8. EN LA PUERTA

Es una tarde calurosa. La plaza está abarrotada de visitantes. Pocos de ellos echan un vistazo a la mujer canosa que baja del autobús con una maleta en la mano. Lleva un vestido de algodón azul. Bajo el sol, tiene el cuello quemado y lleno de gotas de sudor.

Deja atrás las mesas de la acera y a la gente joven, mientras las ruedas de la maleta traquetean sobre los adoquines, y llega a la puerta, donde un hombre uniformado monta guardia con expresión soñolienta, apoyado en el rifle que sostiene delante de sí con la culata hacia abajo.

– ¿Es esta la puerta? -pregunta.

El guardia, a modo de confirmación, parpadea una vez por debajo de su gorro en punta.

– ¿Puedo entrar?

Con un movimiento de los ojos, el guardia indica la garita que hay a un lado.

La garita está hecha de paneles de madera prefabricados y dentro hace un calor asfixiante. En el interior, detrás de una pequeña mesa de caballete, está sentado un hombre en mangas de camisa, escribiendo. Un pequeño ventilador eléctrico le envía un chorro de aire a la cara.

– Perdone -dice ella. El hombre no le presta atención-. Perdone. ¿Puede alguien abrirme la puerta?

El hombre está rellenando un formulario. Sin dejar de escribir, dice:

– Primero tiene que hacer una declaración.

– ¿Hacer una declaración? ¿Ante quién? ¿Ante usted?

El hombre le pasa una hoja de papel con la mano izquierda. Ella deja la maleta y coge la hoja. Está en blanco.

– Antes de entrar tengo que hacer una declaración -repite ella-. ¿Una declaración de qué?

– De sus creencias. Tiene que decir en qué cree.

– Mis creencias. ¿Eso es todo? ¿No es una declaración de fe? ¿Y qué pasa si no creo? ¿Si no soy creyente?

El hombre se encoge de hombros. Por primera vez la mira directamente.

– Todos creemos. No somos ganado. Todos creemos en algo. Ponga usted en qué cree. Póngalo en la declaración.

Ya no tiene ninguna duda acerca de dónde está y de quién es. Es una solicitante ante la puerta. El viaje que la ha traído aquí, a este país y a este pueblo, el viaje que pareció llegar a su fin cuando el autobús se detuvo y su puerta se abrió a la plaza abarrotada, no ha terminado en absoluto. Ahora empieza un proceso de naturaleza distinta. Ahora se le pide que haga algo, que lleve a cabo una afirmación prescrita pero indeterminada, antes de que la consideren apta y la dejen entrar. Pero ¿acaso es este tipo el que la va a juzgar, este hombre fornido y rubicundo en cuyo uniforme más bien esquemático (¿es un guardia civil o militar?) no puede detectar marcas de rango y sobre el cual el ventilador, que no gira a la izquierda ni a la derecha, arroja una frescura que ella desearía que le fuera arrojada a ella?

– Soy escritora -dice ella-. Probablemente aquí no hayan oído hablar de mí, pero escribo, o he escrito, bajo el nombre de Elizabeth Costello. Mi profesión no es creer, sino escribir. Creer no es mi negocio. Yo hago imitaciones, como diría Aristóteles.

Hace una pausa y pronuncia la siguiente frase, la frase que determinará si este es su juez, si es la persona adecuada para juzgarla o, al contrario, si es simplemente el primero de una larga cola que lleva a quién sabe qué funcionario impersonal en alguna cancillería en algún castillo.

– Puedo hacer una imitación de la fe, si quiere. ¿Cumple eso con sus requisitos?

Aunque es una oferta que le han hecho muchas veces, la respuesta del hombre tiene cierto aire de impaciencia.

– Escriba la declaración tal como se la he pedido -dice-. Y tráigala cuando haya terminado.

– Muy bien, lo haré. ¿Hay algún momento en que no trabaje usted?

– Siempre estoy aquí -responde él. De lo cual ella deduce que este pueblo donde se encuentra, donde el guardián de la puerta no duerme nunca y la gente que hay en los cafés parece no tener ningún sitio adonde ir y ninguna obligación más que llenar el aire con sus conversaciones, no es más real que ella: no más, pero tal vez tampoco menos.

Sentada a una de las mesas de la acera, redacta con eficiencia la que va a ser su declaración. «Soy escritora, vendo ficciones -dice-. Solamente mantengo creencias de forma provisional: las creencias fijas serían un obstáculo para mí. Cambio de creencias igual que cambio de habitación o de ropa, de acuerdo con mis necesidades. Por esta razón (profesional, vocacional) solicito quedar exenta de una norma que oigo por primera vez, a saber: que todo solicitante ante la puerta debe afirmar una o más creencias.»

Lleva la declaración a la garita. Tal como casi esperaba, se la rechazan. El hombre de la mesa no la tramita a una autoridad superior: por lo visto, su declaración no merece ese trato. Se limita a negar con la cabeza, la deja caer al suelo y le da una hoja de papel nueva.

– Escriba en qué cree -le dice.

Ella regresa a su silla en la acera. ¿Me voy a convertir en una institución?, se pregunta. ¿En la vieja que afirma ser una escritora exenta de la ley? ¿En la mujer que, con su maleta negra siempre a cuestas (¿y qué hay dentro?, ya no se acuerda), escribe peticiones, una tras otra, que luego lleva al hombre de la garita y que el hombre de la garita desestima porque no son lo que se requiere para entrar?

– ¿Puedo echar un vistazo al otro lado? -dice en su segundo intento-. Un vistazo a ver qué hay al otro lado. Solo para ver si vale la pena el esfuerzo.

El hombre se levanta pesadamente de su mesa. No es tan viejo como ella, pero tampoco es joven. Lleva botas de montar. Sus pantalones azules de sarga tienen una raya roja al lado. ¡Qué calor debe de tener!, piensa ella. Ser el guardián de la puerta no es un trabajo cómodo.

El hombre la lleva más allá del soldado apoyado en su rifle, hasta que los dos están delante de la puerta, que es lo bastante grande como para resistir a un ejército. Se saca una llave casi tan larga como su antebrazo de una bolsa que lleva colgada del cinturón. ¿Será este el momento en que le dice que la puerta está destinada a ella y a nadie más que a ella, y que además el destino de ella es no cruzarla nunca? ¿Debería ella recordarle o informarle de que conoce la situación?

La llave gira dos veces en la cerradura.

– Adelante, quédese satisfecha -dice el hombre.

Ella se asoma por la abertura. El hombre abre la puerta un milímetro, dos milímetros y la vuelve a cerrar.

– Ya lo ha visto -dice-. Constará en acta.

¿Qué ha visto ella? A pesar de su escepticismo, esperaba que lo que hubiera detrás de esa puerta hecha de teca y de metal, pero también sin duda del tejido de la alegoría, fuera algo inimaginable: una luz tan cegadora que obnubilara los sentidos terrenales. Pero la luz no es para nada inimaginable. Es simplemente brillante, tal vez más brillante que las variedades de luz que ha conocido hasta ahora, pero no cualitativamente distinta, no más brillante que, por decir algo, un flash de magnesio prolongado indefinidamente.

El hombre le da una palmadita en el brazo. Es un gesto sorprendente viniendo de él, sorprendentemente personal. Como uno de esos torturadores, reflexiona ella, que afirman que no quieren hacerte daño y que simplemente están cumpliendo con su triste deber.

– Ahora que lo ha visto -le dice-, pondrá más empeño.

En el café pide una copa en italiano -el lenguaje adecuado, piensa ella, para un pueblo tan de ópera bufa- y paga con unos billetes que encuentra en su bolso, unos billetes que no recuerda haber adquirido. De hecho, son sospechosamente parecidos a dinero de juguete: por un lado tienen la imagen de un personaje ilustre del siglo diecinueve y por otro el valor, 5, 10, 25, 100, en distintos tonos de verde y guinda. ¿Cinco qué? ¿Diez qué? Pero el camarero acepta los billetes: de alguna forma deben de ser válidos.

Sea lo que sea el dinero, no tiene mucho: cuatrocientas unidades. Una copa cuesta cinco, propina incluida. ¿Qué pasa cuando a uno se le acaba el dinero? ¿Hay una administración pública en cuya caridad uno pueda ampararse?

Le plantea la pregunta al guardia de la puerta.

– Si continúa rechazando mis declaraciones, tendré que alojarme con usted en su garita -dice-. No puedo permitirme un hotel.

Es una broma. Ella solo está intentando animar a ese tipo más bien adusto.

– Para los solicitantes a largo plazo -contesta- tenemos una residencia. Con cocina e instalaciones para lavarse. Todas las necesidades están cubiertas.

– ¿Cocina o comedor de beneficencia? -pregunta.

El no reacciona. Está claro que en este sitio no están acostumbrados a que les hagan bromas.

La residencia consiste en una única sala sin ventanas, larga y de techo bajo. Una única bombilla sin lámpara ilumina el pasillo. A ambos lados del mismo hay sendas filas de literas, hechas de una madera de aspecto gastado y pintada de ese color oscuro y oxidado que ella asocia con el material rodante. De hecho, al mirar más de cerca, puede ver inscripciones mimeografiadas: 100377/3 CJG, 282220/0 CXX… La mayoría de las literas tienen jergones encima: sacos de cutí rellenos de paja que por culpa del calor y la falta de ventilación huelen a grasa y a sudor antiguo.

Ella piensa que podría estar en un gulag cualquiera. Podría estar en cualquier campo de concentración del Tercer Reich. Todo parece hecho a base de tópicos. No hay un solo atisbo de originalidad.

– ¿Qué es este sitio? -le pregunta a la mujer que le ha abierto la puerta.

No tendría que haber preguntado. Antes de que le contesten, ya sabe qué le van a decir.

– Es el sitio donde se espera.

La mujer -a la que todavía no se decide a llamar la Kapo – es un tópico en sí misma: una campesina fornida ataviada con un vestido gris sin forma, un pañuelo y sandalias con calcetines azules de lana. Y, sin embargo, su mirada es firme e inteligente. Tiene la sensación inquietante de que la ha visto antes, o bien a su doble. O tal vez una fotografía de ella.

– ¿Puedo elegir litera? -dice-. ¿O también me la han asignado de antemano?

– Elija -dice la mujer. Su cara es inescrutable.

Suspira. Elige una, sube la maleta y abre la cremallera.


Incluso en este pueblo pasa el tiempo. Y llega el día, llega su día. Se encuentra a sí misma ante un tribunal en una sala vacía. En el tribunal hay una hilera de nueve micrófonos. En la pared de detrás, un emblema en relieve de yeso: dos escudos, dos lanzas cruzadas y algo que parece un emú pero que probablemente intenta ser un ave más noble, con una corona de laurel en el pico. Un hombre que le da la impresión de ser un alguacil le trae una silla y le indica que se puede sentar. Ella se sienta y espera. Todas las ventanas están cerradas y el aire de la sala está cargado. Ella le, hace un gesto al alguacil y le indica que quiere beber algo. El finge que no la ve.

Se abre una puerta y entran los jueces, sus jueces, los que la van a juzgar. Ella espera que bajo sus túnicas sean criaturas sacadas de ilustraciones de Grandville: un cocodrilo, un asno, un cuervo y una carcoma. Pero no, son de la misma especie que ella, del mismo phylum. Incluso sus caras son humanas. Todos hombres. Hombres ancianos.

No necesita que el alguacil le indique que se ponga de pie (ahora lo tiene detrás). Se requiere que ella participe en la representación: ella confía en saber qué hacer en cada momento.

El juez que está en medio le hace una señal con la cabeza. Ella responde asintiendo.

– ¿Usted es…? -dice.

– Elizabeth Costello.

– Sí. La solicitante.

– O la suplicante, si eso hace que aumenten mis posibilidades.

– ¿Y esta es su primera audiencia?

– Sí.

– ¿Y usted quiere…?

– Quiero cruzar la puerta. Pasar al otro lado. A lo que venga después.

– Sí. Tal como debe de saber ya, está la cuestión de las creencias. ¿Tiene alguna declaración que hacernos?

– Tengo una declaración, revisada, muy revisada, revisada muchas veces. Me atrevo a decir que revisada hasta el límite de mis capacidades. No me creo capaz de revisarla más. Creo que tienen ustedes una copia.

– La tenemos. Dice usted que está revisada hasta el límite. Algunos creemos que siempre se puede hacer una última revisión. Veamos. Léanos su declaración, por favor.

Ella lee:

– Soy escritora. Tal vez crean que debería decir que era escritora. Pero soy o era escritora debido a quien soy o era. No he dejado de ser lo que soy. Todavía. O eso me parece.

»Soy escritora y lo que escribo es lo que oigo. Soy una secretaria de lo invisible, una de las muchas que ha habido en la historia. Esa es mi vocación: secretaria al dictado. No me corresponde interrogar ni juzgar lo que me es dado. Simplemente escribo las palabras y luego las pongo a prueba. Pruebo su solidez para asegurarme de que he oído bien.

«Secretaria de lo invisible: me apresuro a aclarar que la frase no es mía. La he tomado prestada de un secretario de primer orden, Czeslaw Milosz, poeta, tal vez lo conozcan, a quien le fue dictada hace años.

Hace una pausa. Aquí es donde espera que la interrumpan. «¿Dictada por quién?», espera que le pregunten. Y ella tiene lista la respuesta: «Por poderes que no entendemos». Pero nadie la interrumpe, nadie le pregunta nada. Su interlocutor se limita a señalarla con el lápiz:

– Continúe.

– Antes de poder entrar se me pide que declare mis creencias -lee-. Y yo respondo: una buena secretaria no debe tener creencias. Es inadecuado a su función. Una secretaria simplemente debe estar disponible, esperar la llamada.

De nuevo espera una interrupción: «¿La llamada de quién?». Pero parece que no va a haber preguntas.

– En mi trabajo, una creencia es una resistencia, un obstáculo. Intento vaciarme de resistencias.

– Sin creencias no somos humanos.

La voz procede del que está sentado más a la izquierda, al que en secreto ha bautizado como Grimalkin, un personajillo arrugado y tan bajo que la barbilla apenas le asoma por encima de la mesa del tribunal. De hecho, prácticamente todos ellos tienen algún rasgo inquietantemente cómico. Demasiado literario, piensa ella. Es la idea que tendría un caricaturista de un tribunal.

– Sin creencias no somos humanos -repite el tipo-. ¿Qué dice a eso, Elizabeth Costello?

Ella suspira.

– Por supuesto, caballeros, que no afirmo carecer por completo de creencias. Tengo lo que considero opiniones y prejuicios, que no son cualitativamente distintos de lo que se llama comúnmente creencias. Cuando afirmo ser una secretaria limpia de creencias me refiero a mi yo ideal, un yo capaz de mantener a raya sus opiniones y prejuicios mientras pasa a través de ella la palabra que debe transmitir.

– Capacidad de negación -dice el hombrecillo-. ¿Es la capacidad de negación lo que tiene en mente, lo que afirma poseer?

– Sí, si lo quiere llamar así. Para explicarlo de otra forma, tengo creencias, pero no creo en ellas. No son lo bastante importantes como para creer en ellas. No me las tomo a pecho. Ni eso ni siento ningún deber hacia ellas.

El hombrecillo frunce los labios. El que está a su lado se gira para mirarlo (ella juraría que oye un susurro de plumas).

– ¿Y qué efecto cree usted que tiene sobre su humanidad esa falta de creencias? -pregunta el hombrecillo.

– ¿Sobre mi humanidad? ¿Es eso relevante? Espero que lo que ofrezco a quienes me leen, mi contribución a su humanidad, compense mi propia vacuidad en ese sentido.

– Su cinismo, quiere decir.

Cinismo. La palabra no le gusta, pero en esta ocasión está dispuesta a considerarla. Con suerte, será la última vez. Con suerte, no tendrá que someterse más a una situación de autodefensa y a las pomposidades que la acompañan.

– Sobre mí misma, sí, puede que sea cínica, en un sentido técnico. No puedo permitirme tomarme demasiado en serio ni a mí misma ni mis motivaciones. Pero hacia el resto de la gente, el resto de la especie humana o de la humanidad, no, no creo que sea cínica en absoluto.

– Entonces no es usted una escéptica -dice el hombre de en medio.

– No. El escepticismo es una creencia. Soy una no creyente, si me aceptan la distinción, aunque a veces creo que la no creencia también se convierte en un credo.

Se hace el silencio.

– Continúe -dice el hombre-. Continúe con su declaración.

– Eso es todo. No me he dejado nada en el tintero. A las pruebas me remito.

– Las pruebas son que usted es una secretaria. De lo invisible.

– Y que no puedo permitirme creer.

– Por razones profesionales.

– Por razones profesionales.

– ¿Y qué pasa si lo invisible no la considera a usted una secretaria? ¿Y si su cargo hace tiempo que fue derogado y no le llegó la carta de despido? ¿Y si tal vez nunca la nombraron secretaria? ¿Ha tenido en cuenta usted esa posibilidad?

– La tengo en cuenta todos los días. Estoy obligada a tenerla en cuenta. Si no soy lo que digo que soy, entonces soy una farsante. Si ese es el veredicto que ustedes consideran apropiado, que soy una falsa secretaria, lo único que puedo hacer es inclinar la cabeza y aceptarlo. Doy por sentado que han tenido ustedes en cuenta mi historial, el historial de toda una vida. Si me quieren hacer justicia, no pueden pasar por alto ese historial.

– ¿Qué pasa con los niños?

La voz suena cascada y sibilante. Al principio no puede distinguir a quién pertenece. ¿Es el Numero Ocho, el de las mejillas rechonchas y la piel rubicunda?

– ¿Los niños? No entiendo.

– ¿Y qué pasa con los tasmanios? -continúa-. ¿Con el destino de los tasmanios?

¿Los tasmanios? ¿Ha sucedido algo en Tasmania en el ínterin y ella no se ha enterado?

– No tengo ninguna opinión formada sobre los tasmanios -responde con cautela-. Siempre me han parecido una gente perfectamente decente.

El tipo hace un gesto impaciente:

– Me refiero a los antiguos tasmanios, los que fueron exterminados. ¿Tiene una opinión formada sobre ellos?

– ¿Se refiere a si han venido a mí sus voces? No, no me han venido, todavía no. Probablemente no soy digna a sus ojos. Probablemente querrían usar una secretaria de los suyos, y está claro que tienen derecho a ello.

Ella oye la irritación en la voz del tipo. ¿Qué está haciendo, dándole explicaciones a una pandilla de vejestorios que bien podrían ser unos pueblerinos italianos, o unos pueblerinos austrohúngaros, pero que se sientan ahí para juzgarla? ¿Por qué lo soporta? ¿Qué saben ellos de Tasmania?

– Yo no he hablado de voces -dice el hombre-. Le he preguntado por sus ideas.

¿Sus ideas sobre Tasmania? Si ella está desconcertada, el resto del tribunal también debe de estarlo, ya que su interrogador se ha vuelto hacia ellos para darles explicaciones.

– Tuvieron lugar atrocidades -dice-. Violaciones de niños inocentes. El exterminio de poblaciones enteras. ¿Qué piensa ella de esas cuestiones? ¿Acaso no tiene creencias que la guíen?

El exterminio de los tasmanios a manos de los compatriotas de ella, de sus antepasados. ¿Es eso finalmente lo que se esconde detrás de esta audiencia, de este juicio: la cuestión de la culpa histórica? Ella respira hondo.

– Hay cuestiones sobre las que uno habla y cuestiones sobre las que es apropiado refrenarse, incluso ante un tribunal, incluso ante el tribunal más elevado, si eso es lo que son ustedes. Sé a lo que van, y solamente respondo que, si a partir de lo que les he dicho hoy concluyen ustedes que no me importan esas cuestiones, están equivocados, equivocados del todo. Déjenme añadir, para que se instruyan: las creencias no son los únicos apoyos éticos que tenemos. También podemos apoyarnos en nuestros corazones. Eso es todo. No tengo nada más que decir.

Desacato al tribunal. Se está acercando al desacato. Es uno de los rasgos de su propio carácter que menos le gustan, esa tendencia a montar en cólera.

– Pero ¿y como escritora? Usted se presenta hoy no como una persona ordinaria, sino como caso especial, como destino especial, como una escritora que no solamente ha escrito libros de entretenimiento, sino también libros que exploran la complejidad de la conducta humana. En esos libros usted lleva a cabo un juicio tras otro, no puede ser de otra forma. ¿Insiste usted en decir que es un simple asunto del corazón? ¿Carece usted de creencias como escritora? Si una escritora no es más que un ser humano con un corazón humano, ¿qué tiene su caso de especial?

No es tonto. No es ningún cerdo con toga de satén, ningún porcus magistralis sacado de un grabado de Grandville. No está en la reunión del té del Sombrerero Loco. Por primera vez en lo que va de jornada se siente a prueba. Muy bien: a ver qué se le ocurre.

– Los aborígenes de Tasmania se cuentan hoy entre los invisibles, los invisibles a quienes hago de secretaria, una de tantas secretarias. Todas las mañanas me siento a mi mesa y me preparo para las citas del día. Así es como viven las secretarias y así vivo yo. Cuando los antiguos tasmanios me convoquen, si deciden convocarme, yo estaré lista y escribiré lo mejor que pueda.

»Lo mismo con los niños, ya que menciona usted a los niños violados. Todavía no me ha convocado ningún niño, pero también estoy lista.

»Pero les advierto una cosa. Estoy abierta a todas las voces, no solamente a las de los asesinados y los violados. -Intenta mantener la voz firme llegado este punto, intenta no dejar escapar ninguna nota que pueda ser considerada forense-. Si quien decide convocarme son sus asesinos y sus violadores, para usarme y hablar a través de mí, también les prestaré atención, no los juzgaré.

– ¿Hablaría en nombre de asesinos?

– Sí.

– ¿No hace una distinción entre el asesino y su víctima? ¿En eso consiste ser secretaria: en escribir lo que le digan? ¿En la bancarrota de la conciencia?

Sabe que está arrinconada. Pero ¿qué importa estar arrinconada si eso sirve para que termine de una vez lo que cada vez se parece más a un concurso de retórica?

– ¿Creen que los culpables no sufren también? -dice-. ¿Creen que no llaman a gritos desde las llamas? «¡No me olvidéis!», gritan. ¿Qué clase de conciencia haría caso omiso de semejante agonía moral?

– Y esas voces que la convocan a usted -dice el hombre rechoncho-, ¿no se pregunta usted de dónde vienen?

– No. Mientras me digan la verdad, no.

– Y usted… que solamente consulta a su corazón, ¿es la jueza de la verdad?

Ella asiente con impaciencia. Es como el interrogatorio a Juana de Arco, piensa. «¿Cómo sabe de dónde vienen esas voces?» No puede soportar lo literario que es todo. ¿Es que no tienen ingenio para inventar algo nuevo?

Se ha hecho el silencio.

– Continúe -dice el hombre en tono alentador.

– Eso es todo -dice ella-. Usted ha preguntado y yo he respondido.

– ¿Cree que las voces vienen de Dios? ¿Cree usted en Dios?

¿Cree en Dios? Es una pregunta de la que prefiere mantenerse a distancia. ¿Por qué, incluso asumiendo que Dios existiera -por no preguntar qué quiere decir «existir»-, debería ser trastornado su sueño inmenso y monárquico desde los mundos inferiores por un clamor de «creos» y «no creos», como un plebiscito?

– Eso es demasiado privado -dice ella-. No tengo nada que decir.

– No hay nadie más que nosotros. Es libre para decir lo que piense.

– No me han entendido. Quiero decir que sospecho que Dios no contemplaría con amabilidad esa presunción… La Presunción de privacidad. Prefiero dejar en paz a Dios. Y espero que él me deje en paz a mí.

Hay un silencio. Le duele la cabeza. Demasiadas abstracciones, piensa para sí misma: un aviso de la naturaleza.

El portavoz mira a su alrededor.

– ¿Más preguntas? -dice.

No hay ninguna.

Se vuelve hacia ella.

– Tendrá noticias nuestras. A su debido tiempo. Por los canales establecidos.


Está otra vez en la residencia, tumbada en su litera. Preferiría estar sentada, pero las literas tienen los bordes sobresalientes, como bandejas, y no permiten sentarse.

Odia esta sala calurosa y sin aire que le han adjudicado como hogar. Odia el olor, le repugna el contacto con el colchón grasiento. Y las horas aquí parecen más largas que las horas a las que está acostumbrada, en mitad del día. ¿Cuánto hace que ha llegado a este lugar? Ha perdido la noción del tiempo. Parece que haga semanas, incluso meses.

Por las tardes, cuando empieza a aflojar el calor, aparece en la plaza una orquesta. Desde su escenario decorado, los músicos, con sus uniformes blancos almidonados, sus gorros en punta y sus numerosas trenzas de hilo dorado, tocan marchas de Souza, valses de Strauss y canciones populares: «II pipistrello», «Sorrento». El director lleva el bigotito fino y pulcro de un Lotario de pueblo. Después de cada pieza sonríe y se inclina para recibir los aplausos, mientras que el gordo que toca la tuba se quita el gorro y se seca la frente con un pañuelo escarlata.

Exacto, piensa para sí misma, lo que uno esperaría en un poblacho perdido de la frontera italiana o austrohúngara en el año 1912. Algo salido de un libro, igual que está sacada de un libro la residencia, con sus colchones de paja y su bombilla de cuarenta vatios, y también todo lo del tribunal, incluido el alguacil soñoliento. ¿Es que lo han montado todo para ella, porque es escritora? ¿Es la idea que alguien debe de tener de lo que es el infierno para un escritor, o por lo menos el purgatorio: un purgatorio de tópicos? Sea lo que sea, ella tendría que estar fuera, en la plaza, no en este barracón. Podría estar sentada a una de las mesas a la sombra entre los murmullos de los amantes, con una bebida fría delante, esperando el primer roce de la brisa en su mejilla. Un lugar común donde los haya, sin duda, pero ¿qué le importa ya? ¿Qué le importa si la felicidad de las parejas jóvenes de la plaza es una felicidad fingida, si el aburrimiento del centinela es un aburrimiento fingido y las notas falsas que toca el corneta en el registro más agudo son notas falsas fingidas? Así ha sido la vida desde que llegó a este lugar: un sistema elaborado de lugares comunes ensamblados, incluyendo la carraca de autobús con el motor medio ahogado y las maletas sujetas con correas al techo, incluyendo la propia puerta con sus enormes clavos repujados. ¿Por qué no salir e interpretar su papel, el papel del viajero embarrancado en un pueblo y condenado a no salir nunca de él?

Pero, aunque permanezca oculta en el barracón, ¿quién dice que no está interpretando su papel? ¿Por qué iba a pensar que es la única que tiene el poder de permanecer al margen del juego? Y de todos modos, ¿en qué consistiría la verdadera tenacidad, las verdaderas agallas, más que en seguir adelante con su papel a pesar de todo? Que la banda acometa una pieza de baile, que las parejas se saluden con sendas inclinaciones y salgan a la pista, y allí, entre los bailarines, que esté ella, Elizabeth Costello, la veterana, con su vestido fuera de lugar, dando vueltas a su modo rígido pero no carente de elegancia. Y si eso es otro tópico -«ser una profesional, interpretar su papel»-, pues que lo sea. ¿Qué le da derecho a sentir asco por los tópicos cuando el resto del mundo los acepta y vive de acuerdo con ellos?

Pasa lo mismo con la cuestión de las creencias. «Creo en el irreprimible espíritu humano», eso es lo que tendría que haberles dicho a los jueces. Eso le habría permitido seguir adelante, y además entre aplausos y patadas al suelo. «Creo que toda la humanidad es una sola cosa.» Todos los demás parecen creérselo, parecen creer en ello. Hasta ella se lo cree de vez en cuando si está de humor. ¿Por qué no puede fingir por una vez?

Cuando era joven, en un mundo que ya no existe, uno se encontraba con gente que todavía creía en el arte, o por lo menos en el artista, y que intentaba seguir los pasos de los grandes maestros. No importaba que Dios hubiera fracasado y el socialismo también: uno podía seguir a Dostoievski, a Rilke o a Van Gogh con aquella oreja vendada que representaba la pasión. ¿Ha conservado ella esa fe infantil en su edad anciana y más allá: la fe en el artista y en su verdad?

De buenas a primeras diría que no. Está claro que sus libros no demuestran ninguna fe en el arte. Ahora que por fin se ha acabado la tarea de una vida entera de escritura, es capaz desde el presente de echarle un vistazo que resulta lo bastante distante, cree ella, e incluso lo bastante frío como para no llevarse a engaño. Sus libros no enseñan nada ni tampoco predican nada. Simplemente describen, intentando ser claros por encima de todo, cómo vivía la gente en cierto lugar y cierta época. Para decirlo de forma más modesta, describen cómo vivía una persona, una entre miles de millones: la persona a quien ella, para sus adentros, llama «ella», y a quien los demás llaman «Elizabeth Costello». Si resulta que ella cree en sus libros más de lo que cree en esa persona, solamente se trata de una creencia en el mismo sentido en que el carpintero cree en una mesa maciza o un tonelero en un barril recio. Ella cree que sus libros son más consistentes que ella.

Un cambio en el aire, un cambio que penetra incluso el espacio estancado de la residencia, le indica que el sol se está poniendo. Ha dejado pasar la tarde entera. Ni se ha ido a bailar ni ha trabajado en su declaración, simplemente ha estado cavilando. Ha perdido el tiempo.

Se refresca lo mejor que puede en el diminuto lavabo del fondo. Cuando regresa hay una recién llegada, una mujer más joven que ella, desplomada en una litera con los ojos cerrados. Se trata de una mujer a quien ha visto antes, en la plaza, en compañía de un hombre con un sombrero de paja blanco. Pensaba que era alguien del pueblo. Pero es evidente que no. Es evidente que también es una solicitante.

Y se le ocurre una pregunta que ya se le ha ocurrido antes: «¿Es eso lo que somos todos: solicitantes que esperamos nuestros juicios respectivos, algunos de los cuales acaban de llegar mientras que otros, los que tomo por nativos del pueblo, llevan aquí tanto tiempo que se han asentado y se han asimilado y forman parte del escenario?».

Hay algo en la mujer de la litera que le suena pero que no puede identificar. Ya desde que la vio por primera vez en la plaza le resultó familiar. Pero desde el principio la misma plaza y el pueblo le han resultado familiares. Es como si la hubieran transportado al decorado de una película que recuerda vagamente. La mujer de la limpieza polaca, por ejemplo, si eso es lo que es, si es realmente polaca, ¿dónde la ha visto antes y por qué le hace pensar en poesía? ¿Acaso esta mujer más joven también es poetisa? ¿Acaso tal vez no está en un purgatorio, sino en una especie de parque temático sobre la literatura, instalado aquí para entretenerla mientras espera, con actores disfrazados para parecer escritores? Pero, de ser así, ¿por qué están tan mal disfrazados? ¿Por qué no lo han hecho todo mejor?

Esto es en última instancia lo que resulta tan extraño de este sitio, o lo que resultaría extraño si el ritmo de la vida no fuera tan lánguido. La distancia entre los actores y los papeles que interpretan, entre el mundo que le ha sido dado ver a ella y lo que ese mundo representa. En la otra vida, si eso es lo que es esto, démosle ese nombre de momento… Si la otra vida resulta no ser más que un galimatías, una simulación de principio a fin, ¿por qué esa simulación fracasa de forma tan rotunda, y no solo por los pelos? Eso se les podría perdonar, pero es que no fracasa por los pelos, sino de largo.

Pasa lo mismo con Kafka. La muralla, la puerta y el centinela están sacados directamente de Kafka. Igual que la exigencia de confesión, igual que la sala con el alguacil dormitando y el tribunal de viejos con togas de cuervos fingiendo que prestan atención mientras ella intenta soltarse de las redes de sus propias palabras. Kafka, pero solamente la superficie de Kafka. Kafka reducido y aplanado hasta la parodia.

¿Y por qué a ella le han salido en concreto con Kafka? No es ninguna entusiasta de Kafka. La mayor parte del tiempo no puede leerlo sin impaciencia. Mientras Kafka se debate entre la impotencia y la lujuria, entre la rabia y el servilismo, a menudo ella lo encuentra, o por lo menos a sus yos llamados K, simplemente infantil. Así pues, ¿por qué la han metido dentro de una mise en scène tan -odia la palabra, pero no hay otra- kafkiana?

Una respuesta que se le ocurre es que el espectáculo está montado así precisamente porque a ella no le gusta. «No te gusta lo kafkiano, así que te lo vamos a plantar delante de las narices.» Tal vez para eso existen estos pueblos fronterizos: para enseñar una lección a los peregrinos. Muy bien, pero ¿por qué someterse a esa lección? ¿Por qué tomársela en serio? ¿Qué pueden hacerle esos supuestos jueces más que retenerla, día tras día? Y en cuanto a la puerta en sí que le cierra el paso, ya ha visto qué hay al otro lado. Hay luz, cierto, pero no es la luz que Dante vio en el paraíso, ni siquiera se le parece. Si van a impedirle que pase, pues muy bien, vale, que se lo impidan. Se pasará el resto de su vida, por llamarla de algún modo, aquí, holgazaneando de día en la plaza y retirándose por las noches para acostarse en medio del olor a sudor ajeno. No es el peor de los destinos. Seguro que hay cosas que puede hacer para matar el tiempo. Quién sabe, si encuentra una tienda que alquile máquinas de escribir, tal vez podría volver a escribir novelas.


Es por la mañana. Está sentada a su mesa en la acera, trabajando en su declaración, probando una táctica nueva. Ya que se jacta de ser una secretaria de lo invisible, va a concentrar su atención y volverla hacia dentro. ¿Qué voz de lo invisible oye hoy?

De momento, lo único que oye es el lento latido de la sangre en sus oídos, igual que lo único que siente es el suave contacto del sol en su piel. Por lo menos eso no se lo tiene que inventar: ese cuerpo mudo y fiel que la ha acompañado a cada paso del camino, ese monstruo amable y torpe que le ha tocado cuidar, esa sombra hecha carne que se yergue sobre dos patas como un oso y se lava a sí misma continuamente y desde dentro con sangre. No solamente está ella dentro de ese cuerpo, dentro de esa cosa que no podría haber imaginado ni en mil años, tan fuera de su alcance se encuentra, sino que de alguna forma ella es ese cuerpo. Y a su alrededor en la plaza, en esa hermosa mañana, la gente también es en cierta forma sus cuerpos.

De alguna forma, pero ¿cómo? ¿Cómo demonios pueden los cuerpos no solamente mantenerse limpios usando sangre (¡sangre!), sino también reflexionar sobre el misterio de su existencia y hacer declaraciones al respecto y de vez en cuando incluso tener momentos de éxtasis? ¿Acaso la propiedad que sea que le permite continuar siendo ese cuerpo cuando no tiene la menor idea de cómo funciona cuenta como una creencia? ¿Y acaso ellos, los jueces del tribunal que la examina, del tribunal que le exige que desnude sus creencias, se quedarían satisfechos con eso: «Creo que existo. Creo que lo que tienen ustedes delante hoy soy yo»? ¿O bien resultaría demasiado filosófico, demasiado propio de una sala de seminarios?

En la Odisea hay un episodio que siempre le provoca escalofríos. Odiseo ha descendido al reino de los muertos para consultar al vidente Tiresias. Siguiendo instrucciones, le corta la garganta a su carnero favorito y deja que su sangre mane por el surco. A medida que se derrama la sangre, los lívidos muertos se congregan a su alrededor, babeando por probarla, hasta el punto de que Odiseo tiene que sacar la espada para mantenerlos a raya.

El charco de sangre negra, el carnero agonizante, el hombre agazapado y listo para atacar y clavar la espada si es necesario, las almas lívidas y apenas distinguible de cadáveres… ¿por qué la atormenta esa escena? ¿Qué mensaje de lo invisible le trae? Ella cree sin vacilaciones en el carnero, el carnero al que su amo ha arrastrado a ese lugar terrible. El carnero no es una simple idea, el carnero está vivo aunque ahora mismo se esté muriendo. Si ella cree en el carnero, ¿cree también en su sangre, ese líquido sagrado, pegajoso, oscuro, casi negro, que mana a borbotones y cae a un suelo donde nada puede crecer? El carnero favorito del rey de Itaca, dice la historia, pero al final lo tratan como a un simple saco de sangre que cortar y vaciar. Ella podría hacer lo mismo aquí y ahora: convertirse en un saco, cortarse las venas y vaciarse sobre la acera, en la alcantarilla. Porque eso es, finalmente, lo que significa estar vivo: ser capaz de morir. ¿Es esa visión el resumen de su fe: la visión del carnero y de lo que le pasa al carnero? ¿Sería una historia lo bastante buena para ellos, para sus voraces jueces?

Alguien se le sienta al lado. Ella está enfrascada y no levanta la vista.

– ¿Está trabajando en su confesión?

Se trata de la mujer de la residencia, la que tiene acento polaco y que ella llama para sí misma la Kapo. Esta mañana lleva un vestido de algodón floreado de color verde lima, un poco anticuado, con un cinturón blanco. Le queda bien, queda bien con su pelo recio y rubio y con su piel tostada y sus huesos grandes. Parece una campesina en época de cosecha, robusta, eficiente.

– No, no es una confesión. Es una declaración de creencias. Eso es lo que me han pedido.

– Aquí las llamamos confesiones.

– ¿En serio? Yo no la llamaría así. En inglés no. Tal vez en latín o en italiano.

Se pregunta, y no es la primera vez, por qué todo el mundo que conoce habla inglés. ¿O está equivocada? ¿Está realmente esa gente hablando otros idiomas, idiomas que no le resultan familiares -polaco, húngaro, sorabo- y sus palabras están siendo traducidas al inglés, instantáneamente y de forma milagrosa, para ella? O bien en ese lugar el hecho de que todo el mundo hable un idioma común, por ejemplo el esperanto, es una condición de la existencia, y tal vez las palabras que salen de su propia boca no son palabras inglesas, tal como ella cree erróneamente, sino palabras en esperanto, del mismo modo que las palabras que habla la Kapo no son palabras en polaco aunque la mujer pueda creer que sí lo son. Ella, Elizabeth Costello, no recuerda haber estudiado nunca esperanto, pero podría equivocarse, igual que se ha equivocado con otras tantas cosas. Pero entonces ¿por qué son italianos los camareros? ¿O es que lo que ella toma por italiano no es más que esperanto con acento italiano y gestos italianos de las manos?

La pareja que hay sentada a la mesa de al lado tienen los dedos entrelazados. Se ríen y tiran el uno del otro, hacen chocar sus frentes y hablan en susurros. No parece que tengan confesiones que escribir. Pero tal vez no sean actores, tal vez no sean actores del todo como esa mujer polaca o esa mujer que interpreta a una mujer polaca. Tal vez no sean más que extras, instruidos para hacer lo que hacen cada día de sus vidas. Para hacer bulto en el bullicio de la plaza. Para darle verosimilitud y un efecto realista. La vida de un extra parece una vida agradable. Aunque llegada cierta edad uno debe de empezar a ponerse nervioso. Llegada cierta edad, la vida de extra debe de empezar a parecer una pérdida de un tiempo precioso.

– ¿Y que está escribiendo en su confesión?

– Lo que ya he dicho: que no puedo permitirme creer. Que en mi campo de trabajo uno tiene que suspender sus creencias. Que las creencias son una indulgencia, un lujo. Que suponen un obstáculo.

– ¿De verdad? Algunos creemos que el lujo que no podemos permitirnos es no creer.

Ella espera a que la mujer continúe.

– El no creer, el considerar todas las posibilidades, el flotar entre los opuestos, es la señal de una existencia de ocio, de una existencia ociosa -continúa la mujer-. La mayoría tenemos que elegir. Solamente las almas livianas flotan en el aire. -Se acerca más-. Déjeme que le dé un consejo para el alma liviana. Puede que le digan a usted que exigen creencias, pero en la práctica se contentan con pasiones. Muéstreles una pasión y la dejarán entrar.

– ¿Pasión? -responde-. ¿La pasión es la solución del enigma? Yo pensaba que la pasión no lo acercaba a uno a la luz, sino que lo alejaba. Pero usted dice que en este lugar la pasión ya es suficiente. Gracias por informarme.

Lo dice en tono de burla, pero su interlocutora no se ofende. Al contrario, se acomoda en su silla y asiente, esboza una sonrisa, como si diera paso a la pregunta que se avecina.

– Dígame, ¿cuántos pasamos? ¿Cuántos aprobamos el examen y cruzamos la puerta?

La mujer suelta una risa, una risa apagada y extrañamente atractiva. ¿Dónde la ha visto antes? ¿Por qué cuesta tanto recordar? Es como avanzar a tientas por entre la niebla.

– ¿Cruzar qué puerta? -dice la mujer-. ¿Cree usted que hay una sola puerta? -Una nueva risa le recorre el cuerpo, un temblor largo y abundante que hace que sus pechos voluminosos se bamboleen-. ¿Fuma usted? -dice-. ¿No? ¿Le importa?

Saca un cigarrillo de una pitillera dorada, enciende una cerilla y da una calada. Su mano es ancha y nudosa, una mano de campesina. Pero las uñas están limpias y perfectamente pulidas. ¿Quién es? «Solamente las almas livianas flotan en el aire.» Parece una cita.

– Quién sabe qué creemos en realidad -dice la mujer-. Lo tenemos aquí, enterrado en el corazón. -Se da un golpecito suave en el pecho-. Tan enterrado que ni siquiera nosotros podemos llegar. No son las creencias lo que piden las juntas. Basta con sus efectos, con el efecto de las creencias. Muéstreles que siente y ellos la dejarán pasar.

– ¿A qué se refiere con las juntas?

– Las juntas de examinadores. Las llamamos las juntas. Y nos llamamos a nosotros mismos los pájaros cantores. Cantamos para las juntas, para deleitarlos.

– Yo no me dedico al espectáculo -dice ella-. No soy una artista de variedades. -El humo del cigarrillo le va a la cara y ella lo aparta con la mano-. No puedo obtener lo que usted llama pasión si no la tengo. No puedo encenderla y apagarla a voluntad. Si esas juntas que dice usted no entienden eso…

Se encoge de hombros. Está a punto de decir algo sobre su billete, sobre devolver su billete. Pero sería demasiado grandilocuente, demasiado literario para un momento tan banal.

La mujer aplasta su colilla.

– Tengo que irme -dice-. Tengo que hacer unas compras. La mujer no dice de qué naturaleza son esas compras. Pero ella, Elizabeth Costello («Aquí los nombres se olvidan»: pues bueno, ella no está olvidando en absoluto su nombre) se da cuenta de lo pasiva que se ha vuelto y de que ha perdido toda curiosidad. A ella también le gustaría hacer unas compras. Aparte de la fantasía de la máquina de escribir, necesita crema para el sol y un jabón para su uso personal que no sea el tosco jabón carbólico del lavabo. Pero ni siquiera hace el gesto de preguntar dónde están las tiendas en ese lugar.

También se da cuenta de otra cosa. Ya no tiene apetito. Recuerda vagamente haber comido un helado de limón y macarrones con café el día anterior. Hoy la mera idea de comer la llena de asco. Nota el cuerpo desagradablemente pesado, desagradablemente corpóreo.

¿Está llamándola una nueva vocación: la de la gente flaca, los ayunadores compulsivos, los artistas del hambre? ¿Acaso sus jueces se compadecerán de ella si la ven consumirse? Se ve a sí misma, una figura esquelética en un banco público escribiendo su tarea; una tarea que nunca ha de completarse. «¡Que Dios me ayude! -murmura para sí misma-. ¡Demasiado literario, demasiado literario! ¡Tengo que salir de aquí antes de morirme!»

La frase regresa a ella en el crepúsculo, mientras está dando un paseo a lo largo de la muralla del pueblo y viendo cómo las golondrinas descienden en picado sobre la plaza. «Un alma liviana.» ¿Es ella un alma liviana? ¿Qué es un alma liviana? Piensa en burbujas de jabón flotando entre las golondrinas, elevándose más todavía hacia el empíreo azul. ¿Es así como la ve la mujer, la mujer cuyo trabajo es fregar el suelo y limpiar el lavabo (aunque ella nunca la ha visto hacer esas cosas)? Está claro que no ha tenido una vida dura, bajo ningún criterio, pero tampoco la ha tenido fácil. Tal vez tranquila, tal vez protegida: una vida en las antípodas, alejada de lo peor de la historia. Pero también dirigida, la palabra no es excesiva. ¿Tendría que buscar a la mujer y convencerla de la verdad? ¿Lo entendería la mujer?


Suspira y sigue caminando. Qué bello es este mundo, aunque solamente sea un simulacro. Por lo menos le queda eso.


Es la misma sala, con el mismo alguacil, pero los miembros del tribunal (o de la junta, como ahora debe acostumbrarse a llamarla) han cambiado. Ya no hay nueve, ahora hay siete y uno de ellos es una mujer. No reconoce ninguna de las caras. Y los bancos del público ya no están vacíos. Tiene una espectadora, una partidaria: la mujer de la limpieza, que está sentada sola con una bolsa de red sobre el regazo.

– Solicitante Elizabeth Costeño, Audiencia Número Dos -entona el portavoz de la junta de hoy (¿el juez jefe?, ¿el juez líder?)-. Tenemos entendido que tiene usted una declaración revisada. Por favor, proceda a leerla.

Ella da un paso adelante.

– Lo que creo -dice con voz firme, como una niña haciendo un recitado- es que nací en la ciudad de Melbourne, pero pasé parte de mi infancia en la Victoria rural, en una región de extremos climáticos: de sequías abrasadoras seguidas de lluvias torrenciales que llenaban los ríos de cadáveres de animales ahogados. Así es como lo recuerdo, en cualquier caso.

»Cuando bajaban las aguas (y ahora me refiero a las aguas de un río en concreto, del Dulgannon) quedaban atrás acres enteros de barro. De noche se oía el bramido de decenas de miles de ranas regocijándose en la generosidad del cielo. El aire estaba tan lleno de sus gritos como lo estaba a mediodía con el canto de las cigarras.

»¿De dónde llegaban de repente aquellos millares de ranas? La respuesta es que siempre están ahí. En la estación seca se meten bajo tierra, excavan y excavan para alejarse del calor del sol hasta que cada una de ellas ha creado una tumba individual. Y en esas tumbas mueren, por decirlo de algún modo. Los latidos de sus corazones se ralentizan, su respiración se detiene y adoptan el color del barro. Las noches vuelven a ser silenciosas.

»Y siguen así hasta que llegan las siguientes lluvias, que repican, por decirlo de algún modo, sobre los miles de tapas diminutas de sus ataúdes. Y en esos ataúdes empiezan a latir los corazones y empiezan a moverse las patas que llevaban meses sin vida. Los muertos despiertan. A medida que el barro solidificado se ablanda, las ranas empieza a excavar hacia la superficie y pronto sus voces resuenan nuevamente alegres y exultantes bajo la bóveda del cielo.

»Perdonen mi lenguaje. Soy o he sido escritora profesional. Normalmente me preocupo por esconder las extravagancias de la imaginación. Pero hoy, para esta ocasión, he pensando en no esconder nada, en desnudarlo todo. La sangre vivificante, el coro de bramidos gozosos, seguido de la retirada de las aguas y el regreso a la tumba, luego una sequía aparentemente interminable, luego más lluvias y la resurrección de los muertos: es una historia que presento de forma transparente, sin disfrazarla.

»¿Por qué? Porque hoy no estoy ante ustedes como escritora, sino como anciana que una vez fue niña y que les cuenta lo que recuerda de las marismas del Dulgannon de su infancia y de las ranas que viven allí, algunas tan pequeñas como la yema de mi meñique, unas criaturas tan insignificantes y tan alejadas de las preocupaciones elevadas de ustedes que de otra forma nunca llegarían a oír hablar de ellas. En mi relato, por cuyos muchos defectos les pido perdón, el ciclo vital de la rana puede parecer alegórico, pero para las ranas no es ninguna alegoría, es la cosa en sí, es lo único que hay.

»¿En qué creo? Creo en esas ranas diminutas. No estoy segura de dónde estoy ahora mismo, en mi edad anciana, tal vez más allá incluso. Hay momentos en que me parece que es Italia, pero fácilmente me podría equivocar, podría ser otro sitio. Por lo que sé, los pueblos italianos no tienen portales (no usaré la palabra, mucho más humilde, "puerta" en presencia de ustedes) por los que está prohibido pasar. Pero el continente australiano, en donde yo vine al mundo, chillando y pataleando, es real (por lejos que esté). El Dulgannon y sus marismas son reales, las ranas son reales. Existen independientemente de que yo les hable o no a ustedes de ellas, independientemente de que yo crea en ellas.

»Es debido a la indiferencia de esas ranas diminutas hacia lo que yo crea (lo único que quieren de la vida es la oportunidad de engullir mosquitos y cantar; y las ranas macho, que son las que cantan más, no cantan para llenar el aire nocturno de melodías, sino como forma de cortejo, a cambio de la cual esperan ser recompensados con orgasmos, o la variante batracia de los orgasmos, una y otra vez), es debido a su indiferencia hacia mí que creo en ellas. Y es por eso que esta tarde, en este discurso lamentablemente apresurado y lamentablemente literario por el cual me disculpo de nuevo, pero es que pensaba que podía ofrecerme a ustedes sin reflexiones previas, toute nue, por decirlo de algún modo, y casi sin notas, como pueden ver por ustedes mismos, es por eso que les hablo de ranas. De ranas y de mi creencia o creencias y de la relación entre una cosa y otra. Porque las ranas existen.

Hace una pausa. Detrás de ella suena un suave aplauso, procedente de un solo par de manos, las manos de la mujer de la limpieza. Ha sido ella, la mujer de la limpieza, quien le sugirió esto: esta algarabía de palabras, este parloteo, esta confusión, esta pasión. Bien, veamos qué clase de respuesta recibe la pasión.

Uno de los jueces, el hombre que está sentado más a la derecha, se inclina hacia delante.

– El Dulgannon -dice-. ¿Eso es un río?

– Sí, es un río. Existe. No es poca cosa. Lo encontrarán en casi todos los mapas.

– ¿Y usted pasó su infancia allí, en el Dulgannon?

Ella no dice nada.

– Porque aquí, en su ficha, no dice nada de ninguna infancia en el Dulgannon.

Ella no dice nada.

– ¿Es la infancia en el Dulgannon otra de sus historias, señora Costello? ¿Igual que las ranas y la lluvia caída de los cielos?

– El río existe. Las ranas existen. Yo existo. ¿Qué más quieren?

La mujer de la junta, flaca, canosa, bien peinada y con gafas de montura plateada, habla:

– ¿Cree usted en la vida?

– Creo en lo que no se molesta en creer en mí.

La juez hace un pequeño gesto de impaciencia.

– Una piedra no cree en usted. Ni un arbusto. Pero usted ha elegido no hablarnos de piedras ni de arbustos, sino de ranas, a las que atribuye una historia vital que tiene que admitir que es bastante alegórica. Estas ranas australianas de las que usted habla encarnan el espíritu de la vida, que es en lo que usted cree como narradora.

No es una pregunta, sino un juicio en toda regla. ¿Debe ella aceptarlo? «Creía en la vida»: ¿aceptaría eso como última palabra sobre ella, como epitafio? Siente el impulso de protestar. «¡Insulso! -quiere gritar-. ¡Valgo más que eso!» Pero se refrena. No está aquí para ganar una discusión, está aquí para obtener un pase, un salvoconducto. En cuanto haya pasado, en cuanto haya dicho adiós a este lugar, lo que deje atrás de sí misma, incluso si ha de ser su epitafio, será totalmente intrascendente.

– Si quiere decirlo así -dice en tono cauteloso.

La jueza, su jueza, mira a otra parte y frunce los labios. Se hace un largo silencio. Escucha el zumbido de la mosca que se supone que uno tiene que oír en estas ocasiones, pero resulta que no hay ninguna mosca en la sala.

¿Cree ella en la vida? Pero ante este tribunal absurdo y sus exigencias, ¿cree siquiera en las ranas? ¿Cómo sabe uno en qué cree?

Intenta hacer una prueba que le funciona cuando está escribiendo: enviar una palabra a la oscuridad y escuchar qué clase de ruido regresa. Como un fundidor que da un golpe a una campana: ¿está agrietada o está entera? Las ranas: ¿qué tono emiten las ranas?

Respuesta: no emiten ninguno. Pero ella es demasiado astuta y conoce demasiado bien su oficio como para desanimarse tan deprisa. Las ranas de las marismas del Dulgannon son un nuevo punto de partida para ella. Démosles tiempo: todavía pueden sonar a verdad. Porque tienen algo que la atrae de forma confusa, algo relacionado con sus tumbas de barro y con los dedos de sus manos, unos dedos que terminan en bolitas, blandas, húmedas, mucosas.

Piensa en la rana bajo tierra, despatarrada como si estuviera volando, como si se estuviera tirando en paracaídas a través de la oscuridad. Piensa en el barro devorando las puntas de esos dedos, intentando absorberlos, disolver el tejido blando hasta que nadie sea capaz de distinguir (y mucho menos la rana, perdida como está en el frío sueño de su hibernación) qué es tierra y qué es carne. Sí, en eso sí que puede creer: en la disolución, en el retorno a los elementos. Y también puede creer en el momento opuesto, cuando el primer temblor de la vida que regresa recorre el cuerpo, los miembros se contraen y las manos se flexionan. En eso puede creer si se concentra lo suficiente, palabra por palabra.

– Psst.

Es el alguacil. Hace un gesto en dirección al tribunal donde el juez jefe la está mirando con expresión impaciente. ¿Ha estado en trance, o incluso dormida? ¿Se ha quedado dormida en las mismas narices de los jueces? Debe tener más cuidado.

– Me remito a su primera comparecencia ante este tribunal, en la cual usted afirmó que su ocupación era ser «secretaria de lo invisible» e hizo la siguiente declaración: «Una buena secretaria no tiene creencias. Es inadecuado a su función». Y un poco más adelante: «Tengo creencias pero no creo en ellas».

»En esa audiencia, usted parecía menospreciar las creencias y las consideraba un impedimento para su vocación. En la audiencia de hoy, sin embargo, usted asegura creer en las ranas, o, para ser más precisos, en el significado alegórico de la vida de una rana, si no le he perdido el hilo. Mi pregunta es: ¿ha cambiado usted la base de su alegación después de la primera audiencia? ¿Está usted abandonando la historia de la secretaria y presentando una nueva, basada en la firmeza de su creencia en la creación?

¿Ha cambiado su historia? Es una pregunta de peso, no cabe duda, pero tiene que luchar por concentrar su atención en ella. En la sala hace calor, se siente drogada y no sabe cuánto más de la presente audiencia puede aguantar. Lo que más le gustaría es apoyar la cabeza en una almohada y dormitar, aunque tenga que ser la almohada pestilente del barracón.

– Depende -dice, para ganar tiempo, intentando pensar («¡Vamos, vamos!», se dice a sí misma. «¡Tu vida depende de esto!»)-. Me pregunta si he cambiado mi alegación. Pero ¿quién soy yo, quién es ese «yo» y ese «usted»? Cambiamos cada día y seguimos siendo los mismos. Ningún «yo» y ningún «usted» es más fundamental que cualquier otro. También podría preguntarme quién es la verdadera Elizabeth Costello: la que hizo la primera declaración o la que ha hecho la segunda. Mi respuesta es que ambas son verdaderas. Ambas. Y ninguna. «Yo soy otro.» Perdónenme por recurrir a palabras que no son mías, pero no puedo superarlas. Tienen ustedes delante a la persona equivocada. Si creen que tienen a la persona correcta, tienen a la persona equivocada. Se han equivocado de Elizabeth Costello.

¿Es eso cierto? Puede que no sea cierto, pero está claro que no es falso. Nunca se ha sentido tan fuera de lugar en su vida.

Su interrogador hace un gesto impaciente.

– No le estoy pidiendo que me enseñe su pasaporte. Aquí los pasaportes no tienen vigencia, estoy seguro de que usted lo sabe. La pregunta que le hago es: usted, y con eso quiero decir la persona que tenemos delante, esta persona que pide un salvoconducto, esta persona que está aquí y en ningún otro sitio, ¿está hablando por usted misma?

– Sí. No, enfáticamente no. Sí y no. Las dos cosas.

El juez mira a izquierda y derecha, a sus colegas. ¿Se lo imagina, o entre ellos despunta una sonrisa fugaz y una palabra susurrada? ¿Y qué palabra es? ¿«Confusa»?

El juez le da la espalda.

– Gracias. Eso es todo. Tendrá noticias nuestras a su debido tiempo.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo por hoy.

– No estoy confusa.

– No, no está confusa. ¿Pero quién es la que no está confusa?

Los jueces del tribunal, de su junta, ya no se pueden contener. Primero se deshacen en risitas infantiles, luego abandonan toda dignidad y empiezan a carcajearse.


Deambula por la plaza. Diría que es primera hora de la tarde. Hay menos bullicio que de costumbre. Los lugareños deben de estar haciendo la siesta. «Los jóvenes abrazados los unos a los otros.» Si volviera a tener mi vida, se dice con cierta acritud, la invertiría en otra cosa. Me divertiría más. ¿De qué me sirve una vida entera de escritura al llegar a la prueba final?

El sol es feroz. Tendría que llevar sombrero. Pero tiene el sombrero en el barracón y la mera idea de volver a entrar en ese espacio sin aire la repele.

No consigue olvidar la escena en el tribunal, la ignominia y la vergüenza. Y, sin embargo, en el fondo continúa extrañamente dispuesta a creer en las ranas. Y mañana ¿en qué? ¿En los mosquitos? ¿En los saltamontes? Los objetos de sus creencias parecen ser bastante arbitrarios. Aparecen sin previo aviso, sorprendiéndola e incluso, a pesar de su estado de ánimo sombrío, alegrándola.

Da un toquecito a las ranas con la uña del dedo. El tono que le devuelven es claro, claro como una campanada.

Da un toquecito a la palabra «creencia». ¿Cómo se miden las creencias? ¿Funcionará su prueba también con abstracciones?

El sonido que le devuelve «creencia» no es tan claro, pero sí lo bastante. Hoy, aquí y ahora, es evidente que no carece de creencias. De hecho, ahora que lo piensa, en cierto modo vive de sus creencias. Su mente, cuando es ella misma, parece pasar de una creencia a la siguiente, haciendo pausas, recuperando el equilibrio y siguiendo adelante. Se le aparece la imagen de una chica cruzando un arroyo. Viene junto con un verso de Keats: «Mantiene erguida la pesada cabeza al cruzar un arroyo». Vive de creencias, trabaja en creencias, es una criatura de creencias. ¡Qué alivio! ¿Debería regresar y decírselo a los jueces antes de que se quiten las togas (y antes de cambiar de opinión)?

Es sorprendente que un tribunal que se instaura para interrogar sobre las creencias se niegue a aprobarla. Deben de haber oído a otros escritores antes que ella, a otros creyentes descreídos o no creyentes crédulos. Los escritores no son abogados, eso tendrían que admitirlo, tendrían que admitir los discursos excéntricos. Pero, por supuesto, esto no es un tribunal de ley. Ni siquiera es un tribunal de lógica. Su primera impresión era cierta: es un tribunal sacado de Kafka o de Alicia en el País de las Maravillas, un tribunal de paradojas. Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros. O a la inversa. Si se garantizara de antemano que uno puede pasar la audiencia con anécdotas de la infancia, saltar con la pesada cabeza de una creencia a otra, de las ranas a las piedras a las máquinas voladoras, tan a menudo como una mujer cambia de sombrero (¿y de dónde viene esa línea?), todos los solicitantes elegirían la autobiografía y la taquígrafa del tribunal se vería barrida por torrentes de asociaciones libres.

Vuelve a estar frente a la puerta, ante lo que es evidentemente una puerta para ella y para nadie más que ella, aunque debe de ser visible para todo el mundo que se moleste en echarle un vistazo. Está cerrada, como siempre, pero la puerta de la garita está abierta y en su interior puede ver al guardián, al celador, ocupado como siempre con sus documentos, que el aire del ventilador levanta un poco de la mesa.

– Otro día caluroso -comenta ella.

– Miran… -murmura él sin dejar de trabajar.

– Cada vez que paso por aquí lo veo escribir -continúa ella, negándose a desistir-. Usted también es escritor en cierto sentido. ¿Qué escribe?

– Registros. Mantengo al día los registros.

– Acabo de tener mi segunda audiencia.

– Eso está bien.

– He cantado para mis jueces. He sido el pájaro cantor de hoy. ¿Usa usted esa expresión, «pájaro cantor»?

Él niega con la cabeza con expresión distraída: no.

– Me temo que la canción no me ha salido bien.

– Mmm…

– Sé que usted no es juez -dice ella-. Sin embargo, a su juicio, ¿tengo posibilidades de pasar al otro lado? Y si no lo consigo, si no soy considerada apta para pasar, ¿me quedaré aquí para siempre, en este sitio?

Él se encoge de hombros:

– Todos tenemos una posibilidad.

No ha levantado la vista ni una sola vez. ¿Quiere eso decir algo? ¿Quiere decir que no tiene valor para mirarla a los ojos?

– Pero como escritora -insiste ella-, ¿qué posibilidades tengo como escritora, con los problemas especiales de una escritora y sus fidelidades especiales?

«Fidelidades.» Ahora que ha sacado el tema, reconoce que es la palabra sobre la que se articula todo.

Él se vuelve a encoger de hombros.

– ¿Quién lo sabe? -dice-. Es una cuestión para las juntas.

– Pero usted lleva los registros… Quién pasa y quién no. Usted debe de saberlo, en cierto sentido.

El no contesta.

– ¿Ve a mucha gente como yo, a gente en mi situación? -continúa ella en tono apremiante, ya fuera de control, notando que ha perdido el control y despreciándose a sí misma por ello. «En mi situación»: ¿qué quiere decir eso? ¿Cuál es su situación? ¿La situación de alguien que no conoce su propia mente?

Tiene una visión de la puerta, del otro lado de la puerta, el otro lado que se le niega. A los pies de la puerta, bloqueando el avance, hay tumbado un perro, un perro viejo, con el pelaje leonado plagado de cicatrices de innumerables golpes. Tiene los ojos cerrados, está descansando, echando una cabezada. Detrás de él no hay nada más que un desierto de arena y piedra, hasta el infinito. Es su primera visión en mucho tiempo y no confía en ella, no confía en concreto en el anagrama inglés GOD-DOG. «Demasiado literario», piensa de nuevo. ¡Maldita sea la literatura!

Está claro que el hombre sentado a la mesa se ha hartado de preguntas. Deja el bolígrafo, junta las manos y la mira a los ojos.

– Todo el tiempo -le dice-. Vemos gente como usted todo el tiempo.


En esos momentos incluso una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carretas que sube una colina, una piedra cubierta de musgo, me importa más que una noche de éxtasis con la amante más hermosa y más entregada. Esas criaturas mudas y en algunos casos inanimadas se imprimen en mí con tanta plenitud, con un amor tan nítido, que no hay nada en mi embelesado campo visual que no tenga vida. Es como si todo, todo lo que existe y todo lo que puedo recordar, todo lo que toca mi pensamiento confuso, tuviera significado.


HUGO VON HOFMANNSTHAL,

«Carta de lord Chandos a lord Bacon» (1902)

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