5. LAS HUMANIDADES EN ÁFRICA

I

Hace doce años que no ve a su hermana, desde el funeral de su madre aquel día lluvioso en Melbourne. Esa hermana a quien sigue llamando interiormente Blanche -aunque hace tanto tiempo que su nombre público es hermana Bridget- que a estas alturas ya debe de pensar en sí misma como Bridget, se ha ido a vivir a África, parece que para siempre, siguiendo una vocación. Formada como profesora de clásicas y reeducada como misionera médica, ha llegado a ser administradora de un hospital de tamaño considerable en la Zululandia rural. Desde que el sida asoló la región, ha ido concentrando cada vez más los esfuerzos del Hospital de los Bienaventurados Mary on the Hill, Marianhill, en los problemas de los niños que nacen infectados. Hace dos años Blanche escribió un libro, Vivir para la esperanza, sobre su trabajo en Marianhill. El libro funcionó de forma inesperada. Dio una gira de conferencias por Canadá y Estados Unidos, haciendo publicidad del trabajo de la orden y recogiendo fondos. Salió en la revista Newsweek. Así que después de renunciar a la carrera académica por una vida de duro trabajo carente de reconocimiento, de pronto Blanche es famosa, lo bastante famosa como para que una universidad de su país de adopción le otorgue un título honorario.

Es por ese título, y por la ceremonia de su entrega, que ella, Elizabeth, la hermana menor de Blanche, ha venido a una tierra que no conoce y que nunca ha tenido el deseo especial de conocer, a esta ciudad tan fea (hace unas horas escasas que llegó en el avión y la vio desplegada desde el aire, con sus acres de tierra llena de cicatrices, sus enormes y estériles depósitos de minas). Ahora está aquí y está agotada. Horas de su vida perdidas en el trayecto sobre el océano Indico. No tiene sentido pensar que las va a recuperar. Tendría que echarse una siesta, recuperar un poco las fuerzas y recobrar los ánimos antes de encontrarse con Blanche. Pero está demasiado tensa, demasiado desorientada, y sospecha vagamente que ha enfermado. ¿Será algo que ha cogido en el avión? Enfermar entre extraños: ¡qué situación tan triste! Reza por equivocarse.

Las han instalado a las dos en el mismo hotel, a la hermana Bridget Costello y a la señora Elizabeth Costello. Cuando se organizó la visita les preguntaron si preferían habitaciones separadas o compartir una suite. Ella dijo que habitaciones separadas. Y supone que Blanche dijo lo mismo. Nunca ha tenido una relación íntima con Blanche. Y ahora que han dejado de ser mujeres de edad avanzada para convertirse en, francamente, ancianas, no tiene ganas de tener que oír cómo Blanche reza antes de irse a la cama ni de ver qué clase de ropa interior llevan las hermanas de la Orden Mariana.

Deshace el equipaje, va de aquí para allá, enciende el televisor y lo apaga. De alguna forma, en medio de todo esto, se queda dormida, boca arriba, sin quitarse los zapatos. La despierta el teléfono. Busca a tientas el aparato. «¿Dónde estoy? -piensa-. ¿Quién soy?»

– ¿Elizabeth? -dice una voz-. ¿Eres tú?

Se reúnen en el vestíbulo del hotel. Ella creía que se habían relajado las normas indumentarias de las monjas. Pero de ser así, Blanche no se ha enterado. Lleva el griñón, la blusa blanca y lisa y la falda gris hasta el tobillo que se estilaban hace décadas. Tiene la cara arrugada y motas marrones en el dorso de las manos. Por lo demás se ha conservado bien. Es la típica mujer, piensa para sí misma, que llega a los noventa. «Escuálida» es la palabra que le viene a la cabeza involuntariamente: «escuálida como una gallina». En cuanto a lo que Blanche ve en ella, en cuanto a lo que ha sido la hermana que se quedó en el mundo, prefiere no pensar en ello.

Se abrazan y piden un té. Hablan de temas triviales. Blanche es tía, aunque nunca se ha comportado como tal, de forma que tiene que oír las noticias sobre un sobrino y una sobrina a los que apenas ha visto en su vida y que bien podrían ser desconocidos. Mientras hablan, ella, Elizabeth, se está preguntando: ¿Para esto he venido? ¿Para tocar una mejilla con los labios, para esta charla desganada, para este gesto de revivir un pasado que casi se ha desvanecido?

Familiaridad. Parecido de familia. Dos ancianas en una ciudad extranjera, escondiéndose mutuamente su consternación. Hay algo ahí que se puede desarrollar, no hay duda. Alguna historia agazapada y desapercibida como un ratón en un rincón. Pero ahora mismo está demasiado cansada para localizarla e identificarla.

– A las nueve y media -está diciendo Blanche.

– ¿Qué?

– A las nueve y media. Nos vienen a recoger a las nueve y media. Nos encontraremos aquí. -Deja su taza en la mesa-. Pareces agotada, Elizabeth. Duerme un poco. Yo tengo que preparar una charla. Me han pedido que dé una charla. Que cante por un plato de sopa.

– ¿Una charla?

– Un discurso. Mañana voy a dar un discurso a los estudiantes que se licencian. Me temo que vas a tener que aguantarlo.

II

Está sentada junto con otros invitados eminentes en la primera fila. Hace años que no estaba en una ceremonia de graduación. El final de un año académico: el verano aquí en África es tan caluroso como en Australia.

A juzgar por el bloque de gente joven vestida de negro que tiene detrás, diría que hay unos doscientos títulos en humanidades que entregar. Pero primero le toca a Blanche, la única que recibe un título honorario. La presentan ante la gente congregada. Ataviada con la toga escarlata de doctora, de profesora, permanece de pie ante el público, con las manos juntas, mientras el orador de la universidad lee el historial de sus logros en la vida. Luego la llevan al asiento del rector. Dobla una rodilla y el asunto queda cerrado. La hermana Bridget Costello, novia de Cristo y doctora en Letras, que con su vida y sus obras le ha vuelto a dar lustre, temporalmente, al oficio de misionero.

Ella ocupa su lugar en el estrado. Es hora de que Bridget, o Blanche, diga lo que tiene que decir.

– Señor rector -dice- y respetados miembros de la universidad:

»Me honran ustedes esta mañana y acepto agradecida este honor, no solamente en mi nombre, sino en el de las docenas de personas que durante el último medio siglo han dedicado su trabajo y su amor a los niños de Marianhill y, a través de esos pequeños, a Nuestro Señor.

»La forma en que han elegido ustedes honrarnos es la forma con que están más familiarizados, el premio de un título académico que llaman doctorado en litterae humaniores, letras humanas, o más coloquialmente, humanidades. Pese al riesgo de contarles cosas que ustedes conocen mejor que yo, me gustaría usar esta oportunidad para decir algo sobre las humanidades, sobre su historia y su situación presente. Confío humildemente en que lo que tengo que decir pueda ser relevante para la situación en que ustedes, como sirvientes de las humanidades, se encuentran, en África pero también en el mundo en general, que es una situación acuciada por problemas.

»A veces tenemos que ser crueles para ser amables, así que déjenme empezar recordando que no fue la universidad la que engendró lo que hoy llamamos humanidades pero que, para ser más precisos históricamente, en adelante llamaré studia humanitatis o estudios humanos, estudios del hombre y de su naturaleza por oposición a los studia divinitatis, estudios relativos a lo divino. La universidad no engendró los estudios humanos, y además, cuando la universidad los aceptó por fin en su ámbito académico, no les concedió un hogar especialmente cómodo. Al contrario, la universidad solamente aceptó una forma árida y estrecha de miras de los estudios humanos. Esa forma estrecha de miras era la erudición textual. La historia de los estudios humanos en la universidad a partir del siglo quince está tan estrechamente ligada a la historia de la erudición textual que bien pueden considerarse la misma cosa.

»Como no tengo toda la mañana (el decano me ha pedido que me limite a quince minutos como máximo, ha dicho textualmente "como máximo"), diré lo que quiero decir sin los razonamientos paso a paso y las pruebas históricas a las que ustedes tienen derecho en tanto que congregación de estudiantes y académicos.

»La erudición textual, me gustaría decir si tuviera más tiempo, fue el aliento de los estudios humanos cuando los estudios humanos eran lo que podemos llamar un movimiento histórico, también conocido como movimiento humanista. Pero ese aliento de erudición textual no tardó en ser sofocado. Desde entonces la historia de la erudición textual ha sido la historia de un esfuerzo tras otro por resucitar, sin éxito, esa vida.

»El texto para el que fue inventada la erudición textual fue la Biblia. Los eruditos del texto se consideraban al servicio de la recuperación del mensaje verdadero de la Biblia, concretamente de las enseñanzas verdaderas de Jesucristo. El lector del Nuevo Testamento se iba a encontrar cara a cara por primera vez con el Cristo renacido y ascendido, el Christus renascens, ya no oculto tras un velo de lustre escolástico y comentarios. Fue con esta meta en mente que los eruditos aprendieron en primer lugar griego, luego hebreo y (más tarde) otros lenguajes de Oriente Próximo. La erudición textual comportaba en primer lugar la recuperación del texto verdadero y luego la traducción fiel de ese texto. Y la traducción fiel resultó ser inseparable de la comprensión verdadera de la matriz cultural e histórica de la que había emergido ese texto. Así es como llegaron a unirse entre sí los estudios de lingüística, los estudios literarios (entendidos como estudios de interpretación), los estudios culturales y los estudios históricos, es decir, los estudios que forman el núcleo de las llamadas humanidades.

»¿Por qué, pueden preguntarse ustedes de forma acertada, llamar studia humanitatis a esta constelación de estudios dedicados a la recuperación de la verdadera palabra del Señor? Resulta que hacer esta pregunta viene a ser lo mismo que preguntar por qué los studia humanitatis florecieron en el decimoquinto siglo de nuestra era y no cientos de años antes.

»La respuesta está muy ligada a un accidente histórico: la decadencia y el saqueo de Constantinopla y la huida de los eruditos de Bizancio a Italia. (Por respeto a la restricción de quince minutos que ha impuesto el decano, pasaré por alto la presencia viva de Aristóteles, Galeno y otros filósofos griegos en la cristiandad occidental del medievo, así como el rol de la España árabe en la transmisión de estas enseñanzas.)

»Timeo Danaos et dona ferentes. Los dones traídos por los hombres de Oriente no fueron solo gramáticas del idioma griego, sino también textos de autores de la antigüedad griega. El dominio del idioma destinado a aplicarse al Nuevo Testamento en griego solamente podía perfeccionarse mediante la inmersión en aquellos seductores textos precristianos. Como era de esperar, en muy poco tiempo el estudio de esos textos, que después se conocerían como los clásicos, se convirtió en un fin en sí mismo.

»Y más que eso: el estudio de los textos de la Antigüedad llegó a justificarse no solamente por razones idiomáticas, sino también filosóficas. Jesucristo fue enviado para redimir a la humanidad, seguía diciendo el argumento. Para redimir a la humanidad ¿de qué? De un estado de irredención, por supuesto. Pero ¿qué sabemos de la humanidad en su estado de irredención? El único registro sustancial que abarca todos los aspectos de la vida es el registro de la Antigüedad. Así que para entender el propósito de la Encarnación, es decir, para entender el significado de la redención, hubo que embarcarse, a través de los clásicos, en los studia humanitatis.

»Así pues, en el breve y tosco resumen que les he hecho, se explica cómo la erudición bíblica y los estudios de la Antigüedad griega y romana llegaron a unirse en una relación nunca exenta de antagonismo, y por tanto cómo fue que la erudición textual y sus disciplinas afluentes llegaron a entrar bajo la rúbrica "humanidades".

»Y así es la historia. Y así es como ustedes, por muy diversos y abigarrados que puedan verse a ustedes mismos en privado, se encuentran reunidos esta mañana bajo un mismo techo en tanto que inminentes graduados en humanidades. Ahora, en los pocos minutos que me quedan, voy a contarles por qué no pertenezco al grupo de ustedes y por qué no les traigo ningún mensaje de aliento, a pesar de la generosidad del gesto que me han prodigado.

»El mensaje que les traigo es que hace tiempo que perdieron ustedes el norte, tal vez hace ya cinco siglos. El puñado de hombres entre quienes se originó el movimiento del que ustedes representan, me temo, el triste colofón… a esos hombres los animaba, al menos inicialmente, el propósito de encontrar la Palabra Verdadera, por lo cual ellos entendían, y yo sigo entendiendo, la palabra redentora.

»Esa palabra no se encuentra en los clásicos, ya entienda uno ese término como referido a Homero y Sófocles o la entienda como referida a Homero, Shakespeare y Dostoievski. En una época más feliz que la nuestra era posible que la gente se engañara a sí misma y creyera que los clásicos de la Antigüedad ofrecían una enseñanza y una forma de vida. En nuestra época nos hemos conformado, de forma más bien desesperada, con la idea de que el estudio de los clásicos en sí mismo puede ofrecer una forma de vida, o si no una forma de vida, por lo menos una forma de ganarse la vida que, si bien no se puede demostrar que haga ningún bien, por lo menos nadie dice que haga daño.

»Pero el impulso que movió a aquella primera generación de eruditos textuales no puede ser desviado tan fácilmente de su meta apropiada. Yo soy hija de la Iglesia católica y no de la Iglesia reformada, pero aplaudo a Martín Lutero cuando le da la espalda a Desiderio Erasmo y juzga que su colega, a pesar de su enorme talento, ha sido seducido por disciplinas de estudio que en última instancia carecen de relevancia. Los studia humanitatis han tardado mucho en morir, pero ahora, al final del segundo milenio de nuestra era, están realmente en su lecho de muerte. Y su muerte debería ser más amarga todavía, diría yo, porque ha tenido lugar a manos del monstruo entronado inicialmente por esos mismos estudios y el principio motor del universo: el monstruo de la razón, la razón mecánica. Pero esa es otra historia, para ser contada otro día.

III

Ese es el final, el final del discurso de Blanche, que no es recibido tanto con un aplauso como con ruidos, desde la primera fila de asientos, como un murmullo de desconcierto general. Se reanudan los asuntos del día: uno a uno, los nuevos graduados son llamados para recibir sus pergaminos. Y la ceremonia se cierra con un desfile formal del que Blanche, con su toga roja, forma parte. Luego ella, Elizabeth, tiene un rato para deambular entre los invitados que pululan por allí y escuchar sus conversaciones.

Esas conversaciones resultan tratar principalmente sobre la longitud desmesurada de la ceremonia. Solamente en el vestíbulo oye una mención específica del discurso de Blanche. Un hombre alto con una túnica con adornos de piel de armiño está hablando en tono acalorado con una mujer vestida de negro.

– ¿Quién se cree que es? -está diciendo-. ¡Aprovechar la oportunidad para darnos un sermón! Una misionera de las selvas perdidas de Zululandia, ¿qué sabe ella de las humanidades? Y esa línea católica dura… ¿qué ha pasado con el ecumenismo?

Ella es una invitada: una invitada de la universidad, de su hermana y también de este país. Si esta gente quiere ofenderse, está en su derecho. A ella no le compete involucrarse. Que Blanche libre sus propias batallas.

Pero no involucrarse resulta no ser tan fácil. Hay programado un almuerzo y ella está invitada. Cuando se sienta, descubre que está al lado del mismo hombre alto, que entretanto se ha quitado su ropa medieval. No tiene apetito, tiene un nudo de náuseas en el estómago y preferiría estar de vuelta en su habitación de hotel echando una cabezada, pero hace un esfuerzo.

– Permítame que me presente -dice-. Me llamo Elizabeth Costello. La hermana Bridget es mi hermana. Quiero decir que es mi hermana de sangre.

Elizabeth Costello. Se da cuenta de que a él no le dice nada su nombre. El hombre tiene su nombre escrito en una placa delante de él: profesor Peter Godwin.

– Supongo que da usted clases aquí -continúa ella, para iniciar una conversación-. ¿Qué enseña?

– Enseño literatura. Literatura inglesa.

– Debe de haber sentado mal lo que decía mi hermana. Bueno, no le hagan caso. Es un poco sargenta, eso es todo. Le gusta pelear.

Blanche, la hermana Bridget, la sargenta, está sentada en la otra punta de la mesa, metida en otra conversación. No los puede oír.

– Estamos en una época secular -responde Godwin-. No se puede hacer que el reloj vaya hacia atrás. No se puede condenar a una institución por avanzar con el tiempo.

– ¿Cuando dice institución se refiere a la universidad?

– Sí, a las universidades, pero específicamente a las facultades de humanidades, que siguen siendo el núcleo de cualquier universidad.

Las humanidades el núcleo de la universidad. Puede que sea forastera, pero si le preguntaran cuál es la disciplina central hoy día en la universidad, ella diría que es ganar dinero. Eso es lo que parece desde Melbourne, Victoria. Y no le sorprendería mucho que pasara lo mismo en Johannesburgo, Sudáfrica.

– Pero ¿era eso lo que estaba diciendo mi hermana? ¿Que hay que hacer que el reloj vaya hacia atrás? ¿No estaba diciendo algo más interesante, algo que da más que pensar: que algo ha ido desencaminado en el estudio de las humanidades desde el principio? ¿Que hay cierto error en depositar en las humanidades esperanzas y expectativas que nunca podrán cumplir? No estoy necesariamente de acuerdo con ella. Pero eso es lo que entendí que estaba defendiendo.

– El objeto de estudio de la humanidad es el hombre -dice el profesor Godwin-. Y la naturaleza de la humanidad es una naturaleza caída. Hasta su hermana estaría de acuerdo. Pero eso no tendría que evitar que intentemos… Que intentemos mejorar. Su hermana quiere que abandonemos al hombre y volvamos a Dios. A eso me refiero cuando hablo de hacer retroceder el reloj. Quiere volver a antes del Renacimiento, antes del movimiento humanista del que hablaba, antes incluso de la ilustración relativa del siglo doce. Quiere que nos hundamos de nuevo en el fatalismo cristiano de lo que yo llamaría la Baja Edad Media.

– Yo no me atrevería a decir, conociendo a mi hermana, que sea nada fatalista. Pero debería usted hablar con ella en persona y expresarle su opinión.

El profesor Godwin desvía la atención a su ensalada. Hay un momento de silencio. La mujer de negro sentada al otro lado de la mesa, que Elizabeth supone que es la mujer de Godwin, le dedica una sonrisa.

– ¿He oído que se llama usted Elizabeth Costello? -dice-. No será la escritora Elizabeth Costello.

– Sí, así me gano la vida. Escribo.

– Y es usted la hermana de la hermana Bridget.

– Sí. Pero la hermana Bridget tiene muchas hermanas. Yo soy simplemente una hermana de sangre. Las demás son hermanas verdaderas, hermanas espirituales.

El comentario quiere ser desenfadado, pero parece poner nerviosa a la señora Godwin. Tal vez esa es la razón de que Blanche caiga tan mal aquí: usa palabras como «espíritu» y «Dios» de forma inapropiada, en lugares donde no es pertinente. Bueno, ella no es creyente, pero en este caso cree que está del lado de Blanche.

La señora Godwin se dirige a su marido y lo mira.

– La escritora Elizabeth Costello, cariño -dice.

– Ah, sí -dice el profesor Godwin, pero está claro que no le suena el nombre.

– Mi marido vive en el siglo dieciocho -dice la señora Godwin.

– Sí, claro. Es un buen sitio para vivir. La Edad de la Razón.

– Creo que hoy día no vemos aquel período de forma tan simple -dice el profesor Godwin. Parece a punto de decir algo más, pero no lo dice.

Es obvio que la conversación con los Godwin está decayendo. Elizabeth se vuelve hacia la persona que tiene a la derecha, pero la ve enfrascada en otra conversación.

– Cuando yo era estudiante -dice, volviéndose hacia los Godwin-, o sea, en los años cincuenta, leíamos mucho a D. H. Lawrence. Por supuesto, también leíamos a los clásicos, pero no poníamos nuestras verdaderas energías en ellos. D. H. Lawrence, T. S. Eliot, esos eran los autores que leíamos con entusiasmo. Del dieciocho, tal vez a Blake. Tal vez a Shakespeare, porque todos sabemos que Shakespeare trasciende su época. Lawrence nos atrapó porque prometía una forma de salvación. Si adorábamos a los dioses oscuros, nos decía, y observábamos sus preceptos, estaríamos salvados. Y le creíamos. Salimos y adoramos a los dioses oscuros lo mejor que pudimos a partir de las pistas que nos daba el señor Lawrence. Bueno, nuestra adoración no nos salvó. Ahora, en retrospectiva, yo lo llamaría un falso profeta.

»Lo que quiero decir es que en nuestras lecturas más fieles como estudiantes registrábamos las páginas en busca de guías, guías para perplejos. Las encontramos en Lawrence y las encontramos en Eliot, en el primer Eliot: una clase distinta de guía, tal vez, pero a fin de cuentas una guía para vivir nuestras vidas. En comparación, el resto de nuestras lecturas eran una simple cuestión de empollar para aprobar exámenes.

»Si las humanidades quieren sobrevivir, seguramente deben responder a esas energías y a esa ansia de guía: una ansia que al final es una búsqueda de salvación.

Ha hablado mucho, más de lo que quería. De hecho, en el silencio que acaba de hacerse, se da cuenta de que la ha estado escuchando más gente. Hasta su hermana se ha vuelto hacia ella.

– No nos dimos cuenta -dice el decano en voz alta desde la cabecera de la mesa-, cuando la hermana Bridget nos pidió que la invitáramos a usted a este feliz evento, de que a quien tendríamos con nosotros iba a ser la famosa Elizabeth Costello. Bienvenida. Es un placer tenerla aquí.

– Gracias -dice ella.

– No he podido evitar oír algo de lo que decía -continúa el decano-. ¿Está de acuerdo con su hermana en que el porvenir de las humanidades es negro?

Elizabeth tiene que tener cuidado con lo que dice.

– Solamente decía -dice- que nuestros lectores, y en concreto nuestros lectores jóvenes, vienen a nosotros con cierta ansia, y si no podemos o no queremos satisfacer esa ansia, no nos tiene que sorprender que se alejen de nosotros. Pero mi hermana y yo tenemos líneas de trabajo distintas. Ella les ha dicho lo que piensa. Por mi parte, yo diría que basta con que los libros nos enseñen algo de nosotros mismos. Cualquier lector debería contentarse con eso. O casi cualquier lector.

Están mirando a ver cómo reacciona su hermana. Enseñarnos algo sobre nosotros mismos: ¿qué otra cosa es eso sino studium humanitatis?

– ¿Es esto una charla de sobremesa? -dice la hermana Bridget-. ¿O estamos hablando en serio?

– Hablamos en serio -dice el decano-. En serio.

Tal vez ella debería revisar la opinión que tiene de él. Tal vez sea algo más que otro burócrata académico llevando a cabo sus maniobras hostiles, tal vez sea un alma con los apetitos de un alma. Debería concederle esa posibilidad. De hecho, tal vez eso sea lo que son todos los que están a la mesa, en su ser más profundo: almas llenas de apetitos. No debería juzgar de forma precipitada. Por lo menos, esta gente no es estúpida. Y llegado este punto deben de haberse dado cuenta de que en la hermana Bridget tienen a alguien que se sale de lo común, les guste o no.

– No necesito consultar novelas -dice su hermana- para saber de qué mezquindades, bajezas y crueldades son capaces los seres humanos. Ahí es donde todos empezamos, todos nosotros. Somos criaturas caídas. Si el estudio de la humanidad se reduce a imaginar simplemente nuestro potencial más oscuro, tengo cosas mejores en que emplear el tiempo. Si, por otro lado, el estudio de la humanidad ha de ser un estudio de lo que puede ser el hombre renacido, esa es una historia distinta.

– Pero -dice el joven sentado al lado de la señora Godwin- seguramente eso es lo que defendía el humanismo, y también el Renacimiento: que la humanidad es capaz de existir como humanidad. El ascenso del hombre. Los humanistas no eran criptoateos. Ni siquiera eran luteranos disfrazados. Eran cristianos católicos como usted, hermana. Piense en Lorenzo Valla. Valla no tenía nada contra la Iglesia, simplemente sabía más griego que Jerónimo y señaló algunos de los errores que había cometido Jerónimo al traducir el Nuevo Testamento. Si la Iglesia hubiera aceptado que la Vulgata de Jerónimo era un producto humano, y por tanto susceptible de ser mejorado, en lugar de ser la palabra de Dios, tal vez toda la historia de Occidente habría sido distinta.

Blanche guarda silencio. El joven continúa.

– Si la Iglesia en su totalidad hubiera sido capaz de reconocer que sus enseñanzas y todo su sistema de creencias se basaba en textos, y que esos textos eran susceptibles, por un lado, de corrupción por parte de escribas y gente así, y, por otro lado, de fallos de traducción, porque la traducción siempre es un proceso imperfecto, y si la Iglesia hubiera sido también capaz de admitir que la interpretación textual es un asunto complejo, tremendamente complejo, en lugar de arrogarse el monopolio de la interpretación, entonces hoy no estaríamos teniendo esta discusión.

– Pero -dice el decano- ¿cómo hemos llegado a saber lo tremendamente difícil que es la cuestión de la interpretación salvo experimentando ciertas lecciones históricas, unas lecciones que la Iglesia del siglo quince difícilmente podía prever?

– ¿Como por ejemplo?

– Como el contacto con cientos de otras culturas, cada una con su propio idioma, su propia historia, su mitología y una visión única del mundo.

– Entonces yo diría -dice el joven- que son las humanidades y solamente las humanidades, y la formación que proporcionan las humanidades, lo que nos va a permitir abrirnos paso por este nuevo mundo multicultural, y precisamente, precisamente -se ha excitado tanto que casi da un porrazo en la mesa- porque las humanidades se centran en la lectura y la interpretación. Las humanidades empiezan, tal como dijo la conferenciante, con la erudición textual, y se desarrollan como un cuerpo de disciplinas dedicadas a la interpretación.

– De hecho, las ciencias humanas -dice el decano.

El joven hace una mueca.

– Eso es una pista falsa, señor decano. Si no le importa, me quedo con studia o bien con disciplinas.

Tan joven, piensa Elizabeth, y tan seguro de sí mismo. Se queda con studia.

– ¿Qué pasa con Winckelmann? -dice su hermana.

¿Winckelmann? El joven se la queda mirando con cara de no entender.

– ¿Acaso Winckelmann se habría identificado con la imagen que da usted del humanista como técnico de la interpretación textual?

– No lo sé. Winckelmann era un gran erudito. Tal vez sí.

– O Schelling -continúa su hermana-. O cualquiera de aquellos que creían, de forma más o menos abierta, que Grecia ofrecía un ideal de civilización superior al de la judeocristiandad. O, ya que hablamos, aquellos que creían que la humanidad había perdido el rumbo y tenía que regresar a sus orígenes primitivos y empezar de nuevo. En otras palabras, los antropólogos. Lorenzo Valla (ya que usted menciona a Lorenzo Valla) era antropólogo. Su punto de partida era la sociedad humana. Usted dice que los primeros humanistas no eran criptoateos. No, no lo eran. Pero sí eran criptorrelativistas. A sus ojos, Jesucristo estaba encerrado en su mundo, o, como diríamos hoy, en su cultura. Su tarea como académicos era entender aquel mundo e interpretarlo para su propia época. Tal como harían más tarde con el mundo de Homero. Y así hasta Winckelmann.

Termina de forma abrupta y se queda mirando al decano. ¿Acaso le ha hecho una señal? ¿No le ha dado un golpecito a la hermana Bridget en la rodilla, aunque parezca increíble, por debajo de la mesa?

– Sí -dice el decano-. Fascinante. Tendríamos que haberla invitado a usted para una serie entera de conferencias. Pero, por desgracia, algunos de nosotros tenemos compromisos. Tal vez en el futuro…

Deja la posibilidad suspendida en el aire. Y la hermana Bridget inclina la cabeza con elegancia.

IV

Están de vuelta en el hotel. Elizabeth está cansada, tiene que tomar algo para sus náuseas incesantes y tiene que acostarse. Pero no para de preguntarse: ¿Por qué Blanche ha sido tan hostil hacia las humanidades? «No necesito consultar novelas», ha dicho Blanche. ¿Acaso la hostilidad, de una forma retorcida, está dirigida a ella? Aunque ha enviado religiosamente todos sus libros a Blanche en cuanto salían de la imprenta, no ha visto nunca ninguna señal de que haya leído ninguno. ¿La ha convocado Blanche a África como representante de las humanidades, o de la novela, o de ambas cosas, para aprender una lección antes de que las dos se vayan a la tumba? ¿Es esa la idea que Blanche tiene de ella? La verdad -y tendría que hacerle entender esto a Blanche- es que nunca ha sido aficionada a las humanidades. La empresa en sí tiene algo demasiado masculino, demasiado autocomplaciente. Tiene que corregir el error de apreciación de Blanche.

– Winckelmann -le dice a Blanche-. ¿Qué querías decir cuando has citado el nombre de Winckelmann?

– Quería recordarles adonde condujo el estudio de los clásicos. Al helenismo como religión alternativa. Una alternativa a la cristiandad.

– Ya me lo parecía. Como alternativa para unos pocos estetas, unos cuantos productos muy cultos del sistema educativo europeo. Pero ciertamente no como una alternativa popular.

– No me entiendes, Elizabeth. El helenismo era una alternativa. Por muy pobre que fuera, la Hélade fue la única alternativa al cristianismo que el humanismo pudo ofrecer. Podían señalar a la sociedad griega (una imagen idealizada de la sociedad griega, pero ¿cómo iba a saber eso la gente de a pie?) y decir: «Mirad, así es como tendríamos que vivir, no en el Más Allá, sino aquí y ahora».

La Hélade: hombres semidesnudos, con los pectorales untados de aceite de oliva, sentados en las escaleras del templo discutiendo sobre el bien y la certeza, mientras de fondo un grupo de muchachos de miembros ágiles practica la lucha libre y un rebaño de cabras pasta tranquilamente. Mentes libres en cuerpos libres. Más que una imagen idealizada: un sueño, un engaño. Pero ¿cómo vamos a vivir salvo mediante sueños?

– No lo niego -dice Elizabeth-. Pero ¿quién cree hoy día en el helenismo? ¿Quién recuerda siquiera la palabra?

– Sigues sin entenderlo. El helenismo fue la visión única de la buena vida que pudo ofrecer el humanismo. Cuando fracasó el helenismo (algo inevitable ya que no tenía nada que ver con las vidas de la gente), el humanismo entró en quiebra. Aquel hombre en la comida defendía las humanidades como conjunto de técnicas, como las ciencias humanas. Eso sí que es triste. ¿Qué hombre o mujer joven con sangre en las venas quiere pasarse la vida hurgando en los archivos o llevando a cabo explications de texte sin fin?

»Pero está claro que el humanismo solamente fue una fase en la historia de las humanidades. Desde entonces pueden haber surgido visiones más amplias e incluyentes de lo que puede ser la vida humana. Por ejemplo, la sociedad sin clases. O un mundo del que hayan sido exorcizadas la pobreza, la enfermedad, el analfabetismo, el racismo, el sexismo, la homofobia, la xenofobia y el resto de la letanía del mal. No estoy pidiendo que se haga realidad ninguna de esas visiones. Simplemente estoy señalando que la gente no puede vivir sin esperanza, o tal vez sin ilusiones. Si te dirigieras a cualquiera de esas personas con las que hemos comido y les pidieras, como humanistas, o por lo menos como practicantes con carnet de las humanidades, que declararan cuál es la meta de todos sus esfuerzos, seguramente responderían que, aunque de forma indirecta, están luchando por mejorar la suerte de la humanidad.

»Sí. Y ahí es donde se revelan como verdaderos seguidores de sus precursores humanistas. Que ofrecían una visión secular de la salvación. Renacimiento sin intervención de Cristo. Solamente mediante acciones humanas. El Renacimiento. Siguiendo el ejemplo de los griegos. O siguiendo el ejemplo de los indios americanos. O de los zulúes. Pues bueno, eso es imposible.

– Es imposible, dices. Porque, aunque ninguno de ellos lo sabía, los griegos estaban condenados, los indios estaban condenados y los zulúes estaban condenados.

– Yo no he hablado de condenación. Solamente hablo de historia, de la crónica de la empresa humanista. Es imposible. Extra ecclesiam nulla salvatio.

Ella niega con la cabeza.

– Blanche, Blanche, Blanche -dice-. ¿Quién habría dicho que acabarías siendo tan de la línea dura?

Blanche deja escapar un sonrisa gélida. La luz se refleja en sus gafas.

V

Es sábado, su último día completo en África. Lo está pasando en Marianhill, el centro que su hermana ha convertido en la obra de su vida y en su hogar. Mañana viajará a Durban. Desde Durban volará a Bombay y de allí a Melbourne. Y ahí acabará todo. «Blanche y yo no nos volveremos a ver -piensa-, por lo menos en este mundo.»

Vino para la ceremonia de graduación, pero lo que Blanche quería realmente que viera, lo que la invitación ocultaba, es el hospital. Ella lo sabe, pero se resiste. No lo quiere ver. Le faltan agallas. Lo ha visto todo por televisión, demasiado a menudo, y ya no soporta ver más: los miembros esqueléticos, las barrigas infladas, los grandes ojos impasibles de los niños marchitándose, sin cura posible, imposibles de tratar. Aparta de mí este cáliz, suplica para sí misma. Soy demasiado vieja para soportar esas imágenes, demasiado vieja y demasiado débil. Me echaré a llorar.

Pero en este caso no puede negarse, no cuando se trata de su hermana. Y llegado el momento, resulta no ser tan terrible, no tanto como para provocar que se derrumbe. El equipo de enfermeras va de punta en blanco, el equipo es nuevo -fruto de la recaudación de fondos de la hermana Bridget- y el ambiente es relajado, incluso feliz. En las salas del hospital, mezcladas con el personal, hay mujeres con atuendos nativos. Elizabeth supone que son madres o abuelas hasta que Blanche se lo explica: son curanderas, dice, curanderas tradicionales. Entonces se acuerda: por eso es famoso Marianhill, esa es la gran innovación de Blanche, abrir el hospital a la gente, tener médicos nativos trabajando junto a los doctores en medicina occidental.

En cuanto a los niños, tal vez Blanche ha llevado los peores casos donde no se los pueda ver, pero le sorprende lo alegre que puede estar un niño que se va a morir. Es tal como lo dijo Blanche en su libro: con amor, cuidados y las medicinas adecuadas, a esos inocentes se los puede llevar al umbral de la muerte sin miedo.

Blanche también la lleva a la capilla. Nada más entrar en el humilde edificio de ladrillo y hierro, le llama la atención el crucifijo de madera labrada que hay detrás del altar y que muestra un Cristo demacrado con una cara parecida a una máscara, una corona de espinas auténticas de acacia y las manos y los pies atravesados no con clavos, sino con tornillos de acero. La figura es casi a tamaño real. La cruz llega hasta las vigas desnudas del techo. La efigie domina la capilla por completo.

El Cristo es obra de un ebanista local, le dice Blanche. Hace años el centro lo adoptó, le proporcionó un taller y le pagó un sueldo mensual. ¿Le gustaría conocerlo?

Y esta es la razón por la que un viejo de dientes manchados, vestido con un mono de trabajo y comunicándose en inglés titubeante, que le han presentado simplemente como Joseph, está abriendo para ella la puerta de una cabaña situada en un recodo lejano del centro. Ella ve que la hierba está muy crecida delante de la puerta: hace mucho tiempo que no viene nadie aquí.

Dentro tiene que apartar las telarañas. Joseph busca el interruptor a tientas, lo pulsa sin éxito.

– No hay bombilla -dice, pero no hace nada al respecto. La única luz procede de la puerta abierta y de las rendijas que quedan entre el techo y las paredes. Los ojos de Elizabeth tardan un rato en adaptarse.

En el centro de la cabaña hay una mesa larga de fabricación casera. Toda clase de tallas de madera están amontonadas sobre la mesa o apoyadas en ella. Contra las paredes y apiladas en palés hay tablones de madera, algunos todavía con la corteza, y cajas de cartón polvorientas.

– Este es mi taller -dice Joseph-. Cuando era joven trabajaba aquí todo el día. Ahora ya soy viejo.

Elizabeth coge un crucifijo, grande aunque no el más grande: un Jesucristo crucificado de cuarenta centímetros, tallado en una madera rojiza y pesada.

– ¿Cómo se llama esta madera?

– Es karee. Madera de karee.

– ¿Y la ha tallado usted?

Sostiene el crucifijo con el brazo extendido. Igual que el de la capilla, la cara del hombre torturado es una máscara simplificada y formalizada en un solo plano, con rendijas por ojos y una boca severa y de comisuras caídas. El cuerpo, por otro lado, es bastante naturalista, copiado, supone ella, de algún modelo europeo. Las rodillas están levantadas, como si el hombre intentara aliviar el dolor de los brazos descansando el peso en el clavo que le atraviesa los pies.

– Yo tallo todos los Cristos. La cruz a veces la hace mi ayudante. Mis ayudantes.

– ¿Y dónde están ahora sus ayudantes? ¿Es que aquí ya no trabaja nadie?

– No, mis ayudantes todos se fueron. Demasiadas cruces. Demasiadas cruces para vender.

Ella mira dentro de una de las cajas. Crucifijos en miniatura, de unos diez centímetros de altura, como el que lleva su hermana, veintenas, todos con la misma cara plana como una máscara y la misma postura con las rodillas levantadas.

– ¿Es que no talla usted nada más? ¿Animales? ¿Caras? ¿Gente normal?

Joseph hace una mueca.

– Animales son para turistas -dice en tono despectivo.

– Y usted no talla para los turistas. Nada de arte para turistas.

– No, no arte para turistas.

– Y entonces ¿por qué hace tallas?

– Para Jesucristo -dice-. Sí. Para Nuestro Salvador.

VI

– He visto la colección de Joseph -dice ella-. Un poco obsesiva, ¿no te parece? La misma imagen una y otra vez.

Blanche no contesta. Están almorzando. En otras circunstancias, diría que se trata de un almuerzo escaso: un tomate en rodajas, unas hojas de lechuga mustias y un huevo hervido. Pero no tiene hambre. Juguetea con la lechuga. El olor del huevo le da náuseas.

– ¿Cómo funciona esa economía? -continúa-. La economía del arte religioso, en nuestros días.

– Antes Joseph estaba empleado en Marianhill. Le pagábamos por hacer sus tallas y alguna chapuza de vez en cuando. Pero lleva dieciocho meses cobrando una pensión. Tiene artritis en las manos. Seguro que te has dado cuenta.

– Pero ¿quién compra sus tallas?

– Tenemos dos tiendas en Durban que las venden. También nos las cogen en otras dos misiones, para revenderlas. Puede que no sean obras de arte según los criterios occidentales, pero son auténticas. Hace unos años, Joseph hizo un encargo para la iglesia de Ixopo. Se embolsó un par de miles de rands. Seguimos recibiendo pedidos importantes de los crucifijos pequeños. Las escuelas, las escuelas católicas, las compran para darlas como premios.

– Como premios. Eres el primero en catecismo y te regalan uno de los crucifijos de Joseph.

– Más o menos. ¿Qué pasa, hay algo malo en eso?

– No. Con todo, ha producido demasiado, ¿no? Debe de haber cientos de piezas en esa cabaña, todas idénticas. ¿Por qué no le encargaste que hiciera algo que no fueran crucifijos, crucifixiones? ¿Qué efecto debe tener en el alma de una persona, si puedo usar la palabra, pasarse toda su vida laboral tallando a un hombre agonizando una y otra vez? O sea, cuando no está haciendo chapuzas.

Blanche le dedica una sonrisa de acero.

– ¿Un hombre, Elizabeth? -dice- ¿Un hombre agonizando?

– Un hombre, un dios, un hombre-dios, no te encalles en eso, Blanche, no estamos en clase de teología. ¿Qué efecto tiene en un hombre con talento invertir la vida de forma tan poco creativa como Joseph? Puede que su talento sea limitado, puede que no sea un artista estrictamente hablando. Con todo, ¿no habría sido más conveniente alentarle para que ampliara un poco sus horizontes?

Blanche deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.

– Muy bien, examinemos tu crítica, examinémosla en su forma más extrema. Joseph no es un artista, pero tal vez podría haberlo sido si nosotros… si yo le hubiera animado hace años a ampliar sus miras visitando otras galerías de arte o por lo menos a otros ebanistas para ver qué más se estaba haciendo. Pero Joseph se quedó en artesano, se le dejó en ese nivel. Ha vivido aquí, en la misión, totalmente desconocido, haciendo la misma talla una y otra vez en diferentes tamaños y con maderas distintas, hasta que le ha aparecido la artritis y se ha acabado su vida laboral. Así que hemos impedido, tal como tú dices, que Joseph amplíe su horizonte. Se le ha negado una vida más plena, concretamente una vida de artista. ¿En esto consiste tu acusación?

– Más o menos. No necesariamente una vida de artista, yo no cometería la tontería de recomendar eso, solamente una vida más plena.

– Correcto. Si esa es tu acusación, yo te doy mi respuesta. Joseph se ha pasado treinta años de su existencia terrenal representando, a los ojos de otros pero principalmente para sí mismo, a Nuestro Salvador en su agonía. Hora tras hora y día tras día se ha estado imaginado esa agonía y la ha reproducido con una fidelidad que puedes ver por ti misma, lo mejor que ha podido, sin insuflarle nada de su propia personalidad. Y ahora te pregunto: ¿a cuál de nosotros se alegrará más Jesucristo de dar la bienvenida en su reino? ¿A Joseph, con sus manos echadas a perder, a ti o a mí?

A ella no le gusta que su hermana se ponga a pontificar y le dé sermones. Ya pasó durante su charla en Johannesburgo y está pasando otra vez. En esas ocasiones aflora lo más intolerante del carácter de Blanche: lo más intolerante, rígido y agresivo.

– Creo que Jesucristo se alegraría todavía más -dice con el tono más seco que puede- si supiera que Joseph ha tenido cierta capacidad de elección. Que a Joseph no se lo ha presionado para que sea piadoso.

– Ve fuera. Ve fuera y pregúntale a Joseph. Pregúntale si se le ha presionado para algo. -Blanche hace una pausa-. ¿Crees que Joseph es un títere en mis manos, Elizabeth? ¿Crees que Joseph no entiende cómo ha pasado su vida? Ve a hablar con él. Escucha lo que tiene que decir.

– Lo haré. Pero tengo otra pregunta, una que Joseph no puede contestar porque está dirigida a ti. ¿Por qué el modelo que tú, o, si no tú, la institución que representas…? ¿Por qué el modelo concreto que le pones delante a Joseph para que lo copie, para que lo imite, tiene que ser ese que solamente puedo llamar gótico? ¿Por qué un Cristo agonizando entre contorsiones en lugar de un Cristo vivo? Un hombre en la flor de la vida, de treinta y pocos años. ¿Qué tienes contra mostrarlo vivo, en toda la belleza de su vida? Y ya que hablamos de esto, ¿qué tienes contra los griegos? Los griegos nunca habrían hecho estatuas y pinturas de un hombre en plenos estertores, deformado, feo, y luego se habrían arrodillado ante esas estatuas y las habrían adorado. Si te preguntas por qué los humanistas que desearías que repudiáramos miraran más allá del cristianismo y del desprecio que el cristianismo muestra hacia el cuerpo humano y por tanto hacia el hombre en sí, seguramente eso te tendría que dar una pista. Tendrías que saber, no puedes haberlo olvidado, que las representaciones de Jesucristo agonizante son una idiosincrasia de la Iglesia occidental. No se las conocía en Constantinopla. La Iglesia oriental las habría considerado indecentes, y con razón.

»Francamente, Blanche, hay algo en toda esa tradición de la crucifixión que me parece mezquino, reaccionario y medieval en el peor sentido: monjes sucios, sacerdotes incultos y campesinos acobardados. ¿Qué te propones al reproducir en África la etapa más sórdida y estancada de la historia de Europa?

– Holbein -dice Blanche-. Grünewald. Si quieres la forma humana in extremis, míralos. El Cristo muerto. El Cristo en la tumba.

– No sé adonde quieres llegar.

– Holbein y Grünewald no son artistas de la Edad Media católica. Pertenecían a la Reforma.

– No estoy discutiendo con la Iglesia católica histórica, Blanche. Te estoy preguntando a ti, a ti personalmente, qué tienes contra la belleza. ¿Por qué no puede la gente mirar una obra de arte y pensar para sí mismos: «Esto es lo que somos capaces de ser como especie», en lugar de mirarla y pensar para sí mismos: «Dios mío, me voy a morir y me van a comer los gusanos».

– De ahí los griegos, supongo que quieres decir. El Apolo Belvedere. La Venus de Milo.

– Sí, de ahí los griegos. Y de ahí mi pregunta: ¿qué estás haciendo al importar a África, al importar a Zululandia, por Dios, esta obsesión totalmente foránea del gótico por la fealdad y la mortalidad del cuerpo humano? Si tienes que importar Europa a África, ¿no tienes más razones para importar a los griegos?

– ¿Crees, Elizabeth, que los griegos son completamente foráneos en Zululandia? Te lo vuelvo a decir, si no me quieres escuchar a mí, por lo menos escucha a Joseph. ¿Crees que Joseph talla Cristos sufriendo porque no conoce nada más, que si lo llevaras de paseo por el Louvre se le abrirían los ojos y se pondría a tallar, para el beneficio de su pueblo, a mujeres desnudas acicalándose o a hombres flexionando los músculos? ¿Te das cuenta de que cuando los europeos entraron por primera vez en contacto con los zulúes, y hablo de europeos cultos, ingleses educados en escuelas privadas, pensaron que habían redescubierto a los griegos? Lo dijeron de forma explícita. Sacaron sus blocs y dibujaron bocetos donde los guerreros zulúes, con sus lanzas, sus garrotes y sus escudos, aparecen exactamente en las mismas actitudes, exactamente con las mismas proporciones físicas que los Héctor y los Aquiles que vemos en las ilustraciones del siglo diecinueve para la Ilíada, salvo por el hecho de que tienen la piel oscura. Miembros bien formados, ropa escasa, poses orgullosas, modales formales y virtudes marciales: ¡todo estaba aquí! Esparta en África: eso es lo que creyeron encontrar. Durante décadas esos mismos alumnos de escuelas privadas, con su idea romántica de la Antigüedad griega, administraron Zululandia en nombre de la Corona. Y querían que Zululandia fuera Esparta. Querían que los zulúes fueran griegos. Así que para Joseph y su padre y su abuelo los griegos no son en absoluto una tribu extranjera remota. Sus nuevos gobernantes les ofrecieron a los griegos como modelo de la gente que podían ser y debían ser. Les ofrecieron a los griegos y ellos los rechazaron. Y buscaron en todo el resto del mundo mediterráneo. Eligieron ser cristianos, seguidores del Cristo vivo. Joseph ha elegido a Cristo como modelo. Habla con él. Él te lo dirá.

– No estoy familiarizada con ese vericueto de la historia, Blanche… Los británicos y los zulúes. No puedo discutir sobre eso.

– No solamente sucedió en Zululandia. También sucedió en Australia. Sucedió en todo el mundo colonizado, aunque no de forma tan clara. Aquellos jóvenes de Oxford y de Cambridge y de Saint Cyr ofrecieron un ideal falso a sus nuevos subditos bárbaros. «Tirad vuestros ídolos», les dijeron. «Podéis ser dioses. Mirad a los griegos», les dijeron. Y ciertamente, ¿quién puede distinguir a los dioses de los hombres en Grecia, en la Grecia romántica de aquellos jóvenes, herederos de los humanistas? «Venid a nuestras escuelas -dijeron-, y os enseñaremos cómo. Os convertiremos en discípulos de la razón y de las ciencias que emanan de la razón. Os convertiremos en amos de la naturaleza. Gracias a nosotros venceréis a las enfermedades y todas las corrupciones de la carne. Viviréis para siempre.»

«Pero los zulúes no son tontos. -Hace un gesto con la mano hacia la ventana, hacia los edificios del hospital que se cuecen al sol, hacia el camino de tierra que sube por las colinas yermas-. Esta es la realidad: la realidad de África. Es la realidad de ahora y del futuro hasta donde podemos verlo. Y por eso la gente africana viene a la iglesia a arrodillarse ante Jesucristo en la cruz, y sobre todo las mujeres africanas, que tienen que aguantar lo más duro de la realidad. Porque sufren y él sufre con ellos.

– ¿Y no porque le promete otra vida mejor después de la muerte?

Blanche niega con la cabeza.

– No. A la gente que viene a Marianhill no les prometo nada salvo que los ayudaremos a cargar con su cruz.

VII

Son las ocho y media de un domingo por la mañana, pero el sol ya pega fuerte. A mediodía vendrá un chófer para llevarla a Durban y desde allí volará a casa.

Dos chicas con vestidos chillones, descalzas, van corriendo hasta la cuerda que tira de la campana y empiezan a tirar de ella. En lo alto de su poste, la campana tañe espasmódicamente.

– ¿Vas a venir? -dice Blanche.

– Sí, estaré allí. ¿Tengo que taparme la cabeza?

– Ven tal cual. Aquí no hay formalidades. Pero te aviso: nos está visitando un equipo de la televisión.

– ¿De la televisión?

– Suecos. Están haciendo un documental sobre el sida en KwaZulu.

– ¿Y el cura? ¿Ya le han dicho que van a filmar el servicio religioso? ¿Y quién es el cura, por cierto?

– El padre Msimungu de Dalehill oficiará la misa. No tiene ninguna objeción.

El padre Msimungu, cuando llega en un Golf todavía bastante elegante, resulta ser un joven larguirucho y con gafas. Va a cambiarse de ropa al dispensario. Elizabeth se suma a Blanche y a la otra media docena de hermanas de la orden al frente de la congregación. Los focos de la televisión ya están en sus sitios y dirigidos hacia ellas. Bajo su resplandor cruel, ella no puede evitar ver lo viejas que son todas. Las hermanas de María: una raza en extinción, una vocación agotada.

La capilla de techo metálico ya es un horno. No sabe cómo lo soporta Blanche con una ropa tan gruesa.

La misa que oficia Msimungu es en zulú, aunque Elizabeth puede entender alguna palabra ocasional en inglés. Empieza siendo bastante calmada, pero para la primera colecta ya hay un canturreo entre los feligreses. Al emprender su homilía, Msimungu tiene que levantar la voz para que lo oigan. Voz de barítono, sorprendente en un hombre tan joven. Parece salirle sin esfuerzo de las profundidades del pecho.

Msimungu se vuelve y se arrodilla ante el altar. Se hace el silencio. Por encima de él se cierne la cabeza coronada del Cristo torturado. Luego se vuelve y sostiene en alto la hostia. Del grupo de fieles se eleva un grito de alegría. Todos se ponen a dar pisotones rítmicos y el suelo de madera empieza a vibrar.

Ella descubre que está bamboleándose. El olor a sudor impregna el aire. Agarra a Blanche del brazo.

– ¡Tengo que salir de aquí! -susurra.

Blanche la mira con expresión calculadora.

– Solo un poco más -le susurra, y se da la vuelta.

Respira hondo e intenta aclararse la cabeza, pero no sirve de nada. Le sube una oleada de frío desde la punta de los pies. Le sube hasta la cara, el cuero cabelludo se le eriza de frío y pierde el conocimiento.

Se despierta tumbada boca arriba en una habitación vacía que no reconoce. Blanche está con ella, mirándola, junto a una joven con uniforme blanco.

– Lo siento mucho -murmura, intentando incorporarse-. ¿Me he desmayado?

La joven le pone una mano en el hombro para serenarla.

– No pasa nada -le dice-. Pero tiene que descansar.

Levanta la vista y mira a Blanche.

– Lo siento mucho -repite-. Demasiados continentes.

Blanche la mira con expresión socarrona.

– Demasiados continentes -repite-. Demasiada carga. -Su propia voz le llega débil, lejana-. No he estado comiendo suficiente -dice-. Esa debe de ser la explicación.

Pero ¿es esa la explicación? ¿Acaso bastan dos días de trastorno estomacal para provocar un desmayo? Blanche debe de saberlo. Blanche debe de tener experiencia con el ayuno o con los desmayos. Por su parte, ella sospecha que su malestar no es un simple problema físico. Si tuviera una buena disposición, podría disfrutar de estas experiencias en un nuevo continente, podría aprovecharlas para algo. Pero no la tiene. Eso es lo que el cuerpo le está diciendo, a su manera. Todo es excesivo y demasiado extraño y su cuerpo se está quejando: Quiero regresar a mi viejo entorno, a una vida que me resulte familiar.

Abstinencia: eso es lo que le pasa. Desmayarse: un síntoma de la abstinencia. Le recuerda a alguien. ¿A quién? A aquella chica inglesa pálida de Pasaje a la India , la que no lo podía soportar, la que sufría ataques de pánico y avergonzaba a todo el mundo. La que no soportaba el calor.

VIII

El chófer la está esperando. Ella ya ha hecho las maletas y está lista, aunque todavía está un poco pálida y un poco mareada.

– Adiós -le dice a Blanche-. Adiós, hermana Blanche. Ya entiendo lo que decías. No hay nada como san Patricio un domingo por la mañana. Espero que no me hayan filmado cuando caía redonda.

Blanche sonríe.

– Si lo han hecho, les pediré que lo corten.

Hay una pausa entre las dos. Ella piensa: «Tal vez ahora me diga por qué me ha traído aquí».

– Elizabeth -dice Blanche (¿ha cambiado algo en su tono, es más grave ahora, o solamente se lo está imaginando?)-, recuerda que es el evangelio de ellos, es su Cristo. Es lo que ellos han entendido de él, ellos, la gente normal. Lo que ellos han entendido de él y lo que él les ha dejado entender. Por amor. Y no solamente en África. Verás escenas así en Brasil, en Filipinas y hasta en Rusia. La gente normal no quiere a los griegos. No quieren un reino de formas puras. No quieren estatuas de mármol. Quieren a alguien que sufra como ellos. Como ellos y por ellos.

Dios. Los griegos. No es lo que esperaba, ni tampoco lo que quiere en este último momento en que se van a decir adiós, tal vez por última vez. Blanche tiene algo de implacable. Hasta la muerte, ella tendría que haber aprendido la lección. Las hermanas nunca pierden el contacto. A diferencia de los hombres, que lo pierden con demasiada facilidad. Unidas hasta el fin en el abrazo de Blanche.

– Así pues, has triunfado, «oh, pálida galilea» -dice, intentando no ocultar la amargura de su voz-. ¿Es eso lo que querías oírme decir, Blanche?

– Más o menos. Apostaste por el perdedor, querida. Si hubieras puesto tu dinero en un griego distinto, habrías tenido alguna oportunidad. Orfeo en lugar de Apolo. Lo extático en vez de lo racional. Alguien que cambia de forma y de color en virtud de lo que le rodea. Alguien que puede morir y luego regresar. Un camaleón. Un fénix. Alguien atractivo para las mujeres. Porque son las mujeres las que viven con los pies en el suelo. Alguien que se mueve entre la gente, a quien pueden tocar. En cuyo costado pueden poner la mano, palpar la herida y oler la sangre. Pero no lo hiciste y perdiste. Apostaste por los griegos equivocados, Elizabeth.

IX

Ha pasado un mes. Está en casa, asentada en su vida, habiendo dejado atrás su aventura africana. Todavía no ha sacado ninguna conclusión de su reunión con Blanche, aunque le sigue irritando el recuerdo de su despedida nada fraternal.

«Quiero contarte una historia -escribe- sobre nuestra madre.»

Está escribiendo para sí misma, para quien quiera que esté con ella en la sala cuando está a solas. Pero sabe que no le salen las palabras a menos que piense que le está escribiendo una carta a Blanche.


Durante su primer año en el asilo de Oakgrove, nuestra madre se hizo amiga de un hombre llamado Phillips, que también residía allí. Te lo mencioné alguna vez, pero no debes de acordarte. El señor Phillips tenía coche. Salían juntos, iban al teatro, a conciertos. Eran una pareja, de un modo civilizado. De principio a fin, nuestra madre lo llamó «señor Phillips», y yo entendí por ese detalle que no debía imaginarme nada importante. Luego el señor Phillips perdió la salud y aquel fue el fin de sus devaneos.

Cuando lo conocí, el señor Phillips era un viejo todavía bastante dinámico, con su pipa, su blazer, su fular y su bigote a lo David Niven. Había sido abogado, y bastante exitoso. Cuidaba de su aspecto, tenía aficiones y leía. Seguía estando muy vivo, tal como decía nuestra madre.

Una de sus aficiones era pintar acuarelas. Yo vi algunas obras suyas. Sus figuras humanas eran rígidas, pero para los paisajes y para la vegetación tenía una vista que me pareció genuina. Se le daban bien la luz y los matices que cobra la luz con la distancia.

El señor Phillips pintó un cuadro de nuestra madre con su vestido azul de organdí y un pañuelo de seda flotando a su espalda. No era un retrato muy bueno, pero aún lo conservo, lo tengo guardado en alguna parte.

Yo también posé para él. Después de que lo operaran y no pudiera salir de su apartamento en el asilo, o por lo menos decidiera no salir. Fue idea de nuestra madre que yo posara para él. «A ver si puedes evitar que se encierre en sí mismo -me dijo-. Yo no puedo. Se pasa todo el día solo, cavilando.»

El señor Phillips no salía porque le habían operado, le habían hecho una laringotomía. Le quedó un agujero por el que se suponía que tenía que hablar, con ayuda de una prótesis. Pero aquel agujero feo y de aspecto descarado que tenía en la garganta le daba vergüenza, así que se retiró de la vida pública. De todos modos, ya no podía hablar de forma comprensible. Nunca se molestó en aprender el modo correcto de respirar. Como mucho, podía emitir una especie de graznido. Para un mujeriego como él debía de ser toda una humillación.

Él y yo negociamos mediante notas, y el resultado fue que posé para él durante una serie de sábados por la tarde. Para entonces le temblaba un poco el pulso y no podía estar más de una hora. El cáncer le estaba afectando de muchas formas.

Tenía uno de los mejores apartamentos de Oakgrove, en la planta baja, con puertas de cristal que daban al jardín. Para mi retrato posé junto a la puerta del jardín en una silla labrada de respaldo rígido y llevando un chal que me había comprado en Yakarta, bordado a mano en ocre y marrón. No sé si me sentaba especialmente bien, pero pensé que como pintor le gustarían los colores, que le darían cierto juego.

Un sábado -paciencia, ya llego a donde tengo que llegar-, un día espléndido en que las palomas ronroneaban en los árboles, dejó el pincel, negó con la cabeza y dijo algo con su graznido que no entendí. «No te he oído, Aidan», le dije. «No me sale», repitió. Luego escribió algo en su cuaderno y me lo llevó. «Ojalá pudiera pintarte desnuda -había escrito. Y más abajo-: Me habría encantado.»

No debió de serle fácil escribir aquello. «Me habría encantado.» Pasado condicional. Pero ¿qué quería decir? Tal vez quisiera decir «Me habría encantado pintarte cuando todavía eras joven», pero no lo creo. «Me habría encantado pintarte cuando yo todavía era un hombre»: eso es más probable. Mientras me enseñaba lo que había escrito, vi que le temblaba el labio. Sé que no hay que darle demasiada importancia a los labios temblorosos y los ojos llorosos en la gente mayor, pero…

Sonreí, traté de animarlo y volví a mi pose. Él regresó a su caballete y todo volvió a ser como antes, salvo que me di cuenta de que ya no estaba pintando, simplemente estaba allí con el pincel secándosele en la mano. Así que pensé -y por fin llego a donde quería-, pensé «Qué demonios», y me quité el chal. Me lo quité con un movimiento de los hombros, me quité el sujetador y lo colgué del respaldo de la silla. Luego dije: «¿Qué tal, Aidan?».

«Pinto con el pene.» ¿No dijo eso Renoir, el mismo que pintaba aquellas mujeres rollizas y de piel cremosa? Avec ma verge, un sustantivo femenino. Bueno, pensé, a ver si podemos despertar la verge del señor Phillips de su sueño profundo. Y me volví a poner de perfil, mientras las palomas seguían a lo suyo en los árboles como si no estuviera pasando nada.

No sé si funcionó, si el espectáculo de mi cuerpo semidesnudo reanimó algo en él o no. Pero noté todo el peso de su mirada en mí, en mis pechos, y francamente estuvo bien. Yo tenía cuarenta años, había tenido dos hijos y no eran los pechos de una mujer joven, pero aun así estaba bien, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, en aquel lugar de decadencia y muerte. Una bendición.

Al cabo de un rato, mientras las sombras del jardín se alargaban y la tarde refrescaba, me volví a poner decente.

«Adiós, Aidan, buena suerte», le dije. Y él escribió «Gracias» en su cuaderno y así se acabó todo. No creo que esperara que yo volviera el sábado siguiente, y no volví. No sé si terminó el cuadro a solas. Tal vez lo destruyó. Está claro que no se lo enseñó a nuestra madre.

¿Por qué te cuento esta historia, Blanche? Porque la relaciono con la conversación que tuvimos en Marianhill sobre los zulúes y los griegos y la naturaleza verdadera de las humanidades. Todavía no quiero dar por cerrada nuestra disputa. No quiero abandonar el campo de juego.

El episodio que te cuento, el pasaje en la habitación del señor Phillips, tan insignificante en sí mismo, lleva años intrigándome. Solamente ahora, después de regresar de África, creo que puedo explicarlo.

Por supuesto, hubo un elemento de triunfo en la manera en que me comporté, un elemento de jactancia, del que no estoy orgullosa: la mujer potente provocando al hombre marchito, mostrándole su cuerpo pero manteniéndolo a distancia. «Calientapollas.» ¿Recuerdas aquello tan viejo de «calientapollas»?

Pero eso no es todo. Fue algo muy poco propio de mí. No paraba de preguntarme cómo se me había ocurrido hacerlo. ¿Dónde aprendí la pose, esa mirada tranquila a lo lejos con la ropa colgando de la cintura como una nube y mi cuerpo divino al descubierto? De los griegos, me doy cuenta ahora, Blanche: de los griegos y de la interpretación de los griegos que llevaron a cabo las distintas generaciones de pintores del Renacimiento. Mientras estaba allí sentada no era yo misma, o por lo menos no era solamente yo misma. A través de mí se estaba manifestando una diosa, Afrodita o Hera o tal vez Artemis. Yo pertenecía a los inmortales.

Y eso no es todo. Hace un momento he usado la palabra «bendición». ¿Por qué? Porque mis pechos eran el centro de lo que estaba pasando, de eso estoy segura, mis pechos y la leche materna. Fuera lo que fuera lo que hacían, aquellas diosas griegas de la Antigüedad no rezumaban, mientras que yo sí, figurativamente hablando: yo estaba rezumando en la sala del señor Phillips, lo sentí y apuesto a que él también lo sintió, mucho después de que yo me despidiera.

Los griegos no rezuman. La que rezuma es María de Nazaret. No la virgen tímida de la Anunciación, sino la madre que vemos en Correggio, la que se levanta delicadamente un pezón con las yemas de los dedos para que su hijo pueda mamar. La que, segura en su virtud, se desnuda osadamente bajo la mirada del pintor y por tanto bajo nuestra mirada.

Imagina la escena aquel día en el estudio de Correggio, Blanche. El hombre señala con el pincel. «Levántalo, así. No, con la mano no. Solo con dos dedos.» Cruza la sala y se lo enseña. «Así.» Y la mujer obedece y hace con su cuerpo lo que él dice. Hay otros hombres que miran todo el tiempo desde las sombras: aprendices, colegas pintores, visitantes.

¿Quién sabe quién era su modelo aquel día? ¿Una mujer de la calle? ¿La mujer de un cliente? La atmósfera del estudio se electriza, pero ¿con qué? ¿Con energía eléctrica? ¿Están hormigueando los penes de todos esos hombres, sus verges? Sin duda. Pero también hay otra cosa en el aire. Adoración. El pincel se detiene mientras adoran el misterio que se manifiesta ante ellos: la vida fluye en un chorro del cuerpo de una mujer.

¿Acaso Zululandia tiene algo que se pueda comparar con ese momento, Blanche? Lo dudo. No hay nada como esa mezcla embriagadora de lo extático con lo estético. Solamente ocurre una vez en la historia de la humanidad, en la Italia del Renacimiento, cuando los sueños de la antigua Grecia de los humanistas invaden las imágenes y preceptos cristianos.

En nuestra conversación sobre el humanismo y las humanidades hubo una palabra que ambas evitamos: «humanidad». Cuando María, bendita entre las mujeres, esboza su remota sonrisa angelical y levanta su dulce pezón rosado ante nuestra mirada, y cuando yo, imitándola, descubro mis pechos para el viejo señor Phillips, estamos llevando a cabo actos de humanidad. Actos que no pueden llevar a cabo los animales, que no pueden descubrirse porque no se cubren nunca. Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María. Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.

La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas, y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.

Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.

Tu hermana,

ELIZABETH


Esto es lo que escribe. Lo que no escribe, lo que no tiene intención de escribir, es cómo sigue la historia, la historia del señor Phillips y de las sesiones de los sábados por la tarde en el asilo.

Porque la historia no termina como ella ha dicho, cuando ella se cubre decentemente y el señor Phillips escribe su nota de agradecimiento y ella sale de su apartamento. No, la historia continúa un mes más tarde, cuando su madre menciona que el señor Phillips ha estado en el hospital para otra sesión de radioterapia y que ha vuelto muy mal, muy desanimado y abatido. ¿Por qué no va a visitarlo, le dice su madre, y trata de animarlo?

Ella llama a su puerta, espera un momento y entra.

Las señales son claras. Ya no es un viejo lleno de vida, no es más que un viejo, un saco de huesos esperando que los lleven a la tumba. Tumbado boca arriba con los brazos extendidos, las manos inertes, unas manos que en el lapso de un mes se han vuelto tan azules y nudosas que uno se sorprende de que alguna vez fueran capaces de sostener un pincel. No duerme, simplemente está tumbado, esperando. Y escuchando también, no hay duda, a sus ruidos interiores, los ruidos del dolor. (No olvidemos, Blanche, piensa para sí misma, no olvidemos el dolor. Los terrores de la muerte no bastan. Además está el crescendo de dolor. Como forma de poner punto final a nuestra visita a este mundo, ¿qué podría ser más ingeniosa y diabólicamente cruel?)

Ella está de pie junto a la cama del anciano. Le coge la mano. Aunque no resulta agradable coger esa mano fría y azul con la suya, se la coge. Nada de esto es agradable. Le coge la mano. Se la aprieta, le dice «Aidan» con su voz más afectuosa y ve cómo brotan las lágrimas, esas lágrimas de anciano a las que no hay que hacer mucho caso porque le salen con demasiada facilidad. A ella no le queda nada más que decir y está claro que él tampoco tiene nada que decir por ese agujero en la garganta, que ahora tiene decorosamente tapado con una gasa. Elizabeth se queda allí acariciándole la mano hasta que la enfermera Naidoo llega con el carrito del té y las pastillas. Luego lo ayuda a sentarse para beber (de un vaso con pitorro, como un niño de dos años, las humillaciones no tienen límite).

El sábado siguiente lo vuelve a visitar, y el otro. Se convierte en una nueva rutina. Le coge la mano y examina con mirada fría las fases de su decadencia. En las visitas intercambian un mínimo de palabras. Pero hay un sábado en el que, un poco más animado y alegre que de costumbre, el anciano le pasa el cuaderno y ella lee el mensaje que le ha escrito de antemano: «Tienes unos senos preciosos. Nunca los olvidaré. Gracias por todo, amable Elizabeth».

Ella le devuelve el cuaderno. ¿Qué puede decir? «Despídete de lo que has amado.»

Con una fuerza tosca y huesuda, él arranca la página del cuaderno, la arruga y la tira a la cesta. Luego se lleva un dedo a los labios como diciendo: «Nuestro secreto».

«Qué demonios», piensa ella por segunda vez. Va hasta la puerta y pasa el pestillo. Se acerca al pequeño armario donde él cuelga su ropa y se quita el vestido y el sujetador. Luego regresa a la cama, se sienta a su lado donde él pueda verla bien y vuelve a adoptar la pose del cuadro. «Un regalo -piensa-. Hagámosle un regalo al viejo. Animémosle el sábado.»

Y no es lo único que piensa, sentada en la cama del señor Phillips en esa tarde fría (ya no es verano, sino otoño, finales de otoño), tan fría que al cabo de un rato empieza a temblar un poco. Adultos actuando libremente, es una de las cosas que piensa. Lo que los adultos hacen libremente detrás de puertas cerradas no es asunto de nadie más que de ellos.

Este sería otro buen punto para poner fin a la historia. Sea cual sea la naturaleza verdadera de este supuesto regalo, no hace falta repetirlo. El sábado siguiente, si él sigue vivo, y si ella sigue viva, regresará y le volverá a coger la mano. Pero ya no tiene que posar más para él, ya no debe ofrecerle sus senos, tiene que acabarse la bendición. Después de esto, hay que ocultar esos pechos, tal vez para siempre. Así que podría terminar aquí, con esa pose que se prolonga unos buenos veinte minutos, calcula ella, a pesar de los escalofríos. Como historia, como recital, podría terminar aquí y seguir siendo lo bastante decente como para meterla en un sobre y enviársela a Blanche sin estropear lo que fuera que quería decirle sobre los griegos.

Pero de hecho continúa un poco más, unos cinco o diez minutos, y esa es la parte que no puede contarle a Blanche. Continúa lo bastante como para que ella, la mujer, ponga una mano despreocupada sobre la colcha y empiece a acariciar muy suavemente el lugar donde debería estar el pene, si el pene estuviera todavía con vida y despierto. Y luego, al no haber respuesta, aparte las colchas y desanude el cordón del pijama del señor Phillips, un pijama de franela de viejo como ella no ha visto en muchos años -no pensaba que todavía se encontraran en las tiendas- y lo abra por delante y le dé un beso a la cosilla totalmente flácida y se la meta en la boca y la remueva hasta que cobra un poco de vida. Es la primera vez que ve vello púbico encanecido. Qué tonta ha sido al no pensar que eso sucedía. A ella también le pasará con el tiempo. Tampoco es agradable el olor, olor a partes bajas de anciano, lavadas someramente.

No le parece precisamente ideal retirarse y cubrir al viejo señor Phillips, dedicarle una sonrisa y darle unos golpecitos en la mano. Lo ideal sería hacer venir a una joven belleza que se dedicara a él, a una fille de joie con esos pechos jóvenes y carnosos con los que sueñan los viejos. A ella no le importaría pagar la visita. Un regalo de cumpleaños, lo llamaría, si la chica le pidiera una explicación, ya que «regalo de despedida» sería un calificativo demasiado siniestro. Pero la verdad es que cuando pasas de cierta edad nada es ideal. El señor Phillips ya debería estar acostumbrado. Solamente los dioses son jóvenes para siempre, los dioses inhumanos. Los dioses y los griegos.

En cuanto a ella, Elizabeth, inclinada sobre el viejo saco de huesos con los pechos colgando, manipulándole el órgano de reproducción casi extinto, ¿qué nombre le darían los griegos a un espectáculo así? Eros no, está claro. Demasiado grotesco. ¿Ágape? No, seguramente tampoco. ¿Quiere decir eso que los griegos no tenían ninguna palabra para eso? ¿Habría que esperar a que llegaran los cristianos con la palabra adecuada: caritas?

Porque, a fin de cuentas, ella tiene claro que se trata de eso. Lo sabe por la hinchazón de su corazón, por la diferencia supina e infinita entre lo que siente en el corazón y lo que vería la enfermera Naidoo si por accidente abriera la puerta con su llave maestra y entrara dando zancadas.

Pero eso no es lo que más le preocupa: lo que pensaría la enfermera Naidoo, lo que pensarían los griegos o lo que pensaría su madre, que está en el piso de arriba. Lo que más la preocupa es qué va a pensar ella, en el coche de camino a casa o cuando se despierte mañana o dentro de un año. ¿Qué puede uno pensar de episodios así, imprevistos, espontáneos e impropios de uno? ¿Es que son simples agujeros, agujeros en el corazón, en los cuales uno mete el pie y se cae y luego sigue cayendo?

Blanche, querida Blanche, piensa, ¿por qué hay este obstáculo entre nosotras? ¿Por qué no podemos hablarnos con franqueza y a las claras, como debe hablar la gente a quien le queda poco tiempo? Nuestra madre está muerta. El señor Phillips se convirtió en ceniza y fue desperdigado al viento. Del mundo en el que crecimos, solamente quedamos tú y yo. ¡Hermana de mi juventud, no mueras en una tierra extranjera y me dejes sin respuesta!

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