Prólogo

Italia, 1945

Ya casi había caído la noche cuando llegaron al palazzo. El cielo se había teñido de un azul turquesa y se desgranaba en un naranja pálido justo sobre las copas de los árboles tras las que se ponía el sol. Los muros de piedra se elevaban hacia el cielo, rotundos e impenetrables, coronados por torres quijotescas, y una maltrecha bandera colgaba fláccidamente de su mástil. Antaño, cuando los vientos del Destino habían soplado más favorablemente, se la había visto bailar a merced de la brisa con vitalidad, dominando todo el paraje que la rodeaba. En aquel momento, sin embargo, la hiedra estrangulaba poco a poco esos muros, como el lento envenenamiento de una vieja principessa cuyo aliento ascendiera desde su vientre entre jadeos y espasmos. Los recuerdos de su célebre pasado, contenidos en la solidez de los muros, se evaporaban más allá de cualquier posibilidad de reconocimiento y de recuperación, y un olor nauseabundo emanaba de sus entrañas, allí donde la corrupción había dado comienzo, junto con el follaje putrefacto de los jardines silvestres. El hedor era abrumador. El viento soplaba con cierta aspereza afilada, como si el invierno se resistiera a ceder a la llamada de la primavera y se aferrara a la vida con sus dedos helados. O acaso el invierno moraba allí permanentemente, en esa casa, y esos dedos helados eran los dedos de la muerte, que en ese momento llamaba a la puerta.

No cruzaron palabra. Sabían lo que tenían que hacer. Unidos por la ira, el dolor y por el más profundo pesar, habían jurado venganza. Una luz dorada iluminaba una ventana situada en la parte posterior del palazzo, pero la densidad del bosque invasor, los setos y arbustos cubiertos de matojos, les impedían acceder a ella. Tenían que arriesgarse a entrar por la fachada principal.

El silencio, salvo por el viento que mecía los árboles, era total. Ni siquiera los grillos se atrevían a poner en jaque la malevolencia que rodeaba el lugar, optando por cantar colina abajo, donde el frío remitía ostensiblemente.

Los dos asesinos estaban habituados a moverse con sigilo. Ambos habían combatido en la guerra. Una vez más, se habían unido para luchar contra un mal muy distinto, un mal que les tocaba personalmente, más allá de cualquier razonamiento. Y habían ido hasta allí para eliminarlo.

Sin hacer el menor ruido, treparon hasta una ventana que encontraron descuidadamente abierta de par en par. Avanzaron al amparo de las sombras. Silenciosos como gatos. La ropa negra les permitía fundirse con la noche. Cuando llegaron a la habitación donde la luz se colaba por la rendija de debajo de la puerta, se detuvieron y se miraron. Los ojos de ambos refulgían como pequeñas bolas de cristal. Vieron en el otro una expresión grave, resoluta. Ninguno tenía miedo; tan sólo expectación y una desoladora sensación de inevitabilidad.

Cuando la puerta por fin se abrió, su víctima alzó la mirada y sonrió. Sabía muy bien por qué habían ido. Les esperaba. Estaba preparado y no temía morir. Verían que matándole no lograrían mitigar el dolor que les embargaba. Naturalmente, eso era algo que ellos no sabían. De lo contrario, no habrían ido hasta allí. Quiso ofrecerles una copa. Le habría gustado disfrutar del momento. Prolongarlo. Pero ellos estaban ansiosos por terminar lo que habían ido a hacer y marcharse. Su fría afabilidad resultaba a todas luces enfermiza, y a sus labios asomó la sonrisa de un viejo amigo. Ambos desearon cortársela de la cara con un cuchillo. El percibió que les había ofendido y eso le llevó a sonreír aún más. Hasta en la muerte sonreiría. Jamás se desharían de él ni de lo que había hecho. Nunca podría devolverles lo que les había arrebatado. Había salido victorioso de la derrota de ambos, y la culpa que les carcomería sería su victoria última.

La hoja del cuchillo brilló a la luz dorada de la lámpara. Ambos deseaban que él fuera testigo de lo que estaba a punto de ocurrir. Que presintiera su llegada y que la temiera. Sin embargo, nada de eso ocurrió. Moriría gustoso, alegremente. Encontraría el placer en su propio dolor como lo encontraba en ese momento en el de ellos. Los dos hombres se miraron y asintieron. Él cerró los ojos y alzó el mentón, dejando a la vista su cuello blanco como el de un inocente cordero.

– ¡Matadme, pero no olvidéis que yo os maté primero! -se regodeó, al tiempo que el triunfo resonaba en su voz.

Cuando la hoja le cortó el cuello, un chorro de sangre borboteó contra el suelo y las paredes, tiñéndolas de una reluciente y viva capa carmesí. El hombre cayó hacia delante.

El que llevaba el cuchillo se retiró unos pasos mientras el otro propinaba una patada al cuerpo sin vida del hombre, que cayó boca arriba, y cuyo cuello reveló una cruda raja de carne abierta. Aun así, sonreía. Incluso muerto sonreía.

– ¡Basta! -gritó el que blandía el cuchillo, volviéndose para marcharse-. Ya hemos hecho bastante. Era una cuestión de honor.

– Para mí era algo más que una simple cuestión de honor.

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