Þóra se encontraba sentada frente al ordenador del bufete cuando llegó Matthew a las nueve a recogerla. Estaba terminando de responder los emails que se habían acumulado el día anterior y que solucionó en su mayor parte reenviándoselos a Þór. Bragi la había recibido sonriente esa mañana. Seguía acariciando la idea de que el caso del alemán podría abrirles las puertas al extranjero: podría convertirse en fuente de un inagotable flujo de trabajo. Þóra no intentó cortarle las alas, porque estaba encantada de poder concentrarse en aquel caso de asesinato sin tener que ocuparse al mismo tiempo de otros asuntos menores. Había enviado un email al desconocido amigo de Harald, Mal, en el que le explicaba en pocas palabras la muerte de Harald y que Matthew y ella estaban llevando el caso en nombre de la familia Guntlieb. Al final del mensaje le solicitaba cortésmente que se pusiera en contacto con ella, pues a lo mejor disponía de alguna información de interés para el caso. Cuando Bella la llamó para avisarle de la llegada de Matthew, Þóra aún tenía un par de cosas pendientes, de modo que le dijo que le pidiera que aguardase un rato en la sala de espera, que estaría con él en cinco minutos. Se había propuesto dejar la mesa libre antes de marcharse, para no tener que volver a pasarse otra vez por el despacho. Se dio prisa en terminar, lo logró justo en los cinco minutos prometidos y apagó el ordenador satisfecha del resultado de aquel breve rato. Pensó si no sería conveniente ir más temprano por las mañanas. Aunque supusiera un cierto problema en casa, aquel rato daba muchísimo de sí, pues no tenía la molestia del telefono antes de la hora oficial de apertura del bufete.
Sacó de uno de los cajones de la mesa una pequeña grabadora, para utilizarla en el interrogatorio de Hugi. Mientras comprobaba si las pilas estaban completas, pensó en su hijo, que aquella mañana había amanecido absolutamente hecho polvo. Fuese cual fuese el problema, parecía que se había pasado la noche entera dándole vueltas, como también acostumbraba a hacer Þóra, por cierto. El muchacho tenía la cabeza en otro sitio y Þóra sólo consiguió arrancarle unas pocas palabras. En cambio, Sóley estuvo hablando sin parar, como solía hacer todas las mañanas, de modo que Þóra no encontró el momento para tener una charla a fondo con su hijo. Decidió dejarle tranquilo hasta la noche, cuando Sóley se hubiera ido a la cama. Apartó de su cabeza estos pensamientos, metió la grabadora en el bolso y salió del despacho.
Þóra se quedó sin habla al llegar a la recepción. Allí estaba Matthew, sentado junto a la mesa de Bella, enfrascado en animada conversación con la secretaria, que estaba radiante a más no poder. Ni siquiera se dieron cuenta de que Þóra ya estaba allí, y tuvo que carraspear para atraer su atención. Matthew la miró.
—Ah, es usted, creía que tardaría un poco más. —Sonrió a Þóra y le guiñó un ojo.
Þóra no podía apartar su atención del rostro de Bella, que se había vuelto anchísimo con aquella sonrisa de oreja a oreja. Resultaba hasta guapa, con un gesto tan alegre.
—Bueno, deberíamos irnos —dijo Þóra mientras cogía su abrigo—. Me alegro de verte tan contenta, Bella —añadió, dedicando a la secretaria la mejor de sus sonrisas.
La sonrisa de Bella desapareció como el rocío al salir el sol. Obviamente, los encantamientos que había intentado Matthew con la secretaria no habían funcionado.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó agria.
Þóra intentó que no trasluciera su decepción por no poder quedarse a gozar de su compañía.
—No creo que pueda volver hoy, pero te llamaré si cambian las cosas.
—Sí, sí, claro —respondió Bella fastidiosa, dando a entender con el tono de sus palabras que Þóra acostumbraba con demasiada frecuencia no dejarse ver… lo que, efectivamente, sucedía de vez en cuando.
—Ya oíste lo que dije. —Þóra fue incapaz de disimular, aunque sabía perfectamente que hacerlo sería lo más sensato—. Vamos, Matthew.
—Sí, señora —dijo Matthew enviando una sonrisa a Bella. Para gran desconsuelo de Þóra, la sonrisa se vio correspondida.
Cuando ya estaban en el coche, Þóra se puso el cinturón de ncguridad y se volvió hacia Matthew.
—¿Sabe conducir sobre terreno resbaladizo?
—Ya lo veremos —respondió Matthew mientras sacaba el coche del aparcamiento. Cuando vio el gesto en el rostro de Þóra, añadió—: No se preocupe, soy buen conductor.
—Si el coche patina, no se le ocurra frenar —dijo ella, totalmente convencida de que Matthew no tenía ni la más mínima idea del tema.
—¿Quiere conducir usted?
—No, gracias —respondió Þóra—. No me aclaro bien con esa regla del freno: si el coche empieza a patinar, yo hundo el pie en el freno sin querer… aunque sé que no debo hacerlo. Tengo muchas limitaciones a la hora de conducir.
Fueron alejándose del centro y estaban ya en el páramo cuando la mujer no pudo seguir conteniendo su curiosidad sobre la conversación de Matthew y Bella.
—¿De qué estaban hablando ustedes dos?
—¿Nosotros dos? —preguntó Matthew extrañado.
—Sí, usted y Bella, mi secretaria. Por lo general, esa chica es un auténtico callo.
—Ah, sí. Hablábamos de caballos. Me apetece montar mientras estoy aquí; se cuentan tantas maravillas de los caballos islandeses. Me estaba aconsejando.
—¿Y qué sabe ella de caballos? —preguntó Þóra, extrañada.
—Es amazona, ¿no lo sabía?
—No, no lo sabía. —Sintió lástima por los caballos que tuvieran que aguantar el peso de Bella—. ¿Qué caballos usa? ¿Hipopótamos?
Matthew miró a Þóra de reojo.
—¿Está celosa? —preguntó burlón.
—¿Y usted borracho? —soltó ella, a su vez.
Atravesaron el malpaís en silencio, en dirección a Þrengslir. Þóra contemplaba el paisaje por la ventanilla; aunque quizá pocas personas estarían de acuerdo con ella, aquél le parecía uno de los lugares más bellos del país, especialmente en verano, cuando estaba en su esplendor el musgo verde… suaves líneas de paramera cubierta dfl musgo que formaban un contraste total con las punzantes aristas de la lava. Ahora la región estaba toda cubierta de nieve y carecía de tridimensionalidad, y así no era tan impactante como en verano. Sin embargo, sobre toda la comarca se extendía una calma que inundaba a Þóra. Rompió el silencio.
—¿No le parece bonito?
Matthew echó una rápida mirada y evaluó el entorno. Prácticamente no había tráfico.
—Mucho. —Sonrió como para hacer las paces.
—No somos buen equipo, usted y yo —dijo ella, en referencia a los constantes piques que caracterizaban su relación—. Quizá deberíamos intentar una nueva táctica.
Matthew le sonrió de nuevo.
—¿Eso cree? Totalmente de acuerdo. Empecemos por tutearnos, si te parece. Eres una compañía mucho más entretenida que las que acostumbro a tener en mi trabajo. Los innumerables hombres y las pocas mujeres con las que suelo tratar son tan estirados que si haces una broma se descomponen.
Ahora le llegó a Þóra el turno de sonreír.
—Eres mejor que Bella, eso te lo aseguro. —Calló por un instante—. Dime una cosa. En la carpeta había un recorte de un periódico alemán que trataba de la muerte de un joven mientras practicaba el sexo con asfixia. ¿Por qué lo incluíste?
—Ahhh —Matthew alargó la palabra—. Esa mierda. El que se menciona en el artículo era buen amigo de Harald. Se conocieron en la Universidad de Munich y sin duda eran almas gemelas y andaban juntos en las imbecilidades con las que se entretenían. No sé cuál de los dos comenzó con esas extrañas prácticas, pero Harald juraba que era su amigo quien había empezado. Harald estaba presente cuando murió aquel joven, y se vio envuelto en largos interrogatorios y en habladurías de lo más molestas. Aunque sea una vergüenza decirlo, creo que logró librarse de las consecuencias a base de dinero… quizá te diste cuenta del gran desembolso que hay en esa época que señalé de modo especial. —Þóra asintió—. Lo incluí porque Harald murió estrangulado. Aquello podía ser de importancia para el caso. Quién sabe… a lo mejor murió de la misma forma que su amigo, aunque es más bien dudoso.
Dejaron el coche en el aparcamiento delante de la verja de la prisión de Litla-Hraun y se dirigieron al ala destinada a las visitas. El guardia les indicó que pasaran a una pequeña sala de espera en el segundo piso.
—Pensamos que podrían verse aquí; estarán muy bien, mucho mejor que en la sala de interrogatorios —les dijo—. Hugi es tranquilo y no tendría por qué causarles ningún problema.
—Muchas gracias, está muy bien —respondió Þóra mientras entraba. Se instaló en el sofá de cuero marrón y Matthew se sentó a su lado. Ella se extrañó de que se sentase allí, habiendo como había sillas de sobra.
Matthew la miró.
—Si Hugi se sienta ahí, delante de nosotros, lo mejor es que nos sentemos así. Quiero verle la cara. —Enarcó las cejas dos veces seguidas—. Y además se está estupendamente sentado aquí, tan cerquita de ti.
Þóra no llegó a responder, porque la puerta volvió a abrirse y apareció Hugi Þórisson acompañado de un funcionario. Este sujetaba por los hombros al joven, que iba totalmente encorvado, y lo hizo traspasar el umbral. Estaba esposado, pero Þóra indicó que sin duda alguna aquella precaución era totalmente innecesaria. El funcionario le dijo algo al joven y éste levantó la vista por primera vez. Se apartó de los ojos el pelo largo y Þóra vio que era muy guapo, con un aspecto completamente distinto al que había imaginado. Le parecía increíble que tuviese veinticinco años: diecisiete parecía más cercano a la realidad. Tenía cejas oscuras y grandes ojos, pero lo más llamativo de su rostro eran los pómulos prominentes, probablemente a causa de su extrema delgadez. Si había sido él quien asesinó a Harald, habría tenido que emplear todas sus fuerzas, pensó Þóra. A primera vista al menos, no parecía capaz de arrastrar un cadáver de ochenta y cinco kilos una distancia larga.
—¿Te vas a portar bien, eh, amigo? —le preguntó amistosamente el vigilante. Hugi asintió con la cabeza y el vigilante lo atrajo hacia sí y le quitó las esposas. Volvió a poner las manos sobre los hombros del preso y lo condujo hacia la silla que había enfrente de Þóra y Matthew. El muchacho se sentó allí, aunque, más exactamente, se dejó caer en la silla. Evitó mirar a los ojos a sus visitantes, bajó la cabeza y fijó su atención en un punto del suelo al lado de la silla en la que estaba sentado, o más bien derrumbado.
—Estamos ahí, en la habitación de al lado, por si nos necesitan. No debería intentar nada raro. —El vigilante dirigió sus palabras a Þóra.
—Estupendo —respondió ella—. Sólo lo retendremos el tiempo necesario. —Miró su reloj—. Tenemos que acabar antes del mediodía.
El funcionario los dejó solos y después de cerrar la puerta no se oyó nada, excepto la respiración de los tres y el susurro que se produjo cuando Hugi se puso a golpearse rítmicamente las rodillas de los pantalones militares que llevaba puestos. El chico seguía sin mirarles.
Obviamente, los presos podían vestirse con su propia ropa, no como en las cárceles americanas, que Þóra conocía de la televisión y el cine, donde aparecían ataviados con unos monos que debían de estar hechos de cáscara de naranja. El chico seguía sin mirarles.
—Hugi —dijo Þóra con la voz más risueña que pudo. Siguió hablándole en islandés, porque le parecía una tontería empezar la conversación en inglés. Ya habría tiempo de ver si era posible. No podían tirar a la basura aquella oportunidad por problemas de idioma; si el muchacho no entendía bien el inglés, tendría que llevar el asunto ella sola—. Supongo que sabes quiénes somos. Yo me llamo Þóra Guðmundsdóttir y soy abogada, y él es Matthew Reich, de Alemania. Estamos aquí por el asesinato de Harald Guntlieb, que investigamos independientemente de la policía. —Ninguna reacción. La mujer continuó—. Queríamos hablar contigo porque no estamos seguros de que tú tengas algo que ver con el crimen. —Respiró hondo para dar mayor énfasis a lo que iba a decir—. Estamos buscando al asesino de Harald, y creemos posible que tú no lo seas. Nuestro objetivo es descubrir quién le mató, y si esa persona no eres tú, entonces te conviene ayudarnos. —Hugi levantó los ojos y miró a Þóra, pero no abrió la boca, ni dio ninguna indicación de que fuera a hablar, de modo que ella continuó—. Seguro que comprendes que si conseguimos demostrar que quien mató a Harald fue otro, y no tú, quedarás libre de todos los cargos.
—Yo no le maté —dijo Hugi en voz baja—. Nadie me cree, pero yo no le maté.
Þóra prosiguió.
—Hugi, Matthew es alemán. Tiene experiencia como investigador pero no comprende el islandés. ¿Crees que podrías hablar con nosotros en inglés, para que pueda entenderte? Si no, no hay ningún problema. Queremos que entiendas las preguntas y que puedas responderlas sin dificultad por culpa del idioma.
—Claro que sé inglés —fue la respuesta, pronunciada de nuevo entre dientes.
—Estupendo —dijo Þóra—. Si no entiendes algo de lo que decimos, o si tienes problemas para contestar, volveremos a hablar en islandés, sin ningún problema.
La abogada se volvió hacia Matthew y le dijo que podían seguir en inglés. No se lo dejó repetir dos veces, se inclinó hacia delante y tomó la palabra.
—Hugi, ahora vas a empezar apoyándote en el respaldo y poniéndote de frente a nosotros. Quítate de la voz ese tono de lloriqueo y compórtate como un hombre, aunque no sea más que el rato que estemos aquí.
Þóra suspiró en su interior, ¿qué forma de hablar a lo macho era aquéllo? Estaba segura de que el muchacho se pondría de pie, se echaría a llorar y exigiría que le dejaran volver a su celda, pues si estaba allí era por propia voluntad. Pero no tuvo ocasión de intervenir, porque Matthew continuó sin pausa.
—Tienes problemas muy serios, no necesito ni repetírtelo. Solo tienes una esperanza de librarte de ellos, y por eso vas a poner el máximo empeño en ayudarnos y nos vas a responder con total sinceridad. En tu situación lo más fácil es sentir lástima por uno mismo, pero ahora ha llegado el momento de comportarte como un hombre y de responder con franqueza a todo lo que te preguntemos. Lo único que te va a ayudar es comportarte como un hombre. Demuéstralo.
Þóra observó con asombro que Hugi hacía como Matthew le había dicho. Se irguió hasta apoyarse en el respaldo y se esforzó al máximo por adoptar un porte viril. Su rostro de adolescente se lo ponía difícil, pero el cambio fue notable. Cuando empezó a hablar, su voz era más rotunda y clara.
—Me es difícil miraros a los ojos. Estoy tomando unas medicinas que me dejan un poco atontado. —Þóra lo vio en sus ojos; se movían involuntariamente de acá para allá y en ellos se apreciaba una apatía que sólo se conseguía con tranquilizantes—. Pero intentaré responderos.
—¿Cómo conociste a Harald? —preguntó ella.
—Lo conocí en la zona de marcha del centro. Charlé un poco con él y resultó ser de lo más divertido. Se lo presenté a Dóri poco después.
—¿Quién es Dóri? —preguntó Þóra.
—Halldór Kristinsson. Está en Medicina —respondió Hugi, con voz no exenta de orgullo—. Somos amigos desde pequeños. Y vecinos en Grafarvogur. Es asquerosamente listo, pero no va por ahí dándoselas de profe, está siempre de marcha.
Þóra lo anotó. Se trataba del joven que intentó ir a la fiesta a la que acudió Harald la noche que lo mataron… el que decidió quedarse en el Kaffibrennslan a esperar que llegasen los de la fiesta.
—¿Erais muy amigos Harald y tú?
Hugi se encogió de hombros.
—Sí, sí. Aunque no tanto como Harald y Dóri. A veces, Harald me compraba… —Hugi se cortó a media frase y puso gesto de preocupación.
—A todo el mundo le da igual que vendieras droga, tal como están ahora las cosas. Continúa —dijo Matthew con aspereza.
La nuez de Hugi subió y bajó antes de que se decidiera a seguir hablando.
—Vale. A veces decía que yo era su mejor amigo; pero era en broma nada más, y sólo lo decía cuando quería comprarme algo. Pero era muy simpático; completamente distinto a todos los demás que conozco.
—¿Y eso? —preguntó Þóra.
—En primer lugar, tenía un montón de dinero, y siempre estaba invitándote a una copa o a cualquier otra cosa. Además tenía un apartamento y un coche de locura. —Pensó un instante antes de seguir—. Pero ése no era el asunto. Era muchísimo más cool que todos los demás. No tenía miedo a nada, siempre se le ocurrían los mejores planes y se llevaba a todo el mundo de calle. Era un tipo frío de los que no quedan, con todos esos trastos en el cuerpo: ni uno de nosotros se atrevía a imitarle. Ni siquiera Dóri, que se moría de ganas. Pero pensaba que le perjudicaría en el futuro, lamentaba un huevo el tatuaje pequeñito que llevaba en el brazo. En cambio, a Harald no podía serle más indiferente el futuro.
—Y al final se vio que no tenía ninguno —dijo Matthew—. ¿Qué hacíais? ¿De qué charlabais?
—No me acuerdo de lo que hablábamos.
—¿Habló alguna vez de sus investigaciones sobre la quema de brujas? —preguntó Þóra esperanzada.
—Brujas —dijo Hugi, con un estremecimiento—. Al principio casi no hablaba de otra cosa. Cuando empecé a salir con ellos, Harald me pidió que formara parte de su asociación de magia.
Matthew le interrumpió bruscamente.
—¿Asociación de magia? ¿Qué asociación de magia?
—Malleus no sé qué. Iba a ser una asociación de personas interesadas en investigar sobre brujas y cosas históricas. —Rehuyó la mirada de Þóra, se ruborizó y dirigió sus palabras a Matthew—. Pero era distinto. No al estilo Harry Potter, creedme. Iba de cuatro cosas: sexo, magia, droga y más sexo. —Sonrió—. Por eso me gustaba participar. A mí no me importaba lo más mínimo la historia ni las brujas ni los signos esos de magia ni los conjuros que soltaban. Lo único que quería era pasármelo bien. Las chicas eran de lo más guay. —Hugi se quedó absorto… poder pasar un buen rato con chicas guays—. Algunas de las historias sobre quema de brujas eran entretenidas, eso sí. Recuerdo una en la que echaban a la hoguera a una mujer embarazada y el niño nacía en medio de las llamas. Unos curas sacaron al niño vivo, pero luego decidieron que podía estar infectado por las brujerías de la madre y lo volvieron a echar al fuego. Harald dijo que era completamente cierto.
Þóra hizo una mueca y la borró al instante.
—¿Quiénes formaban parte de la asociación? ¿Cómo se llamaban esas chicas tan guays?
—El presidente era Harald; y luego Dóri, que era su auténtica mano derecha; Bríet, que hacía Historia en la universidad: era la única que estaba en el asunto completamente en serio, eso pensaba yo; Brjánsi o Brjánn, que también estudiaba Historia; Andri, que estudiaba Química, y Marta Mist, que estaba en no se qué estudios de mujeres. Era insoportable, siempre lloriqueando por no sé qué de las mujeres, y que todo era injusticia hacia ellas. Con esa manía suya casi nos fastidiaba la diversión. Harald le tomaba el pelo que daba gusto, siempre la llamaba Nebel, lo que la ponía de los nervios. Significa «niebla» en alemán. Como el islandés Mist, ¿entiendes? —Þóra hizo un gesto de que comprendía, pero Matthew seguía como petrificado—. Este era el núcleo del grupo, algunas veces venían algunos nuevos pero los que estábamos siempre éramos sólo nosotros. En realidad, yo no me enteraba demasiado de lo que hacían, como ya he dicho no me interesaba nada la magia… sólo lo que venía después.
—Dices que Dóri era su mano derecha; ¿a qué te refieres? —preguntó Þóra.
—Andaban siempre juntos haciendo algo, los dos. Creo que Dóri le ayudaba con traducciones y eso. Y luego era obvio que él sería el sucesor de Harald cuando él se fuera del país. Dóri estaba entusiasmado; estaba coladito por Harald.
—¿Dóri es gay? —preguntó Matthew. Hugi sacudió la cabeza.
—No, qué va, en absoluto. Sólo que los ojos se le hacían chiribitas o eso. Dóri viene de una familia pobre, como yo, vamos. Harald le soltaba dinero a puñados, regalos caros y eso, y Dóri lo admiraba un montón. Se notaba que a Harald le encantaba aquello. Aunque en realidad no siempre trataba tan bien a Dóri; se empeñaba en humillarlo delante de nosotros. Pero siempre se las arreglaba luego para solucionar el asunto y que Dóri no lo mandase a la mierda. Era una relación bastante increíble.
—¿Cómo te sentaba que Dóri hiciese todo eso, que estuviese tan encandilado con Harald, porque has dicho que era amigo tuyo de la infancia? ¿No estabas celoso? —preguntó Þóra. Hugi sonrió.
—No, qué va. Seguíamos siendo amigos. Harald estaba en Islandia sólo temporalmente y yo sabía que todo eso pasaría. En realidad, si acaso, me resultaba divertido ver a Dóri haciendo de admirador perdido. Hasta entonces siempre había sido yo quien le admiraba a él; aquello era todo un cambio, como verle detrás de mí todo el rato, y eso. Y no es que Dóri no arremetiese contra mí de vez en cuando, igual que Harald contra él, por mi pinta o mis costumbres. —El gesto de Hugi se nubló de pronto, preocupado—. Yo no lo maté para recuperar a mi amigo. No fue así.
—No, quizá no —dijo Matthew—. Pero dime una cosa. Si no le mataste tú, ¿quién lo hizo? Debes de tener alguna sospecha. Sabes que no puede ser ni suicidio ni accidente.
Los ojos de Hugi volvieron a fijarse en el suelo.
—No lo sé. Si lo supiera, claro que lo diría. No quiero seguir aquí.
—¿Crees que tu amigo Dóri puede haberle matado? —preguntó Þóra—. ¿Le estás protegiendo?
El joven negó con la cabeza.
—Dóri nunca mataría a nadie. Y a Harald menos que a nadie. Ya os he dicho que lo admiraba.
—Sí, pero también dijiste que Harald le había fastidiado muchas veces, que le había humillado delante de vosotros. A lo mejor se enfadó y no supo dominarse. Esas cosas pasan —dijo Þóra.
Hugi levantó los ojos, con más determinación que antes.
—No. Dóri no es así. Está estudiando para médico. Quiere ayudar a las personas, no matarlas.
—Mi querido Hugi, creo que estoy obligado a decirte que, a lo largo de los siglos, ha habido médicos que han matado a gente. Todas las profesiones tienen su manzana podrida —dijo Matthew medio en broma—. Pero si no fue Dóri… entonces, ¿quién fue?
—Quizá Marta Mist —murmuró el chico sin convicción. Ciertamente, esa chica no era demasiado popular—. A lo mejor es que Harald la llamó Nebel demasiadas veces.
—Ya, Marta Mist —dijo Matthew—. Es una sospecha magnífica, si no fuera porque tiene una coartada perfecta. Como todos los demás de ese grupo vuestro de magia. Excepción hecha de Dóri. Su coartada es la más débil. Es totalmente imaginable que pudiera salir un momento de ese Kaffibrennslan… que matara a Harald y volviera a seguir bebiendo sin que nadie se diera cuenta.
—¿Y sentarse en el mismo sitio? ¿En el Kaffibrennslan un sábado por la noche? No creo —respondió Hugi; ahora el tono burlón era suyo.
—¿Y no se te ocurre nadie más? —preguntó Þóra.
Hugi llenó de aire las mejillas y lo fue soltando despacio.
—Quizá alguien de la universidad. No lo sé. O alguien de Alemania. —Tuvo cuidado de no mirar a Matthew mientras lo decía, como si pensase que Matthew amaba locamente a su país—. Sé que Harald tenía algo entre manos esa noche. Me lo dijo, quería comprarme droga para celebrar el día, o algo así.
—¿O algo así? —preguntó Matthew con brusquedad—. Tendrás que ser más claro. ¿Qué dijo exactamente?
El joven puso gesto pensativo.
—¿Exactamente? No recuerdo nada exactamente, pero iba de algo que había conseguido encontrar por fin. Gritó algo en alemán y levantó el puño. Y luego me dio un abrazo y me apretó a lo bestia y dijo que necesitaba unas buenas pirulas, porque se sentía cojonudamente y quería montárselo bien.
—¿Fue entonces cuando os marchasteis de la fiesta? —preguntó Þóra—. ¿Después de abrazarte y pedirte las pirulas?
—Sí, al poco de eso. Yo estaba ya bastante colocado; había bebido demasiado y había intentado, sin ningún éxito, descolocarme con una raya. Demasiado. Así que cogimos un taxi hasta mi casa y sólo recuerdo que no encontré las pirulas; en realidad, ya ni sabía lo que me hacía, no habría podido ni encontrar la leche en la nevera. Recuerdo también que Harald se enfadó bastante y dijo que menuda mierda de paseo para nada. Me acuerdo también de que me eché en el sofá porque todo empezó a darme vueltas.
Þóra interrumpió a Hugi.
—¿Has dicho que tú no le diste la pastilla de éxtasis?
—No la encontré —respondió el chico—, estaba que no me enteraba de nada, os lo acabo de decir.
Ella miró a Matthew pero no dijo nada. En el informe de la autopsia se decía que en la sangre de Harald se habían encontrado restos de éxtasis, de modo que en algún momento había conseguido encontrarla.
—¿Puede ser que la hubiera comprado antes, esa misma noche? ¿O que la encontrara en tu casa mientras tú dormías la mona?
—En la fiesta no había tomado nada de éxtasis; eso es seguro. No estaba así, yo conozco perfectamente los efectos. También está excluido que la encontrara en mi casa, porque la poli encontró las pirulas en mi trastero del sótano cuando hicieron el registro. Las había escondido allí y tenía la llave en el bolsillo. Difícil que Harald hubiera ido al sótano a buscarla; dudo hasta que supiera que había sótano. A lo mejor se fue a su casa y la cogió de allí. Sé que tenía algunas, pero decía que no eran muy buenas. ¿Porque preguntáis tanto sobre eso?
—¿Estás seguro de que Harald no te rebuscó en el bolsillo y cogió la llave? A lo mejor no lo recuerdas, y si lo recordaras ¿nos lo dirías? —preguntó Matthew—. Intenta recordar. Estabas tumbado en el sofá y todo te daba vueltas, ¿y entonces?
Hugi apretó los ojos y, a todas luces, hizo todos los esfuerzos posibles por rescatar aquel instante de la memoria. De pronto abrió los ojos y les miró extrañado.
—Sí, ya me acuerdo. En realidad yo no dije nada, pero Harald sí que me dijo algo a mí. Se inclinó sobre mí y me dijo algo en voz baja; recuerdo que tuve muchas ganas de responderle y pedirle que me esperara, pero no pude.
—¿Qué? ¿Qué dijo? —preguntó Matthew impaciente.
El chico les miró con gesto de duda.
—A lo mejor me equivoco, pero recuerdo que dijo: «Duerme tranquilo, chiquillo. Ya tendrás tiempo de alegrarte. Vine a Islandia en busca del infierno, y adivina: lo he encontrado».
—No seas idiota. —Marta Mist se puso la boquilla en los labios y dejó escapar una gran bocanada de humo. Sacudió la ceniza del cigarrillo a medio fumar y luego lo apagó, harta ya—. Estás poniendo las cosas aún peor de lo que están, y ni te imagines que le estás haciendo a nadie un favor con esto. —Miró, con el enfado en sus almendrados ojos verdes, al joven que estaba sentado, o, más exactamente, repanchingado, en una silla al otro lado de la mesa, quien le devolvió una mirada del mismo estilo pero sin decir nada. Marta Mist se irguió y se pasó los dedos delgados por el largo cabello rojizo—. Cariño, no me mires así. Estás en esto con nosotros, y no sueñes con ponerte a hacer de repente el papel de ciudadano modelo lleno de remordimientos. —En busca de apoyo miró a su amiga, que estaba sentada a su lado. La muchacha rubia se contentó con asentir con la cabeza, los ojos muy abiertos. Tenía el pelo rapado a lo chico, pero nadie la habría podido confundir con un hombre. Era menuda y muy delgada, con excepción de sus abultados pechos. Vista desde detrás habría podido ser un niño, sentada al lado de Marta Mist, que era de elevada estatura, y que aún no había dicho la última palabra—. Es una memez de machos tan enorme que me dan ganas de vomitar. Achantarse cuando llega el momento de la verdad. —Volvió a reclinarse hacia atrás en su silla, satisfecha consigo misma. Su amiga no se atrevía a mirarlos a ninguno de los dos, concentrada en su refresco.
—¡Por todos los dioses!—exclamó Dóri pasándose los dedos por la garganta—. No estaría de más que dejaras de repetir una y otra vez la misma estupidez. —Su rostro reflejaba su enfado, y cuando miró fijamente a Marta Mist, el labio superior se levantó involuntariamente mostrando los blancos dientes. Dejó de mirarla y aspiró una calada. Cuando dejó escapar el humo, el ataque de furia se le había pasado, y añadió en un tono algo más tranquilo—: Pero deberías alegrarte si fuera a la policía. ¿No crees que estarías muerta de miedo en la cárcel de mujeres? Todo mujeres. —Le sonrió burlón.
Marta Mist respondió en idéntico tono.
—Pues entonces podremos llamarnos e intercambiar historias bien bonitas. Tú serás de lo más popular en Litla-Hraun, chiquitín mío, un chiquito tan lindo. —Le devolvió la sonrisa burlona.
—Ay, parad ya —dijo Bríet por fin. Los otros no respondieron y se limitaron a mirarla extrañados, así que volvió a concentrarse en su vaso, ahora con las mejillas encendidas. Luego se la oyó refunfuñar para sí—: Pues lo que es yo, no tengo ningunas ganas de ir a la cárcel de mujeres, y tampoco quiero que vayas tú a Litla-Hraun. —Levantó la vista y dirigió la mirada hacia Dóri—. Todo esto me da un miedo espantoso.
Dóri le dirigió una sonrisa cariñosa. Le gustaba, en realidad mucho más que eso: se daba perfecta cuenta de que estaba colado por ella… aunque aún no tenía claro si era algo más que pura cuestión sexual.
—Nadie va a ir a la cárcel. —Miró a Marta Mist—. Ya ves lo que has conseguido; meterle el miedo en el cuerpo a Bríet con tus tonterías.
Marta Mist puso gesto de ofendida.
—¿Yo? ¡Venga! Fuiste tú el que empezó a hablar de la cárcel, no yo. —Dirigió una mirada a Bríet, puso los ojos en blanco y suspiró—. ¿Y a quién se le ocurrió venir aquí, en realidad?
Estaban en el Hotel 101, en la calle Hverfisgata, sentados en la sala de la chimenea en frente de la barra, donde estaba permitido fumar. Era un lugar que había sido muy popular entre los amigos de Harald y ellos mismos, e iban allí constantemente mientras él estuvo, por así decir, dirigiendo aquel peculiar grupito. Al perderlo era como si el local hubiera perdido su peculiar encanto.
Dóri dejó caer la cabeza y la sacudió molesto.
—Por todos los dioses, Marta. Vamos a dejarlo. ¿No podemos hablar como amigos? Pensé que tú podrías ayudarme. Me parece horrible que Hugi tenga que estar allí metido. Tienes que ser capaz de entenderlo. —Levantó la vista sin mirarla a los ojos y alargó un brazo hacia la cajetilla de cigarrillos que estaba en el centro de la mesa—. Y me estoy volviendo loco con esta tensión. ¿Y cuándo demonios va a ser el entierro?
Bríet miró preocupada a Marta; saltaba a la vista que confiaba en que su amiga cambiara de rumbo, y su deseo se vio satisfecho. Marta Mist suspiró profundamente, pero abandonó la arrogancia que había caracterizado su comportamiento desde que se reunieron allí, un cuarto de hora antes.
—Ay, Dóri. —Se inclinó sobre la mesa y le cogió por la barbilla, obligándole a mirarla a los ojos—. ¿No somos amigos? —Él asintió, mohíno—. Pues escúchame. No vas a ayudar a Hugi involucrándote tú en el asunto. —Él la miró decidido y ella continuó con tranquilidad—. Piénsalo. Por mucho que te atormentes no vas a cambiar su situación así. Lo único que conseguiríamos es vernos metidos hasta el cuello. Eso sucedió mucho después de que lo mataran. A la poli no le interesa. A ellos les interesa el momento de la muerte. Nada más. —Le sonrió—. El entierro tendrá que ser pronto, y entonces quedarás libre de todo. —Dóri apartó la mirada y ella tuvo que levantarle la cabeza a la fuerza para que la mirase antes de continuar—. Yo no le maté, Dóri. Y no estoy dispuesta a sacrificarme en el altar de esos remordimientos tuyos. Eso de ir a la policía es la peor idea que has tenido jamás. En cuanto digas las palabras «droga» y «alcohol», estaremos con la mierda hasta el cuello. ¿Entiendes?
Dóri la miró fijamente y asintió con la cabeza.
—Pero quizá… —No tuvo ocasión de acabar la frase. Marta Mist le dijo que se callara.
—Nada de quizá. Ahora escúchame tú a mí. Eres un chico listo, Dóri. ¿Crees que la Facultad de Medicina te seguiría abriendo las puertas si se supiera que tomas drogas, por no hablar de otras cosas? —Sacudió la cabeza, apartó la mirada de Dóri y la dirigió a Bríet, que observaba absorta lo que pasaba, lista a mostrarse de acuerdo con quien dijese la última palabra, como de costumbre. Marta Mist se volvió para mirar a Dóri y dijo tan tranquila—: No te comportes como un niño pequeño. Como digo yo, lo único que le interesa a la bofia es quién mató a Harald. Nada más. —Hizo mucho énfasis en estas últimas palabras, y las repitió para mayor seguridad—: Nada más.
Dóri estaba como hipnotizado. Miró fijamente a los ojos verdes que le observaban sin parpadear desde debajo de unas cejas atravesadas por un aro. Movió la cabeza levemente, en señal de asentimiento: las manos de Marta Mist seguían sujetándole la barbilla e hicieron fuerza para obligarle a hacerlo. Por eso precisamente había dicho que iba a ir a la policía: sabía que ella siempre conseguía imponerle sus ideas. Apartó de su mente aquel pensamiento.
—Vale, vale.
—Ah, estupendo —murmuró Bríet enviándole una sonrisa a Dóri. Ya se sentía mucho mejor y le dio un pellizco de alegría a Marta en el brazo. Nada indicó que Marta Mist lo notase: su atención siguió centrada en Dóri, y su mano continuó en la barbilla del joven.
—¿Qué hora es? —preguntó ella sin soltarle.
Bríet se apresuró a pescar el móvil rosa de un bolso que colgaba del respaldo de su silla. Desconectó el bloqueo y anunció:
—Va a ser la una y media.
—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó Marta a Dóri.
—Nada —fue la breve respuesta.
—Vente a casa… yo tampoco tengo plan —respondió Marta—. Hace mucho que no pasamos un rato juntos, y sé que te gusta estar en petit comité —enfatizó las últimas palabras.
Bríet se rebulló incómoda en la silla.
—¿Y si nos vamos al cine? —Miró esperanzada a Marta, que no devolvió la mirada. Bríet notó que algo le pisaba con fuerza el empeine, y cuando miró hacia abajo vio que la bota de cuero de Marta ocultaba por completo su precioso zapato. Se sonrojó, comprendió que aquella tarde no se deseaba su presencia.
—¿Quieres ir al cine? —preguntó Marta a Dóri—. ¿O prefieres pasarte un rato tranquilamente por mi casa? —Ladeó la cabeza.
Dóri asintió.
Marta sonrió:
—¿Cuál de las dos cosas? Aún no me has contestado.
—A tu casa. —La voz de Dóri sonó ronca y pesada. Ninguno de los tres ignoraba de qué iba aquello.
—Me alegro. —Marta soltó la barbilla de Dóri y dio una palmada. Hizo una señal al camarero, que pasaba cerca, y pidió la cuenta. Dóri y Bríet no dijeron nada. Le acababan de hacer un feo bastante considerable. Tampoco Dóri tenía nada que añadir. Sacó del bolsillo un billete de mil, lo dejó sobre la mesa y se puso en pie.
—Se me ha hecho demasiado tarde. Nos vemos. —Salió, y las dos chicas se volvieron para verle irse.
Cuando se hubo ido, Marta se dio la vuelta y dijo:
—Vaya culo de mal asiento que es el chico. Tendría que dejarnos en paz más a menudo. —Miró a su amiga, que la observaba herida—. Por todos los dioses. No vayas a ponerte de morros ahora. Dóri tiene los nervios a flor de piel estos días, y eso es de lo más peligroso. —Le dio un cachetito a Bríet en la parte superior del brazo—. Está colado por ti y esto no va a cambiarlo.
Bríet esbozó una débil sonrisa.
—No, quizá no. Pero me pareció que estaba de lo más contento contigo.
—Cariño. Eso no tiene nada que ver con andar colado con alguien. Eres tú la que encandila a los tíos. Yo… bah… yo soy buena en la cama. —Se puso de pie y lanzó a Bríet una mirada gélida—. ¿Sabes una cosa? —No hubo respuesta—. Yo gozo del instante. Tú también podrías intentarlo. Deja de querer salvarte tú sola: goza de la vida.
Bríet cogió su cartera. A aquello no tenía nada que responder. Ella, que había participado en toda clase de inventos con aquel grupo de gente… se sonrojó sólo de pensarlo. ¿Aquello no era gozar de la vida? ¿Había dado a entender alguna vez que quería salvarse ella sola? ¿Qué tontería era ésa? Cuando salían las dos juntas, la consolaba que los chicos fueran a por ella. No a por Marta. Pero era demasiado arriesgado intentar mortificarla hablando de las virtudes femeninas de cada una y estableciendo comparaciones. A Marta se la vio enseguida como una especie de Harald en femenino. Tenía dominado a Dóri. Bríet no quería ir a la cárcel de mujeres. No, gracias… a la mierda con Dóri. Podría recuperarle más tarde. Bríet enderezó la espalda para hacer destacar aún más sus pechos. Al ir las dos hacia la puerta, disfrutó cuando los tres hombres trajeados sentados junto a la ventana se quedaron embobados mirándola… a ella, no a Marta. Bríet sonrió para sí. Las victorias pequeñas suelen ser las más dulces.
—Nada —dijo Þóra y, cansinamente, apartó la vista de la pantalla del ordenador y la dirigió a Matthew. Habían ido al bufete después de visitar a Hugi, entre otras cosas para comprobar si había llegado a su ordenador alguna respuesta del desconocido «Mal».
Él se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? A lo mejor no contesta nunca.
A ella le resultaba difícil rendirse tan fácilmente como Matthew.
—Pero a lo mejor Harald tiene información sobre él en su ordenador.
Matthew enarcó las cejas.
—¿Tú tienes información sobre tus amigos en tu ordenador?
—Venga, ya sabes a lo que me refiero, el archivo del correo electrónico donde figura la gente con la que se tienen más contactos.
Matthew volvió a encogerse de hombros.
—Sí, sé perfectamente a lo que te refieres. A lo mejor Harald tenía un archivo de ésos. Nunca se sabe.
Þóra puso de nuevo el monitor en su posición habitual.
—¿Qué tal si llamas un momento a la policía para preguntar por el ordenador de Harald? —Miró la hora en la pantalla—. No son más que las dos, de modo que la oficina estará abierta. —La carta en la que solicitaba la entrega de los informes ya no estaba en la bandeja de Bella por la mañana, de modo que todo indicaba que la había puesto en el correo el día anterior. Así que seguramente habría llegado a su destino, aunque no estaba tan claro que ya hubiesen podido tomar una decisión al respecto. Lo más sensato sería esperar uno o dos días más antes de llamar, y así resolver las dos cosas a un tiempo, el ordenador y la documentación. Þóra se quitó de la cabeza tanta sensatez y permitió que triunfase la impaciencia. De todos modos, tampoco quedaban muchas más opciones en la reserva. Había buscado los números de móvil de los amigos de Harald en el directorio de la red y había conseguido encontrar los de Marta Mist, Bríet y Brjánn. Todos se negaron a hablar con ella cuando contactó con ellos (Bríet casi histérica), alegando que ya habían informado a la policía. A Þóra y Matthew les quedaban pocos recursos, por el momento—. Llámales —reiteró.
Matthew se puso a ello, y el resultado fue que podían ir a la comisaría a buscar el ordenador en cuanto quisieran. Les atendería un policía llamado Markús Helgason.
En la comisaría, el tal Markús saludó a Þóra en islandés pero luego se dirigió a Matthew y le dijo en un inglés con fuerte acento islandés:
—Nos hemos visto dos veces usted y yo, en el registro domiciliario y luego cuando vino usted a hablar con el comisario, Árni Bjarnason. —El policía sonrió turbado—. No conectaron demasiado bien, de modo que se ha tomado la decisión de que sea yo quien les reciba esta vez. Espero que no tengan ninguna objeción.
Se trataba de un hombre joven, vestido con la camisa azul claro y los pantalones negros del uniforme de la policía. Era de estatura bastante baja, claro que hacía ya tiempo que se habían reducido las exigencias de talla para los policías. Por otra parte, Markús tenía un aspecto de lo más corriente, ni guapo ni feo, de pelo castaño y unos ojos grisáceos que no llamaban demasiado la atención. Sonrió al estrecharles la mano y aquel gesto produjo un cambio radical en la primera impresión que se había hecho Þóra al juzgar su aspecto. Tenía unos preciosos dientes blanquísimos, y ella deseó, en beneficio de él mismo, que siempre tuviera motivos suficientes de alegría. Matthew y Þóra le aseguraron que no tenían objeción alguna a no poder reunirse con el comisario, y el joven policía volvió a tomar la palabra, muy contento.
—Creo que estaría bien que hablásemos un rato. Tenemos entendido que están investigando las circunstancias que rodearon el crimen y, puesto que nuestra investigación no está concluida formalmente, lo más lógico sería que nos sentáramos a charlar un poco. —Vaciló un momento pero luego añadió, con cierto apuro—: Andan buscando el monitor en una caja donde teníamos varios ordenadores que íbamos a devolver. Así que, de todos modos, no tendrán más remedio que esperar un poquito. Podemos sentarnos en mi despacho.
Þóra miró de reojo a Matthew, que con un simple movimiento de hombros dejó ver que no tenía nada en contra de aquella charla. Sabía perfectamente que lo del ordenador y la caja no era más que una excusa… un manco no necesitaría más de tres minutos para realizar una tarea tan difícil como aquélla. Ella no dejó traslucir nada, se limitó a poner sonrisa de foto y dijo que le parecía muy bien. El policía se sintió visiblemente aliviado y les condujo a su despacho. No había objetos personales, con excepción de una jarra de café con el escudo y el nombre del Manchester United. El policía les pidió que se sentaran, pero esperó para hacerlo él hasta que ellos hubieron ocupado sus sitios. Nadie dijo nada en el transcurso de estos preparativos, y el silencio había llegado a hacerse un poco embarazoso cuando por fin estuvieron todos listos para empezar.
—Bueno, ustedes dirán —dijo el policía con un tono artificialmente afable. Þóra y Matthew se limitaron a sonreír, pero de momento no dijeron nada. Ella quería que fuese el policía quien diera comienzo a la conversación, y los labios apretados de Matthew indicaban a las claras que él era de idéntica opinión. El policía se dio cuenta de la situación—. Tenemos entendido que han estado en Litla-Hraun esta mañana para ver a Hugi Þórisson.
—Sí, es cierto —dijo Þóra.
—Perfecto —respondió el policía—. ¿Qué sacaron en limpio? —Miró al uno y a la otra alternativamente, esperando—. Es bastante extraño eso de presentarse como representantes de los deudos como hicieron aquí y a la vez como defensores del sospechoso… lo que tengo entendido que hicieron ustedes esta mañana en la prisión central.
Þóra miró a Matthew, que se volvió a ella con la palma de la mano extendida, para indicarle que debía ser ella quien respondiera.
—Digamos que las circunstancias son extrañas e inhabituales y que nosotros nos comportamos, simplemente, en consonancia con ese hecho. Sin embargo, lo que está claro es que trabajamos para la familia de Harald, aunque resulta que los intereses de Hugi Þórisson son coincidentes con los de la familia. —Hizo una pequeña pausa para permitir al policía expresar alguna objeción, lo que éste no hizo, de modo que continuó—. No estamos del todo convencidos de que sea culpable. Si algo hemos sacado de nuestra conversación con él esta mañana, ha sido una mayor certidumbre en nuestra opinión.
El policía enarcó las cejas, extrañado.
—Tengo que confesar que no comprendo bien por qué están tan seguros. Todo lo que se ha podido averiguar en nuestra investigación apunta precisamente a lo contrario.
—Vemos demasiadas preguntas que están aún sin contestación —respondió Þóra.
El policía asintió, parecía de acuerdo.
—Eso es totalmente cierto; pero, como les digo, nuestra investigación no ha concluido. Claro, que me resultaría totalmente inesperado que saliera a la luz cualquier cosa que diera al traste con la convicción de que fue Hugi Þórisson quien asesinó a Harald. —Extendió un dedo de una mano y fue enumerando mientras cogía uno a uno los dedos de la otra mano, que tenía abierta—. En primer lugar, estuvo con el difunto justo antes de perpetrarse el asesinato. En segundo, se encontró sangre de Harald en las ropas que llevaba el sospechoso la noche de autos. En tercer lugar, encontramos una camiseta, oculta en un armario de su casa, que se había utilizado para limpiar una cantidad considerable de sangre… que resultó ser asimismo del difunto. En cuarto lugar, era miembro de esa asociación de magia creada por el difunto, y por ello tenía conocimiento de los signos mágicos, como el grabado en el cuerpo. Y por último, estaba suficientemente obnubilado por las drogas aquella noche como para poder sacarle los ojos a un cadáver. Créanme: nadie hace esas cosas si está en su sano juicio. Se dedicaba a la venta de droga y seguramente esperaba convertirse en importador al por mayor. El muerto tenía dinero de sobra para permitirle montar el negocio, y de su cuenta corriente desapareció una bonita suma poco antes de perpetrarse el crimen. Sin dejar rastro. Eso no sucede en condiciones normales. Siempre es posible rastrear el dinero de una u otra forma. —El policía se miró las manos. Había extendido ya todos los dedos de la mano izquierda con ayuda de la derecha—. Puedo responder a su objeción… por regla general hacen falta menos pruebas para acusar a alguien. Lo único que nos falta es una confesión, pero hay que reconocer que en circunstancias como éstas sería bastante fácil de conseguir.
Þóra intentó parecer inmutable. Aquello de la sangre en la ropa de Hugi la había cogido completamente por sorpresa. No había encontrado referencia alguna a tal cosa en los informes de la policía ni en los otros documentos del caso a los que había tenido acceso. Se apresuró a tomar la palabra, para que el policía no percibiera su desasosiego.
—¿No es para preocuparse que no haya consentido en confesar el crimen?
El policía la miró con franqueza.
—No, en absoluto. ¿Sabe por qué? —Continuó en cuanto ella dio muestras de que no iba a contestarle—. No recuerda nada. Se emperra en ello con la esperanza de no haberlo hecho. ¿Por qué iba a confesar un delito del que no guarda recuerdo alguno por mucho que intente recordar? Sólo pregunto.
—¿Cómo explican el traslado del cadáver a la universidad? —preguntó Matthew—. El camello este no creo que tuviera acceso a las dependencias. Era día festivo y probablemente todo estaría cerrado.
—Robó las llaves de Harald. Muy sencillo. Encontramos un llavero en el cuerpo… en él estaba, entre otras, la llave, o, más exactamente, la llave de seguridad, porque tienen alarma antirrobos. Viendo el sistema fue fácil comprobar que la llave se había utilizado para entrar muy poco después del crimen.
Matthew carraspeó.
—¿Qué quiere decir con «muy poco después del crimen»? ¿No podría haber sido «muy poco antes del crimen»? Las cronologías no son tan exactas en casos como éste.
—Claro que no, pero eso no cambia las cosas —respondió el policía, más seco que antes.
Matthew continuó… no estaba dispuesto a dejarlo en paz tan fácilmente.
—Supongamos que Hugi robó la llave y transportó el cadáver desde su casa, que en realidad está bastante cerca, hasta el edificio de la universidad. ¿Cómo creen que realizó el traslado? El cuerpo de un hombre adulto no es algo que se pueda meter en el bolsillo… ni llevarse en taxi.
El policía sonrió.
—Transportó el cadáver en su bicicleta. La encontramos delante del edificio de Árnagarður y, por si fuera poco, en ella apareció ADN de Harald. Se encontró sangre suya en el manillar. Afortunadamente la habían dejado apoyada sobre un costado y bajo una cornisa, de modo que no se cubrió de nieve.
Matthew no dijo nada, así que fue Þóra quien habló.
—¿Cómo saben que la bicicleta era de Hugi? —Se apresuró a añadir—: Y si lo era, ¿cómo se sabe que la dejó allí la noche de autos?
El policía sonrió todavía más satisfecho que antes.
—Apoyó la bicicleta sobre el depósito de los cubos de basura, y allí seguía, apoyada en la puerta. La basura se vacía el viernes, y los trabajadores del servicio de recogida de basuras del distrito están todos de acuerdo en que cuando pasaron por allí no había bicicleta alguna. El mismo Hugi reconoció la bicicleta y admitió que había estado sin tocar en el almacén de bicicletas del edificio de apartamentos en el que vive todo el sábado… en ello coincide una señora de la casa, que señala que la bicicleta estaba en su sitio cuando fue al trastero con su hijo pequeño a buscar el carrito a la hora de la cena.
—¿Y cómo demonios puede recordar un testigo qué bicicleta estaba en su sitio y cuál no? Porque yo he vivido en un edificio de pisos y difícilmente habría podido decir nada sobre el cuarto de las bicicletas, aunque entré allí muchas veces —dijo Þóra.
—La bicicleta llamaba la atención, y Hugi la utilizaba mucho. Invierno, verano, primavera y otoño. Carecía de toda formación profesional, así que no tenía mucho donde elegir. No era tampoco excesivamente cuidadoso al dejarla en el almacén: el día de autos la había colocado encima del carro de la señora. Ella la recuerda bien, pues tuvo que levantarla para recuperar el carrito.
Matthew carraspeó.
—Si Hugi robó la llave y ésta era la del sistema antirrobo, entonces imagino que también se apoderó del código, o número de acceso. ¿Cómo lo consiguió?
—Se trata precisamente de una de las dudas que teníamos al principio, pero que conseguimos resolver —respondió el agente—. En los interrogatorios a los amigos de Harald, se averiguó que al parecer les había comunicado esos datos a todos.
Þóra le miró escéptica.
—¿Y quién puede creer tal cosa? ¿Por qué demonios iba a hacer algo semejante?
—Tengo entendido que había pensado un número rebuscadísimo. Y es que eligió el 0666, número que para él parecía poseer especial poder demoniaco.
—En realidad era cosa de magia, no tiene nada que ver con el demonio —puntualizó Matthew. Enseguida cambió de tema, para evitar una larga discusión sobre la naturaleza de la magia—. Hay una cosa que quizá podría usted decirnos. Encontramos la impresión de un mensaje electrónico de Harald, lo había enviado a un tal «Mal». ¿Averiguaron algo sobre este punto?
El policía le miró sin comprender.
—He de reconocer que no lo recuerdo. Repasamos una cantidad inmensa de documentos. Si lo desean, puedo revisar el asunto e informarles.
Þóra le explicó a grandes rasgos el mensaje, aunque estaba segura de que no les habría resultado demasiado revelador. Si hubieran sacado algo en limpio del mensaje, el policía seguramente se acordaría. Pero el agente prometió comprobar si habían hecho algo para localizar al receptor del mensaje, aunque no concedía demasiado interés a lo que Harald decía que había encontrado.
—Sin duda tenía que ver con alguna chica a la que estuviera persiguiendo, o algo por el estilo —dijo—. Pero, cambiando de tema, ¿piensan seguir con esto mucho tiempo? —Miró alternativamente a los dos.
—Todo el que consideremos necesario —respondió Matthew con gesto ambiguo—. Aún no estoy convencido de que hayan detenido al verdadero culpable… a pesar de todo lo que nos ha indicado. Naturalmente, podría estar equivocado.
El policía sonrió con desgana.
—Les estaríamos agradecidos si nos permitieran seguir sus averiguaciones mientras la investigación siga abierta. No queremos que se produzca un conflicto entre nosotros, de modo que lo mejor sería que pudiéramos hablar de colaboración.
Þóra aprovechó la ocasión.
—Tenemos parte de los informes, pero nos faltan muchas cosas. Les envié una carta, que supongo les llegaría hoy por la mañana, en la que solicitamos poder revisar todos los informes en beneficio de los familiares… ¿Ve algún inconveniente?
El policía se encogió de hombros.
—En sí, ninguno; pero no es responsabilidad mía. No es habitual este modo de proceder, pero no obstante imagino que se les concederá la autorización. Podía llevar cierto tiempo reunirlo todo. Naturalmente, lo intentaremos… —No continuó porque llamaron a la puerta—. Pase —dijo en voz alta, y la puerta se abrió. En el umbral había una mujer policía joven, con una caja de cartón en brazos. Por el borde asomaba un ordenador negro de sobremesa.
—Aquí está el ordenador que pediste —dijo la joven, y entró. Dejó la caja sobre la mesa y sacó de ella un papel metido en una funda de plástico transparente—. El monitor está abajo, en recepción; lo traen directamente del almacén, porque no lo necesitábamos para nada. En realidad es una tontería llevárselo —le dijo al policía, muy envarada—. Casi convendría avisar a los que hacen estos registros domiciliarios de que aunque los documentos informáticos y otras cosas de ésas formen parte de la documentación, no es así en sentido literal. Todo está dentro del ordenador, que se puede utilizar con cualquier monitor. —Dio un golpecito sobre el aparato.
El policía no pareció demasiado contento con la joven y con que utilizara aquellos modos delante de Þóra y Matthew. La miró con ojos de reproche.
—Gracias por las aclaraciones. —Le quitó la funda de plástico y extrajo de ella el documento—. Si no le importa firmar el recibo —le dijo a Matthew—. El resto de los documentos que se cogieron en el registro se encuentran también ahí.
—¿De qué documentos se trata? —preguntó Þóra—. ¿Por qué no se devolvieron con los demás?
—Se trataba de efectos que preferimos estudiar más detenidamente, una selección. En realidad no nos proporcionaron nada especial. No sé si ustedes encontrarán allí algo sustancioso, pero lo dudo. —Se puso en pie, anunciando así que la conversación había llegado a su fin.
Þóra y Matthew se levantaron de sus asientos y éste cogió la caja en brazos después de firmar la entrega.
—No olvide el monitor —dijo el policía, sonriéndole a Þóra. Ésta devolvió la sonrisa y le aseguró que se lo llevarían.
Fueron hacia el coche, Þóra con el monitor y Matthew con la caja. Ella cogió el montón de documentos antes de acomodarse en el asiento del copiloto. Pasó la mirada por algunas páginas al azar mientras Matthew ponía el coche en marcha.
—¿Qué demonios es esto? —dijo asombrada, y miró a Matthew.
Þora sostenía en la mano una funda para documentos de cuero ocre que había sacado del montón de papeles. Ésta estaba cerrada con unas cintas que desató para estudiar el contenido. El cuero conservaba una textura suave al tacto, como de guante, aunque probablemente tenía ya muchos años. Por lo menos tenía sesenta años, si significaba algo la marca que tenía impresa: NHG 1947. Pero fue el contenido, más que la funda, la causa de su asombro.
—¿Pero qué es esto? —preguntó, mirando extrañada a Matthiew. Señaló unas cartas viejas que aparecieron al abrir la funda; unas cartas antiguas, para ser más exactos, pues a juzgar por su aspecto y su escritura, eran mucho más antiguas que su envoltura.
Matthew miró desconcertado la funda.
—¿Estaba eso en el montón de cosas de la caja?
—Sí —respondió Þóra mientras iba levantando la parte superior de las cartas con la yema del dedo, para comprobar cuántas eran. Dio un respingo tremendo cuando Matthew vociferó algo incomprensible y le arrebató la funda.
—¿Estás loca? —exclamó muy alterado, cerró la carpeta y puso un elástico además de las cintas. Lo hizo con bastantes dificultades, porque el volante le entorpecía los movimientos y por el escaso espacio disponible en el asiento delantero.
Þóra no sabía a qué venía aquello y se limitó a seguir en silencio las manipulaciones. Cuando él tuvo bien cerrada la funda, la depositó cuidadosamente en el asiento trasero. Luego se despojó del abrigo y lo colocó encima de la funda de modo que la carpeta quedará bien cubierta sin asomar por debajo.
—¿No convendría mover el coche? —preguntó Þóra para romper el silencio. Él se levantó a medias del asiento y se asomó fuera para mirar la calle.
Agarró el volante con las dos manos y resopló.
—Perdona el arrebato. No me esperaba para nada ver aquí estos documentos, en una simple caja de cartón de la policía. —Llegó a la calle y siguieron.
—¿Y qué son esas cosas, si me está permitido preguntar? —inquirió Þóra.
—Son unas cartas antiquísimas, pertenecientes a la colección del abuelo de Harald, algunas de sus piezas más valiosas. En realidad, no son ni siquiera tasables, y es absolutamente incomprensible que Harald se las trajera a Islandia. Estoy convencido de que la compañía aseguradora sigue convencida de que están en la caja fuerte del banco, como estaba estipulado. —Matthew colocó el espejo retrovisor para no perder de vista aquel valioso cargamento—. Las escribió un aristócrata de Innsbruck en el año 1485. Las misivas tratan de la campaña de Heinrich Kramer contra las brujas de la ciudad, antes de que las cazas de brujas estuvieran tan generalizadas como llegarían a estarlo más tarde.
—¿Y quién era ese Heinrich Kramer? —Þóra tuvo la sensación de conocer aquel nombre, pero no podía recordar exactamente quién era.
—Uno de los autores del Martillo de las brujas, que era una especie de manual para la caza de brujas —respondió Matthew—. Era magistrado jefe del tribunal de la inquisición en los territorios que, hoy en día, pertenecen a Alemania en su mayor parte; sin duda una persona poco recomendable, que, entre otras cosas, tenía especial aversión a las mujeres. Además de ocuparse de las imaginarias hechiceras, dedicó sus esfuerzos a la lucha contra judíos y herejes, y en realidad contra casi todos los grupos de gente que no estaban en condiciones de defenderse.
Þóra recordó el compendio que encontró en la red.
—Sí, es cierto. —Y entonces añadió, intrigada—: ¿Estas cartas tratan de él?
—Sí—respondió M.uiliew—. Fue a Innsbruck. Ese individuo. Pero no venció. En realidad, se marchó… puso en marcha una investigación caracterizada por la violencia y por un uso desenfrenado de la tortura, y las sospechosas, unas cincuenta y siete mujeres, no obtuvieron los beneficios de la defensa legal, que nunca se concedía durante la instrucción, la llevasen los clérigos o las autoridades laicas. Kramer llegó hasta tal punto de rigurosidad cuando tenía que vérselas con las actividades sexuales de aquellas supuestas brujas, que el obispo se escandalizó y acabó expulsándole de la ciudad. Las mujeres que había tenido encarceladas fueron liberadas inmediatamente después, pero para entonces se hallaban ya en un estado incalificable, a causa de las constantes torturas. Las cartas hablan de su maltrato a la esposa del escritor de las cartas. Como es fácil imaginar, no es una lectura muy divertida.
—¿Y a quién estaban dirigidas en realidad? —preguntó Þóra.
—Todas las cartas están dirigidas al obispo de Brixen, Georg II Gosler. El mismo obispo que acabó por expulsar de la ciudad a Kramer. Desconozco si las misivas tuvieron algún papel en ello.
—¿Cómo se hizo con ellas el abuelo de Harald?
Matthew se encogió de hombros.
—En la Alemania de posguerra se puso en venta toda clase de cosas. La familia Guntlieb se las organizó de tal modo que el banco no sufrió pérdidas por la devaluación que trajo consigo la guerra y que arruinó a casi todo el mundo. No es un banco corriente: la gente normal no tiene cuentas en él, nunca las ha tenido. Por muchos motivos, hay que agradecer al abuelo de Harald que los principales socios no se quedaran en la ruina en aquellos años. Fue suficientemente despierto para darse cuenta del cariz que estaban tomando las cosas… y por eso pudo poner a salvo los fondos sin que se los arrebataran. Así se encontró en una magnífica situación para hacerse con diversas cosas cuando empezaron a cambiar las circunstancias.
—¿Pero de quién eran las cartas para que pudiese venderlas? Las cartas del siglo XV no son cosas que la gente conserve durante tantísimos años para luego darles un puntapié en cuanto humean las ruinas a su alrededor.
Matthew se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Estas cartas no están catalogadas en ningún sitio, ni se dispone de fuente alguna sobre ellas… de modo que podrían ser falsificaciones. Muy buenas falsificaciones, si se diera el caso. El abuelo de Harald no podía explicar la compra en detalle. Las iniciales de la funda son suyas: Niklas Harald Guntlieb, de modo que no dicen nada sobre su anterior dueño. En realidad, sospecho que fueron robadas a la Iglesia en algún momento. —Matthew conducía por Snorrabraut y puso el intermitente para cambiar de carril. Se dirigían a Bergstaðastræti, habían acordado que lo mejor sería llevar allí el ordenador. Para eso tenían que girar a la derecha, pero estaban en el carril izquierdo. Nadie le cedía el paso a Matthew; parecía como si los otros conductores hubieran decidido impedir por todos los medios aquel cambio de dirección y quisieran obligarle a continuar hasta Fossvogur—. ¿Pero qué queréis? —farfulló, dirigiéndose a los otros conductores.
—Cambia de carril, sin más —dijo Þóra, acostumbrada a esa forma de conducir. —Sus propios coches les interesan más que adonde quieras ir tú.
Matthew se lanzó y se llevó un gran susto por el tremendo bocinazo de un automóvil que se vio obligado a esquivar.
—Jamás me acostumbraré a conducir aquí —dijo asombrado.
Þóra se limitó a sonreír.
—Pero ¿qué se decía en las cartas… qué le pasó a la mujer?
—La torturaron —respondió Matthew—. De forma atroz.
—No me hago a la idea de que se pueda torturar de ninguna otra forma —dijo Þóra, que esperaba una explicación más detallada—. ¿Qué le hicieron?
—El autor de la carta contaba que las manos y un pie habían quedado inutilizados al oprimirlos en una bota de hierro. Además le cortaron las dos orejas. Sin duda hubo más cosas, pero que no llegaron al papel. Cortes y cosas de ésas. —Matthew apartó la vista de la calle por un instante y la dirigió a Þóra—. Recuerdo que la conclusión del autor en una de las últimas cartas era algo de este estilo: «Ved que el mal no se halla en los despojos de mi amada, una mujer joven e inocente. Habita en aquellos que pretenden acusarla».
—Dios mío santísimo —exclamó Þóra, que no pudo evitar un estremecimiento—. Sí que lo recuerdas bien.
—Uno no olvida tan fácilmente lo que sale allí —respondió él con voz seca—. Naturalmente que eso no es lo único que se cuenta en las cartas. Hay toda clase de argumentos para conseguir su liberación, desde razones legales hasta lo que se puede llamar amenazas puras y simples. El hombre se encontraba en una situación espantosa: amaba a su esposa más que a su propia vida, pues se trataba de una muchacha bellísima, si damos crédito a lo que se dice en las cartas. No llevaban mucho tiempo casados.
—¿Pudo ir a verla a la prisión? ¿No escribió las cartas mientras ella seguía aún bajo arresto? —preguntó Þóra.
—No y sí —respondió Matthew—. No: no le autorizaron a verla, pero uno de los guardianes observó el lamentable estado en que se encontraba la mujer y transmitió mensajes de uno a otro… mensajes que fueron haciéndose cada vez más desgarradores y desesperanzados, según las cartas. Por lo que respecta a la última pregunta, todas las cartas, menos una, fueron escritas mientras ella estaba encarcelada y el esposo intentaba liberarla. De modo que de todas las cartas, sólo una está escrita después de la liberación de la mujer. Y es esa misiva la que muestra la dureza del destino de aquellas personas, un destino que haríamos bien en recordar cuando nos enfurecemos por las dificultades a las que nos enfrentamos nosotros mismos.
—¿Y por qué? —preguntó Þóra, que, en realidad, no quería escuchar la respuesta.
—Tienes que recordar que en esa época la medicina no se parecía lo más mínimo a la que conocemos hoy día, en realidad no era más que charlatanería. Puedes imaginarte perfectamente los sufrimientos que habían de padecer enfermos y heridos, por no hablar del sufrimiento psicológico de una mujer joven que había sido la niña de los ojos de todos los hombres y que, entre otras cosas, era admirada por su belleza física. Cuando la liberaron, uno de sus pies y todos los dedos de sus manos estaban pulverizados. El cuerpo cubierto de cicatrices de las cuchilladas que le habían infligido en busca de lugares por los que no sangrara, y otras cosas que se insinúan pero no se explican. ¿Qué harías tú? —Matthew volvió a mirar a Þóra.
—¿Tenía hijos? —preguntó Þóra. Involuntariamente, su mano derecha se alzó hacia la oreja… nunca se había dado cuenta cabal de la importancia que tenía para ella la apariencia física.
—No —respondió él.
—Entonces se suicidó —dijo ella sin pensárselo dos veces—. Por los hijos se pueden aguantar torturas y dolores, pero no por muchas otras cosas.
—Bingo —exclamó Matthew—. Vivían en unas tierras propias junto a un riachuelo, y fue cojeando hasta allí una noche, al poco de volver a casa, y se arrojó al agua. Si hubiese estado en mejores condiciones, quizá habría podido decidirse por la vida, pero vestida con los gruesos ropajes que se usaban en aquella época, sería incapaz de hacer nada, teniendo las manos y un pie inutilizados.
—¿Y él qué hizo… lo decía en la carta? —preguntó Þóra, procurando apartar de su mente cualquier pensamiento sobre aquella joven.
—Sí, en realidad en la carta dice que le ha arrebatado al inquisitor Kramer lo más valioso que había en su vida, del mismo modo que éste le había despojado a él de lo más valioso de su propia vida… y que ya estaba en el largo camino hacia la perdición —res pondió Matthew—. La historia ignora qué fue de la venganza, o a qué demonios se refieren esas palabras. Las fuentes contemporáneas no proporcionan detalles más precisos. Luego le dice al obispo que puede dormir tranquilo: que no atendió a tiempo su ruego, como conviene a un siervo de Dios. Cita luego algo del Antiguo Testamento… que, como sabes, trata de todo menos de perdón. No puedo explicarlo muy bien, pero en esas palabras finales se escondía una especie de amenaza que ignoro si cumplió… el obispo murió varios años después. Bien puede ser que se deshiciese él mismo de las cartas, pues no le apetecería mucho que se conservaran entre los documentos de la Iglesia.
—Me parece una explicación un tanto improbable —dijo Þóra—. Si quería deshacerse de ellas… ¿por qué no las quemó? Precisamente fuego no era lo que les faltaba.
Matthew estaba dedicado a encontrar aparcamiento cerca del apartamento de Harald. Las plazas de al lado de la casa estaban ocupadas.
—No lo sé… Quizá vio ante él a Pedro con sus llaves y a Dios en persona… tal vez no quería llamar la atención sobre el contenido de las cartas quemándolas… el humo sube a los cielos, ya lo sabes.
—¿De modo que no crees que las cartas sean falsas? —preguntó ella.
—No, no he dicho eso. En ellas hay cosas que no encajan.
—¿Cómo cuáles?
—Principalmente en lo tocante a unas referencias al horrible libro de Kramer. El autor de las cartas lo dice con un estilo florido y barroco que no llega a ocultar el demoniaco origen de su contenido.
—¿No puede haber tenido acceso al Martillo de las brujas?
Kramer debía de llevarlo consigo.
—No encaja —respondió Matthew—. La historia afirma que ese libro tan entretenido no se publicó hasta el año siguiente, 1486.
—¿Se ha comprobado la edad del papel y la tinta? —preguntó Þóra.
—Sí, correspondían más o menos, pero eso no importa demasiado. Los falsificadores utilizan papel y tinta antiguos, o pintura, para engañar a los que investigan esas cosas.
—¿Tinta antigua? —preguntó la abogada llena de dudas.
—Sí, más o menos. Preparan la tinta con materiales antiguos o sacan la tinta de algo antiguo que no sea demasiado fácil de vender. El resultado es el mismo.
—Pues menuda complicación —dijo Þóra, feliz y contenta por no ser falsificadora.
—Mmmm —murmuró él, y bajaron del coche.
—¿Pero por qué tenía Harald esas cartas? —preguntó ella—. ¿Creía que eran auténticas, o pensaba que eran falsificaciones?
Matthew cerró la puerta del lado del conductor y abrió la de atrás. Se inclinó para coger la caja, pero antes envolvió la funda en su chaquetón y la colocó cuidadosamente sobre la caja. Si sintió frío al quedarse sólo con el jersey, no lo aparentaba.
—Harald estaba convencido de que eran auténticas; le apasionaba el problema de qué podía ser lo que perdió Kramer por la venganza que se menciona en la carta. Se dedicó a rastrear por todas partes, en busca de la más mínima indicación, y estudió documentos de todo tipo por todas partes de Alemania, e incluso visitó la Biblioteca del Vaticano. Pero no consiguió encontrar nada que le diese la menor pista. Por lo demás, no se sabe tanto de Kramer; fue un desconocido durante quinientos años.
Þóra vio en la nieve unas huellas que daban la vuelta a la esquina del edificio… en dirección a la puerta principal de la casa de Harald. Con la barbilla le indicó a Matthew aquellas señales recientes de que alguien había pasado por allí; las huellas iban sólo en una dirección, de modo que no podría tratarse del cartero ni del chico de los periódicos.
Delante de la puerta había un hombre. Se había alejado un poco de la entrada para intentar ver por las ventanas del piso superior. Se sobresaltó cuando sonaron en la esquina los pasos de Matthew y Þóra. Se quedó mirándolos boquiabierto y empezó a balbucear algo antes de encontrar por fin las palabras que quería decir.
—¿Conocían ustedes a Harald Guntlieb?
—Buenas tardes. Me llamo Gunnar Gestvík, soy el decano de la Facultad de Historia de la Universidad de Islandia.
Se le veía muy inquieto, no sabía en qué pierna apoyarse, como si le dolieran los pies; llevaba un elegante chaquetón de una marca que Þóra reconoció del ropero de su ex marido. Por debajo del abrigo iba vestido con traje de chaqueta y, sobresaliendo por el cuello, se podía ver un nudo de corbata de colores, muy bien hecho, y un cuello de camisa de color azul claro. Su porte mostraba a un hombre compuesto y bien situado. Y que las costuras de su compostura se le habían abierto en aquel momento. Saltaba a la vista que el tal Gunnar no se esperaba aquel encuentro y que le estaba costando mucho decidir cuál sería su siguiente paso. Þóra sabía que se trataba del hombre que había encontrado el cadáver de Harald, o que lo había acogido entre sus brazos, para ser más precisos. Pero no podía imaginarse siquiera qué es lo que podía querer para ir a la casa de su antiguo alumno. ¿Sería quizá una actividad terapéutica recomendada por su psicólogo?
—Pasaba por aquí cerca y decidí comprobar si había alguien —dijo Gunnar, indeciso.
—¿Aquí? ¿En casa de Harald? —preguntó Þóra extrañada.
—Naturalmente que no pensaba encontrármelo a él —se apresuró a añadir—. Pensaba que podría haber alguien por aquí, un portero o alguien así.
Matthew no comprendía ni una sola palabra y dejó que Þóra siguiera la conversación, aunque el nombre sí lo había entendido.
Se colocó subrepticiamente enfrente de Þóra, a espaldas de Gurnnar, y le indicó con toda clase de guiños que invitara al hombre a entrar. Sacó sus llaves del bolsillo y abrió la puerta exterior.
Gunnar se dio cuenta de los gestos de Matthew, que parecía extrañamente excitado.
—¿Tienen ustedes acceso a la vivienda? —preguntó a Þóra.
—Sí, Matthew trabaja para la familia de Harald y yo soy, digamos, su abogada. Venimos de la policía, de recoger parte de sus pertenencias, e íbamos a deshacernos del cargamento. ¿Quiere entrar? Nos encantaría poder charlar un momento con usted.
Obviamente, a Gunnar no le resultó nada fácil esconder lo contento que le puso aquella invitación. Aceptó y les dio las gracias, tras mirar su reloj de pulsera y calcular el tiempo que podía dedicarles. Dejó pasar primero a la mujer, pero pese a lo cuidado de sus ropas, no parecía un auténtico caballero: por lo menos, no se ofreció a ayudarla a subir el pesado monitor hasta el piso de arriba.
La reacción de Gunnar no fue muy distinta a la que mostró Þóra al entrar en el apartamento por primera vez. Ni siquiera cayó en la cuenta de quitarse el chaquetón y colgarlo en el perchero, sino que entró hipnotizado en el salón y se puso a mirar lo que colgaba en las paredes. Matthew y Þóra se tomaron las cosas con más tranquilidad; dejaron el cargamento y se quitaron los abrigos. Matthew sacó de la caja la funda de cuero con las cartas antiguas, la extrajo del chaquetón en el que la había envuelto y se fue con ella por el pasillo hacia el dormitorio. Þóra se quedó atrás para hacer los honores a Gunnar. Fue hacia él y se situó a su lado, aunque sin poner obstáculo alguno a su contemplación de las antiguas obras de arte.
—Es una interesante colección de arte —dijo ella. Trató de acordarse de lo que le había contado Matthew sobre los cuadros, aunque no estaba segura de poder repetirlo todo, de modo que decidió no dárselas de entendida.
—¿Cómo consiguió todo esto? —preguntó Gunnar—. ¿Lo robó?
Þóra se quedó confundida. ¿Cómo podía ocurrírsele semejante idea a aquel hombre?
—No. Todo lo heredó de su abuelo —vaciló, pero continuó—. ¿Se llevaba mal con Harald?
Gunnar se sobresaltó.
—No, qué va, válgame Dios. Me llevaba estupendamente con él. —El tono de voz no indicaba precisamente una sinceridad absoluta, y el decano pareció darse cuenta. Hizo ímprobos esfuerzos por corregirlo—. Harald era un joven excepcionalmente inteligente y que dominaba magníficamente la historia. Y sus métodos de trabajo eran auténticamente ejemplares, de lo que ya no queda, por desgracia.
Þóra no estaba convencida todavía.
—¿De modo que era un alumno modélico?
Gunnar forzó una sonrisa.
—Quizá pueda expresarse así. Por supuesto que era de lo menos convencional en su aspecto y su comportamiento, pero uno es incapaz de juzgar la moda de la gente joven. Me acuerdo de los Beatles y la moda causada por su fama. Mis mayores no la tenían en muy buen concepto precisamente. Yo ya soy lo bastante mayor para comprender que la rebeldía de los jóvenes puede adoptar imágenes muy distintas.
Era demasiado eso de comparar a Harald con los Beatles.
—Pues a mí no se me había ocurrido ver así las cosas. —Dirigió a Gunnar una sonrisa de foto—. Pero claro, yo no le conocía personalmente.
—Usted dijo que era abogada; ¿qué le ha encargado la familia de Harald? ¿Los asuntos de la herencia? Lo que hay en estas paredes tiene un valor en absoluto escaso.
—No, no tiene nada que ver con eso —respondió ella—. Estamos revisando la investigación del crimen: la familia no está del todo satisfecha con los informes de la policía.
Gunnar se quedó mirándola, perplejo. La nuez subió y bajó por su garganta.
—¿Qué quiere decir? ¿No han encontrado ya al asesino, el vendedor de drogas?
Þóra se encogió de hombros.
—Consideramos que hay algunas cosas que hacen pensar que el asesino no fue él. —Percibió por varios indicios que Gunnar no se alegraba demasiado de oír la noticia. Añadió—: Todo acabará por saberse. Quizá estemos equivocados nosotros… o quizá no.
—Tal vez no sea asunto mío, pero ¿qué es lo que apunta a la inocencia de ese hombre? ¿Saben ustedes algo que la policía ignora?
—No estamos ocultando información a la policía, si eso es lo que quiere usted insinuar —replicó Þóra, molesta—. Sencillamente, no estamos satisfechos con sus conclusiones en algunas cuestiones de peso.
Gunnar suspiró.
—Perdone; no puedo estar del todo sereno cuando se trata de este caso. La verdad, me gustaría que todo esto acabase de una vez. Para mí ha sido terriblemente difícil, y encima ha salpicado a la facultad.
—Lo comprendo —dijo Þóra—. Pero no se trata de acusar a la persona equivocada, por mucho que el asunto haya salpicado a la facultad… ¿verdad?
Gunnar se recompuso y se apresuró a contestar:
—No, no, no. Claro que no. Uno tendría que dejar de pensar sólo en sus propios intereses, todo tiene límites. No me malinterprete.
—Y cambiando de tema, ¿por qué vino usted aquí? —preguntó ella. No sabía qué era lo que retenía a Matthew.
Gunnar apartó su mirada de Þóra y contempló uno de los cuadros.
—Realmente esperaba poder ponerme en contacto con alguien que atendiese las cosas de Harald. Parece que lo conseguí.
—¿Porqué?
—Cuando Harald fue asesinado, acababa de… cómo expresarlo… bueno, acababa de recibir en préstamo un documento de la universidad que no ha sido devuelto. Estoy buscándolo. —Gunnar no apartaba la mirada del cuadro.
—¿De qué documento se trata? —preguntó Þóra—. Aquí hay muchos.
—Es una carta antigua dirigida al obispo de Roskilde, del siglo XVI. La tenemos en préstamo de Dinamarca y por eso es importantísimo que no se nos despiste.
—Suena bastante serio —dijo la abogada—. ¿Por qué no informó a la policía? Sin duda habrían podido encontrar el documento ese.
—No se ha sabido hasta ahora… yo no tenía ni idea del tema cuando me interrogaron; si no, les habría pedido que me devolvieran el documento. Al venir aquí, tenía la esperanza de que me permitieran buscarlo sin necesidad de alertar a la policía, a fin de solucionar de forma sencilla un problema grave. No tengo especiales deseos de dar más explicaciones. Es algo que la experiencia ha ido en enseñándome a lo largo de la vida. Esto no tiene ninguna relación con el asesinato, eso puedo prometérselo.
—Quizá no —dijo Þóra—. Pero, desgraciadamente, no hemos encontrado esa carta. Claro que no hemos concluido la inspección de todos los documentos de Harald. Es posible que aparezca durante la búsqueda.
Matthew apareció a toda prisa con unos papeles en la mano y se sentó en el precioso sofá. Con un amplio gesto de la mano les indicó que hicieran lo mismo. Þóra se instaló en el sillón y Gunnar se dirigió al otro sofá, que estaba justo delante del de Matthew, y tomó asiento allí. Þóra explicó a Matthew lo que el decano había ido a hacer allí, y aquél se limitó a repetir las palabras que Þóra acababa de pronunciar: no había encontrado el documento, pero eso no significaba de modo definitivo que no pudiera estar allí. Dicho eso, puso los papeles sobre la mesita. Se dirigió entonces a Gunnar.
—Usted estaba encargado de supervisar la investigación de Harald, ¿me equivoco?
—No y sí, más o menos —respondió Gunnar, cauteloso.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Matthew con hosquedad—. ¿No se encarga cada cual de unos alumnos a la hora de escribir la tesis?
—Sí, sí, claro que sí —se apresuró a decir el profesor—. Pero es que él no había llegado aún al punto en que revisa el trabajo un representante de la facultad. Sólo me refería a eso. Se había hecho cargo de él Þorbjörn Ólafsson. Yo lo seguía desde lejos, si se puede expresar de ese modo.
—Comprendo. Pero a pesar de todo supongo que habría presentado algún borrador, o una idea del tema de investigación, ¿o no?
—Sí, sí. Entregó un resumen… si recuerdo bien, se hizo al principio de su primer semestre en la facultad. Revisamos el tema y estuvimos de acuerdo a grandes rasgos, y luego Þorbjörn dio los siguientes pasos. El tema entraba en su campo.
—¿De qué trataba la tesis? —preguntó Þóra.
—Una comparación de la persecución de brujas en Islandia y otras partes de Europa, especialmente en los territorios que ahora conocemos como Alemania. La plaga alcanzó allí su máxima virulencia, si se puede decir así. Harald ya había trabajado en una investigación relacionada con las brujas… con ocasión de su tesina de Historia en la Universidad de Munich.
Matthew asintió con la cabeza, pensativo.
—¿Me equivoco en que la quema de brujas en Islandia tuvo lugar durante el siglo XVII?
—Fue entonces, sí. En realidad hay algunas fuentes sobre personas condenadas por brujería antes de esa época, pero la caza de brujas propiamente dicha no comienza hasta ese siglo. La primera quema conocida tuvo lugar en el año 1625.
—Sí, eso tenía entendido —dijo Matthew, que parecía confuso. Extendió los documentos que había puesto sobre la mesita—. Curiosamente, entre los papeles de Harald encuentro muy pocas cosas sobre la quema de brujas en Islandia, y no comprendo por qué estaba tan interesado en sucesos que tuvieron lugar con anterioridad. Quizá pueda usted ilustrarme, tal vez pueda ver usted alguna relación histórica que nosotros ignoramos.
—¿A qué sucesos se refiere? —preguntó Gunnar, inclinándose sobre los papeles, que eran artículos impresos y fotocopiados.
Mientras el decano examinaba por encima los papeles, Matthew iba enumerándolos:
—Erupción del Hekla, año 1510; peste en Dinamarca, hacia 1500; Reforma protestante, año 1550; cuevas de monjes irlandeses antes de la colonización de Islandia y cosas por el estilo. Por lo que a mí respecta no veo relación, pero claro, no soy historiador.
Gunnar siguió repasando los papeles. Después de considerar el contenido de todos los documentos, tomó por fin la palabra.
—Pues resulta que todo esto no tiene una relación directa con la tesis. Harald podría haberse hecho con estos artículos para otras asignaturas en las que estaba matriculado. Naturalmente, he de reconocer que la colonización de Islandia es mi tema de especialidad, y Harald no asistía a mis clases, lo que quizá habría podido explicar este artículo sobre los monjes irlandeses. A pesar de todo, la conclusión que puedo sacar es que estas cosas están relacionadas con los estudios que seguía mientras escribía la tesis.
Matthew miró secamente a Gunnar.
—No, ése no es el asunto. La mayor parte de estas cosas procede de una carpeta titulada Malleus… supongo que el nombre le es conocido. —Matthew señaló unas perforaciones en el margen de las páginas—. Yo saqué la conclusión de que había reunido estas cosas por su investigación en relación con la brujería.
—Sí, claro que me suena ese nombre… ¿no podía haber puesto todo eso en una carpeta vieja sin quitar el título antiguo? —preguntó Gunnar.
—Sin duda —respondió Matthew—. Pero, por algún motivo, creo que no fue así.
El profesor volvió a mirar el montón de papeles.
—Tengo que confesar que no es nada obvio. Lo único que saco a primera vista es cierta relación con la Reforma protestante… en cierto modo es un antecedente de la caza de brujas, igual que en otras muchas partes de Europa. Las creencias se modificaron y la gente sufrió una especie de crisis de fe por tantos cambios. Por lo que se refiere a la erupción del Hekla y a la peste, Harald estaría comprobando la relación entre las persecuciones y el escenario económico del momento. Los fenómenos naturales y las enfermedades tuvieron gran influencia en la época. Claro que hay otras erupciones, por ejemplo la del Hekla en 1636 y otras epidemias más próximas en el tiempo de las persecuciones, y habría sido más normal estudiar ésas en vez de las que se discuten en estos artículos. —Dio un golpecito sobre el montón de papeles.
—¿De modo que esto no es algo que discutiera con usted o con ese Þorbjörn en las reuniones para hablar de la tesis? —preguntó Þóra.
—No, conmigo no. Pero tampoco Þorbjörn recuerda algo así de las reuniones que tuvo con Harald en mi ausencia —respondió Gunnar, que añadió enseguida—: Como les he dicho, el tema de tesis de Harald estaba en fase de desarrollo. Sus principales puntos parecían estar cambiando: ciertamente le indicó a Þorbjörn que incluso le interesaban más los efectos de la Reforma que las quemas de brujas, aunque no había avanzado aún mucho en esa línea cuando lo mataron.
—¿Y eso es normal? —preguntó ella—. ¿Es normal cambiar así de opinión?
Gunnar asintió.
—Sí, es muy habitual. La gente se pone en marcha, llena de interés, luego ve que el tema no es tan atractivo como pensaba al principio y opta por otro asunto. Además, tenemos una larga lista de temas interesantes de investigación que podemos ofrecer a nuestros alumnos cuando se quedan sin ideas.
—A juzgar por la pasión de Harald por los asuntos de magia en general —dijo Matthew, señalando las paredes del salón para dar más peso a sus palabras—, pasión que le acompañaba desde una edad muy temprana, me parece más que dudoso que la Reforma llegase a resultarle más interesante todavía.
—Harald era católico, como sin duda saben ustedes —respondió Gunnar, y sus dos interlocutores asintieron con la cabeza a] mismo tiempo—. Lo que le atraía era, sobre todo, que con el luteranismo, aquí en Islandia, hacia 1550, empeoraron las condiciones de vida de la gente, especialmente las de las clases más desfavorecidas. La Iglesia católica conservó todas sus propiedades en el país, pero con la Reforma propiedades y tierras eclesiales fueron a parar al rey de Dinamarca y con ello el país sufrió un serio empobrecimiento. Además, la Iglesia católica practicaba la caridad, proporcionando a los más necesitados albergue y comida. Todo eso se acabó al llegar el luteranismo. Esto le pareció a Harald de lo más interesante, pues la Iglesia católica no suele verse nunca a esa luz. También estaba entusiasmado con que los clérigos y obispos católicos pudiesen tener concubinas e hijos… lo que no era el caso en otros obispados de Europa de esa época, y en realidad ahora tampoco.
Matthew no parecía convencido.
—Sí, quizá. ¿No puede ser que sus reuniones con ese tal Þorbjörn no entraran en el fondo de su investigación? ¿Que Harald estuviera trabajando en algo que Þorbjörn, y quizá también usted, pudieran ignorar?
—De eso no tengo ni idea, como se puede imaginar —respondió el decano—. Pero cuanto menos, no era ésa la sensación que tuve en su momento. Más no puedo decirles. Naturalmente, podía haber estado mirando toda clase de cosas sin que yo me enterase… yo no seguía todos sus pasos, no se espera de mí nada por el estilo. Los alumnos de la maestría van mucho a su aire y trabajan de forma muy independiente. Pero calculo que esto podrán hablarlo con Þorbjörn, si quieren más detalles sobre el tema. Yo puedo asistir también a la reunión, si lo desean.
Matthew miró a Þóra, que asintió con la cabeza para mostrar su conformidad.
—Pues sí, gracias, aceptamos la idea—dijo Matthew—. En cuanto sepa usted cuándo tiene Þorbjörn un rato libre, puede telefonearme. También si recuerda cualquier cosa que pudiera ser importante. —Le entregó a Gunnar su tarjeta.
Þóra sacó también su tarjeta del bolso y se la dio.
—Y miraremos si la carta que está buscando se encuentra entre los papeles que tenemos ahora entre manos.
—Me encantaría; es una auténtica complicación para la facultad, y lo último que querría es dar la carta por perdida. Desgraciadamente no llevo mi tarjeta encima, pero me pueden localizar fácilmente en el teléfono del despacho. —Se puso en pie.
—Acerca de los amigos de Harald —dijo Matthew—, ¿podría ponernos en contacto con ellos? Querríamos poder hablar con quienes mejor le conocían; quizá puedan arrojar alguna luz sobre el caso y contarnos en qué andaba metido Harald. Intentamos contactar con algunos de ellos esta mañana, pero se niegan a hablar con nosotros.
—Supongo que se refiere a los jóvenes que formaban parte de esa asociación suya —dijo Gunnar—. Pues sí, podría hacerlo. La asociación tiene su sede en nuestra facultad y de vez en cuando me cruzo con alguno de ellos. En realidad, tenía la esperanza de que la asociación se desbandara con la desaparición de Harald. No me parecía que redundara demasiado en beneficio de la reputación de la facultad, y en consecuencia no me hacía ninguna gracia prestarles apoyo con la cesión de la sede. Pero las cosas no las decido yo solo, así que tengo que acatar la decisión. Puedo reunirme con los dos alumnos nuestros que participan en la asociación. Ellos podrían ponerles a ustedes en contacto con otros estudiantes que tenían trato con Harald.
—Le estaríamos muy agradecidos. —Þóra le sonrió—. ¿Por qué le desagrada tanto esa asociación?
Gunnar pareció pensar qué contestación darles.
—Fue como hace medio año o así. Yo estaba convencido, y sigo estándolo, de que estaba relacionado con la asociación, pero no pude demostrarlo. Por desgracia.
—¿Qué sucedió? —preguntó Matthew.
—No sé si debería hablar mucho de ello —dijo el decano, buscando con cuidado las palabras—. El asunto se silenció y no se le dio la publicidad debida.
—¿El qué? —preguntaron Matthew y Þóra al unísono.
Gunnar se agitó, incómodo.
—Encontramos un dedo.
—¿Un dedo? —Otra vez coincidieron Matthew y Þóra, ahora en su asombro.
—Sí, una de las mujeres de la limpieza encontró un dedo justo delante del local de la asociación. Aún tengo en los oídos el chillido que pegó la buena mujer. Enviamos el dedo para que lo investigaran en el departamento de Patología de la universidad y resultó ser de un individuo anciano… no fue posible determinar el sexo, pero muy probablemente pertenecía a un varón. Estaba necrosado.
—¿No se informó a la policía? —preguntó Þóra, desconcertada.
Gunnar se ruborizó.
—Me encantaría poder responderles que sí, pero como nosotros mismos nos enfrascamos en investigar el origen del dedo y motivo por el que estaba dentro de nuestra facultad, nos pareció poco prudente darle publicidad al asunto, tanto tiempo después de que apareciese, ya comprenden. Y además llegaron las vacaciones de verano y esas cosas.
Þóra no creyó que las vacaciones de verano tuvieran mucho que ver. Podían dar gracias, quizá, de que no hubiera nadie con permiso de maternidad cuando apareció el cadáver de Harald. O de que la Facultad de Historia no hubiese decidido investigar el asesinato por su cuenta.
—Pues vaya.
—¿Y qué hicieron con el dedo? —preguntó Matthew.
—Mmmm, pues nos deshicimos de él —farfulló Gunnar. El rubor le subió por las mejillas y alcanzó la raíz de los cabellos—. Pero está claro que eso no tiene ninguna relación con el crimen, de ahí que no hubiese motivo para ir a soltarle ese desdichado incidente a la policía. Tenían otras cosas en qué pensar.
—Pues vaya —repitió Þóra. Un dedo, ojos, una carta sobre orejas cortadas… ¿qué será lo siguiente?
Þora se desperezó y volvió a apoyarse en el respaldo de la silla. Acababa de conectar el último cable al ordenador y ya no quedaba sino encenderlo. Ella y Matthew se encontraban en el estudio de Harald; por fin se había ido el inoportuno de Gunnar Gestvík.
—He de reconocer que esa intuición tuya y de la familia Guntlieb sobre el asesino desconocido me resulta cada vez más alejada de cualquier sentido común. —Manipuló el ordenador y de inmediato se oyó un zumbido que indicaba que el aparato estaba iniciándose—. Eso de la sangre en la ropa de Hugi, por ejemplo. ¿Cómo encaja eso con vuestras intuiciones? —Matthew no respondió, así que Þóra continuó—. Y lo de los papeles… no veo ninguna relación entre el crimen y la tesis, especialmente porque Harald no parecía tener las ideas muy claras a la hora de consultar sus fuentes.
—Yo estoy seguro de lo que pienso —dijo Matthew sin mirarla directamente.
Algo en su comportamiento llamó poderosamente la atención de Þóra. No era propio de él no mirarla a los ojos, pero aparte de ese detalle, se percató de cómo miraba sin parar la pantalla de su teléfono móvil: como si estuviera esperando alguna llamada y temiese que la conversación con ella se la hiciese perder. Þóra enlazó las manos y aguzó la vista.
—Me estás ocultando algo.
Matthew seguía observando la pantalla, a la espera de algo.
—Sí, pero la verdad, espero que en el poco tiempo que hace que nos conocemos no haya dejado al descubierto todos mis secretos —dijo Matthew con una artificial ironía en la voz.
—No digas tonterías; sabes perfectamente lo que quiero decir. Tiene que haber algo escondido, además del dinero que desapareció y de los ojos. —A Þóra le seguía resultando un tanto difícil hablar de la desaparición de los ojos del cadáver. Aún no había sido capaz de construir una sola frase al respecto que diera impresión de naturalidad. Por lo que fuese, las palabras no conseguían expresar nada cuando se trataba de aquel tema.
—De verdad, no hay nada más… bueno, unos cuantos mensajes de correo electrónico que de por sí no dicen nada, y ahora ese dedo de la universidad, que puso a los catedráticos tan nerviosos que acabaron tirándolo a la basura. —Matthew se metió el móvil en el bolsillo—. Y aunque te estuviera escondiendo algo… ¿estás dispuesta a aceptar mi palabra de que Hugi no puede ser el asesino o de que, por lo menos, no lo perpetró él solo?
Þóra soltó una risa:
—No… realmente no.
Matthew se puso en pie.
—Una pena. Pero te diré que no puedo tomar decisiones sobre ciertos asuntos por mi cuenta y riesgo —dijo, apresurándose a añadir—: Es decir, si realmente hubiese algo más.
—Si imaginamos que es así… e imaginamos que quien puede tomar la decisión de que yo participe quizá lo permitiría… ¿no estaría bien que lo reconocieras tú ya?
Matthew la miró y salió al pasillo. Ella se percató de que tenía otra vez el móvil en la mano. Al parecer había sonado. Þóra prestó atención pero sólo pudo escuchar a duras penas que se estaba produciendo una conversación en el pasillo. Renunció a seguir intentándolo y se volvió hacia el ordenador. Una cajita gris en medio de la pantalla le decía que escribiese el password del Administrador. Þóra ignoraba la clave y tuvo que ensayar una palabra tras otra: Harald, Malleus, Windows, Hexen y otras por el estilo. Nada. Se echó hacia atrás y miró desesperada a su alrededor, en busca de inspiración. En una estantería que había encima del escritorio había una fotografía enmarcada, y la cogió. Era la foto de una mujer joven, inválida, sentada en una silla de ruedas. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que era La hermana de Harald, la que había muerto unos años antes. ¿Pero cómo se llamaba? ¿No le habían puesto el nombre de su madre? ¿Anna? No, pero era algo que comenzaba por A. No era Ágata ni Angelina. Amelia: se llamaba Amelia Guntlieb. Þóra escribió el nombre. Nada. Suspiró, pero decidió volver a intentarlo, ahora escribiendo el nombre en minúsculas… quitando la mayúscula del principio… amelia.
¡Bingo! El ordenador produjo la archiconocida melodía de Windows y Þóra ya estaba dentro. Pensó en cuánto tiempo habría necesitado la policía para encontrar la clave, pero se dio cuenta de que ellos debían de tener algún especialista en informática que entrara por la puerta de atrás. No perdían el tiempo en pruebas inútiles. La imagen de la pantalla era bastante poco corriente, y Þóra precisó de un rato para comprender lo que mostraba. No todos los días tenía la oportunidad de ver una boca abierta en una pantalla de diecisiete pulgadas. Y no digamos una boca cuya lengua estaba separada a los lados, sujeta por dos pinzas de acero inoxidable y con una hendidura de color rojo fuego en el centro de la punta de la lengua, o más exactamente, de las dos puntas de la lengua. Aunque a ella le resultara asqueroso pensarlo, era evidente que la foto se había tomado cuando estaban rajando la lengua. O la operación estaba aún en marcha o acababan de terminarla. Þóra habría apostado lo que fuera con quien fuera a que sabía quién era el propietario de aquella lengua. Tenía que ser Harald en persona. Tosió para librarse de las náuseas.
En el ordenador había aproximadamente cuatrocientos documentos de texto. Þóra los ordenó por antigüedad, de modo que los más recientes apareciesen en primer lugar. Los nombres eran reveladores. En las primeras posiciones se hallaban archivos que tenían en común contener en el título la palabra Hexen. Como se había hecho ya bastante tarde, Þóra metió la mano en su bolso y sacó su pendrive USB. Copió en él todos los archivos de brujería para poder mirarlos tranquilamente en casa por la noche… si Matthew le confiaba lo que la familia Guntlieb le había estado ocultando hasta aquel momento. Si no lo hacía, dedicaría la velada a considerar si no tenía ya motivo más que suficiente para mandarlos a freír espárragos. No le apetecía lo más mínimo trabajar de figurita de adorno.
Matthew seguía sin dar señales de vida, así que Þóra decidió ver los archivos codificados que pudiera haber en el ordenador. Con la más exquisita de las cortesías, le pidió al perrito que le enseñara todos los archivos que acabaran en .pdf y obtuvo como recompensa unos sesenta. Los ordenó cronológicamente e hizo copias de los más recientes, que incorporó al pendrive. Tenía ya tarea de sobra para la noche, eso ya estaba más que claro. Pensó en echar un vistazo a las fotos que hubiera en el ordenador y las recuperó. Harald tenía cámara de fotos digital y la usaba con diligencia. Aparecieron cien archivos pero los nombres no le dijeron nada, pues el ordenador, por su cuenta y riesgo, les había asignado códigos numéricos. Harald no se había entretenido en dar nombre a los archivos, pero tampoco Þóra lo hacía cuando descargaba las fotos en su propio ordenador. Decidió elegir la opción de vista previa para poder hacerse una idea, con un vistazo rápido, de lo que había en cada foto. Como las veces anteriores, las ordenó cronológicamente. Vio que las fotos más recientes se habían tomado en el apartamento. La temática de aquellas imágenes era un tanto peculiar… en realidad ninguna era una foto de nada, hablando con propiedad, la mayoría estaban tomadas en la cocina durante la preparación de la comida, fotografiada por arriba y por abajo. No se veía a nadie en las fotos, pero en dos de ellas podían reconocerse unas manos, y Þóra las copió en el pendrive, por si se diera el caso de que las fotos mostrasen al asesino. Nunca se sabe. Las otras fotos, de viejos platos de pasta en diferentes estadios de su preparación, las dejó en paz.
Þóra fue recorriendo la lista y vio que muchas de las fotos podían ser un tanto incómodas para los que aparecían en ellas, pues habían sido tomadas en distintas actividades sexuales. Se sonrojó en nombre de los participantes cuando vio más de aquellas fotos circulando por la pantalla. No se atrevió a ampliarlas, aunque sentía unos enormes deseos de hacerlo, por miedo a que entrase Matthew y se dedicara a espiarla. Además se encontró con un montón de fotos de la operación de lengua: entre otras, la que Harald había elegido como fondo de pantalla. No se podía distinguir quiénes estaban presentes, pero se veían los troncos de varias personas, de modo que Þóra metió en su USB una copia de esas imágenes. Otras mostraban toda clase de instantáneas tomadas en fiestas en las que, al parecer, pasaba de todo; y entre medias había fotos de la naturaleza islandesa y de excursiones al interior. Algunas estaban muy oscuras y no dejaban ver mucho, aparte de unos farallones grises… Al ampliar una de ellas, Þóra tuvo la sensación de que se podía distinguir una cruz grabada en uno de ellos. Una tarjeta entera parecía tomada en una aldea que Þóra no reconoció, muchas de las fotos en un museo que parecía exponer unos manuscritos, así como un pedrusco grisáceo dentro de una gran vitrina de cristal. Una de aquellas fotos era de un cartel, que Þóra amplió para saber si se podía distinguir de qué museo se trataba, pero lo único que consiguió fue más confusión; solamente ponía: «Prohibido hacer fotos». Þóra dejó las imágenes por el momento, había llegado a algunas bastante antiguas que difícilmente podrían tener relación con el caso. Abrió el correo electrónico para ver qué contenía. En la carpeta de mensajes recibidos había siete sin abrir. Seguramente habrían llegado algunos más desde el asesinato de Harald, pero la policía debía de haberlos abierto.
Matthew entró y Þóra levantó la vista, dejando el correo electrónico. Él se sentó en su silla y le sonrió con despreocupación.
—¿Bueno? —dijo ella en tono inquisitivo, esperando lo que tuviera que llegar.
—Also —dijo Matthew, echándose hacia delante en la silla. Apoyó los codos sobre las rodillas y juntó las manos como si fuera a ponerse a rezar—. Antes de decirte lo que crees que necesitas saber —puso especial énfasis en la palabra «crees»— tendrás que prometerme una cosa.
—¿Cuál? —Aunque Þóra conocía la respuesta.
—Lo que voy a decirte es total y absolutamente confidencial y nadie más puede saberlo. Antes de decírtelo, me tienes que dar tu palabra de que guardarás el secreto. ¿Entendido?
—¿Cómo voy a saber si puedo guardarlo sin tener la menor idea de lo que se trata?
Matthew se encogió de hombros.
—Pues me tienes que dar tu palabra. Puedo decirte con total sinceridad que desearás poderlo contar… para que sepas que no pretendo tenderte ninguna trampa.
—¿Y a quién voy a quererle contar eso? —preguntó Þóra—. Creo que es una cuestión importante.
—A la policía —respondió él sin vacilar.
—¿Tú o la familia de Harald sabéis algo que podría alterar el resultado de la investigación del caso, y que habéis decidido mantener en secreto? ¿Lo he comprendido bien?
—Pues sí —respondió Matthew.
—Pues enseguida te digo —dijo Þóra. Reflexionó. Se daba cuenta de que había unas normas éticas que la obligaban a poner en conocimiento de la autoridad cualquier testimonio que pudiera afectar a un caso legal abierto. De modo que tenía que rechazar aquella condición e informar a la policía de que Matthew estaba ocultando pruebas u otros detalles relacionados con el caso de asesinato. Por otra parte, comprendía con meridiana claridad que si rechazaba las condiciones, su participación en la investigación del caso habría concluido. Eso no beneficiaría a nadie. De forma que si adoptaba una postura ética más laxa, bien podía llegar a la conclusión de que tenía que jurar que no abriría la boca, para luego intentar por todos los medios solucionar el misterio al que se enfrentaban, utilizando como arma aquellos valiosísimos datos nuevos. Todos contentos. Þóra rumió en silencio la conclusión de sus razonamientos. Una conclusión más que dudosa, pero que era la mejor en aquella situación… los principios éticos tenían que saber adaptarse a las circunstancias ambientales, ya que el fin justificaba los medios. Si no… pues entonces ya iba siendo hora de cambiarlos—. Muy bien —dijo por fin—. Te prometo que no le diré nada a nadie… ni siquiera a la policía… sea lo que sea lo que vayas a decirme.
Matthew sonrió, satisfecho, y ella se apresuró a añadir, antes de que él pudiera levantar el velo del misterio:
—Pero, a cambio, tú me tendrás que prometer que ese secreto tuyo demuestra la inocencia de Hugi, y que no podríamos demostrarla por ninguna otra vía… y que entregaremos a la autoridad la información necesaria antes de que se lleve el caso a juicio. —Matthew iba a abrir la boca, pero Þóra le interrumpió—: Y que la autoridad no podrá saber que yo he sido testigo de todo esto. Y…
Matthew la detuvo.
—Nada más, y… gracias. —Ahora era su turno de reflexionar. Miró fijamente a Þóra, sin parpadear siquiera—. De acuerdo. Tú no dices nada y yo informo a la policía sobre la carta si no conseguimos demostrar la Inocencia de Hugi con tiempo suficiente, antes de que se abra el juicio oral.
¿La carta? ¿Otra carta más? Þóra habría empezado a pensar que el caso no era más que una pura farsa, a no ser por las fotos de la autopsia, que aún conservaba bien frescas en la memoria.
—¿A qué carta te refieres? —preguntó—. Cumpliré lo prometido.
—La carta que recibió la madre de Harald poco después del crimen —respondió Matthew—. Esa carta demostró a los padres que el detenido no podía ser el culpable, pues se había enviado después de que Hugi pasara a prisión provisional, con lo que no le resultaba posible ir a correos. Dudo que la policía le hubiese dado permiso para mandar aquella carta… sobre todo porque es de suponer que antes habrían comprobado su contenido.
—¿Y cuál era ese contenido? —preguntó ella llena de impaciencia.
—Lo que decía no era excesivamente interesante… con la excepción de que el texto era bastante poco respetuoso con la madre de Harald. Pero la carta estaba escrita casi toda en islandés y con sangre… con sangre de Harald.
—¡Vaya! —exclamó Þóra sin poderse contener. Intentó imaginar cuál sería la sensación de recibir una carta escrita con la sangre de tu propio hijo muerto, pero fue incapaz de evocar semejante emoción—. ¿De quién era la carta… se supo? ¿Y cómo sabéis que la sangre era de Harald?
—La carta estaba firmada con el nombre de Harald, pero el perito grafólogo estimó que no era su letra. Sin embargo, no pudo confirmarlo con total seguridad, pues la escritura era bastante burda y no ofrecía un buen punto de comparación con la caligrafía de Harald. La carta se envió a analizar, de todos modos, entre otras cosas para intentar comprobar si la sangre era suya. Resultó serlo… sin ningún género de dudas. Claro que se encontraron también restos de sangre de pájaro, que al parecer había sido mezclada con la de Harald, según indicó el laboratorio.
Þóra abrió los ojos de par en par. ¿Sangre de pájaro? Aquello le chocó aún más que la presencia de sangre humana.
—¿Pero qué decía la carta? —preguntó—. ¿La tienes?
—No tengo el original, si te refieres a eso —respondió Matthew—. Su madre no quiso desprenderse de ella, ni siquiera permitió que se hiciera una copia. Habría sido capaz de matar a alguien por aquello. Era una carta bastante repugnante.
Þóra le miró consternada.
—¿Y entonces? Necesito saber lo que decía. ¿Alguien os la tradujo?
—Sí. Era un poema de amor que empezaba de forma bastante hermosa pero enseguida se volvía de lo más desagradable. —Miró a Þóra y sonrió—. Seguramente te alegrará saber que conseguí copiarlo… pues fue precisamente a mí a quien le encargaron la traducción… con ayuda de un diccionario islandés-alemán. Seguramente no me darán ningún premio por la traducción, pero al menos pudimos entender lo que decía. —Mientras hablaba, Matthew sacó del bolsillo de la chaqueta una hoja de papel DinA4 plegada. Se la entregó a Þóra—. A lo mejor no supe escribir bien algunas letras… aún no las conocía todas, pero esto debería de estar próximo a la realidad.
Þóra leyó el poema en voz alta. ¿Cómo habrían podido escribir todo aquello con sangre? No podía ni imaginar la cantidad que habría sido necesaria para escribir todas aquellas letras. Matthew las había transcrito en mayúsculas… probablemente de acuerdo con el original. En la hoja ponía:
Yo te miro
Y tú depositas en mí
Cariño y amor
Con tu alma entera.
No estarás tranquila
Todo te será insoportable
Si no me amas.
Por eso ruego a Odín
Y a todos quienes
Los arcanos femeninos
Saben descifrar
Que en este mundo
Todo te sea insoportable
Que nada pueda mejorar
Si no me amas
Con toda tu alma.
Así ardas entera
Hasta los huesos
Y en tu carne
Sufras aún más.
Padecerás la desdicha
Si no me amas
Se congelarán tus pies,
No hallarás nunca paz
Ni consuelo.
Arde para siempre
Que se pudra tu cabello
Que se rajen tus ropas
A menos que con todas tus fuerzas
Ansies mi compañía
Þóra levantó la mirada, asombrada por lo que acababa de leer… el poema era extrañísimo. Miró a Matthew.
—Desgraciadamente no lo conozco. ¿Quién puede haber escrito una cosa así?
—Te juro que no lo sé —respondió Matthew—. Era aún más repugnante en el original, estaba escrito sobre una piel… una piel de cordero. Sólo un enfermo es capaz de hacerle algo así a la madre de un hombre muerto.
—¿Por qué a la madre? ¿La carta no estaba dirigida también al padre?
—Había más, pero estaba en alemán. No lo anoté pero recuerdo más o menos el contenido.
—¿Qué decía? —preguntó ella.
—Era un texto breve… algo de este estilo: Mamá, espero que te gusten el poema y el regalo. Tu hijo Harri. La palabra «hijo» estaba subrayada dos veces.
Þóra miró a Matthew.
—¿Qué regalo? ¿Había algo más, aparte de la carta?
—No, al menos según me dijeron los señores Guntlieb, y les creo. Se quedaron anonadados cuando apareció esto, y no estaban en condiciones de mentir de forma convincente.
—¿Por que está firmado como Harri? ¿Se quedaría sin tinta el autor de la carta?
—No, Harri es como le llamaba su hermano mayor cuando eran pequeños. Muy poca gente sabe de ese nombre… es uno de los motivos por los que la carta produjo tanto efecto a su madre.
Þóra miró a Matthew.
—¿Su madre se portaba mal con él? ¿Es eso? —De pronto ha bía recordado las fotos de un muchacho triste y apartado.
Matthew tardó en responder. Cuando empezó a hablar lo hizo eligiendo las palabras muy cuidadosamente, procurando expresar exactamente lo que quería decir… pues se trataba de comentar asuntos íntimos de sus jefes, a los que respetaba en grado sumo.
—Juro que no lo sé. Pero era como si su madre le evitase. Aunque, eso sí, estoy seguro de que si sus relaciones hubieran sido normales, ella habría remitido la carta a la policía islandesa. Era más que evidente que la carta había alcanzado su punto débil. —Permaneció en silencio por un momento y miró pensativo a Þóra antes de continuar—. Me pidió que te dijera que le gustaría hablar contigo. De madre a madre.
—¿Conmigo? —Þóra se quedó estupefacta—. ¿Para qué? ¿Para excusar algún comportamiento extraño hacia su hijo?
—Eso no lo dijo —respondió Matthew—. Solamente me hizo saber que le gustaría hablar contigo, aunque no especificó de qué. Lo único que buscaba era sentirse mejor.
Þóra no contestó nada. Naturalmente que hablaría con aquella mujer si se lo pedía, pero difícilmente podría consolar a una mujer que había sufrido la pérdida de un hijo.
—No comprendo el objetivo de la carta —dijo para cambiar de tema.
—Yo tampoco —respondió Matthew de inmediato—. Es una aberración tal hacer creer que lo ha enviado Harald en persona, que estoy convencido de que el asesino tiene que estar completamente desequilibrado.
Ella miró fijamente el papel.
—¿Puede ser que quien la escribiera hubiese querido dejar bien claro que Harald estaba muerto y quería acusar a su madre?
—¿Para qué? —preguntó él—. ¿A quién puede beneficiar torturarla de ese modo?
—A Harald, naturalmente, pero estaba muerto—dijo Þóra—. Quizá a su hermana… ¿puede ser que la madre también se portase mal con ella?
—No —respondió Matthew—. No se portaba mal con ella… eso puedo jurarlo. Es la niña de los ojos de su padre y de su madre.
—¿Y a quién beneficiaría, entonces? —preguntó desalentada.
—A Hugi desde luego que no. A menos que haya estado compinchado con alguien.
—Una lástima no haber sabido de la sangre de sus ropas antes de hablar con él esta mañana. —Þóra miró el reloj—. Quizá logre que me permitan hablar con él por teléfono. —Marcó el 118 y le informaron del número de la prisión de Litla-Hraun. El supervisor de guardia la autorizó a hablar con Hugi, con la condición de que la conversación fuera breve. Esperó impaciente durante varios minutos mientras sonaba una versión electrónica de Para Elisa, hasta que se oyó en el auricular la voz jadeante de Hugi.
—Diga.
—Hola, buenas tardes, Hugi. Soy Þóra Guðmundsdóttir, la de esta mañana. No te voy a retener mucho rato. Quería preguntarte por la sangre que se halló en tu ropa. ¿Tienes alguna explicación?
—Esa mierda —suspiró el preso—. Ya me interrogó la policía sobre eso. No tenía ni idea de qué camiseta manchada de sangre estaban hablando, y les expliqué lo de la sangre en mis ropas por lo de esa noche.
—¿Qué pasó? —preguntó ella.
—Harald y yo entramos en el baño a esnifar un poco durante la fiesta. Le salió sangre por la nariz y me cayó a mí encima. Era un váter minúsculo.
—¿Y no pudiste hacer que lo confirmasen los testigos? —preguntó Þóra—. ¿El resto de la gente de la fiesta no se acordaba… de que saliste del baño cubierto de manchas de sangre?
—Hombre, no estaba cubierto de manchas de sangre. Además, todos estaban borrachos y colocados. Nadie se fijó en mí. No creo que nadie se diera cuenta.
«Menuda estupidez», pensó Þóra.
—Pero eso de la camiseta con sangre en tu armario… ¿sabes algo de cómo llegó allí?
—Ni idea. —Se produjo un breve silencio, y entonces añadió—. Imagino que sería la poli quien la puso allí. Yo no maté a Harald ni limpié ninguna sangre con una camiseta. Ni siquiera sé si la camiseta es mía o de quién. Nunca me dejaron verla.
—Son acusaciones serias, Hugi, y te tengo que advertir de que la policía no hace ese tipo de cosas. Tiene que existir alguna otra explicación, si es cierto lo que me estás contando. —Después se despidieron y ella le explicó la conversación a Matthew.
—Bueno, pero tiene una explicación a medias —dijo éste—. Tendremos que comprobar con los demás asistentes a la fiesta si recuerdan algo de la hemorragia nasal.
—Sí —convino Þóra con pocas esperanzas de que aquello pudiera proporcionar resultado alguno—. Pero aunque lo hagan, seguirá faltando una explicación para la camiseta del armario.
«Ping», se oyó un sonido procedente del ordenador, y los dos miraron a la pantalla al mismo tiempo. «Tienes un email» apareció en un recuadro en la esquina inferior derecha. Þóra cogió el ratón e hizo clic en la imagen de un pequeño sobre.
Apareció un mensaje de correo: el remitente era Mal.
Hola, difunto Harald
¿Qué está pasando? Me ha llegado un mensaje de alguien que dice ser policía de Islandia, y otra de una especie de picapleitos (Þóra no pudo evitar una sensación de irritación… pese a que en el ejercicio de la abogacía la habían llamado de todo). Según esos gilipollas estás muerto… a lo mejor sí, a lo mejor no. Escríbeme una línea… esto es un poquitín fastidioso.
Saludos
—Bien, bien —dijo Matthew—. Contéstale mientras está aún delante del ordenador.
Þóra se apresuró a pulsar «responder».
—¿Y qué le digo? —preguntó mientras introducía el encabezamiento: Estimado Mal.
—Cualquier cosa —respondió Matthew como loco. Þóra decidió escribir:
Desgraciadamente, lo de la muerte de Harald es cierto. Fue asesinado. Yo soy la picapleitos que intentó escribirte, pero hasta ahora no he podido disponer del ordenador de Harald. Trabajo para la familia Guntlieb: están muy interesados en encontrar al asesino. Ahora hay detenido un joven que según todos los indicios es inocente de este horrible crimen, y tengo la impresión de que tú puedes proporcionarnos información que nos sería de gran ayuda. ¿Sbes qué es lo que Harald creía haber encontrado y quién es ese «idiota del demonio» del que hablaba en el último mensaje que te mandó? Lo mejor sería que me enviases un número de teléfono en el que pueda ponerme en conta contigo.
Matthew leyó nervioso mientras ella escribía, y en cuanto terminó agitó las manos impaciente y ordenó: «Enviar, enviar».
Þóra envió el mensaje y esperaron en silencio durante varios minutos. Por fin apareció el aviso de que había llegado un mensaje, Se miraron expectantes antes de que Þóra lo abriese. Los dos sufrieron idéntica decepción.
Picapleitos: vete al infierno. Llévate también a la familia Guntlieb. Sois una puta mierda. Prefiero morir antes que ayudaros.
Saludos con odio
Þóra resopló. Pues vaya. Miró a Matthew.
—¿Puede ser que esté tomándonos el pelo?
Matthew se encontró con su mirada sin saber si era ella la que se burlaba. Supuso que así era.
—Segurísimo… sin duda enviará otro mensaje con uno de esos signos sonrientes que aparecen en la pantalla, diciendo que ama profundamente a la familia Guntlieb —suspiró—. Vaya fastidio, es obvio que Harald no les hablaba demasiado bien de sus padres a sus amigos. Creo que lo mejor será olvidarnos de este individuo.
Þóra suspiró.
—¿No es una pérdida de tiempo seguir aquí? Por ejemplo, podríamos pasarnos por el Kaffibrennslan y charlar con el camarero que confirmó la coartada de Halldór, si está de servicio ahora. Estoy totalmente de acuerdo contigo en que su testimonio es un tanto endeble. Si no está trabajando, pues nos tomamos un café.
Matthew aceptó encantado La proposición y se puso en pie, Þora se apresuró a desconectar el pendrive, se lo metió en el bolso y apagó el ordenador.
En el Kaffibrennslan no había mucha gente, de modo que Þóra y Matthew pudieron elegir sitio. Se sentaron en una mesa al lado de la barra, en el piso de abajo. Mientras ella estaba atareada colocando su chaquetón de pluma en el respaldo de la silla, Matthew intentó atraer la atención del camarero, que resultó ser una mujer joven. Ella le miró y sonrió, dando así a entender que acudiría enseguida. Matthew se volvió entonces hacia Þóra.
—¿Por qué no te pusiste el abrigo que llevabas esta mañana? —preguntó, extrañado al ver el enorme chaquetón que se extendía a ambos lados de la silla: las mangas estaban tan llenas de pluma que se alzaban casi tiesas a los lados.
—Tenía frío —respondió Þóra molesta—. El abrigo lo guardo en la oficina… me pongo el chaquetón por las mañanas y me lo llevo a casa por las tardes. ¿No te parece suficientemente elegante?
Matthew puso un gesto que expresaba todo lo necesario acerca de su opinión sobre el plumífero en cuestión.
—Sí, elegantísimo… para trabajar midiendo el espesor de la capa de hielo de la Antártida.
Þóra puso mala cara.
—Hola, chiquita —dijo él sonriendo a la camarera que había aparecido al lado de su mesa.
—¿Qué os apetece? —preguntó la muchacha, con una sonrisa. Llevaba un delantal negro, corto, atado a su esbelta cintura, y en la mano portaba un cuadernito… lista para anotar la comanda.
—Oh, sí, gracias —respondió Þóra—. Yo tomaré un café doble. —Se volvió hacia Matthew—: ¿Te apetece un té en taza de porcelana?
—Ja, ja. Muy graciosa —dijo Matthew, que se dirigió a la camarera para pedirle lo mismo que Þóra.
—De acuerdo —dijo ésta sonriente sin anotar nada—. ¿Algo más?
—No y sí —contestó Þóra—. Nos preguntábamos si Björn Jónsson estaría trabajando ahora. Necesitábamos hablar con él un momentito.
—¿Bjössi? —preguntó la chica, extrañada—. Sí, tiene que venir. —Miró el reloj que colgaba en la pared—. Su turno empieza dentro de poco. ¿Queréis que vaya a buscarle? —Þóra le pidió que lo lo ciera y la joven se marchó en busca de Bjössi y de los cafés.
Matthew miró a Þóra y le sonrió dulcemente.
—Tu chaquetón es tremendamente elegante. De verdad lo digo. Sólo que es un poco… voluminoso.
—No parece que dieras tanta importancia al tamaño cuando estabas de palique con Bella. Ella también es grande… tan grande que tiene su propia fuerza de la gravedad. Las grapas de la oficina acaban todas pegadas a ella. Quizá deberías comprarte tú también un chaquetón de éstos. Son de lo más prácticos.
—No puedo —respondió Matthew sonriéndole—. Entonces tendrías que sentarte en el asiento de atrás, y eso sería una pena. No existe posibilidad alguna de meter dos plumíferos como el tuyo en el asiento delantero.
La continuación de aquella charla sobre plumíferos tendría que esperar mejores tiempos, porque la chica acababa de llegar con el café. La acompañaba un hombre joven. Era guapo, de una forma un tanto femenina… el pelo corto perfectamente cortado y pulcro, y no se le veía ni la más mínima sombra en las mejillas.
—Hola, ¿queríais hablar conmigo? —preguntó con una voz de agradable timbre.
—Sí, ¿tú eres Björn? —dijo ella mientras cogía una de las tazas de café. El joven dijo que sí, y Þóra le explicó quiénes eran. Había decidido no complicarle las cosas al muchacho haciéndole hablar en inglés, de modo que se dirigió a él sólo en islandés. Matthew no prestó ninguna atención, se limitó a ir bebiendo su café—. Querríamos hacerte unas preguntas sobre la noche en que se cometió el crimen, y sobre Halldór Kristinsson.
Bjóssi asintió, con gesto muy serio.
—Sí, no hay problema… pero ¿puedo hablar con vosotros sin que haya líos? No contraviene ninguna norma, ¿verdad? —Þóra le aseguró que no había ninguna pega, y el joven continuó—. Como dije en su momento estaba trabajando aquí, en realidad éramos varios. —Miró a su alrededor, el local estaba medio vacío—. Los fines de semana no es como ahora. Entonces está de bote en bote.
—¿Pero le recuerdas claramente? —preguntó ella, procurando que su pregunta no le sonara a que dudaba de su testimonio.
—¿A Dóri? Pero poi favor —dijo Bjóssi con cordialidad—. Si le conozco… bueno, mas o menos. Él y su amigo, ese extranjero que asesinaron, venían mucho por aquí, y era imposible no fijarse en ellos. El extranjero aquel era bastante especial. Nunca me llamaba otra cosa que Bär, que significa «oso» en alemán, igual que Björn en islandés. Dóri también venía solo a veces y entonces se sentaba en la barra y charlábamos.
—¿Estuvo charlando contigo esa noche? —preguntó Þóra.
—No, no pudo ser. Había tanto que hacer que yo andaba como loco de aquí para allá, sirviendo. Pero sí que le dije hola y cruzamos unas palabras. Aunque en realidad estaba bastante cabreado, de modo que no perdí mucho tiempo charlando.
—¿Cómo puedes saber exactamente cuándo vino? —inquirió ella—. A juzgar por lo que dices, apenas tuviste tiempo para darle cuenta de la hora que era… ni oportunidad de hacerlo.
—Ah, eso —replicó Bjóssi—. Abrió una cuenta al llegar, ya sabes, para no tener que andar pagando cada vez que pedía una bebida. Siempre apuntamos cuándo empieza un cliente una de esas cuentas y cuándo la cierra y la liquida. —Bjössi dirigió a Þóra una sonrisa de complicidad—. Fue muy sensato por su parte abrir una cuenta esa noche, porque no bebió precisamente poco. La tarjeta habría acabado por rompérsele de tanto pasar por la máquina.
—Comprendo —dijo Þóra—. ¿Pero estás seguro de que estuvo sentado aquí pimplando todo el rato hasta que llegaron sus amigos, a eso de las dos? ¿No habría podido escaparse un rato sin que tú te dieras cuenta?
Bjóssi se lo pensó antes de responder.
—Bueno, naturalmente no puedo asegurar que estuviera aquí todo el rato sin interrupción. Creía estar seguro y eso es lo que le dije a la policía, pero después de pensarlo, lo cierto es que eso pude habérmelo construido a partir de las consumiciones que hizo en ese tiempo, claro, no todas las llevé yo. A lo mejor le pidió a alguien que usara su cuenta… no lo sé. —Movió las manos señalando a su alrededor—. Pero el local no es demasiado grande y, sinceramente, creo que me habría dado cuenta si hubiese salido. Por lo menos eso es lo que yo creo.
En realidad, Þóra ya no sabía qué más preguntarle al camarero en relación con aquella noche. A fin de cuentas siempre acababa en lo mismo, y a su entender, su testimonio sobre la coartada de Halldór salía reforzado del interrogatorio. Dio las gracias a Bjössi y le entregó su tarjeta, por si se acordaba de alguna cosa especial, aunque no lo creía muy probable. Se volvió hacia Matthew y el café, que se había quedado ya un poco frío, y entre sorbo y sorbo le explicó lo que había contado el camarero. Terminaron sus cafés y Þóra vio que se había hecho hora de marcharse a casa. Se levantaron y cogieron el coche.
Eran cerca de las cinco, y el tráfico era todavía escaso. Había poca gente por la calle, porque hacía frío y soplaba el viento. Los pocos que se aventuraban a salir caminaban deprisa y no dedicaban mucho tiempo a mirar a su alrededor o a contemplar los escaparates. Þóra decidió no pasar por la oficina, y le pidió a Matthew que la llevara directamente al garaje para irse a casa desde allí. Telefoneó a Bella para avisarle de que no la esperasen hasta el día siguiente y para comprobar si mientras estaba ausente había habido algo que la afectara a ella.
—Diga —fue la respuesta en el teléfono; ni una sola palabra acerca de la actividad a la que se dedicaban, ni una indicación de quién había respondido.
—Bella —dijo Þóra, intentando poner su mejor tono de voz—. Soy Þóra, tampoco puedo ir hoy. Pero mañana estaré allí hacia las ocho.
—Ah —fue la escueta respuesta.
—¿Hay algún recado para mí?
—¿Cómo voy a saberlo? —respondió Bella.
—¿Qué cómo? Bueno, es que yo soy una adivina tan estupenda que se me ocurrió que como secretaria y telefonista quizá habrías anotado por casualidad algún mensaje. Naturalmente, es una estupidez por mi parte.
Al otro lado se produjo un breve silencio, y Þóra creyó oír a Bella ir contando hacia atrás a media voz, al otro lado de la línea.
—Son las cinco… ya no tengo que seguir hablando contigo. Mi jornada ha terminado por hoy. —Bella colgó.
Þóra se quedó mirando embobada su teléfono móvil y dijo, más a sí misma que a Matthew:
—¿No será que Bella es en realidad ese Mal?
—¿Eh? —Matthew había llegado al garaje y metido el coche.
—Ay, nada—dijo ella mientras se soltaba el cinturón de seguridad—. Y por cierto, ¿qué haces por las tardes?
—Pues un poco de todo —respondió Matthew—. Salgo a comer, a veces me paso un rato en un bar del centro… algunas veces voy también a los sitios para turistas: museos y cosas de ésas.
Þóra le compadeció… debía de ser algo bastante solitario.
—Mañana es viernes y los niños van a casa de su padre. Te invito a comer el fin de semana, ¿te viene bien?
Matthew sonrió.
—Vale, si prometes no invitarme a pescado. Si vuelvo a comer pescado me saldrán agallas.
—No, pensaba en algo más casero… como encargar una pizza —dijo Þóra antes de salir del coche. Confiaba en que él se marcharía antes de que tuviera que entrar en el coche del taller. Si el plumífero le resultaba ridículo, le daría un ataque de risa al ver el vehículo que usaba. Su deseo no se vio satisfecho: Matthew esperó a verla dentro del coche, y cuando ella abrió con su llave la puerta del conductor, oyó que la llamaba. Miró y le vio asomado en la ventanilla abierta.
—Me estás tomando el pelo —dijo en voz alta—. ¿Es eso tu coche?
Þóra evitó que las risas de Matthew la pusieran nerviosa y le dijo a su vez:
—¿Quieres cambiar?
Matthew sacudió la cabeza y subió el cristal. Se marchó riendo, según le pareció a Þóra.
La tarde anterior, Þóra se había puesto de acuerdo para que su hija se fuera del colegio a casa de su amiga. Así que fue a toda prisa a recoger a Sóley, dio las gracias a la madre de su amiga, una mujer joven y simpática, por el favor, y ella le respondió que no era nada… que en realidad era más fácil tenerlas a las dos juntas, porque se tenían mucho aprecio. Þóra volvió a darle las gracias y dijo que seguramente no tendría más remedio que repetir, si le parecía bien. Añadió finalmente que esperaba poder devolverle el favor alguna vez. Alguna vez, cuando el sol saliera por el oeste.
En la puerta de su casa había toda una congregación: unos amigos de Gylfi habían estado de visita y en aquel momento se estaban yendo. Había repartidas por el suelo montones de parkas… y zapatillas deportivas y mochilas elegantísimas que servían de cartera de colegio. Los propietarios, tres chicos larguiruchos que Þóra conocía bien y una chica que conocía menos, estaban dedicados a recuperar sus abrigos y a buscar las parejas de las zapatillas.
—Hola —dijo Þóra en plan buen rollo, e hizo lo posible por pasar en medio del grupo. Su hijo estaba en el umbral del vestíbulo contemplando los preparativos. Tenía un aspecto tan mortecino como por la mañana—. ¿Estabais estudiando? —preguntó Þóra, consciente de que no era nada probable. A esa edad, los chicos no se reúnen a estudiar juntos… si a alguien se le ocurriera una cosa semejante, lo marginarían al momento. Pero su obligación de progenitura era hacer comentarios de ese estilo.
—Eh, no —respondió Patti, el mejor amigo de Gylfi desde hacía muchos años. Era un chico estupendo, cuya peculiaridad más destacada era que en cualquier momento era capaz de indicar cuántos meses, días y horas quedaban hasta que pudiera hacer el examen del carné de conducir. Varias veces, Þóra había comprobado los números, y por regla general el chico no se equivocaba prácticamente nada.
Luego Þóra le sonrió a la chica, que bajó los ojos con timidez. No conseguía recordar cómo se llamaba, aunque últimamente la había visto cada vez más por casa. Gylfi había madurado mucho, y a lo mejor a su hijo le gustaba aquella chica, ¿quizá incluso eran novios? Era una chica de lo más linda, pero bastante más pequeña que Gylfi y sus amigos.
Sóley, que había entrado con su madre, acababa de quitarse los zapatos y el chaquetón y de dejarlo todo bien puesto en su sitio. Miró a los muchachos, se puso en jarras y preguntó como una señorona:
—¿Estuvisteis saltando en la cama? Eso no se puede hacer: se estropea el edredón.
Su hermano enrojeció de vergüenza y vociferó:
—¿Por qué tengo que tener una familia tan anormal? No hay quien os aguante a ninguna de las dos. —Salió corriendo como una exhalación y su camino se vio acompañado por una sucesión de portazos. Sus amigos se quedaron de lo más azorados, y el barullo que formaban recuperando sus cosas aumentó al doble.
—Bye-bye —se despidió Patti antes de cerrar la puerta de fuera, una vez hubo salido todo el grupo. Antes de que la puerta encajara en sus goznes, debió de pensárselo mejor y volvió a asomar la cabeza para informar—: No sois ni la mitad de raras que mi familia… lo único que le pasa a Gylfi es que anda cabreado estos días.
Þóra le sonrió y le dio las gracias. Por lo menos había sido un intento de mostrar cierta cortesía… aunque el deseo de mostrarse fino tuvo más éxito que sus palabras.
—Bueno —le dijo a su hija—, ¿vamos a preparar la cena? —La pequeña asintió muy juiciosa con la cabeza y se fue a llevar una bolsa a la cocina.
Después de cenar juntos (lasaña recalentada que Þóra había elegido en la tienda y pan hindú naan que había cogido por equivocación en vez del pan con ajo), su hija se fue a su cuarto a jugar mientras su hijo recogía la mesa. Entendía claramente que su estallido había afectado a su madre y su hermana, pero no era capaz de pedir disculpas. Þóra hizo como que no pasaba nada, confiando en que estaba siguiendo la conducta adecuada… que el muchacho acabaría por confiarle, sin necesidad de forzarlo, qué era lo que tan irritado le tenía. Creía haberle dejado bien claro que podía acudir a ella en cuanto quisiera y para lo que la necesitara. Le dio un beso cuidadoso en la mejilla y le agradeció la ayuda, y a cambio recibió una sonrisa grotesca. Luego se marchó a su cuarto.
Þóra decidió aprovechar la tranquilidad que se había creado de pronto para mirar las cosas que había copiado del ordenador de Harald. Sacó su portátil y se instaló en el sofá del salón. Contempló varias fotos de las preparaciones culinarias y de la operación de la lengua. Las fotos de la intervención eran del 17 de septiembre. Las fue abriendo una tras otra y ampliando aquellas en las que aparecía algo que pudiera ser de interés. Durante un rato todas las imágenes eran igual de desagradables. El tema principal de todas era la boca abierta y la operación en sí, pero de vez en cuando se llegaba a vislumbrar la barbilla de Harald. Al parecer, la intervención se había realizado en una casa particular (hasta ahí estaba claro), pues lo poco que se veía del entorno no permitía pensar en una clínica ni un despacho de dentista. Se podía ver una mesita baja de tresillo, cubierta hasta el último centímetro de vasos vacíos o medio llenos, de latas de cerveza y otras cosas de ésas… así como por un gran cenicero lleno hasta el borde. También estaba claro que no era la casa de Harald. Aquel apartamento parecía mucho más desarreglado y decorado con un gusto radicalmente inferior al que caracterizaba las inmaculadas y minimalistas habitaciones de Harald. En una foto se veía el cuerpo del que realizaba la intervención, o que ayudaba a ella. Él, o ella, llevaba puesta una camiseta de color marrón claro con una inscripción que Þóra no podía leer porque unos pliegues se lo impedían. Pero consiguió distinguir el número «100» y las letras «…lico…». No habían empezado aún a cortar cuando se tomaron esas dos fotos, pero la tercera la habían hecho después de clavar el bisturí: la sangre corría por las comisuras de la boca de Harald y el brazo que se veía estaba cubierto de manchas de sangre. Debía de haber salpicado por todas partes cuando cortaron la lengua: si los tajos eran como las heridas en la cabeza, habría sangrado muchísimo. Þóra desplazó el puntero al brazo y aumentó una zona en la que creyó ver un tatuaje. Resultó ser cierto: en el brazo se distinguía la palabra crap. Nada de adornos ni dibujos: sólo crap. En las fotos de la lengua no había nada más que ver.
Las fotos de cocina habían despertado la atención de Þóra porque estaban datadas justo antes del asesinato de Harald: en la época en que, según Hugi, había estado prácticamente aislado, sin relacionarse con los amigos. Las indicaciones de los archivos lo confirmaban: las fotos se habían tomado un miércoles, tres días antes del asesinato de Harald. Þóra estudió detenidamente dos de las imágenes, en especial las manos, que estaban atareadas preparando una ensalada y cortando pan. Hasta un ciego se habría podido dar cuenta de que se trataba de dos personas distintas. Unas manos estaban cubiertas de cicatrices: tatuajes en cicatriz, que formaban entre otras cosas una estrella de cinco puntas y un tipo sonriente con una herradura y cuernos. Aquél tenía que ser Harald. Las otras eran mucho más finas, manos de mujer con dedos finos y bien cuidados, uñas cortas. Þóra amplió una de las fotos, en la que se podía distinguir en el anular un anillo sencillo con lo que parecía un diamante o alguna otra piedra preciosa blanca. El anillo era de aspecto demasiado corriente para ser de autor, pero quizá se le podría enseñar la foto a Hugi y comprobar si le resultaba conocido.
Algo surgió de pronto en la memoria de Þóra: algo que la había perturbado en su primera visita al apartamento de Harald. El ejemplar de la revista alemana Bunte en el cuarto de baño. No había duda de que Harald no leía esas revistas para mujeres. También era evidente que los islandeses tampoco las leían. Tenía que haber llegado con alguien venido de Alemania… alguien de género femenino. En la portada de la revista, un famosísimo actor y su mujer sonreían por el previsible éxito de la procreación. Si la memoria no la engañaba, aquel niño había llegado al mundo en el otoño pasado. ¿Podía ser que Harald hubiese recibido una visita de Alemania… de alguien que vivía en su casa precisamente en el tiempo en que, precisamente por esa razón, no podía verse con sus amigos? Þóra telefoneó a Matthew, que respondió a la tercera llamada.
—¿Dónde estás?… ¿Te pillo en mal momento? —preguntó en cuanto oyó el clic.
—No, no —respondió él, evidentemente con la boca llena. Tragó—. Estoy fuera, comiendo, he pedido carne. ¿Qué pasa? ¿Quieres venir a acompañarme en el postre?
—¿Eh? No, gracias —Þóra descubrió que se moría de ganas de hacerlo. Era estupendo eso de salir a comer, acicalarse y brindar con unas copas que otra persona tendría que fregar—. Mañana es día de colegio y tengo que ocuparme de que los niños se vayan a la cama a una hora prudencial. No, sólo llamaba para saber si tendrías el número de teléfono de la mujer que limpiaba en casa de Harald: tengo la sospecha de que hubo alguien en su casa justo antes del crimen… alguien que incluso dormía allí. Creo que todo apunta a que era alguien de Alemania: una mujer.
—Pues sí, lo tengo en algún sitio, en la agenda del móvil. ¿Quieres que la llame yo? Ya tuve una conversación con ella, y habla inglés estupendamente. Quizá sea eso lo más fácil… a ti no te conoce pero seguramente se acordará de mí, porque le pagué el sueldo que se le debía.
Þóra se mostró de acuerdo, y Matthew prometió llamarla enseguida. Ella aprovechó el rato para decirle a su hija que se fuera a acostar, y estaba ayudándola a cepillarse los dientes cuando Matthew volvió a llamar. Þóra se puso el teléfono en el hombro y lo sujetó con la mejilla, para poder hablar y ayudar a su hija con la higiene dental, todo al mismo tiempo.
—Oye, dice que la cama del dormitorio de invitados había sido usada. Además, en el baño había unos trastos… maquinillas de afeitar desechables… maquinillas de ésas para mujer, lo que indica que tienes razón.
—¿Informó a la policía?
—No, pensaba que no tendría importancia, porque a Harald no lo habían asesinado en su casa. Además dijo que muchas veces había huéspedes, más de uno y más de dos. Y había habido varias fiestas, que al parecer coincidieron en el tiempo con la visita del huésped.
—¿Puede ser que Harald tuviese una novia alemana?
—¿Que atravesaba el mar para venir a visitarle y luego se acostaba en el cuarto de invitados? Me parece absurdo. Y nunca he oído hablar de ninguna novia alemana.
—Claro que podrían haberse peleado —Þóra se lo pensó mejor—. O quizá no era una novia, sino una amiga, o un familiar. ¿Su hermana, quizá?
Matthew calló por un momento.
—Creo que de ser así, deberíamos dejarlo correr.
—¿Estás loco? —chilló ella—. ¿Pero por qué demonios?
—Todo se le ha complicado mucho últimamente… su hermano asesinado, y ella está pasando una crisis por su propio futuro.
—¿Y eso? —preguntó.
—Es una magnífica intérprete de cello y quiere seguir formándose. Su padre quiere que estudie comercio y se ponga a trabajar en el banco. No le queda nadie más… y aunque Harald hubiese vivido, no habría habido forma de convencerle. Pero el asunto de los estudios de su hermana es algo que surgió antes de que lo mataran.
—¿Usa joyas? —preguntó Þóra. Las manos de las fotos habrían podido ser perfectamente las de una chelista: muy finas, las uñas recortadas.
—No, en absoluto. Ella no es así —respondió Matthew—. No le gustan nada esas cosas de presumir.
—¿Ni siquiera un sencillo anillo con un diamante?
Un breve silencio, y luego:
—Bueno, eso sí. ¿Cómo lo sabes? —Þóra le habló de las fotos y concluyeron la conversación con la promesa de Matthew de pensar en la posibilidad de ponerse en contacto con la chica.
—¿Temino ya o toavía do? —dijo su hija a través de una boca llena de espuma de dentífrico. Había dejado que el cepillo siguiera trabajando mientras duró la conversación telefónica: hoy por lo menos no vendría de visita el señor Caries. Þóra la llevó en brazos a su cuarto y le leyó un poco hasta que empezó a quedarse dormida. Le dio un beso en la frente, apagó la luz y cerró la puerta. Luego volvió al ordenador.
Después de pasarse dos horas repasando otros archivos de Harald sin encontrar nada que pudiera serle de utilidad, se dio por vencida y apagó el ordenador. Decidió relajarse un poco leyendo un trozo del Malleus Maleficarum, que Matthew le había dicho que se llevase para echarle un vistazo. Tenía que ser interesante.
Abrió el libro y de él cayó una hoja de papel doblada.
—Cállate —exclamó Marta Mist con brusquedad—. Esto no saldrá a menos que estemos perfectamente concentrados.
—Cállate tú —respondió Andri a voz en cuello—. Hablo cuando me da la gana.
Bríet creyó ver que Marta Mist rechinaba los dientes pero no podía estar segura, pues allí dentro reinaba la oscuridad… la única claridad procedía de unas velitas que habían colocado por distintos sitios de la habitación. Suspiró.
—Ay, venga ya, dejad de pelearos y vamos al asunto. —Se acomodó, estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, formando un anillo.
—Sí, por todos los dioses —farfulló Dóri, frotándose los ojos—. Quería irme a dormir temprano y no estoy dispuesto a seguir eternamente con este rollo.
—¿Rollo? —exclamó Marta Mist, a quien evidentemente no se le había pasado el malhumor—. Creía que estábamos todos de acuerdo en hacerlo. ¿Acaso os he engañado?
Dóri dejó escapar un pesado suspiro.
—No, no tergiverses lo que estoy diciendo. Acabemos esto de una vez.
—Es completamente distinto que en casa de Harald —se oyó la voz de Brjánn, que había guardado silencio hasta aquel momento—. No es sólo la casa. —Miró a su alrededor—. Falta Harald. No estoy seguro de que esto vaya a funcionar sin él.
Andri hizo como que no había oído la observación sobre el apartamento.
—No podemos hacer mucho si falta Harald —alargó la mano hacia el cenicero—. ¿Cómo se llamaba la tía esa?
—Þóra Guðmundsdóttir —respondió Bríet—. Abogada.
—Vale —dijo Andri—. Empecemos, pues. ¿De acuerdo? —Miró a los demás, sentados en círculo a su alrededor; unos mostraron su acuerdo con un gesto de la cabeza; otros, encogiéndose de hombros.
—¿Quién quiere empezar?
Bríet miró a Marta Mist.
—Empieza tú —dijo, intentando borrar la mala cara de su amiga—. Tú eres la mejor en estas cosas, y es importante que esto se haga bien.
Marta Mist no se hizo de rogar. Les miró a uno tras otro.
—Sabéis que esa mujer puede meternos en un problemón de todos los demonios si se huele algo del asunto. Fue una verdadera suerte que la poli diera un patinazo como el que dio.
—Eso lo tenemos perfectamente claro —intervino Brjánn en representación de todos los demás—. Cien por cien.
—Bien —dijo Marta Mist. Se puso las manos en los muslos—. Silencio absoluto, por favor. —Nadie dijo nada. Se estiró para coger un grueso fajo de papel que estaba en medio del círculo y un pequeño cuenco con un líquido de color rojo. Colocó el fajo en el suelo delante de ella y se puso el cuenco al lado. Hecho esto, Bríet le entregó, con gesto de total seriedad, un palillo chino de comer. Marta Mist metió el palillo en el espeso líquido y dibujó con hábiles trazos dos signos en el papel. Cerró los ojos y dijo después, en voz baja y embrujadora—: «Si deseas que tu enemigo te tema…».