En cuanto Alba se hundió en el asiento del avión, sus reservas de energía se secaron y bostezó, adormilada. Estaba agotada. Agotada bajo el peso del mismo vacío de siempre y agotada de esperar que Fitz acudiera a llenarlo. Le iría bien poner un poco de distancia de por medio. Dejarlo todo atrás. Empezar de nuevo en un sitio nuevo, rodeada de gente nueva.
Había elegido deliberadamente un asiento junto a la ventanilla para tener que tratar con un solo desconocido. Al menos en un autobús podía sentarse donde le apeteciera y cambiar de asiento si algún indeseable se le sentaba al lado. En un avión las cosas eran muy distintas. Tendría que aguantar a quienquiera que el Destino hubiera elegido sentar en el 13B. El número trece no auguraba nada bueno. En ese momento vio entrar en el avión a un guapo italiano que, por su expresión de fastidio, parecía estar harto de la lenta cola de gente que avanzaba pesadamente por el pasillo, deteniéndose cada pocos pasos mientras alguien colocaba la maleta en el compartimento situado encima de los asientos. El hombre y ella se miraron. A Alba no le sorprendió que él no apartara la mirada. Raras veces lo hacían. Ella siguió mirándole, segura de sí, hasta que, ante el descaro de su mirada, el hombre no tuvo más remedio que bajar los ojos y concentrarse durante unos segundos en el billete que llevaba en la mano. Alba albergó la esperanza de que le hubiera tocado el número de la mala suerte, que, bien pensado, no podía ser tan desafortunado si lo tenía él. A fin de cuentas, era el único hombre decente que había visto hasta el momento, y sin duda sería agradable hablar con alguien, sobre todo con lo nerviosa que estaba ante la perspectiva de volar hacia lo desconocido.
Siguió observándole mientras él avanzaba por el pasillo. Sin lugar a dudas, sus ojos claros le tenían desconcertado. A juzgar por su repentino retraimiento, no se trataba del típico machito de aquí te pillo aquí te mato, pensó Alba, animándose por momentos. No estaba de humor para aventuras de una noche. El tipo le dedicó una breve mirada antes de seguir hacia el fondo del avión. Alba soltó un bufido de fastidio y se cruzó de brazos. Antes de que pudiera echar un vistazo al resto del pasaje, un hombre corpulento y obeso, una pirámide de grasa de ballena, se dejó caer en el asiento contiguo.
– Un poco de cuidado -gruñó Alba, altiva.
El hombre se disculpó con una vocecilla chillona e intentó, sin éxito, encogerse hasta convertirse en una personilla.
Alba resopló de nuevo.
– Deberían tener asientos especiales para gente como usted -añadió sin sonreír.
– Supongo que tiene razón.
El hombre sacó, no sin cierta dificultad, un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón y se secó la frente. «Y encima, suda -pensó ella, asqueada-. Qué suerte la mía.» Él se ajustó el cinturón de seguridad y a Alba le pareció un milagro que la compañía aérea fabricara cinturones de esa medida. «Qué poco respeto estar tan gordo -pensó en uno de sus típicos arrebatos de crueldad-. Seguro que es uno de esos glotones insaciables.» Se preguntó entonces si el guapo italiano seguiría pensando en ella y lamentándose por no haber tenido la fortuna de haberse sentado a su lado. «Cualquier cosa habría sido mejor que el Gordo», decidió enojada. Se volvió hacia la ventanilla para dejar bien claro que no tenía ninguna intención de dar conversación a su vecino de asiento. Cuando le vio abrir un libro, decidió que no corría peligro si centraba su atención en la lectura del Vogue.
Se dejó atrapar por las páginas de moda de su revista favorita, olvidándose de Fitz y de Italia durante un rato, absorbida por las fotos de las chicas en shorts y en botas de la revista. Encendió un cigarrillo sin importarle que el Gordo empezara a resollar a su lado como un viejo motor a vapor. Cuando llegaron las bandejas de la comida, vio horrorizada cómo su vecino cogía una y atacaba el panecillo sin pensar en ningún momento en los kilos que se estaba metiendo en el cuerpo.
– No debería comer tanto -le dijo, dándole una palmadita en la mano-. Engordará aún más y le aseguro que los asientos de los aviones serán la menor de sus preocupaciones.
El Gordo pareció de pronto alicaído y bajó la mirada con un mohín de honda desolación hacia el panecillo y la mantequilla que tenía en los dedos, mientras Alba volvía a concentrarse en su bandeja y en la revista. El hombre dejó el panecillo en la bandeja con expresión angustiada.
Por fin aterrizaron en Nápoles. A simple vista parecía un aeropuerto pequeño, aunque estaba demasiado oscuro para poder ver con claridad. El agente de viajes de Alba le había reservado habitación en un hotel de la ciudad. A la mañana siguiente tomaría un tren que la llevaría a Sorrento y desde allí un barco hasta Incantellaria. La alivió poder levantarse y estirar las piernas. Aunque el Gordo le cedió el paso, Alba estaba demasiado ocupada intentando localizar al guapo italiano para agradecerle el gesto.
Le vio en la sala de recogida de equipaje del aeropuerto. Después de cruzar un par de miradas con él, decidió mostrarse un poco más apremiante. Sonrió antes de bajar tímidamente la mirada. El hombre tardó muy poco en captar el mensaje y acercarse a ella con paso decidido. Mientras le veía aproximarse, Alba le observó, encantada. Era alto y ancho de hombros, con una mata de pelo castaño que le caía sobre un rostro ancho y anguloso. Tenía los ojos verdes y hundidos. Cuando sonrió, las patas de gallo se le marcaron hacia las sienes, dándole un aire despreocupado y divertido.
– Veo que viajas sola -dijo en inglés. A Alba le gustó su acento. Lo encontró deliciosamente exótico después de toda una vida acostumbrada como estaba al inglés británico.
– Así es -respondió con una amplia sonrisa-. Es mi primera vez en Italia.
– En ese caso, bienvenida a mi país.
– Gracias. -Ladeó la cabeza-. ¿Vives en Nápoles?
– No, estoy aquí por trabajo. Vivo en Milán. -La miró de arriba abajo sin intentar en ningún momento ocultar su admiración-. ¿Te alojas en algún hotel?
– Sí, en el Miramare.
– Qué casualidad. Yo también.
– ¿En serio?
– Siempre me alojo allí. Es uno de los mejores hoteles de la ciudad. Podríamos compartir el taxi. Ya que es tu primera vez en Italia, te ruego que me permitas ser su anfitrión e invitarte a cenar.
Alba casi no podía creer su buena suerte.
– Me encantaría. A fin de cuentas, ¿qué puede hacer una chica sola en Nápoles?
– Mi nombre es Alessandro Favioli. -Le tendió la mano.
– Alba Arbuckle -respondió-. No suena tan bien como el tuyo. Obviamente, mis padres no se pararon a pensar en cómo combinarían las dos palabras. Mi madre era italiana.
– Debió ser muy hermosa.
Alba sonrió, recordando el retrato.
– Sí.
– ¿Qué te trae a Nápoles? No pareces una turista.
– ¡Por supuesto que no! Voy a Incantellaria.
– Vaya.
– ¡No me dirás que también vas allí!
Él se rió.
– No, pero he oído hablar de ese pueblo. Es un lugar mágico, al menos eso dicen; en el que suceden milagros increíbles y extraños fenómenos paranormales.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo qué?
– Bueno, al parecer, un día, después de la guerra, cuando los vecinos del pueblo se despertaron, se encontraron con la playa cubierta de claveles rosas. Luego subió la marea y se llevó las flores mar adentro.
– ¿Y tú te lo crees?
– Oh, creo que ocurrió, sí. Lo que no creo es que fuera el mar el que los acercara a la playa. Probablemente fue todo obra de algún astuto bromista. Lo divertido del caso es que el cura del pueblo lo declaró un milagro. Así es Italia. Sobre todo Nápoles. Está plagado de santos que sangran. Somos un caso aparte en lo que se refiere a la religión.
– Bueno, yo no soy nada religiosa, así que lo más probable es que me echen al mar.
El volvió a recorrerla de arriba abajo con su perezosa mirada.
– No lo creo, Alba. Probablemente te santifiquen y reproduzcan tu imagen en mármol.
Compartieron taxi para ir al hotel. A Alba le gustaron los modales exquisitos de Alessandro en cuanto le vio abrir la puerta del taxi para ayudarla a subir y a bajar del coche. Al llegar al hotel, subió a su habitación, se duchó y se puso un sencillo vestido negro antes de volverse a encontrar con él en el vestíbulo. Se rió cuando él le besó la mano. El italiano la recibió envuelto en un penetrante olor a agua de colonia de limón y todavía tenía el pelo mojado.
– Estás preciosa.
– Gracias -respondió cortésmente Alba, tomando de pronto conciencia de que no había pensado en Fitz desde que había salido de Inglaterra. «Creo que me va a gustar Italia», pensó-. ¿Todos los italianos son tan encantadores como tú? -dijo, alzando la voz.
– No, claro que no. Si lo fueran, todas las mujeres de Europa vivirían en Italia.
– Me alegro. Me gusta la sensación de tener algo que es único.
– A mí también. Por eso me fijé en ti en el avión.
– Lástima que no hayamos podido sentarnos juntos. He volado estrujada contra la ventana por culpa de un gordo enorme y glotón.
– Es que el trece no es un número demasiado afortunado.
– No, aunque, a decir verdad, las cosas me han ido muy bien desde entonces, ¿no te parece? -Sonrió a Alessandro con su característica arrogancia y él pareció caer, como todos, en el pozo de sus extraños ojos claros.
Cenaron en un pequeño restaurante del paseo marítimo con vistas al mar y al castillo de Sant' Elmo. Alessandro no quería hablar de sí mismo y se limitó a hacerle preguntas sobre su vida en Inglaterra.
– Mi padre es un hombre rico y me tiene muy malcriada -confesó Alba-. Pero tengo una madrastra espantosa que cría cerdos
y monta a caballo. Tiene un trasero enorme y un vozarrón con el que no deja de mangonear a la gente. Mi hermanastro y mis hermanastras son convencionales y bonachones, resultado, me temo, de una unión nada inspiradora.
Alessandro encontraba a Alba divertida y se reía de casi todas las cosas que le decía. Mientras él fumaba con el café, ella reparó en la sencilla alianza de oro que llevaba en el anular de la mano izquierda. No le molestó. De hecho, le encantó. Le gustó pensar que tenía el poder para apartar a un hombre de su esposa.
Decidieron volver al hotel dando un paseo para que ella pudiera ver un poco de Nápoles. Era una noche calurosa y pegajosa y el aire les envolvía en su manto quieto y pesado. Alba admiró las estrechas callejuelas, las hermosas casas de colores claros con sus balcones y persianas de hierro y las recargadas molduras que les daban carácter y encanto. La ciudad era un hervidero de música, risas, bocinas y el aroma de la comida italiana. La voz aguda y entrecortada de una madre regañando a su pequeño sobrevoló el oscilante rugido de los motores como el chillido de un pájaro contra el rugido del mar. En los callejones se veía hablar a grupos de hombres de piel morena, cuyos ojos no dejaban de seguir a las mujeres que pasaban por su lado. Aunque ninguno de ellos la silbó al pasar, Alba pudo sentir cómo sus ojos la desvestían, desnudándola prenda a prenda. Sabía que contaba con la protección de Alessandro y dio gracias por no tener que caminar sola por la ciudad. En Londres, cabalgaba a lomos de la ciudad como si de un dócil pony se tratara. Nápoles, en cambio, era como un incontrolable caballo de rodeo, y eso la inquietó.
Llegaron al hotel y Alessandro no esperó a que le invitara a subir a su habitación. La siguió hasta el ascensor y después por el pasillo.
– Te veo muy seguro de ti mismo. -La sonrisa con la que acompañó el comentario no hizo más que confirmar a Alessandro que tenía razón al estarlo.
– Quiero hacerte el amor -murmuró él-. A fin de cuentas, no soy más que un hombre.
– Eso supongo. -Alba suspiró con fingida compasión e hizo girar la llave en la cerradura.
Antes incluso de que pudiera encender la luz, Alessandro la había hecho girar sobre sus talones y besaba ardientemente su sorprendida boca. Por primera vez desde que había roto con Fitz, se vio suficientemente distraída como para evitar cualquier comparación con él. En ningún momento pensó en él. Alessandro, consumido por el deseo, la empujó contra la pared y hundió la cabeza en su cuello. Alba olió su colonia de limón, que para entonces se había fundido con el olor natural de su piel, y sintió la rasposa barba incipiente contra su piel.
Alessandro le acarició las piernas, llevando las manos a sus caderas. La tocaba con fuerza y decisión, arrebatándole el aliento con cada caricia. No tardó en caer de rodillas y levantarle el vestido hasta la cintura para poder besarle y lamerle el vientre desnudo. Alba perdió por completo el control. Cada vez que intentaba recuperar un poco de terreno perdido, él le apartaba las manos y hundía aún más la cabeza en sus carnes, provocándole tales escalofríos de placer que ella no tardó en dejar de presentar batalla, abandonándose del todo.
Hicieron el amor cinco veces y terminaron enmarañados en un revoltijo de agotamiento sobre la cama. Luego durmieron entrelazados, aunque la intimidad entre ambos había desaparecido. La excitación de la caza había tocado a su fin y Alba sabía, incluso en sueños, que por la mañana tendría que despedirle sin miramientos.
No soñó con Fitz. No soñó con nada. Sin embargo, cuando despertó tuvo la certeza de que seguía inmersa en el reino de la fantasía porque no reconoció la habitación. Por los huecos de las persianas se filtraban profusos rayos de luz. Desde el exterior, el sonido de la ciudad penetraba en el adormilado silencio de la habitación, aunque parecía muy lejano. Alba parpadeó, intentando orientarse. Como de costumbre, había bebido demasiado. Le dolía la cabeza y sentía los brazos y las piernas como si los hubiera sometido a un ejercicio agotador. Entonces se acordó de Alessandro y se regocijó ante el recuerdo del diabólico italiano que había conocido en el aeropuerto. Se volvió, convencida de que le encontraría a su lado, pero encontró la cama vacía. Intentó captar algún sonido procedente del cuarto de baño, pero la puerta estaba abierta de par en par y la luz apagada. Se había ido. «Mejor así», pensó. Odiaba que los hombres se quedaran más de lo que era de rigor. Estaba físicamente destrozada y lo último que necesitaba era volver a hacer el amor.
Miró el reloj que tenía en la mesita de noche. Todavía era temprano. No tenía que estar en la estación hasta las diez. Aunque tenía tiempo de sobra para ducharse y desayunar, decidió pedir que le subieran el desayuno a la habitación. No quería encontrarse con Alessandro en el comedor.
Después de la ducha, gracias a la cual logró desprenderse del olor a limón del italiano, se vistió e hizo la maleta. Mientras contemplaba su imagen en el espejo, recordó la excitación de la que había sido presa la noche anterior. Alessandro le había sentado bien. Al menos le había puesto una tirita a su corazón partido, procurándole un alivio temporal. La había ayudado a dejar de pensar en Fitz y concentrarse en un mundo de aventura mucho más exótico en el que podía libremente ser quien se le antojara en un lugar donde nadie la conocía. En un arrebato de entusiasmo, decidió que telefonearía a la habitación de Alessandro para darle las gracias. A fin de cuentas, le había dado una enorme dosis de placer. Quizá podrían desayunar juntos. Así, al menos, no tendría que hacerlo sola.
Llamó a recepción.
– Quisiera hablar con Alessandro Favioli -exigió con voz altiva. Se produjo una pausa mientras la recepcionista buscaba el nombre en el libro de registro-. Alessandro Favioli -repitió. «Dios, ni siquiera entienden su propio idioma», pensó irritada.
– Lamento decirle que no hay nadie llamado Favioli hospedado en el hotel.
– Por supuesto que sí. Cené con él anoche.
– No hay ningún signore Favioli.
– Vuelva a mirar. Llegamos juntos ayer por la noche y volvimos después de cenar. Sin duda debió usted verle.
– Anoche no estuve de guardia -le informó fríamente la recepcionista.
– Pues pregúntele a su colega. Le aseguro que no lo he soñado.
– ¿Sabe cuál es el número de habitación del señor? -La recepcionista estaba empezando a impacientarse.
– Naturalmente que no, ¡por eso la he llamado! -replicó Alba-. Quizá ya haya dejado el hotel.
La mujer repitió su mensaje con forzada cortesía.
– No hay nadie llamado Favioli en este hotel. Lo siento.
De pronto, Alba se sintió mareada. En cuanto se paró a pensarlo, le pareció demasiada casualidad que Alessandro estuviera alojado en su hotel. Tampoco la había invitado a su habitación. Aunque en el momento no le había resultado extraño, de pronto se le antojó cuanto menos sospechoso. Con el corazón en un puño, abrió el bolso y buscó su monedero. «Tiene que ser una broma», pensó mientras la embargaba la sensación dé estar nadando contra una fuerte corriente. El monedero no estaba en el bolso. Tragó saliva, poniendo boca abajo el bolso y dejando caer todo el contenido encima de la cama. A pesar de que la alivió ver que el pasaporte no había desaparecido, no había ni rastro del dinero. Alessandro se había llevado el monedero con todas las liras y los cheques de viaje. ¿Cómo demonios iba a pagar el hotel y el tren, por no hablar del viaje por mar a Incantellaria?
Se derrumbó sobre la cama. «Maldito cabrón. Me ha utilizado y me ha robado. Lo tenía todo planeado, el muy cerdo. Y yo he caído en sus redes como una estúpida.» Estaba demasiado enfadada y avergonzada como para llamar a Inglaterra y reconocer su estupidez. Simplemente, tendría que salir de la situación por su propio pie.
Decidida como estaba a no pagar la cuenta del hotel, pensó que al menos aprovecharía para disfrutar de un buen desayuno. Además, necesitaría comer todo lo que pudiera porque no tenía dinero para comprar comida fuera del hotel. Robaría unos cuantos panecillos del bufé.
En cuanto bajó, saludó a la recepcionista con el tono de voz más amistoso que fue capaz de articular y entró en el comedor con paso firme. Tomó asiento a una mesita situada en el centro de salón y pidió café, zumo de naranja, cruasanes, tostadas y macedonia de frutas. Mientras observaba al resto de huéspedes, empezó a sentirse cada vez más sola. No tenía amigos en Italia. Nadie. ¿Y si su familia se había marchado de Incantellaria? ¿Y si estaba tras la pista de una ilusión? No tenía dinero. Le llevaría unos cuantos días recibir una transferencia desde su banco al banco de Incantellaria y no estaba dispuesta a quedarse en Nápoles y correr el riesgo de volver a encontrarse con Alessandro. Se acordó de los tipos de aspecto siniestro que la habían mirado con ojos lascivos en los oscuros callejones la noche anterior y de pronto se sintió desprotegida y vulnerable. Tan desnuda y perdida se sentía que era como si Alessandro le hubiera robado la ropa.
De repente, y para su enorme alivio, vio al gordo del avión sentado solo en la otra punta del comedor. Presa de una oleada de afecto hacia la persona a la que horas antes había despreciado sin el menor miramiento, se acercó sin dilación a su mesa. No reparó en la mirada de horror que asomó en el rostro del hombre en cuanto la vio. El Gordo clavó la mirada en el panecillo que ya había untado con mantequilla y del que goteaba la mermelada de fresa e intentó esconderlo bajo su mano rechoncha. Alba se sentó y apoyó los codos en la mesa.
– Espero que no le moleste que me siente con usted -dijo con la voz más dulce que fue capaz de impostar. Miró al tipo con unos enormes ojos de coneja-. Me han robado. Un italiano me lo ha robado todo. El dinero, la ropa, el pasaporte y el billete de regreso a casa. Todo. Usted es la única persona que conozco en toda Italia. De hecho, en toda Europa. ¿Me permitiría usted el atrevimiento de pedirle un favor enorme? ¿Podría dejarme algo de dinero? ¿Lo suficiente para llegar a Incantellaria? Anotaré su dirección y se lo devolveré con intereses. No sabe cuánto se lo agradecería. -Le sonrió y añadió-: Por mí puede seguir comiendo.
El Gordo meditó su situación durante un largo instante. De pronto, con un gesto violento ante el que Alba no pudo por menos que encogerse de puro horror, se metió el panecillo entero en la boca. Alba contuvo un jadeo, en un intento por disimular el asco que la embargaba al ver cómo lo masticaba despacio y deliberadamente mientras la mantequilla se le colaba entre los labios e iba deslizándose en un fino reguero sobre la papada hacia el plato. Por fin, el hombre se limpió la boca con una servilleta.
– ¡Delicioso! -exclamó-. ¡Voy a pedir más!
Alba vio cómo sus esperanzas empezaban a disiparse. Avergonzada, se acordó de que no sólo había sido grosera con el hombre en el avión, sino también desafortunadamente ofensiva. ¿Por qué iba él a hacer algo por ella?
– Está bien -tartamudeó por fin, al borde del llanto-. Siento haberle molestado.
– No debería relacionarse con desconocidos en los aeropuertos -fue la respuesta del Gordo, que había ganado seguridad en sí mismo-. Lo menos que le puede pasar es que la roben.
Alba se quedó boquiabierta.
– ¿Cómo dice?
– Ya me ha oído. ¿Qué esperaba? ¿Acaso no tiene usted el menor sentido del decoro o es que es siempre así de fácil con el primero que se ofrece a invitarla a cenar? De hecho -prosiguió, disfrutando claramente mientras la humillaba-, ¡si me chupa la polla le pagaré el billete de vuelta a casa!
Alba retrocedió sobre sus pasos, estiró la espalda y salió del comedor lo más deprisa que sus temblorosas piernas se lo permitieron.
Al llegar a su habitación estalló en un arrebato de furia y la emprendió a patadas con la cama, con el armario y con todo lo que pudo atacar con el pie. ¡Qué grosero! ¡Qué poco galante! ¿Cómo se atrevía a hablarle así?
Pero la autocompasión no iba con ella. De pronto se contuvo y recuperó la calma. La furia y la venganza eran, como de costumbre, sus mejores opciones. No podía pagar la cuenta del hotel y no había nadie que pudiera hacerlo en su lugar. Tan sólo podía hacer una cosa. Ante la duda, había que huir.
Arrastró su bolsa de viaje por el pasillo, bajó con el ascensor al primer piso y buscó una ventana adecuada. Encontró una en un rincón oscuro en el que la bombilla de la lámpara se había fundido, lanzó la bolsa al callejón trasero al que daba la ventana y saltó detrás. No paró de correr hasta llegar a la estación.
Alba llegó a la estación jadeante aunque inesperadamente triunfal. Se sentía como si hubiera cometido un crimen y hubiera logrado huir sin ser vista. Se preguntó qué haría el encargado del hotel en cuanto descubriera la cuenta que había dejado sin pagar y la habitación patas arriba. Cuando lograran seguir su rastro, estaría lejos. Un rostro anónimo entre miles de otros rostros. Miró a su alrededor. Las italianas tenían la piel olivácea y eran morenas como ella. No había una sola rubia a la vista. Encajaba a la perfección. Nadie la miraba como se mira a una extranjera. De hecho, nadie la miraba. Desapareció el temor a los depredadores que amenazaban ocultos en los callejones y merodeando a las puertas de los bares. Uno o dos le sonrieron con admiración, repasando con los ojos sus largas piernas morenas y el vestido amarillo de tirantes. No eran miradas amenazadoras sino agradecidas. Alba estaba habituada a esa clase de inofensivo interés y disfrutaba de él. Sin embargo, tenía un enorme problema práctico por resolver. Debía coger el tren a Sorrento y de allí un barco a Incantellaria, pero estaba sin blanca. Cuando casi cayó en la tentación de devolver una de esas sonrisas con la esperanza de pedir prestado el dinero a uno de aquellos hombres bondadosos y agradecidos, volvió a oír las duras palabras que el Gordo le había grabado a fuego en el alma. «Si me chupa la polla, le pago el billete de vuelta a casa.» Se sonrojó, avergonzada, y desvió la mirada, apretando el paso.
Faltaban catorce minutos para la salida del siguiente tren a Sorrento. Alba localizó el andén y se quedó mirando la puerta de acceso como una ladrona de trenes. El revisor era un joven flacucho y menudo con un tic nervioso. Cada pocos segundos su rostro se contraía con un parpadeo monumental. Sintió de pronto una oleada de compasión por él. Desacostumbrada como estaba a esa clase de sentimiento, todo su cuerpo se erizó como si acabara de probarse una piel nueva. Como ya había ocurrido con el Gordo, el joven revisor era un hombre al que costaba demasiado poco intimidar. Lamentó que no se tratara de un tipo alto, fuerte y capaz; al menos así no se sentiría tan mal tomándole el pelo. Los pasajeros se acercaban a él con paso firme, charlando mientras él les marcaba los billetes. Ellos retrocedían, horrorizados, ante su tic nervioso o se reían por lo bajo, tapándose la boca con la mano. Ni siquiera se molestaban en devolverle el cortés saludo. Algunos ni tan sólo se detenían a musitar un simple «gracias». Alba encendió un cigarrillo y se sentó encima de la maleta. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Aunque, en circunstancias normales, una charada de esa suerte le habría resultado divertida, la situación nada tenía de entretenida. Recordó el rostro burlón de Alessandro Favioli y la obscena sugerencia del Gordo reverberó contra las debilitadas paredes de su conciencia. La embargó una oleada de odio hacia sí misma.
«Bien, éste es tu momento, Alba. ¡Aprovecha esas lágrimas y haz buen uso de ellas!» Apagó el cigarrillo y se dirigió con paso decidido hacia el nervioso revisor.
Al verla acercarse, el rostro del joven revisor se convulsionó incontroladamente. Lo que le impresionó no fue tanto la belleza de la joven como la evidente magnitud de su dolor. Alba se mostraba inconsolable. Su hermoso rostro estaba enrojecido e hinchado, caminaba con los hombros encogidos y se estremecía con cada sollozo.
– Lo siento muchísimo -sorbió ella, secándose las mejillas con un pañuelo de papel mojado. Alzó entonces los ojos y el joven retrocedió un paso. Eran de un color gris extremadamente claro, como un par de extraños y hechizantes cristales, y tan exquisitos que el revisor se quedó en blanco-. Acaba de dejarme mi novio -se lamentó. El joven pareció horrorizado y de su rostro desapareció de pronto el violento parpadeo-. Ya no me quiere, así que me marcho de Nápoles. No puedo seguir viviendo en esta ciudad sabiendo que el hombre que me ha destrozado el corazón vive también aquí, respirando el mismo aire, pisando las mismas aceras. Lo entiende, ¿verdad? -Tendió la mano y la posó en el brazo del revisor. La estratagema estaba funcionando a las mil maravillas. El rostro inmóvil del joven se congeló en una expresión de profunda compasión y durante un instante Alba se olvidó de sí misma. Dejó de llorar y le sonrió-. Tiene usted un rostro encantador -dijo en un arranque de sinceridad, y es que, al verle bien, se dio cuenta de que el revisor no era más que un chiquillo, y además sorprendentemente guapo. El chico se sonrojó, pero no se volvió.
– Grazie, signora -dijo con una voz suave y tímida.
Alba le cogió del brazo con los dedos.
– Gracias a ti -respondió intencionadamente antes de alejarse apresuradamente por el andén, henchida de optimismo tras haber logrado pasar por el control del andén sin tener que enseñar su billete y consciente de que no había humillado al joven con su estratagema. Es más, le había hecho feliz. Lo sorprendente del caso era que el evidente júbilo del muchacho la había también contagiado a ella. Se sentía feliz.
Alba acababa de aprender una valiosa lección: las personas llevaban sus cuerpos como quien lleva un abrigo. Feos o hermosos, gordos y flacos, serenos o nerviosos, todos eran en el fondo vulnerables seres humanos merecedores de respeto. Entonces se acordó de algo que Fitz le había dicho en una ocasión. «Si miras atentamente, encontrarás belleza y luz en el más feo y oscuro de los lugares.» Alba se dio cuenta de que ella ni tan siquiera se paraba a mirar.
Colocó la maleta en el portaequipajes situado en un extremo del vagón y encontró un asiento junto a una ventanilla. Cuando apareciera el revisor del tren, le diría que debía de habérsele caído el billete en el andén. Obviamente, de no haber llevado billete, no la habrían dejado pasar del andén.
Un par de atractivos jóvenes se sentaron delante de ella y pusieron sándwiches y bebidas en la mesilla que separaba los asientos. Alba lamentó no llevar un libro encima. No había vuelto a leer un libro entero desde el colegio. Se trataba de Emma de Jane Austen, cuya lectura le había supuesto un esfuerzo tal que una década más tarde todavía seguía recuperándose del mal trago. A regañadientes, sacó el manoseado Vogue que había estado leyendo en el avión y lo hojeó sin muchas ganas.
Los dos jóvenes no tardaron en intentar entablar conversación con ella. En circunstancias normales, Alba habría estado más que encantada de hablar con ellos, pero la atención de los dos chicos la ofendió. ¿Tan accesible les parecía? ¿Tan fácil?
– ¿Le apetece una galleta? -preguntó el primero.
– No, gracias -respondió ella sin sonreír. El primero miró al segundo para que le diera ánimos. El segundo asintió.
– ¿De dónde es? -insistió.
Alba sabía que el acento la delataba. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea y una sonrisa asomó a su rostro.
– Inglesa, casada con un italiano -respondió, inclinándose hacia delante y alzando la mirada con afectada timidez-. Qué agradable poder hablar con un par de jóvenes guapos como ustedes. Mi marido es un hombre mayor. Oh, es rico, poderoso y me da todo lo que deseo. Vivo en un inmenso palazzo. Tengo casas por todo el mundo, servicio suficiente como para hundir un trasatlántico e innumerables joyas. Pero en lo que se refiere al amor… bueno, como ya he dicho, es un hombre mayor.
El más atrevido de los dos le soltó un codazo al otro, entusiasmado. Ambos se removieron en sus asientos, apenas incapaces de contener el deseo mientras contemplaban a la juguetona jovencita cuyo marido era demasiado viejo para hacerle el amor.
Entonces, recordando de pronto que viajaba en un vagón de segunda clase, Alba añadió:
– A veces, me gusta convertirme en una persona anónima. Mezclarme con la gente normal. Así que dejo el coche y al chofer en la estación y cojo el tren. En los trenes se conoce a gente fascinante y, naturalmente, escapo al control de mi marido.
– Lo que usted necesita es un par de tipos jóvenes que le den lo que su marido no puede darle -dijo el primero, dando muestras de un más que evidente descaro, aunque hablando en un susurro, con los ojos enfebrecidos de pasión. Alba miró detenidamente a sus compañeros de compartimento con los ojos entrecerrados, sacó un cigarrillo del paquete, se lo puso entre los labios y lo encendió. Volvió a inclinarse al tiempo que espiraba el humo, apoyando los codos encima de la mesa.
– Últimamente soy muy precavida -dijo despreocupadamente-. Al último amante que tuve le cortaron las pelotas. -Los dos jóvenes palidecieron-. Como les digo, mi marido es un hombre poderoso… muy poderoso. Y el poder trae consigo el afán de posesión. No le gusta compartir sus posesiones con nadie. Aunque a mí me gusta correr riesgos. Me gusta el desafío. Desafiarle. Me produce un gran placer. ¿Me entienden?
Asintieron, boquiabiertos. Alba respiró aliviada cuando les vio apearse en la primera parada con la boca demasiado seca como para despedirse de ella.
Cuando pasó el revisor, la encontró sublimemente encantadora.
– Debo confesarle que he perdido el billete -dijo con una sonrisa apocada-. No sabe cuánto lo siento, pero es que no tengo remedio, y ese jovencito del tic nervioso… -El revisor asintió dando muestras de que sabía perfectamente a quién se refería al verla imitar el parpadeo nervioso del agente del andén-. Me distraje de tal modo hablando con él, fue tan encantador y me dio tantísima pena que cuando me devolvió el billete debió de caérseme en el andén. Claro que no tengo el menor problema en comprar otro. -Hizo el gesto de rebuscar en su bolso con la esperanza de que él la detuviera antes de verse obligada a inventar otra historia que explicara cómo había perdido también el monedero, con la cual quizá tan sólo lograría poner demasiado a prueba la compasión del revisor.
– Por favor, signora -dijo amablemente el agente-. Michele es un buen chico, aunque un poco simple. Probablemente olvidara devolvérselo. -Luego, como ocurría con la mayoría de hombres con los que se encontraba, el revisor se esforzó por llevar su generosidad un paso más lejos-. Si viaja usted con un equipaje pesado, permítame ayudarla a bajarlo del tren.
– Gracias -respondió Alba, sabedora de que si rechazaba el ofrecimiento del hombre estaría hiriéndole en el orgullo-. Sería muy amable de su parte. De hecho, viajo con una maleta pesada y, como puede ver, no soy una mujer fuerte.
Tras quedarse con ella más de lo estrictamente necesario, el revisor se marchó por fin, asegurando a Alba que volvería al final del trayecto para ayudarla a bajar. En cuanto se fue, ella se volvió a mirar por la ventanilla.
Pensó en Fitz. Se sonrojó al recordar su beso. La intimidad que encerraba. Había sido como un baile lento después de una frenética ronda de twist. Casi había sido demasiado, insufriblemente lento y tierno. Fitz había puesto en jaque todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, obligándola a sentir. A sentir de verdad. No a fingirlo. En él, esa forma de sentir era del todo natural. A ella le había resultado primero vergonzosa, divertida después, y por fin dolorosa.
El paisaje resplandecía envuelto en la neblina perfilado por el sol que anunciaba el mediodía. Los altos cipreses elevaban sus cuellos en el calor de la mañana y las casas de color rojizo se acurrucaban a la sombra de los pinos y los cedros. Alba deseó sacar la cabeza por la ventanilla y olfatear el aire como lo hacía Sprout en la parte posterior del Volvo de Fitz. Llevaba toda la vida imaginando esos olores. Había visto Italia en las películas, pero nada podría haberla preparado para la dolorosa belleza del país. No era de extrañar que su madre fuera natural de aquel paraíso terrenal, pues, en la mente de Alba, Valentina personificaba todas esas cualidades. Su imaginación divagó entre las abundantes buganvillas, los olivares y los densos viñedos.
El tren se detuvo entre un chirriar de frenos al llegar a Sorrento. Fiel a su promesa, el revisor volvió para ayudar a Alba a bajar del tren con su maleta. En su afán por ayudar, la arrastró por todo el andén hasta la calle y allí la despidió. Sorrento era una ciudad ajetreada. La gente caminaba de un lado a otro, concentrada en sus propias cavilaciones, ajena a la joven desconcertada que estaba de pie delante de la estación y hambrienta. Los edificios eran blancos, amarillos y rojos. Las contraventanas se mantenían cerradas para conservar frescas las habitaciones. Las ventanas de las plantas bajas estaban protegidas por barrotes de hierro y las puertas, inmensas y cerradas, no insinuaban la más mínima hospitalidad. Aunque hermoso, había algo hostil en aquel lugar.
Por fin, una calle desembocó en el paseo marítimo. Las barcas se balanceaban en el agua o descansaban varadas en la playa. La arena era marrón como la grava y la gente deambulaba por el muelle, disfrutando del sol. Un par de restaurantes y de tiendas ocupaban la acera y el olor a tomates y a cebollas asados flotaba en la brisa. Alba notó que le rugía el estómago y que le salivaba la boca. Se moría por un vaso de agua. En su arrebato de furia, no se había acordado de robar algunos víveres del minibar del hotel. Cuanto más pensaba en comida y en bebida, más hambre y sed tenía.
No se permitió sin embargo dejarse llevar por la autocompasión, tentación a la que quizás habría cedido de haber sentido que su voluntad flaqueaba. La autocompasión nunca llevaba a nada y Alba despreciaba a las lloronas de las películas. Si había llegado hasta allí, bien podía seguir valiéndose de sus encantos para llegar también a Incantellaria. Dejó la maleta en el suelo del muelle, se armó de valor y se acercó a un viejo pescador de rostro marchito al que había visto concentrado en su barca. Cuando se acercó a él, el olor a pescado le invadió las ventanas de la nariz y sintió que la sacudía una oleada de náuseas.
– Disculpe -empezó con una dulce sonrisa. El anciano levantó la mirada, pero no sonrió. De hecho, pareció visiblemente irritado por haber sido molestado-. Necesito ir a Incantellaria. -El hombre le dedicó una mirada inexpresiva.
– No puedo llevarla -respondió, meneando la cabeza como si Alba fuera una de esas moscas fastidiosas de las que cuesta librarse.
– ¿Sabe de alguien que pueda hacerlo?
Lejos de cualquier interés por ser de alguna ayuda, el pescador se encogió de hombros y levantó las palmas de las manos al cielo.
– Nanni Baroni la llevará -dijo después de pensarlo durante unos instantes.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– No volverá hasta el anochecer.
– Pero ¿no está Incantellaria al otro lado de la bahía? ¿Acaso no van barcos allí constantemente?
– ¿Y quién iba a querer ir a Incantellaria?
Alba estaba confusa.
– ¿No es una ciudad grande como ésta?
El viejo soltó una risa cínica.
– Es un rincón pequeño y olvidado. Está dormido. Siempre lo ha estado. ¿Quién iba a querer ir a Incantellaria? -repitió.
El agente de viajes de Alba había insistido en que tenía que coger un barco. Por lo que le había dicho, continuamente salían barcos que llevaban a Incantellaria, como los trenes que unían Basingstoke y Londres. Alba masculló entre dientes, furiosa. Durante un segundo, se había olvidado de sus pertenencias. Estaba segura de haber dejado la maleta junto al poste. Perpleja, miró a su alrededor. La maleta había desaparecido. Una vez más, y en menos de veinticuatro horas, sintió la exasperante oleada de sangre subirle a la cabeza, las abrasadoras palpitaciones en los oídos, el vertiginoso vacío en el estómago y la angustia al darse cuenta, presa de la más absoluta incredulidad y horror, de que había vuelto a ser víctima de un robo. Se había quedado tan sólo con el bolso, en el que llevaba el lápiz de labios, un diario, un ejemplar arrugado del Vogue y, a Dios gracias, el pasaporte.
– ¡Acaban de robarme, joder! -gritó en inglés, chillando las palabras al sofocante aire de la tarde. Pateó el suelo y sacudió los brazos alrededor de su cabeza-. ¡Arggg! Odio este jodido país. Odio a estos jodidos italianos. No sois un país, sino una profesión. Ladrones. Todos vosotros, malditos seáis. ¿Por qué coño habré venido? ¡No ha sido más que un jodido desastre, una jodida pérdida de tiempo! ¡Arggg!
De pronto oyó a su espalda la voz suave y paciente de un hombre al tiempo que sentía el calor de una mano sobre el hombro.
– Me alegra oírla maldecir en inglés -dijo el hombre con una sonrisa-. ¡De lo contrario, terminaría la tarde entre rejas!
Alba clavó en él una mirada furiosa.
– Acaban de robarme -rabió, intentando contener las lágrimas-. Alguien acaba de llevarse mi maleta. ¡Me han robado el dinero en Nápoles y ahora me roban la maleta en este maldito páramo dejado de la mano de Dios!
– Obviamente es su primera vez aquí -fue el amable comentario del desconocido, que se puso serio para no ofenderla-. Debería defender sus pertenencias como si fueran su vida. ¿Es usted inglesa?
– Sí. En Londres podemos dejar las joyas de la Corona en mitad de Picadilly Circus, irnos a almorzar, salir de compras por Bond Street, dar un paseo por Hyde Park, tomar el té en el Ritz, una copa en el jodido Connaught y encontrarlas allí a las seis. -No era del todo cierto, pero sonaba bien-. ¡Y ahora no tengo ni dinero ni ropa! -El corazón le dio un nuevo vuelco en el pecho al pensar en toda esa preciosa ropa perdida-. Necesito llegar a Incantellaria y no encuentro a nadie que me lleve. Nanni Baroni, o como demonios se llame, está en su casa follándose a su amante y no volverá hasta las seis. ¿Qué se supone que voy a hacer hasta las seis? ¿Eh? ¡Si ni siquiera soy capaz de comprarme un maldito sándwich!
– ¿Por qué diantre quiere ir a Incantellaria?
Alba le lanzó una mirada iracunda al tiempo que sus ojos claros se volvían de piedra.
– Si alguien más vuelve a hacerme esa pregunta, ¡se va a llevar un puñetazo!
– Escuche -le sugirió el hombre con una sonrisa-'. ¿Por qué no deja que la invite a almorzar y después yo mismo la llevo a Incantellaria? Tengo un barco.
– ¿Y por qué iba a fiarme de usted?
– Porque ya no tiene nada que perder -respondió el hombre encogiéndose de hombros, poniéndole la mano en la cintura y conduciéndola hacia el restaurante.
Gabriele Ricci explicó, delante de una buena copa de vino rosado, que aunque vivía en Nápoles pasaba el verano en la costa con su familia, que tenía casa allí.
– Paso aquí los veranos desde que era niño, pero jamás me había encontrado con una mujer tan hermosa como usted.
Alba puso los ojos en blanco.
– No quiero que me digan que soy bella ni encantadora. ¡Estoy de ustedes los italianos hasta aquí! -exclamó llevándose la mano al cuello.
– ¿Acaso los ingleses no aprecian a las mujeres?
– Por supuesto que sí. Pero lo hacen discretamente.
– ¿No será que en esos internados a los que envían a sus hijos les fomentan la atracción por otros chicos?
– Naturalmente que no. Los ingleses son guapísimos y muy respetuosos. -Pensó en Fitz. Jamás se habría metido en semejante lío si él hubiera tenido la decencia de acompañarla.
– Apenas ha puesto el pie en mi país y ya se muestra cínica.
– Hace sólo unas horas un guapo italiano como usted me ha robado todo mi dinero. Allí donde voy, los hombres intentan darme conversación. Estoy harta de que me vean como un objeto sexual. ¡Y estoy harta de que me roben!
– Al menos, está usted entera -dijo Gabriele en un intento por tranquilizarla.
– ¡Qué sabrá usted!
– ¿Y cómo ha llegado hasta aquí sin dinero?
– Es una larga historia.
– Tenemos toda la tarde.
– Bueno, si me sirve otra copa de vino, deja de decirme que soy hermosa y promete que no se me insinuará, que no me robará ni me asesinará durante el viaje a Incantellaria, se lo diré.
Ricci se frotó el mentón con gesto juguetón, planteándose las condiciones que Alba acababa de imponerle.
– No puedo negarle que es usted una mujer hermosa, pero también es muy grosera. Además, suelta demasiadas maldiciones para ser una dama. No le robaré porque no tiene nada que valga la pena robar. No soy un asesino. Sin embargo, no puedo prometerle que no intentaré seducirla. ¡Soy italiano!
– ¡Oh, Dios! -suspiró Alba melodramáticamente-. Permítame que recupere las fuerzas para poder resistirme a sus insinuaciones con la debida energía. -En circunstancias normales, habría reparado sin duda en las atractivas arrugas que se dibujaban alrededor de la boca de Gabriele cuando se reía y en sus pálidos ojos verdes en los que chispeaba la picardía y una cálida afabilidad, pero estaba realmente paralizada.
Compartieron un sencillo almuerzo al sol y el vino terminó por ablandar la ira de Alba y darle una falsa sensación de optimismo. Narró su aventura, omitiendo el episodio del Gordo y su libidinosa sugerencia y la noche de pasión con el desconocido al que había conocido en el aeropuerto, de la que a esas alturas se sentía profundamente avergonzada. El obvio disfrute que vio en la atención de Gabriele la animó a extenderse sobre sus últimas experiencias en el país hasta que su historia se convirtió en una obra de ficción de la que hasta la propia Vivien Armitage se habría sentido orgullosa.
Por fin, mientras disfrutaban de una copa de limoncello, él volvió a preguntarle por el motivo que la llevaba a Incantellaria.
– Porque mi madre vivió y murió allí -fue la respuesta de Alba-. No llegué a conocerla porque falleció justo después de nacer yo. Quiero encontrar a su familia.
– Si todavía siguen en el pueblo, no creo que eso le vaya a resultar muy difícil. Es un lugar diminuto. Sospecho que apenas unos dos mil habitantes.
– ¿Por qué no va nadie?
– Porque no hay nada que hacer allí. Es un lugar adormecido. Un pequeño rincón olvidado de Italia. Aunque es muy hermoso. Muy distinto del resto de la costa. Supuestamente está encantado.
– Claveles -dijo Alba con una sonrisa-. Ya me lo han contado.
– Y estatuas que lloran. He estado varias veces en el pueblo. Voy siempre que quiero estar solo. Apacigua el alma. Si quisiera desaparecer, también iría allí -añadió con una sonrisa irónica-. Espero que no desaparezca usted.
– Recuerde su promesa -intervino ella con frialdad.
– Escuche, si cuando llegue a Incantellaria necesita dinero para salir del paso, le dejaré lo que necesite. Se lo daría, pero sé que no lo aceptaría. Considéreme un amigo en un lugar desconocido. Le prometo que puede fiarse de mí. -Le tocó el brazo desnudo. Alba notó el calor de su mano y le resultó inesperadamente tranquilizador.
– Me contento con me lleve a Incantellaria -dijo poniéndose en pie. La mano de Gabriele cayó sobre la mesa. Alba se volvió hacia él y la expresión de su rostro se suavizó-. Amigo.
Qué fantástica sensación verse al timón de una veloz lancha fuera borda. El viento le acariciaba los cabellos con sus dedos frescos y enérgicos, llevándose con él todo rastro de la desesperanza que hasta entonces la había embargado. La lancha brincaba sobre el agua al cortar las olas y tuvo que agarrarse bien para no caer por la borda. Con el sol en la cara y una irreprimible sensación de optimismo ardiéndole en el pecho, no tenía ninguna preocupación.
Gabriele le sonreía, encantado con la compañía de la deliciosa desconocida que lo había perdido todo. Señaló las escarpadas rocas que se elevaban desde el mar como muros de una impenetrable fortaleza mientras explicaba que Incantellaria era un lugar totalmente aislado, como si Dios hubiera cogido una pequeña porción de paraíso y lo hubiera colocado en mitad de aquel terreno imperdonable.
– Su belleza es realmente inesperada -apuntó mientras la lancha iba dejando atrás un reguero de ensenadas de férrea roca gris.
El pueblo estaba más lejos de lo que Alba había imaginado. Hasta entonces, había estado convencida de que Incantellaria se encontraba literalmente a la vuelta de la esquina de Sorrento.
– Si las cosas no salen bien -gritó Gabriele contra el rugido del viento, como si le estuviera leyendo el pensamiento-, iré a buscarla. No tiene más que llamarme.
– Gracias -respondió Alba agradecida.
Había vuelto a embargarle la inquietud. Obviamente, Incantellaria no sólo estaba incomunicada del resto de Italia, sino también del mundo. Una nube solitaria había cubierto el sol y el mar se había oscurecido amenazadoramente, reflejando sus temores más íntimos. ¿Y si su familia había muerto o se había marchado de allí? No soportaría la idea de tener que volver a casa sin haber resuelto nada.
En el momento en que Gabriele le puso su mano tranquilizadora sobre la de ella, la nube se apartó y el sol volvió a brillar en todo su esplendor. La motora sorteó un vasto y sólido muro de roca negra tras el cual la costa se abría inesperadamente como la tapa de uno de esos toscos arcones del tesoro, desvelando una reluciente y exuberante bahía.
Para Alba fue amor a primera vista. La bahía la engulló por completo, colmándole el ánimo. El perfil de la costa era armónico como la suave curva de un cello. Las casas blancas, con sus balcones de hierro forjado deshaciéndose en cascadas de geranios rojos y rosas, resplandecían bajo la deslumbrante luz de la tarde. La cúpula de la capilla se elevaba por encima de los tejados de tejas grises, donde las palomas se habían instalado a observar el ir y venir de los pescadores. El cuerpo de Alba se estremeció de pura excitación. Sin duda era allí, en esa pequeña capilla, donde se habían casado sus padres. Sin tan siquiera haber puesto el pie en la orilla, sintió por fin que la historia de amor de su padre y Valentina se volvía tangible.
Alzó la mirada hacia las colinas esmeraldas que se alzaban a espaldas del pueblo, donde los pinos retorcían sus picudos dedos verdes y las ruinas de una vieja torre de observación se levantaban todavía orgullosas y dignas, tras siglos de abandono. Inspiró el aroma del romero y del tomillo que volaba con el viento, impregnando el aire de un olorcillo de misterio y aventura.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo Gabriele, reduciendo la velocidad de la lancha para adentrarse con suavidad en el puerto.
– Tenía usted razón. No tiene nada que ver con el resto de la costa. Qué verde. Y qué vibrante.
– Sólo al ver el lugar se da uno cuenta de que probablemente a sus habitantes les impactó poco el milagro de los claveles. Algo así resultaría curioso en cualquier otro rincón del mundo, pero aquí, se diría que esas cosas ocurren continuamente.
– Para mí ya es mi casa -dijo Alba en voz baja-. Lo siento aquí -añadió poniéndose la mano en el corazón.
– Nadie se explica que no se haya convertido en un foco de atracción turístico lleno de restaurantes, bares y clubes. Alguno hay, es cierto, pero desde luego no es Saint Tropez.
– Me alegro, porque desde hoy va a ser mi lugar secreto. -Las lágrimas le velaban los ojos. Por fin comprendía por qué ni su padre ni el Búfalo la habían llevado nunca allí. Sabían que la perderían para siempre.
Gabriele guió el barco hacia el puerto. En cuanto se arrimó a las paredes del muelle, un chiquillo cuyo rostro redondo resplandecía de puro entusiasmo, corrió a atar la cuerda al embarcadero. Gabriele le lanzó el cabo y el chiquillo lo atrapó con un chillido triunfal al tiempo que gritaba a sus amigos que se acercaran y se unieran a la diversión.
– Como se habrá dado cuenta, no reciben a muchos visitantes -dijo Gabriele-. Algo me dice que nuestra llegada va a provocar cierto alboroto.
Alba desembarcó y se quedó de pie en el muelle con las manos en la cintura, mirando encantada a su alrededor. Visto de cerca, el pueblo resultaba aún más encantador, como si de pronto hubiera retrocedido en el tiempo hasta una época más lenta y singular. Los pescadores estaban sentados en sus barcas, charlando mientras reparaban sus redes y vaciaban la pesca del día en cajas. Le lanzaban miradas recelosas a la recién llegada. Un grupo de muchachos se había congregado a su alrededor, arrastrando los pies, dándose codazos y soltando risillas nerviosas que ocultaban tras sus manos mugrientas. Las mujeres cuchicheaban delante de las tiendas y un puñado de clientes tomaba café bajo los toldos de rayas que daban sombra a los bares y a los restaurantes. Todos miraban con curiosidad a la joven pareja.
Gabriele saltó al muelle y rodeó la cintura de Alba con la mano.
– Vamos a tomar una copa. Luego buscaremos algún sitio donde pueda alojarse. No puedo dejar que duerma en la playa.
– Seguro que hay algún hotel en el pueblo -respondió Alba, sin dejar de mirar a su alrededor.
– Una pequeña pensione. Eso es todo.
Uno tras otro, los rostros de los pescadores se quedaron helados ante la belleza escalofriantemente familiar de la joven que acababa de poner el pie en su orilla. Estiraban el cuello como viejas tortugas y, boquiabiertos por la absoluta perplejidad en que estaban sumidos, dejaban a la vista una ristra de bocas desdentadas. Alba no tardó mucho tiempo en reparar en ello. Hasta Gabriele se sentía incómodo. Un silencioso murmullo parecía reverberar por todo el pueblo.
De pronto, un anciano gordo y achaparrado como un sapo salió del oscuro interior de la trattoria Fiorelli y se quedó de pie en la entrada, rascándose la entrepierna. Sus ojos de pesados párpados cayeron sobre Alba y el denso muro de cataratas resplandeció con un brillo del todo inusual. Soltó un susurrante resuello que surgió desde las profundidades de su pecho y dejó de rascarse. Alba, aterrada ya por el extraño silencio que se había apoderado de pueblo, tomó a Gabriele de la mano.
– ¡Valentina! -exclamó el hombre, intentando tomar aire.
Alba se volvió y clavó en él la mirada como si el hombre acabara de dar vida a un fantasma. Entonces, otro hombre de unos sesenta años, de aspecto taciturno y un físico formidable, salió tras él y se acercó hasta donde estaba Alba, a la que habían empezado a temblarle las piernas. El hombre cojeaba ligeramente, aunque eso no frenó su paso. Mostraba una expresión oscura, como si el sol acabara de ocultarse tras una nube.
Cuando llegó hasta ella, dio la sensación de que se había quedado sin palabras y fue Gabriele el primero en hablar.
– ¿Dónde podríamos tomar algo por aquí? -preguntó. Apartó los ojos del tipo y volvió la mirada hacia los pescadores, que habían bajado de sus barcas y estaban formando un corro a su alrededor.
– Mi nombre es Falco Fiorelli -dijo el hombre con voz grave-. Tú… tú… -No sabía cómo decirlo. Le sonaba ridículo-. Tomar algo, naturalmente. -Meneó la cabeza con la esperanza de deshacerse del fantasma que con toda seguridad estaba jugando con su mente y no, al menos eso esperaba, de pie delante de él.
– Me llamo Alba -dijo ella, pálida como las palomas acurrucadas en los tejados de tejas grises-. Alba Arbuckle. Mi madre era Valentina. -Las curtidas mejillas de Falco se iluminaron y dejó escapar un suspiro casi doloroso de alivio y de alegría.
– Entonces, yo soy tu tío -dijo-. Creíamos que te habíamos perdido.
– Y yo que jamás os encontraría -respondió ella. Un murmullo se alzó desde el corro de pescadores.
– Creían que eras el fantasma de tu madre -explicó Falco-. Una ronda para todos -gritó con todas sus fuerzas, levantando la mano y provocando con ello los vítores de la multitud-. Alba ha vuelto a casa. -Ignorando a Gabriele, Falco tomó con orgullo la mano de su sobrina y la condujo por los escalones que llevaban al restaurante-. Ven, tienes que conocer a tu abuela. -La joven estaba abrumada. Su tío era como un poderoso león y su mano era tan grande que la suya había desaparecido entre sus dedos. Gabriele se encogió de hombros en un gesto de impotencia y les siguió.
Immacolata Fiorelli era ya una anciana. Toda una anciana. Las cifras de su edad se habían vuelto confusas desde que había rebasado la barrera de los ochenta años. ¿Ochenta y uno? ¿Ochenta y dos? No tenía la menor idea. Por lo que ella sabía, podía muy bien haber cumplido los cien. Poco le importaba. Su corazón había muerto al perder a su preciosa Valentina. Sin un corazón que la mantuviera joven, se había ido marchitando poco a poco hasta resecarse casi por completo. Pero todavía no estaba muerta, cosa por la que rezaba a diario, para así poder reunirse con su hija.
Immacolata apareció con la ayuda de un bastón como un pequeño murciélago sarnoso y desacostumbrado a la luz. Llevaba el pelo gris recogido en un moño sobre la coronilla y su rostro asomaba desde un velo negro y ahumado.
Alba se quedó de pie ante ella. Salvo los ojos sobrenaturalmente claros que delataban a la desconocida que moraba en aquel insoportable parecido, la joven que tenía delante de ella era la viva imagen de Valentina. A Immacolata se le llenaron los ojos de lágrimas y levantó la mano, temblorosa por la edad y la emoción, para tocar la suave piel morena de la chica. Sin mediar palabra, sus dedos acariciaron la parte viva de su hija. La parte que había dejado atrás. La nieta que se habían llevado al otro lado del mar, perdida, peor que muerta. Thomas jamás había vuelto con ella como había prometido. Ellos habían mantenido viva la esperanza. Casi habían muerto esperando.
Al ver las lágrimas de la anciana, a Alba se le velaron los ojos. El amor que vio reflejado en el rostro de su abuela era tan intenso, tan doloroso, que a punto estuvo de estrecharla entre sus brazos, pero Immacolata era demasiado frágil y menuda.
– Dios ha bendecido este día -dijo por fin la anciana con una voz suave e infantil-. Valentina ha vuelto encarnada en su hija. Ya no estoy sola. La vida vuelve a latir en mi corazón. Cuando muera, Dios recibirá en su seno a un alma feliz y agradecida y el cielo será para ella un lugar mejor.
– Adentro está fresco, entremos-sugirió Falco. Acordándose entonces del compañero de Alba, se volvió y asintió con la cabeza-. Perdónenos -añadió.
– Gabriele Ricci -se presentó el desconocido-. Alba ha venido de muy lejos para encontrarles. No me quedaré. Pero déle esto de mi parte. -Sacó una tarjeta blanca del bolsillo y se la dio a Falco-. Puede llamarme si necesita algo, aunque no creo que le haga falta.
A pesar de la curiosidad que sentía, Gabriele sabía que su presencia estaba de más en aquella reunión familiar. Se marchó pasando prácticamente desapercibido, deseando despedirse de Alba con un beso y animarla a que no perdieran el contacto y así quizá poder verse de nuevo. Se volvió con la esperanza de verla salir corriendo para darle las gracias, pero el restaurante estaba abarrotado de gente y él estaba solo en el muelle. Tan sólo el chiquillo se le acercó para ayudarle con el cabo.
Dentro del restaurante se servían las copas que anunciaban las celebraciones. Lattarullo se había sentado con Immacolata como la parodia de una dama de compañía, encantado de haber sido él y no il sindacco quien había estado presente para dar a Alba la bienvenida a casa. Il sindacco no tardó en llegar. No parecía tener más de cincuenta años. Llevaba el pelo pulcramente peinado y dividido por una raya perfecta, todavía negro como el azabache, con tan sólo algunas canas en las sienes. Iba vestido con unos pantalones de color verde oliva, sujetos con un cinturón, y una camisa azul celeste perfectamente planchada. Cuando entró en el restaurante, su perfume llenó el aire de tal modo que todos supieron que el hombre más importante del pueblo había llegado y se hicieron a un lado para abrirle paso.
Cuando vio a Alba sentada con Immacolata, Lattarullo y Falco, abrió de golpe la boca y soltó un sonoro jadeo.
– ¡Madonna! -exclamó-. ¡Los muertos se han levantado! -Para aquel pueblo acostumbrado a los milagros, la resurrección de Valentina no estaba fuera de los límites de lo posible. Cogió una silla, tomó asiento y Falco los presentó.
– ¿Se trata de una coincidencia? -preguntó-. ¿Acaso acaba usted de llegar a Incantellaria?
– Dios me la ha traído -dijo Immacolata.
– Ha venido a buscarnos -intervino Falco.
– Llevo queriendo encontraros desde que era niña -dijo Alba, encantada con toda la atención. Atrás había quedado la humillación que había sufrido en Ñapóles y la maleta perdida, incluso Gabriele.
– Ya lo ves -dijo Immacolata con una voz tan dulce y feliz como la de su hija cuando Tommy había regresado a buscarla al término de la guerra-. No nos había olvidado. ¡Pero si hasta hablas italiano! Ya lo ves -añadió, volviéndose hacia su hijo-, lleva a Italia en la sangre.
– Te quedarás con nosotros -decidió Falco con su voz grave y hosca. Tras la muerte de Valentina, se había instalado en casa de su madre con su mujer. También Toto vivía allí con Cosima, su hija de seis años. Se habían mudado a la casa de la abuela cuando la madre de Cosima había huido con un bailarín de tango argentino.
– Puede quedarse en la habitación de Valentina -dijo Immacolata muy seria, y el pequeño grupo pareció quedarse de pronto sin aire. Era bien sabido que Immacolata conservaba la habitación de Valentina como un santuario. Durante veintiséis años la había limpiado y había cuidado de ella con todo su amor
de madre, pero nadie tenía permitido utilizarla. Ni siquiera la pequeña Cosima.
Alba percibió la importancia del gesto y dio las gracias a su abuela.
– Será un honor para mí ocupar la habitación de mi madre -dijo sinceramente-. Siento que estoy empezando a conocerla a través de vosotros. Es lo que he estado deseando toda mi vida.
Immacolata, exhausta por la excitación, ordenó a Lattarullo que la acompañara a casa.
– He ofrecido a la gente de Incantellaria una celebración pública. Ahora me gustaría celebrarlo a solas con mi familia. -Alba estaba más que entusiasmada con la perspectiva de ir a la casa donde había vivido su madre y dormir en su cama. De haber sabido que todo iba a ser así de mágico, habría dado aquel paso hacía años.
– ¿Dónde tienes el equipaje? -le preguntó Falco cuando salieron al sol de la tarde.
– Lo he perdido -respondió ella despreocupadamente-. Me lo robaron, pero eso ahora da igual.
– ¿Te lo robaron?
– Dios del cielo, ¿dónde está Gabriele? -Alba se volvió a mirar a su alrededor, avergonzada por haberse olvidado de él.
– Oh, se ha ido.
– ¿Que se ha ido? ¡Pero si no le he dado las gracias! -exclamó, decepcionada-. Ni siquiera se ha despedido de mí. -Se volvió a mirar al puerto como si esperara que él estuviera todavía allí, esperando junto al barco.
– Me ha dado esto para ti. -Falco le dio la pequeña tarjeta blanca. Llevaba grabado el nombre y el teléfono de Gabriele.
– ¡Qué encantador! -Se guardó la tarjeta en el bolso.
– Entonces, ¿no tienes equipaje? -preguntó Falco, incrédulo.
– No. De no haber sido por la generosidad de Gabriele, ah, y la inconsciente generosidad de los revisores del ferrocarril, ¡nunca habría llegado hasta aquí! -Subió al asiento trasero del coche y se recostó contra el cuero caliente del respaldo, caldeado por el sol. Falco subió a su lado. Immacolata se sentó delante, ansiosa por regresar al silencioso santuario de su casa y a las reliquias de los muertos. Lattarullo iba al volante.
El trayecto colina arriba estaba lleno de baches. La carretera era poco más que un maltrecho camino polvoriento.
– Intentaron asfaltarlo hace unos diez años, pero los fondos se agotaron, así que es liso durante el primer kilómetro desde que salimos del pueblo ¡y luego esto! -explicó Falco.
– A mí me parece encantador -respondió Alba. Para ella, todo lo que tuviera que ver con Incantellaria era encantador.
– ¡No pensarías lo mismo si tuvieras que subir por él todos los días!
Alba había bajado la ventanilla para decir adiós con la mano a los vecinos que celebraban su vuelta al pueblo. Ahora, a medida que se acercaban a la casa, sacó la nariz para aspirar los boscosos olores del campo. Desde lo alto de la colina pudo ver el mar, un resplandeciente manto azul bajo la suave luz del atardecer. Se preguntó cuántas veces habría contemplado su madre la misma vista. Quizás había visto entrar a su padre en la bahía con su torpedera.
Bajaron del coche y recorrieron a pie el sendero de césped que llevaba hasta la casa. El camino se había alargado durante los últimos años de modo que casi llegaba a la puerta de entrada. De pronto Alba percibió un olor dulce y azucarado.
– ¿Qué es eso? -preguntó, olfateando el aire como solía hacerlo Sprout-. ¡Es divino!
Lattarullo la miró.
– Tu padre me preguntó exactamente lo mismo la primera vez que llegó.
– ¿En serio? -preguntó Alba alegremente.
– Higos -intervino Immacolata con voz grave-. ¡Aunque te desafío a que encuentres una sola higuera! -Alba lanzó a Falco una mirada curiosa.
– Es embriagador -dijo con un suspiro-. Mágico.
Les siguió al interior de la casa de color tierra que la densa glicina cubría casi por completo, sumiéndola en la oscuridad. La abuela abrió la marcha por el pasillo con suelo de baldosas hasta el salón. Allí, en un rincón, ardían tres pequeños altares. Uno dedicado al marido de Immacolata, el otro al hijo que había perdido, y el tercero, que parecía brillar más que los otros dos, a Valentina. Cuando Alba se acercó, vio la fotografía en blanco y negro de su abuelo en uniforme, de pie, orgulloso y erguido. En sus ojos ardía el celo que le dedicaba a la causa que consideraba justa por derecho propio, y su boca esbozaba una sonrisa decidida, no muy distinta de la de Falco. La fotografía de su hijo, el tío de Alba, también era un retrato en blanco y negro y en él se veía a un joven con uniforme. Guapo, con la expresión descarada de un bromista en toda regla, sonreía. Cuando Alba posó la mirada en el altar dedicado a su madre, contuvo el aliento. No había en él ninguna foto. Tan sólo un retrato. Pintado con los mismos lápices que el que había encontrado debajo de la cama de la casa flotante. Valentina y Alba, 1945. Thomas Arbuckle. Ahora mi amor es doble.
Alba cogió el retrato y se acercó a la ventana para poder verlo mejor a la luz. La pintura era incluso mejor que la que ella ya conocía, pues retrataba a su madre mirando con adoración al bebé que mamaba de su seno. La ternura suavizaba la expresión de Valentina, que irradiaba un amor fiero y protector que parecía extenderse más allá del retrato y alcanzarla de pleno allí, sentada junto a la ventana, veintiséis años después.
– Te quería con locura -dijo Immacolata, cojeando hasta ella y sentándose a su lado-. Para ella simbolizabas un nuevo comienzo. La guerra había terminado. Valentina quería empezar de nuevo, ser otra persona. Tú eras el ancla que ella necesitaba, Alba. -Aunque la joven no comprendió las palabras de Immacolata, le sonaron bien.
– Siempre me he preguntado qué clase de madre sería -dijo con un hilo de voz.
– Era una buena madre. Dios le dio una hija que le enseñó el valor de la compasión, el desinterés y el orgullo. Te ponía por delante de todas las cosas, por encima de todo, incluso de ella misma. Quizá por eso Dios decidió llevársela, porque había aprendido la lección que había venido a aprender.
– Es un dibujo precioso.
– Le diré a Falco que te haga una copia. Es increíble la de cosas que se pueden hacer hoy en día.
– Me encantaría tener una. Mi padre tiene el otro dibujo. Yo no tengo nada. -Immacolata le tomó la mano.
– Ahora nos tienes a nosotros, Alba, y yo compartiré contigo todos mis recuerdos. Sé muy bien que es eso lo que le gustaría a Valentina. Te pareces mucho a ella. Mucho. -Su voz quedó reducida a un mero susurro.
– No, no es cierto -respondió Alba, incapaz de ocultar su tristeza, recordando con amargura su vida promiscua y vacía-. No me parezco en nada a ella. Aunque quizá lo logre. Lo conseguiré. Cambiaré y me convertiré en una buena persona. Seré todo lo que a ella le habría gustado.
– Pero, Alba, mi niña, ya eres todo lo que a ella le habría gustado.
De pronto, el olor a higos entró por la ventana abierta, más intenso aún que antes. Immacolata cogió el dibujo y volvió a colocarlo con sumo cuidado tras la oscilante llama de modo que el rostro de Valentina quedara iluminado.
– Ven -dijo-. Te enseñaré tu habitación.
Immacolata subió con Alba al primer piso por una estrecha escalera de piedra. La casa era vieja, mucho más vieja que la propia Immacolata. Estaba impregnada de un penetrante olor a construcción antigua, al tiempo incrustado en el tejido del edificio. Immacolata subía despacio y Alba se veía obligada a contener su impaciencia, pues cada escalón la acercaba más y más a su madre.
Por fin, cruzaron el descansillo y llegaron a una gastada puerta de roble. Immacolata metió la mano bajo el chal negro que la arropaba y sacó un llavero del que colgaba un racimo de pesadas llaves. Las llaves que, como una celadora medieval, llevaba colgadas de una cadena donde debería haber estado su cintura, tintinearon metálicamente.
– Aquí está -dijo la anciana con voz queda.
La habitación era pequeña, con las paredes blancas y las persianas cerradas. Unos suaves rayos de luz ámbar se colaban por los huecos abiertos en las tablillas de madera de las persianas, envolviendo el espacio en una espeluznante nebulosa. El aire vibraba, colmado de vida, como si el espíritu de Valentina siguiera aún posesivamente aferrado a su mundo perdido. Immacolata prendió la vela que estaba sobre el tocador de madera, iluminando la tela de lino bordado sobre la que, delante de un espejo estilo reina Ana, reposaban con absoluta pulcritud el cepillo y el peine de Valentina, sus botellas de perfume, los botes de cremas y un tarro de sólido cristal de polvo de maquillaje. Alba reparó en que algunos cabellos de su madre seguían enredados entre las púas del cepillo. Immacolata se acercó arrastrando los pies al armario desteñido y decorado con parras labradas, abrió las puertas y dejó a la vista una hilera de vestidos.
– Valentina tenía gustos sencillos -dijo su abuela sin ocultar su orgullo-. No teníamos mucho dinero. Eran tiempos de guerra.
– Sacó un vestido blanco y lo sostuvo en alto para que su nieta lo viera-. Llevaba puesto éste cuando conoció a tu padre. -Alba tendió la mano y pasó los dedos por el delicado algodón-. Tu padre se enamoró de ella cuando la vio con él puesto. Parecía un ángel. Estaba preciosa. Preciosa y muy inocente. Le dije que llevara a tu padre a bañarse al río. Hacía calor. No hizo falta insistirles mucho. Yo sabía que no tendrían mucho tiempo para conocerse. Comprendí que querían estar solos. -Se santiguó-. Que Dios me perdone.
– Qué pequeño. Siempre la había imaginado alta.
Immacolata meneó la cabeza.
– Era italiana. Naturalmente que no era alta. -Sus manos artríticas rebuscaron entre los demás vestidos hasta dar con uno negro bordado con flores blancas-. Ah -suspiró melancólica-. Este es el que llevaba para la /esta di Santa Benedetta. Tu padre la acompañó. Yo misma la ayudé a ponerse margaritas en el pelo y le unté aceite en la piel. Estaba radiante. Estaba enamorada. ¿Cómo iba ella a saber que las cosas iban a terminar así? Tenía un futuro muy prometedor.
– ¿Qué es la /esta di Santa Benedetta? -preguntó Alba, viendo cómo Immacolata volvía a meter el vestido con sumo cuidado en el armario.
– Eres descendiente de santa Benedetta, una sencilla campesina que presenció un milagro. La estatua de mármol del Cristo que está en la pequeña capilla de San Pasquale vertió lágrimas de sangre. Fue un milagro, el modo en que Dios mostró a la gente de Incantellaria que su poder era absoluto. Todos los años la estatua lloraba. A veces la sangre era una simple lágrima. Cuando eso ocurría, los pescadores volvían con poco pescado, el agua se agriaba o la vendimia daba magros frutos. Si la estatua vertía sangre en abundancia, el siguiente era un año dorado. Incantellaria producía uvas jugosas y barriles llenos de olivas. Los limones colgaban suculentos y pesados; los brotes florecían más radiantes que nunca. Eran años de bonanza. Hubo también un año en que el Cristo no derramó ninguna lágrima. Ni una sola. Esperamos, sin apartar los ojos de la estatua, pero Dios había escrito ya lo que vendría y nos castigó llevándose a nuestra preciosa Valentina. -Se santiguó de nuevo-. Lleva veintiséis años sin derramar una gota de sangre.
Alba estaba ligeramente asustada ante la devoción de su abuela. Ella en raras ocasiones mencionaba a Dios, salvo cuando maldecía, de ahí que las sencillas creencias de campesina de Immacolata se le antojaran cuanto menos absurdas. Su mirada se posó en los pies de la cama, donde vio una pequeña cesta de mimbre de bebé en un pequeño soporte. Se sentó en la cama y miró dentro de la cesta, paseando los ojos por la sábana blanca y la manta de lana tejida a mano.
– ¿Esto era mío? -preguntó, perpleja, cogiendo la manta y llevándosela a la nariz para olería.
Immacolata asintió.
– Lo guardo todo -dijo-. Necesitaba tener algo a lo que aferrarme cuando tu madre nos dejó. -Las dos mujeres se miraron-. Me has hecho muy feliz, mi pequeña Alba. -Acarició la mejilla de su nieta con el pulgar-. Te mostraré dónde puedes darte un baño. Esta noche puedes usar el camisón de tu madre y mañana te compraremos algo de ropa, va bene? -Alba asintió con la cabeza-. Ven. Bajemos a comer algo.
Cuando salieron a la terraza, el estridente chillido de un niño resonó envuelto en un coro de grillos.
– Ah, Cosima -dijo Immacolata, y la expresión de su rostro se suavizó como la nieve bajo un rayo de sol. Una niña apareció de pronto tras una pequeña pared de arbustos, seguida por un pequeño perro rojo. Al ver a su abuela corrió a su encuentro, jadeante y hecha un mar de risillas, al tiempo que sus rizos oscuros de color miel rebotaban alrededor de una carita redonda y rosada y su vestido blanco y celeste revoloteaba contra sus rodillas.
– ¡Nonnina! ¡Nonnina! -Se detuvo instintivamente antes de caer en brazos de la anciana, sabedora de que su entusiasmo le haría perder el equilibrio. Immacolata posó la mano sobre la cabeza de la pequeña y se agachó para besarla antes de volverse a mirar a Alba.
– Dios se me llevó a Valentina, pero me bendijo con Cosima. -La niña clavó la mirada en Alba, estudiándola con unos ojos marrones abiertos y curiosos-. Cosima, ésta es Alba. Tu… -Se interrumpió, incapaz por un instante de especificar el parentesco que las unía-. Prima. Alba es tu prima.
A Alba nunca le habían gustado los niños y ellos tampoco parecían sentir mucha simpatía por ella. Sin embargo, la expresión vulnerable que vio reflejada en los ojos de Cosima, un descarado deseo de ser querida, como el que podría haber encontrado en un cachorro o en un joven ternero, la tomó por sorpresa. El labio superior de la pequeña era más carnoso que el inferior y tenía la nariz ligeramente respingona. Tenía encanto, como Alba, pero a diferencia de su prima, no era consciente de ello. Cosima, sabedora de que estaba siendo observada, sonrió con timidez y se sonrojó.
– ¿Quién es éste? -preguntó Alba, agachándose a acariciar el perro.
– Cucciolo -respondió la pequeña, arrimándose a su abuela-. Es un dragón.
– Da mucho miedo -dijo Alba, siguiéndole la broma. Cosima soltó una risilla y la miró desde debajo de sus espesas pestañas negras.
– No tengas miedo. No te hará daño. Es un dragón bueno.
– Cuánto me alegro. Estaba un poco nerviosa. Es que es la primera vez que veo un dragón.
– Asusta a las gallinas, y a Bruno.
– ¿Quién es Bruno?
– El burro.
– Tienes muchos animales.
– Me encantan -respondió la niña, cuya carita se iluminó, complacida. Cuando Cosima se acercó al burro atado, Alba se fijó en que andaba casi de puntillas. La exuberante cadencia de su andar era sin duda la de una niña carente de preocupaciones.
Falco no tardó en aparecer con Beata y con Toto, el hijo de ambos, cuya esposa se había marchado con el bailarín de tango argentino. Era un joven apuesto, cinco años mayor que Alba, con el pelo castaño y rizado y un rostro ancho y despejado como el de su hija. Al ver a su padre, Cosima le rodeó la cintura con los brazos.
– ¡A Alba le da miedo el dragón! -chilló, hundiendo excitada la cara en el estómago de Toto de modo que su risilla quedó amortiguada contra su camisa. El la tomó en brazos.
– Pues será mejor que le digas que se porte bien, no vaya a ser que se marche.
– Alba no se va a ninguna parte -dijo Immacolata, tomando asiento en la cabecera de la mesa y ocupando el lugar que había ocupado la mayor parte de sus ochenta y tantos años de vida-. Ahora está en casa.
Toto estrechó la mano de Alba y le sonrió afectuosamente.
– Por el recuerdo que tengo de tu madre, te pareces mucho a ella -dijo. A Alba le sorprendió que la voz de su primo no delatara la misma tristeza que había percibido en su padre y en su abuela cuando habían mencionado a Valentina.
– Gracias-respondió.
– También recuerdo a tu padre, sobre todo por su uniforme. Era el hombre con más glamour que he visto en mi vida. No podía apartar los ojos de él. También recuerdo su sentido del humor, porque era el único que sonrió cuando el viejo padre Diño no paró de tirarse pedos durante todo un almuerzo.
– ¡Toto, por favor! -protestó Beata. Pero Alba estaba encantada con su primo. Su presencia terrenal había aliviado el pesado ambiente que el fantasma de Valentina había impuesto sobre la casa.
Immacolata disfrutaba hablando de su hija. De pronto, tenía la excusa perfecta para contar historias y recordar. Las heridas seguían escociendo ante la mención de su nombre. Mencionarla era como echar sal sobre unos cortes que jamás habían terminado de cerrarse. Pero Alba la obligó a desenterrar el pasado e Immacolata sucumbió encantada a su interés. Mientras desgranaba historias con las que ilustraba la virtud, la sabiduría y la bondad sin parangón de su hija, el rostro de Falco se ensombrecía y sus labios parecían afinarse, ceñudos.
Cuando las mujeres por fin se retiraron, él siguió sentado a la mesa, encorvado sobre un vaso de limoncello, fumando un cigarrillo y sin apartar una difusa mirada de la llama agonizante del quinqué. El regreso de Alba había sido una bendición totalmente inesperada. La hija de Valentina era portadora de una alegría cuyo alcance ni siquiera era capaz de imaginar. Aun así, para Falco, su presencia en la casa suponía también el desgarrador recordatorio de una parte de su propia vida que le resultaba demasiado terrible contemplar.
Alba se dio un baño, dejando que el agua se llevara las emociones del que probablemente había sido el día más largo de su vida. La experiencia había resultado vertiginosa, fascinante y en cierto modo también espantosa. La sensación de que el fantasma de su madre atormentaba su pequeña casa flotante no era nada en comparación con la intensidad con la que atormentaba la casa de su abuela. Immacolata le había dado cerillas para que pudiera encender la vela que tenía encima del tocador y la que tenía junto a la cama, después de explicarle que no habían tenido electricidad durante la guerra y que por eso no la había instalado en la habitación de Valentina cuando había renovado el resto de la casa. Había querido conservarla tal como estaba. De ahí que cuando Alba se sentó frente al espejo, llevando el camisón blanco de su madre, con el pelo sobre los hombros y su pálido rostro reflejado en la parpadeante luz de la llama, le asustó casi tanto su propio reflejo como la sensación de muerte que seguía presente en la pequeña habitación.
Cogió el cepillo. Era de plata y muy pesado. Empezó a cepillarse el pelo con movimientos lentos y deliberados, observándose en el cristal moteado del espejo. Era consciente de que tenía ante sus ojos la imagen más parecida a su madre que jamás vería. Quizá más sorprendente aún que los retratos, pues había vida en ella. Mientras miraba su imagen, sintió que se apoderaba de ella una inmensa tristeza, pues de pronto fue consciente de que su madre poseía una virtud que ella jamás tendría. Alba estaba convencida de que, si Valentina hubiera estado viva, se habría sentido decepcionada con ella. Su madre había dejado huella en todo el mundo con una gracia fácil y sobrenatural. Si ella muriera de pronto, ¿por qué iban a recordarla los demás?
Durmió mal esa noche. No había imaginado que la expedición en busca de su madre le provocaría semejante desbarajuste interno. Había albergado la esperanza de poder dar un paso adelante, pero el fantasma de Valentina la atormentaba como jamás lo había hecho hasta entonces.
Cuando por fin logró dormirse, tuvo unos sueños extraños, incomprensibles e inquietantes. Al despertar, la alivió ver que ya era de día, que el cielo estaba despejado y azul y que brillaba el sol, colmando de luz los sombríos rincones de la habitación. Cuando salió a la terraza con el mismo vestido amarillo que llevaba el día anterior, sólo Toto y Cosima se habían levantado y desayunaban ya. El rostro de la pequeña se diluyó en una enorme sonrisa y su preciosa boca de labios carnosos reveló unos dientes perlados.
– ¡Alba! -exclamó, bajando de la silla para abrazarla-. No habrás soñado con dragones, ¿verdad? -preguntó, rodeándole la cintura con los brazos tal y como lo hiciera con su padre la noche anterior.
– No.
– Pareces cansada -dijo Toto, masticando un trozo de brioche.
– No he dormido bien. Creo que estaba demasiado cansada.
– Bueno, come algo y si quieres Cosima y yo te llevaremos al pueblo. Me han dicho que te robaron la maleta.
– Tengo que ir al banco. -Se sentó al lado de Cosima, que ya le había retirado la silla contigua a la suya.
– Claro. Puedes comprar ahora y pagar cuando te llegue el dinero. Aquí tienes buen crédito.
Le hizo bien salir y sentir la brisa impregnada de olor a eucalipto que llegaba hasta lo alto de la colina desde el mar.
– Qué bonito es esto -dijo-. Es un buen bálsamo para el alma, ¿verdad?
– Yo no viviría en ningún otro sitio. Es una vida tranquila, pero no aspiro a nada más. -Toto sonrió a su hija-. Y es un buen sitio para criar a una hija. Tienes un montón de amigos, ¿verdad, Cosima?
– Constanza es mi mejor amiga -respondió la pequeña con voz seria-. Eugenia quiere ser mi mejor amiga, pero le he dicho que no puede porque ya tengo a Constanza. -Suspiró hondo-.
A Constanza no le cae bien Eugenia. -Arrugó la nariz y olvidó lo que estaba diciendo al ver salir a Cucciolo trotando de la casa con Falco. Aunque el hombre sonreía, sus ojos desvelaban una mirada fría como el hielo. Había algo en esos ojos que a Alba le recordó a su padre.
– Me voy al pueblo con Cosima y con Toto -dijo cuando su tío se sentó y se sirvió una taza de café-. Quizá podrías enseñarme la capilla de San Pasquale. Me gustaría ver el lugar donde se casaron mis padres. -Falco dejó sobre la mesa la cafetera y la miró como si acabara de golpearle en plena cara-. Immacolata me ha hablado de la /esta di Santa Benedetta. Todo eso ocurría en la capilla, ¿verdad? -continuó, totalmente ajena a la mirada de Falco.
– El milagro dejó de producirse ya hace años -intervino Toto con una sonrisa. Por su tono de voz, no era difícil suponer que tampoco él tenía un concepto demasiado elevado del ritual medieval.
– ¿Mi madre está enterrada allí? -preguntó Alba, dirigiendo la pregunta a Falco, que se había puesto pálido.
– No -respondió sin rodeos-. Está enterrada en la colina, mirando al mar. Es un lugar apartado donde descansa en paz. No tiene ninguna lápida.
– ¿No tiene lápida?
– No queríamos que nadie la molestara -dijo-. Esta tarde te llevaré.
Mientras Alba bajaba con Toto y su hija por el serpenteante camino que llevaba al pueblo, no podía dejar de darle vueltas al misterio que rodeaba la muerte de su madre. A punto estuvo de preguntarle a Toto sobre ello, pero no le pareció correcto hablar de esas cosas delante de Cosima. Decidió entonces preguntarle a la pequeña por sus animales, tanto por los de verdad como por los imaginarios. Cosima se apoyó en el hueco que había entre los dos asientos y canturreó con el entusiasmo de un pajarillo al amanecer.
En cuanto llegaron al pueblo, Toto llevó a Alba al banco y la ayudó a abrir una cuenta con el encargado, al que conocía desde el colegio. En el banco estuvieron más que encantados de poder hacerle un préstamo, después de haberse puesto en contacto con el gerente del banco de Alba en Londres. Cosima no cabía en sí de gozo cuando la acompañó a la tienda a comprarse ropa. Como no tenía madre, no estaba acostumbrada a ver a una mujer probándose vestidos y zapatos. Su bisabuela siempre iba vestida de negro riguroso. Inspirada por el entusiasmo de la pequeña, Alba se lo probó todo, pidiéndole que puntuara su opinión de cada prenda con un número del uno al diez. Cosima chillaba, encantada, riéndose de aquellas que le parecían espantosas y gritando sus «cero» a todo pulmón. Toto las dejó solas en la tienda mientras se tomaba un café en la trattoria. Todo el mundo conocía a Cosima y eran pocos los que todavía no se habían enterado de la dramática llegada de Alba el día anterior. Juntas, las dos primas caminaron de la mano por la acera, parándose delante de todas las tiendas, riéndose al ver su reflejo en los escaparates. Alba no era ajena al hecho de que Cosima podría haber sido su hija. Eran muy parecidas.
– Ahora quiero presentarte a los enanos -anunció alegremente Cosima.
– ¿A los enanos? -Alba no estaba del todo segura de haber comprendido bien.
– Si, i nanil -dijo Cosima, como si fuera lo más natural del mundo. Llevó a su prima al oscuro interior de una cavernosa tienda que parecía tener de todo, desde fregonas y comida a ropa y juguetes. La mujer que estaba detrás del mostrador sonrió afectuosamente a la niña. No parecía en absoluto una enana. Sólo cuando salió de detrás del mostrador Alba se dio cuenta de que había estado encima de una caja especialmente construida para ella, para que pareciera más alta. Sin su pedestal, apenas medía más de un metro de altura.
– Soy María. Y tú eres la hija de Valentina -dijo la mujer con evidente entusiasmo-. Dicen que eres igual a ella.
Antes de que Alba pudiera responder, el resto de la familia de María apareció como un puñado de ratones por unas cuantas puertas ocultas entre los objetos de la tienda. Debían ser unos seis, todos de un metro de estatura, con los rostros rojos y brillantes y alegres sonrisas. A Alba se le ocurrió que quedarían fantásticos en un jardín, con sus cañas de pescar y sus gorros, pero enseguida controló su maliciosa ocurrencia, recordándose que estaba intentando ser buena persona.
– ¿Venden ustedes ropa de niño? -preguntó.
– ¡Oooh! ¡Ya lo creo! -exclamó Cosima, desapareciendo por uno de los pasillos con sus lustrosos rizos rebotando como muelles a su alrededor. Alba, seguida por el séquito de enanos al completo, fue tras ella. La niña iba sacando hermosos vestidos y sosteniéndolos en alto para enseñárselos a Alba. Sus ojos marrones ardían, esperanzados.
– Muy bien, Cosima, del uno al diez. ¿Cuáles te gustan? -Se cruzó de brazos y se puso seria. Al principio, la niña no supo qué hacer. Jamás le habían ofrecido más de un vestido. Febril de pura excitación, se quitó el que llevaba puesto y se quedó allí de pie con sus bragas blancas, con tres prendas en la mano, intentando decidir qué vestido probarse. Con la ayuda de María y de sus hijas, la pequeña desfiló con los vestidos como una princesita, paseándose de un extremo al otro del pasillo y girando una y otra vez para que revolotearan a su alrededor como bellas flores. Ninguno de ellos se llevó un cero. Abrumada por la presión de la decisión, Cosima se veía incapaz de decantarse por uno.
– No sé -gimoteó al borde del llanto al tiempo que se le expandía el pecho y se le aceleraba la respiración-. ¡No sé cuál escoger!
– En ese caso, tendremos que llevárnoslos todos -respondió Alba despreocupadamente. La niña la miró con unos ojos grandes como un par de lunas. Luego se echó a llorar. María la estrechó entre sus brazos, pero Cosima la apartó y sollozó contra Alba.
– ¿Qué pasa? -le preguntó la joven, acariciándole el pelo.
– Nadie me había comprado nunca tantos vestidos -dijo la niña, tragando saliva. Alba pensó en la madre de Cosima, que había abandonado a su hija por un bailarín de tango, y se le encogió el corazón.
– Ya verás cuando tu padre te vea con ellos. Podríamos organizar un pase de modelos esta tarde. Lo mantendremos en secreto y le daremos una sorpresa.
Cosima se secó los ojos con el dorso de la mano.
– Oh, sí. ¿Podemos?
– Creerá que te has convertido en una princesa.
– Ya lo creo.
– Ahora, ¿podrías hacerme un favor?
– Sí.
– Quiero que me dejes dibujarte. -Alba no había vuelto a dibujar desde niña. Ni siquiera estaba segura de poder hacerlo-. Compraremos papel y lápices y posarás para mí. ¿Lo harás? -La pequeña asintió entusiasmada-. Podrías llevarme a algún sitio bonito. Prepararemos un picnic y podrás contármelo todo sobre Constanza y Eugenia, y sobre tus demás amigas del colegio.
Cuando llegaron a la trattoria cargadas de bolsas, Toto las miró literalmente boquiabierto.
– Seguro que las tiendas han ganado más hoy que en todo un mes -dijo. Cosima sonrió y sacó pecho. Su padre entrecerró los ojos-. ¿A qué viene esa cara? -le preguntó, sentándola sobre su rodilla.
– Es una sorpresa -respondió la niña con una risilla. Toto miró primero a Alba y luego clavo los ojos en las bolsas.
– Ah, ya entiendo.
– He perdido todo mi vestuario. Una chica tiene que tener ropa -explicó Alba.
– Es verdad -concedió Cosima, y su carita de querubín resplandeció de pura felicidad.
Antes de volver a casa para el almuerzo, Toto y Cosima llevaron a Alba a la capilla de San Pasquale. La iglesia estaba situada en pleno centro del pueblo, en lo alto de una estrecha calle que desembocaba en un pequeño patio. Pintada de blanco y azul, su simetría y envergadura le proporcionaban un encanto sin igual. La cúpula de mosaico se elevaba en la fresca brisa marina, erigiéndose como un sereno mirador para palomas y gaviotas. Alba entró por la pesada puerta de madera al mismo lugar donde su madre se había casado con su padre hacía ya casi tres décadas, con su vestido de encaje blanco y el enjambre de margaritas blancas en el pelo. Se detuvo durante un instante y saboreó la panorámica que le ofrecía el pasillo de la capilla, imaginándoselo adornado con flores e imaginando también los relucientes santos y frescos que decoraban las paredes y los brillantes candelabros de oro que atrapaban la luz en un mar de destellos. El altar, con un mantel blanco almidonado pulcramente dispuesto con portavelas de oro y los atributos del ceremonial religioso, se levantaba al pie de un elaborado relieve en el que estaban representadas escenas de la crucifixión. En contraste con la simplicidad del pueblo, la opulencia de la capilla llamaba poderosamente la atención. Sin embargo, lo que de verdad atrapó la atención de Alba fue la estatua de mármol blanco del Cristo que supuestamente había llorado lágrimas de sangre en otro tiempo. Se acercó a ella con paso decidido mientras sus alpargatas acariciaban con suavidad las losas del suelo.
Era más pequeño de lo que había imaginado, sin restos de lágrimas ni de sangre. Estiró el cuello para mirar detrás de la estatua, buscando alguna explicación al supuesto milagro, alguna prueba que delatara el engaño.
– No encontrarás nada -dijo Toto, apareciendo a su lado mientras Cosima se sentaba en la parte de atrás, protegiendo las bolsas de las compras con su vida.
– ¿De verdad ocurrió? -preguntó Alba.
– Oh. No dudo que algo ocurriera. Lo que dudo es que fuera por inspiración divina.
– Pero ¿hace años que no ha vuelto a pasar?
– Desde que murió Valentina. -El tono de Toto era de absoluto pragmatismo.
– Immacolata está convencida de que el milagro dejó de suceder por culpa suya. -Alba pasó los dedos por el frío rostro sin vida de piedra del Cristo.
– Immacolata es una mujer profundamente religiosa. Perdió a su marido, a un hijo y luego a una hija. No es sorprendente que intente explicar todo lo que pasó en esos términos. A su entender, Valentina es una santa, pero era un ser humano. Un ser humano imperfecto como el resto de nosotros.
– No tenía ni idea de la huella que ha dejado en Incantellaria.
– Era una mujer hermosa y misteriosa y murió joven, y éste es un pueblo pequeño y supersticioso. La de tu madre fue una historia romántica y trágica. No hay nada como la combinación del romance y la tragedia para conmover a la gente. No hay más que ver a Romeo y Julieta. Luego tu padre se llevó con él a la hija de Valentina. Es material típico de una novela. -Alba se imaginó a Viv explotando todo ese material e inmortalizándolo en palabras.
– Y veintiséis años más tarde, ella regresa -añadió.
Toto asintió.
– Y todo el asunto vuelve a tomar vida.
– Tu padre está muy triste, ¿verdad?
– Nunca superó la muerte de Valentina. Immacolata tampoco. Pero la pena de Immacolata es el pesar natural de una madre ante la muerte de su hija. Lo de mi padre es como un tormento.
– ¿Por qué? -preguntó Alba, recordando presa de una extraña sensación de déjá vu la inconsolable expresión del rostro de su padre la noche en que le había dado el retrato.
Toto se encogió de hombros.
– No lo sé.
La excitación era más que evidente mientras Alba ayudaba a Cosima a ponerse el primero de sus tres vestidos nuevos. Immacolata estaba sentaba en la cabecera de la mesa con el resto de la familia, especulando sobre la naturaleza de la sorpresa.
– Se van a quedar de piedra -dijo Alba, haciéndole un perfecto lazo a la espalda-. Pareces un ángel. -A punto estuvo de mencionar a la madre de la pequeña. Desde su llegada, nadie había pronunciado su nombre. Aunque Cosima se comportaba como si no existiera, Alba sabía muy bien cuál era la verdad porque se reconocía en el silencio de la niña. En el interior de la pequeña bullía una serie de preguntas que algún día se desbordarían y provocarían el dolor de todos a menos que encontraran respuesta de inmediato, con honradez y sensibilidad-. Ahora sal ahí fuera y enséñales lo guapa que estás.
Cosima salió a la luz del sol, bailando con la ligereza de una ninfa. Su entrada fue bienvenida con un exuberante aplauso y gritos de «Hay más…» por parte de la pequeña, que no tardó en volver a entrar a la casa para cambiarse.
Alba compartía la felicidad de Cosima. Veía la expresión de la familia de la niña, ninguna tan indulgente y encantada como la de su padre. Suspiró hondo y recuperó el recuerdo del suyo. No era una mujer dada a darle vueltas a los recuerdos. El presente le resultaba más agradable. Aun así, recordó, no sin cierta sorpresa, el día que su padre la había llevado a los bosques que había detrás de la casa de Beechfield a cazar conejos. Habían subido la colina de la mano, él con la escopeta colgada al hombro y su caminar de grandes y decididas zancadas. Luego se habían estirado boca abajo, con la hierba húmeda haciéndoles cosquillas en la barbilla. El olor de los campos de maíz recién cosechado le alcanzó desde el nebuloso pasado y sintió un pequeño arrebato de nostalgia. Su padre había matado a un conejo, lo había despellejado y destripado y habían hecho una fogata para cocinarlo mientras el sol inundaba el paisaje, tiñéndolo de rosa. Solos los dos. Hasta ese día, Alba no había vuelto a acordarse de la excursión.
Cosima la despertó bruscamente de su rememoración cuando volvió a entrar para cambiarse por tercera vez. Alba ayudó a la pequeña a ponerse el último vestido. Se vio entonces recogiendo la ropa que la niña había dejado en un montón en el suelo y doblándola para dejarla cuidadosamente sobre el respaldo de la silla. De pronto fue consciente de su gesto de desacostumbrada pulcritud y de su entusiasmo casi maternal, y le sorprendió encontrarlo de lo más normal. Al término del desfile, salió de las sombras y se unió al aplauso. Toto le dio las gracias y ella supo leer entre líneas: desde su llegada al pueblo, él sentía más aún la ausencia de su esposa.
Después del almuerzo, Immacolata desapareció en el interior de la casa para echar una siesta. Falco se ofreció a llevar a Alba a la tumba de Valentina. Deseosa de acompañarles, Cosima saltó de la silla y miró a Alba consternada. Pero ésta quería hablar a solas con Falco. Le sugirió a la pequeña que podían salir las dos solas a hacer un picnic más tarde. Con ello logró aplacar a la niña, que, en cuanto les vio alejarse por el olivar, se volvió de espaldas y se puso a jugar con el burro.
– Es una niña adorable -dijo Alba, deseosa de distraer a Falco, al que imaginó pensando en su hermana muerta.
Su tío asintió.
– Es un encanto. Mi hijo es un buen padre. No le ha sido fácil.
– Está hecho todo un padrazo. Le da a Cosima todo lo que necesita.
– No puede dárselo todo -replicó hoscamente Falco-. Debería casarse otra vez y darle una madre a la pequeña.
– Nadie puede sustituir a la madre de Cosima -respondió Alba un poco demasiado apresuradamente, pensando en sí misma.
– No, naturalmente que no. -Falco la estudió con atención durante un instante-. Aunque no hay más que ver cómo ha florecido desde tu llegada.
– Pero si sólo le he comprado unos vestidos -dijo Alba, encogiéndose de hombros.
– No es sólo eso. Eres joven. Necesita una mujer a la que admirar. Alguien que le sirva de ejemplo.
– Ya tiene a su abuela Beata -sugirió Alba, aunque sabía que la presencia de la silenciosa mujer en la casa no era suficiente.
– No hace falta que te diga que puedes invitar a tu amigo Gabriele siempre que quieras -dijo Falco, y Alba sonrió. Sabía que todos esperaban que se quedara.
– Gracias. Puede que lo haga -respondió al recordar el atractivo rostro de Gabriele.
Bajaron la colina por un camino fangoso que cruzaba el bosque. El canto de los grillos resonaba en el aire silencioso de la tarde, impregnado de un agradable olor a pino y a romero. Alba se sentía incómoda con Falco. Y no porque fuera un hombre desagradable, a pesar de que sus modales podían resultar abruptos, sino porque había en él algo oscuro y deprimente, como si andará envuelto en sombras. Mientras caminaba a su lado, también Alba sentía sobre ella el peso de las sombras. Era como si la fatalidad le impregnara el ánimo. Le costaba conversar con él. Al principio, Falco se había mostrado encantado con ella, más allá de lo que era capaz de expresar con palabras. Su alegría había rebosado en lágrimas para transformarse después en una risa ronca y estridente. Era capaz de pasar del llanto a un aullido de risa en cuestión de segundos, mostrándose totalmente impredecible. En ese momento, parecía como si ver a Alba le recordara demasiado a Valentina. Pero Alba no era Valentina. Su presencia no podía devolver a su madre a la vida. Y no era como ella. Quizás eso hubiera sido una decepción. Quizá Falco había esperado encontrar no sólo un parecido físico, sino también una semejanza de caracteres. A juzgar por las historias que Immacolata le había contado, Alba era apenas el pálido reflejo de su madre. Dio gracias porque no sabían nada de ella.
Falco tenía la misma edad que su padre. Debía rondar los sesenta años y, como Thomas, parecía mucho mayor. Los dos caminaban igualmente encorvados, bajo el yugo de una fuerza invisible que les doblegaba los hombros sin cuartel. Aunque ambos sonreían, un incomprensible desasosiego turbaba los ojos de los dos hombres.
El camino desembocó en un limonar. Arriba, a la izquierda, donde la colina se alzaba en una cuesta pronunciada, la torre de observación semiderruida que Alba había visto desde el mar se levantaba desafiante contra los elementos.
– A Valentina le encantaba este lugar -dijo Falco, metiéndose las manos en los bolsillos-. Adoraba el olor de los limones y, por supuesto, la vista del mar es magnífica. -La llevó hasta el extremo más alejado del limonar, junto al acantilado, donde un nudoso y retorcido olivo se elevaba a la luz del sol-. La enterramos aquí. -Bajo el árbol había una sencilla cruz de madera con el nombre de Valentina-. Vio llegar el barco de tu padre mucho antes que nadie y corrió a recibirle al puerto. Si coges el atajo que corre por debajo de la roca, se llega hasta allí de forma sorprendentemente rápida. Cuando Valentina quería algo, no había nada que se le resistiera.
– Estoy segura de que aquí es feliz. Es un lugar muy tranquilo.
– La torre de observación también era uno de sus rincones favoritos. Se pasaba allí las horas, esperando a que regresara tu padre cuando terminó la guerra.
– Es muy romántico. -Alba hubiera deseado sentir la presencia de su madre a la sombra del árbol, pero lo único que pudo percibir fue la densa nube que envolvía a Falco-. ¿Me enseñas la torre? -preguntó, volviéndose para subir la colina.
Falco la siguió sin pronunciar palabra.
– ¡Caramba! Menuda vista -exclamó eufórica al tiempo que se llenaba los pulmones del aire limpio que llegaba desde el mar.
Se detuvo a observar los rasgos angustiados de Falco.
– ¿Te recuerdo a ella? -le preguntó sin rodeos, ladeando la cabeza y frunciendo el ceño. Él la miró, sorprendido-. ¿La ves cada vez que me miras? ¿Por eso estás tan alterado?
Su tío negó con la cabeza y se encogió de hombros, alzando las palmas de las manos al cielo.
– Por supuesto que te pareces a ella. Eres su hija.
– Pero ¿te duele, Falco? ¿Mi presencia aquí vuelve a recordártelo todo? -La pregunta había pillado al hombre totalmente desprevenido.
– Supongo que sí -respondió con un hilo de voz. De pronto Alba sintió una oleada de compasión por aquel hombretón y quiso ofrecerle alguna palabra de consuelo.
– Ella está ya con Dios -dijo sin demasiada convicción.
– Lo sé, y nos ha dejado viviendo en el infierno.
La violencia de sus palabras sorprendió a Alba, que se estremeció y parpadeó, confundida. Había algo que Falco le ocultaba. Quizá se hubieran peleado el día en que habían matado a Valentina. Quizás ella murió antes de que Falco hubiera podido disculparse. ¿Acaso no era ése un problema muy frecuente entre los vivos?
Se volvió a mirar a su alrededor. Por encima de ellos, semiocultos entre la espesura del bosque, asomaban las distantes torres y torreones de un palacio.
– ¿Quién vive ahí? -preguntó, cambiando de tema.
– Nadie. Está en ruinas.
– Debió de ser un edificio impresionante.
– Sí, pero una disputa dividió a la familia y el palazzo terminó pudriéndose -dijo con voz monótona.
– ¿Así que nada de tesoros escondidos?
– No podrías entrar aunque quisieras -añadió Falco-. El bosque se ha adueñado del lugar.
– Qué triste.
Él meneó la cabeza.
– Vamos. Cosima debe estar esperándote.
– Gracias por haberme traído -le dijo Alba con una sonrisa-. Entiendo lo difícil que esto debe ser para ti. Cuando queremos a alguien y lo perdemos, el dolor no desaparece nunca del todo, ¿verdad? -Falco asintió bruscamente y empezó a bajar la colina.
Como su tío ya había anunciado, Cosima la esperaba en el olivar con una cesta de comida en la mano. Alba se alegró al ver la menuda figura, todavía un poco alejada, esperándola pacientemente. En cuanto la niña la vio, la saludó con la mano excitada y Alba le devolvió el saludo y apretó el paso, feliz de poder dejar al taciturno Falco solo entre su nubarrón de sombras.
Alba sugirió que volvieran a la torre de observación. El lugar no sólo era de una belleza extraordinaria, sino que además tenía ganas de volver a acercarse al olivo donde estaba enterrada su madre. Cosima la esperó mientras ella entraba a la casa para coger el papel y los lápices. Cuando regresó junto a la pequeña, le tomó la mano.
– ¿Qué llevas en la cesta? -preguntó, echando una mirada dentro.
– Manzanas, mozzarella, panini de tomate y galletas.
– ¡Qué delicia! ¡Menudo banquete!
– ¿No coméis estas cosas en Inglaterra? -preguntó Cosima inocentemente.
– Por supuesto que no. Italia es famosa por la comida, y también por la belleza de sus paisajes, la arquitectura y el idioma.
– ¿De verdad? -La niña arrugó la nariz-. ¿Del idioma?
– Ya lo creo. Deberías oír otros idiomas. Son espantosos, como acordes malsonantes. El italiano es como una música hermosa.
– No me gusta oír a Eugenia cuando toca su flauta. Me duelen los oídos.
– ¡Pues da gracias que habla italiano cuando no toca!
Se instalaron junto a la torre de observación y Cosima empezó a comerse una manzana. Alba abrió su cuaderno de dibujo y tomó un lápiz entre el índice y el pulgar. No sabía por dónde empezar: la cabeza, el pelo o los ojos. Siguió sentada donde estaba, observando a la niña durante un buen rato. En realidad, no era tanto los rasgos de Cosima lo que necesitaba capturar, sino la expresión contenida en ellos. La expresión de la pequeña era angelical y picara a la vez, al tiempo que ligeramente imperiosa, aunque con la boca llena de manzana tenía las mejillas hinchadas como las de una ardilla.
– ¿Dibujas bien? -preguntó Cosima con voz apagada, sin dejar de masticar alegremente.
– No lo sé. Es la primera vez que dibujo. Por lo menos como se supone que hay que hacerlo.
– Si te sale bien, ¿dejarás que me lo quede?
– Sólo si es bueno. Si es terrible se irá al fondo de mar.
– Como el corazón de esta manzana -dijo Cosima, lanzándolo lo más lejos que pudo. El corazón fue a caer sobre la roca.
– Buen intento.
– No me gusta estar cerca del borde. Me da miedo caerme.
– Sería una pena.
– ¿Por qué hablas italiano? -Cosima sacó un panino de la cesta.
– Porque mi madre era italiana.
– Tu madre era mi tía abuela. Me lo ha dicho papá.
– Así es.
– La mataron.
– Desgraciadamente, murió antes de que pudiera conocerla. Mi padre volvió a casarse.
– ¿Te gusta tu nueva madre?
– La verdad es que no. Nadie puede compararse con nuestra madre de verdad. Aunque siempre se ha portado bien conmigo, supongo que yo no quería compartir a mi padre con nadie.
– Yo tengo a mi padre para mí sola -dijo Cosima orgullosa, alisándose el vestido rosa que acababa de estrenar.
– Tienes mucha suerte. Tu padre es un buen hombre. Te quiere mucho.
Mientras hablaban, la mano de Alba empezó a dibujar, No se concentraba en lo que hacía, sino que simplemente dejaba vagar libremente el lápiz sobre el papel.
– Debes echar de menos a tu madre. -De repente, el rostro de Cosima se volvió serio.
– No creo que vaya a volver -dijo con un suspiro, y añadió alegremente-: Aunque eso da igual, ¿no?
– ¿Sabes?, cuando era niña nadie hablaba nunca de mi madre y eso me ponía muy triste porque no me permitían recordarla. El mundo de los adultos a menudo puede parecer muy confuso. Al menos lo era para mí. Yo deseaba que me dijeran que ella me quería y que su muerte no había tenido nada que ver conmigo. No quería sentir que me había abandonado. Tu madre tuvo un buen motivo para marcharse, pero no fue porque quisiera dejarte. Supongo que sabía que no podía llevarte con ella. Para ti era mejor quedarte aquí con tu familia. Seguro que te echa mucho de menos.
Cosima pensó en lo que Alba acababa de decirle con rostro solemne. Su expresión no servía para el retrato.
Alba dejó de dibujar.
– ¿Cómo es tu madre?
El rostro de la pequeña se despejó de nuevo y Alba volvió a apoyar el lápiz en el papel.
– Es muy guapa. Le gusta llevar el pelo recogido. Tiene una larga y lustrosa melena. A mí también me gusta llevar el pelo recogido. Creo que me parezco a ella. Al menos, eso es lo que dicen todos. Muchas veces, cuando me acostaba, me contaba historias para que no tuviera miedo. No me gustaba cuando le gritaba a papá. A papá tampoco le gustaba. Aunque a mí nunca me gritaba.
– Claro que no. Los adultos se gritan por los motivos más estúpidos que puedas imaginar, sobre todo los italianos -dijo Alba, dibujando la expresión de los ojos de la pequeña sobre el papel. Cosima tenía unos ojos enormes como los de Toto. Eran de un suave color miel.
– Cocina muy bien -prosiguió Cosima. De pronto se echó a reír-. Papá decía que preparaba el mejor risotto con champiñones de toda Italia. -Guardó silencio durante unos segundos y añadió alegremente-: Nunca me compró tres vestidos.
Alba levantó los ojos del dibujo.
– Se quedaría muy impresionada si viera éstos, ¿verdad?
– Me cepillaría el pelo y me lavaría la cara.
– No tiene sentido ponerse cosas bonitas si llevas el pelo y la cara sucios.
– ¿Tú tienes hijos?
Alba sonrió y negó con la cabeza.
– No estoy casada, Cosima.
– Pero podrías casarte con Gabriele. -Soltó una risilla maliciosa.
Su risa sorprendió a Alba.
– ¿Quién te ha hablado de Gabriele?
– Oí a papá y al abuelo mientras hablaban de él.
– Casi no conozco a Gabriele -respondió Alba-. Le conocí en Sorrento y me trajo hasta aquí en su barco.
– Dice papá que quizá le llamarás por teléfono y que le invitarás a venir.
– ¿Eso dice?
– ¿Es guapo?
– Mucho.
– ¿Le quieres?
Alba se rió entre dientes ante la inocencia de la pregunta.
– No, no le quiero. -Cosima pareció decepcionada-. Quiero a un hombre llamado Fitz -añadió-. Pero él a mí no.
– Yo me olvidaría de ese Fitz. Seguro que Gabriele te quiere.
– El amor es algo que hay que alimentar, Cosima. Gabriele casi no me conoce. -Ensombreció lentamente el cabello de la niña.
– Si quieres, podríamos invitarle a uno de nuestros picnics. Luego podrías casarte con él.
– Ojalá la vida fuera tan sencilla -dijo Alba con un suspiro, echando de menos a Fitz.
– ¿Sabes?, dentro de poco cumpliré siete años -gorjeó Cosima, que estaba empezando a cansarse de posar para el retrato.
– ¡Estás hecha toda una mujer!
– Me pondré uno de mis vestidos nuevos -dijo la niña, feliz-. Y llevaré el pelo como mamá.
Cuando Alba terminó, sostuvo el cuaderno delante de ella para poder estudiarlo con perspectiva. La verdad es que era bastante bueno, cosa que la sorprendió, sobre todo porque jamás había sido buena en nada… excepto en ir de compras. Cosima se quedó de pie detrás de ella y soltó un exagerado jadeo por encima de su hombro.
– ¡Es brillante! -exclamó.
– Eso te parece, ¿eh?
– No irás a tirarlo al mar, ¿verdad?
– No, me parece que no.
– ¿Me lo regalas?
Alba no estaba demasiado dispuesta a separarse de él.
– Está bien -concedió-. Si me das un panino.
Bajaron por la colina hasta el olivo.
– Aquí está enterrada mi madre -le dijo a Cosima. Resultaba extraño pensar que tenía a Valentina debajo de sus pies, lo más cerca que habían estado en veintiséis años.
– ¡No está aquí! -exclamó Cosima-. Está en el cielo.
– A mí también me gusta pensar que está en el cielo. -Sin embargo, en secreto pensaba que el espíritu de Valentina seguía flotando en la casa entre las velas, los altares y el monumento conmemorativo en que Immacolata había transformado su cuarto.
Mientras bajaba por la colina hacia el pueblo, después de haber dejado a Cosima en casa con sus animales y con el retrato para que se lo enseñara a la familia, Alba se encontró pensando de nuevo en Fitz. Llegó incluso a plantearse la posibilidad de telefonearle. El picnic con Cosima, por quien había empezado a sentir un gran cariño, le había alegrado el ánimo. La belleza del paisaje era sobrecogedora. La luz rosada y melancólica de la tarde lo bañaba todo y su corazón anhelaba amar. Habría dado cualquier cosa por tener a Fitz allí con ella para que la estrechara entre sus brazos y la besara de ese modo tan íntimo al que la había acostumbrado. No se sintió tan avergonzada por ello como hasta entonces. Quizá le llamara esa noche. A fin de cuentas, ¿qué era lo peor que podía pasar?
Cuando llegó a la trattoria se encontró con Lattarullo, que estaba sentado solo, tomando una taza de café cargado. Llevaba la camisa manchada de grasa y el pelo alborotado, despeinado en tiesos mechones grises. La invitó a que se sentara con él.
– Permita que la invite a una copa para darle la bienvenida a Incantellaria -dijo, llamando al camarero-. ¿Qué quiere tomar? -Aunque Alba deseaba estar sola y pasear por el pueblo que había visto crecer a su madre, no le quedó otra opción que aceptar la oferta del agente.
– Una taza de té -dijo, tomando asiento.
– Muy inglés -se río Lattarullo, satisfecho, sorbiendo y pasándose el dorso de la mano por la nariz.
– Bueno, al fin y al cabo soy inglesa -respondió Alba con frialdad.
– Pues no lo parece, excepto por los ojos. Son muy extraños. -Alba no supo si tomarse las palabras de Lattarullo como un cumplido. El policía, que disfrutaba sobremanera con el sonido de su voz, prosiguió sin prestarle mayor atención-. Los tiene usted muy claros. De un gris muy poco habitual. Casi azules. -Se inclinó hacia ella y su aliento a café la envolvió en una nube apestosa-. Casi habría jurado que eran violetas. Su madre tenía los ojos marrones. Se parece mucho a ella.
– ¿La conocía bien? -preguntó Alba, decidiendo que si tenía que soportar el aliento a café y las indeseadas observaciones de su compañero de mesa, al menos podía intentar obtener algo a cambio.
– La conocí cuando era apenas una niña -respondió orgulloso Lattarullo.
– ¿Y cómo era?
– Un pequeño rayo de sol. -«Menuda ayuda», pensó Alba. Immacolata y él tenían por costumbre hablar de Valentina empleando un cliché tras otro.
– ¿Y cómo fue la boda? -preguntó. Esa, al menos, era una pregunta que todavía no había hecho. Lattarullo la miró, ceñudo.
– ¿Boda? -repitió con la mirada vacía.
– Sí, la boda. -Durante un instante, creyó haber elegido el término incorrecto-. Ya sabe, cuando se casó con mi padre.
– No hubo ninguna boda -respondió él con un susurro.
A Alba se le paró el corazón.
– ¿Que no hubo boda? ¿Por qué no?
Lattarullo la miró durante un buen rato. Su rostro recordaba el de los peces disecados que colgaban de las paredes de los pubs ingleses.
– Porque estaba muerta.
Alba palideció. ¿Valentina nunca se había casado con su padre?
– ¿El accidente ocurrió antes de la boda? -preguntó despacio. No era de extrañar que su padre no quisiera que fuera a Italia.
– No hubo ningún accidente, Alba. Valentina murió asesinada.
BeechfieldPark, 1971
Tras el asesinato de Valentina, Thomas se juró que metería el recuerdo de esa época espantosa en un baúl, lo cerraría con llave y dejaría que se hundiera en el fondo del mar, como el casco de un barco que contuviera los cuerpos de sus muertos. Durante años se había resistido a la macabra tentación de encontrarlo, abrir la cerradura y rebuscar entre los oxidados restos. Margo le había rescatado de las oscuras sombras en las que estaba sumido y le había sacado, parpadeante y desconcertado, a un mundo de luz y de amor, aunque de un amor totalmente distinto. Thomas jamás logró olvidar el baúl cerrado, pero su recuerdo sólo le atormentaba en sueños. Además, tenía a Margo, que le pasaba una tranquilizadora mano por la frente, y el baúl había quedado deliberadamente olvidado en el cieno acumulado en el fondo del océano. Atesoraba la esperanza de que, tras su muerte, el baúl terminaría por hundirse definitivamente bajo el cieno y desaparecería para siempre.
Sin embargo, no había contado con la determinación de Alba por bucear en esas aguas. Durante años había puesto todo su empeño en mantenerla con decisión en tierra firme. Pero ella había encontrado el retrato, la llave del baúl, y sabía que en algún sitio había una cerradura en la que encajaba. Lo cierto era que estaba orgulloso de la inteligencia de su hija y que una parte de él admiraba su determinación. Era la primera vez en la vida que su hija se había mostrado resolutiva. Pero Thomas temía por ella. Alba no tenía la menor idea de lo que contenía el baúl ni tampoco sabía que, una vez abierto, ya no podría volver a cerrarse. Conocería la verdad y tendría que vivir con ella, e incluso reescribir su propio pasado.
A Thomas no le quedaba otra elección que rescatar el baúl del fondo del mar, apartar el cieno y el coral que se habían acumulado a su alrededor y abrirlo de nuevo. En cuanto lo pensó, sintió que un escalofrío le erizaba la piel. Encendió un cigarrillo y se sirvió una copa de brandy. Se preguntó si Alba habría encontrado a Immacolata. Si la anciana seguiría viva. Quizá Lattarullo estuviera también allí, quizá ya jubilado, hablando como antaño sin importarle si alguien le escuchaba. Pensó en Falco y en Beata. Toto ya debía de estar hecho todo un hombre, quizás incluso tuviera hijos propios. Posiblemente, tras la muerte de Valentina hubieran decidido que vivir en ese lugar tan peculiar sólo les causaría infelicidad. Quizás Alba jamás diera con ellos. Deseó, por el bien de ella, que regresara con la imaginación todavía fresca e inocente pues, aunque jamás le había mentido, tampoco había corregido su particular versión de la verdad. No le había dicho que nunca se había casado con su madre, ni que Valentina había muerto asesinada la noche antes de la boda. A fin de cuentas, lo había hecho por su bien. Había intentado proteger el mundo seguro que había construido para ella. Si Alba llegaba a descubrir la verdad, ¿la entendería? ¿Llegaría a perdonarle?
Le dio una chupada al cigarro y recostó la espalda contra el respaldo del sillón de cuero. Margo había salido a montar y le había dejado a solas con el baúl a sus pies y las llaves en la mano. Lo único que tenía que hacer era girar la llave en la cerradura y levantar la tapa. No necesitaba mirar el retrato porque podía ver el rostro de Valentina con tanta claridad como si la tuviera de pie delante de él. Una vez más, sintió que le envolvía el cálido olor a higos, transportándole a Incantellaria. Ya casi era de noche. Se casaría la mañana siguiente. Sentía el corazón pleno y desbordante de felicidad. Había olvidado la/esta di Santa Benedetta, el desastroso momento en el que Cristo se había negado a sangrar. Había hecho caso omiso de las extrañas palabras de Valentina. Metió entonces la llave en la cerradura, levantó la tapa y se acordó de ellas, ponderando su significado: «Necesitamos la bendición de Cristo. Y yo sé cómo conseguirla. Yo me encargo, ya lo verás».
Italia, 1945
Esa noche, la excitación tenía a Thomas inquieto. No podía dormir en la trattoria porque el aire era caliente y pegajoso a pesar de la brisa que llegaba desde el mar. Se puso unos pantalones y una camisa y salió a pasear por la playa con las manos en los bolsillos mientras contemplaba su futuro. El pueblo estaba en silencio. Tan sólo algún gato se deslizaba silencioso por las callejuelas, agazapado entre las sombras, buscando ratones. La semioscuridad diluía el azul de las barcas varadas en la arena. Había luna llena y el cielo se extendía en la negrura, vasto y salpicado de estrellas que se reflejaban en las suaves olas como gemas. Se acordó entonces de las aventuras vividas durante la guerra, tan lejanas ya en el tiempo, y sintió una punzada de culpa por haber excluido a su familia de la boda. En cualquier caso, se llevaría con él a casa a Valentina y a Alba y les sorprendería a todos. Estaba seguro de que las querrían tanto como él.
Pensó en Valentina con una sonrisa en los labios. Presumiría de ella por todo el pueblo. La llevaría a la iglesia los domingos, con la pequeña Alba en brazos, y todos admirarían su porte y su belleza. La verían deslizarse por el pasillo del templo con esa forma de andar tan única, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Invitaría a Jack a pasar el fin de semana y compartirían un puro y un vaso de whisky después de la cena en el estudio. Se reirían de la guerra. De las aventuras que habían vivido juntos. Y recordarían el día en que el Destino les había llevado a orillas de Incantellaria. Recordarían también la interpretación que Rigs había hecho de Rigoletto, las lujuriosas mujeres de la noche y a Valentina como la habían visto entonces, de pie a la entrada de la casa de Immacolata con su vestido blanco, semitransparente al sol. Jack le envidiaría y le admiraría. «Oh, Jack -pensó mientras se paseaba por la playa-, cómo me gustaría que estuvieras aquí para compartir esto contigo.»
Thomas había dejado los preparativos y los planes de boda en manos de Immacolata y de Valentina. Sabía que la pequeña capilla de San Pasquale estaría adornada con flores: calas blancas, las favoritas de su futura esposa. Sabía también que el vestido de la novia estaría exquisitamente confeccionado por la anciana e incomparable signora Ciprezzo, la de las uñas largas y amarillas como el queso rancio. Después de la ceremonia habría baile en la trattoria. Suponía que el pueblo entero estaría invitado. Lorenzo tocaría la concertina, los niños tomarían un poco de vino y resonarían las risas. A fin de cuentas, la guerra era cosa del pasado y al alcance de todos se abría la posibilidad de un futuro optimista. Immacolata, Beata y Valentina llevaban días cocinando. Marinando, horneando, glaseando, preparando guarniciones. Los preparativos parecían no tener fin. Tanto era así que Thomas apenas había tenido oportunidad de ver a su prometida. Ella le dejaba al cuidado de Alba mientras desaparecía en el pueblo con mil recados que hacer o para probarse el vestido, deslizándose feliz entre las rocas, saludándole con la mano mientras se alejaba y gritándole mil y una instrucciones para el cuidado de Alba, que era una niña quisquillosa y consentida.
Thomas anhelaba poder disfrutar de las noches a solas con su mujer y saborear el placer salado de su piel. Besar su boca sabiendo que podía tomarse su tiempo, que nada ni nadie les interrumpiría. Deseaba como nada en el mundo hacerle el amor. Estrecharla entre sus brazos, convertida ya en su esposa. Ansiaba convertirse en su marido ante la ley y que Dios fuera testigo de su unión.
«Si Freddie estuviera vivo, ¿qué pensaría de ella?» Conociendo a su hermano como le había conocido, sin duda desconfiaría de la belleza y de la sonrisa de Valentina. Freddie no había sido un hombre romántico, sino profundamente realista. Se habría casado con una mujer a la que hubiera conocido desde siempre, una mujer alegre y con los pies en el suelo que sin duda habría sido buena madre y esposa. No era un hombre que creyera en la clase de amor que Valentina y Thomas compartían. Ese amor feroz y apasionado se le antojaba peligroso. En cualquier caso, Thomas ya no se estremecía de dolor al pensar en su hermano. Por fin había logrado aceptar su muerte y, aunque bien era cierto que nadie podía sustituirle, el amor que sentía por Valentina había llenado su corazón, colmando con él la desolación que hasta entonces le había embargado. Aun así, estaba convencido de que Freddie habría terminado queriendo a Valentina. Y es que era impensable que no fuera así. Su hermano le habría dado unas palmadas en la espalda y habría admitido sinceramente que había sido bendecido más allá de las expectativas del común de los mortales.
Eran las tres de la madrugada. Thomas no quería estar cansado el día de su boda. En Italia, las celebraciones de las bodas se prolongaban durante días, de modo que iba a tener que echar mano de todas sus fuerzas para lo que se le avecinaba. Volvió sobre sus pasos por la playa hacia la fila de edificios que miraban al mar. Pronto amanecería y las contraventanas azules se abrirían de par en par para dar la bienvenida al sol de la mañana. Los vecinos regarían las macetas de geranios y quitarían las hojas muertas de las plantas, y los gatos volverían de sus rondas de cacería nocturna a dormir al sol. De camino a la trattoria, oyó la lejana aunque inconfundible música de la concertina. La voz grave y lastimera de Lorenzo se elevó en el aire bochornoso de la noche, entonando palabras de pesar y de pérdida. Sus versos de muerte se perdieron en el eco y Thomas no les prestó mayor atención.
«Esta noche es la última que duermo como hombre soltero -pensó feliz-. Mañana seré un hombre casado.» Apoyó la cabeza en la almohada y segundos más tarde cayó en un sueño sereno y satisfecho.
Horas después le despertaron unos golpes frenéticos en la puerta de la habitación.
– ¡Tommy, Tommy! -Era la voz de Lattarullo. Thomas se sentó en la cama, preso de un miedo glacial. Abrió la puerta y se encontró al carabiniere con el rostro gris de desolación-. Es Valentina -jadeó-. Está muerta.
Thomas clavó los ojos en Lattarullo durante un largo instante mientras intentaba encontrarle el sentido a lo que acababa de oír. Quizás estuviera viviendo una pesadilla. No debía de haber despertado del todo. Entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Qué?
Lattarullo repitió lo que acababa de decir y añadió:
– Tiene que venir conmigo.
– ¿Muerta? ¿Valentina muerta? ¿Cómo? -Sintió que el mundo se desintegraba a su alrededor al tiempo que su corazón empezaba a desentumecerse, despacio primero y después a una velocidad endemoniada. Se agarró al marco de la puerta para mantener el equilibrio-. ¡No puede ser!
– Está en un coche en la carretera de Nápoles. Tenemos que ir antes de que… de que… -Tosió.
– ¿Antes de qué?
– Antes de que llegue todo el mundo -dijo Lattarullo.
– ¿De qué está hablando?
– Venga conmigo. Lo entenderá en cuanto lo vea. -La voz de Lattarullo era una súplica.
Thomas se puso a toda prisa los pantalones y la camisa que llevaba la noche anterior, se calzó y siguió a Lattarullo a la calle. Falco esperaba en el coche, lívido y macilento. Un par de sombras oscuras le rodeaban los ojos, coronándole los pómulos. Tenía la mirada feroz y huidiza. Los dos hombres se miraron, pero ninguno dijo nada. Falco fue el primero en apartar los ojos, como si la mirada de Thomas estuviera demasiado preñada de recelo. Thomas subió al asiento trasero y Lattarullo encendió el motor. El coche tosió y resopló hasta que por fin aceleró lo bastante como para poder arrancar. El sol lucía pálido e inocente en el cielo, totalmente ajeno al brutal asesinato que acababa de desvelar la luz del día.
A pesar de que tenía docenas de preguntas en mente, Thomas sabía que tenía que esperar. Le palpitaba la cabeza como si la tuviera firmemente sujeta por una fría estructura de metal. Aunque deseaba abandonarse al llanto como ya lo hiciera al enterarse de la muerte de su hermano, no pudo ceder al dolor en compañía de Lattarullo y de Falco. Se limitó simplemente a apretar los dientes y a intentar respirar con calma. ¿Qué hacía Valentina en la carretera de Nápoles en mitad de la noche? ¿Y la noche antes de la boda? Se acordó entonces de sus palabras: «Así es. Pero necesitamos la bendición de Cristo. Y yo sé cómo conseguirla. Yo me encargo, ya lo verás». ¿Qué había querido decir? Sintió que el arrepentimiento le encogía el estómago. Debería habérselo preguntado. Debería haber prestado más atención.
Por fin, no pudo seguir soportando el suspense.
– ¿Cómo ha ocurrido?
Falco soltó un gemido y se frotó la frente.
– No lo sé.
Thomas estaba irritado.
– Por el amor de Dios, estamos hablando de mi prometida -gritó-. ¡Algo tienes que saber! ¿Se salió el coche de la carretera? No hay ningún tipo de protección que ayude a impedir un accidente…
– No ha sido un accidente -dijo Falco con un hilo de voz-. Ha sido un asesinato.
Cuando llegaron al lugar de los hechos, lo primero que Thomas vio fue el coche. Era un Alfa Romeo descapotable de color burdeos con una exquisita tapicería interior de piel y nogal. Estaba cuidadosamente aparcado en un recodo de la carretera desde el que se dominaba el mar. Cuando vio a la mujer desplomada en el asiento del acompañante, sintió que durante apenas una décima de segundo la alegría le inflamaba el corazón. No era Valentina. Naturalmente que no. Ante sus ojos tenía a una mujer con el pelo recogido, las muñecas, los dedos y las orejas cargados de relucientes diamantes, la cara pintada como la de una furcia con perfilador negro y lápiz de labios de color carmín. La habían degollado y la sangre le había manchado la parte delantera del vestido de noche de lentejuelas y la estola de piel blanca que le envolvía los hombros como una alimaña decapitada. Las mejillas de la mujer eran tan blancas como la estola. A su lado había un hombre que Thomas no reconoció: elegante, con el pelo cano y un bigote fino y gris. De la boca le brotaba un reguero de sangre que se le había secado ya en el pañuelo de seda de color marfil que llevaba al cuello. Thomas miró a Falco y frunció el ceño.
– Esta mujer no es Valentina -empezó. De pronto, sintió que el corazón se le salía del pecho. Falco se limitó a devolverle la mirada.
Thomas volvió a mirar hacia el interior del coche. Estaba equivocado. Era en efecto Valentina, aunque no la Valentina que él conocía.
«Mi piedra favorita, el diamante. Me gustaría llevar un collar de los diamantes más puros para brillar tan sólo una noche, saber lo que se siente al ser una dama.»
Fue entonces cuando abrió la puerta del coche y cayó sobre el cuerpo de Valentina, sollozando de desesperación y de incredulidad, penando por la mujer a la que había amado y también por él, víctima de tan cruel traición. Se aferró a ella y la encontró todavía caliente y blanda, profusamente envuelta en un perfume que no alcanzó a reconocer. ¿Cómo podía Valentina ir vestida de aquel modo? ¿Qué estaba haciendo en ese coche con aquel desconocido? ¿Y la noche antes de su boda? Nada tenía sentido. La zarandeó, como si pudiera todavía despertarla. ¿Acaso no bastaba su amor?
Sintió que unas manos ásperas le separaban de ella, llevándoselo de allí a rastras. De pronto, el coche estaba rodeado de un puñado de hombres con uniforme y gorras azules. Los coches de policía se habían detenido junto al vehículo de Valentina y sus sirenas acuchillaban el aire. La prensa también había llegado desde Nápoles y había cámaras, flashes y gritos. En mitad de todo ese caos empezó a llover y los detectives se apresuraron a proteger la escena del crimen antes de que el diluvio destruyera las pruebas de lo ocurrido.
Thomas vio que lo apartaban a un lado como al extra de una película. Siguió observando la escena, preso de la confusión, mientras la policía rodeaba al hombre muerto. Nadie parecía haber reparado en Valentina. Entonces vio a un par de hombres que gesticulaban vulgarmente señalándola antes de estallar en roncas risotadas. Se dio cuenta de que, mientras él se debatía en un infierno de fuego y de dolor, todos a su alrededor parecían estar en plena celebración. Vio sonrisas, palmadas en la espalda, bromas. Un detective gordo con un abrigo largo se frotó las manos antes de encender un cigarrillo tras su sombrero, como diciendo: «Perfecto. Trabajo concluido. Caso cerrado».
Thomas se acercó a él tambaleándose.
– ¡Haga algo! -gritó, con un arrebato de furia inflamándole los ojos.
– ¿Y usted quién es? -respondió el detective, estudiándole con los ojos entrecerrados.
– ¡Valentina es mi prometida! -tartamudeó.
– Era su prometida. Esa mujer ya no está en situación de casarse con nadie. -La boca de Thomas se abrió y se cerró como la de un hombre que se ahogaba, pero de ella no salió ni un solo sonido-. Es usted extranjero, ¿verdad, signore? -prosiguió el hombre-. La mujer no tiene para nosotros la menor importancia.
– ¿Por qué no? ¡Ha sido asesinada, por el amor de Dios!
El detective se encogió de hombros.
– Simplemente se encontraba en el lugar erróneo en el momento equivocado -dijo-. Una bonita chica. Che peccato!
Bajo la lluvia que le empapaba el pelo y se le metía en los ojos, Thomas se acercó tropezándose a Falco y le agarró por el cuello de la camisa.
– ¡Tú sabes quién ha hecho esto! -siseó.
Los grandes hombros de Falco comenzaron a temblar. La férrea columna vertebral que sostenía su espalda empezó a fundirse y él se encorvó hacia delante, preparándose para lo que estaba por venir. Thomas vio perplejo cómo un hombre de la corpulencia de Falco rompía a llorar y le embargó una sorprendente sensación de alivio cuando también él se echó a llorar como un niño. Se abrazaron bajo la lluvia.
– ¡Intenté convencerla para que no fuera! -aulló Falco-. Pero no me escuchó.
Thomas no podía hablar. La desolación le había dejado sin voz. La mujer con la que iba a casarse había amado desde siempre a otro y por ello había pagado con su vida. Thomas se deshizo del abrazo de Falco y vomitó en el suelo. Alguien había cortado el cuello suave y delicado de Valentina con un cuchillo. La brutalidad del asesinato, a sangre fría, le dejó enloquecido de angustia. Quienquiera que le hubiera robado el futuro a Valentina le había robado también el suyo.
Intentó imaginar el delicado rostro de Valentina, pero tan sólo fue capaz de visualizar la máscara que había visto desplomada en el asiento delantero del Alfa Romeo. La máscara de la desconocida que había vivido una vida paralela que él ignoraba por completo. Inclinado sobre el suelo mojado, empezó a ver las cosas con claridad:
«La guerra reduce a los hombres a animales y transforma a las mujeres en criaturas vergonzosas… No quiero que Alba cometa los mismos errores que he cometido yo en mi vida… Tú no me conoces, Tommy.»
Sintió una mano en la espalda, y cuando se volvió, vio a Lattarullo de pie a su lado bajo la lluvia.
– Nunca llegué a conocerla, ¿verdad? -dijo mirando desolado al carabiniere.
Lattarullo se encogió de hombros.
– No es usted el único, signor Arbuckle. Ninguno de nosotros la conocía.
– ¿Por qué se comportan como si ella no importara? -La policía seguía arremolinándose alrededor del hombre muerto como un enjambre de avispas alrededor de un bote de miel.
– No le reconoce, ¿verdad?
– ¿Quién es? -Thomas clavó la mirada en el hombre, parpadeando en un gesto de clara inocencia-. ¿Quién demonios es?
– Es, amigo mío, el mismísimo demonio. Lupo Bianco.
Más tarde, cuando Thomas regresó a la trattoria como un sonámbulo, reunió los retratos de Valentina que había dibujado. El primero era una ilustración de su virtud y de su misterio, dibujado la mañana siguiente a la festa di Santa Benedetta que habían pasado en los acantilados, junto a la torre de observación; en él aparecía más hermosa que el alba aunque, como recordó de pronto, igualmente transitoria. El segundo era una ilustración de la maternidad. Había capturado a la perfección la ternura de la expresión de Valentina mientras contemplaba a su pequeña mamando de su pecho. El amor que sentía por su hija era sincero, completo y puro. Quizás hasta había llegado a sorprender a la propia Valentina con su intensidad. Thomas buscó el tercer dibujo hasta que se acordó de que Valentina se lo había llevado a su casa.
La casa de Immacolata estaba tan silenciosa y tranquila como una tumba. Encontró a la anciana viuda sentada en las sombras, erigiendo un altar en honor a su hija para que acompañara a los dos que ya había levantado a su marido y a su hijo. Tenía los ojos fijos en la tarea con apagada resignación. Cuando Thomas se acercó a ella, Immacolata habló con voz queda:
– Me consideran viuda porque perdí a mi marido, pero ¿qué soy ahora que he perdido a dos de mis hijos? No hay palabra para eso porque es demasiado terrible para poder expresarlo. -Se santiguó-. Están juntos con Dios. -Thomas a punto estuvo de preguntarle si conocía la doble vida de Valentina, pero la anciana le pareció tan frágil allí sentada, en su propio infierno particular, que no se atrevió.
– Me gustaría ver la habitación de Valentina -fueron sus palabras.
Immacolata asintió con gesto grave.
– Está en el primer piso. Al fondo del descansillo a la izquierda. -Thomas la dejó con sus velas y con sus cánticos y subió por la escalera a la habitación que Valentina había ocupado justo hasta la noche antes.
Cuando entró en el pequeño dormitorio, encontró las contraventanas cerradas, las cortinas echadas y el blanco vestido de novia sobre la cama, preparado para la noche. Sobre el tocador vio los cepillos y los frascos utilizados apenas unas horas antes. Se le hizo un nudo en la garganta y le costó respirar en cuanto la habitación se llenó del olor a higos. Se dejó caer sobre la cama y se llevó el camisón de Valentina a la cara, aspirando su fragancia.
Encontrar el retrato desaparecido se convirtió para él en una obsesión. Abrió cada cajón, buscó entre la ropa del armario, debajo de la cama, entre las sábanas y debajo de la alfombra… por todas partes. No dejó un solo objeto de la habitación sin inspeccionar. El retrato no estaba allí.
Italia, 1971
Alba se disculpó y dejó a Lattarullo sin apenas haber probado el té. El carabiniere retirado la vio marcharse, perplejo al saber que la joven no estaba al corriente de las terribles circunstancias que habían rodeado la muerte de su madre. La violencia del suceso todavía le afectaba. A menudo pensaba en ello. A pesar del mundo secreto en el que habitaba, Valentina había sido la personificación de la belleza y de la elegancia. No había pasado mucho tiempo antes de que un periodista metomentodo fisgoneara en lo ocurrido y publicara la historia de Valentina en Il Mezzogiorno. Lorenzo añadió unos versos más a la balada que había compuesto sobre la premonición, el asesinato y el submundo de una mujer preciosa como un campo de violetas silvestres. La había cantado al caer la noche y su voz plañidera había resonado por las calles del pueblo hasta que todos se la aprendieron de memoria y Valentina terminó por trascender la memoria popular para convertirse en leyenda. Sus delicadas huellas quedaron impresas en el pueblo. Pocas eran las cosas que habían cambiado desde su muerte. Todo se la recordaba y a veces, en el halo plateado de la luna llena, le parecía verla desaparecer sigilosamente por una esquina al tiempo que su vestido blanco atrapaba la luz y su imaginación. Valentina había sido como un arco iris que parece sólido desde la distancia, pero que se desvanece en cuanto nos acercamos a él. Una sílfide imposible, un exquisito arco iris… El asesinato de Valentina tan sólo había servido para hacer de ella una mujer aún más misteriosa.
Alba subió corriendo por las rocas que llevaban a casa de Immacolata con el corazón en un puño. Su padre le había mentido, su madrastra había estado en connivencia con él y hasta Falco e Immacolata le habían ocultado la verdad. ¿La tomaban acaso por una estúpida? Estaba en todo su derecho de saber lo que había sido de su madre. De pronto, pensó en Fitz y en Viv. Ni en sus más desbocadas fantasías habrían podido prever algo semejante.
Los pies de Alba resbalaron sobre las rocas y se hizo un rasguñó en la rodilla, del que no tardó en manar la sangre. Maldijo a voz en grito, pero hizo caso omiso de la herida y siguió caminando colina arriba, decidida a sacarle a Falco toda la verdad. Cuando llegó a la casa, encontró a Beata leyendo a Cosima a la sombra de los árboles. La pequeña estaba acurrucada contra su abuela, chupándose el dedo.
– ¿Dónde está Falco? -preguntó Alba. Beata levantó los ojos del libro que tenía en las manos. En cuanto vio el rostro rosado y los ojos velados de Alba se le oscureció el semblante y se tensó como un animal que acabara de presentir el peligro. Cosima contemplaba a su prima con expresión seria.
– Está en el limonar -respondió Beata. Vio entonces cómo Alba bajaba corriendo por el sendero y desaparecía entre los árboles.
– ¿Está enfadada Alba? -preguntó Cosima.
Beata le dio un beso en la sien.
– Creo que sí, carina. Pero no te preocupes, volverá a sonreír. Te lo prometo.
Alba cruzó corriendo el limonar hasta que por fin dio con Falco. Cuando él la vio, dejó la carretilla y se cruzó de brazos. Llevaba temiendo ese momento desde la llegada de su sobrina.
– ¿Por qué no me habías dicho que a mi madre la asesinaron? -gritó Alba, llevándose las manos a la cintura-. ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O es que no pensabas contármelo nunca, como mi padre?
– Tu padre sólo quiere protegerte, Alba -respondió él con brusquedad, echando a andar por el huerto hacia los acantilados. Ella le siguió.
– Dime, ¿quién la mató?
– Es una larga historia.
– Muy bien. Tengo todo el tiempo del mundo.
– Sentémonos en algún sitio tranquilo.
– Quiero saber la verdad, Falco. Estoy en mi derecho.
El se metió las manos en los bolsillos.
– Cierto. Estás en todo tu derecho. Pero no va a ser agradable. Ya lo verás. No se trata sólo de que tu madre no viviera para poder casarse con tu padre. Ni de que la vida le fuera brutalmente arrebatada. Eso no es más que la punta del iceberg. Ven, sentémonos aquí. -Se sentó bajo el árbol donde estaba enterrado el cuerpo de Valentina. Alba se sentó a su lado, cruzó las piernas y levantó hacia él una mirada expectante.
– Dime, ¿por qué la mataron? -preguntó. Empleó un tono frívolo al hablar, como si estuviera hablando del personaje de una novela y no de una persona de carne y hueso, y menos aún de su madre. Las cicatrices que jamás se habían cerrado del todo en el corazón de Falco se abrieron de nuevo y volvieron a escocer.
– Murió degollada. -Trazó una línea con la que cruzó su cuello y vio cómo las mejillas de Alba se teñían de gris-. Había estado en Nápoles con su amante. Lupo Bianco, el infame capo de la mafia.
– ¿Lupo Bianco? ¿Quién era? -le interrumpió Alba-. No puedo creer que tuviera un amante la noche antes de casarse con mi padre.
– Hacía tiempo que era la amante de Lupo Bianco.
– ¿Y quién era él?
– Probablemente el hombre más poderoso del sur de Italia. Le conocí personalmente cuando éramos niños. Solíamos pescar juntos. Ya en aquel entonces le encantaba ver sufrir. Primero a los peces, luego a las personas. Le importaba poco la vida. La policía le buscaba, acusado de crímenes espantosos. Resbaladizo como una anguila, nadie pudo nunca demostrar nada contra él. Sacó un gran beneficio de la guerra. Ganó millones de liras gracias a la extorsión, la estafa y hasta el asesinato. Lo tenía todo escondido en cuentas bancadas secretas que jamás se han encontrado. Quienquiera que le mató le hizo un gran favor a la policía, aunque provocó una terrible disputa entre Antonio II Morocco, el sucesor de Lupo, y la camorra de Nápoles. Una disputa sobre los precios del atún que todavía hoy se mantiene.
– ¿Mi padre lo sabía?
– Se enteró la mañana de la muerte de tu madre.
– ¡Pobre papá! -suspiró-. No lo sabía.
– La encontraron muerta en el coche de Lupo Bianco, cubierta de pieles y de diamantes. Para él fue una conmoción terrible. Aunque a mí no me sorprendió. Yo comprendía mejor que nadie a Valentina. No era mala persona. Era débil, eso es todo. Era hermosa y le gustaban las cosas bonitas. Adoraba la atención, la intriga y la aventura. Quería marcharse de Incantellaria. Era demasiado inteligente para un pueblo tan pequeño como éste, como un pájaro que jamás pudo extender del todo las alas. Aquí se veía mermada. Podría haber brillado en Roma, Milán o París, o hasta en América. Era demasiado excepcional para que estas gentes sencillas la comprendieran. Pero sobre todo adoraba el amor. Se sentía sola. Era como un tarro de miel vacío, siempre dependiendo de que los demás la llenaran. Pero también era una superviviente, y lista como un zorro. No olvides que eran tiempos de guerra. -Meneó la cabeza y su cabello rizado y espeso le cayó sobre los ojos-. Quizá debería haber puesto más empeño en detenerla, pero también yo libraba mis propias batallas.
– ¿Y no quiso nada a mi padre? -preguntó Alba con un hilo de voz.
Falco le tocó el hombro con ternura.
– Creo que se dio cuenta de que le amaba cuando él se marchó. Fue entonces cuando descubrió que estaba embarazada y tú, Alba, fuiste su mayor alegría. -Ella bajó la mirada y la fijó en la hierba que tenía delante-. Se aseguró de comer bien, todo lo bien que podíamos comer durante la guerra. Gracias a sus contactos con Lupo Bianco y con otros, obtenía comida en el mercado negro y un norteamericano le daba los medicamentos que necesitaba.
– ¿Mantuvo su romance con él mientras estaba embarazada de mí?
Falco no dijo nada. Se mordió la piel alrededor del pulgar, pensativo.
– Naciste en casa con la ayuda de la mamma y de una comadrona. A partir de ese instante, Valentina se reservó para tu padre. Ella tenía sus planes. Se iría a vivir a Inglaterra y tendría una familia. Iba a ser una mujer respetable… una dama. Tu padre le había hablado de la magnífica casa en la que iba a vivir. Estaba entusiasmada. Cuando naciste, tan sólo le importabais tu padre y tú. Cuando él volvió, sólo tenían ojos el uno para el otro y para ti. Se sentaban bajo los árboles del jardín y te contemplaban mientras dormías. Eras su única obsesión. Él la dibujaba y hablaban. Pero Valentina nunca le contó sus secretos. No quería estropearlo. Intenté convencerla para que le dijera la verdad. Estaba seguro de que, si él de verdad la amaba, lo único que querría sería llevársela de aquí donde ella pudiera estar a salvo y cuidar de ella.
– ¿Y por qué la asesinaron?
Falco guardó silencio durante un instante y perdió la mirada en el mar. Su rostro se endureció y de pronto se le ensombrecieron los ojos, visiblemente atormentados.
– Durante los últimos días discutí mucho con ella. Le dije que tenía que decirle la verdad a tu padre. Pero ella no me escuchó. Era tozuda como una muía cuando quería. Había en ella una parte decidida y fuerte. Parecía incapaz de matar una mosca, pero bajo esa apariencia angelical se ocultaba a veces una mujer dura y egoísta. Y además tenía esa ridícula obsesión por aclarar las cosas con su amante. Como si, de algún modo, al hacerle partícipe de sus planes, fuera a redimirse a los ojos de Dios. Y es que no sé si sabrás que la estatua del Cristo se mantuvo seca.
– La famosa festa di Santa Benedetta. Sí, estoy al corriente -respondió Alba-. ¿Mi madre lo entendió como un mal presagio?
– Era muy supersticiosa. Creía que era un mal augurio para la boda y para su futuro. Se fue a Nápoles a decirle a Lupo Bianco que se marchaba de Italia.
– ¿Cubierta de pieles y de diamantes?
– Digamos que se vistió para la ocasión, Alba. Era una actriz. -Arrugó los labios en una clara muestra de amargura-. A veces me he preguntado si lo que en realidad buscaba era disfrutar de una última noche de diversión. Quizás, a su manera, también amara a Lupo Bianco. Quizás esa aventura final no tuviera nada que ver con la superstición.
– ¿Tú crees que lo habría arriesgado todo sólo por eso? -Alba no podía creerlo.
– ¿Valentina? Por supuesto. Era otro de los papeles que representaba, quizás el que más le gustaba. Jamás volvería a ser esa persona. Se marchaba para convertirse en una dama. Quizá la tentación fuera demasiado grande para poder resistirse a ella.
– ¿Quiere eso decir que fue asesinada porque estaba en el lugar erróneo en el momento equivocado?
– Eso es lo que dijo la policía. La mataron porque vio quién había matado a Lupo Bianco. Sabía demasiado. Es así de simple.
Alba meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.
– Si no hubiera salido esa noche, hoy estaría viva.
– Ahora que sabes la verdad, ¿entiendes por qué tu padre te ocultó lo ocurrido? El día que Valentina murió, juró que te protegería contra los horrores del pasado de tu madre. -Le apretó la mano-. Hizo lo correcto.
Alba estaba sentada delante del espejo en el pequeño dormitorio de Valentina. Tenía la mirada fija en su reflejo: la viva imagen de su madre. Desde que se había enterado de la verdad, era consciente de que era idéntica a ella. No sólo físicamente, sino también en lo que hacía referencia a sus defectos. Y ella que había creído que su madre era el parangón de la virtud, un ángel del que no era merecedora. Había despreciado su vida vacía y sin rumbo y su inmoralidad de gata callejera. Cuanto más había reflexionado sobre las virtudes de su madre, más imperfecta se había visto, sabedora de que jamás podría compararse con Valentina. Sin embargo, desde el principio su padre debía haber visto la vida que llevaba y debía haber pensado cuánto se parecía a su madre. Debía haberse desesperado.
¿Y qué decir de Margo? Alba estaba profundamente avergonzada. Su madrastra sabía la verdad y había querido protegerla de los sórdidos detalles del pasado de su madre. Simplemente había intentado darle un buen hogar y una familia sólida. Hundió la cabeza entre las manos al tiempo que reflexionaba sobre la falta de tacto que había demostrado al darle a su padre el retrato de Valentina, con la esperanza de que Thomas se sentara junto a la chimenea y le contara historias encantadoras sobre una mujer cuya vida secreta poco tenía de ejemplar. Lloraba mientras pensaba en el daño que le había causado durante años, a menudo hurgando en la herida abierta que Valentina le había dejado en el corazón.
¿Qué pensaría Fitz de ella? No era mejor de lo que había sido su madre. El se merecía a alguien mejor, a una mujer generosa, no como ella, no como su madre. Cogió unas tijeras y empezó a cortarse el pelo a tijeretazos.
Contempló, hechizada, cómo los ligeros mechones iban cayendo sobre el tocador: una fina capa primero que no tardó en convertirse en un amasijo de mechones grandes y espesos. Alba tenía mucho pelo. En cuanto lo tuvo corto, se concentró en igualar el corte alrededor de la cabeza. Poco le importaba su aspecto. Ya no deseaba ser hermosa. No quería seguir manipulando, seduciendo, tener a los hombres a sus pies. Quería que la gente la juzgara por quien era y no basándose en una belleza superficial e inmerecida. Como Valentina, también ella deseaba empezar de nuevo. Pero, a diferencia de su madre, ella tenía la oportunidad de hacerlo.
De pronto, las palabras del gordo del avión reaparecieron para aterrorizarla: «Si me chupa la polla, le pagaré el billete de vuelta a casa». Se sonrojó como si acabara de oírle. En apenas unos días su vida entera había dado un vuelco de ciento ochenta grados. Las cosas en las que había creído ya no eran ciertas. Se observó con otros ojos. Movió la cabeza ante el espejo y reflexionó sobre su nueva imagen. Había cambiado la piel como una serpiente y se sentía renovada, liberada. Nadie podría seguir diciendo que se parecía a su madre. Tampoco nadie comentaría su belleza. Sonrió a su reflejo y se secó la cara con una toalla. Luego bajó a buscar a Immacolata.
Cuando Cosima la vio, soltó un chillido de asombro.
– ¡Nonna,Alba se ha cortado el pelo! -Beata entró desde el jardín e Immacolata salió apresuradamente del salotto. Alba se quedó al pie de la escalera con su pelo corto, de punta y de corte irregular, aunque con un aplomo que no había tenido hasta entonces.
– ¿Qué has hecho con tu precioso pelo, mi niña? -preguntó Immacolata, acercándose a ella con paso cansino.
– A mí me parece que está guapísima -dijo Cosima con una sonrisa-. Igual que un duendecillo.
Immacolata se dirigió despacio al altar de Valentina y tomó en sus manos el retrato de su hija. Se sentó luego con cuidado y dio unas palmaditas al sofá para que Alba se uniera a ella.
– Has hablado con Falco-dijo con gravedad-. Escucha, Alba, tu madre era un amasijo de contradicciones, pero tenía un gran corazón y os quería mucho a ti y a tu padre.
– Pero le engañó. Tenía un amante.
Immacolata tomó entre las suyas la mano de su nieta.
– Mi pequeña -empezó con suavidad-. ¿Cómo podrías llegar a entender lo que pasa en una guerra? En aquel entonces las cosas eran muy distintas. Eran tiempos de hambruna, de muerte, de barbaridades, desesperanza, descreimiento… de toda clase de males. Valentina era vulnerable. Su hermosura la convertía en un ser vulnerable, y yo me veía incapaz de protegerla de los soldados. Tampoco podía esconderla. Su único modo de sobrevivir era compartir la cama de un hombre importante y poderoso, tienes que comprenderlo. Piensa en ella en el contexto de la época que le tocó vivir. Inténtalo. -Alba bajó los ojos hacia el rostro que su padre tan a ciegas había retratado.
– Falco me ha dicho que mi madre amaba a mi padre.
– Y es cierto, Alba. Aunque no al principio. Yo la animé. Le dije que podía esperarle un futuro mucho peor que el de casarse con un guapo y elegante oficial inglés. Pero Valentina se enamoró de él sin la ayuda de nadie.
– Entonces, ¿tú lo supiste desde el principio?
– Naturalmente. Conocía mejor a Valentina que a mí misma. El amor de una madre es incondicional, Alba. Valentina te quería así. De haberte visto crecer, te habría querido a pesar de tus defectos. Quizás incluso aún más por ellos. Ella no era ningún ángel, tampoco una santa. Era una mujer, con sus defectos como los demás. Lo que la convertía en un ser distinto era su capacidad de cambiar. Pero si hubo alguien que logró acercarse de verdad a Valentina, fue tu padre, porque la hizo madre. Eso la despojó de cualquier sombra de pretensión. El amor que sentía por ti era un amor puro y totalmente espontáneo.
– Yo no soy mucho mejor que ella, nonna -dijo Alba-. Por eso me he cortado el pelo. No quiero ser ella. No quiero ser hermosa como ella. Quiero ser yo misma. -Immacolata acarició la joven mejilla de Alba con una mano vacilante, contemplando los rasgos de su nieta con ojos húmedos.
– Sigues estando hermosa, Alba, porque tu belleza proviene de aquí. -Pegó el puño cerrado contra su propio pecho-. La belleza de tu madre también nacía de ahí.
– Y mi pobre padre… tan sólo intentaba protegerme.
– Todos lo intentamos. Tu padre estuvo acertado llevándote con él a Inglaterra. A pesar de lo mucho que nos dolió, hizo lo correcto. No habría sido sano para ti haberte criado bajo una sombra tan oscura. Todo el mundo estaba al corriente del asesinato. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Los periódicos estaban llenos de historias sobre el romance de Valentina. Apareció retratada como una furcia. Ni un solo artículo mencionaba su corazón. Lo grande que lo tenía. Lo lleno que lo tenía. Nadie mencionó lo que daba, sino sólo lo que cogía. No habría sido acertado que te hubieras criado teniendo que bregar con eso. Creciste ajena a lo ocurrido, y libre. Y ahora has podido volver siendo lo bastante mayor como para poder enfrentarte a la verdad. Me he perdido los primeros veintiséis años de tu vida, pero los he sacrificado de buena gana, sabiéndote a salvo.
Fue entonces Alba la que tomó las manos de su abuela entre las suyas.
– Ha llegado la hora de dejarla ir -dijo con los ojos brillantes de emoción-. Ha llegado el momento de dejarla Ubre. Siento que su espíritu sigue todavía aquí, en esta casa, proyectando una sombra oscura e infeliz sobre todos nosotros.
Immacolata se detuvo a pensarlo durante unos instantes.
– No puedo deshacerme del altar -protestó.
– Claro que puedes. Y debes hacerlo. Apaguemos las velas, abramos las ventanas y recordémosla con alegría. Sugiero que celebremos una misa en la pequeña capilla en su memoria y luego demos una fiesta. Démosle una buena despedida.
A pesar de las lágrimas, Immacolata no pudo ocultar su creciente entusiasmo.
– Falco podría compartir con nosotros sus recuerdos. Los buenos. Ludovico y Paolo podrían venir también y quedarse con sus familias. Y podríamos comer en el jardín. Organizar un banquete.
– Démosle una lápida como se merece y plantemos flores en su tumba.
– Las calas eran sus favoritas.
– Y unas violetas estarían bien. Silvestres. Muchas. Hagámoslo hermoso.
A Immacolata se le iluminó el rostro.
– Eres muy sabia, Alba. Jamás se me habría ocurrido imaginar que tu llegada lo cambiaría todo tanto.
Esa misma noche, la familia se reunió en el salotto. Cosima tenía tomada a Alba de la mano, Beata la de su hijo y Falco estaba sumido en sus cavilaciones. Immacolata tomó la vela de Valentina con manos temblorosas. La llama no había dejado de arder desde la mañana de su muerte, y de eso hacía ya veintiséis años. Pues cuando la cera se fundía hasta la mecha, una nueva vela volvía a prenderse con la misma llama y se colocaba en su lugar. Immacolata jamás había dejado que la llama se extinguiera.
Masculló una larga plegaria y se persignó con profunda devoción. Recorrió a su familia con la mirada hasta posar los ojos en su hijo mayor.
– Ha llegado el momento de dejar atrás el pasado -dijo sin apartar de él la mirada-. Ha llegado la hora de dejar ir a Valentina. -A continuación sopló la vela.
Todos se quedaron muy quietos, mirando fijamente la mecha humeante. Nadie habló. Entonces una fresca ráfaga de viento se coló por la ventana abierta, levantando el retrato de Valentina de la pared y elevándolo en el aire durante un instante para dejarlo caer al suelo, donde quedó boca abajo. El aire estaba impregnado del denso e inconfundible olor a higos. Las mujeres sonrieron. En cuestión de segundos, el olor desapareció y la habitación se lleno del aroma de la brisa marina.
– Se ha ido hacia la luz -anunció Immacolata-. Está en paz.
Esa noche, cuando Alba se acostó, enseguida se dio cuenta de que el aire de la habitación ya no retenía el peso del alma atormentada de Valentina, ni su perfume. La ventana estaba abierta y la fresca brisa de la noche penetraba en la estancia con el distante rugido del mar. A Alba se le antojó un espacio vacío, como cualquier otra habitación, como si los recuerdos hubieran desaparecido. Estaba eufórica. Se sentó en la cama y buscó en el cajón una hoja de papel y un lápiz. En cuanto los encontró, se puso a escribirle una carta a su padre.
Justo cuando estaba firmando con su nombre al pie de la página, la puerta de la habitación se abrió con un crujido. Cosima apareció en el umbral con su camisón blanco y una vieja muñeca de trapo en las manos.
– ¿Estás bien? -le preguntó Alba al reparar en el rostro ansioso de la pequeña.
– ¿Puedo dormir contigo esta noche? -Alba pensó que la pequeña ceremonia que habían celebrado en honor de Valentina la había asustado. Ayudó a la niña a subir a la cama y empezó a desvestirse.
– Muchas veces me metía aquí sin que me vieran y miraba la ropa de Valentina -dijo Cosima, alegrándose ante la perspectiva de no tener que dormir sola.
– ¿Ah, sí? -Alba estaba perpleja. No imaginaba que la niña estuviera tan al corriente de la existencia de Valentina.
– Sí, aunque lo tengo prohibido. Nonnina decía que era sagrada. Pero a mí me gustaba tocar sus vestidos. Son muy bonitos, ¿no crees?
– Sí, mucho. Debía de estar preciosa con ellos.
– También me gusta la caja con las cartas, pero están escritas en inglés, así que no las entiendo. -Alba miró a su prima sin salir de su asombro.
– ¿Qué cartas? -Se le aceleró el pulso ante la posibilidad de descubrir las cartas que su padre le había escrito a su madre.
– Las que están allí, en el armario.
Alba frunció el ceño. Había registrado los armarios minuciosamente.
– Ya he mirado en el armario.
Cosima estaba encantada de poder compartir su secreto. Abrió la puerta del armario, hizo a un lado los zapatos y retiró una de las tablas de madera del suelo. Alba se arrodilló y observó, incrédula, cómo Cosima sacaba una pequeña caja de cartón. Las dos se tiraron ansiosas encima de la cama para abrirla.
– Qué mala eres, Cosima -exclamó Alba, besándola-. Pero te quiero por ello.
La niña se sonrojó, encantada.
– ¡Nonninase enfadaría muchísimo! -dijo soltando una risilla.
– Precisamente por eso no vamos a decírselo.
Alba sintió el mismo estremecimiento de excitación que la había embargado al encontrar el retrato de su madre debajo de su cama. Cogió el papel. Era blanco y rígido, y cuando lo abrió, vio que la dirección que aparecía en la parte superior de la hoja estaba grabada en tinta negra. No era una dirección inglesa, como tampoco lo era la escritura, de un trazo pulcro y preciso. Sintió que la sangre se le retiraba de la cara.
– ¿Qué dice? -preguntó la niña.
– Está en alemán, Cosima -respondió tranquilamente.
– A Valentina le gustaban los uniformes alemanes -dijo Cosima alegremente.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
La pequeña se encogió de hombros.
– Eso decía papá.
Alba volvió a concentrarse en la carta. Era lo bastante inteligente como para adivinar que se trataba de una carta de amor. A juzgar por la fecha, había sido escrita justo antes de que su padre llegara por primera vez a Incantellaria. Giró la hoja. La despedida que cerraba la carta era In ewige Liebe… con amor eterno. El nombre que aparecía grabado al inicio de la carta era Oberst Heinz Wiermann.
Valentina no había tenido sólo un amante. Había tenido dos, o quizá más. Cuando los Aliados habían invadido Italia, los alemanes se habían retirado hacia el norte. Habían perdido su poder. El coronel Heinz Wiermann ya no le servía de nada.
Alba volvió a poner las cartas en la caja. No podía seguir mirándolas.
– No creo que esté bien leer su correspondencia íntima. Además, no hablo alemán. -Cosima estaba decepcionada-. Estoy cansada. Será mejor que nos acostemos. ¿Tienes alguna otra sorpresa? -preguntó.
– No -fue la respuesta de Cosima-. Una vez me pinté la cara con su maquillaje. Sólo eso.
Alba se puso el camisón y se metió en la cama junto a su prima. Cerró los ojos e intentó dormir, aunque sospechaba que tan sólo acababa de rascar la superficie de un misterio mucho mayor. ¿Había sido su madre la víctima inocente de un ajuste de cuentas entre miembros de la mafia? Nada podía resultar extraño en un lugar donde las estatuas sangraban y aparecían y desaparecían mágicamente claveles en la playa.
Pero si resultaba que Valentina no había sido simplemente una víctima inocente, ¿quién la había matado y por qué?
Londres, 1971
Los primeros días del verano eran la temporada favorita de Fitz. Las hojas de los árboles seguían nuevas y tiernas, las flores habían desaparecido ya pero los pétalos blancos del endrino resplandecían bajo el sol de la mañana. A pesar de que los parterres de flores eran un puro estallido de color, todavía no estaban del todo cubiertos de verde. Hacía calor, aunque no demasiado, y el trino de los pájaros resonaba por todo el parque. El aire vibraba, desbordante de vida, tras el frío mortecino del invierno, llenándole los pulmones y contagiando su paso, de modo que parecía dar pequeños brincos en vez de andar. Aunque desde la partida de Alba, Fitz no había vuelto a brincar en sus paseos. Deambulaba tranquilamente por Hyde Park y ni las flores ni los árboles cubiertos de nueva vida conseguían conmoverle. El invierno seguía anidando en sus huesos y en su corazón.
A menudo pensaba en ella entre los cipreses y los codesos, con el rostro inflamado por el crepúsculo italiano, tiñéndose poco a poco de un suave tono ámbar rosado. La imaginaba rodeada de su familia italiana, disfrutando de largos banquetes a base de pasta con tomate y mozzarella, de lánguidas tardes entre los olivos, armonizando con la oscuridad de su pelo y de su piel morena, mientras sólo sus ojos claros y luminosos delataban que era una extraña entre ellos. Fitz sabía que estaría encantada hablando italiano, saboreando la comida e impregnándose del olor a eucalipto y a pino, escuchando el canto de los grillos y tostándose al tórrido sol del Mediterráneo. Albergaba la esperanza de que, pasado un tiempo, echara de menos su casa. Quizá también a él.
Intentaba concentrarse en el trabajo. Había organizado la gira promocional del libro de Viv por Francia y, aprovechando sus dos semanas de ausencia, se sentaba con Sprout a la orilla del Támesis junto a la casa flotante de Alba y se pasaba las horas mirando, recordando y anhelando, dando gracias por no tener allí a Viv burlándose de él. La escritora insistía en que Alba era una mujer petulante, autocomplaciente, egocéntrica y carente por completo de rumbo… y la lista de adjetivos se eternizaba como si intentara con ella dar muestra de su conocimiento del léxico, como un diccionario humano.
Quizá fuera cierto que Alba era todas esas cosas. Fitz no estaba ciego y se daba cuenta de sus defectos, pero la amaba a pesar de ellos. La risa de Alba era ligera y burbujeante como la espuma, y su mirada, picara como la de una niña que intenta siempre estirar la cuerda para ver hasta dónde es capaz de llegar. La seguridad que mostraba en sí misma no era más que un caparazón bajo el que se ocultaba. Cuando Fitz se imaginaba haciendo el amor con ella, el estómago se le retorcía de deseo. Recordaba los momentos de pasión en el Valentina, el revoltoso episodio en los bosques de Beechfield, el instante de ternura ante el que Alba, paralizada por la inhibición, no había podido relajarse, pues no era de las que temía chillar, aunque sí era de las que temía susurrar por si en ese instante de intimidad alcanzaba a oír el eco de la soledad que le embargaba el corazón. Lo que Viv no entendía era que Fitz comprendía a Alba.
Viv regresó de la gira de promoción de su novela con fuerzas renovadas y de un humor malévolamente excelente. Además, se la veía rejuvenecida. Relucía como una tetera recién lustrada, prácticamente como nueva. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. La obviedad de su buen estado de salud resultaba insultante, asombrosamente insultante. Hacía años que Fitz no la veía tan bien. Cuando se lo comentó, Viv se limitó a sonreírle misteriosamente, dijo haberse comprado una nueva crema facial en París y desapareció. Ni llamadas, ni noches de bridge, ni cenas con barato vino francés. Tan sólo un profundo silencio. La explicación sólo podía ser una: Viv se había echado un amante en Francia. Fitz se sintió celoso, y no porque la quisiera para él, sino porque Viv había encontrado el amor cuando él había perdido al suyo. Se sintió más solo que nunca.
Una calurosa noche de finales de agosto, mientras se emborrachaba tranquilamente en un pub de Bayswater, sentado en un banco bajo una cascada de geranios rojos, una joven se le acercó.
– No le importa que me siente a su mesa, ¿verdad? -le preguntó-. Estoy esperando a una amiga y el pub está hasta los topes.
– Por supuesto que no. Faltaría más. -Fitz apartó la cara de la jarra de cerveza.
– Oh, ¿este perro es suyo? -preguntó la muchacha al ver a Sprout debajo de la mesa.
– Sí. Se llama Sprout.
Los ojos almendrados de color jerez de la joven se iluminaron.
– Qué nombre más adorable. Me llamo Louise.
– Fitz -dijo él, estrechándole la mano.
Se rieron ante lo absurdo de la formalidad. Louise se sentó, dejó la copa de vino encima de la mesa y se agachó a acariciar a Sprout, que meneó el rabo alegremente, dándole unos golpecitos a la acera y levantando una pequeña nube de polvo.
– Oh, qué monada -exclamó Louise, encantada, incorporándose por fin. Tenía una larga melena castaña sujeta por una goma amarilla, y cuando Fitz le recorrió el cuello y los hombros con los ojos, la encontró hermosa, dotada de unos grandes senos y una piel blanca y sedosa.
– Está hecho un viejecito -añadió Fitz con una sonrisa tierna-. En años caninos, debe tener sesenta.
– Pues es muy guapo -respondió ella. Sprout sabía que hablaban de él e irguió las orejas-. Como los hombres, también los perros envejecen bien.
– Lo mismo podría decirse de algunas mujeres -fue el comentario de Fitz, que enseguida se dio cuenta de que estaba flirteando. Después de todo, seguía siendo capaz de hacerlo.
Louise se sonrojó y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Miró a su alrededor, presumiblemente intentando encontrar a su amiga, y se volvió a mirar a Fitz.
– ¿Está usted solo?
– Bueno, no del todo.
– Claro, tiene a Sprout…
– Estoy solo. Este es el pub que suelo frecuentar. -No quería que Louise pensara que era uno de esos tristes borrachos que se sientan en los pubs a beber a solas y que vuelven después dando tumbos a sus pisos mugrientos y descuidados y a sus fracasadas vidas.
– Qué maravilla vivir por aquí, tan cerca del parque.
– Es bueno para Sprout.
– Yo vivo en Chelsea. Estoy esperando a mi compañera de piso. -Miró su reloj-. Siempre llega tarde. Creo que nació tarde. -Se rió y bajó la mirada.
Fitz reconoció en esa timidez una señal de que Louise le encontraba atractivo.
– Tenía novia, pero me rompió el corazón -dijo con un suspiro, plenamente consciente del juego retorcido al que estaba jugando.
El rostro de Louise se contrajo en una expresión de compasión.
– Lo siento mucho.
– No lo sienta. Sanará.
Hay cosas que las mujeres como Louise encuentran irresistibles: un hombre con el corazón partido, con un niño o un perro. En el caso de Fitz, tenía dos de las tres cosas. Louise dejó de mirar a su alrededor en busca de su amiga.
Fitz vació el contenido de su corazón, encontrando consuelo en el hecho de que Louise fuera para él una desconocida y de que no supiera nada de su vida. Ella le escuchaba, intrigada, y cuanto más escuchaba, más atraída se sentía por él, como quien, al borde de un volcán, no puede resistirse a la tentación de asomarse a mirar la burbujeante lava roja y dorada del fondo. Fitz pidió otra ronda y luego invitó a Louise a cenar. La amiga de Louise no apareció, lo cual resultó ser un alivio, pues cuanta más cerveza tomaba Fitz, más atractiva encontraba a Louise. Se sentía mejor desde que había descargado su mente, que notaba más ligera gracias a que Alba había dejado de estar en ella.
A las diez se había hecho ya casi de noche.
– ¿A qué te dedicas, Louise? -De pronto, Fitz se dio cuenta de que durante toda la noche no le había preguntado por ella.
– Trabajo en una empresa de publicidad.
– Qué interesante -respondió él en una fingida muestra de interés.
– No mucho. Soy secretaria, aunque espero que dentro de poco me asciendan a ejecutiva de cuentas. No soy tonta y me gustaría demostrarlo.
– Y deberías hacerlo. ¿Dónde trabajas?
– En Oxford Street. ¡Este pub es casi también mi bar habitual!
– ¿Quieres venir a casa esta noche? -sugirió él, poniéndose serio de repente-. Mañana podrías ir andando al trabajo. Así te ahorras tener que pasar una hora en el autobús con todo el tráfico.
– Me encantaría. -Fitz se quedó perplejo al ver la facilidad con la que Louise había cedido a su invitación. Eso quería decir que todavía estaba en forma.
– Sprout estará encantado -dijo con una sonrisa-. Hacía mucho que no tenía tan cerca a una chica bonita.
Volvieron andando a su casa. El aire de la noche era denso y húmedo; no tardaría en llover. Fitz tomó a Louise de la mano. Le resultó agradable sentirla allí, en la suya. Ella soltó una risilla nerviosa y jugueteó con la melena que le caía por encima del hombro.
– No creas que hago esto a menudo -dijo-. Me refiero a irme a casa con desconocidos.
– No soy ningún desconocido. Ahora ya nos conocemos. Además, siempre se puede confiar de un hombre con un perro.
– Es que no quiero que me tomes por una chica fácil. De hecho, me he acostado con muy pocos hombres. No soy una de esas que tienen muchos amantes.
Fitz pensó en Alba y de repente el corazón volvió a pesarle en el pecho. Cuando la había conocido, Alba tenía un ejército de amantes. La pasarela que llevaba a su puerta estaba gastada por el continuo ir y venir de pretendientes. Sus propias huellas habían quedado borradas bajo las de todos ellos.
– No me pareces ninguna facilona y tampoco tendría un mal concepto de ti si lo fueras.
– Eso es lo que dicen todos.
– Puede ser, pero en mi caso es cierto. -Se encogió de hombros-. ¿Por qué no pueden las mujeres acostarse con quien les dé la gana como hacemos los hombres?
– Pues porque no somos como los hombres. Deberíamos ser modelos de virtud. Quedarnos con un hombre y darle hijos. ¿De verdad hay algún hombre que quiera casarse con una mujer que haya tenido montones de amantes?
– No veo por qué no. Si la quisiera, no me importaría con cuántos hombres se hubiera acostado.
– Eres un hombre sin prejuicios. -Louise le miró con los ojos preñados de admiración-. Muchos de los hombres que conozco quieren casarse con vírgenes.
– Menudos egoístas. Pues no me parece que pongan demasiado de su parte para ayudar a que las chicas se conserven así, ¿no crees?
Al llegar a casa, Fitz sirvió dos copas de vino y subió con Louise al salón. Era una habitación pequeña, masculina, decorada en beige y negro, con el suelo de parqué y las paredes blancas. Puso un disco y se sentó con ella en el sofá. El paseo de regreso le había deprimido. Lamentaba haber invitado a Louise a su casa. Hasta Sprout sabía que no había sido una buena idea.
De todos modos, lo mejor era seguir adelante con la noche. Vació la copa de un trago y se volvió a besar a Louise. Ella le devolvió el beso con entusiasmo. La novedad de besar a alguien nuevo excitó un poco a Fitz, que desabrochó la blusa de Louise y se la pasó por encima de los hombros. Se encontró con unos pechos recogidos bajo un generoso sujetador blanco. Segundos después, la mano de Louise le desabrochó la cremallera de los pantalones, deslizándose en su interior, y Fitz se sintió rápidamente excitado por el placer del contacto íntimo y se olvidó al instante de los enormes pechos.
Se recostaron en el mullido y cómodo sofá y Louise retiró la mano y desapareció de la vista de Fitz para tomarle en su boca. El cerró los ojos y dejó que la cálida y cosquilleante sensación de la erección le recorriera por entero, volviendo una vez más a vaciarle la mente de Alba. Aunque quizá fuera cierto que Louise no se había acostado con muchos hombres, no había duda de que era toda una experta. Poco antes de sentarse con ella en el sofá, Fitz había encontrado una vieja caja de condones en el armario del cuarto de baño. A pesar de que no dejaban de ser unos artilugios espantosos que le despojaban prácticamente de toda sensación, sabía que en ese caso lo adecuado era utilizar uno. Louise abrió el paquete con los dientes, alzando hacia él los ojos en un gesto de claro flirteo, y se lo deslizó por el pene como si le estuviera poniendo un calcetín.
Luego lo montó, levantándose la falda y sentándose a horcajadas sobre él con sus grandes pechos blancos y esponjosos en la penumbra del salón. Fitz cerró los ojos a los pezones marrones que se balanceaban ante su rostro, rozándole de vez en cuando la nariz y los labios, e intentó concentrarse en mantener la erección. «Debe ser la cerveza», pensó al sentir la lenta deflación de su miembro. A pesar de sus esfuerzos, Louise fue incapaz de estimularle y, con una tos avergonzada, dejó que Fitz se deslizara fuera de ella como un gusano.
– No importa -dijo amablemente, retirándose de encima de sus piernas.
– Lo siento, debe ser la cerveza -se excusó él, avergonzado-. No me había pasado nunca.
– Claro. Tranquilo. Besas de maravilla.
Fitz forzó una sonrisa mientras la veía meter no sin cierto esfuerzo los pechos en las copas del sujetador.
– ¿Quieres que te pida un taxi? -preguntó, aun a sabiendas de que debería haberse ofrecido a acompañarla a casa. Avergonzado como estaba, no se sentía capaz de seguir con ella ni un minuto más de lo estrictamente necesario. Quería verla fuera de su casa lo antes posible. Olvidar que la había conocido. «¿Por qué me habré molestado? -pensó tristemente mientras se ponía los pantalones y se sentaba para calzarse-. Nadie puede compararse con Alba.»
Quince minutos más tarde llegó el taxi y el taxista llamó al timbre. Esos quince minutos resultaron agonizantemente incómodos. Louise había recurrido a hacer comentarios sobre los libros que Fitz tenía en las estanterías. Él, por su parte, ni siquiera había tenido la energía suficiente para decirle que era precisamente a los libros a lo que se dedicaba. ¿Para qué molestarse cuando la relación había muerto antes de empezar? Acompañó a Louise abajo y se inclinó para besarle la mejilla. Al hacerlo, ella giró la cabeza hacia la puerta y la boca de Fitz le beso la oreja. Entonces se marchó. Él cerró la puerta con llave antes de subir a apagar las luces del salón y la música. Menuda debacle.
Sprout dormía sobre la alfombra, hecho un auténtico ovillo, bien calentito, con los ojos cerrados y la cara salpicada de canas. Fitz se agachó y pego su rostro a la cabeza del perro. Tenía un olor familiar y reconfortante.
– Echamos de menos a Alba, ¿verdad? -susurró. Sprout no se movió-. Pero tenemos que seguir adelante. No, no nos queda otra elección. Tenemos que olvidarla. Ya aparecerá alguien más. -El can empezó a mover el hocico en sueños. Sin duda perseguía a un conejo por un campo. Fitz le acarició con ternura y se fue a la cama.
Cuando despertó por la mañana, se sintió tremendamente aliviado al verse el pene erecto, orgulloso y mayestático en toda su envergadura.
Estaba en el despacho cuando sonó el teléfono. Apenas podía concentrarse. Tenía llena hasta los topes la bandeja de documentos pendientes: contratos por leer, manuscritos de sus autores y de aquellos que esperaban que accediera a representarles, cartas por escribir, documentos por firmar y una lista tan larga como su escritorio de llamadas pendientes. Veía aumentar cada vez más el montón mientras tenía la cabeza a kilómetros de allí, bajo los cipreses de la costa de Amalfi. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y descolgó el teléfono.
– Fitzroy Davenport.
– Cariño, soy Viv. -Tenía voz de dormida.
– Hola, desconocida.
– No te enfades, Fitzroy. ¿No vas a perdonar a esta vieja amiga?
– Sólo si puedo verte.
– Por eso te llamo. ¿Cenamos esta noche en mi casa?
– Bien.
– Perfecto, querido. No te molestes en traer vino. Acaban de regalarme una caja del burdeos más exquisito. Anoche me tomé media botella. Es maravilloso. Escribí una escena de sexo como no puedes llegar a imaginar bajo sus efectos. Un no parar. Delicioso.
Fitz frunció el ceño. A juzgar por su forma de hablar, Viv parecía más «Viv» de lo habitual.
– Te veré luego -dijo, cortando así la conversación. Cuando colgó se sentía mucho más animado. Viv había vuelto y él la había echado de menos. Con energías renovadas, cogió el primer documento de la bandeja y lo colocó delante de él sobre el escritorio.
Fitz y Sprout aparecieron en la casa flotante de Viv un poco antes de las ocho. El techo de la barcaza resplandecía nuevamente, cubierto de hierba y de flores. Las amapolas, replantadas, habían brotado por fin, silvestres y carmesíes, y las margaritas y los ranúnculos inclinaban sus cabecillas bajo la brisa que barría el Támesis. Fitz recordó con divertida admiración la visión de la cabra comiéndose la hierba y las plantas recién plantadas del techo. Alba tenía una mente ingeniosa, ni siquiera Viv podía negárselo. El Valentina se le antojó en ese momento un cascarón triste y vacío. Las flores estaban muertas, la cubierta necesitaba un buen lavado y la pintura de las paredes estaba empezando a desconcharse. Vio la casa seca y apagada, como desesperadamente necesitada de una copa. Alba se había marchado y el otoño había llegado temprano al barco.
Cuando Viv abrió la puerta, se lo encontró mirando melancólicamente hacia la casa de Alba.
– Oh, querido -dijo con un suspiro, agitando el cigarrillo en el aire-. ¿Seguimos igual?
– ¿Cómo estás? -Fitz evitó la pregunta porque de algún modo, viniendo de Viv, le resultaba demasiado doloroso contestarla.
– Tengo mucho que contarte. ¡Pasa! -La siguió por las habitaciones hasta cubierta. Se dejó caer en una tumbona y se puso los brazos detrás de la cabeza.
– ¿Y bien? ¿Dónde has estado y qué es todo eso que me has contado sobre el sexo? -Le alegraba verla. Viv estaba radiante como un melocotón fresco y vergonzosamente encantada consigo misma.
– Estoy enamorada, querido. Quién me lo iba a decir. ¡Me han robado el corazón! -Agitó la mano en el aire-. Estoy totalmente cautivada, Fitzroy, como cualquiera de mis heroínas.
– Ya decía yo que estabas demasiado bien. ¿Quién es? ¿Me gustará?
– Te encantará, querido. Es francés.
– Eso explica el vino.
– Exacto.
– Gracias a Dios. Ahora puedo decirte que tu vino era, como poco, peleón.
– Lo sé, pero es que era demasiado tacaña como para comprar vino bueno. Todo me sabía igual. Naturalmente, me equivocaba. ¿Me perdonas por haberte obligado a tomarlo? -Le sirvió una copa de burdeos y se la dio orgullosa-. Pierre tiene su propio château en la Provenza. Me iré a escribir allí. No sabes lo tranquilo que es. Largos almuerzos a base de foie-gras y brioche.
– Está exquisito, Viv -dijo Fitz, sorprendido-. Bien hecho. Tiene muy buen gusto para el vino.
– Y también para las mujeres -exclamó Viv, picarona.
– Sin duda. ¿A qué se dedica?
– Es un caballero, querido. No hace nada. No se dedica a hacer ninguna cosa.
– ¿Qué edad tiene?
– La mía, por lo que a ti te parecerá un viejo. Pero, como yo, es joven de espíritu y hace el amor como un jovencito con cien años de experiencia. -Fitz le sonrió afectuosamente. Observó en ella algo muy infantil que no había estado ahí antes-. Soy muy feliz, Fitzroy -añadió no sin cierta sombra de timidez-. Y también quiero que tú lo seas.
El aspiró el aire caliente del verano y apartó la mirada.
– En eso estoy -dijo.
– He estado pensando. ¿Por qué no cedes de una vez al impulso? Vete a Incantellaria. Ve y tráela contigo.
– Pero si estabas totalmente en contra. Dijiste que…
– Da igual lo que dije, querido. Mírate. Te estás apagando y odio verte con los ojos así.
– ¿Así cómo? -preguntó él con una sonrisa.
– Así de tristes, desesperadamente tristes, como los de un conejo.
– ¡Oh, por el amor de Dios!
– ¿Qué puedes perder?
– Nada.
– Eso es. Nada. Dios sólo ayuda a los que se ayudan a sí mismos. ¿Cómo sabes tú que Alba no está sentada en alguna playa, suspirando por ti y lamentando haber roto contigo? Cosa que, si mal no recuerdo, se produjo por un motivo de lo más estúpido. Si fuera yo la que estuviera a cargo del guión, cosa harto probable, enviaría de inmediato a mi héroe a Incantellaria. Llegaría allí ansioso, con el corazón en la boca, rezando para que ella no se hubiera casado con algún príncipe italiano durante el verano. La encontraría sola, sentada en lo alto del acantilado, contemplando el mar anhelante a la espera de ver aparecer al hombre que ama y al que nunca dejó de amar. Cuando por fin le ve, está demasiado feliz como para mostrarse orgullosa. Corre a sus brazos y le besa. Creo que pasarían un buen rato besándose, porque llegados a ese punto las palabras no bastan para expresar lo que se lleva en el corazón. -Le dio una calada al cigarrillo-. Desesperadamente romántico, ¿no te parece?
– Ojalá fuera cierto.
– Quizá lo sea.
– Aunque merece la pena arriesgarse, ¿verdad? A fin de cuentas, como bien has dicho, ¿qué puedo perder?
Viv alzó su copa hacia él.
– Quiero que sepas que le tengo mucho cariño a Alba. Aunque es una mujer exasperante, no hay nadie tan divertido ni tan encantador como ella. Quizá puedas domarla un poco. Sería muy afortunada de poder tenerte. Y que sepas que tampoco hay más de un Fitz. Me siento generosa porque estoy enamorada. Me aseguraría de darle al libro un final feliz.