10 DE DICIEMBRE

Capítulo 24

En la información meteorológica de la noche anterior habían predicho buen tiempo y, efectivamente, así parecía ser. Se encontraban en la oficina de la escuela de vuelo, donde habían ido Þóra y Matthew el día anterior para alquilar un aparato. Matthew se encontraba en ese momento totalmente enfrascado en rellenar un formulario para el piloto, mientras Þóra aprovechaba la ocasión para tomar el café que le habían ofrecido. El precio del vuelo la había cogido realmente por sorpresa: el vuelo a Hólmavík llevaría apenas una hora en cada sentido y el precio era más bajo que si hubiesen ido en coche y se hubiesen alojado en un hotel. Además, le habían ofrecido una rebaja… si aceptaban que fuera un alumno quien llevase los mandos. Þóra decidió pagar la tarifa más alta.

—OK., pues entonces, listos para el combate —dijo el piloto sonriendo. Era tan joven que no debía de haber pasado mucho tiempo desde que pilotaba a tarifa reducida.

Volaron sobre Reikiavik, que parecía más grande desde el cielo que a ras de tierra. Matthew miraba hacia abajo muy interesado, pero Þóra parecía dirigir la vista más bien al infinito, nunca se sentía demasiado a gusto en un avión. El viaje hasta Hólmavík pasó rápido, y enseguida apareció a la vista el aeródromo. Þóra vio que no era más que una pista estrecha y un pequeño edificio. El campo estaba justo al lado del pueblo, junto a la carretera. El piloto voló sobre la pista para examinarla; luego viró, satisfecho con lo que había visto, y aterrizó con suavidad. Se soltaron los cinturones y bajaron.

Matthew sacó su móvil y se dispuso a llamar.

—¿Cuál es el número de la parada de taxis? —preguntó al piloto.

—¿Parada de taxis? —respondió, sin poder reprimir una risa—. Aquí no hay ni siquiera un taxi… no digamos una parada. Tendrán que caminar.

Þóra sonrió al piloto, como diciendo que ya lo sabía. Pero en realidad, al igual que Matthew, ella también se había hecho a la idea de ir al museo en taxi.

—Vamos, no está lejos —le dijo al escandalizado Matthew.

Fueron caminando por la carretera, que no tenía ni asomo de tráfico y llegaron a la gasolinera y a la tienda que daban la bienvenida al pueblo. Entraron a preguntar el camino. La chica que atendía era la simpatía en persona, y salió con ellos para indicarles cuál era el edificio del museo. No habría podido ser más sencillo, caminar un poco por la calle que seguía la línea de la playa hasta entrar en el pueblo; allí mismo, al lado del puerto, estaba el museo. Desde lejos se podía distinguir un edificio de madera con techo verde de turba. Eran sólo unos cientos de metros y hacía buen tiempo. Allá fueron.

—Reconozco este sitio por las fotos que había en el ordenador de Harald —dijo Þóra mirando a Matthew, que iba detrás de ella. La acera era tan estrecha que no podían caminar uno al lado del otro.

—¿Muchas fotos de este lugar? Algo significativo, quiero decir.

—No, no tanto —respondió ella—. En realidad eran sólo las típicas fotos de turista, si descontamos varias que tomó dentro del museo, donde no se puede fotografiar —precisó pisando con mucha prudencia una zona resbaladiza de la acera—. Ten cuidado aquí —advirtió a Matthew, que pasó por encima de una zancada—. Realmente no vas muy bien calzado para caminar —le dijo, clavando los ojos en sus zapatos negros de vestir. Iban conjuntados con el resto de la ropa de Matthew, eso sí: pantalones planchados con raya, camisa y chaqueta de lana. Ella llevaba vaqueros y zapatos de caminar y se había puesto un jersey de cremallera y el chaquetón de pluma. Matthew no quiso saber nada de ponerse abrigo; cuando fue a recogerla y ella entró en el coche se limitó a levantar las cejas: la parte superior del cuerpo ocupaba tres veces más espacio.

—Cuando muera, espero no tener que seguir sintiendo la tierra bajo los pies —dijo Matthew con fastidio—. Me podía haber avisado el tipo ese. —El tipo al que se refería era el director del Museo de Brujería, a quien Matthew había llamado el día anterior para asegurarse de que no encontrarían el edificio vacío.

—Te sentará bien. Ya se nota que no eres muy andarín —respondió Þóra—. Eso no es nada práctico en Islandia. Si no acabamos pronto tendré que arrastrarte hasta el pueblo y comprarte un jersey de tipo campestre.

—Jamás —respondió Matthew malhumorado—. Por encima de mi cadáver.

—Ese día llegará antes de lo que te imaginas, si sigues así —repuso ella—. ¿Pero no tienes frío?… ¿quieres ponerte mi chaquetón? —añadió.

—Hice las reservas para el Hotel Rangá para esta noche —dijo él, y cambió rápidamente de tema—. Y voy a dejar el coche alquilado y coger un todoterreno —añadió.

—Vaya, ya eres medio islandés.

Finalmente llegaron al final del camino y al museo… sin un solo resbalón. Por fuera, el museo tenía aspecto de edificio tradicional. La explanada de delante, que estaba delimitada por un bajo murete de piedra, se encontraba cubierta de cantos rodados y había unos cuantos tocones arrastrados por las mareas. La puerta era de un color rojo fuego que desentonaba un poco con el aspecto terroso del edificio. En un banco de madera que había en el exterior estaba sentado un cuervo gordo y rechoncho. Cuando Þóra y Matthew se acercaron, miró hacia el cielo, abrió desmedidamente el pico y graznó. Entonces extendió las alas y se elevó hasta el alero del tejado, desde donde los miró entrar.

—Muy apropiado —dijo Matthew mientras abría la puerta y dejaba pasar a Þóra.

Ante ellos apareció un pequeño mostrador, a la derecha, y justo delante varias estanterías con objetos a la venta relacionados con la brujería. Todo muy limpio y nada ostentoso. Detrás de la mesita había un joven que levantó los ojos del diario Morgunblaðið que estaba leyendo.

—Buenos días —dijo con una sonrisa—. Bienvenidos al Museo de Brujería de Strandir.

Þóra y Matthew se presentaron, y el joven señaló que los estaban esperando.

—Estoy aquí haciendo una sustitución —dijo después de darles la mano y presentarse como Þorgrímur. El apretón de manos de Þorgrímur era de los de estilo antiguo, firme y franco—. El conservador del museo está de sabático, pero espero que no les importe demasiado.

—No, no, perfecto —respondió Þóra—. ¿He entendido bien que usted estaba aquí ya el otoño pasado?

—Sí, en efecto. Me incorporé en julio. —La miró con curiosidad y preguntó—: ¿Puedo preguntar por qué me lo pregunta?

—Como le dijo Matthew ayer, estamos investigando un caso relacionado con una persona interesada en temas de brujería. Estuvo aquí el otoño pasado, y nos encantaría poder hacernos una idea precisa sobre su forma de pensar. Confío en que le recordará.

El hombre rió.

—Pues eso no es tan seguro. Por aquí viene mucha gente. —Se dio cuenta de que en aquel momento allí no había nadie más que el mismo y los dos visitantes y añadió, apurado—: Claro, no en esta época del año… esto suele estar lleno de gente en la temporada turística.

Matthew sonrió irónico.

—Pues mire, a ese hombre no se le olvida fácilmente. Era un estudiante alemán de Historia y con un aspecto muy poco convencional. Se llamaba Harald Guntlieb y fue asesinado recientemente.

El rostro de Þorgrímur se iluminó.

—Ya, sí, ¿era… bueno, iba todo lleno de, cómo expresarlo… de adornos?

—Sí, si quiere llamar adornos a eso —repuso Þóra.

—Pues sí, claro… lo recuerdo perfectamente. Vino con otro hombre, algo más joven, pero éste no se atrevió a mirar nada, por la resaca. Hace no mucho que leí en el periódico que habían asesinado al alemán aquel.

—Pues sí—dijo Matthew—. Y del flaco… ¿puede decirnos algo de él?

El joven sacudió la cabeza.

—No directamente… al despedirse dijo que era médico. Creo que debía de estar bromeando. Despertó a su amigo a gritos al irse a marchar. Yo estaba en la puerta mirando. Recuerdo que me pareció poco probable que aquel muchacho fuese médico, tumbado como estaba en el banco de ahí fuera.

Þóra miró a Matthew y los dos intercambiaron miradas de reconocimiento: Halldór.

—¿Y recuerda algo más de la visita? —preguntó ella.

—Recuerdo que sabía muchísimo. Es estupendo tener un visitante tan preparado en historia y brujería. Por regla general, la gente no sabe nada; la mayoría ni siquiera distingue un chupaleches de unas calzas de muerto. —Por el gesto de los visitantes, se dio cuenta de que se trataba de dos de esa misma especie—. ¿Qué tal si empezamos dando un paseo por el museo y les explico lo más importante que tenemos expuesto? Mientras, podemos charlar de su amigo.

Þóra y Matthew se miraron, se encogieron de hombros y siguieron al joven hacia el interior del museo.

—Ignoro si saben mucho o poco de estos temas, pero seguramente lo mejor es contarles lo más esencial. —Þorgrímur se acercó a una pared donde colgaba el pellejo de un animal desconocido. La piel estaba vuelta hacia la pared, pero en el cuero que daba hacia fuera había un signo mágico grabado, aunque mucho más hábilmente que el encontrado en el cuerpo de Harald. En la pared, debajo de la piel, había una caja de madera que parecía un plumier de los de antes. Estaba entreabierta, parecía llena de pelo y contenía también una moneda de plata. En el cierre estaba grabado un signo mágico bastante complicado, y encima había una cosa informe que a lo que más se parecía era a un puercoespín mutante—. En la época de las brujas, las condiciones de vida de la gente baja del país no eran nada boyantes. Unas poquísimas familias eran dueñas de la mayor parte de las tierras agrícolas, mientras las grandes masas pasaban hambre y privaciones. No parecía existir escapatoria alguna a la miseria excepto recurriendo a la magia y a las fuerzas sobrenaturales. En esa época, esas cosas no se consideraban innaturales; por ejemplo, se pensaba que el demonio estaba siempre rondando a las personas, a la caza de almas. —Se volvió hacia la piel de la pared—. Éste es un ejemplo de brujería para enriquecerse: el signo del ratón de mar o yelmo de anillo. Hacía falta una piel de gato macho y luego dibujar en ella el signo mágico con la sangre menstrual de una doncella intacta.

Matthew frunció las cejas y echó la cabeza a un lado, para ver si Þorgrímur contaba algo más del signo. El otro se dio cuenta y dijo secamente al alemán:

—Utilizamos tinta roja oscura. —Luego continuó—. Era preciso cazar una especie de gusano marino que, según de las leyendas populares, vivía en las costas del país y se llama ratón de mar. Había que cazarlo con una red hecha con pelo de una doncella intacta. —Þóra sintió que Matthew le pasaba la mano por su largo cabello. Hizo lo posible por no echarse a reír y le apartó la mano como si nada—. Luego había que preparar para el ratón un nido o madriguera con una caja de madera y el cabello, y colocar allí un penique robado, y entonces el ratón se dedicaría a traer tesoros del mar a la caja. Después se tenía que poner encima el yelmo de anillo para que el ratón no se escapara, provocando una tormenta en el mar. —Se volvió hacia ellos—. Ese era el abracadabra, por así decir.

—¡Anda!—respondió Matthew señalando una pared en la que, dentro de una vitrina de cristal, había algo parecido a la parte inferior de un cuerpo humano—. ¿Qué demonios es eso?

—Ah, eso es uno de los objetos más populares del museo. Calzas de muerto. También con ellas podía hacerse uno rico. —Þorgrímur se dirigió hacia la vitrina—. Naturalmente, esto es una reproducción artificial… obviamente. —Þóra y Matthew asintieron enérgicamente con la cabeza. Lo que se veía detrás del cristal era la piel de la parte inferior del cuerpo de un varón, al que se había eliminado el contenido… Aquel objeto le recordaba a Þóra unas mallas de punto de color rosa, sin desbastar, peludas y con órganos sexuales—. Para hacerse con unas calzas de muerto, había que firmar un contrato con una persona viva a fin de poder quitarle la piel de la parte inferior del cuerpo cuando muriese. Cuando fallecía la persona en cuestión, era preciso sacar el cuerpo de la tumba y despellejarlo de cintura para abajo… en una sola pieza. De este modo se preparaban unas calzas de muerto, que se calzaba la otra parte firmante del contrato. Las calzas de muerto crecían a la vez que la persona, y si se metía una moneda en el escroto (moneda que tenían que haber robado a una viuda pobre en Navidades, Pascua o domingo de Pentecostés) nunca se le quedaría vacía la bolsa, pues la del muerto estaría siempre llena de dinero.

—¿No podrían haber elegido un sitio mejor? —preguntó Þóra con una mueca. Þorgrímur se limitó a encogerse de hombros.

—¿Y qué es esto? —preguntó Matthew, y el guía fue con ellos hacia una gran fotografía de una mujer con vestido largo, al estilo de las mujeres de siglos atrás. Estaba sentada y tenía levantada la falda hasta dejar el muslo al descubierto. Sobre éste había una verruga o alguna otra cosa horrible, que destacaba encima de la piel.

—Naturalmente, ya sabrán que en Islandia fueron varones la mayoría de los ejecutados por brujería, veinte por una sola mujer. Se piensa que era porque fueron hombres en su mayor parte quienes practicaban la brujería en este país, a diferencia de otros países de Europa. Este conjuro, llamado chupaleches, es peculiar porque se trata del único conjuro islandés que sólo las mujeres podían practicar. Para conseguir crear un chupaleches, había que robar una costilla de una tumba, el domingo de Pentecostés, envolverla en lana y llevarla entre los pechos, ir tres veces al altar y derramar vino de misa sobre aquella abominación, pues de este modo volvía a la vida. El chupaleches empezaba a crecer, y para poder seguir ocultándolo debajo de sus ropas, la mujer tenía que formar una verruga artificial con piel en su muslo. De ella obtenía el chupaleches su alimento… cuando no estaba dedicado a recorrer la comarca durante la noche para chuparles la leche a vacas y ovejas. Después, al llegar la mañana, la escupía en la mantequera de su dueña.

—El bichejo este no era precisamente simpático —dijo Þóra señalando al objeto allí expuesto: una imitación del chupaleches envuelto en lana, y por lo mismo apenas visible, pero con la boca desdentada abierta y dos ojitos blancos, sin pupilas.

A juzgar por el gesto de Matthew, él era de la misma opinión.

—Esa única mujer a la que se quitó la vida por brujería, ¿fue acusada de este conjuro?

—No, en realidad no. Sí que hubo un caso en el suroeste en el año 1635, una mujer y su madre sospechosas de poseer un chupaleches. Se investigó pero no se llegó a ningún resultado, de modo que no se tomó medida alguna.

Continuaron por el museo observando los objetos expuestos. Lo que más impresionó a Þóra fue un poste de madera y una pila de leña. Mientras estaba contemplándolos en silencio, vino Þorgrímur y le explicó que todos los quemados por brujería, veintiuna personas en total, habían sido puestas vivas en la pira. Le dijo también que hubo tres que intentaron escapar de la pira al quemarse las ligaduras con las que estaban atados. Volvieron a echarlos al fuego, donde murieron. Señaló que la primera ejecución tuvo lugar en 1625, pero que la auténtica caza de brujas comenzó en Trékyllisvík, en la zona norte de los Fiordos Occidentales, en el año 1654. Þóra calculó mentalmente qué breve era el tiempo transcurrido desde entonces.

Después de mirar todo lo que quisieron, Þorgrímur subió con ellos al piso superior. En el camino pasaron junto a un cartel que advertía de la prohibición de sacar fotografías dentro del museo: el mismo que Þóra había visto en una de las fotos del ordenador de Harald. El guía les llamó la atención de un gran árbol genealógico en el que se representaban las relaciones de parentesco de las personas más destacadas de la brujería del siglo XVII. Les mostró cómo la clase dominante había situado espléndidamente a sus descendientes, algunos fueron gobernadores regionales, y señaló los que habían actuado como jueces. Después de mirar el árbol genealógico, Þóra tuvo que mostrarse de acuerdo con él. Matthew no prestó demasiada atención a aquello. Les dejó y fue a una vitrina en la que había copias de prontuarios de conjuros y otros manuscritos. Cuando Þóra y Þorgrímur llegaron hasta él, se hallaba inclinado sobre la vitrina.

—Es realmente increíble que se hayan podido conservar libros de brujería —dijo Þorgrímur señalando uno de los manuscritos.

—¿Quiere decir por lo antiguos que son? —preguntó Þóra inclinándose para mirar.

—Sí, también, pero sobre todo porque ser hallado en posesión de uno de ellos significaba la sentencia de muerte —respondió Þorgrímur—. Algunos están copiados a mano de manuscritos más antiguos y ya muy deteriorados, de forma que los originales no son todos de los siglos XVI y XVII.

Þóra se incorporó.

—¿Existe algún catálogo de los signos mágicos que se conocen?

—No, y es curioso. Nadie se ha puesto a ello, que yo sepa. —Con un movimiento circular de la mano atrajo la atención hacia sus palabras—: Aquí se exponen muchísimos signos, y éstas son sólo algunas páginas de los manuscritos y listas de conjuros… una exposición mínima. Así que pueden imaginarse la cantidad de signos que existen.

Þóra asintió con la cabeza. Demonios. Habría sido estupendo que Þorgrímur les hubiera referido alguna lista de signos en la que encontrar el signo de brujería desconocido. Se dispuso a mirar más manuscritos. El expositor estaba en mitad de la sala y se podía pasear alrededor de él. Enseguida, Matthew señaló algo con el dedo.

—¿Qué signo es éste? —preguntó excitado, dando un golpecito sobre el cristal.

—¿Qué signo, dice? —preguntó Þorgrímur mirando la vitrina.

—Éste —dijo Matthew, señalándolo de nuevo. Aunque Þóra tuvo que inclinarse sobre el expositor para ver lo que estaba indicando Matthew, fue más rápida que Þorgrímur en darse cuenta de cuál era el signo que tanto le había llamado la atención. Precisamente porque era uno de los pocos que conocía: el signo mágico grabado en el cuerpo de Harald—. ¡Demonios!—dijo en voz baja.

—¿El de más abajo de la página? —preguntó Þorgrímur, indicando el signo.

—No —respondió Matthew—. El del margen. ¿Para qué se usaba?

—Puf, pues no lo sé —respondió el joven—. Desgraciadamente no se lo puedo decir. El texto de la página no tiene nada que ver con él… es un ejemplo de signo mágico que el dueño del libro añadió personalmente al margen. Era bastante frecuente, se encuentran signos de éstos en otros libros y manuscritos que no tienen relación directa con la magia.

—¿De qué manuscrito es esto?

—Este manuscrito es del siglo XVII, propiedad del Real Instituto de Antigüedades de Estocolmo. Es conocido como Libro islandés de conjuros. Como es lógico, el autor es desconocido. Contiene una cincuentena de conjuros de diverso tipo… la mayoría son inocentes, destinados a proporcionar auxilio a la gente o a protegerlos de algo.

Se inclinó para leer el mismo texto que Þóra intentaba descifrar.

—Claro que hay varios mucho más tenebrosos… uno es, por ejemplo, un conjuro de muerte, destinado a matar a la persona contra la que se dirige. Uno de los dos conjuros amorosos que hay resulta igualmente bastante tétrico. —Levantó los ojos del expositor—. Qué curioso. Su amigo, Harald, mostró un especialísimo interés, precisamente, por esta parte del museo, los prontuarios y los manuscritos.

—¿Preguntó por este signo en particular? —inquirió Matthew.

—No, que yo recuerde —respondió Þorgrímur, pero enseguida añadió—: En realidad, yo no soy especialista en este campo y no podía ayudarle demasiado… pero recuerdo que le puse en contacto con Páll, que es el verdadero director del museo. Él lo sabe todo sobre estos temas.

—¿Cómo podemos localizarlo? —preguntó Matthew inquieto.

—Pues va a ser un problema… está en el extranjero.

—¿Y? ¿No se le puede llamar por teléfono, o enviarle un correo electrónico? —preguntó Þóra, no menos sobre ascuas que Matthew—. Para nosotros es de extrema importancia saber lo que significa ese signo.

—Bueno, tengo su número de teléfono por alguna parte —respondió Þorgrímur, mucho más tranquilo que ellos—. Quizá sería mejor que le llamara yo primero… para explicarle el asunto. Después, él mismo puede ponerse en contacto con ustedes.

Þorgrímur volvió a la mesa del mostrador y sacó una agendita que se puso a hojear. Luego alargó una mano hacia el teléfono y marcó un número, procurando que ellos no lo viesen. Pasó un ratito hasta que empezó a hablar, de repente… sólo para dejar un mensaje en el buzón de voz.

—Lo siento. No responde. Supongo que llamará en cuanto reciba el mensaje… quizá esta noche, quizá mañana, quizá pasado. —Þóra y Matthew entregaron sus tarjetas a Þorgrímur sin hacer nada por disimular su decepción. Þóra le pidió que les informase en cuanto se pusiera en contacto con Páll. Él dijo que sí y colocó la tarjeta dentro de la agenda—. Y volviendo a su amigo, ¿no querían saber qué es lo que estuvo haciendo aquí? —preguntó finalmente.

—Sí, claro, desde luego —respondió Þóra—. Aparte de los manuscritos, ¿hubo algo que le interesara especialmente, o mencionó algo que estuviera buscando?

—Fueron sobre todo los manuscritos, si no recuerdo mal —dijo Þorgrímur pensativo—. En realidad, me hizo una oferta por el cuenco de sacrificios de ahí dentro… nunca llegué a estar del todo seguro de si bromeaba o no.

—¿Cuenco de sacrificios? ¿Qué cuenco de sacrificios? —preguntó Matthew.

—Síganme… está justo aquí al lado. —Le siguieron hasta un cuartito donde había un cuenco de piedra, guardado en una vitrina de cristal en mitad del cuarto.

—Esto es un cuenco que se usaba en los sacrificios: se encontró cerca de aquí y la policía científica confirmó que contiene restos de sangre. Restos antiquísimos.

—Menudo mamotreto —dijo Þóra en voz alta—. ¿No podían haber hecho el cuenco de madera? —Aquel mastodonte de piedra pesaba sin duda una buena cantidad de kilos. Lo habían tallado para formar en el centro una concavidad.

—¿Y no estaba en venta? —preguntó Matthew.

—No, de ninguna manera. Se trata del único objeto del museo que no es réplica, y por si fuera poco, yo no estoy autorizado para comerciar con los bienes del museo.

Þóra observó la piedra con mucho detenimiento. ¿Quizá era aquél el tesoro que Harald codiciaba? Difícilmente.

—¿Seguro que se trata de la misma piedra?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Þorgrímur, extrañado.

—No, nada. No existe ninguna posibilidad de que el director le tomara la palabra a Harald, le vendiera la piedra y la sustituyera por otra, ¿verdad?

Þorgrímur sonrió.

—Ni la más mínima posibilidad. Ésta es la misma piedra que ha estado siempre aquí. Me atrevería a apostar la cabeza. —Se dio la vuelta y salió de la sala con los dos visitantes justo detrás de él—. Como les he dicho: lo propuso medio en broma.

—¿Pero había alguna otra cosa que dijera, o preguntó por algo más? —inquirió Þóra—. Algo que no pueda considerarse normal.

—Sí, ya les dije que lo que más le interesó fueron los manuscritos y los prontuarios de conjuros —repitió Þorgrímur—. Y me preguntó por el Martillo de las brujas, si yo había visto, o por lo menos había oído decir, que hubiese en este país una edición realmente antigua. Nunca había oído tal cosa, y se lo hice saber. ¿Ustedes saben quizá de qué estoy hablando? —Les miró.

—Sí, sí, lo conocemos —Matthew respondió por los dos.

—Le pregunté de dónde había sacado la idea y me respondió que había unas cartas antiguas que indicaban que un ejemplar había acabado aquí.

Capítulo 25

No hay muchas construcciones en Islandia que puedan presumir de un acceso tan espléndido como el edificio central de la Universidad de Islandia. Bríet disfrutaba de la vista, sentada en las escalinatas que daban al paso de vehículos, en forma de herradura. Por algún motivo le apeteció de pronto tener coche. Pero de eso no se podía ni hablar, con aquella porquería de beca… le encantaría agarrar al miserable que calculaba el importe de los gastos de mantenimiento que servía para establecer la cuantía de las becas. Sería estupendo terminar los estudios y ponerse a trabajar… no es que los historiadores fueran gente con elevados ingresos; si en lo que pensaba era en el sueldo, no habría podido coger un camino más equivocado. Por eso se le vino a la cabeza la idea de buscarse un buen partido como su hermana, que se había casado con un abogado. El marido trabajaba en uno de los grandes bancos y estaba forrado, y su hermana vivía como una reina. Ahora se estaban construyendo una casa enorme en Vatnsendi y ella, licenciada en ciencias políticas, no trabajaba más que media jornada en un ministerio y podía pasarse el resto del día de compras. Bríet se inclinó sobre el hombro de Dóri, que estaba sentado a su lado. Era tan guapo, y un chico estupendo y, por si fuera poco, los médicos se lo montan muy bien.

—¿En qué estás pensando? —preguntó el joven al tiempo que arrojaba la bola de nieve que había estado preparando.

—Nada, no sé —respondió Bríet cansinamente—. En Hugi, más que nada.

Dóri siguió con los ojos el recorrido de la bola de nieve… subió muy alto y aterrizó justo al lado de la estatua de Sæmundur el Sabio.

—Era mago —dijo Dóri—. ¿Lo sabías?

—¿Quién? —preguntó Bríet extrañada—. ¿Hugi?

—No, Sæmundur el Sabio.

—Ah, ya. Sí, claro que lo sabía. —La chica sacó una cajetilla del bolso—. ¿Quieres uno? Es tu marca favorita. —Le dio el paquete con una sonrisa.

Dóri miró el paquete, luego a ella, y sonrió también.

—No, gracias. Ya tengo. —Cogió uno de sus propios cigarrillos y cada uno se encendió el suyo. Se inclinó hacia delante, de modo que Bríet tuvo que quitar la cabeza de su hombro—. Menuda mierda.

—Cuéntame. —Bríet no sabía qué decir, y decidió poner los pies en el suelo con mucho cuidado. No quería que Dóri hiciese una tontería que pudiera dañarla a ella, y naturalmente a él mismo. Pero quería demostrarle que ella era mucho más comprensiva y estaba más en sus cabales que Marta Mist.

—Estoy ya hasta las narices de todo este rollo. —Miró hacia delante y pensó antes de continuar—. Los demás estudiantes son completamente distintos a nosotros.

—Ya lo sé —dijo Bríet—. No somos precisamente unos estudiantes universitarios típicos. Yo también estoy hasta las narices. —Pero por qué, eso no lo sabía.

Dóri continuó y Bríet tuvo la sensación de que no había escuchado lo que ella acababa de decirle.

—Realmente, lo que más me choca es que los demás estudiantes… que no andan siempre de juerga y de pedo todo el día como nosotros… no parecen menos contentos de la vida y de la existencia de lo que podamos estarlo nosotros. Si acaso, están más contentos.

Bríet se dio cuenta de que hasta allí habían llegado. Pasó el brazo sobre el hombro de Dóri e inclinó su rostro hacia el suyo.

—He estado pensando exactamente lo mismo. Hasta aquí hemos llegado; si Andri y los demás quieren seguir, tendrá que ser sin mí. Me voy a centrar en los estudios y en todo lo demás. Esto ya no me resulta tan divertido. —Había omitido adrede el nombre de Marta Mist, por miedo a traicionarse.

—Qué curioso… yo digo lo mismo. —La miró y sonrió—. No somos tan distintos tú y yo.

Bríet le besó suavemente en la mejilla.

—Hacemos buena pareja. A la mierda con los demás.

—Con Hugi no —dijo Dóri, y la sonrisa desapareció tan rápido como había aparecido.

—No, claro que no —se apresuró a decir la muchacha—. Siempre estoy pensando en él… ¿cómo estará?

—Horrible. Ya no aguanto esto más tiempo.

—¿El qué? —Bríet se sintió mal por preguntar… habría sido mejor poder limitarse a adivinar a qué se refería, pero no estaba segura de acertar, y para eso no valía la pena intentarlo.

Dóri hizo ademán de ponerse en pie.

—Le voy a conceder unos días más a la abogada esa… luego iré a la policía. Me importa una mierda lo que pueda pasar.

Demonios. Bríet intentó por todos los medios pensar algo que pudiera devolverle el sentido común a Dóri… no le habría molestado nada dejarlo en manos de Marta Mist, si hubiera estado allí con ellos.

—Dóri, tú no mataste a Harald, ¿verdad? Tú estabas en el Kaffibrennslan, ¿no es cierto?

El joven se levantó y la miró, con un gesto que podía indicar cualquier cosa menos alegría.

—Claro que estaba en el Kaffibrennslan. ¿Y dónde estabas tú? —Se marchó.

Bríet se sintió herida. Se apresuró a ponerse en pie y decirle:

—No quería decir eso, perdona. Sólo quería decir… ¿por qué ir a la policía?

Dóri dio media vuelta.

—Sabes… ya soy incapaz de comprender porqué Marta Mist y tú os oponéis tan radicalmente. Esas cosas siempre se deben a algún sentimiento de culpabilidad. No lo olvides. —Se alejó dando zancadas.

Bríet no sabía qué hacer. Después de pensarlo un momento cogió el móvil y llamó.


Laura Amamig se dirigió hacia el porche del Árnagarður, donde Gloria estaba ajetreada pasando la aspiradora por la moqueta. Laura no había conseguido hablar con ella a solas en toda la mañana, de ahí que aprovechase encantada aquella oportunidad.

—Gloria —le dijo en la lengua materna de ambas—. Tengo que preguntarte una cosa.

Ésta levantó la vista, extrañada.

—¿Qué? Estoy pasando la aspiradora como tú me enseñaste.

Laura hizo un gesto con la mano, para apartar aquella idea.

—No pienso hablarte del trabajo. Querría saber si notaste alguna cosa extraña en la sala de alumnos el fin de semana que cometieron el crimen. Tú limpiaste allí esos días. Antes de que encontraran el cuerpo.

Los oscuros ojos de Gloria se encendieron.

—Ya os lo dije, a vosotros y a la policía. No había nada.

Laura la miró con gesto serio. Estaba mintiendo.

—Gloria. Dime la verdad. Sabes que mentir es pecado. Dios sabe lo que viste allí. ¿Seguirás mintiéndole también a Él cuando le mires a los ojos? —Cogió a la muchacha por los hombros y la obligó a mirarla a los ojos—. No pasa nada. No podías saber que se había cometido un crimen. Aquel fin de semana no entró nadie en el cuartito de impresoras. ¿Qué viste?

Una lágrima se escurrió por la mejilla de Gloria. Laura no le dio mayor importancia, no era la primera lágrima que la muchacha derramaba en el trabajo.

—Gloria. Tranquilízate. Dímelo… yo encontré restos de sangre en la manija de la ventana. ¿Qué había allí?

Las lágrimas eran ya dos, luego se hicieron tres y a continuación fluyeron en caudaloso torrente. Dijo de repente entre sollozos:

—No lo sabía… no lo sabía.

—Lo sé, Gloria. Todo el mundo lo sabe. ¿Cómo ibas a saberlo? —Secó las lágrimas de las mejillas de la muchacha—. ¿Pero qué es lo que había allí?

—Sangre —dijo la muchacha mirando de reojo a Laura—. Pero no era un charco de sangre o eso. Sólo sangre que alguien había intentado limpiar pero sin conseguir hacerlo a fondo. No me di cuenta hasta que la limpié del suelo con la bayeta. No podía imaginar nada entonces… no tenía ni idea de que… ya sabes.

Laura suspiró aliviada. Restos de sangre… nada más. Y tampoco sería tan terrible para Gloria; difícilmente podría verse envuelta en un problema por haberlo ocultado. La misma Laura había ocultado también la bayeta con sangre de la ventana, y ahora podía dársela a Tryggvi, y él a la policía. Ellos tenían métodos para saber de quién era aquella sangre. A Laura ya no le cabía duda de que el crimen se había cometido allí dentro.

—Gloria, niña, no te preocupes por esto. Son insignificancias y no tienen ninguna importancia. —Sonrió pero, para su asombro, la chica siguió llorando.

—Hay más cosas —dijo entre los sollozos.

—¿Más? —preguntó Laura asombrada—. ¿El qué, qué más?

—Encontré más allí por la mañana. En el armario de los cubiertos. Te lo enseñaré —dijo llorando—. Lo escondí. Ven.

Laura siguió a Gloria a uno de los cuartos de limpieza del primer piso. Allí aquélla se subió a una escalerilla, anegada en lágrimas, y llegó hasta el último estante. Bajó con una cosa pequeña envuelta en una toalla y se la dio a Laura; por fin había conseguido dominar el llanto.

—Lo escondí porque sabía que esto era algo extraño. Y cuando se encontró el cadáver, descubrí lo que era y me asusté mucho. Ahora tiene mis huellas dactilares, y estaba segura de que la policía creería que era yo quien le había matado. Pero yo no le maté.

Laura desdobló la toalla con mucho cuidado. Dio un alarido y se santiguó. Al verla, Gloria volvió a echarse a llorar.


Guðrún, o Gurra, como la llamaban sus amigos, necesitó un gran esfuerzo para reprimir el deseo de limarse las uñas. Hacía tanto tiempo desde la última vez que tuvo ocasión de hacerlo, que ni siquiera era capaz de recordar cuándo había sido: si antes o después de casarse con Allí. Se miró las manos bien cuidadas. Por desgracia, no llevaba laca de uñas; mordérselas sería un buen tranquilizante para el nerviosismo. Pensó en ponerse laca simplemente para esperar a que se endureciera y entretenerse después en ir quitándosela, pero no lo hizo. En lugar de eso, se levantó y fue a la cocina. Era sábado y había pensado hacer algo rico de comida. Alli trabajaba todos los días menos los domingos, por eso las tardes de los sábados eran los únicos días en que podía relajarse un poco. Miró el reloj: aún faltaba demasiado para la hora de la cena como para ponerse ya a cocinar. Suspiró. Todo está limpio y ordenado… así que ni limpiar podía. Pero algo tenía que buscarse para matar el tiempo si no quería volverse loca. Algo que le apartara la mente de aquella ansiedad tan opresiva. Recordó lo mal que se sintió cuando llegó a la puerta la policía con aquella orden de registro del piso de arriba. No pasó nada. Increíble pero cierto. Todas sus preocupaciones resultaros inútiles y pudo volver a relajarse. Hasta hacía muy poco.

¿Por qué andaba esa gente hurgando en el caso otra vez? ¿No estaba satisfecha la policía con el resultado? ¿Para qué revolverlo todo de nuevo? Suspiró en voz alta. ¿En qué había estado pensando? Aunque Alli fuera casi siempre tan aburrido como un muerto y anduviera ya perdiendo todo interés en su matrimonio, eso no quería decir que ella deseara quitárselo de encima. Además, había muchas cosas que le hacían querer conservarlo. Tenía cuarenta y tres años y ya era demasiado mayor para volver a entrar en el circuito.

Qué tonta había sido. Acostarse con el inquilino. Además, aquel apartamento se lo habían alquilado a hombres mucho más atractivos que aquel alemán majareta. No podía estar en su sano juicio… aparte de que sucedió más de una vez, y más de dos. El sexo con él había sido divertido… eso no se podía negar. Hasta tenía algo de aventura; seguramente porque sabía que no debería estar haciéndolo. Además, Harald era mucho, pero que mucho más joven que su marido, tanto más delicioso por eso mismo. Si no hubiese estado siempre tan terriblemente chiflado por toda clase de anillos y cicatrices y alfileres.

Piensa, piensa… respiró hondo. ¿Cómo iban a enterarse? Nadie lo sabía, por lo menos ella no se lo había contado a ningún bicho viviente. Sólo la razón le había impedido ponerse a presumir delante de su mejor amiga. Y Harald difícilmente habría hablado de aquello. Él no tenía necesidad de presumir: siempre había un montón de mujeres jóvenes subiendo a su apartamento. Si tuviese necesidad de alardear de su vida sexual, siempre podía presumir de ellas. Se pensó mejor el asunto… aquel «montón» eran en realidad principalmente dos chicas, una alta y pelirroja, la otra menudita y rubia. De lo otro difícilmente se habría puesto a hablar, por lo menos la policía no se había olido nada en absoluto. Había hablado brevemente con ellos varias veces y nunca salió nada, ni en lo que dijeron ellos ni en una insinuación que pudiese indicar que no viesen su relación con Harald como la habitual entre casera e inquilino. Además, y.i se había acabado todo. Harald le había dicho que no podía continuar, que tenía una serie de cosas pendientes. Al recordarlo hizo una mueca. Habría preferido ser ella quien rompiera la relación… no él. En realidad, el que le diera las gracias tan efusivamente por las horas que habían pasado juntos no impidió dejarla tirada. Enrojeció al pensarlo. Pobrecita inocente. Le había fastidiado tanto saber qué era lo que pasaba y que él no dijese nada. Y es que había empezado con una novia. Gurra los había visto entrando y saliendo del apartamento varias veces, la semana antes del asesinato. Era una chica nueva que no había ido nunca antes al piso de Harald; por lo menos que Gurra supiese. Hablaban alemán entre ellos, de modo que la chica debía de ser compatriota suya… a lo mejor, a la hora de la verdad, las islandesas no le resultaban suficientemente buenas. Su cólera creció con la hipocresía de Harald; no había nada malo en que ella siguiese engañando a su marido, pero él era demasiado bueno para engañar a su mierda de novia.

Y qué, ya estaba acabado todo, y lo que había que hacer ahora era no darle vueltas a una cosa que quizá no llegaría nunca a salir a la superficie. Se dirigió hacia el lavadero. Hacía tiempo desde que pasó por allí la última vez. Daba al pasillo y se podía entrar desde su propia casa y desde la puerta de la calle del apartamento de Harald. Aquél era uno de los pocos cambios que hicieron en la casa cuando decidieron comprarla y alquilar el piso de arriba. Quitó el pestillo y entró. Claro que sí, aquí sí que podía encontrar algo que hacer. Aún había restos de los sabuesos que lo recorrieron todo husmeando en busca de drogas. Por suerte no encontraron nada de eso: Gurra no sabía si aquello los hubiera convertido en sospechosos a Alli y a ella, o si los hubieran puesto en una lista, caso de encontrarse droga en aquel espacio común. Por lo menos pidieron que les dejaran estar presentes en el registro. Y no es que hubieran tocado nunca las drogas, al menos ella. Quién sabe si Alli la había probado en alguno de sus interminables viajes. En cualquier caso no sucedió nada: la policía puso a los perros a olisquear por allí dentro y cuando parecieron satisfechos, el grupo entero se marchó sin decir ni una palabra más. Habían mirado dentro de la secadora y la lavadora, más por curiosidad que por cualquier otro motivo. Pero tampoco hicieron las cosas demasiado a fondo.

Abrió el armario y sacó el cubo y la fregona. Al hacerlo apareció una caja grande. Se quedó mirándola. La última vez que había fregado allí, en el armario, no había ninguna caja. En realidad estaba vacío, aparte de los trastos de limpieza de las dos viviendas. Sacó la caja con mucho cuidado. Tenía que ser de Harald. Intento recordar cuándo había sido la última vez que había fregado allí. Dios mío… fue allí precisamente donde Harald la dejó colgada. Había entrado a poner la lavadora y cuando hizo notar (para que no hubiera malentendidos) que estaba allí ocupada, apareció él a comunicarle tan sonriente que el asunto se había acabado. Aquella caja la había dejado allí en algún momento justo antes del crimen. ¿Por qué? Nunca aceptó utilizar el espacio que ella le ofreció en el trastero. Las cuatro estanterías destinadas a los inquilinos estaban vacías. ¿Podía ser que le hubiese querido ocultar algo a su nueva amante, lo hubiese metido en la caja y la hubiese dejado luego allí dentro? Teniendo en cuenta cómo acabó y lo raro de la decoración de su apartamento, era dudoso que tuviese algo que ocultar. Gurra dio las gracias de todo corazón. A menos que se hubiera dedicado a hacer fotos de sus anteriores compañeras de sexo y luego hubiese querido evitar que la chica nueva las encontrase. Pocas cosas había más repelentes que pensar en el sexo de esa forma: saber que al cabo de un rato una misma formaría parte de la colección. Gurra se cogió la cabeza entre las manos. Entonces podía ser que también ella estuviese allí, en un carrete o en una foto. Se quedó inmóvil mirando fijamente la caja que tenía a sus pies. Había que abrirla. No quedaba otra solución. Abrir la caja y comprobar que no había en ella nada que pudiera traicionar su secreto.

Gurra se inclinó y apretó las alas de cartón para abrirlas. Clavó los ojos en lo que había dentro. Nada de fotos… nada de carretes. Eran trapos que envolvían unos objetos, seguramente frágiles, así como unos papeles en fundas de plástico. Se sintió enormemente aliviada. Cogió uno de los papeles y vio que era una carta antiquísima, que imaginó sería valiosa. Pero no comprendía la letra ni el texto, de modo que se puso la carta debajo del brazo… la miraría más tranquilamente después. Hojeó el resto de los papeles y comprobó, con gran alivio, que tampoco tenían nada que ver con la vida sexual o privada de Harald. Una de las hojas le llamó la atención. Estaba muy mal escrita, unos fragmentos a medio terminar, en tinta roja, y el papel (si aquello era papel) era espeso, oscuro y de tacto de cera. El texto era de lo más extraño y había runas o signos de alguna clase dibujados en la parte inferior de la hoja. Y estaba firmada con los nombres de dos individuos; ninguna de las dos firmas era legible, pero por el contrato de alquiler reconoció una de ellas como la de Harald. Volvió a meter el papel en la caja. Qué raro.

Gurra hurgó entre las cosas que había hasta llegar a los objetos frágiles que estaban envueltos en paños, en el fondo de todo. Sacó uno de los envoltorios y lo levantó con cuidado. No pesaba mucho… en realidad era como si dentro de los paños no hubiese nada. Lo abrió con mucha cautela y se quedó perpleja mirando lo que contenía. Soltó un grito, estrujó la carta antigua y soltó el paño. Salió corriendo del lavadero y cerró con llave.


Gunnar levantó el teléfono y marcó el número de Maria, la directora del Instituto Árni Magnússon. Era bastante probable que siguiera allí, aunque fuera sábado. Se acercaba una importante exposición y si la última exposición del mismo tamaño había enseñado algo es que el Instituto estaba lleno a todas horas.

—Hola, Maria, aquí Gunnar. —Procuró que la voz sonara adecuadamente autoritaria: la voz de un hombre que no tiene nada que ocultar y que no alberga deseo alguno de aparentar más de lo que era.

—Ah, eres tú —La lacónica respuesta indicaba que no lo había conseguido—. Justamente iba a ponerme en contacto contigo. ¿Tienes alguna noticia que darme?

—Sí y no —respondió el decano lentamente—. Estoy en el buen camino de encontrar el documento, creo.

—Me siento mucho mejor ahora que crees que lo estás —dijo ella con ironía.

Gunnar se esforzó por no dejarse arrastrar a una discusión.

—He descartado toda posible sospecha de que esté aquí y me he puesto en contacto con los representantes de la familia de Harald, que van a buscar a fondo en su casa. El documento está allí… de eso estoy completamente seguro.

—¿Quieres decir que crees que estás completamente seguro?

—Escucha, te he llamado sólo para que sepas cómo van las cosas… no es hora de venirme con reproches —dijo Gunnar, aunque lo que realmente le apetecía era colgar.

—Muy bien, perdona. Esto anda muy revuelto por culpa de la exposición. Estoy un tanto cabreada. No te lo tomes tan a la tremenda —dijo María en un tono de voz más amable. Y añadió entonces, en el mismo tono de antes—: Pero sigo manteniendo lo que dije, Gunnar. Sólo te quedan unos días para encontrarlo. No puedo verme en un apuro así por culpa de vuestros estudiantes.

Gunnar pensó cuántos serían «unos» días. Seguramente no más de cinco, más probablemente andaría por los tres. No quería presionarla dando una respuesta más precisa por miedo a que redujese el plazo.

—Me hago cargo… te informaré en cuanto sepa algo.

Se despidieron bastante secamente. Gunnar escondió la cabeza entre las manos y se apoyó en los codos. Aquella carta tenía que aparecer. Si no… seguramente podría ir despidiéndose de su puesto. No resultaba admisible que un decano se viese involucrado en el robo de bienes pertenecientes a una institución extranjera. El odio ascendió por su interior. Aquel maldito Harald Guntlieb. Antes de que apareciese él, Gunnar tenía ciertas expectativas de llegar a presentarse a rector en un plazo breve. Ahora había pasado a soñar con que la vida pudiese seguir como hasta entonces. Así estaban las cosas. Llamaron a la puerta.

Gunnar se incorporó y dijo en voz alta:

—Entre.

—Buenas, perdone que le moleste un momento. —Era Tryggvi, el conserje. Entró y cerró la puerta tras de sí. Fue lentamente hasta el escritorio de Gunnar y rechazó el asiento que éste le ofreció. Extendió el brazo y abrió la mano, con la palma hacia arriba.

—Una de las limpiadoras encontró esto en el local de la asociación de estudiantes.

Gunnar se estiró para mirar una pequeña estrella de acero. La observó con detenimiento y luego miró a Tryggvi, extrañado.

—¿Qué es esto? No debe de tener ningún valor.

El conserje carraspeó.

—Creo que es una estrella de los zapatos del Harald ese. La limpiadora la encontró el otro día, pero hasta hoy no me dijo nada.

El decano le miró sin comprender.

—¿Y qué? No entiendo nada.

—Hay más. Si la he comprendido bien, también encontró sangre en una de las ventanas. —Tryggvi miró a Gunnar a los ojos, aparentemente esperando su reacción.

—¿Sangre? ¿No le estrangularon? —preguntó Gunnar perplejo—. ¿No será sangre vieja?

El conserje se encogió de hombros.

—No lo sé. Sólo quería traerle esto… ya decidirá usted lo que hacer con ello. —Iba a darse la vuelta para marcharse, pero se detuvo—. En realidad le hicieron otras cosas, además de estrangularle.

Gunnar sintió que se le revolvía el estómago al recordar su espeluznante encuentro con el cadáver.

—Sí, tiene razón. —Miró desconcertado la estrella. Levantó la mirada cuando Tryggvi volvió a hablar.

—Estoy seguro de que es de los zapatos que llevaba cuando lo asesinaron. Pero, naturalmente, no tengo ni idea de si la estrella se le había caído antes.

—Ya, claro —murmuró el decano. Apretó los dientes, miró decidido a Tryggvi, se puso en pie y dijo—: Muchas gracias, a lo mejor no tiene ninguna importancia, pero hizo bien en informarme.

El conserje asintió con un lento movimiento de cabeza.

—En realidad hay más —dijo mientras sacaba del bolsillo una toalla plegada—. La que limpió la sala de los estudiantes el fin de semana que se cometió el crimen halló restos de sangre en el suelo, que alguien había intentado limpiar. Y también encontró esto. —Entregó la toalla a Gunnar—. Creo que no estaría mal hablar con la policía.

Dio las gracias y salió. Gunnar volvió a sentarse, clavó los ojos en la estrella y se puso a pensar qué debía hacer. ¿Tendría aquello alguna importancia? ¿Una llamada telefónica a la policía volvería a removerlo todo y habría que empezar de nuevo con el caso? Eso no podía ser. Eso no podía ser de ninguna manera, justo ahora que todo se estaba sosegando por fin. Aparte de aquella mierda de carta, claro. Aquello tendría que esperar hasta el lunes. Abrió la toalla. Le llevó un tiempo hacerse una idea de la relación que aquel objeto sin importancia podía tener con el caso. Cuando se dio perfecta cuenta, apenas pudo ponerse una mano delante de la boca antes de soltar un grito. Levantó el teléfono y marcó el 112. Aquello no podía esperar hasta el lunes.

Capítulo 26

El viaje a Ranga fue de película. El buen tiempo había continuado y, aunque todo estaba cubierto de nieve, la atmósfera era tranquila y luminosa. Þóra iba sentada de lo mas contenta en el asiento delantero del nuevo todoterreno de alquiler, contemplando lo que se le ofrecía ante los ojos. Estuvo machacando a Matthew con la importancia de conducir despacio al descender por Kambar, contando historias y más historias de accidentes de circulación, con la consecuencia de que atravesaron la zona a velocidad de tortuga. Þóra perdió enseguida la cuenta de los coches que les adelantaban. Aprovechó el tiempo para revisar una de las dos carpetas que les había entregado la policía, y que según dijeron contenía la totalidad de los informes. Se entretuvo en los detalles de la camiseta encontrada en el armario de Hugi.

—¡Toma!—exclamó sin darse cuenta.

Matthew se sobresaltó y la velocidad del coche se redujo aún más.

—¿Qué?

—La camiseta —dijo Þóra exaltada, golpeando con un dedo sobre la página abierta—. La camiseta esta es la que vi en las fotos de la operación de la lengua. 100% Silicon. Eso pone.

—¿Y? —preguntó él sin comprender.

—En las fotos se veía una camiseta en la que ponía 100 y luego …ilic… o algo por el estilo. Aquí dice que la camiseta que se encontró en el armario de Hugi tenía la inscripción 100% Silicon. La sangre ha quedado fuera de juego. —Satisfecha consigo misma, cerró de golpe la carpeta.

—Él tendría que recordarlo —dijo Matthew—. Uno no se mancha la ropa con la sangre de otro todos los días.

—Tú y yo quizá no —respondió Þóra—. ¿Recuerdas que Hugi dijo que no había visto nunca la camiseta? Quizá no recordaba ya nada de aquello.

—Quizá —convino él. Continuaron en silencio un rato pero al atravesar el puente del río Ýtri Rangá, en Hella, dejó escapar de pronto—: Las dos llegan mañana.

—¿Las dos? ¿Quiénes?

—Amelia Guntlieb y su hija Elisa —dijo Matthew sin apartar los ojos de la carretera.

—¿Eh? ¿Que vienen? —preguntó Þóra perpleja—. ¿Por qué?

—Tenías razón. La hermana de Harald estuvo en su casa justo antes del crimen. Quiere hablar con nosotros… tengo entendido, según me contó su madre, que Harald le había hablado de en qué andaba trabajando. Aunque desde luego no en detalle.

—Ah, vaya —dijo Þóra—. Comprendo lo de la hermana… ¿pero y la madre? ¿Viene a hacer de carabina mientras hablamos con su hija?

—No. Viene para charlar contigo. En privado. De madre a madre… son sus propias palabras. Ya sabes que tenía intención de hablar contigo. ¿Creías que iba a ser por teléfono?

—Sí, claro. ¿De madre a madre? ¿Para comparar nuestros libros de educación de los hijos? —Nada le apetecía a Þóra menos que verse en persona con aquella mujer.

Matthew se encogió de hombros.

—No lo sé; yo no soy madre.

—¡Cojonudo! —exclamó ella dejándose caer sobre el respaldo del asiento. Empezó a reflexionar, pero volvió a tomar la palabra con prudencia—. La hermana… ¿puede estar involucrada en el caso de alguna forma?

—No. Excluido.

—Si se me permite preguntar: ¿por qué está excluido?

—Porque está excluido. Elisa no es así. Además, dice que regresó el viernes; cogió un vuelo de Keflavík a Francfort.

—¿Y eso te basta? ¿Que lo diga ella? —preguntó la abogada, extrañada por la simpleza de Matthew.

Éste miró un instante a Þóra y luego otra vez a la carretera.

—No del todo. Lo comprobé y, créeme, cogió ese vuelo.

Þóra se quedó sin saber qué decir. Al final resolvió que era preferible no hacer más observaciones hasta hablar con la chica personalmente. Quizá Matthew tenía razón. También podía ser que ella no entrara en cuestión como posible asesina. Se percató de un cartel que decía «Hótel Rangá».

—Allí. —Þóra le indicó una desviación a la derecha al lado del cartel, que conducía hacia el hotel. Siguieron la pista en dirección al río y llegaron a un gran edificio de madera.

—¿Sabes? Creo que hace dos años que no me alojo en un hotel —dijo mientras salía del coche y entraba en el edificio con su maletín—. Desde que me divorcié.

—Naturalmente, estás bromeando —dijo Matthew cogiendo su propia bolsa.

—No, te lo juro —respondió ella, y a nadie le pasaría desapercibido que estaba deseosa de romper aquella rutina—. Hicimos un último intento de salvar nuestro matrimonio con un viaje de vacaciones a París hace dos años, y desde entonces no he salido al extranjero. Curioso, ¿no?

—¿El viaje a París no tuvo efectos beneficiosos? —preguntó Matthew mientras le abría la puerta. Þóra resopló.

—Ninguno. Estábamos en nuestro intento final de salvar nuestra relación, y en lugar de sentarnos frente a unas copas de vino para charlar del tema… para encontrar un clavo ardiendo al que agarrarnos… él se pasó el tiempo pidiéndome que le hiciera fotos junto a un monumento tras otro. Fue una auténtica sentencia de muerte.

En la puerta, o justo al lado de ella, encontraron un gigantesco oso blanco… erguido sobre las patas traseras y dispuesto a atacar. Matthew fue hacia él y se colocó a su lado.

—Hazme una foto. En serio, venga.

Þóra hizo una mueca y se acercó al mostrador de recepción. Detrás del monitor del ordenador estaba sentada una mujer de mediana edad con chaqueta oscura de uniforme y camisa blanca. Sonrió a Þóra, que le informó de que habían reservado dos habitaciones y dio los nombres. La mujer tecleó algo en el ordenador, cogió dos llaves y les indicó dónde se encontraban las habitaciones. Þóra echó mano al bolso y estaba a punto de marcharse cuando decidió comprobar si la mujer recordaba que Harald se hubiese hospedado allí. A lo mejor había preguntado alguna dirección o alguna información que pudiera ponerlos a Matthew y ella en el buen camino.

—El otoño pasado se alojó aquí un amigo nuestro, su nombre es Harald Guntlieb. ¿Quizá podría usted recordarlo?

La mujer miró a Þóra con el gesto de quien recibe toda clase de preguntas sin que ninguna de ellas sea tan pueril como para que no se pueda plantear.

—No, ahora mismo no recuerdo ese nombre —respondió con amabilidad.

—¿Podría comprobarlo en el registro? Era alemán, con toda clase de piercings en la cara. —Þóra intentó sonreír… y aparentar que era algo de todos los días.

—Puedo intentarlo. ¿Cómo se deletrea el nombre? —preguntó la recepcionista, volviéndose hacia la pantalla.

Þóra fue diciendo las letras una tras otra y esperó mientras la mujer obtenía los datos del registro de Harald. Desde donde se encontraba, al lado del mostrador, Þóra vio que el listado apareció en la pantalla, al pie de otros varios.

—Aquí lo tenemos —dijo por fin la mujer—. Harald Guntlieb, dos habitaciones para dos noches. El otro huésped era Harry Potter. ¿Es correcto? —La mujer no dio señal alguna de que el último nombre le hubiera resultado extraño.

Þóra dijo que sí.

—¿Les recuerda? —preguntó esperanzada.

La mujer estudió la pantalla y sacudió la cabeza.

—No, lo siento. En esa época ni siquiera estaba trabajando aquí. —Miró a Þóra—. Estaba de vacaciones en el extranjero. Cuando trabajas en este ramo es difícil marcharse en verano. Volvió a mirar la pantalla. El barman quizá le recuerde. Ólafur (le llamamos Óli) sí que estaba. Tiene turno esta tarde.

Þóra le dio las gracias y se pusieron en marcha hacia sus habitaciones. Cuando estaban a punto de desaparecer por la esquina del pasillo, la mujer les llamó.

—Veo también que tomó prestada una linterna en recepción.

Þóra se volvió.

—¿Una linterna? —preguntó—. ¿Pone para qué?

—No —respondió la mujer—. Sólo lo anotaron para asegurarse de que la devolvía al marcharse del hotel. Y es lo que hizo.

—¿Puede comprobar si fue durante la noche? —preguntó Þóra. Quizá Harald había perdido algo en la explanada del exterior y quiso ir a buscarlo.

—No, fue el que estaba de turno de día quien le prestó la linterna —respondió la mujer—. Pero sólo por curiosidad… ¿no es éste el nombre de un estudiante alemán al que asesinaron en la universidad?

Þóra le dijo que sí y le dio las gracias por su ayuda. Matthew y ella continuaron hacia sus habitaciones, que resultaron estar contiguas.

—¿Nos tomamos media horita de descanso? —preguntó Þóra al ver su confortable habitación. La gran cama era atrayente y le despertó el deseo de tumbarse a la bartola un ratito… el edredón era grueso y mullido, y las sábanas estaban perfectamente planchadas. Ella no veía una cosa así todos los días. Su propia cama la recibía todas las noches completamente deshecha, pues siempre salía por las mañanas a toda prisa.

—Sí, claro, perfecto —respondió Matthew… que, obviamente, era de su misma opinión—. Dame un toque en la puerta cuando estés lista. Y recuerda que siempre serás bienvenida a mi habitación. —Le guiñó un ojo y luego cerró la puerta antes de que Þóra atinase a responder algo.

Después de dejar el maletín y el abrigo y de echar un vistazo al baño y el minibar, Þóra se dejó caer de espaldas sobre la cama. Allí se quedó con los brazos en cruz, disfrutando del instante. Pero no duró mucho… desde su bolso sonó la señal de llamada del móvil. Se incorporó con un quejido y sacó el teléfono.

—Diga.

—¡Hola, mami! —dijo la alegre voz de su hija Sóley.

—¡Hola, bicho! —respondió Þóra, que sonrió al oír su voz—. ¿Qué estás haciendo?

—Puf —exclamó la niña con bastante menos alegría—. Vamos a montar a caballo. —Y dijo algo en voz tan baja que Þóra casi no pudo entender sus palabras, más aún porque su hija había pegado la boca completamente al teléfono para que nadie más pudiera oírla. Le habló con tono de estar contando algún secreto—. No tengo ni pizca de ganas. Los caballos son malos.

—¡Eh!—dijo Þóra, intentando dar ánimos a su hija—. No son malos, los caballos son siempre buenísimos. Ya verás qué bien lo pasais… ¿Hace buen tiempo?

—Gylfi tampoco quiere ir —susurró Sóley—. Dice que los caballos son cosa del pasado.

—Ahora cuéntame algo divertido, ¿qué hicisteis hoy? —preguntó la madre, consciente de que no era la persona más adecuada para salir en defensa de los caballos.

La niña se puso otra vez contenta.

—Tomamos un helado y vimos los dibujos de la tele. Fue divertidísimo. Oye, Gylfi quiere hablar contigo.

Antes de que Þóra pudiese despedirse de la niña, en el teléfono sonó la voz de su hijo.

—Hola —dijo en tono mustio.

—Hola corazón —respondió Þóra—. ¿Qué tal todo?

—Horrible. —Gylfi intentaba no susurrar… si acaso, Þóra se dio cuenta de que había bajado el tono de voz—. Tengo que hablar contigo un momento cuando vuelvas a casa.

—Por fin, corazón —contestó Þóra, sin saber si alegrarse de que por fin se hubiera decidido a abrirse o lamentarse por lo que le iba a decir—. Estupendo, ya tengo ganas de que sea pasado mañana para charlar un poco. —Se despidieron y la madre hizo otro intento de tumbarse… sin éxito. Al final se levantó y se dio una ducha caliente.

Mientras se secaba con las blanquísimas y mórbidas toallas, los ojos de Þóra fueron a dar al folleto que reseñaba los principales atractivos turísticos de los alrededores. Lo estudió por encima en busca de lugares que hubieran podido resultarle atractivos a Harald. Ciertamente había mucho donde elegir, pero pocos sitios parecían guardar alguna relación con el caso. Sin embargo, algunos despertaron su atención. Obviamente era el caso de Skálholt, por ejemplo, que tenía relación directa con Harald por el interés de éste por los obispos Jón Arason de Hólar y Brynjólfur Sveinnson. Había otros dos lugares que le parecieron posibles puntos de interés: el volcán Hekla y unas grutas de tiempos de los monjes irlandeses, las cuevas de Ægisíða, en las afueras de Hella. Þóra sintió auténtica curiosidad por leer algo al respecto, pues estaba bastante segura de no haber oído nunca hablar de ellas. Dobló la esquina de las páginas que trataban de aquellos tres lugares. Luego se vistió, cuidando de elegir ropa caliente —y en cantidad suficiente— aunque en principio no pareciera necesario. Si tenían que adentrarse en unas cuevas, era muy recomendable ir bien preparados. Se imaginó a Matthew con sus zapatos de vestir, trepando a gatas por las rocas. Por pura mala idea, decidió no hablarle de las cuevas hasta que hubieran salido hacia allá y estuvieran suficientemente lejos del hotel. Se sujetó el pelo con un elástico, cogió el chaquetón y salió. No había hecho más que separar la mano tras dar unos golpecitos en la puerta de la habitación de Matthew cuando éste abrió. Þóra miró su apariencia y sonrió.

—Espléndido traje —dijo, contenta de imaginar lo que iba a pasar—. Y magníficos zapatos. —Éstos en cuestión habían costado, sin duda, un montón de dinero, a juzgar por su elegante aspecto, y Þóra reprimió los remordimientos de conciencia por no advertirle. Evidentemente, Matthew debía de tener una buena colección de zapatos.

—Esto no es un traje—dijo Matthew medio enfadado—. Son pantalones y una chaqueta de sport. Hay diferencia. Aunque supongo que tú no la conocerás demasiado bien.

—¡Oh, discúlpeme usted, señor Kate Moss!—exclamó ella, ya completamente en paz con su conciencia y carente de la más mínima piedad hacia aquellos zapatos.

Matthew prefirió no replicar y cerró la puerta tras de sí, blandiendo las llaves del coche.

—Bueno, ¿adonde vamos?

Þóra miró el reloj de su móvil, que había metido en el bolsillo del chaquetón.

—Creo que lo mejor sería empezar por Skálholt. Van a ser las cuatro y deberíamos ir a ver.

—Genial, señora guía —dijo él mirando preocupado el aspecto de Þóra—. Sabes que hay un magnífico restaurante en el hotel, ¿verdad? ¡No necesitamos cazar para comer!

—Ja, ja —respondió Þóra—. Prefiero andar caliente aunque parezca ridícula que preocuparme de si voy a pasar frío. Además, creo que voy de lo más cool para el frío que hace.

Cuando llegaron a Skálholt había empezado a oscurecer. Entraron a toda prisa en la iglesia, que estaba abierta, y se pusieron a buscar a alguien con quien hablar. Al poco, encontraron a un hombre joven que les dio la bienvenida y les preguntó si podía ayudarles. Le explicaron que esperaban poder encontrar a alguien que pudiese haber recibido a un amigo suyo hacía cierto tiempo, y describieron el aspecto de Harald.

—Anda —dijo el joven cuando Þóra estaba en plena explicación del piercing de la ceja derecha de Harald—. ¿No estaréis hablando del estudiante que asesinaron hace poco? ¡Fui yo quien le atendió!

—¿Sería posible que recordaras a qué había venido aquí? —preguntó Þóra con una gran sonrisa.

—Vamos a ver… si no recuerdo mal, lo que quería principalmente era hablar de Jón Arason y su ejecución. Sí, y también de Brynjólfur Sveinsson. —Les miró y añadió rápidamente—: No es nada infrecuente… aquí vienen muchas personas que conocen esas historias al detalle y quieren saber más. Son historias de lo más apasionantes, aunque un tanto trágicas y penosas. A la gente le resulta especialmente interesante que hicieran falta siete hachazos para decapitar a Jón Arason; a decir verdad le machacaron la cabeza.

—¿Simplemente quería saber cosas en general sobre los dos obispos? —preguntó Þóra—. ¿O se interesó por algo en especial, en relación con ellos?

El joven se dirigió a Matthew:

—No sé cuánto sabéis sobre la historia de Jón Arason.

Matthew comprendió que la pregunta iba dirigida principalmente a él, y no hizo esperar su respuesta.

—Pues sé sobre él tanto como sobre su madre. O sea, nada.

—Pues bueno. —El joven no parecía demasiado propenso a escandalizarse—. Para abreviar la historia, Jón Arason fue el último obispo católico de Islandia; su sede estuvo en Hólar, en el Hjaltadalur, al norte del país, a partir de 1524, y por un tiempo la otra sede episcopal islandesa, Skálholt, también estuvo bajo su jurisdicción. Lo decapitaron aquí en Skálholt en el año 1550, por orden de Christian III, rey de Dinamarca desde 1537, pues el catolicismo romano tenía que ser erradicado de Islandia como de las demás tierras del rey. Jón Arason intentó impedirlo y se enfrentó a los partidarios de la nueva fe, pero no consiguió nada y acabó en el patíbulo. La ejecución en sí es un capítulo especial, pues quince días antes había sido declarado inviolable hasta la próxima gran asamblea, lo que llamamos Alþingi, como nuestro actual Parlamento, de manera que el juez del Alþingi fue considerado parte del caso, igual que los dos hijos del obispo. También a ellos se les quitó la vida.

Matthew frunció las cejas.

—¿Sus hijos? ¿Pero no era un obispo católico? ¿Cómo podía tener hijos?

El joven sonrió.

—Islandia era una especie de excepción (desconozco a qué pudo deberse), pero, en todo caso, clérigos, diáconos y obispos podían tener una concubina o barragana. Más aún, podían hacerlo mediante un contrato que prácticamente poseía la misma validez que el matrimonio. Si tenían hijos, pagaban una multa y todos tan felices.

—Y contentos —apostilló Matthew con gesto de asombro.

—Mucho. —Fue la alegre respuesta—. Vuestro amigo Harald parecía conocer bien esta historia: la había estudiado a fondo. Lo que os estoy explicando ahora no es más que un resumen apresurado y de todo menos exhaustivo. Pero que me conduce finalmente a lo que me habíais preguntado. —Miró a Þóra, que ya había olvidado completamente la pregunta, aunque procuró que no se le notara—. Este amigo vuestro estaba especialmente interesado en una cosa cuando habló conmigo: la imprenta que Jón Arason hizo traer a Islandia en 1534, la primera que hubo en este país, que se instaló en Hólar, y también en lo que había hecho imprimir en ella.

—¿Y? —preguntó ella—. ¿Cuál fue la respuesta?

—A grandes preguntas… —respondió el joven—. Para empezar, no se sabe prácticamente nada sobre lo impreso en los primeros tiempos. Algunas fuentes indican que se imprimió un libro de horas para sacerdotes: una especie de manual con la relación de las misas, salmos y demás, y que también se imprimieron los cuatro evangelios, el Nuevo Testamento, en algún momento. En segundo lugar, por lo que yo sé, es poco lo que se sabe sobre la imprenta en tiempos de Jón Arason. Recuerdo que vuestro amigo hizo varias preguntas bastante extrañas… por ejemplo, si Jón Arason habría podido querer editar un libro extraordinariamente popular en esos tiempos. Yo pensé que se refería a la Biblia , pero él se rió de mí. No fui capaz de comprender su sentido del humor.

—Seguro, le creo —respondió Matthew mirando a Þóra—. ¿El Malleus? —Ella había pensado lo mismo. El Malleus Maleficarum fue el libro más impreso de la época, aparte de la Biblia. Quizá Harald estuviera intentando averiguar si se había llegado a imprimir en este país. Un ejemplar de esa edición sería extraordinariamente valioso, naturalmente, aparte del valor como pieza de colección que pudiese tener para un coleccionista tan entusiasta como él.

—¿Y qué es lo que quería saber sobre Brynjólfur Sveinsson? —preguntó Þóra.

—Pues era un tanto peculiar —respondió el joven—. Al principio lo único que le interesaba era ver su tumba… lo que no es posible, porque aún no ha sido hallada.

La abogada le interrumpió.

—¿No se ha encontrado? ¿No le enterraron aquí?

—Sí, desde luego que sí, pero había expresado su deseo de ser enterrado fuera de la iglesia, al lado de su mujer y sus hijos. Ésa es la explicación habitual, pero aún no se ha podido excavar. Quiso descansar en una tumba sin nombre.

—¿No era eso un poco raro? —preguntó Þóra.

—Sí, mucho. La tumba fue marcada más tarde, con una lápida que permaneció durante treinta años. Después se deshizo y no fue sustituida… aunque se dieron instrucciones de hacerlo. En realidad, nadie sabe porqué no se hizo enterrar bajo el suelo de la iglesia, como era costumbre en la época. Se dice que había visto el tumulto que se formaba cuando asistió al sepelio de uno de los sacerdotes de la iglesia de Skálholt. Quizá deseaba que aquella costumbre se aboliera.

—¿Y fue así? —preguntó Matthew—. ¿Se abolió?

—No, no, qué va. Quizá tampoco fuera ése el motivo. Él era un hombre derrotado cuando falleció. Es comprensible… morir solo, aquel hombre tan importante, toda su familia muerta y ningún descendiente. Es un destino que conmueve a quien oye su historia.

—Pero dijiste que Harald al principio tenía interés en ver la tumba de Brynjólfur… ¿Luego cambió de parecer, o qué pasó?

—Sí, desde luego. Me puse a hablar con él sobre Brynjólfur, un poco de todo, cuando vi que se había llevado una decepción con la tumba. Le enseñé el sótano y le mostré la exposición de antigüedades que tenemos allí. Luego salí a enseñarle las excavaciones arqueológicas. Después surgió el tema de los manuscritos de Brynjólfur; ¿sabíais que tenía una gran colección de manuscritos islandeses y extranjeros? —Þóra y Matthew sacudieron la cabeza: no tenían ni la menor idea al respecto—. ¿Sabíais que le regaló a Federico, el rey de Dinamarca, algunos de los pergaminos más importantes del país? —Þóra sacudió la cabeza—. Vuestro amigo se puso de lo más excitado cuando empecé a hablarle de los manuscritos, y quiso saber qué había sido de ellos tras la muerte de Brynjólfur. No se lo pude decir con exactitud, aunque sí sabía que los libros extranjeros se los dio a un hijo, por entonces aún muy niño, del corregidor de Bessastaðir, un danés llamado Johann Klein, y los libros islandeses los repartió entre su sobrina Helga y su cuñada Sigríður. Sí que recuerdo que parte de los libros extranjeros desaparecieron; por lo menos, algunos ya no estaban cuando Johann Klein vino desde Bessastaðir para recogerlos. Se dice que la gente de Skálholt escondió una parte de esas obras para que no se los llevaran a Dinamarca. Esos libros y manuscritos nunca han aparecido. Ni siquiera se sabe exactamente de qué libros se trataba.

—¿Dónde pudieron haberlos escondido? —preguntó Þóra mirando a su alrededor. El joven sonrió.

—Aquí dentro no. Este edificio es de 1956. La iglesia antigua, que Brynjólfur mandó construir en los años 1650-1651, se derrumbó en un terremoto en 1784.

—¿Y no habéis intentado encontrarlos?

—Aún no hemos encontrado la tumba de Brynjólfur y su familia, aunque exista una descripción del lugar. Murió en 1675. Mucho menos aún podemos haber encontrado unos libros que pudieron haber estado enterrados aquí en la época… quizá. Tampoco se sabe a ciencia cierta qué fue de los libros que fueron a parar a los herederos de la biblioteca, aunque tengo entendido que el Instituto Árni Magnússon consiguió hacerse con algunos de ellos al fundar su colección de manuscritos. Pudieron identificar los libros de Brynjólfur por su monograma.

—¿BS? —preguntó Þóra por decir algo.

—No. LL —respondió el joven sonriendo.

La mujer preguntó extrañada:

—¿LL?

Loricatus Lupus, expresión latina que significa «lobo acorazado», lo mismo que el islandés Brynjólfur. —Sonrió a Þóra, que no pudo evitar chasquear los dedos: Loricatus Lupus figuraba en la hoja de Harald. Ciertamente, estaban en el buen camino, si es que aquello guardaba alguna relación con el crimen.

La conversación no se alargó mucho más. Ambos le dieron las gracias por su paciencia y se despidieron. Antes de poner el coche en marcha, Matthew se volvió hacia ella y dijo:

Loricatus Lupus, vaya. ¿No deberíamos esperar a que se vaya todo el mundo y ponernos a excavar en todas partes donde se pueda meter una pala?

—Sí, faltaría más —respondió Þóra sonriente—. Empezaremos por el cementerio.

—Tú manejas la pala… estás vestida para ese papel. Yo te iluminaré con los faros del coche.

Abandonaron Skálholt.

—Sé adonde tenemos que ir ahora —dijo Þóra con cara di inocente—. Al lado de Hella hay unas cuevas excavadas probablemente por los monjes irlandeses, a lo mejor vemos por allí algo que explique el interés de Harald por esos anacoretas. Y ahora recuerdo que me dijeron que Harald cogió prestada una linterna para ir a echar un vistazo por allí.

Matthew se encogió de hombros.

—Valdrá la pena echar una ojeada… ¿y la linterna?

—Nos pasamos por la gasolinera y compramos una.

Cando llegaron a Hella, era ya noche cerrada. Empezaron en la gasolinera, donde compraron dos linternas. Cuando le preguntaron al encargado, éste les dijo que podrían obtener información sobre las grutas en el Hotel Mosfell. Estaba muy cerca, de modo que fueron caminando. Un hombre ya mayor y muy amable salió con ellos para indicarles la localización de las cuevas, que encontrarían junto a la carretera, al otro lado del río. Les indicó además el mejor sendero, pues no era posible llegar hasta las cuevas en coche. Tras darle las gracias muy cordialmente, regresaron al coche y fueron hasta el lugar donde el hombre les había recomendado que dejaran el coche. Para gran alegría de Þóra, tenían que caminar un trecho por un herbazal que parecía pertenecer a una granja que había allí cerca. Matthew resbalaba una y otra vez debido a la suela lisa de sus zapatos, pero siempre consiguió mantener el equilibrio a base de mover los brazos a un lado y otro como un poseso, como si estuviera intentando elevarse por el aire. Cuando llegaron al borde de la hondonada que llevaba hasta las cuevas, Þóra estaba ya del mejor de los humores.

—Allí —dijo, señalando con el dedo. Miró a Matthew con cara de preocupación—. ¿Crees que podrás llegar hasta allí abajo, pobrecito mío?

Matthew frunció las cejas mirando muy serio a Þóra, intentando comportarse como un hombre. Empezó a descender por la cuesta con muchísimo cuidado, como si fuera un anciano de noventa años, mientras Þóra triscaba cuesta abajo como un corderito. Se detuvo por debajo de él, decidida a disfrutar del momento, y le gritó, movida por una irrefrenable malicia:

—¡A moverse!

Matthew dejó que aquello le entrara por un oído y le saliera por otro, y por fin llegó al final del sendero.

—¡Menudo fregado! —exclamó mientras encendía la linterna—. ¿Tanta prisa tienes por ir a cenar conmigo cuando acabemos con esto?

Þóra encendió su linterna y dirigió el haz de luz hacia los ojos de Matthew.

—Pues no, precisamente no. Vamos. —Dio media vuelta y entraron en la primera gruta—. ¡Toma! ¿Cómo se les ocurrió hacer una cosa como ésta? —dijo estupefacta, y con el rayo de luz fue recorriendo todo aquel inmenso espacio. Si había comprendido bien, aquellas grutas las habían excavado los monjes en la arenisca, con herramientas primitivas.

—¿Para qué utilizarían esto? —preguntó Matthew.

—Como refugio principalmente —se oyó decir a una voz desconocida desde la boca de la cueva.

Þóra dio un respingo del susto y se le cayó la linterna. Fue rodando por el suelo irregular de la cueva, con el rayo de luz iluminando la pared de enfrente, hasta detenerse.

—¡Dios mío, qué susto!—exclamó, y se inclinó para recoger la linterna—. No sabíamos que hubiera alguien aquí.

—Perdona, mi intención no era meteros miedo en el cuerpo —se excusó el hombre, aunque ella pensó que lo había conseguido maravillosamente bien—. Estamos empatados —dijo el hombre entonces—. Hace mucho que no me llevaba un susto como el que me ha causado tu grito. Me llamaron desde Mosfell a decirme que había unos turistas que venían para las cuevas. Pensé que a lo mejor estabais interesados en un guía. Me llamo Grímur, y soy el propietario de las tierras de ahí arriba. Las cuevas están en mi propiedad.

—Ya —dijo Þóra extrañada—. No está nada mal la finca. Y le agradeceremos que nos sirva de guía… no sabemos prácticamente na da sobre lo que estamos viendo.

El hombre entró en la cueva y empezó a explicarles lo que tenían ante sus ojos. Lo hacía en islandés, y Þóra traducía la mayor parte para Matthew. El hombre les mostró entre otras cosas cómo se pensaba que se habían producido aquellos cubículos en las paredes. Luego observaron un tubo de chimenea que había sido excavado en el techo para permitir la entrada de aire o la salida de humo. Les mostró el altar que, supuestamente, los monjes irlandeses habían tallado o esculpido en la pared detrás de la chimenea.

—Ah, aquí —exclamó Þóra emocionada y asombrada—. Esto es de lo más impresionante.

—Sí, desde luego —convino el hombre con gesto de broma—. Esta tierra siempre ha sido buena para vivir, por lo que se sabe. Hay muchos sitios donde encontrar buen cobijo.

—Desde luego. —Þóra recorrió otra vez lo que se abría a su alrededor, con ayuda de la linterna—. ¿Se han estudiado las cuevas? Quiero decir si no podría haber aquí objetos ocultos.

—¿Objetos? —El hombre parecía extrañado. Se rió—. Querida amiga, esto se estuvo utilizando como establo hasta 1950. Difícilmente puede haber nada oculto. A menos que lo hubieran ocultado con mucho cuidado, te lo aseguro.

—Aah—dijo ella decepcionada—. ¿Pero investigaron estos sitios, por decirlo así?

—No, no es eso lo que digo —respondió el hombre—. Que yo sepa, sólo una vez hubo una investigación aquí en mis cuevas.

—¿Y cuándo fue eso? —pregunto Þóra—. ¿Recientemente?

El hombre rio.

—No, recientemente no puede decirse que fuera. No recuerdo cuándo fue, pero hace un montonazo de años. Prácticamente no sacaron nada en claro, como era de esperar. Se encontraron restos de huesos de animales y unos cuantos agujeros que, según tengo entendido, se utilizaban para cocinar. —Señaló unos agujeros en el suelo, cerca del altar—. No, lo poco que había que encontrar salió a la luz hace tiempo… eso te lo aseguro.

Þóra preguntó al hombre finalmente si tenía alguna idea de la visita de Harald a las cuevas. No supo dar razón, pero añadió que aquello no significaba en absoluto que no hubiera estado allí: las cuevas no estaban valladas y cualquiera podía deslizarse hasta allá abajo sin que él se enterase.


—Ahora ve a cambiarte de ropa, Cocodrilo Dundee —dijo Matthew cuando estuvieron de vuelta en el hotel—. Estoy encantado de poder quitarme la chaqueta e irme al bar. Digamos que a recuperar el tiempo perdido en la hondonada aquella.

Þóra le hizo una mueca pero a pesar de todo se fue a cambiarse de ropa. Se puso unos pantalones de vestir y una sencilla camisa blanca; se lavó la cara y se pintó un poco los labios. No había nada malo en arreglarse una pizca cuando la invitaban a una a cenar fuera… aunque, a fin de cuentas, tampoco tenía nada malo andar vestida con cualquier cosa. Pero se detuvo un poco en aquel «a fin de cuentas». No era suficientemente convincente, y daba que pensar. Dejó de darle vueltas y se dirigió hacia el bar. Allí estaba Matthew, en animada charla con el barman… seguramente el famoso Óli. Matthew le envió a Þóra una sonrisa, visiblemente satisfecho con la transformación.

—Estupendo —dijo lacónico y conciso—. Éste es Óli. Estaba hablándome de Harald y Harry Potter… les recuerda bien. Bebían como locos y eran diferentes a los demás huéspedes.

—Eso es más bien un eufemismo —puntualizó Óli, y preguntó a Þóra qué quería beber.

—Un vino blanco, por favor —respondió ella, que preguntó a su vez qué quería decir con aquellas palabras.

—Bueno, ya ves —contestó él—. Se fueron tomando un tequila detrás de otro… pidieron una guitarra aérea y otras cosas que no se ven mucho por aquí. Hasta ahora, con excepción del tal Harald ese. Otros huéspedes permanecían ahí sentados con la boca abierta, mirando como tontos a Harald y su amigo. Fumaban como carreteros… estuve a punto de quedarme frito con tanto cigarro.

Þóra miró a su alrededor, a aquel confortable bar instalado bajo el techo de tablas. Habría podido mostrar su acuerdo… lo primero que a uno se le ocurría pedir no era precisamente una guitarra aérea… como mucho, un violín aéreo, si existía semejante cosa. Se volvió hacia Óli:

—Y Harry Potter… ¿tienes idea de cuál era su nombre real?

El barman sonrió.

—Se llamaba Dóri. Los dos acabaron demasiado borrachos para recordar que se llamaba Harry Potter, según fue avanzando la noche. No lo tenían muy claro, todo lo que tenía algo que ver con la realidad.

Más no se le pudo sacar a Óli. Se acomodaron en un gran sofá de cuero, brindaron y charlaron sobre los sucesos del día. Vino el camarero con el menú y, cuando hubieron pedido, Matthew decidió tomarse otra copa. Para gran asombro de Þóra, ella misma también había acabado la suya y no dijo que no a otra más. Después de la cena volvieron al bar, y en el tercer Cointreau, Þóra estaba ya a punto de pedir una guitarra aérea para Matthew y Óli. En lugar de eso, se recostó sobre el primero.

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