El tercer retrato

26

Italia, 1971

Cuando el espíritu de Valentina por fin siguió su camino, un cambio más que evidente se operó en la casa. Más extraordinario, sin embargo, fue el cambio que pudo percibirse en Immacolata. De los armarios salieron los vestidos de su pasado. Rosas, azules y rojos con sus estampados de flores. Aunque la moda había cambiado desde los años previos a la guerra, Immacolata no lo había hecho. Seguía poniéndose los mismos zapatos que cuando su marido la llevaba a bailar a Sorrento. Eran unos zapatos negros, abrochados con hebillas a los tobillos. Quizá fuera más ancha de cintura, pero seguía teniendo los mismos pies: tan pequeños y delicados como en su momento lo había sido su figura. La resurrección de su antiguo aspecto provocó no pocas burlas por parte de Ludovico y de Paolo, que volvieron del norte con sus familias para la misa en memoria de Valentina y la colocación de la lápida. E Immacolata esbozaba la amplia y sincera sonrisa de una mujer que saboreaba la felicidad por vez primera en muchos años, tan sorprendida como los demás de ver que, como ocurría con montar en bicicleta, el arte de sonreír, una vez aprendido, ya no vuelve a olvidarse.

Alba disfrutaba también con su nuevo aspecto, que por otro lado había suscitado no pocos comentarios. Aunque haberse cortado el pelo había sido una expresión dramática del odio que sentía hacia sí misma, se convirtió en una muestra externa de su evolución emocional. Se vio por fin obligada a hacer una valoración de su vida y de su falta de propósito. Quería pasar a formar parte del entramado de la comunidad. Quería ser útil.

En cuanto concluyeron las celebraciones por la vida de Valentina y las familias que estaban de visita hubieron regresado a sus casas, Alba le preguntó a Falco si podía ayudar en la trattoria.

– Quiero trabajar -explicó durante el almuerzo bajo el toldo, mientras veía ir y venir las pequeñas barcas de pesca azules.

Falco tomó un pequeño sorbo de su limoncello. Seguía habiendo solemnidad en sus ojos.

– Espero que hables en serio, porque la verdad es que me iría bien un poco de ayuda -respondió.

– Hablo en serio. Quiero quedarme aquí con vosotros. No quiero volver a mi antiguo yo ni a mi antigua vida.

Falco la miró.

– ¿De quién estás huyendo, Alba? -Sus palabras la pillaron por sorpresa.

Ella se tensó.

– De nadie. Simplemente me gusta ser la que soy aquí. Siento que aquí está mi lugar.

– ¿No tenías tu lugar en Inglaterra?

Ella bajó los ojos.

– No podría enfrentarme a mi padre ahora. No después de lo que he descubierto. Y desde luego no podría enfrentarme a Margo, a la que durante toda mi vida he acusado de estar celosa de Valentina. Tampoco podría enfrentarme a Fitz.

– ¿Fitz?

– El hombre que me ama, o que me amaba. No se merece a alguien como yo. No soy una buena persona, Falco.

– Pues ya somos dos.

– Tres -le corrigió Alba-. Valentina tampoco era buena. -Pensó en el coronel Heinz Wiermann, pero no dijo nada.

– Era un torbellino, Alba. Una fuerza de la naturaleza. Pero tú todavía eres lo bastante joven como para cambiar.

– ¿Y tú?

– Este perro está ya demasiado viejo como para roer nuevos huesos.

– ¿Me dejarías que te dibujara? -preguntó impulsivamente.

– No.

– ¿Por qué?

Falco pareció incómodo de pronto, como si fuera demasiado corpulento para la pequeña silla que ocupaba.

– Tu padre era un artista. Un gran artista.

– Lo sé. Encontré un retrato de mi madre en mi casa flotante. Debió esconderlo allí hace mucho tiempo. Además, está también el que nos hizo a mí y a mi madre que tiene Immacolata.

– Creo que había otro -dijo Falco, volviendo a fijar la mirada en el mar-. Recuerdo haber visto a tu padre buscándolo desesperadamente en la habitación de Valentina después de su muerte.

¿Y nunca dio con él?

Falco negó con la cabeza.

– Creo que no. Cuando se marchó contigo, le dio uno a mi madre para que tuviera algo con lo que recordarte.

– ¿Por qué no me trajo nunca a verla? Seguro que sabía que Immacolata debía echar de menos a su nieta.

– Creo que eso es algo que deberías preguntarle a tu padre. -Se bebió el resto de limoncello que le quedaba en el vaso.

– Lo haré algún día. Pero por ahora voy a quedarme aquí con vosotros. Entonces, ¿me das el trabajo?

Falco sonrió a pesar de todo. El encanto de Alba desarmaba a cualquiera.

– Tienes trabajo el tiempo que quieras.

Y así empezó un nuevo capítulo en la vida de Alba. Durante el día trabajaba en la trattoria con Toto y con Falco, y en su tiempo libre, dibujaba. Cosima, con la que había establecido una relación muy estrecha, estaba siempre encantada de posar para ella. Se sentaban al sol de la tarde en lo alto de los acantilados junto a la vieja torre de observación, o en la playa de piedrecillas después de haber explorado las cuevas.

Con el paso de los meses, Cosima empezó a ver en Alba una especie de madre, tomándola de la mano mientras subían tranquilamente por el sendero que serpenteaba entre las rocas de regreso a casa. Por la mañana, la pequeña se metía en la cama de su prima y se acurrucaba contra ella bajo las sábanas, encajando su cabeza rizada en la blanda curva que le unía el cuello y el hombro.

Alba le contaba cuentos que luego escribía e ilustraba. Descubrió un talento que hasta entonces le era desconocido. También descubrió una enorme capacidad de querer.

– Quiero darte las gracias por querer a Cosima -le dijo Toto una tarde.

– Soy yo la que tengo que darte las gracias. -Se fijó en que el rostro de su primo se había vuelto extrañamente serio.

– Todos los niños necesitan una madre. Cosima nunca dice que echa de menos a la suya. Aunque nunca hayamos hablado de ello, sé que si de verdad la echa de menos, tenerte aquí con ella lo hace mucho menos doloroso.

– Naturalmente que echa de menos a su madre. Pero es probable que no quiera hablar de ello para no herir tus sentimientos. O quizás esté demasiado ocupada jugando para pensar mucho en ella. Es difícil saberlo. Pero quizá deberías mencionársela de vez en cuando. Lo que más me dolió de haber perdido a mi madre fue que nadie hablara nunca de ella. Cosima necesita estar segura de que su madre nunca la rechazó. Que no fue culpa suya. Necesita sentirse querida, eso es todo.

– Tienes razón -dijo Toto con un suspiro-. Es difícil saber cuánto es capaz de comprender una niña tan pequeña.

– Mucho más de lo que seguramente imaginas.

– Entonces, ¿te vas a quedar con nosotros un tiempo?

Esta vez fue Alba la que se mostró solemne.

– No tengo la menor intención de marcharme. Ni ahora ni nunca.

Alba estaba relajada. Le encantaba acostarse sola de noche, escuchando el trino de los pájaros y el canto de los grillos. Había dejado de tenerle miedo a la oscuridad y a la soledad. Se sentía segura. Sin embargo, a menudo se sorprendía pensando en Fitz, preguntándose qué estaría haciendo, recordando, presa de una agridulce nostalgia, los buenos momentos que habían compartido. Aun así, eso no le impedía juguetear con la tarjeta de Gabriele, pasando el dedo por su nombre y su teléfono y preguntándose si quizás había llegado el momento de seguir adelante y explorar nuevos horizontes. Gabriele era un hombre guapo y caballeroso. La había hecho reír a pesar de los desastres que había sufrido a su llegada a Italia. Sin duda habían conectado. Encajaban a la perfección, como cortados por el mismo patrón. Después de tanto tiempo sola, se sentía preparada para el amor.

Entonces fue el Destino el que decidió por ella. Era la primera semana de octubre y, con excepción de alguna leve ráfaga fría del viento que soplaba desde el mar, todavía hacía calor. La trattoria estaba llena de gente: el turismo iba en aumento. Gracias a los artículos que habían ido apareciendo sobre las maravillas secretas del pueblo, los extranjeros se detenían allí de camino a puntos más famosos de la costa de Amalfi, como Positano y Capri. Alba estaba ocupada anotando pedidos y volviendo a las mesas con bandejas de platos humeantes desde la cocina. Disfrutaba charlando con los lugareños y con los nuevos rostros siempre encantados de poder hablar con una preciosa joven de pelo corto y erizado y extraños ojos claros. Mientras servía las bebidas, oyó el motor de un barco y alzó la mirada. Antes de poder identificar al pasajero, el corazón se le aceleró en el pecho. Dejó la bandeja encima del mostrador y salió de debajo del toldo. Con una mano a la cintura y protegiéndose con la otra los ojos del sol, miró hacia el mar. Cuando el barco redujo la velocidad para acercarse al muelle, Alba se olvidó de sus clientes y de sus responsabilidades y echó a correr por la playa con los ojos escociéndole de pura excitación.

– ¡Fitz, Fitz! -gritó agitando la mano en el aire.

El bajó al muelle con la maleta en una mano y un sombrero de paja en la otra. No reconoció a la joven que se acercaba corriendo a él, gritando su nombre.

– ¡Fitz! ¡Soy yo! ¡Alba! -exclamó ella, reparando en la expresión de desconcierto que él no supo disimular.

– ¡Te has cortado el pelo! -respondió él, frunciendo el ceño-. Y estás muy morena. -La recorrió con la mirada, fijándose en el ligero vestido de flores y en las sencillas alpargatas que calzaba. Había cambiado mucho. De pronto se preguntó si no se habría equivocado yendo a verla. Pero entonces ante sus ojos apareció el rostro sonriente de Alba, sus ojos brillantes de felicidad, y reconoció en ella a la mujer que amaba.

– Te he echado de menos, Fitz. -Le puso la mano en el brazo y le miró a los ojos-. Te he echado mucho de menos. -Él dejó la maleta en el suelo y la estrechó entre sus brazos.

– Yo también, cariño -murmuró, besándola en la sien.

– Siento no haberte llamado -empezó ella.

– No, soy yo quien debería disculparse por no haberme despedido de ti. Lo intenté, pero fue demasiado tarde. Ya te habías ido. -Se echó a reír-. ¡Esa estúpida cabra tuya estaba devorando todas las plantas nuevas de Viv! -También ella se rió. La risa burbujeó desde su vientre como una deliciosa fuente.

– ¿Y se puso furiosa?

– Sólo durante un momento. Ella también te echa de menos.

– ¡Tengo muchas cosas que contarte!

– Y yo a ti.

– Tienes que instalarte en casa de mi abuela. Hay una habitación Ubre arriba. Yo estoy en la que fue de mi madre. -Entrelazó su brazo al de él. Fitz volvió a ponerse el sombrero y cogió la maleta-. Ven a tomar algo. Le diré a Toto que me sustituya. Ahora tengo un empleo. Trabajo en el negocio familiar con mi tío y con mi primo. Ahí es -dijo, señalando orgullosa la trattoria.

Encontró una mesa para Fitz y le llevó una copa de vino y una botella de agua.

– Tienes que probar los deliciosos platos de Immacolata -empezó de nuevo, cogiendo una silla y sentándose junto a él-. Aunque, claro, ella ya no cocina. Es demasiado mayor. Pero todos los platos son recetas suyas. Toma, escoge uno. Invita la casa. -Le dio una carta.

– Escoge tú lo que te parezca que pueda gustarme. No quiero perder el tiempo eligiendo mientras puedo estar hablando contigo.

Alba se inclinó hacia delante y a su rostro moreno asomó una sonrisa resplandeciente y feliz.

– Has venido… -dijo en voz baja.

– Me preocupaba que decidieras no volver.

– No me veía capaz de enfrentarme a ti.

– ¿A mí? -Fitz frunció el ceño-. ¿Por qué diantre dices eso?

– Porque me di cuenta de lo egoísta que fui.

– ¡Oh, Alba!

– No, en serio. He tenido mucho tiempo para pensar y han pasado muchas cosas. Me he dado cuenta de que no me he portado nada bien.

– No debería haberte dejado ir. Fue culpa mía.

– Te agradezco tus palabras, pero la verdad es que no merecías a alguien como yo. Sólo pensaba en mí. Ahora, cuando lo pienso, se me encoge el corazón. Hay momentos de mi vida que, si pudiera, borraría encantada. -El Gordo apareció de pronto en su recuerdo, aunque no se le encogió el estómago como solía ocurrirle en esos casos-. Me alegra tenerte aquí.

– Y a mí haber venido. -Le tomó la mano y le acarició la piel con el pulgar-. Me gusta tu pelo corto. Te queda bien.

– Le queda bien a mi nuevo yo -respondió, orgullosa-. No quería seguir pareciéndome a mi madre.

– ¿Has descubierto todo lo que querías saber?

– Me he criado con un sueño, Fitz. No era real. Ahora conozco a la auténtica mujer. Valentina era complicada. De hecho, no creo que fuera demasiado agradable. En cualquier caso, me parece que ahora la quiero más, a pesar de los pesares.

– Me alegro. ¿Me lo contarás después? Quizá podríamos dar un paseo. La costa de Amalfi es famosa por su belleza.

– Incantellaria es más hermoso que todo lo demás. Después de comer te enseñaré el pueblo. Y luego tienes que conocer a Immacolata, mi abuela, y a Cosima, la hija de mi primo. Acaba de cumplir siete años. Es adorable.

– Creía que no te gustaban los niños.

– Cosima es especial. No es como los demás niños. Es sangre de mi sangre.

– ¡Dios, hablas como los italianos!

– Es que lo soy. Aquí me siento bien. Éste es mi lugar.

– Pero, Alba, he venido para llevarte conmigo a casa.

Alba meneó la cabeza.

– No creo que en este momento sea capaz de enfrentarme a mi regreso. No después de lo que ahora sé.

Fitz le apretó la mano.

– Sea lo que sea a lo que debas enfrentarte, cariño, no estarás sola. No volveré a cometer ese error.

Los ojos de Alba, tan solemnes apenas unos segundos antes, se iluminaron al ver el plato que acababan de colocar delante de Fitz.

¡Ah, frittelle!

Después de comer, Alba llevó a Fitz por el sendero que ascendía entre las rocas a ver la tumba de su madre bajo el olivo.

– Hace un mes celebramos un oficio para recordarla. Hasta entonces no tenía una lápida. Bonita, ¿no te parece? La elegimos entre todos.

Fitz se agachó para leer la inscripción.

– ¿Qué dice?

– «Valentina Fiorelli, la luz de Incantellaria, el amor de su familia. Por fin descansa en paz.»

– ¿Por qué no había tenido una lápida hasta entonces?

Alba se sentó a su lado, encogiendo las piernas bajo el cuerpo.

– Porque la asesinaron, Fitz. La noche antes de su boda. Nunca se casó con mi padre.

– ¡Santo Dios!

– Su historia serviría para una buena novela, así que ¡ni se te ocurra decírselo a Viv!

– No lo haré. Pero cuéntame. Desde el principio. ¿Cómo era?

Alba estuvo más que encantada de poder explicárselo todo.

Cuando terminó de relatar su historia, el sol había empezado a ponerse, tornando el mar en un manto de cobre fundido. El aire del atardecer era fresco y olía a hojas y a follaje muerto. El otoño abrazaba la tierra. Si Fitz estaba conmovido por la vida de Valentina, más lo estaba por la grave situación de Thomas Arbuckle. No era de extrañar que no hubiera querido hablar de ella, y menos aún compartir con su hija lo que había vivido.

– Así que ya lo ves -concluyó Alba muy seria-. No puedo volver.

– ¿Por qué no?

– Porque no puedo enfrentarme a mi padre ni a Margo. Estoy demasiado avergonzada.

– Pamplinas. ¿No acabas de decirme que ahora quieres más a Valentina que antes porque conoces y comprendes sus defectos?

– Sí, pero eso es distinto.

– No veo por qué. Yo no te quiero a pesar de tus defectos. Yo te quiero precisamente por ellos. Te hacen distinta del resto del mundo, Alba. Querer ño consiste simplemente en seleccionar las partes buenas, sino en asumir el todo y quererlo como es.

– Me gusta esto porque aquí nadie sabe cómo era antes. Aquí me juzgan por lo que ven.

– Eso significa que tu padre, Margo y yo te queremos aún más, porque te hemos querido siempre.

– ¡No seas tonto! -dijo Alba con una risilla.

– No lo soy si te digo que quiero casarme contigo. -No era la intención de Fitz soltar su proposición así. En realidad, había imaginado un marco mucho más romántico para su proposición.

– ¿Qué has dicho? -Las comisuras de los labios de Alba se curvaron tímidamente hacia arriba.

Fitz se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo arrugado de papel tisú. Lo desenvolvió con manos temblorosas para revelar un sencillo solitario. Tomó en la suya la mano de Alba y le deslizó el anillo en el dedo medio. Sin soltársela, la miró a los ojos.

– He dicho: Alba Arbuckle, ¿quieres casarte con un pobre agente literario que puede ofrecerte poco más que amor y un viejo perro maloliente?

La Alba de antaño se habría reído de él, llamándole absurdo y haciéndole sentir como un idiota por la pregunta. O quizás hubiera aceptado simplemente por el placer que proporcionaba llevar un anillo tan exquisito en la mano. Pero la nueva Alba bajó los ojos y clavó la mirada en el diamante que brillaba a la luz de la tarde.

– Era de mi abuela -dijo Fitz-. Quiero que ahora sea tuyo.

– Si me aceptas por esposa -fue la respuesta de Alba-, me consideraré afortunada de casarme con un hombre tan bueno como tú, Fitzroy Davenport.

27

Decidieron pasar un par de semanas en Incantellaria para que Alba tuviera tiempo de despedirse de su familia. Luego regresarían a Inglaterra: a Viv, a la casa flotante, a Beechfield Park, a su padre y a su madrastra, y a una nueva vida juntos.

– Volveremos, ¿verdad? -preguntó Alba, pensando en Cosima-. Les echaré mucho de menos.

– Si quieres, podemos venir todos los veranos.

– ¿Qué voy a decirle a la pequeña?

– Que no es un adiós, sino un hasta luego.

– Ya ha sufrido el abandono de su madre. Ahora volverá a sufrir por mi culpa. No soporto la idea de hacerle daño.

– Pero es que no eres su madre, cariño.

Alba negó con la cabeza.

– Soy lo más parecido a una madre que ha tenido. Será insoportable.

Fitz la besó y le acarició el pelo.

– Quizá tengamos nuestros propios hijos.

– No puedo imaginármelo.

«No puedo imaginarme queriendo a otro niño como quiero a Cosima», pensó taciturna.

– Confía en mí.

Alba suspiró en un arrebato de resignación.

– Es que me he encariñado mucho con ella.

– El mundo es cada día más pequeño. No estaréis tan lejos. -Sin embargo, Alba sabía que Fitz no podía comprender el amor que sentía por Cosima. Era la sensación más parecida que había vivido a la de ser madre. La despedida le partiría el corazón.

Alba llevó a Fitz a cenar a casa de Immacolata. A él la casa le pareció un edificio hermoso, típicamente italiano, acogedor y vibrante en el que resonaba aún el eco de las risas de una gran familia. Immacolata le bendijo y sonrió. Fitz no vio en su sonrisa nada extraño; no tenía modo de saber que en una época la sonrisa de esa anciana había sido tan inusual como el mismísimo arco iris. Beata y Falco le dispensaron una calurosa bienvenida con su parco inglés, y Toto soltó algún que otro comentario gracioso sobre el entorno habitualmente urbano de Fitz y la tranquilidad provinciana de Incantellaria. El inglés de Toto resultó sorprendentemente bueno. A Fitz le cayó bien enseguida. Toto se mostraba casi tan relajado como él y descubrió en el joven italiano un sentido del humor peculiar que entendía a la perfección. Cuando Cosima se coló en el comedor, Fitz comprendió al instante por qué Alba había llegado a quererla tanto. La pequeña echó a correr y se abrazó a la cintura de Alba con los rizos rebotándole alrededor de la cara como un enjambre de sacacorchos.

En cuanto se sentaron a cenar, Alba anunció su compromiso con Fitz. Toto propuso un brindis. Todos alzaron sus copas y admiraron el anillo con entusiasmo. Sin embargo, bajo todo ese entusiasmo se ocultaba cierta sombra de aprensión, pues todos salvo Cosima, eran conscientes de que Alba no tardaría en dejarles.

Aunque no pasó mucho tiempo hasta que Alba percibió Ja desazón que embargaba a su familia, la ponía nerviosa hablar de su partida delante de la niña. Contempló a Cosima comiéndose el prosciutto con fruición, parloteando sobre lo que había aprendido en la escuela, los juegos a los que había jugado y su ilusión por volver a salir de compras con Alba, pues había empezado a refrescar y sus vestidos de verano eran demasiado ligeros. Alba miró a Beata, que sonrió, compasiva. Se sentía incapaz de comunicar lo que ocupaba sus pensamientos. Por un lado, estaba tremendamente feliz ante la perspectiva de casarse con Fitz. Por el otro, sin embargo, el hecho de tener que marcharse de Incantellaria y alejarse de Cosima eclipsaba su felicidad como una nube gris flotando delante del sol. Estaba sentada a la sombra mientras todos los demás se encontraban bajo la luz de la lámpara.

Después de cenar, Cosima se acostó, dejando a los adultos hablando a la luz de la luna en la terraza que cubría la parra.

¿Y cuándo vas a dejarnos? -preguntó Immacolata. Había cierta sombra de dureza en su voz. Alba comprendió que estuviera resentida. Acababan de reencontrarse.

– No lo sé, nonna. Pronto.

– Pero volverá a visitarles -dijo Fitz, intentando animar el ambiente.

Immacolata levantó la cabeza, desafiante.

– Eso es lo que dijo Tommy hace veintiséis años, cuando se la llevó con él. Y nunca la trajo. Nunca.

– Pero ahora yo tomo mis propias decisiones. Para mí no va a ser fácil dejaros. Sólo puedo hacerlo sí sé que volveré pronto.

Falco puso su mano áspera y enorme sobre la pequeña mano de su madre.

Mamma -dijo, y su voz fue una súplica-. Alba tiene que vivir su vida. Demos gracias por la parte de su vida que hemos compartido con ella.

La anciana soltó un bufido.

– ¿Qué le dirás a la niña? Le vas a partir el corazón.

– También el mío quedará partido -añadió Alba.

– No os preocupéis por ella -dijo Toto, encendiendo un cigarrillo y tirando la cerilla a su espalda-. Nos tiene a nosotros.

– Es parte de hacerse mayor -intervino de nuevo Falco, muy serio-. A veces las cosas cambian. La gente también.

– Se lo diré mañana -dijo Alba-. No es un adiós.

¿Y por qué no se puede quedar Fitz con nosotros? -preguntó Immacolata, clavando sus ojos en él en un gesto de silencioso desafío. Fitz no necesitaba hablar italiano para entender lo que la anciana acababa de sugerir.

Pareció avergonzado.

– Porque tengo mi empresa en Londres. -A Immacolata no le gustaba mucho Fitz. Le faltaba arrojo.

– Tú has hecho ya tu elección -le dijo a Alba, levantándose-. Pero no esperes que me guste.

– Mañana voy a llevar a Fitz al viejo castillo en ruinas -dijo Alba, deseosa de cambiar de tema.

Immacolata se volvió con el rostro blanco como el de un cadáver.

– ¿Al palazzo de Montelimone? -graznó, apoyándose en el respaldo de la silla.

– No hay nada que ver allí -protestó Falco. La mirada huidiza que dedicó a su madre no hizo más que espolear la curiosidad de Alba.

– Tengo ganas de ir desde que llegué. Está en ruinas, ¿verdad? -Intentó descifrar la silenciosa comunicación que estaba teniendo lugar entre su abuela y su tío.

– Es peligroso. Los muros se caen a pedazos. No deberías ir -insistió Immacolata.

– Podrías llevarme a Nápoles en vez de llevarme al castillo.

Alba reconsideró sus planes. Cualquier cosa con tal de ver feliz a su abuela. Era lo menos que podía hacer, teniendo en cuenta que se marchaba.

– Muy bien, iremos a Nápoles -dijo en inglés.

– Perfecto. -A Fitz le daba igual dónde fueran mientras salieran de la casa.

A la mañana siguiente, Alba le pidió prestado el pequeño Fiat a Toto y emprendieron el viaje en dirección a Nápoles. Se sentía decepcionada. Estaba deseosa por explorar la ruina. Llevaba meses viéndola allí arriba, tentadoramente enclavada en la cima de la colina, atrayendo su mirada. No debería haberles dicho que tenía planeado subir. Simplemente tendría que haberlo hecho.

– ¿Por qué estás tan callada? -preguntó Fitz, consciente de que el rostro adusto de Alba no apartaba los ojos de la carretera.

– No quiero volver a Nápoles -fue su respuesta-. Ya lo tengo muy visto.

– Podríamos almorzar en algún buen restaurante y dar un paseo. No estará tan mal.

– No. -De pronto, la sombra se deslizó por sus rasgos como una nube-. Voy a dar media vuelta. Allí arriba hay algo, estoy segura. ¿Por qué si no iban a oponerse a que subiera? Siguen ocultándome algo. Lo presiento. Y, sea lo que sea, está ahí arriba, en ese palazzo.

Las llantas chirriaron contra el asfalto caliente de la carretera cuando pisó el freno e hizo girar el coche para volver a bajar a la costa. Ambos se vieron imbuidos por un arrebato de entusiasmo y con un propósito en común, unidos en una misión, cómplices de un mismo crimen.

No tardaron en salir de la carretera que serpenteaba junto a la costa para tomar el desvío que subía por la colina en dirección al palazzo. El camino se volvió pronto empinado y estrecho. Pasado un rato, se bifurcó a la derecha. El bosque casi lo había cubierto de maleza, espinos y hojas, y los cipreses que lo bordeaban proyectaban sobre él sus sombras de modo que empezaron a avanzar sumidos en una oscuridad casi total. Al llegar a las puertas de hierro negro, altas e imponentes, aunque desconchadas por el descuido, Alba vio que estaban cerradas con candado y que la cerradura estaba totalmente oxidada. Bajaron del coche y contemplaron primero entre los barrotes los descuidados jardines y luego la casa.

Una pared se había venido abajo por completo y estaba en ruinas. Hasta las piedras caídas eran pasto de la hiedra y de otras hierbas. El espectáculo que se abría ante sus ojos tenía tanto de atractivo como de persuasivo. Habían llegado hasta allí y no tenían intención de volver sobre sus pasos. Alba miró a su alrededor y vio que, si no les importaba sufrir algún que otro rasguño, podían colarse entre los arbustos y saltar el muro. Fitz fue el primero en saltar y al hacerlo los espinos le desgarraron los vaqueros. Luego se volvió para ayudar a Alba, cuyo corto y ligero vestido de tirantes resultó de lo más inapropiado para semejante expedición. Cuando cayó al otro lado de la pared, le embargó un arrebato triunfal. Se sacudió el vestido y se lamió el desgarrón que se había hecho en la mano.

– ¿Estás bien? -preguntó Fitz.

Ella asintió.

– Sólo un poco nerviosa porque no sé lo que nos vamos a encontrar.

– Quizá no encontremos nada.

Alba entrecerró los ojos.

– Quiero encontrar algo. No quiero volver a Inglaterra con tantas preguntas sin respuesta.

– De acuerdo, Sherlock. Vamos.

En cuanto echaron a andar por el camino que llevaba hacia la casa, a Alba le sorprendió el frío que reinaba en el lugar. Era como si el palazzo estuviera situado en la cima de una elevada montaña envuelta en su propio microclima. A pesar de que el día había sido húmedo y de que el esfuerzo que había empleado en subir la colina la había hecho entrar en calor, en los terrenos de la casa soplaba un viento helado y tuvo que frotarse los brazos para combatir el frío. Aunque el sol brillaba en lo alto del cielo, la casa estaba sumida en sombras: gris, austera y desierta. No había en ella ni un mínimo atisbo de vida, ni siquiera en los jardines, donde percibió el movimiento de las campanillas que trepaban silenciosamente por el suelo como malévolas serpientes, deslizándose entre el follaje al que ya casi habían estrangulado.

Una de las torres se había venido abajo con la pared y yacía en el jardín como un centinela caído. Las habitaciones que habían quedado a la vista estaban cubiertas de hojas y la hiedra trepaba por los suelos y se diseminaba por las paredes. Sin duda, cualquier objeto de valor había sido expoliado. Treparon entre los escombros para entrar en el edificio y miraron maravillados a su alrededor. Entre el musgo y las hojas asomaba la pintura de color azul celeste como el cielo del amanecer. Las molduras, allí donde la pared se unía al techo, eran elaboradas, y el tallado se veía mellado en algunos sitios como una fila de viejos dientes. Alba apartó con el pie capas de suciedad y de hojas del suelo y encontró el mármol intacto. Una gran puerta de roble seguía colgando de sus goznes.

– Entremos -sugirió. Fitz avanzó sobre los escombros y al llegar a la puerta descubrió que el picaporte giraba con facilidad. Entraron encantados al cuerpo principal de la casa, en el que el bosque no había logrado penetrar.

El lugar estaba prácticamente a oscuras y reinaba en él un silencio sepulcral. Alba temía hablar por si al hacerlo despertaba a los demonios que acechaban en las sombras. No tuvo que pasar mucho tiempo para que constataran que las habitaciones eran todas muy similares: vacías, desnudas y desoladas. Justo cuando estaban a punto de dar media vuelta y emprender el camino de regreso, Fitz abrió una puerta de doble hoja que ocupaba parte de la pared hasta el techo de la habitación y entró en un salón en el que se respiraba un aire totalmente distinto. Si las habitaciones anteriores eran frías y húmedas como cadáveres, aquélla vibraba con el calor de los vivos. Era cuadrada y más pequeña que las demás, y tenía una chimenea en la que todavía se veían los restos de un fuego reciente. Parecía haber sido utilizada no hacía mucho. Delante de la chimenea había un gran sillón de piel mordisqueado por los ratones. No había nada más en la habitación, tan sólo la clara sensación de que no estaban solos.

Fitz miró a su alrededor, receloso.

– Aquí vive alguien -dijo.

Alba se llevó el dedo a los labios.

– ¡Quizá no le haga ninguna gracia encontrarnos aquí! -bisbiseó ella

– Creía que nos habían dicho que aquí no vivía nadie.

– ¡Y yo!

Alba agudizó el oído intentando captar algún ruido, aunque en vano. Tan sólo alcanzó a oír los pesados latidos de su propio corazón. Volvió la mirada hacia los ventanales que daban al jardín y abrió uno. La puerta del ventanal rechinó al rascar el suelo. Fitz salió tras ella. Al parecer en el pasado había habido allí una terraza, aunque la balaustrada se había derrumbado y tan sólo quedaba en pie una pequeña porción. Alba rascó el suelo con el pie para dejar a la vista un diseño de pequeñas baldosas rojas. Fue entonces cuando divisó entre la maleza algo negro que le llamó la atención. Se acercó a grandes zancadas a la balaustrada en ruinas y escarbó debajo con la mano. Halló algo duro y metálico.

– ¿Qué has encontrado? -susurró Fitz.

– Parece un telescopio. -Lo limpió con la mano e intentó mirar por él.

– ¿Ves algo interesante?

– Lo veo todo negro -fue la respuesta de Alba, que volvió a lanzarlo entre los hierbajos.

De pronto sintieron la presencia de alguien a su espalda. Se volvieron, sobresaltados, y se encontraron con un despojo de hombre que salía a la terraza por el ventanal.

Alba fue la primera en hablar.

– Espero que no le hayamos molestado. Hemos salido a pasear y nos hemos perdido -explicó con una encantadora sonrisa.

Cuando el hombre alzó sus ojos enrojecidos y la miró, contuvo un jadeo como si algo le hubiera dejado de pronto sin aliento. Siguió donde estaba, mirándola fijamente sin apenas pestañear.

Madonna! -exclamó con una voz suave como la seda. Luego sonrió, mostrando un considerable hueco donde debería haber tenido los dientes delanteros-. ¡Ya sabía yo que me movía entre los muertos! -Tendió la mano. Alba la estrechó a regañadientes. La notó pegajosa-. Soy Nero Bonomi. ¿Quiénes son ustedes?

– Somos ingleses -respondió ella-. Mi amigo no habla italiano.

– Pero usted, querida mía, lo habla como si fuera de aquí -dijo él en inglés-. Con el pelo corto parece usted un guapo joven. Aunque también se parece a otra persona a la que conocí hace mucho tiempo. De hecho, me ha dado un buen susto. -Se pasó los dedos huesudos por el pelo rubio-. Fui un chiquillo muy guapo en una época. ¿Qué diría Ovidio si pudiera verme ahora?

– ¿Vive aquí? -preguntó Alba-. ¿En esta ruina?

– También era una ruina cuando Ovidio vivía en ella. O quizá debería decir el márchese Ovidio di Montelimone. Era un hombre magnífico. Cuando murió, me dejó el palazzo en herencia. Aunque no es que mereciera demasiado la pena. En realidad, lo único de valor eran los recuerdos, que, supongo, carecen de valor para los demás.

Alba reparó en que el hombre tenía la piel de la cara hinchada y enrojecida. Aunque parecía estar quemado por el sol, una inspección más detallada reveló que la salud de Nero estaba sucumbiendo a los efectos de la bebida. Le envolvía una nube de alcohol. Alba no tardó en percibir el olor. También se fijó en que llevaba los pantalones muy por encima de la cintura, firmemente sujetos con un cinturón, y que le quedaban muy cortos, dejando a la vista unos calcetines blancos que apenas disimulaban unos finos tobillos. Aunque no era un hombre viejo, sí mostraba la fragilidad típica de un anciano.

– ¿Cómo era el márchese? -preguntó Fitz. Nero se sentó en la balaustrada y cruzó las piernas. No parecía importarle que hubieran invadido su propiedad, ni que hubieran estado paseándose por la casa. Parecía feliz con la compañía. Apoyó la barbilla en la mano con un suspiro.

– Era un gran esteta. Adoraba las cosas bonitas.

– ¿Era pariente suyo? -Alba supo al instante que no.

– No. Yo le amaba. Al márchese le gustaban los chicos. Aunque yo no tenía ninguna cultura, él me quería. Yo no era más que un pilluelo de Ñapóles. El me encontró en la calle y me educó. Pero ya ven lo que he hecho con mi herencia. Ahora no sirvo para nada. -Se metió la mano en el bolsillo y buscó un cigarrillo-. Si usted fuera un chico, podría fácilmente robarme el corazón. -A pesar de su risa, a Alba el comentario no le hizo ninguna gracia. Nero dio un golpecito al encendedor y aspiró el humo del cigarrillo-. Con Ovidio nada era fácil. Era un hombre de grandes contradicciones. Rico, aunque vivía en una casa que se derrumbaba a su alrededor. Adoraba a los hombres y entregó a una mujer la mayor porción de su corazón. Se volvió loco por ella. A punto estuve de perderle por su culpa. -Alba miró a Fitz, que le devolvió la mirada. Aunque ninguno dijo nada, los dos sabían a quién se refería. Nero prosiguió-: Era hermosa como no podrían llegar a imaginar.

– Era mi madre -dijo Alba. Nero la miro a través de la nube de humo que se elevaba en el aire ante sus ojos-. Valentina era mi madre.

De pronto, él se encogió de hombros y las lágrimas asomaron a sus ojos. Se mordió el labio y empezaron a temblarle las manos.

– Claro. Por eso ha venido. Por eso casi la reconozco al verla.

– ¿Valentina era la amante del márchese} -preguntó Fitz.

Nero asintió. Su cabeza resultaba demasiado grande para su magro cuerpo.

– Era una mujer impresionante. Hasta yo la admiraba. Era imposible no hacerlo. Tenía algo que parecía hechizarlo todo a su alrededor. Un encanto, muy mágico. Yo no era más que un chiquillo de la calle y aun así encontré en ella a mi contrincante. Les ruego que me perdonen.

– Oh, vamos -dijo Fitz, intentando consolarle-. ¿Qué deberíamos perdonarle?

Nero se levantó.

– He dejado caer este lugar en el abandono. Hace unos años hubo un incendio en un ala de la casa. Fue culpa mía. Estaba bebiendo con unos amigos… He dejado que se derrumbe a mi alrededor. Ya no queda dinero. No he hecho una sola de las cosas que él me pidió. Pero vengan. Sí hay algo que he conservado tal y como él lo dejó.

Le siguieron por un serpenteante sendero que bajaba por la colina flanqueado por una avenida de cipreses. Al final del sendero, sobre el mar, se erigía una casa de pequeñas dimensiones de piedra gris. A diferencia del palazzo, la casa no había sido invadida por el bosque. Apenas un puñado de intrépidas ramas de hiedra trepaban por los muros y se enroscaban a los pilares. Era una perfecta locura, como algo salido de un cuento de hadas, un lugar en el que podrían haber vivido los duendes. Fitz y Alba sintieron que su curiosidad iba en aumento. Entraron detrás de Nero, mirando por encima de su hombro sin apenas dar crédito pues, a diferencia del palazzo, el pequeño escondite secreto permanecía intacto. Había permanecido congelado en el tiempo.

La construcción constaba de una sola habitación: un cuadrado de armónicas proporciones con un techo abovedado y exquisitamente pintado con un fresco de un cielo azul nublado lleno de querubines desnudos. Las paredes que sostenían la cúpula eran de un cálido color terracota y el suelo estaba cubierto de alfombras, gastadas por el constante trasiego de pies, aunque no raída. Una gran cama de dosel dominaba la estancia. El verde de las sedas que la cubrían se había descolorido, pero el edredón, confeccionado con la misma tela, conservaba su vivo color original. Sobre el edredón había un cobertor elaboradamente bordado que había empezado a deshilacharse en las puntas. Además de la cama, completaban el mobiliario una chaise longue, un sillón tapizado, un escritorio con incrustaciones de roble con un tintero de cristal y una pluma sobre un secante de piel y papeles y sobres con el nombre del márchese Ovidio di Montelimone. De las barras colocadas sobre las ventanas colgaban pesadas cortinas de terciopelo. Las contraventanas estaban cerradas y una estantería soportaba el peso de hileras y hileras de libros encuadernados en piel.

En cuanto observó detenidamente la estantería, Alba reparó en que todos los libros versaban sobre historia o sobre erótica. Pasó los dedos por las cubiertas, apartando el polvo para dejar a la vista los relucientes títulos repujados en oro.

– A Ovidio le encantaba el sexo -dijo Nero, acomodándose en la chaise longue-. Este era su santuario. El lugar al que venía cuando quería huir del decadente palazzo y de los ecos de ese glorioso pasado que había dejado que se le colara entre los dedos-. Se volvió a mirar al techo y dio una calada al cigarrillo, ya tan consumido que amenazaba con quemarle los dedos amarillentos-. Ah, las horas de placer que disfruté en esta pequeña gruta encantadora. -Suspiró teatralmente y dejó que sus ojos se posaran perezosos en Alba, que en ese momento estudiaba los cuadros de las paredes. Eran todos escenas mitológicas de jovencitos o de niños desnudos. Estaban hermosamente enmarcados y formaban un collage en las paredes. Una pequeña alcoba abierta en la pared albergaba una estatua colocada sobre un pedestal negro y dorado. Era una réplica en mármol del David de Donatello-. ¿No le parece exquisito? Es como una pantera, ¿verdad? Era la languidez de la pose lo que encantaba a Ovidio. Lo mandó hacer especialmente para esta gruta. No paraba de acariciarlo. A Ovidio le encantaba tocar. Era un sensualista. Como ya les he dicho, le gustaban las cosas bonitas.

– Como Valentina -dijo Alba, imaginando a su madre sentada ante el delicado tocador, cepillándose el pelo delante del espejo estilo reina Ana. Vio que también en la gruta había filas de botellas de perfume, cepillos de plata y un tarro de maquillaje. ¿Habrían pertenecido también a su madre?

– Como Valentina -repitió Nero, cuyos ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

Alba se paseó por la habitación y pasó por delante de una chimenea de mármol, que vibraba aún con el calor que había proporcionado al márchese y a sus amantes, y de un armario de cajones, todos ellos vacíos. Luego se dejó caer sobre la cama. Se sintió incómoda. No quería mirar a Nero. El instinto le decía que aquel hombre estaba a punto de confesarle algo terrible. Se volvió y contuvo el aliento. Sus ojos quedaron prendidos en el retrato de una hermosa joven que estaba tumbada desnuda sobre la hierba. Tenía unos pechos jóvenes y generosos, las caderas redondas y blandas y el vello púbico era un arrebato de oscuridad que contrastaba con la blancura de sus muslos. Alba se estremeció. La larga melena oscura, los ojos risueños y la misteriosa sonrisa que jugueteaba en esos labios eran inconfundibles. Cierto: en la parte inferior del cuadro pudo leer las palabras «Valentina, tumbada desnuda. Thomas Arbuckle, 1945».

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué pasa? -Fitz se acercó a toda prisa.

– Es Valentina.

– ¿Qué?

– El último retrato que mi padre le hizo a mi madre. El cuadro que buscó tras la muerte de Valentina y que nunca llegó a encontrar. Ella se lo dio al márchese.

Alba entendió entonces por qué su padre había intentado dar con el dibujo desesperadamente. Era el más íntimo de los retratos. Un cuadro que debería haber sido contemplado sólo por los ojos de ambos. Y, sin embargo, ella lo había regalado. Lo descolgó de la pared y le quitó el polvo al marco. Fitz se sentó junto a ella en la cama. Ninguno reparó en que los hombros de Nero habían empezado a temblar.

– ¡Cómo pudo hacer el márchese algo así! -exclamó Alba, furiosa-. ¡Y cómo pudo ella…! -Recordó el rostro gris y atormentado de su padre la noche en que ella le había dado el primer retrato. Qué poco le había comprendido entonces-. Se me parte el corazón cuando imagino a papá buscando este retrato, cuando siempre había estado aquí, con este cerdo. Dondequiera que él esté, escupo sobre su tumba.

Nero se volvió. Su rostro era una herida abierta.

– Ahora ya saben por qué esta casa está maldita. Por qué está en ruinas. Por qué se convertirá en polvo. Y por qué asesinaron a Ovidio. -Su voz era poco más que un aullido desesperado, el de un animal herido.

Perplejos, Fitz y Alba clavaron en él la mirada.

– ¿Al márchese también lo mataron? -preguntó Fitz.

– A mi Ovidio lo asesinaron. -Nero cayó al suelo y se acurrucó sobre sí mismo hasta quedar hecho una bola.

– ¿Por qué le mataron? -preguntó Alba, confusa-. No lo entiendo.

– Porque fue él quien mató a Valentina -gimoteó-. Porque él la mató.

28

Fitz y Alba encontraron a Lattarullo tomando limoncello en la trattoria con el alcalde jubilado. Cuando se acercaron a él, la expresión de su rostro se tornó grave, pues les vio pálidos, como si acabaran de estar andando entre los muertos. El alcalde se disculpó para dejarlos a solas. Mejor que discutieran de esos asuntos con el carabiniere. A fin de cuentas, él había conocido al padre de la chica y había sido el primero en llegar a la escena del crimen. Esperaba que no se dedicaran a remover el pasado. Mejor dejar las cosas como estaban y olvidar lo ocurrido.

– Sentaos -dijo Lattarullo con una sonrisa forzada.

– Tenemos que hablar -empezó Alba. Tomó a Fitz de la mano-. Acabamos de estar en el palazzo.

Lattarullo se encogió de hombros.

– Habéis hablado con Nero -dijo-. Es un borracho. No tiene dinero. Lo ha dilapidado todo en alcohol y en el juego. Está tan arruinado como la casa.

– El márchese mató a Valentina. ¿Por qué? -La voz de Alba sonó formidable.

El carabiniere se recostó contra el respaldo de la silla y se mordió un labio.

– Habéis resuelto un caso que ni el mejor de los detectives supo resolver en su día.

– Ni siquiera lo intentaron -replicó Alba.

– Tenían a Lupo Bianco. ¿Qué podía importarles un asunto doméstico como ése?

– ¿Por qué la mató? El la amaba.

– Porque no quería que fuera para tu padre.

– ¿Estaba celoso?

– Si no podía ser suya, no sería de nadie. Valentina le había hecho enloquecer. Así era ella. Volvía locos a los hombres. El márchese estaba ya más loco que los demás.

– Sé que tenía un amante alemán. He visto sus cartas.

– Sí, tenía un protector alemán. De hecho, tenía muchos protectores. A todos los volvía locos. Hasta a los que no quería.

– No tiene ningún sentido -apuntó Alba con un profundo suspiro.

– Y menudo desperdicio. -Lattarullo se volvió y pidió tres litnoncellos al camarero.

Fue horas después, esa misma tarde, mientras Alba estaba sentada en la terraza con Fitz y con Falco, cuando toda la verdad salió por fin a la luz. Immacolata y Beata se habían retirado a sus habitaciones y Toto estaba con unos amigos en el pueblo. Cosima dormía ya, abrazada a su muñeca de trapo y a los recuerdos felices del día. El sol del crepúsculo doraba los últimos suspiros de la tarde desde un cielo claro y acuoso, tiñendo las nubes que flotaban en él como algodones de azúcar. Era una escena magnífica. Alba era consciente de su inminente partida y un insoportable pesar le inundaba el corazón.

Cuando le enseñó el retrato a su tío, Falco se frotó el mentón.

– ¡Madonna! -jadeó, mirándolo más de cerca-. ¿Dónde lo has encontrado?

– En el palazzo -respondió ella desafiante.

El rostro tosco de Falco se tornó solemne.

– Entonces, ¿habéis subido?

– Ya me conoces, Falco. Nunca me doy por vencida.

– Nero nos ha enseñado la gruta -dijo Fitz-. Es allí donde Alba ha descubierto el retrato.

– Y la verdad -añadió ella-. El márchese mató a mi madre.

Falco se sirvió un vaso de agua y tomó un sorbo.

– Así que el cuadro ha estado allí desde el principio -masculló.

– Ella no tenía ningún derecho a regalarlo -gruñó Alba-. Era de mi padre.

– Tienes que llevárselo -dijo su tío.

– No puedo. -Alba suspiró, recordando el efecto que el primer retrato había provocado en él.

– Creo que te equivocas, Alba. Me parece que deberías decírselo.

– Falco tiene razón. Creo que ha llegado la hora de que sepa la verdad -intervino Fitz con suma prudencia.

Alba suspiró, resignada.

– No puedo creer que el muy bastardo matara a mi madre por celos. Resulta demasiado vano.

Falco arqueó la ceja.

– ¿Quién os lo ha dicho?

– Lattarullo -respondió Alba.

Su tío se quedó pensativo durante unos segundos.

– Esa no es toda la historia -declaró con expresión de profunda gravedad.

A Alba el corazón le dio un vuelco.

– ¿Hay más?

– El márchese mató a Valentina por ti.

Alba estaba horrorizada.

– ¿Por mí?

– Creía que eras hija suya.

Alba se llevó la mano al cuello, casi incapaz de respirar.

– ¿Y cómo sabes que no lo soy? ¿Lo soy? -Le horrorizaba dudar de pronto de su propio origen.

– Valentina lo sabía. Y, en el fondo de su corazón, el márchese también.

– La mató para vengarse -dijo Fitz, meneando la cabeza-. Menudo cobarde.

– Porque la había perdido y porque también iba a perderte a ti. El márchese no tenía herederos. Era un hombre viejo y triste. Valentina y tú erais su futuro, su vida. Sin vosotras, no le quedaba nada. Decidió robarle el futuro a Tommy del mismo modo que Valentina le estaba robando el suyo.

– Nero ha dicho que le mataron. -Los ojos de Alba y los de Falco se encontraron. El no apartó la mirada. Había en su mirada la dureza de la amatista.

– Digamos que aquí, en el sur, las familias tienen su propia forma de clamar venganza.

¿Tú, Falco? -La voz de Alba apenas era un susurro.

– Le corté el cuello como él se lo cortó a Valentina y me quedé allí viéndole morir, ahogándose en su propia sangre -dijo. El simple acto de descargarse de su secreto borró la oscura sombra de sus ojos-. Fue una cuestión de honor.

Unos días más tarde, Alba decidió contarle a Cosima que se iba. La llevó al pueblo para comprarle vestidos nuevos en la tienda de los enanos, con la esperanza de que la excitación de unas cuantas compras compensara a la pequeña por la desilusión que estaba a punto de sufrir. Cosima se probó los vestidos, giró sobre sí misma como una bailarina y se tomó su tiempo para decidirse, como ya lo había hecho la primera vez que Alba la había llevado de compras. Como se sentía culpable y quería que la niña la recordara con cariño, Alba le compró cinco vestidos, con sus respectivas chaquetas y leotardos a juego y un abrigo azul para los días de mucho frío. Aunque Cosima estaba visiblemente abrumada, en esa ocasión no lloró. Dio las gracias a su prima, alzando su carita hacia la de ella para darle un beso en la mejilla. Alba tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener las lágrimas. Todavía no se había ido y ya sentía que el corazón estaba empezando a partírsele.

Llevó a Cosima por el sendero que serpenteaba entre las rocas hasta la torre de observación, donde la había retratado por primera vez. Parecía que hubiera pasado toda una vida. En apenas unos meses, Alba había vivido muchas cosas.

– ¿Quieres que haga un pase de modelos esta noche?

– Por supuesto. Tienen que ver tu nueva colección de otoño -respondió Alba, impostando una voz colmada de felicidad.

– Es que me has comprado muchos vestidos -dijo Cosima, haciendo especial hincapié en el «muchos»-. Cinco. Son preciosos. Me encantan las cosas bonitas.

– Eso es porque tú también eres bonita. Y no sólo bonita, Cosima, sino también dulce, cariño.

– Tendríamos que haber traído comida. Tengo hambre.

– Es por todas estas compras. Te agotan. Espera a que vengas a Londres y verás lo que es ir de compras. Quizá cuando seas un poco más mayor… -Cosima asintió, incapaz de asimilar la idea de Londres-. Cariño, tengo algo importante que decirte. -Tosió antes de proseguir. La niña alzó su mirada clara y sonrió, expectante-. Pronto me iré. -Parpadeó para reprimir las lágrimas al tiempo que se le quebraba la voz.

Cosima palideció.

– ¿Te vas? -repitió.

– Sí. Fitz me ha pedido que me case con él.

– ¿Adonde vas?

– A Inglaterra.

– ¿Y no puedo ir contigo?

Alba la estrechó entre sus brazos y la besó en la cabeza.

– Mucho me temo que no. ¿Qué haría tu papá sin ti? ¿Y la nonna? Por no hablar de nonnina. Sin ti se pondrían muy tristes.

– Pero es que yo estaré muy triste sin ti.

– Volveré a visitarte.

– ¿Ya no me quieres? -preguntó con un hilo de voz, y Alba volvió a oír cómo le retumbaba el corazón, esta vez más fuerte y de un modo mucho más despiadado.

– Oh, Cosima. Claro que te quiero. Te quiero tanto que llega a doler. No quiero dejarte. Quiero casarme con Fitz y vivir aquí, pero él tiene su trabajo en Londres. No es italiano como yo. Si es duro tener que separarme de la familia, separarme de ti va a ser terrible. Aunque deberíamos verle la parte positiva. Te escribiré, te llamaré por teléfono y te enviaré vestidos desde Londres. Son mucho más bonitos que los que te he comprado hoy. Mucho, mucho más. Y vendré a verte. Y un día, cuando seas mayor, tú podrás ir a visitarme a Londres. -Siguieron sentadas en silencio, fuertemente abrazadas, mientras el día se despedía lentamente.

Alba sé quedó otros diez días con los Fiorelli. Mientras seguía entre ellos, Cosima se olvidó de su inminente partida. Los niños viven el momento y, con Alba allí, el presente era un momento feliz. Hizo su pase de modelos y el aplauso que recibió fue mayor que el que había recibido meses antes, aunque no sabía que los adultos estaban intentando compensarla. Alba enseñó a Fitz todos los lugares que desde su llegada a Incantellaria se habían convertido para ella en rincones especialmente queridos: la vieja torre de observación, el limonar y el arroyo. Le mostró sus cuadros, que había colgado en su habitación y por toda la casa, donde Immacolata había puesto a la vista los mejores retratos de su biznieta. Fitz estaba impresionado. Los descolgaba y los estudiaba con atención, abrumándola con sus cumplidos una y otra vez.

Immacolata estaba de mal humor. Aunque había abandonado el luto, mostraba el duelo en la cara: larga y gris, iba por ahí con una expresión permanentemente enfurruñada. Sólo en el puerto, cuando Alba estaba a punto de partir, accedió a abandonar su actitud.

– Si estoy enfadada, es porque te quiero -dijo, tomando el rostro de Alba en sus manos y besándole en la frente.

– Os llamaré por teléfono, y también os escribiré y vendré a veros. Prometo volver pronto -explicó Alba, presa de un repentino ataque de pánico.

– Ya lo sé. Ve con Dios, mi pequeña, y que él te proteja. -Se santiguó enérgicamente y la soltó. Alba abrazó a Beata y a Toto, pero reservó el mayor abrazo para Falco. Se abrazaron durante un largo instante antes de volver a separarse.

Cosima se dejó engullir por el feroz abrazo de Alba. Las dos lloraban. Fitz tomó a Alba de la mano y la ayudó a subir al barco. El pequeño grupo siguió en el muelle, profundamente consternado. Fue una despedida triste. Cuando el barco salía ya del puerto, Cosima levantó su manita y la agitó en el aire.

29

La cocinera había preparado bollos y mermeladas caseras para el té. Los bollos eran deliciosos a cualquier hora, pero nunca tanto como en invierno, cuando la humedad y el frío exigían verse compensados con algo caliente y dulce. Verity Forthright se metió uno en la boca, que había empezado a hacérsele agua mucho antes de su llegada a la pequeña casa que la cocinera ocupaba en la finca de los Arbuckle. Los bollos eran pequeños, cabían perfectamente en la boca y se deshacían en la lengua. Verity cogió la servilleta de lino, que era una de un conjunto de seis unidades que la anciana señora Arbuckle le había regalado a la cocinera unas Navidades, y se limpió las comisuras de los labios.

– Edith, querida, no hay nadie como tú en la cocina. Hay que ver lo sabrosos que están estos bollos. -La cocinera untó uno con mantequilla para ella.

– Creo que prepararé unos bollos para la merienda de bienvenida a Alba -respondió, pensativa-. Naturalmente, asaré unas patatas para el almuerzo. Si mal no recuerdo, a Fitzroy le gustaron mis patatas asadas. -A Verity volvió a hacérsele la boca agua.

– Es todo muy repentino, ¿no te parece? -dijo, entrecerrando los ojos y untando una generosa cucharada de mermelada en su segundo bollo.

– Alba nunca fue una chica convencional. Eso no va con ella. Al parecer, según me ha dicho la señora Arbuckle, Fitzroy se fue a Italia para pedirle que se casara con él. -Sonrió ante lo romántico de la escena.

– Afortunadamente para él, Alba aceptó. De lo contrario, habría sido un viaje en vano -dijo. La cocinera les sirvió sendas tazas de té.

– Alba llamó por teléfono desde Italia con la buena noticia. A mí me parece una pareja encantadora. Encantadora -repitió-.

Él es un hombre tranquilo y bueno, y ella, volátil y apasionada. Se complementan a la perfección.

– Pues no es eso lo que pensabas hace seis meses -le recordó Verity.

– Toda mujer está en su derecho de cambiar de opinión.

– Quizás él haya logrado calmarla un poco. La chiquilla lo necesitaba. Como también necesita llevar faldas más largas. Él es un hombre sensato. Quizás haga de ella una mujer más respetable. Sé muy bien que la señora Arbuckle estaría encantada.

– A la señora Arbuckle le gustan las cosas como son -dijo la cocinera, dejando la taza en el plato-. Es una mujer refinada. Aunque no lo sea de nacimiento como la anciana señora Arbuckle. La actual señora Arbuckle lo es por matrimonio y eso marca la diferencia. Yo diría que esa clase de personas son siempre afectadas. Le preocupa mucho la clase y los orígenes de los demás. Afortunadamente, o al menos eso es lo que me ha dicho, Fitzroy procede de una muy buena familia de Norfolk. Conoce a un primo suyo. Como ella dice, es una persona «adecuada».

– Imagino que la señora Arbuckle estará ya muy contenta simplemente con casar a Alba -dijo Verity. La cocinera se dio cuenta de que Verity estaba intentando cotillear con ella, y de hecho la noticia la tenía demasiado contenta como para resistirse a comentarla.

– Alba siempre ha sido para ella una gran preocupación. Bueno, para ella y para su marido. Siempre llegaba casa con una tormenta amenazando entre los ojos. Es todo culpa de esa madre. Esos italianos son de armas tomar. A la señora Arbuckle le gusta la gente de su propio mundo y la verdad es que Alba nunca ha encajado del todo. En cuanto se case, se habrá quitado un peso de encima. Caroline será la siguiente, acuérdate de lo que te digo.

Verity no estaba en absoluto interesada en Caroline. Se metió un tercer bollo en la boca y volvió a centrar la conversación en Alba.

– ¿No crees que al capitán le entristecerá un poco la boda de su hija? A fin de cuentas, siempre me has dicho que, de todos sus hijos, Alba es para él la más especial.

– Eso creo, aunque no porque haya dicho nunca nada. Se lo he visto en la mirada. Mi Ernie siempre decía que tengo la intuición de una bruja. Alba es capaz de herir al señor Arbuckle como nadie. Se me parte el corazón cuando le veo sufrir por culpa de la malicia de esa chica. Él le da todo lo que ella quiere, todo. La chiquilla no ha trabajado un solo día de su vida, y todo gracias a la generosidad del capitán. Aun así, hace unos días ocurrió algo muy extraño. -Vaciló. Se había jurado no decírselo a Verity, consciente como era de que la noticia no tardaría en circular por el pueblo incluso antes de que el viejo buitre hubiera tenido tiempo para digerirla. Sin embargo, el peso de la información era demasiado para cargar sola con él. La boca de Verity dejó de masticar de pronto y se sentó muy tiesa. La cocinera lamentó haber empezado a hablar. Aunque sólo le contaría a Verity los fragmentos más jugosos, se dijo-. Llegó una carta de Alba.

– ¿Una carta?

– Dirigida al capitán. Reconocí su letra y el matasellos italiano.

Verity se ayudó a tragarse el bollo con un sorbo de té.

– Bueno, pues el capitán se fue al estudio a leerla. Yo estaba ocupada con el armario de las bebidas, de modo que pude verle la cara mientras la leía. La carta era larga, páginas y mas páginas escritas con su letra grande y descuidada. No me costó tampoco ver a contra luz que la carta estaba llena de tachaduras.

– ¿En ese caso estarías muy cerca del capitán?

– Mucho. Estaba tan absorto en el contenido de la carta que ni siquiera se dio cuenta de mi presencia.

– ¿Y qué decía la carta?

La cocinera suspiró y se encogió de hombros.

– No lo sé. Lo único que sé es que cuando terminó de leerla, estaba transformado.

Verity pareció desconcertada.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, parecía más joven.

– ¿Más joven?

– Sí. Y más feliz. Ya no tenía esas ojeras oscuras. Si quieres saber lo que pienso, te diré que hubo algo en esa carta que le devolvió la juventud.

– Vamos, Edith, no exageres.

– No exagero. Fue muy curioso. Como si por fin se hubiera quitado un gran peso de encima. Algo pesado y triste. Como si hubiera desaparecido.

¿Y qué pasó entonces?

– Se quedó allí sentado, frotándose el mentón y mirando fijamente el retrato de su padre que cuelga de la pared.

– ¿De su padre?

– Sí, el del anciano señor Arbuckle. No sé en qué podía estar pensando, pero se quedó ahí sentado un buen rato, pensando.

– ¿Qué crees tú que decía la carta? -preguntó Verity, llevándose la taza de té a los labios con un sonoro sorbido.

– Bueno, oí hablar al señor y a la señora Arbuckle en el salón poco después. Yo estaba en la sala, preparando las cosas para la cena. Cuando están solos, a menudo les gusta comer allí, en la mesa del refectorio.

– Ya, ya, pero ¿qué decían?

– Hablaban en voz muy baja. Creo que sabían que yo estaba por ahí fuera porque me oían hacer ruido con los platos y cubiertos. No es fácil no hacer ruido con la cubertería. Por eso hablaban en voz baja y no pude escucharlo todo. Pero sí pude oír la frase: «Alba ya sabe la verdad». Luego el señor dijo, no sin cierta alegría: «Se ha disculpado». La verdad es que me sorprendió, porque no creo que Alba se haya disculpado una sola vez en toda su vida.

Verity frunció el ceño.

– ¿Y por qué iba a disculparse? ¿A qué verdad se refería?

La cocinera sintió que se acaloraba. «Basta -se dijo-. Ya le has dicho bastante a Verity.» Tenía el rostro de su amiga incómodamente próximo al suyo. No iba bien. Estaba a punto de soltárselo todo.

– Resulta todo de lo más desconcertante, pero si quieres que te diga lo que pienso, diría que Alba descubrió algo más desde que se marchó a Italia a buscar a la familia de su madre. No sé qué… -Verity la miraba con ojos de serpiente-. Oh, querida -dijo de pronto-. A ti no puedo ocultártelo. Tengo que decírselo a alguien. Oí la palabra… -guardó silencio y añadió con un fuerte susurro-: asesinato.

En cuanto logró asimilar y digerir la palabra, Verity soltó un suspiro.

– Santo Dios. No creerás que el capitán mató a su mujer, ¿verdad?

La cocinera se retorció las manos.

– No. Pero ¿qué otra cosa podría ser?

– ¿Y por qué iba Alba a disculparse por eso?

– Querida Verity, Alba se estaba disculpando por haberlo descubierto.

– Claro.

– Jamás hubiera imaginado que el capitán fuera capaz de cometer un asesinato -dijo la cocinera.

– Recuerda que eran tiempos de guerra. El mataba alemanes a diestro y siniestro, ¡y bien que hacía! Y si Valentina era la mitad de temperamental que Alba, ¡no le culpo!

– ¡Que Dios te castigue por lo que acabas de decir! -la reprendió la cocinera.

– No hasta que me haya comido el último bollo -dijo Verity, metiéndoselo en la boca.

La cocinera se sintió aliviada después de haber compartido el secreto con su amiga. Verity, sin embargo, no tenía la misma sensación. Las náuseas que de pronto sentía nada tenían que ver con las revelaciones de la cocinera y sí con los bollos. Su vergüenza fue mayúscula cuando, de camino a casa, tuvo que parar el coche al final del camino y vomitar sobre unos arbustos.

Cuando el taxi que llevaba a Fitz y a Alba al centro de Londres giró para adentrarse por Earls Court, ella se olvidó de la pena que le causaba haberse marchado de Incantellaria y se removió en su asiento presa de la excitación. Era un despejado día de octubre. El sol entraba a raudales por la ventanilla para quedar atrapado en el anillo de compromiso que lanzaba destellos desde su mano.

– No puedo creer que estemos en casa -dijo con un suspiro, viendo brillar el anillo y moviendo los dedos para atrapar con él la luz-. Pensar en mis armarios llenos de ropa bonita. Podría morir de tanta felicidad. -Fitz estaba preocupado por el estado del barco de Alba. Conociéndola como la conocía, probablemente ni siquiera habría vaciado la nevera antes de marcharse y el lugar debía de apestar-. Me siento como si hubiera estado fuera toda una vida.

– Espero que tu barco siga donde lo dejaste.

El taxi se adentró por Cheyne Walk. Alba tensó la espalda y miró por el parabrisas.

– ¡Ahí está! -anunció, señalando al barco. Y luego-: ¡Santo Dios!

Fitz se inclinó hacia delante, con el corazón en un puño al pensar en la desecada casa flotante de Alba. Pagó al taxista y la siguió por el pontón con las maletas.

– Casi no la reconozco -dijo ella, encantada-. ¡Pero si hasta le han dado una mano de pintura!

– ¡Viv! -exclamó Fitz, soltando las maletas-. Te ha llenado la cubierta de plantas y de flores. Pero si parece casi tan inmaculada como la suya, aunque la tuya es más excéntrica, como tú. -Alba introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

– Hasta huele a Viv -dijo con una carcajada, olfateando el olor a incienso que impregnaba el aire del barco. La escritora había lavado y planchado toda la ropa que había encontrado colgada en el cuarto de baño. También había limpiado el interior de arriba abajo. Alba abrió la nevera-. ¡Ha comprado leche! -gritó-. ¡Podemos tomar una taza de té! -Fitz entró las maletas y recorrió el lustroso pasillo que llevaba a la cocina.

– ¿Cómo habrá entrado? -preguntó.

– Tiene una llave. Se la di hace siglos, por si se me incendiaba la casa o pasaba algo mientras yo estaba fuera. -Fitz la estrechó entre sus brazos y la besó.

– Olvídate del té -dijo-. Tengo una idea mucho mejor.

Alba le lanzó una mirada maliciosa.

– Después de todo, no somos tan distintos -dijo entre risas. Le llevó a su dormitorio bajo la claraboya. La habitación estaba limpia y ordenada. Habían arreglado la gotera. Encontraron una nota sobre la cama.

Como éste será el primer puerto donde recalarás, he decidido dejar la nota encima de la cama. Probablemente no estaré aquí cuando llegues, pues Fitzroy no parecía saber cuándo volvería a casa. Sólo espero que te hayas portado decentemente y hayas accedido a casarte con él. Pobrecillo, ¡lo que suspiraba por ti! Me he tomado la libertad de quitar el polvo del barco. Estaba hecho un auténtico desastre y me amargaba el desayuno todas las mañanas al verlo. Por no hablar del olor a excrementos de ardilla. No acabo de entender por qué no harán sus cosas en otro sitio. Bienvenida a casa, querida, y perdona a esta vieja amiga por ser tan amarga y retorcida. ¡Lo de la cabra fue la monda y también yo te perdono! Volveré pronto. Estoy en Francia con Pierre (pregúntale a Fitzroy). El amor jamás me había sentado tan bien. Besos en abundancia. Viv.

Alba miró a Fitz fijamente.

– El amor jamás me había sentado tan bien -dijo, acariciando su rostro rasposo con la mano-. ¿Suspirabas por mí?

– Sí -fue la respuesta-. Viv me convenció para que fuera a buscarte.

– La buena de Viv.

– Es una buena amiga, Alba.

– También tú. Gracias, Fitz, por serme fiel.

– Huiste con mi corazón. Tenía que recuperarlo.

– Ahora es mío -dijo ella con una sonrisa-. Y esta vez pienso conservarlo. Voy a tratarlo con cuidado.

Fitz la rodeó con sus brazos y tiró de ella hacia la cama. Esta vez, hacer el amor con Alba fue un episodio lento, íntimo y tierno. Elle entregó su alma y recibió la de ella a cambio. Alba era como una extraña y hermosa mariposa que él podía por fin tener en sus manos. No echó a volar.

Tras disfrutar de un largo baño, caliente, Fitz se tumbó en la cama mientras Alba revisaba sus armarios y decidía qué ponerse para ir a visitar a su padre y a su madrastra. Fitz se fijo en que no tiraba las prendas descartadas al suelo como solía hacerlo, sino que las doblaba y volvía a guardarlas en el armario. Alba se rió al ver las botas de ante azul con suela de madera y las medias estampadas, las faldas diminutas y los abrigos de colores vivos.

– Había olvidado que tenía tantas cosas -masculló, paseando la mirada por las filas de bolsos y de zapatos-. Qué extravagante era, Dios mío. Y a Cosima le parecía que cinco vestidos eran el fin del mundo. -Contuvo el aliento cuando se acordó de la pequeña diciéndole adiós desde el muelle. Se volvió a mirar a Fitz-. No sé qué ponerme. No hay nada que me sirva. Ya no quiero ir por ahí pareciendo una furcia. Quiero parecer una chica que está a punto de convertirse en la señora de Fitzroy Davenport. Esta ropa ya no va con ella.

Él se rió.

– Oh, cariño. Volverás a acostumbrarte a ella. Mientras tanto, ¿por qué no te pones unos vaqueros y un suéter?

– ¡No quiero volver a llevar esta ropa nunca más! -Sus cejas se unieron en un ceño-. Soy otra mujer.

Fitz se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

– Te pongas lo que te pongas, estarás preciosa.

Alba se deshizo de su abrazo y, frenética, se puso a buscar en los cajones. Por fin, en un arranque de exasperación, sacó unos vaqueros desteñidos y una camisa blanca.

– ¿Qué tal esto?

– Perfecto para la futura señora de Fitzroy Davenport. -Ella sonrió y él respiró, aliviado-. ¿Qué pensará Margo cuando se dé cuenta de que ni David ni Penélope Davenport figuran en la lista de invitados? -dijo, riéndose entre dientes.

– Con un poco de suerte, lo habrá olvidado.

– ¿Te parece que debería decirle la verdad?

– No es un buen plan.

– Probablemente debería inventarme una dirección falsa para ellos.

– Eso está mejor. Siempre puedes decir que lamentan no poder asistir. -Aunque Alba intentaba parecer alegre, había algo que la estaba incomodando. Recorrió con la mirada la habitación que contenía tantos recuerdos, recuerdos que pertenecían ya a una vida que había dejado atrás-. Vámonos -sugirió-. Podemos coger un taxi a tu casa, recoger tus cosas e irnos en coche a Beechfield. Me gustaría salir cuanto antes.

– ¿No preferirías llamar antes?

– No. Siempre he sido partidaria del factor sorpresa.

Fitz preparó sus cosas mientras Alba se tumbaba en el sofá a leer los periódicos. Sprout seguía en el campo, en casa de su madre, sin duda disfrutando de una dieta a base de filete y de hígado troceado. La madre de Fitz nunca había superado del todo que sus hijos hubieran abandonado el nido familiar.

– No querrá volver -le gritó Fitz a Alba desde el dormitorio-. Y yo no podría soportarlo. La vida sin Sprout sería tristísima. -Pero Alba no le escuchaba. Tampoco leía los periódicos. Su mente había vuelto junto a Cosima y Falco.

El paseo en coche por las carreteras secundarias del campo era justo lo que Alba necesitaba para animarse. La visión de las hojas caídas, teñidas de dorado por el sol del otoño, le reconfortó el corazón. Mecidas por el viento en el aire, dibujaban hermosos tirabuzones antes de aterrizar en el suelo, ligeras como copos de nieve, mientras, de vez en cuando, un faisán echaba a volar desde los setos, rociando con sus plumas el aire. Los campos recién arados se extendían desnudos bajo el cielo y unos grandes pájaros negros picoteaban el maíz dejado allí por las cosechadoras. Junto con la primavera, el otoño era su estación favorita, pues disfrutaba sobremanera del cambio, antes de que el verano perdiera su fuerza, mientras el invierno dormía aún. Esperaba poder comprar con Fitz una pequeña casa en el campo. Vivir una vida más tranquila. Ya no se sentía cómoda en la casa flotante y Londres había perdido a sus ojos todo su atractivo. Miró a Fitz, que conducía a su lado. Le haría feliz.

Se le inflamó el corazón en cuanto el coche se adentró por el camino de acceso a la casa. La gravilla estaba salpicada de hojas naranjas y marrones que Peter, el jardinero, se afanaba por barrer para quemarlas después. El hombre inclinó la gorra al verla y Alba le devolvió el saludo con la mano. No se sentía una extraña al llegar a casa, como tantas otras veces en el pasado. Sentía que aquél era su sitio, pues cada uno de los rincones de la propiedad albergaba recuerdos de su infancia. Recuerdos olvidados en su día y por fin recuperados.

Fitz tocó la bocina. La casa se alzó ante ellos, imperiosa y callada, y la curva de su tejado pareció desvelar una sonrisa secreta, después de haber sido testigo, silenciosamente divertida, de los avatares de las vidas que la habitaban. Cuando se acercaban a la entrada, se abrió la puerta principal y Thomas apareció en lo alto de los escalones. Al instante, Alba no pudo disimular la sorpresa ante el cambio que se había operado en el porte de su padre. Estaba erguido, con los hombros hacia atrás, la cabeza alta y franca y sinceramente encantado al verles. Alba sintió que le fallaban las piernas. Abrió la puerta del coche y bajó, temblorosa. Su padre había desaparecido ya de la puerta y caminaba hacia ella con los brazos extendidos. Habían desaparecido las sombras que le rodeaban los ojos y también la tensión que vibraba en el aire y que separaba a padre e hija. Thomas la besó cariñosamente y el nudo que Alba tenía en la garganta le impidió hablar.

– ¡Qué maravillosa sorpresa! -dijo Thomas, estrechando la mano de Fitz-. Y qué fantástica noticia, querido. Fantástica. Vamos, pasad y abriremos una botella de champán.

Le siguieron por el pasillo hasta el salón, donde reinaba un aire cálido e impregnado de olor a canela. El fuego ardía en la chimenea.

– ¿Dónde está Margo? -preguntó Alba, reparando en la ausencia de los perros.

– En el jardín. Iré a llamarla. -Thomas salió al pasillo con paso firme justo en el momento en que la cocinera asomaba desde la cocina.

– ¿Ha venido Alba? -preguntó, acotando la pregunta para evitar que por error se le escapara la palabra «asesinato».

– Sí, ¿no le parece una sorpresa maravillosa? -exclamó Thomas, siguiendo hacia el jardín.

– Voy a preparar unos bollos -masculló la cocinera, que no se atrevía a acercarse al salón y molestar a la joven pareja.

Alba se apoyó en la rejilla de la chimenea y miró a Fitz.

– ¿Tú también te has dado cuenta?

Él asintió.

– ¿Se ha estirado la piel de la cara?

Alba soltó una risilla.

– Desde luego camina con una alegría que nunca había visto en él. ¿Tú crees que mi carta puede haber logrado tanto?

– Estoy seguro. Obviamente, la verdad sobre tu madre lleva años atormentándole. Ahora que por fin la sabe, debe sentirse liberado.

– ¡Y está encantado de que me case contigo! -Apoyó la cabeza en el hombro de Fitz.

– Sólo hasta que se entere de que no soy uno de los distinguidos Davenport.

– ¡Oh, está demasiado encantado para que eso le importe!

En ese preciso instante oyeron deslizarse un montón de patas por el suelo del pasillo. Alba levantó la cabeza del hombro de Fitz y tensó la espalda. Los perros entraron al trote seguidos de Margo y de Thomas. Su madrastra llevaba unos pantalones marrones y una chaqueta de tweed sobre un suéter de cachemira beige. Tenía las mejillas enrojecidas y curtidas y la nariz roja. Parpadeó al ver el pelo corto de Alba.

– Querida niña, qué maravillosa sorpresa. Estás estupenda. De verdad. -Estudió a su hijastra con franca perplejidad-. Qué diferente estás. Te queda muy bien. Muy bien, ¿verdad, cariño? ¡Estás preciosa! -Pegó su frío rostro al de Alba antes de apartarlo apresuradamente-. Lo siento -dijo, tomándola de las mejillas-. Debo estar helada. No te doy un beso, Fitz, porque estoy muy fría. Estaba trabajando en el jardín. Hay mucho que hacer. ¡Muchas felicidades! -Alba y Fitz se sentaron-. Santo Dios, menudo anillo. Qué preciosidad. ¿Es una herencia familiar?

– Era de mi abuela -respondió Fitz.

– Es muy bonito, Alba, y luce fantástico en tus preciosas manos morenas. Cielos, estás radiante.

Thomas no apartaba los ojos de su hija. Aunque era consciente del cambio que se había operado en el rostro de Alba, no había alcanzado a entender inmediatamente por qué. Entonces se dio cuenta de que se había cortado el pelo. Se la veía más pequeña sin él, más frágil, e indudablemente menos parecida a su madre. Thomas quiso darle las gracias por la carta, pero le pareció que no era el momento más adecuado. Prefirió servir una copa de champán. Alba levantó los ojos y durante unos segundos las miradas de ambos se encontraron. Desconcertada, se acordó de Falco y del silencioso entendimiento que había existido entre ambos. El también la había mirado así, como si fueran cómplices de un crimen, apartados de todos los demás por su conspiración conjunta. Sin embargo, antes de que pudiera pensar en ello, se oyó un susurro procedente de la puerta.

– ¿Me estoy perdiendo alguna fiesta? Odio perderme una fiesta. -Lavender, encorvada y frágil, estaba de pie en la entrada del salón, pesadamente apoyada en su bastón. Sus ojos acuosos escudriñaban la habitación en busca de la visitante.

30

– Ah, Alba -dijo Lavender, viendo por fin a su nieta-. ¿Cuándo es la boda? Siempre me ha gustado asistir a una buena boda. -Se acercó cojeando a pesar de que Margo intentó dirigirla hacia el sillón de lectura de cuero. A Alba le sorprendió que su abuela la reconociera con el pelo corto. Antes nunca la había reconocido-. Ya era hora de que celebráramos una boda en Beechfield.

– Gracias, abuela -dijo Alba, besándola en la cara allí donde tenía la piel suave y diáfana como la de un champiñón-. ¡Me asombra que me hayas reconocido!

Lavender pareció molesta.

– Pues claro que te reconozco. Santo Dios, muy mal tendría que estar para no reconocer a mi propia nieta. Por cierto, me gusta el corte de pelo. Te queda bien.

– Gracias. -Alba miró a su padre, que respondió a su mirada encogiéndose de hombros, obviamente tan desconcertado como ella. Margo hizo un intento por ayudarla a sentarse, pero Lavender se la quitó de encima con un bufido.

– Vamos, Alba. Ven conmigo. Tengo algo para ti. -La joven dedicó a Fitz una mueca más que expresiva.

– No tardéis -dijo Margo, que pareció desilusionada-. Tenemos mucho de que hablar. Os quedaréis, ¿verdad? Acompañaré a Fitz a su habitación.

Alba siguió a su abuela escaleras arriba. Tuvo el tino suficiente como para no ofrecerse a ayudarla, incluso a pesar de que la anciana parecía subir con dificultades. Recorrieron un largo pasillo. Lavender tenía sus habitaciones tras la esquina del fondo de pasillo. La puerta era pequeña. De hecho, Alba tuvo que agacharse para pasar por ella, aunque, una vez dentro, accedió a un gran salón cuadrado de techos altos, ventanas de guillotina y una gran chimenea abierta que ardía alegremente. En la habitación contigua estaba el cuarto de baño y el dormitorio.

– Siéntate, pequeña -la invitó la anciana-. Cuando yo vivía aquí, ésta era una habitación de invitados muy fría. Apenas la utilizábamos. Sin embargo, ahora que paso aquí la mayor parte del tiempo, disfruto de la magnífica vista de los jardines. Sobre todo me gusta ver las heladas en invierno y el final del día durante el verano. No lo cambiaría por nada. -Alba se dejó caer en un sillón delante del fuego-. Pon otro leño, cariño. No me gustaría que te enfriaras. No antes de tu boda. -Lavender desapareció en su habitación. Alba miró a su alrededor. El salón estaba decorado en bonitos tonos verdes y amarillos. Estaba bien iluminada y olía a rosas. En todas las superficies a la vista había pequeñas baratijas: huevos Fabergé de imitación, tarros de Halcyon Days, pájaros de porcelana y fotografías con marcos de plata.

Lavender regresó con una caja roja. Era una caja plana y cuadrada, y el motivo en oro que la decoraba estaba casi borrado del todo. Alba supo al instante que contenía alguna joya.

– Llevé esto el día de mi boda, y mi madre también lo llevó en la suya. Quiero que lo luzcas cuando te cases con Fitz. Creo que te parecerá apropiado.

– Qué generosa, abuela -dijo, entusiasmada-. Estoy segura de que será perfecto.

– Cosas como ésta nunca se pasan de moda -dijo Lavender. Alba pulsó el pequeño botón dorado y levantó la tapa. Dentro brillaba un collar de perlas de tres vueltas.

– ¡Es precioso! -exclamó Alba.

– Y muy valioso, aunque su valor económico no es nada comparado con el sentimental. El día de mi boda fue el más feliz de mi vida y sé que a mi madre su boda también le produjo una enorme felicidad. Me gusta Fitz. Es un buen chico y, hoy en día, eso no es frecuente. Cuando tengas mi edad, te darás cuenta de que la bondad es la cualidad más admirable que puede tener una persona.

– Lo llevaré con orgullo, abuela.

– Y tus hermanas también lo llevarán. Es una tradición familiar. No de los Arbuckle, sino por línea materna. De lo contrario se lo habría dado a Margo para que lo llevara cuando se casó con Thomas. Pero lo he guardado para ti. Eres la mayor y es tuyo por derecho propio.

Alba se lo puso, de pie delante del espejo de marco dorado que colgaba encima de la chimenea. Acarició las perlas con los dedos.

– Me encanta -afirmó, entusiasmada, volviéndose para que su abuela la viera.

– Son muy suaves sobre la piel. Te favorecen muchísimo. Tienes un cuello largo y eso es importante para lucirlas bien. Debes de haberlo heredado de mí. Aunque todo lo demás lo has sacado de tu madre. Los Arbuckle son de piel clara.

Alba se sentó y volvió a meter las perlas en la caja.

– ¿Alguna vez te habló mi padre de mi madre? -preguntó.

– Un asunto terrible -dijo Lavender, meneando la cabeza-. Reconozco que mi memoria reciente no es del todo buena, pero sí recuerdo como si fuera ayer el día en que Thomas llegó de Italia contigo en brazos.

– Siempre creí que se había casado con mi madre -dijo Alba, preguntándose cuánto sabría en realidad su abuela. Sin embargo, no tenía de qué preocuparse, pues Lavender estaba al tanto de todo.

– Creí que la guerra había destrozado a Tommy -dijo. Alba reparó en la ternura con que la anciana había pronunciado el diminutivo de su padre. Su rostro se suavizó, envuelto en el resplandor anaranjado del fuego, y de pronto pareció más joven-. Pero fue Valentina la que le destrozó. El asesinato fue algo terrible y brutal por lo que ninguna mujer debería pasar. De todos modos, creo que, aunque hubiera sobrevivido, la mujer a la que él amaba ya había muerto en ese coche, cubierta de pieles y de diamantes. La conmoción que le causó le cambió la vida en un segundo. ¡Es como si le hubieran arrancado las entrañas de cuajo! -Guardó silencio durante un instante.

– ¿Cómo conoció a Margo?

– Llovía el día que tu padre volvió a casa. Nos había enviado un telegrama previo a su llegada, aunque naturalmente no sabíamos nada de lo que le había ocurrido a Valentina. No esperábamos verle regresar con un bebé en brazos. Llegó hasta los escalones con la lluvia rebotándole en el sombrero y contigo en brazos, envuelta en una manta espantosamente inadecuada. Yo te cogí y nos sentamos delante de la chimenea. Eras muy diminuta y vulnerable. No te parecías en nada a Tommy, salvo en los ojos. Te quise entonces como si fueras mía. Hablamos hasta bien entrada la noche, tu abuelo, Tommy y yo. Nos lo contó todo. Nos mostró el retrato que había dibujado. Valentina era una chica hermosa. Había cierto aire de misterio en esa sonrisa apenas perceptible. Tommy no lo vio, Hubert tampoco. Pero yo sí. Por lo poco que pude ver en Valentina, jamás habría confiado en ella, pero no estaba allí para advertir a Tommy. Los hombres son terriblemente crédulos cuando se enfrentan a una belleza como ésa. Decidimos entonces no decir a nadie que el matrimonio no había llegado a celebrarse, por tu bien. Hay una espantosa palabra que se aplica a los niños nacidos fuera del matrimonio y no queríamos que tuvieras que vivir con la vergüenza de cargar con ella. En aquellos tiempos, las cosas eran distintas. Tommy compró el condenado barco en el que había servido durante la guerra, la torpedera, aunque no recuerdo el número. Se gastó una pequeña fortuna transformándola en una casa flotante. Se pasaba las semanas trabajando en Londres y viniendo los fines de semana para estar contigo. -El orgullo le iluminó el rostro-. Yo te tenía para mí sola y cuidaba de ti como si fueras mía.

– Entonces, ¿el Valentina era su torpedera? -preguntó Alba, perpleja.

– Estaba obsesionado con él. Yo también sentía que le había perdido. Pero te tenía a ti. -Se volvió a mirar a Alba y en sus ojos brillaron las lágrimas-. Eras mi pequeña. Entonces apareció Margo.

– ¿Cómo se conocieron? -insistió Alba.

Lavender inspiró hondo.

– A Tommy le invitaron a una cacería en Gloucestershire y Margo estaba entre el grupo de invitados de la casa. No creo que él se enamorara. Ella era una mujer capaz, divertida, con los pies en el suelo y auténtica. Tommy quería casarse. Quería darte una madre. -Se le tensó la expresión del rostro-. Además, ha sido una buena esposa. Tommy era un completo inútil. Ni siquiera era capaz de lavarse una camisa. La casa flotante estaba hecha un desastre. Yo fui una vez y no volví. Llevaba una vida decadente. Había tenido unas cuantas novias y sabía que necesitaba sentar la cabeza. Margo entró arrasando en su vida y puso orden donde más se necesitaba. Siempre fue maravillosa contigo, eso no puedo negárselo. Se instalaron en Dower House y fundaron su propia familia. Al principio, Margo te traía todos los días para que pudiera verte. Cuando eras pequeña, casi vivías aquí, en Beechfield, y estábamos muy, muy unidas. -Volvió a sonreír-. A ti te encantaba jugar a esconder el dedal. Jugábamos durante horas y yo te leía una y otra vez los libros del Conejo Gris de Alison Uttley. Te encantaba Liebre. «Una sierra para serrar», ¿te acuerdas? No, supongo que no conservas muchos recuerdos de esa época. Eras muy pequeña. Pero me querías. Entonces llegó Caroline, y luego Miranda y Henry, y, poco a poco, terminaste engullida por la familia de Margo. Dejaste de ser mi pequeña.

– ¡Pero si nunca me reconocías, abuela!

Lavender chasqueó la lengua con fuerza.

– Pues claro que te reconocía, cariño. Sólo quería sacar de quicio a Margo. Nunca quise hacerte daño con eso, pero es que me tenía amargada verme apartada de ese modo cuando para mí eras como una hija. La hija que nunca tuve. Perdóname.

– No hay nada que perdonar, abuela. -Alba alargó la mano para tocarla-. Tampoco yo he sido la persona más fácil del mundo. Además, me he portado fatal con Margo.

– Yo también -confesó Lavender, con tono culpable-. Pero ha sido una buena madre para ti y también una buena esposa para Tommy. Lo recogió y lo recompuso. Se hizo cargo de su hija y cuidó de su corazón. Hasta tuvo que soportar ese estúpido barco del que él se negó a desprenderse. Es una mujer fuerte, Alba. Ha tenido que bregar con mucho.

– Me preguntaba qué hacía ese retrato debajo de la cama -murmuró-. Ahora todo tiene sentido. No me extraña que Margo nunca fuera a verme. Odia el barco, y con razón.

– Bueno, no creo que quieras seguir viviendo allí ahora que vas a casarte con Fitz.

– Quiero vivir en el campo.

A Lavender se le iluminaron los ojos.

– Oh, podríais vivir en Dower House. Los inquilinos que teníamos hasta ahora acaban de dejarla.

– ¡Qué idea tan brillante!

– Fui muy feliz en esa casa después de la muerte de Hubert.

– Me gustaría pasar tiempo con papá. También me he portado fatal con él.

– Bueno, lo ha pasado muy mal. Y eso, sumado al hecho de lo mucho que te pareces a tu madre… No tenía modo alguno de zafarse de ella. Luego, a medida que te fuiste haciendo mayor, no dejaba de plantearse si debía o no contarte la verdad. Ha vivido con una carga terrible.

– Le escribí una carta desde Italia en cuanto me enteré de todo -dijo alegremente.

– Y no sabes el bien que le ha hecho. Por fin ha podido dejar atrás el pasado, y también tú debes hacerlo. Estás a punto de casarte con Fitz y fundar tu propia familia.

– Gracias por el collar. Lo guardaré como un tesoro. -Se levantó para darle un cariñoso beso a su abuela.

– Eres una buena chica, Alba -dijo Lavender, acariciándole el brazo-. Por fin has madurado. ¡Ya era hora!

Cuando Alba y Lavender volvieron al salón, Fitz tomaba champán con Thomas y con Margo.

– Mirad lo que me ha regalado la abuela -anunció Alba, acercándose apresuradamente a su padre y abriendo la caja.

– Vaya, el collar de perlas. Qué detalle. Con esas perlas serás una novia preciosa.

– Qué maravilla -exclamó Margo, entusiasmada, acercándose a ellos-. Qué generoso de tu parte, Lavender.

– Hemos tenido una agradable charla -dijo Alba, sentándose junto a Fitz-. Nunca había estado en sus habitaciones.

– Me temo que no son tan cómodas como Dower House -dijo Margo-. Pero, al menos, aquí estamos todos juntos.

– Lavender me ha sugerido que podríamos instalarnos en Dower House cuando nos casemos -propuso Alba-. ¿Qué te parece, papá?

Thomas pareció complacido.

– Me parece una idea fantástica. Cuando Margo y yo nos casamos, vivimos allí un tiempo.

– Gracias, Thomas -dijo Fitz, un poco incómodo-. Lo pensaremos. -Alba le miró y frunció el ceño-. Bueno, cariño, no olvides que yo trabajo en Londres. -Ella se desinfló. No tenía el menor deseo de seguir viviendo en la ciudad.

Más tarde, en la habitación de Fitz, Alba volvió a sacar el tema.

– ¿Y no podrías ir y venir? -dijo, tumbada en la cama mientras él se vestía para la cena.

Fitz suspiró.

– No estoy seguro de que sea una opción viable.

– Piensa en lo feliz que Sprout sería aquí, con todo este terreno por donde correr a sus anchas. Quizá podríamos comprarle un amigo.

Fitz terminó de abrocharse la camisa.

– Creía que te encantaba la ciudad.

– Eso era antes. Ha terminado por aburrirme.

– Eso es sólo porque has estado cinco meses viviendo en Incantellaria. Pronto volverás en ti. Antes de que te des cuenta, estarás arrasando las tiendas de Bond Street.

– Ahora quiero llevar una vida más tranquila -fue la respuesta de Alba, que en ese momento sintió una punzada de añoranza al acordarse de la trattoria-. La echo de menos.

– Quizá podríamos llegar a un arreglo -sugirió Fitz-. Podríamos pasar los fines de semana en Dower House.

– ¿Y qué voy a hacer durante el resto de la semana?

– Pintar.

– ¿En Londres?

– Podrías transformar mi habitación de invitados en un estudio.

– Necesito el campo para poder inspirarme -insistió Alba, a punto de ahogarse en cuanto se acordó de los limoneros de Incantellaria, la torre de observación, la vasta superficie del mar y de Cosima, con sus rizos rebotando sobre los hombros, dando una y mil vueltas con sus vestidos nuevos.

– Acabas de volver, cariño. Date un poco de tiempo para adaptarte -le aconsejó, acompañando sus palabras con un beso-. Te quiero. Quiero verte feliz. Si lo que quieres es vivir aquí, ya pensaremos en algo.

Después de cenar, tras haber discutido entre plato y plato la boda al detalle, Thomas invitó a Alba a que le acompañara al estudio.

– Quiero darte algo -dijo, cruzando una mirada con su esposa.

– Ahora mismo voy. Antes tengo que ir a buscar una cosa a mi cuarto -respondió Alba, que se perdió corriendo por el pasillo. Thomas se dirigió a su estudio y retiró de la pared el retrato de su padre.

Buscó luego en la caja fuerte y sacó el rollo de papel que encontró en el fondo. Ya no sentía el peso de la presencia de Valentina, ni tampoco su invisible exigencia de ser recordada. Desenrolló el retrato para mirarlo por última vez. Lo sintió distante. Por primera vez, vio en el rostro de Valentina el de una desconocida. Por fin podía relegarla al pasado y dejarla allí definitivamente.

Alba entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cuando vio el rollo de papel en manos de su padre, no pudo disimular una mirada interrogativa.

– Creo que deberías guardarlo tú -dijo Thomas, entregándoselo-. Ya no lo quiero.

– Era hermosa, ¿verdad? Y a la vez muy humana -dijo Alba, viendo cómo su padre se servía un whisky y se sentaba en el sillón de cuero gastado que siempre ocupaba después de cenar. Thomas se inclinó hacia delante y abrió el humidificador, escogió un puro y empezó a cortarlo lentamente.

– Dime, ¿cómo estaba Incantellaria?

– Probablemente igual que como cuando tú estuviste allí. Es uno de esos lugares que no cambiarán nunca.

– Decías en tu carta que Immacolata sigue aguantando. Diantre. Pero si cuando yo la conocí ya era vieja.

– Está muy pequeña y marchita, como una nuez. Pero me quiere como a una hija. Cuando llegué nunca sonreía. Luego, pasado un tiempo, cuando por fin la convencí para que se deshiciera de esos morbosos altares, volvió a recuperar sus vestidos de colores y una sonrisa muy hermosa.

– Supongo que en su día debió ser una mujer preciosa. -Thomas se acordó de que Jack había intentando convencerle de que se olvidara de Valentina porque todas las hijas terminan pareciéndose a sus madres. Valentina no vivió lo bastante como para desacreditar su teoría.

– Estuve trabajando en la trattoria con Toto y con Falco -prosiguió Alba.

– Toto debe estar hecho todo un hombre, ¿eh?

– Tiene una hija llamada Cosima. -De pronto la expresión de su rostro se tornó solemne e inspiró hondo-. Lo importante, papá, es que ahora entiendo por qué me protegías de tu pasado. Me he comportado de un modo horrible. Quiero pedirte disculpas.

Thomas encendió el puro y fue dándole pequeñas caladas hasta que una llama iluminó la punta.

– Tú no tienes la culpa. Quizá debería habértelo dicho antes. La verdad es que nunca encontré el momento adecuado.

– Pues para eso no hay mejor momento que el presente -fue la respuesta de Alba, al tiempo que le entregaba el tercer retrato-. Falco me dijo que debía dártelo, aunque yo no sabía qué hacer.

– ¿Dónde demonios lo has encontrado? -Thomas no sabía si sentirse contento o conmocionado. Cuánto había buscado ese retrato. Y cuánto había llegado a atormentarle su falta.

Alba se tensó.

– Lo he resuelto todo, papá. He resuelto el asesinato.

– Sigue. Te escucho.

– Fitz y yo subimos al palazzo Montelimone.

– ¿Ah, sí? -La expresión de Thomas era totalmente inescrutable.

– Falco e Immacolata nos aconsejaron que no fuéramos, por eso supe enseguida que allí arriba había algo que no querían que yo descubriera. En el palazzo vive un hombre atormentado llamado Nero. Según nos dijo, había heredado la ruina de su amante, el márchese. En cualquier caso, nos enseñó su pequeña locura: el santuario del márchese. Nero seguía conservándolo tal y como él lo dejó. El retrato estaba allí escondido, junto a la cama. Nero se derrumbó y acabó confesando. Valentina era la amante del márchese y fue él quien la mató. Yo intuía que ella no había sido una espectadora inocente en un ajuste de cuentas de la mafia. Cuando me enteré de que iba cubierta de pieles y de diamantes, supe que había algo más. -Vio cómo el humo del puro de su padre formaba una nube a su alrededor-. Lattarullo dijo que ni siquiera los mejores detectives de Italia habían logrado saber lo ocurrido. Aunque eso no es todo, papá.

– ¿Qué más averiguaste? -La voz de Thomas era firme, pues ya conocía la respuesta a su pregunta. Quedaba tan sólo una pieza más del rompecabezas.

– Falco reconoció que había matado al márchese. -Thomas asintió, mostrando su acuerdo-. Según dijo, era una cuestión de honor.

– Para mí fue más que una simple cuestión de honor.

Alba clavó la mirada en él con los ojos abiertos con una mezcla de horror y de admiración. La última pieza del rompecabezas había descompuesto toda la imagen. Thomas la sorprendió mirándole y no apartó los ojos de ella. Había algo en su mirada que a Alba le resultó desconocido, una sombra despiadada que jamás había visto antes en ellos.

– Estabas con él, ¿verdad? -susurró-. Falco no estaba sólo, ¿no es cierto? Estabas con él. Los dos matasteis al márchese.

Thomas le respondió con un hilo de voz.

– No hice nada que no volvería hacer -declaró, dándole el tercer retrato-. Deberías conservarlo tú, Alba. Te pertenece por derecho. -Se levantó, se desperezó y echó el puro a medio fumar al fuego de la chimenea-. ¿Volvemos con los demás?

Esa noche, cuando Thomas se acostó, estaba exultante de felicidad.

– Es hora de que nos deshagamos del barco, cariño -anunció. Margo se quedó sin habla-. No creo que debamos venderlo. Creo que lo mejor será hacerlo desaparecer. Hundirlo. Enviarlo al fondo del mar junto con todo lo que representa. Ha llegado el momento de pasar página.

Margo rodó sobre sí misma hasta apoyar la cabeza sobre el pecho de Thomas.

– ¿A Alba no le importará? -preguntó.

– No. Va a casarse con Fitz y vivirá en otra parte. Aquí o en Londres. El Valentina es demasiado pequeño para ellos dos.

– No parecen ponerse de acuerdo sobre dónde quieren vivir -apuntó Margo.

– Ya lo harán. Tendrán que llegar a algún arreglo.

Ella levantó la cabeza y le dio un beso en la mejilla.

– Gracias, Tommy.

– ¿Te has dado cuenta? Acabas de llamarme Tommy -dijo, sorprendido.

– ¿Ah, sí? -Margo se echó a reír-. No me he dado cuenta. ¡Tommy! La verdad es que me gusta.

– A mí también. -Thomas la abrazó con fuerza, pegando su cuerpo al de ella-. Y me gustas tú, cariño. Me gustas mucho, muchísimo.

Por la mañana, Thomas hizo algo que debería haber hecho hacía años. Entró en el estudio y cerró la puerta. Se sentó delante del escritorio y abrió su agenda. La hojeó hasta llegar a la letra hache. Marcó el número. Después de unos cuantos tonos, oyó una voz que había conocido durante toda su juventud. Los años se desvanecieron y Thomas volvió a sentirse como un joven oficial. -Hola, Jack, viejo canalla. Soy Tommy.

31

A Alba no le entristeció ver cómo desaparecía el barco. Después de todo lo ocurrido, le parecía que era lo más correcto. Lo remolcaron hasta el mismo centro del Canal de la Mancha, perforaron el conducto del combustible y esperaron a que el gas se colara en el casco antes de verlo dramáticamente envuelto en llamas al entrar en contacto con el piloto. Alba vio cómo de hundía el Valentina en compañía de Margo, de Fitz y de su padre. La operación llevó más tiempo del que habían calculado. Durante un buen rato, el barco se resistió a hundirse hasta que por fin desapareció y la superficie del mar volvió a estar lisa y calma como antes. Alba lo imaginó cayendo silenciosamente al fondo, aterrizando sobre la arena, donde los peces podrían entrar y salir nadando por las ventanas y el coral iría poco a poco cubriendo el casco. El barco era el último vínculo con Valentina. Por fin todos podrían seguir adelante con sus vidas. Alba se fijó en que su padre tenía a Margo agarrada por la cintura y que le acariciaba cariñosamente la cadera. También se dio cuenta de que ella le llamaba Tommy y de que a él parecía gustarle.

Alba se mudó a casa de Fitz, transformó la habitación de invitados en su estudio e hizo innumerables retratos de Sprout. El perro estaba encantado de posar para ella y parecía no cansarse nunca de oírla hablarle de la boda, que habían programado para la primavera. Llegaba incluso a levantar las orejas en los momentos adecuados y a suspirar, compasivo, cuando ella se quejaba de que se sentía abrumada por todo. Margo se mostraba infatigable. Había alquilado una carpa y un servicio de catering. Beechfield era un incesante hormigueo de gente. Margo se había encargado de comprar las flores, alquilar los coches, enviar las invitaciones y de la decoración del jardín, de las luces y de la música. Había muchas cosas por organizar y se dedicó a ello en cuerpo y alma. Alba y ella hablaban a diario por teléfono y por fin encontraron algo en común de lo que les gustaba hablar. Para sorpresa de Alba, Margo escuchaba sus ideas y estaba encantada de seguir sus indicaciones. Para sorpresa de Margo, a Alba no parecía importarle seguir su consejo y ni una sola vez cogió una rabieta ni la vio enfurruñada.

– Dice Edith que la señora Arbuckle y Alba se llevan a las mil maravillas -empezó Verity, quitándose el abrigo para practicar con las campanas.

– No hay nada como una boda para acercar a la gente -dijo Hannah.

– O terminar de separarla -añadió Verity con un bufido-. Las bodas son como la Navidad: en ellas vemos a toda esa gente horrible a la que no hemos visto durante décadas, reunida por un buen motivo. Qué espanto.

– Oh, Verity. No irás a decirme que no te gusta la Navidad -dijo Hannah, dejando la bufanda en el banco y dándose una palmadita en el moño para asegurarse de que seguía en su sitio.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó Verity, restándole importancia a la amargura que sentía por no tener familia con quien celebrarla. Tan sólo a su marido, que para ella era más cansino que el familiar más tedioso.

– En realidad, la Navidad es para los niños -dijo Fred, cogiendo su cuerda y dándole un buen tirón-. ¡Esa es mi chica! -exclamó al oírla repicar.

– Será un día maravilloso. La boda de Alba -dijo Hannah-. La señora Arbuckle siempre hace unos arreglos florales preciosos, así que seguro que las flores quedarán espectaculares. A fin de cuentas, será primavera y tendrá mucho donde elegir.

– Ya imagino a Alba con flores blancas en el pelo -apuntó Fred con voz queda.

– Oh, Fred, menudo viejo romanticón estás hecho -bromeó Hannah. Verity parecía enojada. Dejaron de hablar al oír pasos en las escaleras. Había algo que distinguía la forma de caminar del reverendo Weatherbone y todos supieron que era él antes de que el párroco llegara a su pequeña buhardilla.

– Buenos días -saludó, jovial. Tenía algunos mechones de pelo grises de punta en las sienes, como un pájaro que acabara de aterrizar-. Espero que hayan pensado en una interpretación adecuada para la boda de Alba.

– Me he tomado la libertad de componerle algo -dijo Fred.

– Bien -asintió el vicario.

Verity pareció molesta.

– No nos había dicho nada de que podíamos componer algo -dijo.

– A mí sí -mintió Hannah. Masculló entonces una apresurada disculpa. A fin de cuentas, estaba en la casa de Dios, en presencia del vicario. Con la edad, cada vez se mostraba menos tolerante con Verity.

– Bueno, en cuanto la oiga les diré si creo que debemos tocarla o no.

– ¿No les parece encantador que Alba y Fitzroy hayan decidido unir sus vidas en nuestra pequeña iglesia? Para mí es un gran honor -empezó el reverendo Weatherbone. No pudo evitar añadir una idea a posteriori, o mejor, una idea que había ocupado una porción de su mente algo mayor de lo que quizá resultaba adecuado-. Me gustaría saber cómo será su vestido.

– Supongo que corto -dijo Verity.

– Tradicional -intervino Hannah-. En el fondo, Alba es una chica tradicional. No hay más que ver de dónde viene.

– ¿De Italia? -volvió a la carga Verity, arqueando una ceja.

– Sólo ha estado una vez en Italia. Eso difícilmente la convierte en italiana. Sin duda es una de los nuestros -dijo Hannah, arrugando los labios.

– Lo lleva en la sangre -insistió Verity-. No se parece en nada al resto de la familia. Los Arbuckle son de tez clara y Alba es morena.

– Es exótica -dijo el vicario-. Será una novia preciosa.

– Ya lo creo -convino Fred, acariciando la cuerda con aire ausente-. Imagino que la señora Arbuckle también llevará algo especial.

– Aunque no sea la verdadera madre de la novia -apuntó Verity lentamente.

El reverendo Weadierbone reparó en que sus ojos de serpiente se entrecerraban amenazadoramente. Era sólo cuestión de tiempo que su lengua viperina soltara alguna espantosa revelación oída en labios de Edith.

Suspiró.

– No, biológicamente no lo es, pero ha sido más que una madre para Alba. -Infundió autoridad a su voz con la esperanza de dar así por terminada la discusión.

– Qué lástima que la verdadera madre de Alba no pueda verla casada. Yo me sentí muy orgullosa de mi hija el día de su boda. No lo olvidaré mientras viva -dijo Hannah.

– Yo conocí a Alba de pequeña -dijo Fred.

– Y de adolescente, bebiendo en el Hen's Legs -le recordó Hannah, con un guiño. El le devolvió una sonrisa picara. Qué buenos tiempos aquéllos.

– ¿Sabéis cómo murió su madre? -preguntó Verity. El reverendo Weatherbone hizo acopio de toda su sabiduría y buscó un poco de compasión entre sus contertulios. Para Verity había pocas cosas sagradas.

– Murió en un accidente de coche -dijo-. Hace mucho. -Justo cuando estaba a punto de cambiar de tema, Verity le interrumpió.

– No es cierto.

– No sé quién puede haberte dicho lo contrario -dijo el reverendo.

– Edith les oyó hablar. El capitán la mató. -Hannah se quedó literalmente boquiabierta y Fred pareció desconcertado. El reverendo Weatherbone dejó la Biblia que tenía en la mano.

– Menuda bobada, Verity Forthright. Edith y tú deberíais avergonzaros de vuestro comportamiento, fomentando rumores crueles y sin fundamento. Esta es la casa de Dios y yo su guardián. Mientras sea así, no pienso tolerar que se propaguen mentiras entre las buenas gentes de Beechfield. -Su voz resonó por toda la nave, rebotando contra los muros de la iglesia como la mismísima voz de Dios-. ¿Lo has entendido, Verity? -Sus ojos brillantes y luminosos se clavaron en ella, que se encogió bajo su peso.

La mujer tragó saliva.

– Eso es lo que Edith oyó.

– ¿Sabes lo que significa el dicho «ojo por ojo, diente por diente»?

– Por supuesto.

– Significa, Verity, que cosechamos lo que sembramos. Yo en tu lugar tendría mucho cuidado con lo que siembras, porque será eso lo que coseches, multiplicado por diez. Somos los dueños de nuestro destino. Yo que tú propagaría alguna bondad sobre ti. También eso recibirás multiplicado por diez. Menuda sorpresa te llevarías, ¿en? Estoy ansioso por oír tu composición, Fred. Cuando la hayas practicado suficientemente, házmelo saber. Y ahora basta de hablar de asesinatos y hablemos de matrimonio. La madre de Alba está con Dios y su espíritu estará presente en la boda de su hija. No penséis ni por un segundo que será de otro modo. -Dicho lo cual, se volvió de espaldas, echando al vuelo la sotana a su alrededor, y desapareció.

– Ésa es mi chica -dijo Fred, riéndose entre dientes, al tiempo que volvía a tirar de la cuerda de su campana-. ¡Repica por el reverendo!

La Navidad en Beechfield Park llegó y pasó con la nieve, y el Año Nuevo dio comienzo con un gran espectáculo de fuegos artificiales para todo el pueblo, celebrado en el campo situado detrás de la casa. Fitz y Alba contemplaron el estallido de las brillantes luces en lluvias de destellos y color que iluminaron sus asombrados rostros. Él esperaba la llegada del año que acababa de empezar con alegría y optimismo. Alba veía a los niños con sus bengalas y pensaba en Cosima. En lo mucho que le gustarían. El tiempo nada había hecho por menguar el cariño que sentía por la pequeña, ni por aliviar su angustia. Fitz no era consciente de que, poco a poco, la iba perdiendo. Que, con el paso de los días, Alba cada vez pensaba menos en su futuro juntos y más en su pasado.

Un fin de semana de invierno, cuando la lluvia repicaba con todas sus fuerza contra los cristales de las ventanas, Alba se sentó con Margo a escribir las invitaciones. Su madrastra puso un disco de Mozart en el tocadiscos y encendió la chimenea mientras Fitz jugaba una partida de squash con Henry. Miranda y Caroline, que iban a ser las damas de honor, se habían ido de compras a Winchester. Margo había notado que últimamente Alba se había encerrado en sí misma, que cada vez estaba más callada y pensativa. Aunque supuestamente aquél debía ser el momento más feliz de su vida, no se la veía feliz en absoluto. Solas en el acogedor marco del salón, decidió sondear suavemente a su hijastra.

– Cariño, te veo un poco distraída -empezó, con aprensión, quitándose las gafas de lectura y dejando que colgaran de su cadena-. No estarás nerviosa por la boda, ¿verdad?

Alba no la miró.

– Estoy bien -dijo-. Es sólo que todo esto me resulta un poco abrumador.

– Lo sé. Hay demasiadas cosas por organizar a tu alrededor. Apuesto a que a veces tienes la sensación de que te vas a hundir bajo todo ese peso.

– Sí -concedió Alba. Pasó la lengua por un sobre y lo pegó.

– ¿Habéis decidido Fitz y tú dónde vais a vivir?

Alba suspiró.

– Aún no. Él tiene que vivir en Londres porque no le sale a cuenta desplazarse todos los días. Pero yo quiero vivir aquí.

– Pero ¿qué pasará con todos tus amigos?

– ¿Qué amigos, Margo? Sabes muy bien que no tengo ninguno. Tenía algunos amantes, pero no creo que ahora sean demasiado apropiados. Y Viv se pasa todo el tiempo en Francia con Pierre. Fitz es mi amigo y quiero estar donde él esté. Aunque es una pena que tenga que ser en Londres.

– Quizá sea sólo durante un tiempo. Quizá cuando tengáis hijos os convendrá más trasladaros al campo.

– Ojalá Cosima pudiera ser una de mis damas de honor -dijo, presa de un arrebato de emoción-. Lo disfrutaría muchísimo.

– Les echas de menos, ¿verdad? -dijo Margo, consciente por fin de cuál era la raíz del problema.

– Les echo de menos a todos, pero sobre todo a Cosima. No puedo dejar de pensar en ella. No me basta con hablar con ella por teléfono de vez en cuando. Se nota la distancia y a ella eso la entristece. Me duele tanto la garganta intentando no llorar que casi temo la hora de largarme. -Tragó saliva-. Estoy desesperada. Ella me necesita y yo no estoy allí.

– ¿Habéis hablado Fitz y tú de la posibilidad de vivir en Italia?

Alba se rió ante lo absurdo de la idea.

– Él nunca podría vivir en ese lugar tan tranquilo.

De pronto, el rostro de Margo se volvió muy serio y dejó el bolígrafo encima de la mesa.

– Cariño, si no te sientes preparada para casarte, todavía puedes cancelar la boda. -Alba la miró sin ocultar su asombro, como alguien a quien, a punto de ahogarse, acabaran de echarle un inesperado cabo salvavidas-. A tu padre y a mí no nos importará. Sólo queremos que seas feliz.

– Pero ya lo tenéis todo organizado. Y os habéis tomado muchas molestias. Estamos a punto de enviar las invitaciones. ¡No puedo echarme atrás ahora!

Margo le puso la mano sobre el brazo. En otra época, habría resultado un gesto incómodo, pero en ese momento a ambas se les antojó totalmente natural. Maternal.

– Mi querida niña -empezó Margo con suavidad-. Preferiría cancelar la boda que saber que estás en Londres hecha una desgraciada. No tiene sentido seguir con esto si vais a divorciaros dentro de tres años. Imagina si llegáis a tener hijos. Menudo horror. Si quieres irte a vivir a Italia, todos lo entenderemos y te apoyaremos. Si tu corazón está allí, cariño, sigue su dictado. -Alba parpadeó para contener las lágrimas y echó los brazos al cuello de Margo.

– Creía que te enfadarías conmigo.

– Oh, Alba, qué poco me conoces. -Apartó a su hijastra y levantó el guardapelo de oro que colgaba sobre su pecho-. ¿Ves esto? -Alba asintió, secándose la cara con la mano-. Lo llevo siempre. Nunca me lo quito, nunca. Y no me lo quito porque llevo en él la foto de mis hijos. De los cuatro. -Lo abrió para que Alba pudiera verlo. Allí, dentro de unos esmerados y pequeños marcos de oro, había pequeñas fotos en blanco y negro de ella, de Caroline, Miranda y Henry de niños-. Te quiero igual que a ellos. ¿Cómo no iba a entenderlo?

– Será mejor que hable con Fitz -dijo Alba por fin, entre sorbidos.

– Sí, será mejor -concedió Margo al tiempo que volvían a meter todas las invitaciones en la caja.

Alba temía darle la noticia a Fitz. Después de todo lo que él había hecho por ella, de todo el tiempo que había esperado, le parecía muy injusto que volviera a sufrir de nuevo. Sin embargo, mientras subía a su habitación, sintió despertar en su interior el silencioso hormigueo de excitación. Visualizó el pequeño rostro de Cosima, iluminado de felicidad, y a Immacolata y a Falco sonriendo de júbilo. Les vio en el muelle, dándole la bienvenida a casa. Sabía que era lo que debía hacer. Sabía que Fitz no podía ir con ella. ¿Qué iba a hacer él en un lugar tan pequeño y provinciano?

Esperó en la cama a que regresara de su partida de squash. La luz se desvaneció y unos oscuros y espesos nubarrones se congregaron en el cielo. Los árboles estaban desnudos y las ramas se dibujaban como cientos de dedos ralos contra el desolado paisaje. Por fin, Alba oyó voces procedentes de la escalera: las alegres bromas entre Fitz y Henry. Estaba nerviosa. Habría sido muy fácil seguir adelante con lo previsto y fingirse feliz.

En cuanto entró, Fitz hizo acuse de recibo de la expresión solemne que vio en su rostro.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó al tiempo que su buen humor se dispersaba como un enjambre de burbujas.

Alba inspiró hondo y atacó.

– Quiero volver a Italia.

– Entiendo -dijo Fitz-. ¿Desde cuándo? -De pronto, el aire de la habitación estaba preñado de pesar. Él se sentó en la cama.

– Creo que desde que volví.

– ¿Lo has hablado con tus padres?

– Sólo con Margo. Quiero que vengas conmigo.

Fitz meneó la cabeza y clavó la mirada en la ventana.

– Mi vida está aquí, Alba. -Se sentía presa de una desagradable sensación de déjá vu.

– Pero ¿no podrías escribir un libro? -Alba se arrodilló detrás de él y le rodeó los hombros con los brazos.

– Soy agente, no escritor.

– No lo has intentado nunca. -Pegó la mejilla, empapada en lágrimas, a la de él.

Fitz frunció el ceño.

– ¿Es que no me quieres? -preguntó con la voz quebrada.

– Claro que te quiero -exclamó ella, desesperada por aliviar de algún modo el dolor que veía reflejado en sus suaves ojos marrones-. Te quiero mucho. Estamos hechos el uno para el otro. ¡Oh, Fitz! -suspiró-. ¿Qué vamos a hacer?

El la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza.

– Tú no puedes vivir aquí y yo no puedo vivir allí.

La mariposa estaba desplegando las alas, presta a volar de nuevo. Esta vez Fitz no sabía si conseguiría volver a atraparla.

– Tengo que irme, Fitz. Cosima me necesita. Mi sitio está allí. -Hundió el rostro en el cuello de él-. No me digas que no vendrás. No me digas que todo ha terminado. No podría soportarlo. Veamos cómo evolucionan las cosas. Si cambias de opinión, te estaré esperando. Te estaré esperando, esperanzada y preparada para recibirte con los brazos abiertos. Mi amor no se enfriará, en Italia no.

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