Epílogo

Italia, 1972

Alba estaba feliz. La primavera en Incantellaria era la más hermosa del mundo. Los pajarillos brincaban sobre las mesas y las sillas de la terraza de la trattoria y el sol bañaba el mar más abajo con la suave y traslúcida luz de la mañana. Se limpió las manos en el delantal. Llevaba un sencillo vestido ajustado de flores azules y chancletas. Se había pintado de rosa las uñas de los pies con un esmalte que Cosima y ella habían comprado en la tienda de los enanos. También se las había pintado a Cosima, lo cual había llevado mucho más tiempo de lo que debería, gracias a que la pequeña no dejaba de mover los dedos y de reírse. Alba se pasó la mano por la frente. Hacía calor en la trattoria y ella trabajaba duro comprando en el mercado, preparando las mesas y sirviendo a los clientes. Incluso había aprendido a cocinar. Nunca se había creído capaz de preparar deliciosos platos. Hasta Immacolata estaba impresionada. Beata la felicitaba con el talante silencioso y digno que la caracterizaba, diciéndole que la cocina se llevaba en la sangre, que llevaría la tradición y el buen nombre de los Fiorelli mucho después de que todos ellos hubieran muerto.

Se llevó la mano al bolsillo del delantal y sacó un pañuelo de papel usado y una tarjeta blanca. Le dio la vuelta a la tarjeta y miró el nombre de Gabriele grabado en ella. Durante un instante la miró fijamente, allí, junto a la ventana, desde donde se dominaba la playa. Segundos después volvió a guardarla. Le había crecido un poco el pelo. Lo llevaba lo bastante largo como para recogérselo en una corta cola de caballo. No es que quisiera dejárselo crecer. Simplemente le daba demasiada pereza cortárselo. Levantó las manos y se lo recogió con un elástico. Al hacerlo, oyó el lejano motor de un barco. Alzó la mirada hacia la pared, junto a la puerta.

De la pared colgaban tres bocetos con sus sencillos marcos de madera. El primero era el rostro de una mujer. La expresión de la mujer era amable, inocente, dotada de una sonrisa colmada de secretos y de una indefinible tristeza tras los ojos. El segundo era de una madre con su pequeño. Había en el rostro de la madre una expresión de amor desnudo y sin ambages, libre de todo secreto salvo de los que encierran los deseos que toda madre alberga para su pequeño. El tercero era un desnudo acostado. En ese último retrato se veía a Valentina encendida, sensual y descarada, dando cuerpo a todos los vicios del placer terrenal y siempre misteriosa como el mar. Sin embargo, nadie excepto Alba reparaba ya en esos retratos. Se fundían con las paredes de la trattoria como las cebollas y los ajos colgantes, los platos ornamentales y la iconografía religiosa. A menudo, pasaba por su lado sin dedicarles tan siquiera una mirada de reojo.

El sonido del motor del barco ganó en intensidad. Traqueteaba, adentrándose en el silencio de la ensenada dormida, perturbando el aire y asustando a los pájaros, que no tardaron en alzar el vuelo. La sensación de excitación vibró en el ambiente como un guijarro al caer en la quieta superficie de un estanque, lanzando pequeñas ondas a su alrededor. Alba salió de la trattoria y se quedó de pie bajo el toldo con una cesta de mimbre llena de manzanas colgando del brazo. Una oleada de impaciencia empezó a expandirse en su corazón, despacio primero y después cada vez más deprisa, hasta que echó a correr por la arena, dejándose llevar por la excitación del momento. Se le soltó la ciña del pelo, que echó a volar alrededor de su rostro y de sus hombros como hilos de delicada seda. Por fin se detuvo, respirando pesadamente mientras sus senos subían y bajaban al ritmo de su respiración, un movimiento acentuado por el escote bajo del vestido. El rostro de Alba era perfecto, como el cielo de la noche visto desde mitad del océano. Sonreía, aunque no con la sonrisa ancha y bovina de los lugareños que habían empezado a emerger de sus casas para ver quién acababa de llegar, sino con apenas una ligera curva en los labios que le alcanzaba los ojos y que le obligó a entrecerrarlos levemente. Un mero susurro de sonrisa. Tan sutil que con ella su belleza resultaba casi difícil de asimilar. El barco atracó por fin y un joven bajó al muelle. Sus ojos tropezaron con los extraños ojos claros de la mujer de la cesta. Aunque ella estaba en mitad de la muchedumbre, parecía disponer de un espacio propio, como si se mantuviera un poco apartada. Tal era su hermosura que su imagen parecía más perfilada que la de los demás. Fue entonces cuando el joven perdió el corazón. Allí, en el muelle del pequeño pueblo pesquero de Incantellaria, renunció a él de buena gana. No imaginaba entonces que lo había perdido para siempre, que jamás volvería a recuperarlo.

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