6. EL PROBLEMA DEL MAL

La han invitado a dar una conferencia en Amsterdam, una conferencia sobre el eterno problema del mal: ¿por qué hay maldad en el mundo y qué se puede hacer al respecto, si es que se puede hacer algo?

Tiene una idea bastante aproximada de por qué la han elegido los organizadores: debido a una charla que dio el año pasado en una universidad de Estados Unidos, una charla por la que fue atacada en las páginas de Commentary (la acusación fue que le había quitado importancia al Holocausto) y defendida por una gente cuyo apoyo en la mayoría de los casos la avergonzó: antisemitas encubiertos y sensibleros defensores de los derechos de los animales.

En aquella ocasión habló de lo que consideraba y sigue considerando la esclavización de toda la población animal del mundo. Un esclavo: un ser cuya vida y cuya muerte están en manos de otro. ¿Qué otra cosa son el ganado, las ovejas y los pollos? Nadie habría soñado siquiera con los campos de exterminio si antes no hubieran existido las plantas de procesamiento cárnico.

Eso y más es lo que dijo: a ella le parecía obvio, apenas digno de pararse a pensarlo. Pero lo cierto es que se pasó un poco de la raya. La matanza de los indefensos se sigue repitiendo a nuestro alrededor, día tras día, dijo, una matanza que no es distinta en escala ni en horror ni en importancia moral a lo que llamamos «el» Holocausto. Pero decidimos no verlo.

La misma importancia moral: eso es lo que no aceptaron. Los estudiantes del Hillel Centre llevaron a cabo una protesta. Exigían que, como institución, el Appleton College tenía que desmarcarse de las declaraciones de ella. De hecho, la universidad tenía que ir más allá y disculparse por haberle ofrecido una plataforma.

En su país los periódicos se regodearon en la historia. El Age publicó un reportaje bajo el titular «NOVELISTA GALARDONADA ACUSADA DE ANTISEMITISMO» y reimprimió los párrafos ofensivos de su conferencia, llenos de errores de puntuación. El teléfono empezó a sonar a todas horas: la mayor parte del tiempo eran periodistas, pero también había desconocidos, entre ellos una mujer anónima que le gritó por teléfono: «¡Puta fascista!». Después de aquello dejó de contestar al teléfono. De repente a quien se estaba juzgando era a ella.

Era un lío que podría haber previsto y que tendría que haber evitado. Así pues, ¿qué estaba haciendo otra vez en el estrado de conferenciante? Si tuviera algo de sentido común, se mantendría lejos de la atención pública. Es vieja, está cansada todo el tiempo y ha perdido todas las ganas que antaño tenía de discutir. Y en todo caso, ¿qué esperanza hay de que el problema del mal, si es que «problema» es la palabra adecuada para referirse al mal, si es que es lo bastante grande para contenerlo, se vaya a resolver hablando?

Pero para cuando le llegó la invitación estaba bajo el influjo maligno de una novela que estaba leyendo. La novela trataba sobre la peor depravación posible y la llevó a un estado de abatimiento absoluto. «¿Por qué me hacéis esto?», quería gritar mientras leía, dirigiéndose a Dios sabe quién. El mismo día le llegó la carta de invitación. ¿Querría Elizabeth Costello, la ilustre escritora, honrar a un grupo de teólogos y filósofos con su presencia y hablar, si le parecía bien, bajo el epígrafe general de «Silencio, complicidad y culpa»?

El libro que estaba leyendo por entonces era de Paul West, un autor inglés, aunque parecía haberse liberado de las preocupaciones nimias de la novela inglesa. Su libro trataba de Hitler y de la gente que intentó asesinar a Hitler en la Wehrmacht, y le estaba gustando hasta que llegó a los capítulos que describían la ejecución de los conspiradores. ¿De dónde podía haber sacado West aquella información? ¿Es posible que aquella noche hubiera testigos que se fueran a sus casas y antes de olvidarse, antes de que se les borrara la memoria para salvarse a sí misma, escribieran, con unas palabras que debieron de calcinar la página, un relato de lo que habían visto, incluyendo las palabras que el verdugo había dicho a las almas asignadas a sus manos, en su mayoría viejos balbuceantes, despojados de sus uniformes, ataviados para su última hora con ropa vieja de la cárcel, pantalones de sarga llenos de roña, jerséis con agujeros de polilla, sin zapatos ni cinturones, despojados de sus dentaduras postizas y sus gafas, agotados, temblando, con las manos en los bolsillos para evitar que se les cayeran los pantalones, gimiendo de frío, tragándose las lágrimas, obligados a escuchar cómo aquella hosca criatura, aquel verdugo con las uñas sucias de la sangre de la semana pasada, los hostigaba, les decía lo que les iba a pasar cuando la soga se tensara, les explicaba que la mierda les caería por sus canillas de ancianos y que sus penes nacidos y viejos temblarían por última vez? Uno tras otro fueron al cadalso, situado en un espacio anodino que podría haber sido lo mismo un garaje que un matadero, bajo unas luces de arco de carbono destinadas a que en su guarida Adolf Hitler, el comandante en jefe, pudiera ver la filmación de sus sollozos y de sus temblores y luego de su inmovilidad, la inmovilidad inerte de la carne muerta, y quedarse satisfecho de su venganza.

Eso es lo que el novelista Paul West había escrito, página tras página tras página, sin dejar nada fuera. Y eso es lo que ella leyó, harta del espectáculo, harta de sí misma, harta de un mundo en que pasaban aquellas cosas, hasta que finalmente dejó el libro y se sentó con la cabeza apoyada en las manos. «¡Obscenidad!», quería gritar, pero no lo hizo porque no sabía a quién iba dirigida la palabra: a sí misma, a West o al comité de ángeles que observan impasibles todo lo que pasa. Obscenidad porque esas cosas no deberían suceder, y nuevamente obsceno porque después de que hayan tenido lugar nadie debería sacarlas a la luz, sino que habría que taparlas y esconderlas para siempre en las entrañas de la tierra, igual que lo que pasa en los mataderos de todo el mundo, si uno quiere conservar la cordura.

La carta de invitación llegó mientras la impresión obscena del libro de West seguía fresca en su memoria. Y esa, resumiendo, es la razón de que haya venido a Amsterdam, con la palabra «obscenidad» todavía atascada en la garganta. Obscenidad: no solamente los actos de los verdugos de Hitler, no solamente los actos del que blande el hacha, sino también las páginas del libro negro de Paul West. Unas escenas que no deberían aparecer a la luz del día, que habría que ocultar a los ojos de las doncellas y los niños.

¿Cómo reaccionará Amsterdam ante Elizabeth Costello en su estado actual? ¿Acaso la recia palabra calvinista «mal» sigue teniendo poder entre esta gente sensata, pragmática y perfectamente adaptada de la Nueva Europa? Hace más de medio siglo que el diablo caminó por última vez con andares descarados de fantoche por sus calles, pero seguramente no lo han olvidado. Adolf y sus secuaces todavía impresionan a la imaginación popular. Algo curioso, considerando que el recuerdo de Koba, el Oso, su hermano mayor y mentor, claramente más asesino, más vil y más espantoso para el alma, casi se ha desvanecido. Se trata de un cálculo de perversión contra perversión que deja un regusto amargo. Veinte millones, seis millones, tres millones, cien mil: llega un punto en que la mente se colapsa ante la cantidad. Y cuando más viejo es uno -o al menos es lo que le ha pasado a ella-, antes llega ese punto. Un gorrión derribado de una rama por un tirachinas, una ciudad aniquilada desde el aire: ¿quién puede decir qué es peor? Todo es maldad, un universo malvado inventado por un dios malvado. ¿Se atreve ella a decirles eso a sus amables anfitriones holandeses, a su público amable, inteligente y sensato en esta ciudad bien gobernada, ilustrada y racionalmente organizada? Es mejor mantener la paz, es mejor no gritar demasiado. Ya se imagina el próximo titular del Age: «EL UNIVERSO ES MALVADO, OPINA COSTELLO».

Sale del hotel y deambula a lo largo del canal, una anciana con impermeable, todavía un poco confusa, todavía un poco mareada después del largo vuelo desde las antípodas. Desorientada: ¿no estará teniendo esos pensamientos tan lúgubres porque no consigue orientarse? En ese caso, tal vez debería viajar menos. O más.


El tema del que tiene que hablar, el tema que ha negociado con sus anfitriones, es «Testigo, silencio y censura». El texto en sí, o la mayor parte del mismo, no le ha resultado difícil de escribir. Después de los años que pasó en el ejecutivo del PEN australiano, puede dar discursos sobre la censura dormida. Si quisiera tener las cosas más fáciles, podría leerles su texto de costumbre contra la censura, pasar unas horas en el Rijksmuseum y luego coger el tren a Niza, donde tiene la suerte de que su hija está alojada como invitada de una fundación.

El texto de costumbre sobre la censura hace gala de unas ideas liberales, tal vez con el toque de Kulturpessimismus que ha marcado su pensamiento reciente: la civilización occidental se basa en la fe en el esfuerzo ilimitado e ilimitable, es demasiado tarde para cambiar eso y lo único que tenemos que hacer es limitarnos a agarrarnos con fuerza y ver adonde nos lleva ese viaje. Son sus opiniones sobre el tema de lo ilimitable las que parecen estar cambiando de forma sutil. Leer el libro de West ha contribuido a ese cambio, sospecha, aunque es posible que el cambio hubiera tenido lugar de todos modos, por razones que le resultan menos claras. Además, no está segura de que los escritores que se aventuran en los territorios más oscuros del alma regresen siempre ilesos. Ha empezado a preguntarse si escribir lo que uno desea, en lugar de leer lo que uno desea, es algo bueno en sí mismo.

En todo caso, eso es lo que planea decir aquí en Amsterdam. Como ejemplo principal planea presentar a la conferencia Las horas espléndidas del conde Von Stauffenberg, que le llegó dentro de un paquete de libros, algunos nuevos y algunas reediciones, que le envió un editor de Sydney amigo suyo. Las horas espléndidas fue el único que la atrajo de verdad. Su respuesta se tradujo en una reseña que retiró en el último minuto y nunca ha publicado.

Al llegar al hotel se ha encontrado un sobre esperándola. Una carta de bienvenida de los organizadores, un programa de conferencias y varios planos. Ahora, sentada en un banco de la Prinsengracht bajo el calor tímido del sol del norte, echa un vistazo al programa. Mira las notas que hay al final del programa. «Elizabeth Costello, reputada escritora australiana y ensayista, autora de La casa de Eccles Street y de otros muchos libros.» No es como se habría anunciado a sí misma, pero nadie le ha preguntado. Congelada en el pasado, como de costumbre. Congelada en los logros de su juventud.

Su mirada deambula por la lista. Apenas ha oído hablar del resto de los conferenciantes. Luego su mirada llega al último nombre de la lista y durante un segundo se le para el corazón. «Paul West, novelista y crítico.» Paul West: el desconocido cuyo estado espiritual ha descrito durante tantas páginas. ¿Puede alguien, se pregunta en su conferencia, adentrarse tanto en el bosque de los horrores nazis y salir intacto? ¿Hemos considerado la posibilidad de que el explorador atraído al interior de ese bosque pueda salir de la experiencia no más fuerte y mejor, sino peor? ¿Cómo puede dar la conferencia, como puede plantear esa pregunta si Paul West en persona está sentado entre el público? Parecerá un ataque, un ataque presuntuoso, gratuito y sobre todo personal a un colega escritor. ¿Quién va a creer la verdad? La verdad es que nunca ha tratado para nada con Paul West, no lo conoce y solamente ha leído uno de sus libros. ¿Qué puede hacer?

De las veinte páginas de su texto, la mitad están dedicadas al libro sobre Von Stauffenberg. Con suerte, el libro no estará traducido al holandés. Con muchísima suerte, nadie en el público lo habrá leído. Podría quitar el nombre de West, referirse a él solamente como «el autor de cierto libro sobre el período nazi». Podría incluso presentar el libro como hipotético: una novela hipotética sobre los nazis, cuya escritura hubiera dejado una cicatriz en el alma de su hipotético autor. En ese caso nadie se enteraría, salvo, por supuesto, el propio West, si está presente, si se molesta en acudir a la charla de la mujer australiana.

Son las cuatro de la tarde. Normalmente, en los vuelos largos duerme a rachas. Pero en este último vuelo ha experimentado con una pastilla nueva y parece haber funcionado. Se siente bien y con ganas de ponerse a trabajar. Tiene tiempo suficiente para reescribir la charla, para sacar a Paul West y a su novela y ponerlos solamente de fondo, dejando la tesis a la vista, la tesis de que la escritura en sí, como forma de aventura moral, tiene el potencial de resultar peligrosa. Pero ¿qué clase de charla va a ser… una tesis sin ejemplos?

¿Hay alguien a quien pueda poner en el lugar de Paul West? ¿A Céline, por ejemplo? Una de las novelas de Céline, no se acuerda del título, flirtea con el sadismo, el fascismo y el antisemitismo. La leyó hace muchos años. ¿Puede hacerse con un ejemplar, preferiblemente no en holandés, y meter a Céline en la conferencia?

Pero Paul West no es como Céline, no se le parece en nada. Flirtear con el sadismo es exactamente lo que West no hace. Además, su libro apenas menciona a los judíos. Los horrores que desvela son sui generis. Esa debió de ser su apuesta consigo mismo: centrar su historia en torno a un puñado de oficiales de carrera alemanes farfullantes e incapacitados por su propia educación para la conjura y para llevar a cabo un asesinato, contar la historia de su ineptitud y de sus consecuencias de principio a fin y dejarlo a uno sintiendo, con sorpresa, piedad auténtica y terror auténtico.

Tiempo atrás habría dicho: Salve a un escritor que emprenda la tarea de desarrollar una historia así hasta sus rincones más oscuros. Ahora ya no está segura. Eso es lo que parece haber cambiado en ella. En cualquier caso, Céline no es así, Céline no funcionaría.

En la cubierta de una barcaza amarrada delante de ella hay dos parejas sentadas a una mesa, charlando y bebiendo cerveza. Los ciclistas pasan a su lado. Una tarde normal de un día normal en Holanda. Después de viajar durante miles de kilómetros para bañarse en esta variedad concreta de la normalidad, ¿debe renunciar a ella para encerrarse en una habitación de hotel y pelearse con el texto de una conferencia que nadie recordará al cabo de una semana? ¿Y para qué? ¿Para evitar avergonzar a un hombre al que no conoce? En el esquema más amplio de las cosas, ¿qué importa un momento de vergüenza? No sabe qué edad tiene Paul West… La solapa de su libro no lo dice, la foto puede ser antigua, pero está segura de que no es joven. ¿No es posible que tanto él como ella, de formas distintas, sean lo bastante mayores para estar por encima de la vergüenza?

Cuando vuelve al hotel le dan el recado de que llame a Henk Badings, el hombre de la Universidad Libre con el que ha estado manteniendo correspondencia. Badings le pregunta si ha tenido un buen vuelo. Si tiene un alojamiento cómodo. Si quiere cenar con él y con un par de invitados más. Gracias, dice ella, pero no: prefiere acostarse temprano. Hace una pausa y luego formula su pregunta. ¿Ha llegado ya a Amsterdam el novelista Paul West? Sí, responde Badings: no solamente ha llegado, sino que a ella le gustará saber que está alojado en su mismo hotel.

Si necesitaba algo para espolearla, es eso. Es inaceptable que Paul West se vaya a encontrar alojado con una mujer que despotrica contra él en público y lo acusa de ser una víctima de Satanás. Tiene que sacarlo de la conferencia o retirarse, no hay más que hablar.

Se queda despierta toda la noche peleándose con su texto. Primero intenta omitir el nombre de West. «Una novela reciente -llama al libro-, procedente de Alemania.» Pero, por supuesto, no funciona. Incluso si consigue colarle el gol a la mayoría del público, West sabrá que está hablando de él.

¿Y si intenta suavizar su tesis? ¿Y si sugiere que, al representar el funcionamiento del mal, el escritor puede conseguir sin saberlo que el mal resulte atractivo y por tanto esté haciendo más mal que bien? ¿Y si suaviza el golpe? Elimina el primer párrafo de la página ocho, la primera de las páginas problemáticas, luego el segundo, luego el tercero, empieza a anotar revisiones en los márgenes y por fin mira desolada el desastre. ¿Por qué no ha hecho una copia antes de empezar?

El joven del mostrador de recepción está sentado con los auriculares puestos, meneando los hombros de un lado a otro. Cuando la ve, vuelve de golpe a la realidad.

– Una fotocopiadora -dice ella-. ¿Hay alguna fotocopiadora que pueda usar?

El le coge el fajo de papeles y mira el encabezamiento. En ese hotel se celebran muchas conferencias, el joven debe de estar acostumbrado a un montón de extranjeros angustiados que reescriben sus conferencias en plena noche. Las vidas de las estrellas enanas. Los rendimientos de las cosechas en Bangladesh. El alma y sus múltiples corrupciones. Para él todo es lo mismo.

Con la copia en la mano, procede a la tarea de suavizar su documento, pero cada vez con más dudas en el corazón. El escritor como víctima de Satanás: ¡qué tontería! De forma inevitable, se está poniendo con sus argumentos en la posición del censor a la vieja usanza. ¿Y a qué vienen todas estas indecisiones? ¿Qué quiere, evitar un escándalo insignificante? ¿Qué pasa, que no quiere ofender a nadie? Pronto estará muerta. ¿Qué importa entonces si una vez le hinchó las narices a un extranjero en Amsterdam?

Recuerda que cuando tenía diecinueve años se dejó seducir en el puente de Spencer Street, cerca de los muelles de Melbourne, por entonces una zona conflictiva. El hombre era estibador, treintañero, atractivo de una forma tosca, y se hacía llamar Tim o Tom. Ella era estudiante de arte y una rebelde, principalmente en rebeldía contra la matriz que la había formado: respetable, pequeñoburguesa y católica. A sus ojos, en aquella época, solamente eran auténticos la clase obrera y sus valores.

Tim o Tom la llevó a un bar y luego a la casa de huéspedes donde vivía. No era la primera vez que ella hacía aquello, dormir con un desconocido. En el último momento no pudo hacerlo. «Lo siento -dijo-. Lo siento de verdad, ¿podemos dejarlo?» Tim o Tom no le hizo caso. Cuando ella se resistió, él intentó forzarla. Durante un buen rato, en silencio, jadeando, intentó mantenerlo a raya, lo estuvo empujando y arañando. Al principio él lo tomó por un juego. Luego se cansó, o bien su deseo se cansó y se convirtió en otra cosa, y empezó a pegarle en serio. La levantó de la cama, le dio puñetazos en los pechos, en la barriga y le propinó un codazo terrible en la cara. Cuando se aburrió de pegarle, le arrancó la ropa e intentó quemarla en la papelera. Completamente desnuda, ella salió a rastras y se escondió en el baño del rellano. Una hora más tarde, cuando estuvo segura de que él se había dormido, salió con sigilo y recuperó lo que quedaba. Vestida con los restos chamuscados de su vestido y nada más, paró un taxi. Se pasó una semana en casa de una amiga y una semana más en casa de otra, y se negó a explicar lo que le había pasado. Tenía la mandíbula rota y se la tuvieron que recomponer. Vivía de leche y zumo de naranja que bebía con una pajita.

Fue su primer roce con el mal. Se dio cuenta de que no era nada menos que eso, maldad, cuando la afrenta del hombre fue quedando atrás y fue reemplazada por un regodeo continuo en el dolor. Ella se dio cuenta de que a él le había gustado hacerle daño. Probablemente le gustó más que el sexo que iban a practicar. Aunque tal vez no lo sabía cuando ligó con ella, la llevó a su habitación más para hacerle daño que para hacerle el amor. Al plantarle cara, ella había creado una abertura para que emergiera la maldad que él tenía dentro. Y emergió primero en forma de placer, primero al ver su dolor («Te gusta, ¿verdad? -susurró mientras le retorcía los pezones-. ¿Te gusta?»), luego en la destrucción maliciosa e infantil de su ropa.

¿Por qué su mente regresa a ese episodio largo tiempo olvidado y -realmente- importante? La respuesta: porque nunca se lo ha revelado a nadie, nunca lo ha usado. En ninguna de sus historias hay ningún hombre que ataque a una mujer como venganza porque ella lo haya rechazado. A menos que el propio Tim o Tom haya sobrevivido hasta la ancianidad chocheante, a menos que el comité de observadores angélicos haya grabado los minutos de lo que pasó aquella noche, lo que pasó en la casa de huéspedes le pertenece a ella y a nadie más que a ella. Durante medio siglo el recuerdo ha permanecido en su interior como un huevo, un huevo de piedra que nunca se abrirá, que nunca dará a luz. A ella le parece bien, le complace este silencio suyo, un silencio que espera mantener hasta la tumba.

¿Acaso le está pidiendo a West una reticencia equivalente? ¿La historia de una conjura asesina en la que no cuente lo que les pasó a los conspiradores cuando cayeron en las manos de sus asesinos? Seguramente no. Entonces ¿qué es lo que les quiere decir exactamente a esa reunión de desconocidos dentro de -mira su reloj- menos de ocho horas?

Intenta aclararse la cabeza y volver al principio. ¿Qué había dentro de ella que se rebeló contra West y contra su libro la primera vez que lo leyó? Como aproximación inicial, fue el hecho de que había devuelto la vida a Hitler y a sus matones y les había dado algo nuevo a lo que aferrarse en este mundo. Muy bien. Pero ¿qué tiene eso de malo? West es novelista, igual que ella. Los dos viven contando o recreando historias. Y en sus historias, si es que sus historias son buenas, los personajes, incluso los verdugos, cobran vida. Así pues, ¿por qué es ella mejor que West?

La respuesta, según lo entiende Elizabeth, es que ella ya no cree que la narración sea buena en sí misma, mientras que para West, o por lo menos para la persona que era West cuando escribía el libro sobre Von Stauffenberg, la cuestión parece no ser relevante. Si ella, o la persona que ella es ahora, tuviera que elegir entre contar una historia y hacer algo bueno, preferiría hacer algo bueno. West, cree ella, preferiría contar una historia, aunque tal vez no debería juzgarlo hasta oír eso de sus labios.

El negocio de contar historias se parece a muchas cosas. Una de ellas (eso dice ella en uno de los párrafos que todavía no ha tachado) es una botella con un genio dentro. Cuando el narrador abre la botella, el genio es liberado al mundo y cuesta Dios y ayuda volver a meterlo dentro. La posición de ella, su posición revisada, su posición en el crepúsculo de la vida: es mejor, en general, que el genio se quede en la botella.

La lección de la comparación, la lección de los siglos (por eso prefiere pensar con comparaciones que razonar las cosas), es que no dice nada de la vida que lleva el genio encerrado en la botella. Lo único que dice es que el mundo sería mejor si el genio se quedara encerrado.

Un genio o un diablo. Aunque ella cada vez sabe menos qué puede querer decir creer en Dios, no tiene dudas acerca del diablo. El diablo está por doquier bajo la superficie de las cosas, buscando una forma de salir a la luz. El diablo poseyó al estibador aquella noche en Spencer Street y el diablo poseyó al verdugo de Hitler. Y a través del estibador, en aquella época lejana, el diablo la poseyó a ella: lo nota encogido en su interior, con las alas plegadas como un pájaro, esperando la oportunidad de echar a volar. Y a través del verdugo de Hitler poseyó a Paul West, y con su libro West ha dado a su vez libertad a ese diablo, lo ha soltado sobre el mundo. Ella sintió el roce de su ala correosa, más claro que el agua, cuando leyó aquellas páginas oscuras.

Ella es muy consciente de lo anticuado que suena todo eso. A West le saldrán millares de defensores. «¿Cómo podemos conocer los horrores de los nazis -dirán esos defensores-, si prohibimos que nuestros artistas los recreen para nosotros? Paul West no es un diablo, sino un héroe: se ha aventurado en el laberinto del pasado de Europa, se ha enfrentado al Minotauro y ha regresado para contarlo.»

¿Cómo puede responder a eso? ¿Qué habría sido mejor, que el héroe se quedara en casa o por lo menos que se hubiera guardado sus hazañas para sí mismo? En una época en que los artistas se aferran con celo a los escasos retazos de dignidad que les quedan, ¿qué gratitud por parte de sus colegas escritores le va a valer una respuesta como esa? «Nos ha abandonado -dirán-, Elizabeth Costello se ha convertido en una vieja cascarrabias.»

Elizabeth desearía tener con ella el ejemplar de Las horas espléndidas del conde Von Sauffenberg. Si pudiera revisar sus páginas, pasarles la mirada por encima, se disiparían todas sus dudas, está segura, las páginas en que West le da voz al verdugo, al carnicero -Elizabeth ha olvidado su nombre, pero no puede olvidar sus manos, igual que sus víctimas conservaron sin duda el recuerdo de sus manos, manoseándoles el cuello, y se lo llevaron a la eternidad-, donde le da voz, donde recrea sus burlas toscas, peor que toscas, las burlas indecibles que les dedica a los viejos temblorosos a los que está a punto de matar, unas burlas que les dicen que sus cuerpos los van a traicionar cuando estén retorciéndose y bailando colgados de la soga. Es terrible, más terrible de lo que se puede expresar: es terrible que existiera un hombre así y más terrible todavía que alguien lo saque de la tumba cuando creíamos que estaba felizmente muerto.

«Obscenidad.» Esa es la palabra, una palabra de etimología discutida, a la que debe aferrarse como a un talismán. Elige creer que «obscenidad» significa «fuera de escena». Para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos humanos!) deben permanecer fuera de escena. Ese debe ser el hilo de su discurso cuando tenga al público delante, y no puede soltarlo.


Se queda dormida sentada al escritorio, vestida, con la cabeza. apoyada en los brazos. A las siete suena el despertador. Aturdida y agotada, hace lo que puede para arreglarse la cara y coge el pequeño ascensor que lleva al vestíbulo.

– ¿Se ha registrado ya el señor West? -le pregunta al chico del mostrador, el mismo chico.

– El señor West… Sí, el señor West está en la trescientos once.

El sol entra a raudales por las ventanas de la sala de desayunos. Elizabeth coge un café y un cruasán, encuentra una silla cerca de una ventana e inspecciona a la media docena de madrugadores que hay con ella. ¿Es posible que el hombre bajo y fornido de las gafas que lee el periódico sea West? No se parece a la fotografía de la solapa, pero eso no demuestra nada. ¿Tendría que ir a preguntarle? «Señor West, ¿cómo está? Soy Elizabeth Costello y tengo una declaración un poco complicada que hacer, si me presta atención. Tiene que ver con usted y sus tratos con el diablo.» ¿Cómo se sentiría ella si algún extraño le dijera eso mientras está desayunando?

Se levanta y toma la ruta más larga hasta el bufet, caminando entre las mesas. El periódico que está leyendo el hombre es holandés, el Volkskrant. Tiene caspa en el cuello de la chaqueta. Echa un vistazo por encima de sus gafas. Una cara tranquila y corriente. Podría ser cualquiera: un vendedor de telas o un profesor de sánscrito. También podría ser Satanás con uno de sus disfraces. Ella vacila y pasa de largo.

El periódico holandés, la caspa… Aunque Paul West podría leer holandés, y también podría tener caspa. Pero si va a proponerse a sí misma como experta en el mal, ¿no tendría que ser capaz de oler el mal? ¿A qué huele el mal? ¿A azufre? ¿A pedernal? ¿A Zyklon B? ¿O acaso el mal se ha vuelto incoloro e inodoro, como la mayoría del resto del mundo moral?


A las ocho y media, Badings pasa a recogerla. Los dos juntos recorren a pie las pocas manzanas que los separan del teatro donde se va a celebrar la conferencia. En el auditorio, Badings señala a un hombre que está sentado solo en la última fila. -Ese es Paul West -dice-. ¿Quiere que se lo presente?

Aunque no es el hombre que ha visto a la hora del desayuno, tiene un porte y un aspecto parecidos.

– Tal vez más tarde -murmura ella.

Badings se excusa y va a atender sus asuntos. Quedan unos veinte minutos para que empiece la sesión. Ella cruza el auditorio.

– ¿Señor West? -dice, en el tono más amable que puede. Hace años que no emplea lo que se podrían llamar artimañas femeninas, pero si las artimañas funcionan, las usará-. ¿Puedo hablar un momento con usted?

West, el West de verdad, levanta la vista de lo que está leyendo, que asombrosamente resulta ser algo parecido a un cómic.

– Me llamo Elizabeth Costello -dice, y se sienta a su lado-. Esto no me resulta fácil, así que déjeme que vaya al grano. Mi conferencia de hoy contiene referencias a uno de sus libros, el libro sobre Von Stauffenberg. De hecho, la conferencia trata principalmente sobre ese libro. Cuando preparé el texto no esperaba que estuviera usted en Amsterdam. Los organizadores no me informaron de ello. Pero, claro, ¿por qué iban a hacerlo? No tenían ni idea de lo que me proponía decir.

Hace una pausa. West está mirando a lo lejos, no la ayuda en nada.

– Supongo que podría -sigue ella, y ahora la verdad es que no sabe qué decir a continuación- pedirle disculpas por adelantado, pedirle que no se tome mis comentarios como algo personal. Pero usted también podría preguntarme, de forma justificada, por qué insisto en hacer comentarios que requieran una disculpa por adelantado, por qué nos los elimino simplemente de la conferencia.

»De hecho, consideré la posibilidad de eliminarlos. Me he pasado casi toda la noche en vela, después de saber que usted iba a estar aquí, intentando encontrar una forma de hacer que mis comentarios sonaran menos duros, menos ofensivos. Incluso he pensado en ausentarme del evento, en fingir que estoy enferma. Pero eso no habría sido una forma correcta de tratar a los organizadores, ¿no cree?

Hay una abertura, una oportunidad para que él hable. Él carraspea, pero luego no dice nada, continúa mirando hacia delante, mostrándole a ella su perfil más atractivo.

– Lo que digo -dice Elizabeth, mirándose el reloj (quedan diez minutos, el teatro se está empezando a llenar, ella tiene que seguir adelante, no hay tiempo para ser amable)-, lo que sostengo es que tenemos que tener cuidado con los horrores como los que usted describe en su libro. Nosotros los escritores. No solamente por el bien de nuestros lectores, sino también pensando en nosotros mismos. Lo que escribimos puede ponernos en peligro, o eso creo yo. Porque si lo que escribimos tiene el poder de hacernos mejores, seguramente también tiene el poder de hacernos peores. No sé si está de acuerdo.

Una nueva abertura. Y nuevamente, el hombre se encierra en su silencio. ¿Qué le está pasando por la cabeza? ¿Se está preguntando qué hace en esta reunión en Holanda, la tierra de los tulipanes y los molinos de viento, soportando la arenga de una bruja vieja y loca y con la perspectiva de tener que soportar la misma arenga por segunda vez? «La vida de escritor -tendría que recordarle ella- no es fácil.»

Un grupo de jóvenes, probablemente estudiantes, ocupa los asientos que tienen directamente delante. ¿Por qué no contesta West? Ella se está irritando. Tiene ganas de levantarle la voz, de blandir un dedo huesudo delante de su cara.

– Su libro me impresionó mucho. Es decir, dejó una marca en mí como si fuera un hierro de marcar ganado. En algunas páginas ardían los fuegos del infierno. Tiene que saber usted de qué le estoy hablando. En concreto, la escena de los ahorcamientos. Yo no creo que fuera capaz de escribir páginas como esas. Es decir, sería capaz de escribirlas pero no querría, no me lo permitiría, ya no, no la persona que soy ahora. No creo que uno pueda salir intacto, como escritor, después de invocar escenas como esas. Creo que esa clase de escritura le puede hacer daño a uno. Eso es lo que pretendo decir en mi conferencia. -Le muestra la carpeta verde donde lleva su texto y le da un golpecito-. Así que no le estoy pidiendo perdón, solamente estoy haciendo lo correcto y le estoy informando, le estoy avisando, de lo que está a punto de tener lugar. Porque -y de pronto se siente más fuerte, más segura de sí misma, más dispuesta a expresarle su irritación, incluso su furia, a este hombre que no se molesta en contestarle-, después de todo, no es usted un niño, debió de conocer el riesgo que estaba corriendo, debió de darse cuenta de que podía haber consecuencias, consecuencias impredecibles, y ahora, mire por dónde -se pone de pie y abraza la carpeta contra el pecho como para protegerse de las llamas que parpadean a su alrededor-, las consecuencias han llegado. Eso es todo. Gracias por escucharme, señor West.

Al frente del auditorio, Badings les está haciendo señas con discreción. Es la hora.

La primera parte de la conferencia es pura rutina y trata de temas familiares: la autoría y la autoridad, las afirmaciones que a lo largo de los siglos han hecho los poetas según las cuales enunciaban una verdad superior, una verdad cuya autoridad viene de la revelación, y su afirmación posterior, en la época romántica, que resulta ser una época de exploración geográfica sin precedentes, del derecho a aventurarse en lugares tabú o prohibidos.

– La pregunta que planteo hoy -continúa- es si el artista es realmente el héroe explorador que pretende ser, si tenemos siempre razón al aplaudir cuando sale de la caverna con la espada pestilente en una mano y la cabeza del monstruo en otra. Para ilustrar mi argumento me voy a referir a un producto de la imaginación que apareció hace unos pocos años, un libro importante y en muchos sentidos valiente sobre la aproximación más cercana al monstruo mitológico que hemos llevado a cabo en nuestra época desilusionada, es decir, Adolf Hitler. Me refiero a la novela de Paul West Las horas espléndidas del conde Von Stauffenberg, y en concreto al gráfico capítulo en el que el señor West relata la ejecución de los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro (salvo de Von Stauffenberg, al que ya había matado a tiros un oficial militar fanático, para disgusto de Hitler, que quería que su enemigo muriera de forma lenta).

»Si esta fuera una conferencia ordinaria, llegado este punto les leería un par de párrafos para darles una impresión de este libro extraordinario. (No es ningún secreto, por cierto, que su autor está hoy entre nosotros. Déjenme que le pida perdón al señor West por atreverme a sermonearle en su cara: cuando escribí este texto no tenía ni idea de que iba a estar aquí.) Debería leerles algún fragmento de estas páginas terribles, pero no lo voy a hacer, porque no creo que oírlas fuera bueno para ustedes ni para mí. Incluso afirmo (y al hacerlo llego al grano de la cuestión) que no creo que escribir esas páginas fuera bueno para el señor West, si puede perdonarme que lo diga.

»Esta va a ser hoy mi tesis: que no es bueno leer ni escribir ciertas cosas. Para explicarlo de otro modo: me tomo en serio la afirmación de que el artista arriesga mucho al aventurarse en lugares prohibidos: se arriesga él mismo de forma específica. Y tal vez lo arriesga todo. Afirmo esto en serio porque me tomo en serio el hecho de que los lugares prohibidos están prohibidos. El sótano en que fueron colgados los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro es uno de esos lugares. No creo que ninguno de nosotros tengamos que entrar en ese sótano. No creo que el señor West tuviera que ir allí. Y si decide ir a pesar de todo, creo que no deberíamos seguirlo. Al contrario, creo que habría que levantar barrotes frente a la entrada del sótano, poner una placa de bronce que dijera: "Aquí murieron…", y debajo una lista de los muertos y las fechas de sus muertes y ya está.

»El señor West es escritor, o, como decían antaño, poeta. Yo también soy poeta. No he leído toda la obra del señor West, pero sí lo bastante como para saber que se toma en serio su vocación. Así que cuando leo al señor West no solamente lo hago con respeto, sino también con simpatía.

»Leí el libro sobre Von Stauffenberg con simpatía, incluyendo (y deben creerme) las escenas de la ejecución, hasta el punto de que podría ser yo igual que el señor West quien cogiera la pluma y las escribiera. Palabra a palabra, paso a paso, latido tras latido del corazón, lo acompañé a la oscuridad. "Nadie ha estado aquí antes", lo oigo susurrar, así que yo también lo susurro. Nuestras respiraciones son una sola. "Nadie ha visitado este lugar, excepto los hombres que murieron y el hombre que los mató. Nuestra es la muerte que tuvo lugar y nuestra es la mano que anudó la cuerda." ("Usa cuerda fina -ordenó Hitler a aquel hombre-. Estrangúlalos. Quiero que sientan cómo mueren." Y aquel hombre, su criatura, su monstruo, obedeció.)

»¡Qué arrogancia, reivindicar el sufrimiento y la muerte de aquellos hombres lastimosos! Sus últimas horas les pertenecen a ellos únicamente, no estamos autorizados para entrar y poseerlos. Si no resulta amable decir eso de un colega, si esto va a ayudar a aliviar la tensión, finjamos que el libro en cuestión no lo escribió el señor West sino yo, la locura de mi lectura lo ha hecho mío. En el nombre del cielo, finjamos lo que sea que tengamos que fingir y sigamos adelante.

Le faltan varias páginas por leer, pero de pronto se siente demasiado angustiada para continuar, o bien le falla el ánimo. Una homilía: dejémosla así. La muerte es un asunto privado. El artista no tendría que invadir las muertes ajenas. No es una posición muy extravagante en un mundo donde las lentes de las cámaras apuntan de forma habitual a las caras de los heridos y los muertos.

Cierra la carpeta verde. Se oyen unos aplausos débiles. Se mira el reloj de pulsera. Faltan cinco minutos para que termine la sesión. Es sorprendente cuánto tiempo ha necesitado, teniendo en cuenta lo poco que ha dicho. Es el momento de una pregunta, dos como mucho, gracias a Dios. La cabeza le da vueltas. Confía en que nadie le vaya a pedir que diga nada más sobre Paul West, que, por lo que ve (cuando se pone las gafas), sigue en su asiento de la última fila. (Un colega víctima de largos sufrimientos, piensa, y de pronto su simpatía hacia él aumenta.)

Un hombre de barba oscura tiene la mano levantada.

– ¿Cómo lo sabe usted? -dice-. ¿Cómo sabe usted que el señor West (parece que hoy estamos hablando mucho del señor West, espero que él tenga derecho a réplica, me interesa oír su respuesta) ha salido perjudicado de lo que ha escrito? Si la he entendido bien, está diciendo que si usted hubiera escrito ese libro sobre Von Stauffenberg y Hitler habría salido contaminada de la maldad nazi. Pero tal vez lo único que eso quiere decir es que usted es, por decirlo de alguna forma, un recipiente débil. Tal vez el señor West esté hecho de una materia más sólida. Y tal vez nosotros, sus lectores, también. Tal vez podemos leer lo que escribe el señor West y aprender de ello, y no salir debilitados sino fortalecidos, más decididos a no permitir que el mal regrese nunca. ¿Podría usted decir algo al respecto?

No tendría que haber venido, no tendría que haber aceptado la invitación, ahora se da cuenta. No porque no tenga nada que decir sobre el mal, el problema del mal o el problema de llamar «problema» al mal, ni siquiera por la mala suerte que ha sido la presencia de West, sino porque se ha llegado a un límite, al límite de lo que se puede conseguir con un grupo de gente moderna, equilibrada y bien informada en un local de conferencias limpio y bien iluminado en una ciudad europea ordenada y bien gobernada en el amanecer del siglo veintiuno.

– Créame, no soy un recipiente débil -dice lentamente. Las palabras le salen una a una, como piedras-. Tampoco creo que lo sea el señor West. La experiencia que ofrece la escritura, o la lectura… que, para lo que me ocupa hoy aquí, son lo mismo -pero ¿son realmente lo mismo?; está perdiendo el rumbo?; ¿cuál es su rumbo?-, la escritura verdadera, la lectura verdadera, no es relativa, relativa al escritor y a sus capacidades, relativa al lector. -Hace una eternidad que no duerme, lo que hizo en el avión no fue dormir-. El señor West, cuando escribió esos capítulos, entró en contacto con algo absoluto. Con el mal absoluto. Yo lo llamaría su bendición y su maldición. Y al leerlo yo también he entrado en contacto con el mal. Como una descarga. Como electricidad. -Mira a Badings, que está de pie entre bastidores. «Ayúdeme», dice su mirada. «Ponga fin a esto»-. No es algo que se pueda demostrar -dice, regresando por última vez a su respuesta-. Es algo que solamente se puede experimentar. De todas formas, le recomiendo que no lo intente. De esas experiencias no se aprende. No será bueno para usted. Eso es lo que quería decir hoy. Gracias.

Mientras el público se levanta y se dispersa (Es hora de tomar una taza de café, ya estamos hartos de esa extraña mujer que encima es australiana, ¿qué saben allí del mal?), intenta seguir con la vista a Paul West en la última fila. Si lo que ha dicho esta noche tiene alguna razón (aunque está llena de dudas y desesperada), si la electricidad del mal saltó realmente de Hitler al verdugo de Hitler y de este a Paul West, seguramente West le mandará alguna señal. Pero no puede detectar ninguna señal, no desde tan lejos. Lo único que ve es a un hombre bajo de camino a la máquina de café. Badings está a su lado.

– Muy interesante, señora Costello -murmura, en cumplimiento de sus deberes de anfitrión.

Ella se lo quita de encima, no tiene ganas de que la halaguen. Cabizbaja y sin mirar a nadie, va hasta el lavabo de señoras y se encierra en un cubículo.

La banalidad del mal. ¿Es esa la razón de que ya no haya olores ni auras? ¿Acaso los grandiosos Luciferes de Dante y de Milton se han retirado para siempre y su lugar ha sido ocupado por una manada de diablillos polvorientos que se posan en el hombro de la gente como loros y no emiten ningún brillo potente, sino que, al contrario, absorben la luz? ¿O bien todo lo que ella ha dicho, todas sus acusaciones y todos sus gestos de inculpación no solamente han estado desencaminados sino que han sido locos, completamente locos? ¿Cuál es la tarea del novelista a fin de cuentas, cuál ha sido la tarea de su vida más que insuflar vida a la materia inerte? ¿Y qué ha hecho Paul West, tal como ha señalado el hombre de la barba, más que insuflar vida de nuevo a la historia de lo que sucedió en aquel sótano de Berlín? ¿Qué ha traído ella a Amsterdam y les ha mostrado a estos perplejos desconocidos más que una obsesión, una obsesión que es solamente suya y que está claro que no entiende?

«Obscenidad.» Regresar a la palabra talismán. Aferrarse deprisa a ella. Aferrarse deprisa a la palabra y buscar la experiencia que hay detrás: esa ha sido siempre su regla en las ocasiones en que siente que está cayendo en lo abstracto. ¿Qué experiencia fue esa? ¿Qué le pasó aquel sábado por la mañana cuando estaba leyendo el libro maldito sobre la hierba? ¿Qué fue lo que la angustió tanto que un año más tarde sigue escarbando en busca de sus raíces? ¿Puede encontrar el camino de vuelta?

Antes de empezar el libro ya conocía la historia de los conspiradores de julio, sabía que días después de un intento de acabar con Hitler capturaron a la mayoría de ellos, los juzgaron y los ejecutaron. Incluso sabía, de una forma general, que los mataron con la crueldad maliciosa en la que Hitler y sus secuaces eran especialistas. Así que nada del libro fue una sorpresa verdadera.

Regresa al verdugo, se llamara como se llamase. En sus burlas dirigidas a los hombres que estaban a punto de morir en sus manos había una energía gratuita y obscena que iba más allá de su encargo. ¿De dónde venía esa energía? Para sí misma, Elizabeth la ha llamado satánica, pero tal vez ahora debería renunciar a esa palabra. Porque, en cierto sentido, la energía procedió del propio West. Fue West quien inventó las burlas (eran burlas en inglés, no en alemán) y las puso en boca del verdugo. Ajustar el habla al personaje: ¿qué hay de satánico en eso? Ella lo hace todo el tiempo.

Regresar. Regresar a Melbourne, a ese sábado por la mañana en que podría jurar que sintió el roce del ala cálida y correosa de Satanás. ¿Fue una alucinación? No quiero leer esto, se dijo a sí misma. Y, sin embargo, siguió leyéndolo, excitada a pesar de sí misma. El diablo me está guiando: ¿qué clase de excusa es esa?

Paul West solamente estaba cumpliendo con su deber de escritor. En la persona de su verdugo estaba abriendo los ojos de ella a la depravación humana en otra de sus múltiples formas. En las personas de las víctimas del verdugo le estaba recordando que todos somos criaturas desdichadas, hendidas y temblorosas. ¿Qué hay de malo en eso?

¿Qué dijo ella? «No quiero leer esto.» Pero ¿qué derecho tenía a negarse? ¿Qué derecho tenía a no saber que, en un sentido demasiado claro, ella ya lo sabía todo? ¿Qué hubo en ella que quisiera resistirse, rechazar ese cáliz? ¿Y por qué bebió de él a pesar de todo? ¿Por qué lo bebió hasta las heces, de forma que un año más tarde continúa clamando contra el hombre que se lo puso en los labios?

Si en el interior de esta puerta hubiera un espejo en lugar de un simple gancho, si fuera a quitarse la ropa y a arrodillarse ante él, ella tendría, con sus pechos colgantes y sus caderas huesudas, el mismo aspecto que las mujeres de aquellas fotografías íntimas, demasiado íntimas, de la guerra europea, aquellos vislumbres del infierno, que estaban arrodilladas desnudas al borde de la fosa en la que caerían al cabo de un momento, muertas o agonizando con una bala en el cerebro, salvo que en su mayoría aquellas mujeres no eran tan viejas como ella, simplemente estaban maltrechas por culpa del terror y la malnutrición. Ella se siente cercana a aquellas hermanas muertas, y también a los hombres que murieron en manos de sus carniceros, unos hombres lo bastante viejos y feos como para ser sus hermanos. No le gusta ver humillados a sus hermanos y hermanas, de esa forma tan fácil en que se humilla a los viejos, haciendo que se desnuden, por ejemplo, quitándoles las dentaduras postizas, riéndose de sus partes pudendas. Si van a colgar a sus hermanos en Berlín, si van a mecerse colgando de una soga, con la cara amoratada, con la lengua y los ojos protuberantes, ella no quiere verlo. Es recato de hermana. Dejadme mirar a otro lado.

«Déjame mirar a otro lado.» Eso es lo que le suplicó a Paul West (salvo que por entonces no conocía a Paul West, no era más que un nombre en la portada de un libro). «¡No me hagas pasar por esto!» Pero Paul West no cedió. La obligó a leer, la excitó para que leyera. Y ella no se lo va a perdonar con facilidad. Por esa razón lo ha perseguido a través del mar hasta Holanda. ¿Es esa la verdad? ¿Servirá eso como explicación? Y, sin embargo, ella se dedica a lo mismo. O se dedicaba. Hasta que se lo pensó mejor, no tenía reparos en ponerle a la gente ante las narices lo que pasaba en los mataderos, por ejemplo. Si Satanás no se manifiesta de forma galopante en el matadero, proyectando la sombra de sus alas sobre las bestias que, con la nariz ya inundada de olor a muerte, son azuzadas por la rampa que lleva hasta el hombre de la pistola y el cuchillo, un hombre tan despiadado y tan banal (aunque ella ha empezado a pensar que habría que retirar ya esta palabra, que ya ha pasado su momento). Si Satanás no se manifiesta de forma rampante en el matadero, ¿dónde está entonces? Igual que Paul West, ella sabía jugar con las palabras hasta dar con la combinación correcta, con las palabras que enviaban una descarga eléctrica al espinazo del lector. «A nuestro modo, también somos carniceros.»

Así pues, ¿qué le ha pasado ahora? Ahora, de pronto, se ha vuelto mojigata. Ya no le gusta verse en el espejo, ya que le trae la muerte a la cabeza. Las cosas feas las prefiere envueltas y guardadas en un cajón. Una vieja que hace retroceder el reloj, de vuelta al Melbourne irlandés y católico de su infancia. ¿Es eso lo que se propone?

«Regresar a la experiencia.» El aletazo del ala correosa de Satanás: ¿qué la convenció de haberlo sentido? ¿Y por cuánto tiempo se puede ocupar uno de los dos cubículos de este lavabo de señoras diminuto antes de que alguna persona bienintencionada decida que ha habido un desmayo y llame al conserje para que eche la puerta abajo?

El siglo veinte de Nuestro Señor, el siglo de Satanás, ya está terminado. El siglo de Satanás y también el de ella. Si resulta que ella ha traspasado la línea de meta de la nueva era, ciertamente no se siente cómoda en ella. En esta época poco familiar, Satanás sigue buscando su camino a tientas, sigue probando artimañas nuevas y sigue alojándose en moradas nuevas. Planta su tienda en lugares extraños: por ejemplo, en Paul West, un buen hombre por lo que ella sabe, o tan bueno como puede serlo un hombre que también sea novelista, es decir, tal vez nada bueno pero con tendencia a serlo, en última instancia. De no ser así, ¿para qué escribir? Y también se aloja en mujeres. Como el trematodo, como las lombrices intestinales: uno puede vivir y morir sin saber que ha sido el anfitrión de varias generaciones de ellos. ¿Quién tenía a Satanás en su hígado, en su intestino, aquel día fatídico del año pasado, o cuando volvió a sentir su presencia de forma indudable: West o ella?

Ancianos, hermanos, colgando de una soga con los pantalones caídos en los tobillos, ejecutados. En Roma habría sido distinto. En Roma las ejecuciones eran un espectáculo: tiraban de sus víctimas entre multitudes aullantes hasta la morada de las calaveras y allí los empalaban o los desollaban o los azotaban o los untaban de brea y les prendían fuego. Por comparación, los nazis eran mezquinos y avaros, ametrallando a gente en un descampado, gaseándolos en un bunker o ahorcándolos en un sótano. Entonces, ¿acaso lo que era excesivo en la muerte a manos de los nazis no era excesivo en Roma, donde todos los esfuerzos iban encaminados a sacar de la muerte el máximo de sufrimiento y dolor? ¿No es simplemente lo mugriento de ese sótano berlinés, una mugre que se parece demasiado a la realidad, al mundo moderno, lo que ella no puede soportar?

Es como golpearse una y otra vez contra una pared. No quería leer, pero leyó. La violaron, pero ella conspiró en la violación. «Él me obligó», dice ella, pero ella obliga a otros.

No tendría que haber venido. Las conferencias son para intercambiar ideas, al menos esa es la teoría de las conferencias. Y uno no puede intercambiar ideas cuando no sabe lo que piensa.

Alguien rasca la puerta y se oye la voz de una niña:

Mammie, er zit een vrouw erin, ik kan haar schoenen zien! Elizabeth tira de la cadena a toda prisa, abre el pestillo y sale.

– Lo siento -dice, eludiendo las miradas de la madre y la hija.

¿Qué estaba diciendo la niña? «¿Por qué tarda tanto?» Si entendiera su idioma, podría informar a la niña. «Porque cuanto más vieja eres, más tardas. Porque a veces una necesita estar sola. Porque hay cosas que ya nunca se hacen en público.»

Sus hermanos. ¿Los dejaron usar el lavabo por última vez, o el hecho de estar cagándose era parte del castigo? Por lo menos Paul West corrió un velo sobre eso, por lo menos un poco de piedad, gracias.

Y después, nadie para lavarlos. Desde tiempos inmemoriales, un trabajo de mujeres. Y en el asunto del sótano no se permiten mujeres. Reservado el derecho de admisión: solamente hombres. Pero tal vez cuando todo terminó, cuando los dedos rosados del alba tocaron los cielos orientales, llegaron las mujeres, infatigables mujeres de la limpieza alemanas venidas de Brecht, y se pusieron a limpiarlo todo, a lavar las paredes, a fregar el suelo, a dejarlo todo como los chorros del oro, de forma que cuando terminaron uno nunca diría a qué habían estado jugando los chicos la noche anterior. Nadie lo habría sabido hasta que llegó el señor West y lo sacó todo a la luz de nuevo.

Son las once en punto. La siguiente sesión, la siguiente conferencia, debe de haber empezado ya. Elizabeth puede elegir. Puede irse al hotel, esconderse en su habitación y seguir lamentándose. O puede volver al auditorio de puntillas, sentarse en la última fila y hacer la segunda cosa para la que la han traído a Amsterdam: escuchar lo que otra gente tiene que decir sobre el problema del mal.

Tendría que haber una tercera opción, alguna forma de rematar la mañana y darle cierta forma y significado: algún enfrentamiento que dé pie a una última palabra. Se tendrían que organizar las cosas para que ella se encontrara con alguien en el pasillo, tal vez con el mismo Paul West. Entre ellos tendría que pasar algo, repentino como un relámpago, algo que a ella le iluminara el paisaje, aunque después regresara a su oscuridad natal. Pero el pasillo parece estar vacío.

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