12 DE DICIEMBRE

Capítulo 32

Þóra estaba sentada en su despacho, golpeando rítmicamente con un lápiz sobre el borde de la mesa. Matthew observaba en silencio su actividad.

—Creo que los Rolling Stones andan buscando una abuelita para tocar la batería —dijo.

Þóra cesó su tamborileo sobre la mesa y dejó el lápiz.

—Muy gracioso. Esto me ayuda a pensar.

—¿A pensar? ¿Y qué tienes que pensar ahora? —El día anterior ella le había contado a Matthew el desesperado intento de Halldór de desviar la atención hacia Bríet, pero a él no le había resultado una sospecha demasiado creíble. También a Þóra le había parecido absurda, pero después de pasarse la noche en vela dándole vueltas y más vueltas, ya no estaba tan segura. Matthew continuó—: Eso sería como intentar pegar una serie de cabos sueltos. Créeme, en cuanto la policía le apriete las tuercas al bueno de Halldór, ya verás cómo aparece el dinero e incluso el manuscrito, si es que existe.

Miró por la ventana.

—Pero vámonos a alguna cafetería a desayunar como es debido.

—Imposible. Hoy es día de descanso en hostelería —mintió Þóra—. No abren hasta mediodía. —Matthew suspiró—. Conseguirás sobrevivir… tenemos galletas— dijo, echando mano del teléfono y llamando a la secretaria—. Bella, ¿podrías traer la caja de galletas que hay al lado de la máquina del café? —El «no» flotaba ya en el aire, de modo que se apresuró a añadir—: Es para Matthew, no para mí. Gracias. —Se volvió hacia Matthew—. ¿No crees que haya motivo para comprobar lo que dijo sobre Bríet? Quizá exista un grano de verdad.

Éste echó la cabeza hacia atrás y perdió la mirada en el aire por un momento antes de responder.

—Espero que te estés dando cuenta de que esto tiene ya poco que ver con Harald, ¿verdad? —Þóra asintió—. No hay nada que hayamos visto u oído que indique que esa chica pueda estar involucrada en el caso, aparte de que esté chiflada y haya participado en unas actividades de lo más peculiares, en las que se utilizaban miembros humados asados.

—A lo mejor hemos pasado algo por alto —apuntó Þóra con escaso convencimiento.

—¿Como qué? —preguntó Matthew—. Desgraciadamente, mi querida Þóra, todo parece indicar que, a fin de cuentas, fue Hugi quien mató a Harald, y que su amigo está también involucrado. Lo único que no está claro es si lo hicieron juntos y si el dinero fue a parar a sus bolsillos. Lo más probable, con mucho, es que le hayan contado una mentira pura y dura a Harald sobre el manuscrito, aparentando que sabían dónde encontrarlo. Reconocerás que Halldór se hallaba en una posición clave para tramar cualquier invención, pues ayudaba a Harald con las traducciones. De forma que podían haberse inventado lo de la venta y embolsarse el dinero. Llegado el momento de entregarle el manuscrito, se vieron obligados a buscar alguna escapatoria y se cargaron a Harald. Esa explicación de Dóri sobre el asunto de la camiseta es una perfecta invención.

—Pero… —Bella entró como una exhalación en el mismo instante sin preocuparse por llamar antes a la puerta, con las galletas en la mano. Había dispuesto artísticamente las galletas en una bandeja y llevaba una taza de café. Una única taza. La mente le dijo a Þóra que si las galletas hubieran sido para ella, Bella le habría tirado la caja cerrada, apuntando a la cabeza.

—Muchísimas gracias —dijo Matthew mientras cogía las viandas—. Hay quienes no comprenden la importancia del desayuno. —Hizo una inclinación de cabeza dirigida a Þóra y le guiñó un ojo a Bella. Bella miró a la abogada y levantó la nariz, toda ufana, dirigió a Matthew su mejor sonrisa y salió.

—Le has guiñado el ojo —dijo Þóra asombrada.

Matthew le guiñó el ojo dos veces seguidas a Þóra.

—A ti te lo he guiñado dos veces. ¿Satisfecha? —Se metió en la boca una galleta con grandes aspavientos.

Þóra puso cara de estupefacción.

—Pues ten cuidadito, está desmelenada y me obligará a decirle en qué hotel te alojas. —Sonó su móvil.

—Hola, ¿hablo con Þóra Guðmundsdóttir? —preguntó una voz de mujer que a Þóra le resultó vagamente conocida.

—Sí, buenos días.

—Soy Guðrún, la que le alquiló el apartamento a Harald —dijo la señora.

—Ah, sí, buenos días. —Þóra garabateó el nombre en una hoja de papel y la giró hacia Matthew, para que éste supiera con quién estaba hablando. Luego escribió detrás un signo de interrogación para indicar que ignoraba el motivo de la llamada.

—No sé si llamo a la persona adecuada, pero tenía su tarjeta y… Bueno, el caso es que me encontré una caja de Harald este fin de semana, con una serie de cosas dentro. —La mujer calló.

—Sí, sé lo que contenía la caja —dijo Þóra para salvar a la mujer de tener que hablarle de los miembros asados.

—Sí, ¿verdad? —La alegría de la voz era conmovedora—. Me di un susto tremendo, como podrá comprender, y ahora el caso es que no sé qué hacer con un documento que me guardé sin querer cuando salí corriendo del lavadero.

—Lo tiene aún en su poder, ¿no es así? —Þóra sentía que debía ayudar a la mujer.

—Sí, eso. Me lo llevé cuando fui a llamar a la policía y luego lo encontré justo al lado del teléfono de la cocina.

—Se trata de un documento que era propiedad de Harald, ¿no es así?

—Bueno, realmente no lo sé. Es una carta vieja. Antiquísima. Recordé que ustedes estaban buscando una cosa de ésas y pensé que quizá sería mejor dársela a ustedes en vez de a la policía. —Þóra oyó cómo la mujer respiraba profundamente antes de continuar—. Ellos siguen buscando. No puedo imaginarme que esto tenga algo que ver con el crimen.

Þóra escribió a toda prisa en el papel: ¿Carta antigua? Matthew enarcó las cejas y se comió otra galleta. La abogada dijo a su interlocutora:

—Nos encantaría por lo menos poder echarle un vistazo. ¿Podemos pasarnos ahora por su casa?

—Ejem, sí. Estoy en casa. Pero hay otra cosa. —La mujer calló.

—¿El qué? —preguntó Þóra, alarmada.

—Pues es que me temo que estropeé la carta un montón, con las prisas. Tenía un auténtico shock. Pero no está rota. —Se apresuró a añadir—. En realidad es por eso por lo que no le dije nada a la policía sobre la carta. No quería que montasen un número sólo por haberla dañado. Espero que comprendan cómo son estas cosas.

—No importa. Vamos para allá. —Þóra colgó y se puso en pie—. Tendrás que llevarte las galletas; nos vamos. Probablemente acabamos de dar con la carta danesa que había desaparecido.

Matthew cogió dos galletas y tomó el último sorbo de café.

—¿La carta que estaba buscando el decano?

—Sí, eso espero. —Se echó el bolso al hombro y fue hacia la puerta—. Si se trata de la carta podemos ir a devolvérsela a Gunnar y a lo mejor sacarle algo acerca de lo que Halldór me contó de Bríet. —Le lanzó una sonrisa de triunfo, feliz de lo bien que se le habían puesto las cosas—. Y aunque no se trate de esa carta, podríamos hacerlo de todos modos.

—¿Piensas engañar a ese pobre hombre? —preguntó Matthew—. No está demasiado bien eso… teniendo en cuenta lo que ha tenido que sufrir el desdichado.

Þóra miró por encima del hombro mientras salía al pasillo y le sonrió.

—La única forma de descubrir si se trata de la carta en cuestión es llevándosela a Gunnar. Seguramente se pondrá tan contento que estará dispuesto a hacer lo que sea por nosotros. Dos o tres preguntitas sobre Bríet no le harán demasiado daño.


La sonrisa de Þóra no era ya tan amplia cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina en casa de Guðrún, con la carta delante. Gunnar no iba a ponerse demasiado feliz cuando llegara a sus manos algo tan estropeado. Sin duda preferiría que hubiera seguido en paradero desconocido.

—¿Estás segura de que no estaba rajada ya cuando la sacaste de la caja? —preguntó Þóra intentando con mucho cuidado alisar la gruesa hoja de papel sin arrancar el trozo que estaba casi roto.

La mujer pasó los ojos por el papel, avergonzada.

—Segurísima. Estaba entera. Debí de rajarla yo en mi conmoción. No lo hice a propósito. —Sonrió como pidiendo excusas—. Pero seguramente se podrá pegar… ¿verdad? Y luego alisarla bien, ¿verdad?

—Sí, sí, claro que sí. Perfectamente —dijo Þóra, aunque sospechaba que la restauración del documento resultaría mucho más problemática de lo que su comentario parecía indicar, si es que era posible—. Le agradecemos mucho haberse puesto en contacto con nosotros. Tiene razón… muy probablemente se trata del documento que estábamos buscando, y en realidad no tiene nada que ver con la investigación de la policía. La pondremos en las manos convenientes.

—Bien, cuanto antes saque de aquí todo lo que recuerde a Harald y a todas estas complicaciones, tanto mejor. No han sido unos días nada agradables, en absoluto, para mí y para mi marido, desde que se cometió el crimen. Y además les rogaría que se pusiesen en contacto con la familia de él y les comunicasen que me encantaría que la vivienda pudiese quedar libre lo antes posible. Cuanto antes pueda olvidarme de todo esto, antes me podré tranquilizar. —Puso sus delgadas manos sobre la mesa de la cocina y miró fijamente sus dedos llenos de anillos—. No es que no me llevara bien con Harald, personalmente. No me vayan a malinterpretar.

—No, no —dijo Þóra con voz afable—. Puedo imaginarme que todo esto habrá sido cualquier cosa menos divertido. —Acompañó sus palabras con un esbozo de sonrisa—. Y ya para terminar, querría preguntarle si llegó a conocer a los amigos de Harald… si les vio o les oyó.

—¿Es una broma? —preguntó la mujer con repentina brusquedad—. ¿Que si les oí? A veces armaban tanto barullo como si estuvieran dentro de mi propia casa.

—¿Qué clase de barullo? —preguntó Þóra con prudencia—. ¿Discusiones? ¿Gritos?

La mujer resopló.

—Principalmente era música a todo meter. Si eso se puede llamar música. Luego había golpetazos a hora y a deshora, como si estuvieran dando zapatazos en el suelo o saltando. Algunos alaridos y gritos y chillidos… muchas veces tuve la sensación de que igual podía haber alquilado el piso para que se dedicaran a domar caballos.

—¿Y por qué siguió teniéndole como inquilino? —intervino Matthew, que se había mantenido al margen durante casi toda la conversación—. Si no recuerdo mal, en el contrato de alquiler había una cláusula sobre el comportamiento y se establecía que se podía romper por incumplimiento de la misma.

La mujer enrojeció sin que Þóra comprendiese muy bien por qué.

—Me caía bien, supongo que por eso. Pagaba puntualmente el alquiler y aparte de esas cosas era un inquilino magnífico.

—¿Quizá eran sobre todo sus amigos los causantes del ruido? —preguntó Þóra.

—Sí, seguramente se puede decir que sí —respondió la mujer—. Por lo menos aumentaba cuando estaban de visita. Harald tenía la costumbre de poner la música muy alta y de hacer ruido al caminar, o algo así… Cuando recibía a sus amigos, el barullo crecía muchísimo.

—¿Alguna vez presenció una discusión violenta o una pelea entre Harald y esos amigos suyos? —preguntó Potra.

—No, no puedo decir que viera nada de eso. En su momento, la policía preguntó lo mismo. Lo único que recuerdo fue una pelotera, una riña, entre Harald y una chica. Pero no me fijé demasiado, estaba ocupada preparando el pastel de Navidad. No es que estuviera yo también allí, con ellos, qué va; sólo les oí al pasar. —La voz se le fue apagando. Sin que se lo pidieran, les había enseñado el lavadero, les había explicado cómo y dónde había encontrado la caja. El cuarto daba al interior y no se podía pensar que hubiera pasado por allí, a menos que hubiera entrado ex profeso. La mujer se había puesto en evidencia y Þóra intentó hallar alguna forma de darle la oportunidad de que les contara lo que había oído… sin tener que reconocer que había pegado el oído a la puerta.

—¡Oh! —suspiró con su mejor espíritu de colaboración—. Yo también viví en un piso en el que la puerta del espacio común daba a mi vivienda, y no había forma. En cuanto había alguien allí, se oía prácticamente todo. Me resultaba insoportable.

—Sí —dijo la mujer, vacilante—. Harald solía ir solo al lavadero… así que bien. No sé si aquella chica le estaba ayudando con la colada o si simplemente le acompañó y estaban ya de malas. Era por culpa de un documento desaparecido, si no recuerdo mal. A lo mejor era ése —La mujer señaló con la barbilla en dirección a la carta antigua—. Harald le pedía que dejara en paz el tema; al principio muy tranquilamente, pero se fue calentando cuando ella insistió en que la apoyara. No hacía más que repetir que aquello podría ser un empujón maravilloso para la carrera… significara eso lo que significara. No oí nada más, porque fue sólo de pasada, como les he dicho.

—¿Reconoció la voz de la chica? ¿Podía haber sido una chica rubia, menudita, que formaba parte de su grupo de amigos? —preguntó Þóra, esperanzada.

—No, no la reconocí—dijo la mujer, nuevamente con hosquedad—. Había dos que venían por aquí, sobre todo una alta y pelirroja y luego la que acaba de describir usted. Las dos tenían en común la pinta como de putas reclutadas a toda prisa en el ejército… con pinturas de guerra y ropas de camuflaje completamente deformes. Ambas carecían del más mínimo atractivo y eras unas maleducadas. Puedo asegurarles que ni siquiera me saludaban, aunque nos encontrábamos bastantes veces. Por eso nunca les oí la voz.

Aunque Þóra estaba de acuerdo con la mujer en que Bríet y Marta Mist eran bastante maleducadas, no se podía decir precisamente que careciesen de atractivo. Estaba empezando a sospechar que la mujer podía estar enamorada de Harald y por eso le molestaban tanto sus amigas. Cosas más raras pasan. Intentó que no se le notara.

—Bueno, en todo caso, no importa demasiado. Sin duda, eso no tiene ninguna relación con el caso. —Se dispuso a levantarse y cogió la carta—. De nuevo, muchísimas gracias, y transmitiré inmediatamente sus deseos en lo referente al apartamento.

Matthew también se levantó y le dio la mano a la señora. La miró sonriente, y ella le devolvió la sonrisa, aunque no parecía tenerlas todas consigo.

—¿No le interesaría a usted quedarse con el apartamento? —preguntó la mujer, que puso su mano izquierda sobre la de Matthew, de lo más afable.

—Sí, no, sólo estoy temporalmente en este país —dijo él con apuro, intentando pensar cómo recuperar la mano.

—En último caso, siempre podrías vivir en casa de Bella —intervino Þóra con una sonrisita perversa. Matthew le envió una mirada asesina que sólo se suavizó cuando la mujer le soltó la mano.


—Tú le das el documento —dijo Þóra, intentando pasarle a Matthew el grueso sobre. La mujer se lo había traído cuando se estaban marchando… para evitar mayores daños al documento. Si servía de algo ya.

—De eso ni hablar —se quejó Matthew apretando contra el cuerpo los brazos cruzados—. Tuya fue la idea y yo pienso limitarme a sentarme con vosotros y ver lo que pasa… y a darle un pañuelo al buen hombre si se echa a llorar cuando le des ese papelucho roto.

—No me sentía así desde que acababa de sacarme el carné de conducir y le di por detrás al coche del vecino —dijo Þóra mientras esperaban. Les habían dicho que se sentaran, señalando que Gunnar estaba a punto de volver de clase. No había nada que hacer entretanto, así que Þóra se reclinó en el respaldo de la silla—. Y ni siquiera es que haya sido yo quien rompió la carta.

—Pero eres tú a quien le toca comunicarle la noticia —dijo Matthew, mirando el reloj—. ¿Es que no va a llegar nunca? Tengo que comer antes de que vayas tú a hablar con Amelia. ¿Seguro, seguro, que el día de descanso de la hostelería dura sólo hasta mediodía?

—No tardaremos mucho, no te preocupes. Te habrás ido a comer antes de que puedas darte cuenta. —Escuchó unos pasos que se acercaban desde el final del pasillo y levantó la vista. Era Gunnar, que caminaba rápidamente hacia ellos. Cargaba un montón de papeles y libros en los brazos y pareció asombrado de verles.

—Buenos días —dijo mientras trataba de sacar del bolsillo la llave del despacho—. ¿Han venido a verme a mí?

Matthew y Þóra se levantaron.

—Sí, buenos días —dijo ella. Hizo ondear el sobre—. Queríamos comprobar con usted si una carta encontrada este fin de semana era la que andaba buscando.

En rostro de Gunnar se iluminó.

—¡Qué me dice!—exclamó mientras abría la puerta de su despacho—. Sírvanse pasar, por favor. Es una noticia espléndida. —Fue a su escritorio y dejó el cargamento. Luego se sentó y lea lúzo seña de que ellos hicieran lo propio—. ¿Y dónde apareció?

Þóra se sentó y puso el sobre encima de la mesa.

—En casa de Harald, dentro de una caja con otros objetos. Tengo que advertirle que la carta no está en buen estado de conservación. —Sonrió pidiendo excusas—. La persona que la encontró había sufrido un ataque de nervios.

—¿Un ataque de nervios? —preguntó Gunnar sin comprender. Cogió el sobre y lo abrió con sumo cuidado. Muy despacio fue sacando la carta y cuando pudo comprobar con claridad cuál era su estado, se fue disgustando más y más—. ¡Pero qué demonios es lo que pasó! —Puso la carta sobre la mesa, delante de él, y se quedó mirándola fijamente.

—Mmmm, la mujer encontró toda clase de cosas que la desequilibraron por completo —explicó Þóra—. Y no sin motivo, se lo aseguro. Nos pidió que dijéramos que lo sentía muchísimo, pero que esperaba que fuera posible recomponerla. —Sonrió pidiendo excusas.

Gunnar no dijo nada. Siguió mirando fijamente la carta, inmóvil. De pronto, se echó a reír. Con una risa bastante destemplada… nada parecida a la que se produce cuando alguien dice algo divertido.

—¡Dios mío! —exclamó asfixiado cuando se le pasó el ataque de risa—. ¡Cómo se va a enfadar Maria! —Su cuerpo sufrió un estremecimiento al decir aquellas palabras. Acarició el documento, lo levantó y lo observó—. Pero sí, ésta es la carta, así que al menos habría que alegrarse de que haya aparecido —resopló.

—Maria —dijo Þóra—. ¿Quién es Maria?

—La presidenta del Instituto Árni Magnússon —dijo Gunnar con voz apagada—. Es ella quien está en pie de guerra por culpa de esta carta.

—Explíquele lo de la mujer que la encontró —propuso Þóra—, que está apenadísima por lo sucedido.

Gunnar levantó la vista de la carta y miró a Þóra. Su gesto indicaba que aquello no importaría mucho.

—Sí, eso haré.

—Y ya de paso, querría aprovechar la oportunidad, Gunnar, para preguntarle por una alumna de la facultad: Bríet, una amiga de Harald.

Gunnar entornó los ojos, serio.

—¿Qué pasa con ella?

—Nos han dicho que tuvieron un rifirrafe ellos dos. Algo relacionado con un trabajo sobre Brynjólfur Sveinsson que estaban haciendo juntos. Su relación se agrió a causa de un documento desaparecido. ¿Sabe usted algo de eso? —Þóra se dio cuenta de que en la pared, detrás de Gunnar, había colgada una pintura, y le pareció que se trataba precisamente del dichoso Brynjólfur—. ¿No es ése? —señaló el cuadro.

Gunnar permanecía en silencio, pensativo. No miró hacia atrás, sin duda sabía perfectamente lo que había en la pared.

—Ese no es Brynjólfur Sveinsson, es un antepasado mío, con cuyo nombre fui bautizado. El reverendo Gunnar Harðarson. Lleva hábito de sacerdote, no ropas obispales del siglo XVII.

Þóra se sonrojó y decidió no preguntar por ninguna de las numerosísimas fotografías enmarcadas que colgaban también en las paredes… una foto que le pareció ser de Gunnar y el campesino de Hella que les había acompañado a Matthew y a ella cuando estuvieron visitando las cuevas. El hecho de que se sonrojara, irritó aún más a Gunnar, que se inclinó sobre el borde de la mesa y dijo enfadado:

—Son ustedes de los huéspedes más fastidiosos que he tenido nunca —dijo secamente.

Þóra se quedó estupefacta.

—Lo lamento mucho. Pero sí querría pedirle que tuviera un poquito de paciencia con nosotros… estamos intentando atar una serie de cabos sueltos y esto de Bríet es uno de ellos. Si no quiere informarnos al respecto, puede darnos el nombre del profesor, o del catedrático, que se encargó del tema.

—No, no. Claro que puedo informarles yo… no me será nada dificultoso. Solamente les rogaría que se abstuviesen de indagar demasiado en los asuntos privados de la facultad. Éste es uno de ellos.

—¿Y eso? —preguntó Þóra extrañada—. Yo creía que esto tenía que ver sobre todo con esa chica, Bríet. Tenemos entendido que se comportó de una forma algo extraña, y por eso le hacemos la pregunta.

—Bríet, sí. Exacto, se comportó de una manera harto extraña. Fue principalmente gracias a Harald por lo que se consiguió detenerla antes de que la institución se hallara en una situación muy comprometida. —Gunnar se aflojó el nudo de la corbata.

—¿Pero de qué se trataba exactamente? —preguntó ella mientras observaba el alfiler de corbata de Gunnar. Le recordaba a algo, pero no conseguía caer.

Gunnar bajó los ojos hacia la corbata, pues le extrañó que Þóra la mirase con tanta atención. Como por costumbre, se pasó la mano por encima, por si casualmente tenía allí algún resto de comida. Se raspó en el borde aguzado del alfiler y retiró la mano al instante.

—¿De qué se trataba, me pregunta? Vamos a ver. Si no recuerdo mal, Harald y Bríet decidieron catalogar todas las fuentes sobre Brynjólfur Sveinsson de las que se tenía noticia, y aquel trabajo era parte de los estudios que cursaban. Creo que fue Harald quien propuso el tema, no Bríet. Ella se limitó a sumarse a él, estaba acostumbrada a engancharse a otros para hacer los trabajos de curso.

—¿Aquello tenía alguna relación con la tesis del máster de Harald? —preguntó Þóra, aunque pensó que debía de ser una manera de comprobar si Brynjólfur había tenido la versión original del Malleus Maleficarum sin siquiera saberlo.

—No, de ningún modo —respondió Gunnar—. Nosotros lo consideramos bastante irrelevante a ese respecto, creo habérselo mencionado a ustedes. En lugar de utilizar los trabajos de curso de las distintas asignaturas como temas preparatorios de su tesis, solía dedicarse a asuntos que con frecuencia carecían de toda relación con la cuestión de la brujería.

—¿Fue usted el supervisor de ese trabajo? —preguntó Þóra.

—No, creo recordar que fue Þorbjörn Ólafsson. Puedo comprobarlo, si quiere. —Gunnar movió la mano en dirección al ordenador que había sobre la mesa.

Þóra declinó la oferta.

—No, seguramente no hace falta. Con que pudiera decirnos qué es lo que pasó, nos bastaría. Por ahora no queremos pedirle nada más. No andamos demasiado bien de tiempo.

Gunnar miró su reloj.

—Ni yo tampoco, desde luego… tengo que ir a llevarle la carta a Maria. —En su gesto se podía leer que no le hacía mucha gracia la visita que tenía que hacer—. Fueron a las principales bibliotecas de la ciudad, al Archivo Nacional, a la Sección de Manuscritos y otros lugares semejantes para catalogar todos los documentos y cartas en los que se menciona al obispo Brynjólfur Sveinsson. Les fue bastante bien, según tengo entendido, hasta que Bríet creyó descubrir que una carta había desaparecido del Archivo Nacional.

—¿Eso sería posible? —preguntó Þóra mirando como sin querer el destrozado papel que había sobre la mesa—. Quiero decir, de una forma diferente a lo que ha pasado ahora.

—Bien, puede pasar, pero en esta ocasión se trataba de una mera cuestión de incompetencia del sistema de control. Ciertamente se desconoce qué fue de la carta, pero ella acusó del robo a cierto individuo que está por encima de toda sospecha en ese contexto.

—¿A quién? —preguntó Þóra.

—A quien está aquí presente —respondió Gunnar, y guardó silencio. Les miró alternativamente a uno y otro, retándoles con los ojos a poner en duda su inocencia.

—Comprendo —dijo Þóra; miró decidida a Gunnar y añadió—: Perdone que se lo pregunte, pero ¿cómo se le ocurrió a Bríet semejante idea?

—Como les he dicho, se habían producido ciertos errores en la catalogación. Según el catálogo, yo fui la última persona que pudo estudiar la carta, aunque nunca la he tenido en mis manos. Quizá alguna otra persona utilizó mi nombre, o la signatura se confundió. Brynjólfur Sveinsson no me interesa, y jamás se me habría pasado por la cabeza buscar documentos relacionados con él. Lo que hizo aún más desdichado este asunto fue que la chica intentó aprovechar la ocasión para facilitarle las cosas en los estudios. Con toda desfachatez, me dijo que callaría si le echaba una manita, por repetir su vulgar expresión. Hablé del asunto con Harald y él me prometió quitarle aquella locura de la cabeza. Me puse en contacto con un amigo mío del Archivo Nacional y le expresé mi deseo de que investigaran el asunto. No quiero que ninguna mocosa se crea con derecho a insubordinárseme. Pero no pudieron encontrar nada en todo este tiempo, y ya ha transcurrido alrededor de un año. Al final reconocieron que debía de haber sido un error por su parte, la carta habría acabado confundida con otros documentos y acabaría por aparecer más pronto o más tarde. Bríet tuvo el seso suficiente para no volver a hablarme del tema.

—¿Y qué carta era ésa? —preguntó Þóra—. Quiero decir, ¿de qué trataba?

—La carta fue escrita en el ano 1702 y era de uno de los sacerdotes de Skálholt, e iba dirigida a Árni Magnússon. Sería la respuesta a una solicitud de Árni acerca del paradero de los manuscritos extranjeros propiedad de Brynjólfur Sveinsson, que había muerto unos años antes, en 1675. No hay duda alguna de que la carta estaba en la biblioteca. Muchos la recuerdan, además. A todos les pareció bastante extraño.

—¿Nada más? —inquirió Þóra—. ¿Nada sobre manuscritos que hubieran podido estar escondidos, o sobre intentos de sacarlos de Skálholt?

Gunnar la miró con gesto pensativo.

—¿Por qué pregunta, si conoce la respuesta?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Þóra extrañada—. Yo no sé nada sobre esa carta, aparte de lo que acaba de decirnos. —Sus ojos volvieron a dirigirse al alfiler de corbata de Gunnar. ¿Qué demonios pasaba con aquel alfiler que tanto la irritaba? ¿Y qué cosa rara pasaba con aquel hombre?

—Extraña casualidad —dijo el decano secamente. Evidentemente, estaba convencido de que sabían más de lo que en realidad sabían—. Podemos seguir jugando a los despropósitos, si quieren. En la carta hay unas expresiones que se resisten a la interpretación, un texto bastante oscuro sobre la protección de unos tesoros contra el gobernador danés y su depósito donde la cruz antigua. La mayoría coincide en que se refiere a la santa cruz de la iglesia de Kaðlanes, que fue retirada de allí en la Reforma a causa de la prohibición de las reliquias.

—Sabe usted muchísimo sobre esa carta —dijo Matthew, que intervenía por primera vez—. Teniendo en cuenta que nunca la ha visto.

—Naturalmente me informé al respecto cuando se me quiso imputar aquel error —replicó Gunnar al momento—. La carta es bien conocida entre los historiadores, y varios de ellos escribieron interesantes artículos al respecto.

Þóra volvió a clavar los ojos en la corbata, como por aburrimiento. Era un alfiler nada corriente, de forma bastante irregular y, al parecer, de plata.

—¿Dónde consiguió ese alfiler de corbata? —preguntó, como si fuera tonta, señalando la corbata azul ribeteada de cuero.

Gunnar y Matthew la miraron extrañados. Gunnar cogió la corbata y miró el alfiler. Luego la soltó otra vez y volvió a mirar a Þóra.

—Tengo que reconocer que ya no sé adonde va nuestra conversación. Pero, ya que tanto parece interesarle, le diré que fue un regalo en mi quincuagésimo cumpleaños. —Se puso en pie—. Creo que no tiene sentido alguno continuar esta conversación… no tengo especial interés en hablar sobre mí mismo. Me espera una reunión muy poco agradable con María, la presidenta del Instituto Árni Magnússon, y no puedo seguir perdiendo el tiempo con estas tonterías. Les deseo, sinceramente, el mayor éxito en su investigación, pero confío en que no pierdan de vista el hecho de que el pasado no afecta en lo más mínimo al asesinato de Harald.

Les acompañó a la puerta.

Capítulo 33

Matthew miró a Þóra y sacudió la cabeza. Estaban en la entrada del Árnagarður.

—¡Qué amabilidad la tuya!

—¿No viste el alfiler? —preguntó Þóra muy excitada—. Era una espada. El alfiler de corbata consistía en una placa de plata sobre la que había una espada de plata que cruzaba la corbata. ¿No la viste?

—Claro que la vi. ¿Y qué? —dijo Matthew.

—¿No recuerdas la foto del cuello de Harald? ¿La señal que parecía una daga o una cruz? ¿Qué había dicho el forense? Esto parece una pequeña daga… pero hay algo más, porque la piel se ha rajado por la fricción de ese objeto, pero demasiado superficialmente para que esta daga, o lo que sea, haya podido causarlo.

—Sí, es verdad —respondió Matthew—. Ya comprendo adonde quieres llegar. Pero no estoy nada seguro de que se trate del mismo objeto. Las fotos no eran suficientemente claras —suspiró—. Ese hombre es historiador. La espada vikinga del alfiler de corbata está claramente relacionada con su principal especialidad, la colonización de Islandia. Yo no le buscaría tres pies al gato en ese asunto. A mí la herida me pareció más parecida a una cruz. —Sonrió—. A lo mejor, quien mató a Harald fue un cura psicótico.

Þóra estaba nerviosa. Sacó su móvil.

—Quiero hablar con la Bríet esa. En todo esto hay algo rarísimo.

Matthew agitó la cabeza pero Þóra no le hizo caso. Bríet contestó a la cuarta llamada, furiosa. Cuando Þóra le comunicó la detención de Dóri, la chica se sosegó y aceptó reunirse con ellos en la cafetería que había al lado de la biblioteca, en un cuarto de hora. Matthew no hacía más que refunfuñar y poner mala cara, pero cuando Þóra le dijo que allí podría comprar algo para comer, aceptó encantado. Estaba engullendo una pizza cuando apareció Bríet.

—¿Qué le ha dicho Dóri a la policía? —preguntó con voz temblorosa mientras se sentaba a la mesa.

—Nada —respondió Þóra—. Todavía. Pero a mí sí que me ha contado algunas cosillas acerca de aquella noche y de vuestro papel en lo que sucedió. No me extrañaría que antes de que pase mucho tiempo contara más cosas. Sostiene que fuiste tú quien mató a Harald.

El color desapareció del rostro de la chica.

—¿Yo? —preguntó asombrada—. ¡Cómo le voy a haber matado yo!

—Él dice que desapareciste de la panda esa noche y que te comportaste de forma muy extraña cuando encontrasteis el cuerpo… que no parecías tú.

Bríet abrió mucho la boca y se quedó así un momento, paralizada, hasta que volvió a hablar.

—Me perdí veinte minutos… como mucho. Y me quedé hecha polvo cuando encontramos el cuerpo. Ni siquiera podía pensar. No digamos hablar.

—¿Adonde fuiste? —preguntó Matthew.

Bríet le sonrió con ambigüedad.

—¿Yo? Estuve en el baño con un viejo amigo mío. Él puede confirmarlo.

—¿Durante veinte minutos? —preguntó Matthew como dudando.

—Sí. ¿Y? ¿Quieres saber lo que hicimos?

—No —la interrumpió Þóra—. Nos hacemos idea.

—¿Y qué queréis de mí? Yo no maté a Harald. Me limité a estar al lado de Dóri mientras se encargaba del cuerpo. El único que se va a ver metido en un buen lío si Dóri se lo cuenta a la policía es Andri. Él le ayudó. Yo no toqué a Harald. —Con aquello, Bríet intentaba darse ánimos a sí misma, pero no pareció darle muy buenos resultados.

—Querría preguntarte acerca del trabajo que estuviste haciendo con Harald sobre el obispo Brynjólfur y la carta desaparecida —expuso Þóra—. Dóri dijo que Harald se había enfadado bastante contigo. ¿Es así?

Bríet miró a la abogada sin comprender.

—¿Aquel rollo? ¿Qué tiene que ver con este asunto?

—No lo sé, por eso te lo pregunto —respondió Þóra.

—Harald fue patético —dijo Bríet de improviso—. Yo tenía a Gunnar bien agarrado por el cuello. Se puso como un flan en cuanto fui a verle y le dije que sabía que había robado una carta del Archivo Nacional. Y lo hizo, eso seguro, diga él lo que diga.

—¿En qué sentido estuvo Harald patético? —preguntó Matthew.

—Primero la cosa le pareció divertida y me animó a ir a por Gunnar. Además, nos colamos en su despacho para buscar la carta, después de que el tipo me echara con cajas destempladas. Todo fue de lo más raro. Cuando estábamos allí dentro, Harald cambió de opinión, así, de repente. Encontró un artículo viejo sobre los monjes irlandeses y se echó para atrás, y se empeñó en que con aquello ya tenía bastante.

—¿Y eso? —preguntó Þóra.

Bríet se encogió de hombros.

—Era un artículo de Gunnar que estaba metido en un armario. Harald lo encontró y me pidió que le dijera lo que ponía en el pie de las fotos. Estaba emocionadísimo con dos de ellas. Una era de una cruz y la otra de una mierda de agujero. Luego también quiso enterarse de todo sobre la otra ilustración. Yo estaba a punto de desmayarme por los nervios, aterrada de que pudiera venir Gunnar. No estaba para ponerme a traducirle aquellos textos a Harald. Al final se guardó el artículo en el bolsillo y dejamos de buscar. Nos largamos.

—¿Qué te dijo exactamente? ¿Lo recuerdas? —inquirió Þóra.

—Exactamente, no. Nos metimos en la sala de alumnos y me mandó que le dijera qué agujero era el de la foto. Se trataba de una cocina en el interior de una cueva. La cruz también. Estaba esculpida en la pared. Una especie de altar.

—¿Y la otra ilustración? —preguntó Matthew—. ¿Qué había en ella?

—Era una foto aérea de la cueva con unos signos que indicaban qué era cada cosa. Si lo recuerdo bien, uno de ellos estaba junto a la cruz, el otro en un agujero que atravesaba el techo… creo que era un tubo de chimenea… y luego estaba el tercer signo en el agujero que se supone era el fogón. —Bríet miró a Matthew—. Recuerdo que se puso de lo más excitado con el tercer signo y me preguntó si me parecía posible que los monjes cocinaran al lado del altar. Yo le dije que no tenía ni idea. Entonces preguntó si yo no creía que por lo menos habrían puesto el fogón debajo de la chimenea. En el dibujo no era así, en absoluto. El fogón estaba al lado del altar y el tubo de la chimenea se encontraba cerca de la entrada. Parecía algo tan insignificante y tan impropio de Harald excitarse de aquel modo por un memez como aquélla.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Matthew.

—Se fue a hablar con Gunnar. Y después me prohibió volver a preocuparme por aquella carta. —Les miró con gesto de enfado—. Y eso que fue él quien originalmente me empujó a ir contra Gunnar… contra ese maldito Gastbucht, como le llamaba él.

¿Gastbucht? —repitió Þóra. ¿Qué ponía en el papel de apuntes de Harald? ¿Gastbucht? No era el Libro de visitas de la cruz, como había creído ella… no era una cruz sino una t, no era Gastbuch, sino Gastbucht, la traducción alemana del nombre Gestvík.


Þóra y Matthew volvieron a entrar a toda prisa en el Árnagarður. Mientras corrían, llamó a la policía y le habló a Markús de las sospechas suyas y de Matthew sobre Gunnar, pero él no pareció muy impresionado. Después de mucho forcejeo aceptó comprobar los movimientos de la cuenta del decano. El despacho de Gunnar se encontraba vacío cuando llegaron. En lugar de esperar fuera, decidieron tomarse ellos mismos el permiso de entrar y sentarse, y entonces se dieron cuenta de que Gunnar estaría con Maria, la presidenta del Instituto Árni Magnússon, entregándole la carta.

Matthew miró el reloj.

—Tiene que venir algún día este hombre.

En esto se abrió la puerta y entró Gunnar. Se quedó pasmado al verles allí.

—¿Pero quién les ha dado permiso para entrar?

—Nadie. Estaba abierto —respondió Þóra tranquilamente.

Gunnar corrió a su escritorio.

—Creía que ya nos habíamos despedido. —Se sentó en su silla y les miró con cara de pocos amigos—. No estoy en el mejor de los momentos posibles. A Maria no le gustó demasiado ver el pésimo estado en el que se encontraba la carta.

—No le entretendremos mucho —dijo Matthew—. Pero antes no conseguimos aclararlo todo.

—¿Y eso? —respondió Gunnar con acritud—. Les dije todo lo que quisieron saber.

—Pero es que querríamos preguntarle por unos cuantos detalles que están aún sin aclarar —puntualizó Þóra.

Gunnar inclinó la cabeza hacia atrás y fijó la vista, irritado, en el techo. Exhaló un profundo suspiro antes de volver a mirarles.

—Pues muy bien. ¿Qué tienen tanta urgencia por saber?

Þóra miró primero a Matthew y luego a Gunnar.

—La cruz antigua que se menciona en esa carta a Árni Magnússon… ¿no podría ser la cruz que está en la cueva de los monjes, en Hella? —preguntó—. Se supone que es usted el principal experto en ese periodo… ¿es eso correcto? Por lo menos, la cruz estaba en este país ya antes de que empezara la colonización propiamente dicha.

Gunnar se quedó lívido.

—¿Cómo voy a saberlo? —bramó. Þóra se encogió de hombros.

—Pues yo creo que lo sabe todo sobre estas cosas. ¿No es esa foto de usted y el propietario de las tierras donde se encuentran las cuevas? —Señaló con el dedo la foto enmarcada de la pared—. ¿Las cuevas de los monjes irlandeses?

—Sí, en efecto. Pero no logro descubrir la relación —dijo Gunnar—. Me parece que hacen ustedes unas preguntas muy extrañas y no acabo de explicarme su interés por la historia. Si quieren matricularse en la facultad, en secretaría tienen impresos de solicitud.

Þóra hizo como que no le había oído.

—Pues creo precisamente que sí que logró descubrir la relación. Usted estuvo en la reunión Erasmus, que se prolongó hasta medianoche, cuando asesinaron a Harald. —Al ver que Gunnar no decía nada, añadió—: ¿Podría ser que viera a Harald esa noche?

—¿Pero qué horrible monstruosidad es ésa? Ya le he dado toda clase de explicaciones a la policía sobre la horrible muerte de Harald. Tuve la inmensa desgracia de encontrar el cadáver, pero el asunto no me afecta a mí en ningún otro sentido. Es mejor que salgan de aquí ahora mismo. —Señaló la puerta, tembloroso.

—Estoy segura de que la policía tendrá que revisar todos sus interrogatorios, ahora que se sabe qué es lo que causó las heridas del cadáver —dijo Þóra, sonriendo maliciosamente a Gunnar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Gunnar, pasmado.

—Han descubierto lo que se utilizó para extraer los ojos y para grabar el signo sobre el cadáver. El tremendo susto que se llevó al ver el cadáver ya no le garantiza que la policía le trate con guantes de seda. Las cosas van a ser muy distintas a la luz de las declaraciones de ese hombre.

Gunnar jadeó.

—Ustedes andan mal de tiempo. Yo también. No quiero retenerles ni un segundo más. Debemos concluir esta conversación.

—Usted le estranguló con la corbata —continuó Þóra—. El alfiler de corbata lo confirmará. —Se puso en pie—. Aún tiene que salir a la luz el móvil, pero en estos momentos en realidad no importa. Usted le mató. Ni Hugi, ni Halldór, ni mucho menos Bríet. Usted. —Le miró a los ojos y se sintió invadida de asco y compasión. Un estremecimiento recorrió a Gunnar, y Matthew se puso en pie lentamente, utilizando al mismo tiempo una mano para empujar a Þóra suavemente hacia atrás… en dirección a la puerta. Como si temiera que Gunnar fuera a saltar sobre la mesa enarbolando la corbata para estrangularla a ella también.

—¿Ha perdido usted el juicio? —preguntó Gunnar mirando fijamente a la abogada. Se puso en pie con grandes aspavientos—. ¿Cómo se le ha podido ocurrir semejante cosa? Le aconsejo que se busque un psiquiatra, y cuanto antes, mejor.

—No es ningún absurdo… usted le asesinó. —Þóra se mantenía firme—. Tenemos diversos datos que indican que es usted el culpable. Créame. Cuando la policía le eche el guante y le interrogue en serio, le será difícil defenderse.

—Imposible, yo no le maté. —Gunnar miró a Matthew, esperando apoyo.

—Quizá la policía esté interesada en oírle decir eso… nosotros no. —Matthew no dejaba que una sonrisa se dibujara en sus labios—. A lo mejor la facultad puede apoyarle poniéndose de su parte. Un registro domiciliario quizá pueda proporcionar algunas pruebas más, si el alfiler de corbata no resulta suficiente.

Sonó el teléfono de Þóra. No apartó los ojos de Gunnar mientras duró la breve conversación telefónica. Él la miró hablar, desfallecido, sin entender qué estaba pasando. Þóra volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

—Era la policía, Gunnar.

—¿Y? —preguntó él. La nuez le subía y bajaba en la garganta.

—Me pedían que fuera a la comisaría. Han descubierto que existe una serie de movimientos muy interesantes en su cuenta bancada, y quieren que Matthew y yo les expliquemos mejor las cosas. Tengo la plena impresión de que la policía le tiene a usted en el punto de mira. —Calló y le miró.

Gunnar les miraba alternativamente a uno y otro, enloquecido. Abrió la boca más de una vez como para decir algo, pero al momento volvió a cerrarla. Al final se dejó caer, vencido.

—¿Van a por el dinero? —preguntó con voz inarticulada—. No he gastado mucho. —Les miró, pero no hubo reacción—. También tengo el libro, pero no estoy dispuesto a dárselo a nadie. Es mío. Yo lo encontré. —Se cogió la frente con las manos, aparentemente desesperado—. No tengo ninguna otra cosa que pueda decirse que posee un valor incalculable, o que sea única. Harald parecía tenerlo todo, por lo menos le sobraba el dinero. ¿Por qué tenía que anhelar esto precisamente, y no cualquier otra cosa?

—Gunnar, creo que tendríamos que llamar a la policía —dijo Þóra con voz baja y afable—. A nosotros no tienes que decirnos nada más… reserva tus fuerzas. —Vio que Matthew sacaba su teléfono, dispuesto a llamar—. Ciento doce —dijo, sin que Gunnar mostrara reacción alguna. Matthew salió a llamar.

—Estaba siempre esperando que la policía me acusara del crimen cuando me interrogaron sobre el hallazgo del cadáver. Estaba convencido de que sólo estaban jugando conmigo, que hacían como si no supieran que era yo quien lo había matado. Luego resultó que ni siquiera habían sospechado de mí. —Levantó la mirada y sonrió débilmente—. Nunca habría podido fingir el susto que me llevé cuando el cadáver se me cayó encima. La última vez que lo vi estaba en la sala de alumnos, en el suelo. Por un momento creí que se había levantado de la muerte para tomar venganza. Tienen que creerme, yo no tuve nada que ver con eso de los ojos. Yo solamente le estrangulé.

—Eso parece más que suficiente, creo —contestó Þóra—. ¿Pero por qué? ¿Porque quería comprarte el manuscrito del Martillo de las brujas? ¿Tú lo tenías?

Gunnar dijo que sí con la cabeza.

—Lo encontré en la cueva. Tenía un permiso de investigación y me lancé a estudiar a los monjes irlandeses. El dueño de las tierras me autorizó a excavar allí, sólo con la esperanza de encontrar restos de presencia humana que probaran que fueron ellos quienes habían excavado las cuevas, o que no fueron ellos. No se habían investigado previamente… han pasado veinte años desde que estuve allí. Fui el primero que metió una pala en la tierra en ese lugar, aunque parte de las llamadas Cuevas de Ægisíða habían sido estudiadas bastante antes. Aquellas cuevas se habían usado como establo para vacas hasta mediados del siglo pasado, y por eso la mayoría estaban sin explorar. Pero en lugar de encontrar restos de presencia humana de antes de la colonización, encontré un cofre bien oculto al lado del altar. En ella estaba ese manuscrito, junto a otros más. Una Biblia manuscrita, en danés, un libro de salmos y dos bellísimos libros noruegos sobre ciencia natural. —Miró fijamente a los ojos de Þóra—. No pude resistirlo. Escapé en mi coche con el cofre antes de que viniera el propietario y no le dije nada a nadie. Poco a poco me fui dando cuenta de los tesoros que tenía en mis manos, eran las propiedades de Skálholt. Dos de los libros estaban marcados con las iniciales de Brynjólfur: LL. Pero sólo cuando apareció Harald comprendí qué estaba haciendo allí aquella extraña edición del Martillo de las brujas.

—¿Y cómo lo descubrió él? —preguntó Þóra, que añadió—: No tienes que decirme nada si no quieres.

Gunnar no hizo caso alguno de sus palabras.

—La suerte del principiante —dijo—. Yo no la califico, desde luego, como suerte, más bien como desgracia. Harald vino aquí expresamente para buscar ese manuscrito, como seguramente sabrán ustedes. Escarbó en todas las fuentes hasta que dio con el rastro, según pensaba él. Estaba convencido de que Jón Arason se había llevado el manuscrito para imprimirlo y que lo escondió cuando las cosas empezaron a volverse en su contra. Por entonces yo no veía claro adonde pretendía ir, y no hice nada por obstaculizar su marcha. Fue ex profeso a Skálholt para comprobar las peculiaridades del lugar de la ejecución. Allí encontró la pista del manuscrito por pura casualidad… le hablaron de la colección de manuscritos de Brynjólfur y se dedicó a estudiar las fuentes que trataban de él con la esperanza de encontrar un catálogo de los manuscritos perdidos. Pero eso no sucedió hasta que vino a verme después de que Bríet descubriese lo de la carta desaparecida del Archivo Nacional…

Miró al suelo y luego de nuevo a Þóra.

—Naturalmente, en cuanto me di cuenta de lo que había encontrado, retuve la carta. Tenía mucho miedo de que pudiera conducir a otros hasta las cuevas… a que alguien llegase a las mismas conclusiones que usted sobre la sagrada cruz. Aquello fue un error nefasto. No me había librado de los problemas con Bríet cuando entró en juego Harald. Él conocía el contenido de la cara. Entró directamente en materia, dijo que sabía que yo había encontrado el Martillo de las Brujas de Kramer, y que él lo quería. Había robado un artículo sobre los monjes y las cuevas de mi despacho… un viejo artículo que me vi obligado a escribir a la conclusión del permiso de investigación. Cometí la estupidez de incluir una foto del agujero del que desenterré el cofre. Dije que era un viejo fogón. Nadie se extrañó por esa conclusión… en realidad estoy seguro de que nadie llegó a leer el artículo. Harald se limitó a sumar dos y dos. Y yo que creía que eran las limpiadoras las que habían robado los papeles. —Gunnar guardó silencio por un momento—. El quería el Martillo de las brujas. Dijo que le daba igual todo lo demás que pudiera haber allí, pero que tenía que conseguir aquel libro. Y se ofreció a comprármelo. Mencionó una suma increíble, mucho más dinero del que yo podría conseguir por él en el mercado negro, si hubiese tenido la menor idea de dónde estaba ese mercado. En lugar de negarme y echarlo del despacho, decidí aprovechar la oportunidad. Aquel dinero me tentó. Yo no tenía ni idea de lo importante que era ese manuscrito. Harald me contó toda la historia antes de entregarme el dinero. Entonces cambié de opinión. Pero no podía decírselo, de ninguna manera —jadeó—. Naturalmente, son ustedes incapaces de comprender que cuando uno trabaja toda su vida tan cerca de la historia, se ve atraído involuntariamente por todo lo que había en ella. Y yo tenía en mis manos un tesoro único. Totalmente único.

—¿Así que mataste a Harald para conservar el manuscrito… sin tener que devolver el dinero y reconocer su existencia, arriesgándolo todo? —preguntó Þóra—. A lo mejor él habría preferido seguir viviendo sin él, en vez de morir.

Gunnar rio débilmente.

—Claro que lo intenté. Se limitó a reírse de mí y dijo que era mucho más conveniente tratar con él que con las autoridades, y que no dudaría en denunciarme si lo engañaba. —Gunnar respiró con dificultad—. Lo vi. Venía en bicicleta por Suðurgata cuando yo estaba yéndome ya a casa. Di la vuelta y le esperé en la entrada principal. Dejó la bicicleta a un lado y entramos juntos. Una de sus manos estaba llena de sangre, había sangrado por la nariz. Tenía una hemorragia nasal. Muy desagradable. —Gunnar cerró los ojos—. Utilizó su llave y su número secreto para abrir. Estaba borracho e indudablemente drogado. Hice un nuevo intento de razonar con él. Le pedí que me comprendiera. Él se rió de mí. Lo seguí a la sala de alumnos, allí rebuscó en un armario y sacó una pastillita blanca, que se tragó. Enseguida se puso aún más extraño. Se dejó caer en un sillón, me dio la espalda y me pidió que le diera un masaje en los hombros. Creí que se había vuelto loco, pero más tarde supe que se había tomado una pastilla de éxtasis, que aumenta la necesidad de contacto físico. Fui hasta él y al principio pensé en hacer lo que me pedía, con la esperanza de que accediera a mi ruego. Pero de pronto me inundó una furia tal que, sin darme cuenta siquiera, me quité la corbata y se la pasé por el cuello. Apreté. Él se resistió. Pero no pasó nada. Y entonces murió. Cayó lentamente al suelo desde el sillón. Y me fui. —Gunnar miró a Þóra esperando su reacción. Parecía haberse olvidado completamente de Matthew.

Por la ventana llegó el ruido de unas sirenas, que fue haciéndose cada vez más fuerte.

—Vienen a por ti —anunció Þóra.

Gunnar apartó la vista de ella y la dirigió a la ventana.

—Yo quería llegar a ser rector —dijo con tristeza.

—Me parece que puedes olvidarte de eso.

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