó sobre la mesita un dibujo del signo que habían grabado en el pecho de Harald.
Todos a la vez:
—No.
—Resultaría más convincente si miraseis el papel —dijo Matthew en tono de burla. Ninguno de ellos había concedido al dibujo más que una mirada brevísima.
—Los maderos nos enseñaron el signo este. Sabemos perfectamente adonde quieres llegar —respondió Marta Mist. Puso la mano con descuido sobre el muslo de Dóri.
—Vale… comprendo. ¿Pero podéis decirnos qué fue de todo ese dinero que Harald se trajo al país poco antes de morir? —preguntó entonces Matthew.
—No, de eso no sabemos nada —dijo Marta Mist—. Eramos amigos de Harald, no inspectores de hacienda.
—¿Compró algo, o habló de comprar algo? —preguntó Þóra dirigiéndose a Bríet, que le parecía, de todos ellos, quien más probablemente diría la verdad.
—Siempre estaba comprando algo —respondió ésta, mirando de reojo a Marta Mist y Dóri. Cuando vio la mano de Marta en el muslo de Dóri, se volvió otra vez hacia Þóra y añadió—: Si no era para él mismo, era para Dóri. Estaban muy unidos. —Sonrió con desvergüenza.
Þóra vio que las mejillas de Dóri se encendían.
—¿Qué le compraba, y por qué?
Dóri se agitó incómodo en el sofá.
—En realidad no me compraba cosas así, sin más. A veces me daba una cosa u otra en señal de agradecimiento por la ayuda que le prestaba yo.
Þóra no le dejó escapar.
—¿Cómo qué?
Dóri se ruborizó aún más.
—Vamos. —Volvió a echarse el pelo sobre los ojos.
Matthew volvió a darse una palmada en el muslo… con más decisión que antes.
—Muy bien, buena gente. Tengo una idea. Marta Mist, Bríet, Brjánn y Andri… vosotros no sabéis nada, según decís, y no parece que se os pueda sacar mucho. ¿Qué tal si os vais a casa a estudiar, o a las clases, o a lo que sea que os tiene tan ocupados… y nos dejáis a Þóra y a mí charlar con Dóri en paz y tranquilidad? —Se dirigió a Halldór—. ¿No es lo mejor? Así no resulta tan forzado.
—¿Pero qué rollo es éste? —gritó Marta Mist—. Dóri no sabe más que cualquiera de nosotros. —Se giró hacia éste—. No tienes por qué quedarte. Nos marchamos todos.
Al principio Dóri no dijo nada, pero apartó de su muslo la mano de la muchacha y se encogió de hombros.
—Vale.
—¿Vale? ¿Vale qué? ¿Vienes con nosotros? —preguntó Marta Mist intranquila.
—No —respondió Dóri—. Quiero terminar con esto. Me quedo.
Una mueca de furia recorrió el rostro de Marta Mist, pero se dominó y trató de mostrar indiferencia. Se inclinó hacia Dóri y le dijo algo al oído antes de levantarse. Él asintió, con la mente puesta en otro sitio. Þóra se fijó en el leve beso que ella depositó en la coronilla de Dóri, y del que Bríet aparentó no darse cuenta. Andri y Brjánn estaban más que deseosos de apagar sus cigarrillos y ponerse de pie. Se les notaba a kilómetros lo contentos que estaban.
Matthew acompañó al grupo hasta la puerta. Mientras tanto, Þóra y Dóri esperaban en el salón hipermoderno, rodeados por los horrores del pasado. Þóra sentía lástima por el joven, que claramente habría preferido estar en cualquier otro sitio. Las circunstancias le recordaban en cierto modo a su propio hijo: un hombre joven sometido a una lucha interior que resultaba imposible de desentrañar.
—Sabrás que lo único que buscamos es la verdad. No estamos pensado la estupidez de que pudieseis estar involucrados vosotros —aclaró Þóra para romper el silencio y aliviar la opresiva atmósfera—. En realidad estamos de acuerdo contigo en los puntos principales del caso: que Hugi es inocente o que por lo menos si está donde está no es solamente por las pruebas objetivas que le acusan.
Dóri no la miró.
—Yo no me creo que Hugi le haya matado —dijo en voz baja—. Todo eso es una imbecilidad.
—Obviamente, estimas mucho a tu amigo —respondió ella—. Si quieres ayudarle, lo mejor es que no nos ocultes nada. Recuerda que tu amigo no puede esperar apoyo de nadie más que de nosotros.
—Huh —masculló Dóri, pero no dio ninguna otra pista de si estaba o no dispuesto a ayudarles.
Matthew volvió y se repanchingó en el sillón. Observó a Þóra pensativo durante un rato.
—Menudo grupito tan raro al que te has juntado. Mientras salían, las chicas no parecían muy dispuestas a darse abrazos y besos.
Dóri se encogió de hombros.
—Estos días andan un poco enfadadas.
—Tú lo has dicho. Bueno, ¿qué tal si entramos en faena? —preguntó Matthew.
—A mí me da igual —respondió el chico—. Vosotros preguntad, yo intentaré responder. —Se estiró para coger un cigarrillo y lo encendió. Þóra se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—Bien, amigo —dijo Matthew en tono paternal—. Nos interesan bastantes cosas en las que, sin duda, tú puedes ayudarnos. Una de ellas es en qué gastaba Harald el dinero, y otra es su investigación histórica, en la que tú le ayudabas. ¿Qué puedes decirnos sobre el asunto del dinero?
—¿El asunto del dinero? Yo no estaba metido en eso, si es lo que pensáis. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que estaba forrado. —Dóri señaló a su alrededor y se encogió de hombros—. No hay muchos estudiantes que vivan en una casa como ésta, si es que hay alguno. Y su coche tampoco era ninguna tontería, y solía comer fuera muy a menudo. Desgraciadamente no es un tren de vida que pudiéramos permitirnos los demás.
—¿Salía a comer solo? —preguntó Þóra—. Ya que los demás erais unos pobres estudiantes.
La pregunta resultó visiblemente incómoda.
—Sí, a veces —dio una calada—. A veces iba yo con él. Él pagaba.
—De forma que te llevaba con él y pagaba la cuenta, ¿es eso? —preguntó Matthew, y Dóri asintió con un movimiento de cabeza—. ¿Más veces que las que iba solo, o no? —Dóri volvió a asentir—. ¿Qué más cosas pagaba por ti?
Un repentino interés por el cenicero se apoderó de Dóri, apartó la mirada de ellos y fijó la vista en el objeto como si allí pudiera encontrarse la respuesta a la pregunta.
— Bueno, pues cosas.
—Eso no es una respuesta —dijo Þóra con tranquilidad—. Cuéntanoslo… no estamos aquí para juzgaros ni a ti ni a Harald.
Una breve pausa, y entonces:
—Me lo pagaba todo, joder. El alquiler, los libros de estudio, la ropa, taxis. La mierda. Pues eso, todo.
—¿Por qué? —preguntó Matthew. Dóri se encogió de hombros.
—Harald decía que el dinero era suyo y que hacía con él lo que le daba la gana… no estaba dispuesto a renunciar a lo que le apetecía sólo porque sus amigos estuvieran sin blanca. A mí aquello me resultaba más bien incómodo, pero estaba sin un céntimo y era divertido salir con él. Pero nunca hubo ningún mal rollo. Yo intentaba devolverle el favor ayudándole con las traducciones y eso.
—¿Y eso qué? —preguntó Matthew.
—Nada. —El rubor de las mejillas de Dóri se acentuó—. No había nada sexual, si eso es lo que pensáis. Ni yo ni Harald éramos, somos, de ésos. A los dos nos iban las chicas.
Þóra y Matthew se miraron. Aquellos gastos de los que hablaba Dóri no eran más que calderilla en comparación con la cantidad desaparecida.
—¿Sabes algo de una gran inversión en la que Harald metió dinero justo antes de su asesinato? —preguntó Matthew.
Dóri levantó los ojos. El gesto de su rostro indicaba a todas luces que lo que iba a decir era la verdad.
—No, ni idea. Nunca habló de nada parecido. En realidad, la semana anterior no nos vimos prácticamente nada… él estaba liado con algo y yo estaba intentando ponerme al día en la facultad.
—¿No tienes idea de en qué andaba metido y por qué no se citó con vosotros durante aquellos días? —interrumpió Þóra.
—No, hablé con él por teléfono varias veces pero no estaba de humor para hacer nada. No sé el motivo.
—De modo que cuando le asesinaron llevabas sin verle unos cuantos días, ¿no? —preguntó Matthew.
—Eso es… sólo hablamos por teléfono.
—¿Y no te parece un poco raro, o acaso tenía la costumbre de encerrarse unos días y dejar de veros? —preguntó Matthew. Dóri se pensó la respuesta.
—Nunca lo había pensado, pero ahora que lo dices, no era tan extraño. Por lo menos ya lo había hecho antes, si recuerdo bien. Le pregunté qué pasaba pero dijo que necesitaba un tiempo para estar consigo mismo. Pero estaba de buen humor, y eso.
—¿No te enfadaste con él esa vez? —preguntó Þóra. Tenía que haberle resultado extraño al muchacho perder a su mejor amigo durante varios días sin ninguna explicación, especialmente si se tiene en cuenta la frecuencia de trato.
—No, en absoluto. En la facultad tenía trabajo de sobra. Además hacía guardias, y eso. Así que tenía otras cosas en qué pensar.
—Trabajas en el Hospital Universitario de Fossvogur, ¿verdad? —preguntó Þóra. Dóri asintió—. ¿Cómo consigues trabajar, encontrar tiempo para atender tus estudios y disfrutar tanto de la vida?
Dóri se encogió de hombros.
—No es un trabajo a tiempo completo, qué va. Hago algunos turnos por sustitución, eso es todo. Trabajo allí los veranos, y en invierno cuando me llaman si hay alguna ausencia. Bajas por enfermedad y otras cosas inesperadas. En lo que respecta a los estudios, resulta que soy bastante organizado cuando me pongo a estudiar. Por un motivo u otro, siempre me ha resultado fácil aprender.
—¿Qué haces en el hospital? —preguntó Matthew. —Un poco de todo. Trabajo como celador en el departamento de cirugía. En realidad no soy más que el chico para todo: hago cosas como limpiar los trastos después de las operaciones, sacar cosas y otras faenas por el estilo.
Nada especial. Matthew se quedó mirándole, intrigado.
—¿Sacar cosas? Lo pregunto por pura curiosidad; sé poco de hospitales.
—Nada —respondió Dóri estirándose para coger la cajetilla—. La basura y eso.
—Ah, ya —murmuró Matthew—. ¿Y cómo se llama tu jefe, o alguien con quien podamos hablar sobre el trabajo este… especialmente en lo que respecta a la noche en que asesinaron a Harald?
Dóri se inclinó para estudiarse una de las uñas de su mano izquierda, obviamente sin saber si debía responder, y luego sin saber cómo hacerlo.
—Gunnur Helgadóttir —farfulló enfadado—. Es la enfermera jefe de cirugía.
—Una pregunta —interrumpió Þóra mientras anotaba el nombre—. ¿Quién hizo el corte de lengua de Harald? ¿Fuiste tú, verdad?
Dóri dejó de intentar encender el cigarrillo y la miró muy nervioso.
—¿Por qué? ¿Que importa eso?
—Quiero saberlo. Harald tiene fotos de la intervención en su ordenador, y se ve que la hicieron en una casa particular. Uno creería que tuvo que ser alguien conocido. El caso no tiene que ver con el asesinato; es sólo que quiero saberlo.
Dóri los miró alternativamente a uno y otro. Þóra estaba segura de que el muchacho estaría pensando si la operación había sido legal o ilegal. Se mordió el labio inferior un rato, y por fin habló.
—No. Yo no lo hice.
—¿Puedo verte el brazo? —preguntó Þóra con una sonrisa, recordando lo que Hugi había dicho de Dóri y su preocupación por el tatuaje que llevaba en el brazo.
—¿Por qué? —preguntó el chico, echándose hacia atrás en el sofá para aumentar la distancia entre ellos.
—Venga —dijo Matthew, que se movió hasta quedar en el borde del sillón. No tenía ni idea de lo que pretendía Þóra—. Sé buen chico y súbete las mangas para hacerle un favor a la señora.
El rostro de Dóri se puso lívido. Matthew avanzó aún más hacia el borde de la butaca y Dóri más hacia atrás en el sofá. Se le desataron los nervios. Con un gesto de furia se subió las mangas.
—Ya está —dijo enfadado, estirando los brazos. Þóra alargó la cabeza y sonrió.
—¿Crap? —dijo mirando el tatuaje del brazo derecho, justo por encima de la muñeca.
—Sí… ¿y qué? —dijo Dóri volviendo a bajarse las mangas.
—Nada, que es curioso —respondió ella—. El que le hizo la operación a Harald tenía exactamente el mismo tatuaje. —Sonrió a Dóri y señaló su brazo derecho con la punta del dedo—. ¿Qué pasa?
—Nada —respondió Dóri testarudo. Se pasó los dedos por el pelo y volvió a taparse los ojos—. Vale, pues sí, lo hice yo. Estábamos en casa de Hugi. Harald había estado dándome la tabarra con aquello y al final accedí. Saqué prestados unos trastos del hospital y birlé unos anestésicos. Nadie los echó en falta. Hugi me ayudó. Fue un tanto repulsivo. Pero el resultado era de lo más cool.
«Más o menos», pensó Þóra.
—Me imagino que al hospital no le gustaría demasiado enterarse de que robaste medicinas, ¿me equivoco?
—No, claro que do. Por eso no tengo ninguna gana de que esto se sepa —respondió Dóri—. Además, es una cosa que la mayoría de la gente no comprende, y no quiero que me cuelguen el sambenito de majareta.
Matthew sacudió la cabeza pero enseguida decidió cambiar de tema.
—Querría preguntarte una cosa sobre un asunto que me parece raro… pero… imagino que debes de tener cierta experiencia en estos temas. —Hizo una pausa para mirar a Dóri a los ojos antes de continuar—. ¿Asististe alguna vez a esas actividades sexuales que practicaba Harald, en las que se impedía la respiración a fin de aumentar el placer?
Dóri se puso rojo como un tomate.
—No me apetece hablar de eso —respondió secamente.
—¿Por qué no? —preguntó Matthew—. ¿Quién sabe si fue eso lo que llevó a Harald a la muerte? —Las rodillas de Dóri subían y bajaban mientras llevaba el ritmo con los pies sobre el resplandeciente parqué.
—No murió de eso, para nada —dijo con un hilo de voz.
Þóra tomó la palabra.
—¿Qué sabes del tema?
El ritmo que marcaba Dóri con los pies se hizo más rápido. Calló y ni Þóra ni Matthew dijeron nada… se limitaron a mirar fijamente al joven y a esperar. Por fin se rindió, respiró hondo y empezó a hablar.
—Esto no tiene que ver una mierda con el caso, pero sí, yo sabía que Harald hacía esas cosas.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Matthew agrio.
Los pies de Dóri se detuvieron.
—Porque me lo dijo él. Estaba empeñado en que lo probara yo también. —Calló, apartó la vista de Matthew y miró a Þóra.
—¿Lo hiciste? —preguntó ella.
—No —fue la decidida respuesta, y Þóra le creyó—. Puede ser que yo haga cosas raras, pero eso es lo más aberrante que he visto jamás.
—¿Visto? —exclamó Matthew.
Dóri se puso lívido.
—No es verlo, exactamente… me he expresado mal. «A lo que he asistido» sería más correcto. —Miró al suelo—. Fue una vez, el otoño pasado. Me había quedado frito en el sola después de una fiesta estupenda que hicimos aquí y me despertó por la noche un traqueteo espantoso. —Levantó los ojos y miró a Matthew—. No sé qué locura era aquella con la que me encontré… yo no tenía ni idea de ese tipo de cosas… el caso es que me desperté y fui a ver qué ocurría y vi a Harald prácticamente con las convulsiones de la muerte. —Þóra tuvo la sensación de que un escalofrío recorría al joven al rememorar la escena—. Solté el cinturón que tenía totalmente apretado al cuello. No fue fácil porque tenía un extremo sujeto al radiador de su cuarto. Pero le hice el boca a boca y pude revivirle… pues eso.
—¿Estás seguro de que no estaba intentando suicidarse? —preguntó Þóra.
Dóri la miró y sacudió la cabeza.
—No, no era un intento de suicidio. Créeme. No me apetece lo más mínimo explicar con más detalles el resultado. —Ahora le tocó a Þóra el turno de ruborizarse y, al verlo, Dóri pareció alegrarse. Continuó, aunque algo más seguro de sí mismo—. Luego lo hablé con Harald, que no tuvo pega ninguna en reconocer de qué se trataba. Además, me propuso que probara yo también… dijo que era el no va más. Pero se había pasado de la raya esa vez, y se daba perfecta cuenta de ello. Estuvo al borde de la muerte.
—¿Así que crees que no murió en una de ésas? —preguntó
Matthew.
—No, seguro que no —respondió Dóri—. Claro que no puedo saberlo seguro… —Se quedó de lo más serio y turbado.
—¿Recuerdas cuándo fue? —preguntó Matthew.
—La noche del 10 al 11 de septiembre. —No necesitó pensarse la respuesta.
Matthew asintió preocupado. Miró a Þóra y dijo en alemán:
—Cambió su testamento unos diez días después. —Þóra asintió… estaba segura de que Dóri era el heredero islandés del que se hablaba. Acababa de salvarle la vida cuando cambió el testamento; en realidad no hacía falta nada más para comprender que le hubiera metido allí…
—Entiendo perfectamente el alemán. —El sonido surgió desde dentro de Dóri, que sonrió con malicia.
Matthew no respondió, sino que preguntó a su vez, con el mismo gesto malicioso de Dóri:
—Hugi nos dijo que a veces Harald se dedicaba a incordiarte delante de los demás… a humillarte, si no recuerdo mal. ¿Eso no te molestaba?
Dóri dejó escapar un bufido.
—¿Pero qué dice ese tío? Como sabéis, Harald no era como el resto de la gente. Podía ser despótico pero seguía siendo divertido. Prácticamente siempre se portaba cojonudamente conmigo, sobre todo cuando estábamos solos, pero cuando íbamos con los demás, a veces se dedicaba a hacer bromas pesadas. A mí no me afectaba, Hugi puede confirmarlo, porque después Harald siempre me pedía perdón. No tenía la menor importancia, sólo el cabreo mientras duraba. —A los ojos de Þóra, no hacía falta ser muy listo para percatarse de lo que había tras aquellas aclaraciones. Al chico, aquello le resultaba claramente insoportable. Pero de nada serviría seguir preguntándole sobre el tema.
—Pero ¿qué puedes contarnos de la investigación de Harald? —preguntó Þóra—. ¿Puedes explicarnos en qué consistía tu ayuda?
Dóri respondió al momento, feliz del cambio de tema.
—Era un poco especial. En realidad sólo le ayudaba con traducciones, aunque también con la búsqueda de fuentes. Él andaba en muchas cosas distintas… yo no veía del todo la relación, pero tampoco soy historiador, de modo que mucho no puedo decir. En cierto modo pasaba de una cosa a otra; me pedía que le leyese en voz alta algo que yo pasaba del islandés al inglés, y de pronto me decía que le leyese otra cosa, y así sucesivamente.
—¿Puedes darnos algún ejemplo de los artículos o los temas en los que estaba interesado? —preguntó Matthew.
—Mmm, no os puedo dar una lista exhaustiva ni nada por el estilo. Al principio yo le traducía principalmente capítulos de la tesis doctoral de Ólína Þorvarðardóttir sobre la época de la quema de brujas, luego se interesó por el seminario de Skálholt, por textos sobre magia de uno de los seminaristas de allí y por un libro de brujería que circulaba mucho. También tenía una carta antigua en danés, si recuerdo bien… yo no me aclaraba mucho para traducirla, pero hice lo que pude. Trataba de un enviado y de algo que no conseguí comprender. Cuando llegó a aquel punto cambió de dirección a toda prisa, dejó de ver cosas sobre la quema de brujas y se fue para atrás un siglo, más o menos. Recuerdo haberle traducido un texto del Íslandslýsing de Odd Einarsson, obispo de Skálholt, de hacia 1590. El texto era sobre el Heckla, y recuerdo una historia acerca de un hombre que enloqueció al escalarlo y mirar el cráter. También estaba muy interesado por la erupción del Hekla de 1510, y por el obispo Jón Arason y su ejecución en 1550, y por el obispo Brynjólfur Sveinsson… bueno, y además quería saberlo todo sobre los monjes irlandeses, de modo que puede decirse que cuando lo asesinaron estaba viajando hacia atrás en el tiempo… en realidad, hacia un tiempo anterior a la colonización de Islandia.
La lista de años dejaba claro que aquel muchacho tenía una memoria de elefante. No era tan raro, a fin de cuentas, que pudiese obtener buenos resultados en la universidad pese a su tumultuosa vida nocturna, pensó Þóra, que preguntó:
—¿Los monjes irlandeses?
Dóri asintió:
—Sí, los monjes irlandeses. Ésos que hubo por aquí.
—Ah, ya —contestó Þóra, aunque no estaba segura de qué preguntar a continuación. Entonces recordó al tipo aquel, Gunnar, que les había facilitado la reunión con los amigos de Harald—. Esa carta danesa… ¿sabes de dónde la sacó o dónde está?
Dóri sacudió la cabeza.
—No tengo ni la menor idea de dónde la encontró… tenía más cartas antiguas que relacionaba con aquélla. Estaban en una funda… aunque esa carta danesa no. Supongo que andará por aquí.
—¿Te suena el nombre de Mal? —preguntó Matthew por decir algo.
Dóri les miró y sacudió la cabeza.
—No, no lo he oído nunca. ¿Por qué?
—No, por nada —respondió Matthew.
Dóri iba a decir algo cuando sonó su teléfono móvil. Lo sacó, miró la pantalla, se incorporó un poco y volvió a metérselo en el bolsillo.
—¿Tu mamá? —le preguntó Matthew mirando a Þóra, divertido.
—Justo —respondió el muchacho con voz de disgusto.
El aviso de SMS sonó en el bolsillo de su pantalón. Dóri no hizo ademán de coger el teléfono, de modo que Þóra le lanzó una nueva pregunta.
—¿Te suena un libro de visitas del que Harald pudiese haber hablado? Libro de visitas de la cruz.
Dóri la miró sin llegar a comprender.
—¿Libro de visitas de la cruz? ¿De la comunidad religiosa?
—¿Nunca oíste mencionar algo por el estilo?
—No.
Matthew apretó los tornillos.
—Dinos algo del cuervo que andaba buscando Harald como loco.
La nuez de Dóri se le quedó atascada en el cuello.
—¿Un cuervo? —Su voz era casi un gemido.
—Sí, un pájaro. Un cuervo —intervino Þóra—. Sabemos que andaba como loco buscando un cuervo. ¿Sabes algo de eso?
Dóri se encogió de hombros.
—No. Pero puedo entender perfectamente que quisiera tener un cuervo. Un pájaro interesante.
Þóra estaba convencida de que les estaba mintiendo, pero comprendió que era mejor detenerse en aquel punto. Matthew le quitó la palabra antes de que llegara a ninguna conclusión.
—¿Sabes algo de un viaje de Harald a Hólmavík a ver el Museo de Brujería de Strandir?
—No —respondió el chico; una nueva mentira, sin duda.
—¿Y al Hotel Rangá? —preguntó Þóra.
—No. —Otra mentira.
Matthew miró a su compañera.
—Strandir… Rangá. ¿Quizá deberíamos hacer un viajecito?
El gesto de Dóri indicaba a las claras que sus planes de viaje no le hacían demasiado feliz.
Dóri se sintió tremendamente aliviado cuando salió a toda prisa de la casa. Miró hacia atrás después de atravesar la puerta de la calle y llegar a la acera, pero ni Matthew ni Þóra parecían estar observándole desde la ventana. Creyó ver moverse la cortina en el piso de debajo de la casa y maldijo a aquella vecina tan cotilla. Aquella puta seguía acechando desde su guarida… nunca dejaba en paz a Harald, siempre quejándose de cada tos y de cada suspiro. Después de una de las primeras fiestas, el verano anterior, Dóri tuvo que ir a abrir la puerta a la mañana siguiente y recibir la bronca de la buena señora, y joder cómo bufaba la tía. Él estaba tan flojo que tuvo la sensación de que cada palabra y cada onda sonora que la acompañaba le repercutían como un martillazo en la frente. Sintió un escalofrío al recordarlo, sobre todo por cómo terminó todo… tuvo que quitarse de encima a la tía aquella a base de sacar la cabeza por el quicio y vomitar. Aquello no le gustó demasiado, como puede comprenderse, pero Harald consiguió amansarla por la tarde, ese mismo día. En lo sucesivo tuvo que acostumbrarse a mantener en secreto sus visitas. Pero al resto de los invitados a la fiesta les pareció divertidísimo, cuando Dóri se decidió por fin a contárselo. Sonó el móvil. Dóri lo sacó del bolsillo y en la pantalla vio que era Marta Mist… otra vez. Ahora contestó:
—¿Qué?
—¿Has terminado? —preguntó impaciente y enfadada—. Te estamos esperando, vente para acá.
—¿Adonde? —En realidad, a Dóri no le apetecía nada reunirse con ellos en aquel momento. Lo único que quería era irse a casa a tumbarse, pero sabía que no le iban a dejar en paz. Marta Mist llamaría y acabaría por ir a buscarle si no contestaba. Lo mejor era acabar ya con el asunto.
—En el 101… date prisa.
Colgó y Dóri se puso a caminar un poco más rápido. Hacía frío y estaba agotado. Antes de darse cuenta estaba en la entrada del hotel, y se sacudió la ropa para desprenderse de la nieve que se le había acumulando encima durante el camino. Se pasó los dedos por el pelo y se lo sacudió. Después abrió la puerta y entró. De pronto, Dóri sintió unas ganas enormes de beberse una cerveza. Fue hacia sus amigos y se sentó en una silla libre, aunque Marta Mist y Bríet se habían movido para dejarle sitio entre ellas. Ni pensar en sentarse al lado de ellas en esos momentos. Las chicas intentaban no dejar traslucir que aquello les había sentado mal, y Dóri observó la tranquilidad con la que se volvían a correr para llenar de nuevo el espacio vacío sin que se notara mucho. Marta Mist era maestra en una sola cosa: sabía conservar la calma y la dignidad. No solía mostrar otros sentimientos que furia implacable y desprecio. Orgullo herido era algo que no figuraba en su vocabulario.
—¿Por qué demonios no respondías al teléfono? —preguntó enfadada—. Llevamos ya un buen rato aquí con el corazón en un puño, esperando noticias tuyas.
Dóri se enfadó.
—¿Pero qué os pasa? Estaba hablando con los abogados esos. ¿Qué os iba a decir por teléfono? —Nadie dijo nada, así que Dóri repitió la pregunta—. ¿Eh? ¿Qué podía decir?
Marta Mist encontró una escapatoria.
—Pues podías haber contestado al mensaje por lo menos. Eso no habría sido demasiado esfuerzo.
—Ah, sí, claro —dijo Dóri irónico—. Nada más sencillo. ¿Pero qué te crees que soy yo para dedicarme a los mensajitos? ¿Un adolescente?
Brjánn intervino.
—Pero bueno… ¿te pasa algo? —dijo con tranquilidad, y bebió un sorbo de cerveza. Aquella visión fue más de lo que Dóri podía aguantar. Hizo señas al camarero y pidió una cerveza grande. Luego se volvió hacia los demás.
—Todo fue estupendamente… más o menos. Sospechan un poco de todo pero, en realidad, saber, no saben nada. —Dóri tamborileaba con los dedos de la mano derecha en el borde la mesa mientras utilizaba la izquierda para buscar su cajetilla en los bolsillos del abrigo. No la encontró—. Me he dejado los cigarrillos… ¿me dais uno? —Bríet le pasó su cajetilla… y Dóri suspiró para sus adentros. Eran unos cigarrillos típicos de niña, blancos como la tiza, con mentol y, para colmo, más que suaves. Pese a todo cogió el paquete y sacó un cigarrillo. Eso era lo peor cuando Marta Mist estaba enfadada con él: ella fumaba cigarrillos de verdad, Marlboro. Dio una calada y, tras quitarse el cigarrillo de los labios, miró el cilindro humeante y sacudió la cabeza—: ¿Cómo puedes fumar esta porquería?
—Algunos dicen «gracias» —le espetó Bríet, molesta.
—Perdona. Estoy un poco tenso. —Llegó la cerveza y, después de tomarse un buen trago, Dóri infló de aire las mejillas, sopló y suspiró—. Aah, esto ya está mejor.
—¿Les dijiste algo? —preguntó Marta Mist… se le estaba pasando el enfado.
Dóri se tomó otro trago mientras sacudía la cabeza.
—No, nada importante. Naturalmente, les dije un montón de cosas… no hacían más que chorrear preguntas, y algo tenía que contestar.
Marta le miró pensativa y asintió, visiblemente satisfecha.
—¿Seguro, seguro?
Dóri le guiñó un ojo como signo de reconciliación.
—Seguro, seguro… no te preocupes.
Marta Mist sonrió:
—Mi héroe.
—¿Algo más? —dijo Dóri casi con indiferencia, moviendo el elegantísimo cigarrillo delante de la cara—. ¿Verdad que soy listo?
Andri soltó unas risillas, puso su propio paquete de cigarrillos en la mesa y le dio un empujoncito para acercárselo a Dóri.
—¿Qué crees que harán ahora? ¿Querrán volver a reunirse con nosotros?
—No, eso lo dudo.
—Bien —dejó escapar Brjánn—. Esperemos que se vean metidos en un bucle infinito y acaben por rendirse.
Bríet era la única que no se había puesto de tan buen humor.
—¿Y qué pasa con Hugi? ¿Ya os habéis olvidado de él? —Fue mirando a los demás uno a uno, con gesto escandalizado. La sonrisa desapareció de los labios de Dóri.
—No, claro que no. —Se pidió una cerveza más grande, que no le supo tan bien como la primera. Marta Mist le dio un buen pellizco a Bríet en la parte superior del brazo, y la muchacha se quejó.
—Pero bueno, ¿qué te pasa? No, no van a rendirse… sacarán algo de todo esto. Lo principal es que nosotros no nos veamos involucrados en el asunto. Esto tiene una mala pinta de todos los demonios.
—La gente no es condenada por crímenes que no han cometido… lo declararán inocente, podéis estar tranquilos —dijo Andri con la boca pequeña.
—Pero ¿de dónde sales tú? —preguntó Bríet, que no estaba dispuesta a rendirse pese al escozor en el brazo. No era nada frecuente que intentara contradecir a Marta Mist, pero seguía enfadada con Dóri—. Toda la vida han condenado a la gente por errores judiciales… ¿te acuerdas del caso de Geirfinn? ¿Eh?
—Dejaos de idioteces —espetó Marta Mist, que no apartaba los ojos de Dóri.
—Todo saldrá bien, ya veréis. Vamonos a comer algo. Estoy muriéndome de hambre.
Se pusieron en pie y recogieron sus cosas. Cuando fueron a pagar las bebidas, Marta Mist se quedó aparte con Dóri.
—Aún no te has librado de todo… lo sabes. —Dóri apartó la mirada pero ella le cogió por la barbilla y le obligó a mirarla a los ojos—. ¿No has acabado de librarte de eso?
Dóri asintió con la cabeza.
—Ya está, se acabó. No te preocupes de nada.
—Yo ya no me atrevo ni siquiera a tener maría en mi casa. No estaría nada mal que tú también tomaras precauciones. Si esos dos se ponen a revolverlo todo, a los maderos se les puede ocurrir cualquier cosa y registrarnos las casas a todos. ¿Estás seguro de que te lo has quitado todo de encima?
Dóri carraspeó y la miró fijamente a los ojos. Con voz decidida, le dijo:
—Lo juro. Ya no hay nada.
Marta Mist sonrió y le soltó la barbilla.
—Venga, tenemos que pagar la cuenta.
Dóri la vio alejarse. Qué curioso, le había creído. Siempre se daba cuenta cuando él intentaba alguna mentira. Había progresado en deshonestidad. Cool.
Þóra estaba intentando que las espesas cejas del hombre que estaba sentado delante de ella no la distrajeran demasiado. Matthew y ella se encontraban en el despacho de Þorbjörn Olafsson, el director de la tesis del máster de Harald.
—Muchas gracias por recibirnos —dijo Þóra sonriendo.
—De nada —respondió Þorbjörn—. Si queréis dar las gracias a alguien, tendría que ser a Gunnar: es él quien nos ha reunido. Pero me parece estupendo que hayáis podido venir con tan poco tiempo de aviso. —Þorbjörn les había telefoneado poco después de que Dóri dejase la casa de Harald, y Þóra y Matthew acordaron con él que irían a verle de inmediato. Þorbjörn dejó el lápiz que había estado haciendo girar entre sus dedos—. ¿Pero qué es lo que tenéis tantas ganas de saber?
Þóra fue la primera en hablar.
—Imagino que Gunnar te habrá explicado nuestra relación con Harald, ¿no? —Þorbjörn asintió y Þóra continuó—. Queríamos oír tu opinión sobre Harald y lo que pudieras decirnos sobre sus estudios, en especial sobre su investigación.
Þorbjörn rio.
—Bueno, no puedo decir que lo conociera. No tengo por costumbre socializar mucho con mis alumnos… no me tienta demasiado. Me interesan sus progresos en los estudios, pero como individuos me quedan un tanto lejanos.
—Pero tendrás que haberte formado alguna opinión sobre él, ¿no? —preguntó ella.
—Naturalmente que sí. Sobre todo me parecía un personaje peculiar… y no sólo por su aspecto. Pero no me resultaba especialmente molesto… a diferencia de Gunnar, por ejemplo, que no le soportaba. En realidad, a mí me divierte tener alumnos que no lo hagan todo igual que el resto del mundo. Además era una pasada trabajando, y tenía las cosas muy claras. Y yo no pido más.
Þóra levantó las cejas.
—¿Tenía las cosas claras? Teníamos entendido, por lo que nos dijo Gunnar, que su investigación era bastante errática.
Þorbjörn resopló.
—Gunnar es de la vieja escuela. Harald no. Gunnar quiere que el alumno se mantenga siempre en el rumbo establecido. Harald se acercaba más a mis propias preferencias: aparcaba unas cosas y se ponía a observar las callejuelas laterales, si se puede expresar de este modo. Es así como hay que actuar en estos temas. Uno no sabe nunca adónde lleva un camino, aunque este modo de proceder exige mas tiempo que el otro. En cambio, uno se puede encontrar en el camino con muchas cosas inesperadas.
—Entonces, ¿Harald no estaba a punto de cambiar de tema de tesis, como piensa Gunnar? —preguntó Matthew.
—En absoluto —respondió Þorbjörn—. Gunnar anda siempre pisando huevos, convencido de que todo se va a ir al demonio de un momento a otro. Lo mismo es que le preocupaba que Harald se instalara aquí y se convirtiese en estudiante eterno. Pero lo que ha sucedido es algo completamente distinto.
—¿Qué te parece si nos cuentas algo de la investigación de Harald? —solicitó Þóra—. Estamos intentando comprobar si su interés por la magia tiene quizá alguna relación de algún tipo con el crimen.
Ahora fue Þorbjörn quien elevó las cejas.
—¿Habláis en serio? —Ambos contestaron que sí—. Bueno, pues vaya. Nunca me habría esperado algo así. La historia no es tan apasionante como para que la gente asesine por ella —dijo—. Sea como fuere, Harald iba a comparar las cazas de brujas en este país y en el continente europeo. Como sabréis, aquí fueron sobre todo hombres a los que se quemó por brujería, a diferencia de lo sucedido en otros lugares. Éste era, digamos, el punto de partida de su investigación. Como Harald estaba muy familiarizado con la brujería en el continente, se dedicó a estudiar fuentes islandesas y a aprender la historia de este país durante ese periodo. En mi opinión, había logrado adquirir una visión muy completa de la misma cuando lo asesinaron.
—¿Y qué es de esas callejuelas laterales? —preguntó Matthew.
Þorbjörn reflexionó uii momento.
—Al principio estaba interesadísimo en el obispo Jón Arason y en la imprenta que hizo traer al país. En un primer momento yo no comprendía qué relación creía él que pudieran tener esas cosas con la caza de brujas, pero le dejé que siguiera ese camino, a ver qué salía. Luego dejó ese asunto y se interesó por el obispo Brynjólfur Sveinsson de Skálholt. Eso me gustó más.
—¿Tenía alguna relación con la caza de brujas? —preguntó Þóra.
—Naturalmente —respondió el profesor—. Era obispo en esa época, pero se le consideraba bastante blando. Se sabe que impidió que llevasen a la pira a unos escolares de Skálholt, aunque les habían encontrado un prontuario de conjuros. Pero mirándolo con detenimiento, la verdad no parece tan clara. Por ejemplo, no hizo nada por disuadir a su pariente el reverendo Páll de Selárdal, que fue de los primeros en formular acusaciones de brujería. Siete personas fueron quemadas en la pira bajo la sospecha de haber causado enfermedades en la granja del reverendo Páll.
—Ese prontuario de conjuros que has mencionado, ¿estaba Harald muy interesado en él? —preguntó Matthew. Þorbjörn sacudió la cabeza lentamente.
—No, no recuerdo que lo estuviese. Es conocido como Skálholtsskrsæða y es probable que Brynjólfur lo hiciera desaparecer. Pero copió ochenta de los conjuros que se mencionaban en él, si recuerdo bien. El caso es que Harald tenía un interés enorme por la biblioteca de Brynjólfur, en la que había manuscritos y libros impresos. Su propia historia personal, ciertamente, también despertó su interés.
—¿Y eso por qué? —preguntó Matthew. Como excusa, añadió—: No sé nada de nada de la historia de Islandia.
Þorbjörn le lanzó una sonrisa que denotaba compasión.
—Resumiendo mucho, tuvo siete hijos, pero sólo dos sobrevivieron más allá de la infancia, Ragnheiður y Halldór —explicó—. Ragnheiður tuvo un hijo fuera del matrimonio nueve meses después de que Brynjólfur la hubiera hecho prestar juramento, en presencia de un grupo de sacerdotes, de que era virgen sin mancilla. El tener que jurar se debió a unos chismorreos de que había tenido amores con un joven auxiliar de su padre, de nombre Daði. El hijo de Ragnheiður, Svcinbjörn, fue llevado a vivir con la familia de su padre, pero murió enseguida, apenas con un año de edad. Halldór, el hijo de Brynjólfur, falleció varios años después, cuando estaba estudiando en el extranjero. Brynjólfur buscó al único que quedaba de todos sus descendientes, Þórður, otro hijo de Ragnheiður, que por entonces tenía seis años. Se convirtió enseguida en el ojito derecho del anciano. La esposa de Brynjólfur murió tres años después de que el muchachito fuera a vivir a Skálholt y, para colmo de males, Pórður pereció de tuberculosis cuando sólo contaba doce años. De modo que Brynjólfur, uno de los hombres más grandes de la historia de Islandia, quedó sin descendencia ni familia alguna. Yo tuve la sensación de que Harald se sentía muy atraído por la historia del obispo y la lección que se podía aprender de ella. Si Brynjólfur hubiera tratado mejor a su hija en sus malos momentos, uno se ve tentado a pensar que les habría ido mejor, a él mismo y a su familia. Por decirlo de alguna manera, Ragnheiður saltó de la sartén al fuego. Cuando prestó juramento dijo la verdad, pero aquella misma noche hizo que Daði la dejara embarazada, a fin de vengarse del anciano.
—No me extraña que a Harald le atrajese tanto esta historia —dijo Þóra—. ¿Seguía Harald estudiando a Brynjólfur cuando lo asesinaron, o había empezado a pensar en alguna otra cosa?
—Si no recuerdo mal, su interés por Brynjólfur había disminuido un poco… el caso es que se lo sabía ya todo sobre él, por activa y por pasiva. En realidad, me dijeron que se había tomado libre la semana antes de ser asesinado, de modo que no sé muy bien en qué andaba metido en ese momento.
—¿Sabes si Harald había venido a este país para alguna otra cosa, además de los estudios? ¿Andaba a la busca de objetos antiguos, o de algo que pudiera considerarse valioso desde el punto vista histórico? —preguntó Matthew. Þorbjörn rió.
—¿Te refieres a tesoros o cosas así? No, nunca hablamos de nada de eso. Harald me parecía tener los pies bien puestos en el suelo; era un estudiante muy aplicado y a mí me encantaba trabajar con él. No dejéis que Gunnar os arrastre a compartir sus puntos de vista.
Þóra decidió pasar a hablar de otra cosa, y le preguntó por la reunión que se había celebrado en el edificio la noche antes del crimen.
—Ah, muy bien —dijo el profesor. La cara de diversión había desaparecido de sus ojos—. Estuvimos aquí la mayoría de los profesores del departamento. ¿Estás insinuando algo?
—En absoluto —respondió Þóra de inmediato—. Pregunto solamente por si acaso hubieras notado algo que pudiese ayudarnos; algo de lo que no te dieras cuenta cuando te tomaron declaración. Es frecuente que uno se acuerde de cosas más tarde.
—No creo que se pueda sacar mucho de los que estuvimos en la reunión. Hacía ya tiempo que nos habíamos marchado cuando apareció el asesino, si comprendí bien a la policía. Estábamos festejando la solicitud conjunta de una beca Erasmus en colaboración con una universidad noruega. No somos tan noctámbulos como para pasarnos demasiado tiempo en reuniones de este tipo. Nos habíamos ido todos ya antes de las doce.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Matthew.
—Totalmente: yo me fui el último, y además conecté el sistema antirrobo. Si se hubiera quedado alguien en el interior, se habrían puesto a sonar todas las alarmas del edificio. Me ha pasado a mí, y no es nada divertido. —Miró a Matthew, que no parecía muy convencido, y añadió—: Los datos del sistema lo confirmarán.
—No me cabe la menor duda —dijo Matthew sin el menor gesto.