Elizabeth Costello coincide en una cena con X, a quien hace años que no veía. Le pregunta si todavía da clases en la Uni versidad de Queensland. No, contesta él, se retiró y ahora trabaja en cruceros. Viaja por el mundo, proyecta películas antiguas y les habla a los jubilados de Bergman y de Fellini. Nunca se ha arrepentido del cambio.
– Pagan bien, tienes oportunidad de ver mundo y… ¿sabes qué? La gente de esa edad escucha lo que les dices. -Él la invita a que ella lo intente-. Eres una figura destacada, una escritora muy conocida. La línea de cruceros para la que trabajo estaría encantada de poder tenerte a bordo. Serías un lujo para ellos. Tú dilo y te llevaré con mi amigo el director.
A ella le interesa la propuesta. No ha ido en barco desde 1963, cuando regresó a casa desde Inglaterra, la madre patria. Poco después de que empezaran a retirar uno por uno los grandes buques transatlánticos y a hacerlos chatarra. El final de una era. No le importaría volver a hacerse a la mar. Le gustaría hacer escala en la isla de Pascua y en Santa Elena, donde languideció Napoleón. Le gustaría visitar la Antártida: no solamente para ver con sus propios ojos los horizontes inmensos y el yermo estéril, sino también para poner los pies en el séptimo y último continente, para vivir la sensación de ser una criatura viva y que respira en el escenario de un frío inhumano.
X es fiel a su palabra. Llega un fax desde la central de Scandia Lines en Estocolmo. En diciembre, el buque Northern Lights zarpará desde Christchurch y llevará a cabo un crucero de quince días hasta la plataforma de hielo de Ross. Luego seguirá hasta Ciudad del Cabo. ¿Acaso podría interesarle a Elizabeth Costello formar parte de la plantilla de educación y animación? Los pasajeros de los cruceros de Scandia son, según explica la carta, «personas con criterio que se toman en serio su ocio». El programa de a bordo pondrá énfasis en la ornitología y la ecología de las aguas frías, pero a Scandia le encantaría que la ilustre escritora Elizabeth Costello pudiera encontrar tiempo para ofrecer un breve curso sobre la novela contemporánea, por ejemplo. A cambio de eso, y de ponerse a disposición de los pasajeros, le ofrecen un camarote de primera, con todos los gastos pagados y con conexiones aéreas hasta Christchurch y desde Ciudad del Cabo, y, por si fuera poco, unos honorarios sustanciosos.
Es una oferta que no puede rechazar. El 10 de diciembre sube a bordo en el puerto de Christchurch. Descubre que su camarote es pequeño pero por lo demás parece bastante satisfactorio. El joven que coordina el programa de animación y desarrollo personal es una persona respetuosa. Los pasajeros que se sientan a la misma mesa que ella a la hora de comer, en su mayoría jubilados, gente de su generación, son agradables y sencillos.
En la lista de conferenciantes solamente hay otro nombre que reconoce: el de Emmanuel Egudu, un escritor de Nigeria. Lo conoció hace más años de los que puede recordar, en una conferencia del PEN en Kuala Lumpur. Por entonces Egudu era un individuo enérgico y exaltado, muy metido en política. Ella se llevó la impresión de que tenía mucha pose. Y cuando lo leyó, más adelante, no cambió su opinión de él. Pero ahora se pregunta qué es tener pose. ¿Es cuando alguien aparenta ser lo que no es? ¿Y quién de nosotros es lo que aparenta ser? Y además, puede que las cosas en África sean distintas. Tal vez lo que uno puede tomar por pose en África, lo que uno puede tomar por jactancia, únicamente sea hombría. ¿Quién es ella para decirlo?
Elizabeth Costello se da cuenta de que a medida que se hace mayor ha suavizado su actitud hacia los hombres, incluso hacia Egudu. Es curioso, porque en otros aspectos se ha vuelto más (elige la palabra con cuidado) acídula.
Se encuentra con Egudu en el cóctel del capitán (Egudu ha llegado tarde a bordo). El escritor nigeriano lleva un dashiki de color verde chillón y unos elegantes zapatos italianos. Tiene la barba entrecana, pero sigue siendo un hombre apuesto. Le dedica a Elizabeth una sonrisa enorme y la abraza.
– ¡Elizabeth! -exclama-. ¡Qué contento estoy de verte! ¡No tenía ni idea! ¡Tenemos mil cosas que contarnos!
Parece que, en el vocabulario de Egudu, tener cosas que contarse quiere decir hablarle exclusivamente de sus actividades. Informa a Elizabeth de que ya no pasa mucho tiempo en su país natal. Se ha convertido, en sus palabras, en un «exiliado habitual, como un delincuente habitual». Ha conseguido documentos americanos. Se gana la vida en el circuito de las conferencias, un circuito que parece haberse ampliado para abarcar los cruceros. Este será su tercer viaje en el Northern Lights. Le resulta muy descansado, muy relajante. ¿Quién se iba a imaginar, dice, que un chaval africano de campo iba a acabar así, tratado a cuerpo de rey? Y le vuelve a dedicar su enorme sonrisa, la especial.
«Yo también soy una chica de campo -le gustaría decir a ella, pero no lo dice, aunque en parte es verdad-. Ser de campo no es nada excepcional.»
Cada miembro del equipo de animadores tiene que hacer un breve discurso público.
– Solamente para decir quiénes sois y de dónde venís -explica el joven coordinador en un inglés lleno de cuidadosos giros idiomáticos. Se llama Mikael. Es atractivo al estilo sueco, alto y rubio, aunque adusto, demasiado adusto en opinión de Elizabeth.
La charla de ella se anuncia con el título «El futuro de la novela». La de Egudu como «La novela en África». Ella tiene que hablar el primer día que pasen en alta mar por la mañana. Él hablará por la tarde del mismo día. Por la noche toca «La vida de las ballenas», con grabaciones en audio.
Mikael en persona lleva a cabo la presentación.
– La famosa escritora australiana -la llama-, autora de La casa de Eccles Street y de otras muchas novelas, a quien tenemos el verdadero privilegio de tener entre nosotros. -A ella le irrita que la anuncien una vez más como autora de un libro tan lejano en el pasado, pero no puede hacer nada.
«El futuro de la novela» es una conferencia que ya ha dado antes, de hecho la ha dado muchas veces, ampliándola o condensándola según la ocasión. Sin duda también hay versiones ampliadas y condensadas de la novela en África y de la vida de las ballenas. Para la ocasión presente ha elegido la versión condensada.
– El futuro de la novela no es un tema que me interese mucho -empieza a decir, intentando sorprender a su público-. De hecho, el futuro en general no me interesa mucho. ¿Qué es el futuro, al fin y al cabo, más que una estructura de expectativas y esperanzas? Reside en la mente. Carece de realidad.
»Por supuesto, ustedes pueden replicar con razón que el pasado es igualmente una ficción. El pasado es historia, y ¿qué es la historia salvo un relato hecho de aire que nos contamos a nosotros mismos? Y, sin embargo, el pasado tiene algo milagroso que el futuro no tiene. Lo milagroso del pasado es que hemos conseguido, Dios sabe cómo, construir miles y millones de ficciones individuales, ficciones creadas por seres humanos individuales, lo bastante interconectadas entre ellas como para proporcionarnos lo que parece un pasado común, una historia compartida.
»El futuro es distinto. No poseemos una historia compartida del futuro. La creación del pasado parece agotar nuestras energías creativas colectivas. Comparada con nuestra ficción del pasado, nuestra ficción del futuro es un relato apenas esbozado e insulso, como suelen ser las visiones del paraíso. Las del paraíso e incluso las del infierno.
La novela, la novela tradicional, sigue diciendo, es un intento de entender el destino humano caso por caso, de entender cómo puede ser que un congénere que ha empezado en un punto A y ha pasado por las experiencias B, C y D, termine en un punto Z. Igual que la historia, la novela, es por tanto, un ejercicio de hacer coherente el pasado. Igual que la historia, explora las contribuciones respectivas del carácter y la circunstancia a la hora de conformar el presente. Al hacerlo, la novela sugiere que podemos explorar el poder que tiene el presente a la hora de producir el futuro. Para eso tenemos esa institución, ese medio llamado novela.
Elizabeth no está segura, mientras escucha su propia voz, de si todavía cree en lo que está diciendo. Esas ideas debieron de convencerla hace años, cuando las escribió, pero después de tantas repeticiones han adquirido un aire gastado y poco convincente. Por otro lado, ya no está muy convencida de creer en el hecho de creer. Las cosas pueden ser ciertas, piensa ahora, aunque uno no crea en ellas, y a la inversa. Al final, el hecho de creer puede no ser más que una fuente de energía, como una batería que uno acopla a una idea para hacerla funcionar. Tal como pasa cuando uno escribe: hay que creer en lo que haya que creer para poder hacer el trabajo.
Si Elizabeth Costello tiene problemas para creer en su argumento, todavía tiene más para evitar que se le note la falta de convicción en la voz. A pesar de que es la célebre autora de, como dice Mikael, La casa de Eccles Street y otros libros, a pesar del hecho de que su público está formado en su mayoría por gente de su generación y por tanto deberían compartir con ella un pasado común, el aplauso del final carece de entusiasmo.
Para la conferencia de Emmanuel se sienta discretamente en la última fila. En el ínterin han almorzado bien. Ahora navegan hacia el sur por un mar que continúa en calma. Hay una probabilidad alta de que una parte de la buena gente del público -Elizabeth calcula que unos cincuenta-, se vaya a quedar dormida. De hecho, quién sabe, tal vez ella misma se quede dormida. En ese caso sería mejor hacerlo sin que la vean.
– Se estarán preguntando por qué he elegido como tema la novela en África -empieza a decir Emmanuel con una voz que le sale rotunda sin esforzarse-. ¿Qué tiene de especial la novela en África? ¿Qué la hace distinta, lo bastante distinta como para reclamar hoy nuestra atención?
»Bien, veamos. Sabemos, para empezar, que el alfabeto, la idea del alfabeto, no creció en África. En África crecen muchas cosas, más de las que ustedes creen, pero no el alfabeto. El alfabeto tuvo que ser importado, primero por los árabes y luego por los occidentales. En África escribir, ya no digamos escribir novelas, es algo reciente.
»¿Es posible la novela sin escribir novelas?, se preguntarán ustedes. ¿Acaso tuvimos alguna novela en África antes de que nuestros amigos los colonizadores aparecieran en nuestra puerta? Por ahora, déjenme simplemente postergar la respuesta. Ya volveré a ello.
»Y otra aclaración: leer no es una actividad de ocio típicamente africana. La música, sí. El baile, sí. Comer, sí. Hablar, también. Pero la lectura no, y en especial la lectura de novelas largas. A los africanos leer siempre nos ha parecido un asunto extrañamente solitario. Nos inquieta. Cuando los africanos visitamos grandes ciudades europeas como París o Londres, nos fijamos en cuánta gente saca libros de sus bolsas y bolsillos en los trenes y se retira a mundos solitarios. Cada vez que sale el libro es como si levantaran un letrero. "Dejadme en paz. Estoy leyendo -dice el letrero-. Lo que estoy leyendo es más interesante de lo que puedes ser tú."
»Bueno, en África no somos así. No nos gusta aislarnos del resto de la gente y retirarnos a mundos privados. Y tampoco estamos acostumbrados a que nuestros vecinos se retiren a mundos privados. África es un continente en el que la gente comparte. Leer un libro a solas no es compartir. Es como comer a solas o hablar solo. No es lo nuestro. Nos parece un poco chiflado.
«Nosotros, nosotros, nosotros -piensa Elizabeth-. Nosotros los africanos.» «No es lo nuestro.» Nunca le ha gustado la forma excluyente de la palabra «nosotros». Puede que Emmanuel haya envejecido, puede que haya sido bendecido con documentos americanos, pero no ha cambiado. La africanidad: una identidad especial, un destino especial.
Ella ha visitado África: las tierras altas de Kenia, Zimbabue y los pantanos de Okavango. Ha visto leer a africanos, africanos normales, en paradas de autobuses y en trenes. No estaban leyendo novelas, es cierto, leían periódicos. Pero ¿acaso un periódico no representa una retirada a un mundo privado igual que una novela?
– En tercer lugar -continúa Egudu-, en el gran sistema benéfico bajo el que hoy nos toca vivir, a África le ha tocado ser la sede de la pobreza. Los africanos no tienen dinero para lujos. En África, un libro debe ofrecerte algo a cambio del dinero que pagas por él. ¿Qué voy a aprender si leo esta historia?, se pregunta el africano. ¿Cómo me va a hacer progresar? Podemos deplorar la actitud del africano, señoras y caballeros, pero no podemos pasarla por alto. Tenemos que tomarla en serio y tratar de entenderla.
»Por supuesto que imprimimos libros en África. Pero suelen ser libros para niños, libros escolares en el sentido más simple. Si quieren ganar dinero publicando libros en África, tienen que publicar libros que sean asignados en las escuelas, que el sistema educativo compre en grandes cantidades para que los lean y los estudien en las aulas. No vale la pena publicar a escritores con ambiciones serias, a escritores que escriben sobre adultos y cuestiones que interesan a los adultos. Esos escritores deben buscar su salvación en otra parte.
»Por supuesto, señoras y caballeros del Northern Lights, lo que les ofrezco hoy aquí no es una perspectiva completa. Para darles esa perspectiva necesitaría la tarde entera. Solamente les estoy ofreciendo un esquema tosco y apresurado. Por supuesto que encontrarán editoriales en África, una aquí, otra allá, que apoyan a los escritores locales por mucho que no produzcan beneficios. Pero, en términos generales, contar historias no permite que se ganen la vida ni los escritores ni los editores.
»Este es el panorama general, por deprimente que resulte. Ahora volvamos nuestra atención hacia nosotros mismos, hacia ustedes y yo. Aquí estoy yo, ya saben quién soy, lo dice en el programa: Emmanuel Egudu, de Nigeria, autor de novelas, poemas y obras teatrales, ganador incluso de un premio literario Commonwealth (división África). Y aquí están ustedes, gente rica, o por lo menos acomodada (no me equivoco, ¿verdad?), procedente de Norteamérica y de Europa, y, por supuesto, no nos olvidemos de nuestra representación de Australasia. Y tal vez he oído incluso algo de japonés susurrado en los pasillos. Están ustedes de crucero en este barco espléndido, de camino a inspeccionar uno de los confines más remotos del planeta, a revisarlo, tal vez a tacharlo de su lista. Aquí están ustedes, comiendo un buen almuerzo y escuchando hablar a este tipo africano.
»¿Por qué, me imagino que se preguntan, está este tipo africano en nuestro barco? ¿Por qué no está sentado a su mesa en el país donde nació, siguiendo su vocación (si es que de verdad es escritor), escribiendo libros? ¿Por qué está hablando sobre la novela africana, una cuestión que solamente nos puede interesar de forma muy lateral?
»La respuesta más breve, señoras y caballeros, es que este tipo africano se está ganando la vida. En su país, tal como he intentado explicar, no se puede ganar la vida. La verdad es que en su país no es bien recibido (no me extenderé sobre esto, solamente lo menciono porque también se aplica a muchos de sus compatriotas escritores). En su país es lo que llaman un intelectual disidente, y a los intelectuales disidentes hay que tratarlos con cuidado, incluso en la nueva Nigeria.
»Así que aquí está, fuera de su país y en el ancho mundo, ganándose la vida. En parte se gana la vida escribiendo libros que la gente publica, lee y reseña. Libros que son discutidos y juzgados, mayoritariamente, por extranjeros. Y luego se dedica a actividades derivadas de su escritura. Reseña libros de otros escritores, por ejemplo, en publicaciones europeas y americanas, e instruye a la juventud del Nuevo Mundo sobre el tema exótico en el que es experto, igual que un elefante es experto en elefantes: la novela africana. Da conferencias. Navega en cruceros. Y mientras se dedica a esto, vive en lo que llamamos alojamientos temporales. Todas sus direcciones son temporales, no tiene morada fija.
»¿Creen que a este tipo le resulta fácil, señoras y caballeros, ser fiel a su esencia de escritor cuando hay tantos desconocidos que complacer, mes tras mes? Editores, lectores, críticos, estudiantes, todos ellos armados no solamente de sus propias ideas sobre lo que es o tiene que ser la escritura, lo que es o tiene que ser la novela, lo que es o tiene que ser África, sino también lo que es o tiene que ser el hecho de ser complacido. ¿Creen que es posible que a ese tipo no le afecte la presión que recibe para complacer a los demás, para ser lo que los demás creen que tiene que ser, para producir para ellos lo que ellos creen que tiene que producir?
»Tal vez se les haya pasado por alto, pero hace un momento he colado una palabra que tendría que haberles pitado en los oídos. He hablado de mi esencia y de ser fiel a mi esencia. Podría hablar mucho de la esencia y de sus ramificaciones. Pero esta no es la ocasión apropiada. Sin embargo, deben de estar preguntándose cómo puedo justificar hablar de mi esencia como escritor africano en esta época contraria a las esencias, en esta época de identidades fluidas que cogemos y nos ponemos y nos quitamos como si fueran ropa.
»Tengo que recordarles que en el pensamiento africano hay una larga historia de activismo sobre las ideas de esencia y esencialismo. Puede que hayan oído hablar del movimiento de la négritude de las décadas de mil novecientos cuarenta y mil novecientos cincuenta. La négritude, de acuerdo con los iniciadores del movimiento, es el sustrato esencial que une a todos los africanos y los hace inconfundiblemente africanos: no solamente a los africanos de África, sino también a los de la gran diáspora africana en el Nuevo Mundo y ahora en Europa.
»Quiero citarles unas palabras del escritor y pensador senegalés Cheikh Hamidou Kane. A Cheikh Hamidou lo estaba entrevistando un europeo. Me desconcierta, dijo el entrevistador, que elogie a ciertos escritores por ser genuinamente africanos. En vista de que los escritores en cuestión escriben en un idioma extranjero (concretamente el francés) y son publicados y en su mayor parte leídos en un país extranjero (concretamente Francia), ¿pueden realmente ser llamados escritores africanos? ¿No es más apropiado llamarlos escritores franceses de origen africano? ¿No es el lenguaje una matriz más importante que el nacimiento?
»Lo que sigue es la respuesta de Cheikh Hamidou: "Los escritores de los que hablo son genuinamente africanos porque nacieron en África, viven en África y tienen una sensibilidad africana… Lo que los distingue es la experiencia vital, la sensibilidad, el ritmo y el estilo". Y continúa: "Un escritor inglés o francés tiene miles de años de tradición escrita a su espalda… Nosotros, en cambio, somos herederos de una tradición oral".
»En la respuesta de Cheikh Hamidou no hay nada místico, nada metafísico ni nada racista. Simplemente le da el peso adecuado a esos elementos intangibles de la cultura que, como no pueden expresarse fácilmente con palabras, a menudo se pasan por alto. La forma en que vive la gente en sus cuerpos. Su forma de mover las manos. Su forma de sonreír o de fruncir el ceño. La cadencia con que hablan. Su forma de cantar. El timbre de sus voces. Su forma de bailar. Su forma de tocarse. Cómo sus manos permanecen un momento en contacto con lo que tocan. Su forma de hacer el amor. La forma en que se quedan tumbados después de hacer el amor. Cómo piensan. Cómo duermen.
»Los novelistas africanos podemos transmitir estas cualidades en nuestros escritos (y déjenme recordarles, llegado este punto, que la palabra "novela", cuando entró en los idiomas europeos, tenía un significado más que vago: significaba la forma de escritura que carecía de forma, que no tenía normas, que inventaba sus propias normas sobre la marcha). Los novelistas africanos podemos transmitir estas cualidades como nadie porque no hemos perdido el contacto con el cuerpo. La novela africana, la verdadera novela africana, es una novela oral. En la página permanece inerte, solamente vive a medias. Pero se despierta cuando la voz, procedente de las profundidades del cuerpo, insufla vida a las palabras y las pronuncia en voz alta.
»La novela africana es por tanto, afirmaría yo, en su mismo ser, y antes de que se escriba la primera palabra, una crítica de la novela occidental, que ha ido tan lejos por el camino de la incorporeidad (piensen en Henry James, en Marcel Proust) que la forma adecuada y ciertamente la única forma en que se la puede absorber es en silencio y en soledad. Y terminaré estos comentarios, señoras y caballeros (veo que se me acaba el tiempo) citando en apoyo de mi posición y de la de Cheikh Hamidou no a un africano, sino a un hombre de los páramos helados de Canadá, el gran académico de la oralidad, Paul Zumthor.»"Desde el siglo XVII -escribe Zumthor-, Europa se ha extendido por el mundo como un cáncer, al principio con sigilo pero desde hace tiempo a paso cada vez más rápido, hasta que hoy se dedica a aniquilar formas, animales, plantas, hábitats e idiomas. Cada día que pasa, varios idiomas del mundo desaparecen, repudiados, sofocados… Uno de los síntomas de la enfermedad ha sido sin duda, desde el principio, lo que llamamos literatura. Y la literatura se ha consolidado, ha prosperando y se ha convertido en lo que es (una de las más enormes dimensiones de la humanidad) negando la voz… Ha llegado el momento de dejar de privilegiar la escritura… Tal vez la gran y desafortunada África, empobrecida por nuestro imperialismo político-industrial, se encontrará más cerca de la meta que el resto de los continentes, ya que la escritura le ha afectado en menor medida."
Cuando Egudu termina su conferencia, el aplauso es rotundo y enérgico. Ha hablado con fuerza, tal vez incluso con pasión. Ha plantado cara por sí mismo, por su vocación, por su gente. ¿Por qué no habría de obtener su recompensa, aunque lo que diga pueda tener escasa relevancia para las vidas de sus espectadores?
Y, sin embargo, la conferencia tiene algo que a Elizabeth Costello no le ha gustado. Algo relacionado con la oralidad y la mística de la oralidad. Siempre, piensa, es el cuerpo lo que se destaca y se ensalza. Y la voz, la esencia oscura del cuerpo, que emerge de su interior. La négritude: Elizabeth pensaba que Emmanuel dejaría atrás esa pseudofilosofía con la edad. Es evidente que no. Es evidente que ha decidido conservarla como parte de su discurso profesional. Bueno, pues que tenga buena suerte. Todavía hay tiempo, al menos diez minutos, para preguntas. Ella confía en que las preguntas sean inquisitivas, que lo escruten de forma perspicaz.
La primera mujer que pregunta es, supone Elizabeth por su acento, del Medio Oeste de Estados Unidos. La primera novela escrita por un africano que leyó, dice la mujer, ya hace décadas, era de Amos Tutuola, ha olvidado el título. («El bebedor de vino de palma», sugiere Egudu. «Sí, esa», responde ella.) Le fascinó. Le pareció que era un presagio de grandes cosas. De modo que se sintió decepcionada, terriblemente decepcionada, al enterarse de que a Tutuola no lo respetaban en su propio país, que los nigerianos cultos lo menospreciaban y consideraban que su reputación en Occidente era inmerecida. ¿Era cierto aquello? ¿Era Tutuola la clase de novelista oral que nuestro conferenciante tenía en mente? ¿Se habían traducido más libros suyos?
No, contesta Egudu, Tutuola ya no ha vuelto a ser traducido, de hecho no ha sido traducido nunca, por lo menos no al inglés. ¿Y por qué no? Porque no necesitaba que lo tradujeran. Porque se ha dedicado a escribir en inglés.
– Y esa es la raíz del problema que plantea esta señora. El idioma de Amos Tutuola es el inglés, pero no un inglés es tándar, no el inglés que los nigerianos de la década de mil novecientos cincuenta aprendieron en la escuela y en la universidad. Es el idioma de un empleado semieducado, un hombre que no ha llegado más allá de la escuela primaria, apenas comprensible para alguien de fuera y corregido por los editores ingleses para su publicación. Allí donde la escritura de Tutuola era claramente inculta, se la corregían. Lo que evitaban corregir era lo que les resultaba auténticamente nigeriano, es decir, todo lo que a ellos les sonaba pintoresco, exótico y folclórico.
»Por lo que acabo de decir -continúa Egudu-, pueden imaginarse que desapruebo a Tutuola o al fenómeno Tutuola. Para nada. A Tutuola lo repudiaron los nigerianos supuestamente cultos porque les daba vergüenza. Les daba vergüenza que los encasillaran con él como nativos que no sabían escribir correctamente en inglés. En cuanto a mí, yo soy feliz de ser un nativo, un nativo nigeriano, un nigeriano nativo. En esa batalla estoy del lado de Tutuola. Tutuola es o era un narrador de gran talento. Me alegro de que le guste a usted. En Inglaterra salieron otros libros suyos, aunque ninguno, diría yo, tan bueno como El bebedor de vino de palma. Y sí, es la clase de escritor a que me refería, un escritor oral.
»Me he extendido al responderle porque el caso de Tutuola es muy instructivo. Lo que hace destacar a Tutuola es que no ajustó su idioma a las expectativas (o a lo que él habría pensado, si hubiese sido menos ingenuo, que serían las expectativas) de los extranjeros que lo leerían y lo juzgarían. Como no sabía hacer otra cosa, escribía tal como hablaba. Y por tanto tuvo que ver, con un especial sentimiento de impotencia, cómo Occidente lo encasillaba como un africano exótico.
»Pero, señoras y caballeros, ¿quién no es exótico entre los africanos? La verdad es que para Occidente todos los africanos somos exóticos, y eso cuando no somos simplemente salvajes. Es nuestro destino. Incluso aquí, en este barco que navega rumbo al continente que tendría que ser el más exótico de todos, y el más salvaje, el continente que carece por completo de estándares humanos, noto que soy exótico.
Hay risas entre el público. Egudu les dedica su amplia sonrisa, una sonrisa atractiva, en apariencia del todo espontánea. Pero Elizabeth no puede creer que sea una sonrisa verdadera, no puede creer que le salga del corazón, si es de ahí de donde salen las sonrisas. Si ser exótico es el destino que Egudu ha aceptado para sí mismo, entonces es un destino terrible. Ella no puede creer que él no lo sepa, que no lo sepa y no se rebele contra ello en su interior. La única cara negra en este mar de blancura.
– Pero déjeme volver a su pregunta -continúa Egudu-. Usted ha leído a Tutuola, ahora lea a mi compatriota Ben Okri. Okri es heredero de Tutuola, o, mejor dicho, ambos son herederos de antepasados comunes. Pero Okri afronta de forma mucho más compleja las contradicciones de ser él mismo para los demás (excusen la jerga, no es más que un poco de exhibicionismo nativo). Lea a Okri. La experiencia le resultará instructiva.
Se suponía que «La novela en África», como todas las charlas a bordo del crucero, iba a ser algo ligero. Se supone que nada de lo que hay en el programa de a bordo tiene que ser denso. Por desgracia, Egudu está amenazando con ser denso. Con un gesto discreto de la cabeza, el director de animación, el muchacho sueco alto del uniforme azul claro, le llama la atención desde bastidores. Y de forma natural y elegante, Egudu obedece y pone fin a su espectáculo.
La tripulación del Northen Lights es rusa, igual que los camareros. De hecho, todo el mundo es ruso salvo los oficiales y los equipos de guías y encargados. La música a bordo la proporciona una orquesta de balalaikas: cinco hombres y cinco mujeres. El acompañamiento que ofrecen a la hora de la cena es demasiado sensiblero para el gusto de Elizabeth. Después de la cena, en el salón de baile, la música que tocan se anima un poco.
La líder de la orquesta, que es también la cantante ocasional, es una rubia de treinta y pocos años. Chapurrea el inglés lo bastante como para hacer los anuncios:
– Tocamos pieza que en ruso se llama «Mi palomita. Mi palomita».
Cuando dice «palomita», suena como si dijera «polomicha». Con sus gorjeos y sus descensos en picado, la pieza suena húngara, suena gitana, suena judía, todo menos rusa. Pero ¿quién es ella, Elizabeth Costello, una chica de campo, para juzgarlo?
Ella está tomando una copa con una pareja de su mesa. Le cuentan que son de Manchester. Los dos se han apuntado a su curso sobre la novela y ya tienen ganas de que empiece. El hombre es esbelto, canoso y tiene los huesos largos: a ella le recuerda a un alcatraz. No le cuenta cómo ha hecho fortuna y ella no se lo pregunta. La mujer es menuda y sensual. No se parecen en nada a la idea que ella tiene de alguien de Manchester. Steve y Shirley. Ella supone que no están casados.
Para su alivio, la conversación pronto se aleja de ella y de los libros que ha escrito para ocuparse de las corrientes oceánicas, sobre las cuales Steve parece saber todo lo que se puede saber, y de los seres diminutos, toneladas de ellos por kilómetro cuadrado, cuya vida consiste en ser arrastrados tranquilamente por estas aguas gélidas, en comer y en ser comidos, en multiplicarse y en morir, olvidados por la historia. Steve y Shirley se llaman a sí mismos turistas ecológicos. El año pasado fueron al Amazonas, este al océano Austral.
Egudu está de pie en la entrada, mirando a su alrededor. Elizabeth lo saluda con la mano y él se acerca.
– Ven con nosotros -le dice-. Emmanuel. Shirley. Steve. Elogian a Emmanuel por su charla.
– Muy interesante -dice Steve-. Me ha dado una perspectiva completamente nueva.
– Estaba pensando mientras usted hablaba… -dice Shirley en tono más reflexivo-. No conozco sus libros, lo siento, pero para usted como escritor, como la clase de escritor oral que describía, tal vez el libro impreso no sea el medio adecuado. ¿Ha pensando alguna vez en escribir directamente para grabarlo en audio? ¿Por qué perder tiempo imprimiéndolo? ¿Para qué molestarse incluso en escribir? Recítele la historia directamente a su oyente.
– ¡Qué idea tan inteligente! -dice Emmanuel-. No solucionará todos los problemas del escritor africano, pero vale la pena considerarla.
– ¿Por qué no solucionará sus problemas?
– Porque me temo que los africanos no se conformarán con sentarse en silencio y escuchar un disco que gira en una maquinita. Sería demasiado parecido a la idolatría. Los africanos necesitan la presencia viva, la viva voz.
La viva voz. Los tres guardan silencio mientras reflexionan sobre la viva voz.
– ¿Estás seguro de eso? -dice Elizabeth, interviniendo por primera vez-. A los africanos no les importa escuchar la radio. Una radio es una voz, pero no una viva voz ni una presencia viva. Lo que estás pidiendo, creo, Emmanuel, no es solamente una voz, sino también una puesta en escena. Un actor de carne y hueso que ponga en escena el texto para ti. De ser así, si es eso lo que piden los africanos, entonces estoy de acuerdo, no se puede hacer una grabación. Pero la novela nunca fue pensada como guión de una representación en vivo. Desde el principio la novela ha tenido la virtud de no depender de su puesta en escena. No se puede tener al mismo tiempo una puesta en escena en vivo y una distribución barata y cómoda. Es una cosa u otra. Si realmente es eso lo que quieres que sea la novela, un bloque de papel portátil que sea al mismo tiempo un ser vivo, entonces estoy de acuerdo, la novela no tiene futuro en África.
– No tiene futuro -dice Egudu en tono reflexivo-. Eso suena muy fatalista, Elizabeth. ¿No tienes una solución que ofrecernos?
– ¿Una solución? No soy yo quien tiene que ofreceros una solución. Lo que tengo que plantear es una pregunta. ¿Por qué hay tantos novelistas africanos y todavía no hay ninguna novela africana que valga la pena mencionar? Esa parece ser la verdadera pregunta. Y tú mismo has dado una pista para responderla en tu charla. El exotismo. El exotismo y sus seducciones.
– ¿El exotismo y sus seducciones? Nos intrigas, Elizabeth. Explícanos qué quieres decir.
Si solamente estuvieran Emmanuel y ella, ella se marcharía llegado este punto. Está cansada del tonillo de burla del africano, exasperada. Pero delante de desconocidos, delante de clientes, tanto ella como él tienen que mantener las apariencias.
– La novela inglesa -dice Elizabeth- la escribe básicamente gente inglesa para otra gente inglesa. Por eso es la novela inglesa. La novela rusa la escriben rusos para otros rusos. Pero la novela africana no la escriben unos africanos para otros africanos. Puede que los novelistas africanos escriban sobre África y sobre experiencias africanas, pero a mí me parece que todo el tiempo que escriben están mirando por encima del hombro hacia los extranjeros que los van a leer. Les guste o no, han aceptado el rol de intérpretes e interpretan África para sus lectores. Pero ¿cómo se puede explorar un mundo con plena profundidad si al mismo tiempo se lo tienes que explicar a unos forasteros? Es como si un científico intentara prestar una atención plena y creativa a sus investigaciones y al mismo tiempo tuviera que explicar lo que está haciendo a una clase de alumnos ignorantes. Es demasiado para una sola persona, no se puede hacer, al menos no en profundidad. Ahí me parece que está la raíz de vuestro problema. Tener que representar vuestra africanidad al mismo tiempo que escribís.
– ¡Muy bien, Elizabeth! -dice Egudu-. Lo has entendido del todo. Lo has explicado muy bien. El explorador como explicador. -Extiende un brazo y le da unos golpecitos en el hombro.
«Si estuviéramos los dos solos -piensa ella-, le daría una bofetada.»
– Si realmente lo entiendo -ahora Elizabeth no hace caso de Egudu y se dirige a la pareja de Manchester-, es solamente porque en Australia hemos tenido problemas parecidos y los hemos dejado atrás. Por fin renunciamos al hábito de escribir para extranjeros cuando un público australiano adecuado alcanzó la madurez, algo que pasó en los años sesenta. Una comunidad de lectores, no de escritores… que ya existía. Abandonamos la costumbre de escribir para extranjeros cuando nuestro mercado, nuestro mercado australiano, decidió que se podía permitir mantener una literatura local. Esa es la lección que podemos ofrecer. Eso es lo que África puede aprender de nosotros.
Emmanuel permanece callado, aunque no ha perdido su sonrisa irónica.
– Es interesante oírles hablar a los dos -dice Steve-. Tratan ustedes la escritura como un negocio. Identifican un mercado y luego se ponen a cubrir su demanda. Me esperaba algo distinto.
– ¿De verdad? ¿Qué esperaba?
– Ya saben: dónde encuentran su inspiración los escritores, cómo se imaginan personajes y esas cosas. Lo siento, no me hagan caso. Soy un simple aficionado.
«Inspiración.» Recibir el espíritu dentro de uno. Ahora que Steve ha sacado la palabra a colación, Elizabeth siente vergüenza. Hay un silencio incómodo.
– Elizabeth y yo nos conocemos de hace mucho tiempo. En nuestra época tuvimos muchos desacuerdos. Eso no altera las cosas entre nosotros, ¿verdad, Elizabeth? Somos colegas, colegas escritores. Parte de la gran hermandad mundial de escritores.
«Hermandad.» Emmanuel la está desafiando, está intentando fastidiarla delante de estos desconocidos. Pero de pronto ella se siente demasiado harta de todo para aceptar el desafío. No somos colegas escritores, piensa ella. Somos colegas de la farándula. ¿Por qué si no estamos a bordo de este barco de lujo, poniéndonos a disposición, como dice ingenuamente la invitación, de una gente que nos aburre y a quien estamos empezando a aburrir?
Emmanuel la está acosando porque está inquieto. Ella lo conoce lo bastante bien como para darse cuenta. Ya está cansado de la novela africana, está cansado de ella y de sus amigos, quiere algo nuevo o a alguien nuevo.
La cantante ha llegado al final de su repertorio. Hay un aplauso comedido. La mujer hace una reverencia, hace otra y coge una balalaika. La banda emprende un baile cosaco.
Lo que la irrita de Emmanuel, lo que ha tenido el sentido común de no sacar a colación delante de Steve y Shirley porque no sería decoroso, es el hecho de que él convierte cada desacuerdo en una cuestión personal. Y en cuanto a su querida novela oral, sobre la cual ha desarrollado una carrera subsidiaria como conferenciante, a ella le parece una idea esencialmente confusa. «Una novela sobre gente que vive en una cultura oral -le gustaría decir a ella- no es una novela oral. Del mismo modo que una novela sobre mujeres no es una novela femenina.»
En opinión de Elizabeth, todo lo que dice Emmanuel sobre la novela oral, una novela que se ha mantenido en contacto con la voz humana y por tanto con el cuerpo humano, una novela que no es incorpórea como la novela occidental sino que es portavoz del cuerpo y de la verdad del cuerpo, no es más que otra forma de sustentar la mística de los africanos como últimos transmisores de las energías humanas primordiales. Emmanuel culpa a sus editores occidentales y a sus lectores occidentales de convertir África en algo exótico. Pero a Emmanuel le interesa convertirse en algo exótico. Resulta que ella sabe que hace muchos años que Emmanuel no ha escrito un libro relevante. Cuando ella lo conoció todavía podía llamarse a sí mismo escritor de forma honorable. Ahora se gana la vida hablando. Sus libros existen como credenciales y nada más. Puede que sea un colega de la farándula, pero ya no es un colega escritor. Está en el circuito de las conferencias por dinero, así como por otras recompensas. Por ejemplo, el sexo. Es oscuro, es exótico, está en contacto con las energías de la vida. Aunque ya no sea joven, se conserva bien, lleva sus años con distinción. ¿Qué chica sueca se le podría resistir?
Elizabeth se termina su copa.
– Me retiro -dice-. Buenas noches, Steve, Shirley. Os veré mañana. Buenas noches, Emmanuel.
Se despierta en medio de una quietud total. Su reloj dice que son las cuatro y media. Los motores del barco se han parado. Mira por el ojo de buey. Fuera hay niebla, pero a través de la niebla se divisa tierra a menos de un kilómetro. Debe de ser la isla Macquarie: ella pensaba que todavía tardarían horas en llegar.
Se viste y sale al pasillo. Al mismo tiempo se abre la puerta del camarote A-230 y sale la rusa, la cantante. Lleva el mismo vestido que anoche, la misma blusa de color oporto y los mismos pantalones negros y anchos. Tiene las botas en la mano. Bajo la luz poco favorecedora del techo parece más cerca de los cuarenta que de los treinta. Cuando se cruzan, evitan mirarse.
Elizabeth sabe que el camarote A-230 es el de Egudu.
Sube hasta la cubierta superior. Ya hay un puñado de pasajeros, abrigados para combatir el frío, apoyados en las barandillas y mirando hacia abajo.
El mar en el que flotan está plagado de lo que parecen ser peces, unos peces negros y grandes de lomo brillante que saltan y se sumergen en el oleaje. Elizabeth nunca ha visto nada parecido.
– Pingüinos -dice el hombre que tiene al lado-. Pingüinos rey. Han venido a saludarnos. No saben qué somos.
– Oh -dice ella. Y luego-: Qué inocentes. ¿Tan inocentes son?
El hombre la mira con cara rara y se vuelve hacia su compañera.
El océano Austral. Poe nunca lo vio con sus propios ojos, Edgar Allan, pero lo surcó con la imaginación. Botes llenos de isleños oscuros salieron remando a recibirlo. Parecían gente normal, como nosotros, pero cuando sonrieron y mostraron los dientes resultó que no eran blancos sino negros. Eso hizo que Poe se estremeciera, y con razón. Mares llenos de cosas que parecen como nosotros pero no lo son. Flores marinas que se abren para devorar. Anguilas, cada una de ellas con unas fauces espinosas y las tripas colgando. Los dientes son para rasgar y la lengua es para remover la marejada: esa es la verdad sobre lo oral. Alguien tendría que decírselo a Emmanuel. Solamente gracias a una ingeniosa economía, un accidente de la evolución, el órgano de la ingestión puede usarse a veces para cantar.
Permanecerán hasta el mediodía atracados ante la isla Macquarie para que los pasajeros que lo deseen puedan visitarla. Elizabeth ha apuntado su nombre en el grupo de visita.
El primer bote sale después del desayuno. La aproximación para el amarre es difícil y se lleva a cabo a través de densos bancos de algas y formaciones rocosas. Al final, uno de los marineros tiene que medio ayudarla a bajarse y medio llevarla en brazos, como si fuera una mujer viejísima. El marinero es rubio y tiene los ojos azules. Ella siente su energía joven a través del impermeable de él. En sus brazos está tan segura como un bebé.
– ¡Gracias! -le dice, agradecida, cuando él la deja. Pero para él no es nada, es un servicio que le pagan en dólares, no más personal que el servicio de una enfermera de hospital.
Elizabeth ha leído sobre la isla Macquarie. En el siglo diecinueve era el centro de la industria de los pingüinos. Aquí se mataba a golpes a cientos de miles de pingüinos y se los arrojaba al interior de unas calderas de hierro fundido para deshacerlos en forma de aceite útil y residuos inútiles. O ni siquiera se los mataba a golpes, simplemente se les azotaba con palos para que subieran una pasarela y saltaran al caldero hirviente.
Y sin embargo, parece que sus descendientes del siglo veinte no han aprendido nada. Siguen nadando inocentemente para dar la bienvenida a sus visitantes. Siguen gritándoles sus saludos mientras los visitantes se acercan a las colonias de cría («¡Ho, ho!», gritan, como si fueran gnomos de voz bronca) y permitiéndoles que se les acerquen lo bastante como para tocarlos y acariciar sus pechos resbaladizos.
A las once los botes los llevarán de nuevo al barco. Hasta entonces son libres para explorar la isla. Hay una colonia de albatros en la colina y la tripulación les da consejos; pueden fotografiar a las aves sin problema, pero no deben acercarse demasiado para no alarmarlas. Es época de cría.
Ella se aleja del resto del grupo. Al cabo de un rato se encuentra sobre una meseta que domina la línea de costa y caminando por una pradera enorme de hierba aplastada.
De pronto, sin previo aviso, se encuentra con algo delante de ella. Al principio le parece que es una roca, lisa, blanca y llena de motas grises. Luego ve que es un ave, la más grande que ha visto nunca. Reconoce el pico largo y curvado hacia abajo y el esternón enorme. Un albatros.
El albatros la mira fijamente y, le parece a ella, con expresión divertida. Debajo del ave asoma una versión más pequeña del mismo pico. El polluelo es más hostil. Abre el pico y suelta un grito largo y sordo de advertencia.
Y así se quedan ella y los dos pájaros, examinándose mutuamente.
«Antes de la caída -piensa ella-. Así debía de ser todo antes de la caída. Podría dejar marchar el bote y quedarme aquí. Pedirle a Dios que se encargara de cuidarme.»
Hay alguien detrás de ella. Se da media vuelta. Es la cantante rusa, ahora vestida con un anorak verde oscuro con la capucha bajada y un pañuelo en la cabeza.
– Un albatros -le comenta a la mujer, en voz baja-. Así los llamamos en inglés. No sé cómo se llaman a sí mismos.
La mujer asiente. El enorme pájaro la mira con calma, no más asustado de dos que de una.
– ¿Está Emmanuel contigo? -pregunta Elizabeth.
– No. En barco.
La mujer no parece tener ganas de hablar, pero ella insiste.
– Sé que eres amiga suya. Yo también lo fui, en el pasado. ¿Puedo preguntarte qué ves en él?
Es una pregunta extraña, tan íntima que resulta presuntuosa e incluso maleducada. Pero a Elizabeth le parece que en esta isla, en una visita que nunca se repetirá, todo está permitido.
– ¿Qué veo? -dice la mujer.
– Sí. ¿Qué ves? ¿Qué te gusta de él? ¿Cuál es la fuente de su encanto?
La mujer se encoge de hombros. Ahora Elizabeth ve que tiene el pelo teñido. Cuarenta como mínimo, probablemente con una familia que mantener, uno de esos hogares rusos con una madre paralítica, un marido que bebe demasiado y le pega, un hijo holgazán y una hija con la cabeza afeitada y que se pinta los labios de color morado. Una mujer que sabe cantar un poco pero que un día de estos, más temprano que tarde, estará para el arrastre. Tocando la balalaika para extranjeros, cantando canciones kitsch rusas, recogiendo propinas.
– Es hombre libre. ¿Habla ruso? ¿No?
Ella niega con la cabeza.
– Deutsch?
– Un poco.
– Er istfreigebig. Ein guter Mann.
Freigebig, generoso, pronunciado con lusges fuertes del ruso. ¿Es Emmanuel generoso? Ella no tiene ni idea. Pero no es la primera palabra que se le ocurriría para calificarlo. Amplio, tal vez. Ampuloso.
– Aber kaum zu vertrauen -le comenta a la mujer.
Hace años que no usa ese idioma. ¿Es el idioma que los dos hablaron en la cama anoche? El alemán, la lengua imperial de la nueva Europa. Kaum zu vertrauen, no es de confianza.
La mujer se vuelve a encoger de hombros.
– Die Zeit ist immer kurz. Man kann nicht alies haben. -Hay una pausa. La mujer habla de nuevo-: Auch die Stimme. Sie macht dafi man… -busca la palabra- man schaudert.
Schaudern. Temblar. Su voz la hace a una temblar. Es probable, cuando una tiene su pecho tocando el de él. Entre ella y la rusa flota lo que tal vez sea el principio de una sonrisa. En cuanto al ave, las dos llevan allí mucho rato y el ave está perdiendo interés. Solamente el polluelo que asoma por debajo de su madre sigue prestando atención a las intrusas.
¿Acaso está celosa? ¿Cómo puede estarlo? Con todo, es difícil aceptar el hecho de estar excluida del juego. Es como volver a ser una niña, con el horario de irse a la cama de los niños.
La voz. Sus pensamientos vuelven a Kuala Lumpur, donde ella era joven, o casi joven, y pasó tres noches seguidas con Emmanuel Egudu, que también era joven. «El poeta oral -le dijo ella en tono burlón-. Enséñame qué puede hacer un poeta oral.» Y él la hizo tumbarse. Se puso encima y le acercó los labios a los oídos. Los abrió, respiró dentro de ella y se lo enseñó.