7. EROS

Con Robert Duncan coincidió en una sola ocasión, en 1963, poco después de regresar de Europa. A Duncan y a otro poeta menos interesante llamado Philip Whalen los había traído de gira el US Information Service: eran los años de la guerra fría, así que había dinero para propaganda cultural. Duncan y Whalen hicieron una lectura en la Universidad de Melbourne. Después de la lectura fueron todos a un bar, los dos poetas, el hombre del consulado y media docena de escritores australianos de todas las edades, entre ellos Elizabeth.

Aquella noche, Duncan leyó su largo «Poema que empieza con un verso de Píndaro» y ella se quedó impresionda y conmovida. Se sentía atraída hacia Duncan y hacia su perfil romano adustamente atractivo. No le habría importado tener una aventura con él, y era tal su estado de ánimo en aquella época que ni siquiera le habría importado quedarse embarazada de él. Como una de esas mujeres mortales de los mitos que son embarazadas por un dios de paso y se quedan solas para criar a un vástago semidivino.

Ahora se acuerda de Duncan porque en un libro que le ha enviado un amigo americano se ha encontrado con una nueva versión de la historia de Eros y Psique, escrita por una tal Susan Mitchell, a quien no había leído nunca. Se pregunta por qué a los poetas americanos les interesa tanto Psique. ¿Encuentran algo americano en ella, en esa muchacha que, no contenta con el éxtasis que el visitante lleva cada noche a su cama, tiene que encender una lámpara, apartar la oscuridad y verlo desnudo? En su nerviosismo, en su incapacidad para marcharse sola, ¿acaso ven algo de sí mismos?

Ella también siente cierta curiosidad por los encuentros sexuales entre dioses y mortales, aunque no ha escrito nunca sobre ellos, ni siquiera en su libro sobre Maripn Bloom y su marido Leopold, acosado por los dioses. Lo que la intriga no es tanto la metafísica de esos encuentros como su mecánica, los detalles prácticos de la relación sexual a través de un abismo ontológico. Debe de ser duro tener a un cisne macho adulto empujando tu trasero con sus extremidades palmípedas mientras te penetra, o a un toro de una tonelada apoyando su peso gimiente en tu cuerpo. ¿Cómo se acomoda el cuerpo humano a la explosión del deseo divino cuando el dios no se molesta en cambiar de forma, sino que conserva su yo sobrecogedor?

Hay que decir a favor de Susan Mitchell que no elude semejantes preguntas. En su poema, Eros, que parece haber cobrado dimensiones humanas para la ocasión, está acostado boca arriba en la cama con las alas caídas a los lados, y la chica (es de suponer) está encima de él. La semilla de los dioses debe de haber fluido a mares (esta debió de ser también la experiencia de María de Nazareth, cuando se despertó de su sueño con la descarga del Espíritu Santo goteándole por los muslos). Cuando el amante de Psique se corre, sus alas quedan empapadas. O quizá las alas exudan semillas. Tal vez también se convierten en órganos de consumación. En los momentos en que ambos llegan juntos al climax, él se rompe como (en palabras de Mitchell, más o menos) un pájaro alcanzado por una bala en pleno vuelo. («¿Y la chica? -quiere preguntarle a la poetisa-. Si puedes explicar cómo ha sido para él, ¿por qué no nos dices cómo ha sido para ella?»)

Sin embargo, aquella noche en Melbourne, cuando Robert Duncan le indicó con tanta firmeza que no estaba interesado en lo que fuera que ella ofrecía, ella no quería realmente hablar con él sobre chicas visitadas por dioses, sino sobre el fenómeno mucho más raro de los hombres bendecidos por la condescendencia de una diosa. Anquises, por ejemplo, amante de Afrodita y padre de Eneas. Uno pensaría que después del episodio imprevisto e inolvidable que vivió en el monte Ida, Anquises -un chaval apuesto, si hay que dar crédito al Himno, pero por lo demás un simple pastor de ganado- no querría hablar de nada más con cualquiera que quisiera escucharlo: se había follado a una diosa, la más apetecible del establo, se la había follado durante toda la noche y además la había dejado embarazada.

Los hombres y su charla lasciva. No se hace ilusiones acerca de cómo tratan los seres humanos a cualquier divinidad, verdadera o fingida, antigua o moderna, que tenga la mala suerte de caer en sus manos. Se acuerda de una película que vio una vez y que podría haber escrito Nathanael West, aunque no la escribió él: Jessica Lange interpretaba a una diosa del sexo de Hollywood que tiene una crisis y termina en la sala común de un manicomio, drogada, lobotomizada y atada con correas a la cama, mientras los camilleros venden tickets para pasar diez minutos con ella. «¡Quiero follarme a una estrella de cine!», jadea uno de sus clientes, mostrándoles su dinero. En su voz se trasluce el feo reverso de la idolatría: la malicia y el resentimiento asesino. Traed a una inmortal a la tierra, enseñadle cómo es realmente la vida y folláosla entre todos hasta que sangre. «¡Toma esto! ¡Toma!» Una escena que eliminaron de la versión televisiva, de tan implacable que era con la realidad americana.

Pero en el caso de Anquises, la diosa, al levantarse de su cama, le advirtió a su amiguito de forma bastante directa que mantuviera la boca cerrada. Así que lo único que le quedaba a un tipo prudente era perderse, en los minutos previos al sueño, en los recuerdos soñolientos: en cómo se había sentido, en la carne mortal embutida en carne divina. O bien, cuando su estado de ánimo era más sobrio y más inclinado a filosofías, preguntarse: ya que, estrictamente hablando, no es posible la unión física de dos estados del ser, y en concreto el acoplamiento de órganos humanos con lo que sea que haya en vez de órganos en la biología divina, al menos mientras las leyes de la naturaleza sigan vigentes, ¿en qué clase de ser, en qué híbrido de cuerpo esclavo y alma humana debió de transformarse Afrodita, la amante de la risa, durante el intervalo de una noche, a fin de aparearse con él? ¿Dónde estaba el alma poderosa cuando él cogió en brazos el cuerpo incomparable? ¿Metida en algún compartimento fuera de juego, dentro de una glándula diminuta en el cráneo, por ejemplo? ¿O bien extendida inofensivamente sobre todo el yo físico de ella a modo de resplandor o de aura? Pero por mucho que el alma de la diosa estuviera oculta, para el bien de él, ¿cómo podría no haber sentido, cuando los miembros de ella lo aferraron, el apetito divino? Haberlo sentido y haber sido abrasado por él. ¿Por qué tiene que oír cómo le explican lo sucedido a la mañana siguiente? («La cabeza de la diosa tocaba las vigas del techo, su cara brillaba de belleza inmortal. "Despierta -le dijo-. Contémplame, ¿me parezco a la que llamó anoche a tu puerta?"») ¿Cómo podría haber tenido lugar nada de eso a menos que él, el hombre, hubiera estado todo el tiempo bajo un conjuro, un conjuro de efectos anestésicos que amortiguara el conocimiento temible de que la doncella a la que había desnudado y abrazado, cuyos muslos había abrazado y a quien había penetrado, era inmortal? Un estado de trance para protegerlo del placer insoportable de hacer el amor con la divinidad, que solamente le permitiera las sensaciones más apagadas de un mortal. Pero ¿por qué una diosa que hubiera elegido a un amante mortal pondría a ese amante bajo un conjuro que hiciera que durante el acto no fuera él mismo?

Así es como uno imagina que sería el resto de la vida del pobre y perplejo Anquises: un torbellino de preguntas, ninguna de las cuales se atrevería a sacar a colación ante sus colegas pastores salvo de una forma muy general, por miedo a caer fulminado.

Y, sin embargo, no es eso lo que sucedió, según los poetas. Si hay que dar crédito a los poetas, después de aquel episodio Anquises llevó una vida normal, una vida humana distinguida pero normal, hasta el día en que unos extranjeros incendiaron su ciudad y se vio obligado a exiliarse. Si no olvidó aquella noche señalada, tampoco pensó mucho en ella, no tal como nosotros entendemos «pensar».

Eso es lo que más le habría gustado preguntarle a Robert Duncan, en tanto que experto en encuentros sexuales extraordinarios, eso que no consigue entender de los griegos. O bien, si Anquises y su hijo no eran griegos sino extranjeros de Troya, entonces sobre los griegos y los troyanos juntos como pueblos mediterráneos orientales y objeto de la mito-poiesis helénica. Ella lo llama su falta de introspección. Anquises tuvo relaciones íntimas con un ser divino, no podían ser más íntimas. No fue una experiencia corriente. En el conjunto de la mitología cristiana, dejando de lado los textos apócrifos, solamente hay un acontecimiento comparable, y es de la variante más común, donde un dios masculino -y, además, de forma más bien impersonal y más bien distante- deja embarazada a una mujer mortal. Magnificat Dominum anima mea, se supone que dijo María después, tal vez una corrupción de Magnam me facit Dominus. Eso es básicamente lo único que dice en todos los Evangelios esa doncella sin igual, como si lo que le ocurrió la hubiese dejado aturdida para el resto de su vida. A su alrededor nadie tiene la osadía de preguntar: «¿Cómo fue, cómo te sentiste, cómo lo soportaste?». Y, sin embargo, a la gente se le debió de ocurrir preguntárselo, por ejemplo, a sus amigas de Nazaret. «¿Cómo lo soportó? -debieron de murmurar entre ellas-. Debió de ser como si te follara una ballena. Debió de ser como si te follara el Leviatán.» Y aquellas hijas descalzas de la tribu de Judea se sonrojaron al pronunciar la palabra, igual que ella, Elizabeth Costello, casi se sorprende a sí misma sonrojándose al ponerlo sobre el papel. Ya era bastante maleducado entre los paisanos de María. Pero es ciertamente indecente en alguien dos milenios mayor y más sabio.

Psique, Anquises, María: debe de haber formas mejores, menos lascivas y más filosóficas de pensar en todo el asunto de los dioses y los hombres. Pero ¿tiene ella tiempo o recursos para ello, por no mencionar el deseo de hacerlo?

Introspección. ¿Podemos ser uno con un dios de forma lo bastante profunda como para percibir el ser del dios y obtener una impresión de él? Una pregunta que nadie parece hacerse ya, salvo, hasta cierto punto, su reciente descubrimiento, Susan Mitchell, que tampoco es filósofa. Una pregunta que pasó de moda durante su vida (recuerda que ocurrió y recuerda haberse sorprendido de ello), igual que se empezó a estilar no mucho antes de que comenzara su vida. «Otras modalidades del ser.» Esa puede ser una forma más decente de explicarlo. ¿Hay otras modalidades del ser, además de la humana, en las que podamos entrar? Y en caso negativo, ¿qué nos dice eso de nosotros y de nuestras limitaciones? No sabe mucho sobre Kant, pero le parece una pregunta kantiana. Si no se equivoca en su sospecha, la historia de la introspección empieza con el hombre de Königsberg y termina más o menos con Wittgenstein, el destructor vienés.

«Los dioses existen -escribe Friedrich Hölderlin, que ha leído a Kant-. Pero hacen sus vidas en alguna parte por encima de nosotros, en otro reino, al parecer no muy interesados en la cuestión de si existimos o no.» En tiempos pasados, aquellos dioses se pasearon por la tierra y caminaron entre los hombres. Pero para la gente moderna ya no es posible divisarlos, mucho menos recibir su amor. «Llegamos demasiado tarde.»

Ella lee cada vez menos a medida que envejece. Un fenómeno habitual. Sin embargo, siempre tiene tiempo para Hölderlin. «Hölderlin el del alma grandiosa», lo llamaría si fuera griega. Sin embargo, tiene sus dudas sobre el tema de los griegos en Hölderlin. Le parece demasiado inocente, demasiado propenso a creerse las cosas. No lo bastante alerta a los engaños de la historia. Le gustaría enseñarle a Hölderlin que las cosas casi nunca son lo que parecen. Cuando alguien nos mueve a lamentar la pérdida de los dioses, es más que probable que sean los propios dioses quienes nos mueven a ello. Los dioses no se han retirado. Es algo que no pueden permitirse.

Es extraño que el mismo hombre que delata la apatheia divina, la incapacidad de sentir de los dioses y su necesidad consiguiente de que otros sientan por ellos, no pudiera ver los efectos de esa apatheia en su vida erótica.

El amor y la muerte. Los dioses, los inmortales, fueron quienes inventaron la muerte y la corrupción. Y, sin embargo, con un par de excepciones notables, no han tenido valor para probar su invento con ellos mismos. Por eso sienten tanta curiosidad por nosotros, por eso no paran de investigar. Consideramos a Psique una chica tonta y entrometida, pero ¿qué estaba haciendo un dios en su cama? Al marcarnos para la muerte, los dioses nos han dado una ventaja sobre ellos. De los dos, de los dioses y los mortales, somos nosotros los que vivimos con más ansia y sentimos con mayor intensidad. Por eso no se nos pueden sacar de la cabeza, no pueden pasar sin nosotros, nos vigilan sin parar y nos convierten en sus presas. Por eso, finalmente, no proscriben el sexo con nosotros, simplemente inventan reglas sobre dónde hacerlo, bajo qué forma y con cuánta frecuencia. Los inventores de la muerte y también los inventores del turismo sexual. Los éxtasis sexuales de los mortales, el escalofrío de la muerte, sus contorsiones y sus relajamientos: es de esas cosas que hablan sin parar cuando han bebido demasiado. De con quién lo experimentaron primero y de cómo les fue. Desearían tener ese pequeño temblor inimitable en su propio repertorio erótico para animar los encuentros sexuales entre ellos. Pero no están preparados para pagar el precio. La muerte, la aniquilación: ¿Y si luego no hubiera resurrección?, se preguntan recelosos.

Pensamos que esos dioses son omniscientes, pero la verdad es que saben muy poco y lo que saben lo saben muy en líneas generales. No tienen un corpus de conocimientos que pueden considerar propio, no tienen una filosofía propiamente dicha. Su cosmología es un surtido de lugares comunes. Su único talento es el vuelo astral y la única ciencia que han cultivado es la antropología. Se especializan en la humanidad debido a lo que nosotros tenemos y a ellos les falta. Nos estudian porque nos envidian.

En cuanto a nosotros, ¿acaso imaginan los dioses (¡qué ironía!) que lo que hace que nuestros abrazos sean tan intensos, tan inolvidables, es el vislumbre que nos proporcionan de la vida que imaginamos que tienen ellos, una vida que llamamos «el más allá» (ya que nuestro lenguaje no tiene una palabra para ello)? «No me gusta ese otro mundo», le escribe Martha Clifford a su corresponsal Leopold Bloom, pero miente: ¿por qué estaría escribiendo si no quisiera que un amante demoníaco se la llevara volando a otro mundo?

Entretanto, Leopold se pasea por la Biblioteca Pública de Dublín y, cuando nadie lo ve, mira furtivamente la entrepierna de las estatuas de las diosas. Si Apolo tiene una polla y unas pelotas de mármol, se pregunta, ¿tiene Artemis un orificio a juego? Una investigación estética, así es como le gusta llamar a la actividad en que está enfrascado: ¿hasta dónde llega el deber del artista hacia la naturaleza? Lo que realmente quiere saber, sin embargo, aunque no tenga palabras para ello, es si es posible la cópula con una divinidad.

¿Y ella misma? ¿Cuánto ha aprendido de los dioses en sus paseos por Dublín con ese hombre irremediablemente ordinario? Es casi como si estuviera casada con él. Elizabeth Bloom, la segunda y fantasmagórica esposa.

Lo que sabe a ciencia cierta de los dioses es que se pasan todo el tiempo mirándonos, nos miran la entrepierna, llenos de curiosidad y de envidia. A veces llegan a aporrear nuestra jaula terrenal. Pero ¿hasta dónde, sé pregunta hoy, llega realmente esa curiosidad? Más allá de nuestros dones eróticos, ¿sienten curiosidad, por nosotros, por sus especímenes antropológicos, igual que nosotros sentimos curiosidad por los chimpancés, por los pájaros o por las moscas? Le gustaría pensar que los dioses admiran a regañadientes nuestra energía, el ingenio interminable que ponemos en intentar eludir nuestro destino. «Unas criaturas fascinantes -le gustaría pensar que comentan entre ellos mientras beben ambrosía-. En muchos sentidos se nos parecen mucho. En concreto, tienen unos ojos muy expresivos. ¡Qué pena que les falte ese je ne sais quoi sin el cual nunca podrán ascender y sentarse entre nosotros!»

Pero tal vez se equivoca con respecto al interés que tienen por nosotros. O mejor dicho, tal vez antes tuviera razón, pero ahora se equivoca. En sus años mozos, le gustaría pensar, podría haberle dado al alado Eros razones para hacer una visita a la tierra. No porque fuera una gran belleza, sino porque ansiaba el contacto con el dios, lo ansiaba hasta el punto de sentir dolor. Porque su ansia, tan imposible de corresponder y por tanto tan cómica cuando guiaba sus movimientos, podría haber constituido una muestra genuina de lo que se estaba perdiendo en el Olimpo. Pero ahora parece que todo ha cambiado. ¿Acaso en el mundo actual se encuentran ansias tan inmortales como las que tenía ella? No en las columnas de anuncios personales, está claro. «Mujer blanca soltera, 1,60 m, treintañera, morena, interesada en la astrología y en ir en bicicleta, busca hombre blanco soltero de entre 35 y 45 años para amistad, diversión y aventura.» En ningún sitio dice: «Mujer blanca divorciada, 1,60 m, sexagenaria, con un pie en la tumba y el otro acercándose, busca dios, inmortal, forma terrenal inmaterial, para actividades no expresables en palabras». En la redacción fruncirían el ceño. Deseos indecentes, dirían, y la pondrían en el mismo saco que a los pederastas.

«Ya no apelamos a los dioses porque ya no creemos en ellos.» Elizabeth odia las frases que se apoyan en la palabra «porque». Las mandíbulas de la ratonera se cierran de golpe, pero el ratón se escapa todas las veces. ¡Y qué irrelevante resulta! ¡Qué desencaminado! ¡Peor que Hölderlin! ¿A quién le importa en qué creamos? La única pregunta que queda por hacerse es si los dioses continúan creyendo en nosotros, si podernos mantener vivo el último rescoldo de la llama que antes ardía en ellos. «Amistad, diversión y aventura»: ¿qué atractivo puede representarle eso a un dios? En el sitio de donde vienen hay diversión de sobra. Y belleza de sobra.

Es extraño que, a medida que el deseo va abandonando su cuerpo, ella vea de forma cada vez más clara un universo regido por el deseo. «¿Es que no habéis leído a Newton?», tiene ganas de decirle a la gente de la agencia matrimonial (también le gustaría decírselo a Nietzsche, si pudiera ponerse en contacto con él). «El deseo es bidireccional: A tira de B porque B tira de A, y viceversa: así es como se construye un universo.» O bien, si «deseo» sigue siendo una palabra demasiado tosca, ¿qué tal «apetencia»? La apetencia y el azar: un dúo poderoso, poderoso de sobra para construir una cosmología sobre él, desde los átomos y las cositas de nombre absurdo que componen los átomos hasta Alfa Centauri y Casiopea y la gran oscuridad de fondo que hay más allá. Los dioses y nosotros, arrastrados sin remedio por los vientos del azar y sin embargo atraídos los unos hacia los otros, no solo hacia B, C y D, sino hacia X, Y, Z, y también hacia omega. No es lo más insignificante, ni lo último, pero el amor lo reclama.

Una visión, una abertura, igual que un arco iris abre los cielos cuando deja de llover. ¿Es suficiente para los ancianos tener de vez en cuando estas visiones, estos arco iris, a modo de alivio, antes de que regresen los chaparrones? ¿Es que hay que estar demasiado arruinado para unirse al baile antes de poder ver cómo funcionan las cosas?

Загрузка...