A media tarde, Monk estaba enfrascado poniéndose al corriente sobre casos de robo ordinarios acaecidos en distintos almacenes de la ribera cuando uno de sus hombres se personó en su despacho y le dijo que el comisario Farnham acababa de llegar y deseaba verlo de inmediato.
Cuando Monk entró, Farnham estaba sentado y no se levantó. Saltaba a la vista que estaba descontento y de muy mal humor. Indicó de manera cortante a Monk que tomara asiento frente a él.
– El caso Phillips ha terminado -dijo con gravedad, dirigiéndole una mirada dura y opaca-. Usted perdió. De hecho, no sólo usted, Monk, sino toda la Policía Fluvial. No parece ser consciente de hasta qué punto. -Levantó la mano para mantener callado a Monk, por si acaso se le ocurría defenderse-. Bastante malo fue ya que saliera absuelto gracias a su ineficiencia y al sentimentalismo de su esposa, aunque ya se sabe cómo son las mujeres, pero…
Monk estaba tan furioso que a duras penas lograba estarse quieto.
– Señor, eso…
– ¡Déjeme terminar! -explotó Farnham-. Hasta entonces, guarde silencio. Me ha decepcionado, Monk. Durban lo recomendó con vehemencia, y fui lo bastante tonto como para hacerle caso. Pero gracias a su entrometimiento, a su obsesión con el caso Phillips, no sólo yo, sino casi todos los policías veteranos en general y la mitad de los barqueros, gabarreros, estibadores y almaceneros de ambas orillas del río también saben mucho más sobre el difunto comandante Durban de lo que sería deseable. Déjelo correr, Monk. Es una orden. En el Támesis hay suficientes casos de delincuencia que requieren su atención. Resuélvalos todos, con celeridad y justicia, y quizá comience a redimir no sólo su propia reputación sino la nuestra también.
– El comandante Durban era un buen oficial, señor -dijo Monk entre dientes, sumamente consciente de cuanto Hester le había referido la víspera, vacilante, temiendo por sus sentimientos pero sabiendo que debía hacerlo-. No he descubierto nada que lo desacredite -agregó sin rodeos.
– Eso sólo indica que no es muy buen detective, Monk -respondió Farnham-. Hay un montón de cosas que, según parece, pese a su empeño, no ha logrado descubrir.
– No, señor, no hay nada -lo contradijo Monk. Era una mentira rotunda y tenía intención de ceñirse a ella-. Le he seguido la pista hasta el día en que nació. Simplemente decidí no comentarlo con nadie porque no es de su incumbencia. Era un buen hombre, y merece la misma dignidad de mantener sus asuntos de familia en privado que se nos concede a los demás.
Farnham lo miró fijamente a través de la mesa y, poco a poco, parte de su mal genio se le fue borrando de los ojos, dejando sólo cansancio e inquietud.
– Tal vez -concedió-. Pero ahora tenemos a un montón de periodistas haciendo preguntas acerca de él sin parar; que por qué estaba tan obsesionado con el maldito caso de Phillips y por qué es usted tan malo, si no peor, y por qué no estamos haciendo nada para meterle en cintura. Está dejando que Orme haga la mitad del trabajo rutinario que debería ser su responsabilidad. Él lo niega, pero otros dicen que es verdad. Orme es un hombre leal. Merece algo mejor a que le endilgue su trabajo mientras usted da caza a Phillips. Phillips nos venció. A veces ocurre. No podemos capturar a todos los malhechores del río.
– Tenemos que detener a éste, señor. Es corno una herida infectada; o se corta por lo sano o acabará propagándose por todo el cuerpo.
Farnham enarcó las cejas.
– ¿En serio? ¿No será que se ha convencido de eso porque venció a Durban y luego lo venció a usted? ¿Puede jurarme que no es una cuestión de orgullo, Monk? ¿Y demostrármelo?
– Señor: Phillips asesinó a un niño, Figgis, porque Figgis quería escapar de la servidumbre a la que lo tenía sometido Phillips, que iba mucho más allá del trabajo. Era un objeto de pornografía para uso y entretenimiento de los clientes de Phillips…
– Es un asco -dijo Farnham, estremeciéndose de repugnancia-. Pero hay burdeles por todo Londres y en cualquier otra ciudad de Europa. Del mundo entero, según parece. Sí, asesinó al niño, Dios sabe por qué. Seguramente habría sido mucho más sencillo haberlo embarcado en un buque que zarpara de puerto, y mucho menos arriesgado…
– Fue por disciplina, señor -interrumpió Monk-. Para demostrar al resto de sus chicos lo que les sucede a quienes lo desafían.
– Un método poco eficiente -repuso Farnham-. No huirían si no creyeran que ellos serían los que conseguirán escapar.
– Entonces simplemente mataría a uno de los otros -explicó Monk, atento al rostro de Farnham-. A uno de los más pequeños, de los más vulnerables, a quien más ganas tuviera de huir. -Farnham palideció y comenzó a soltar una blasfemia, pero se contuvo-. Es peor que todo eso -prosiguió Monk-. ¿Se ha detenido a pensar, señor, qué clase de hombres son los clientes de Phillips?
Farnham torció los labios, en una expresión inconsciente de repulsa.
– Hombres con apetitos obscenos e incontrolables -contestó-. El uso de mujeres de la calle cabe entenderlo, si uno pone un poco de imaginación. El abuso de niños aterrados e intimidados, no.
– No, señor -aseveró Monk con vehemencia-. Pero ése no es el aspecto de ellos al que me refería. Son deplorables, pero los clientes de Phillips también son ricos, pues de lo contrario no podrían pagar sus tarifas. No dirige un mero burdel, hay espectáculo, trajes, charadas, fotografías. Le pagan bien por ello.
– Al grano, Monk. Ya estamos enterados de las ganancias de Phillips. No merece la pena abundar.
– No, señor -dijo Monk con urgencia-. Eso es sólo parte del motivo. Hay algo más sustancial: el poder. -Se inclinó un poco hacia delante y la voz le sonó más aguda-. Son hombres importantes, algunos ocupan cargos prominentes. Saben que sus apetitos no sólo son desviados sino que, dado que se trata de chicos, también son ilegales. -Constató que Farnham comenzaba a entenderle-. Son tremendamente corruptibles de mil y una maneras, señor. ¿Nunca se ha preguntado por qué Durban no conseguía capturarlo? Estuvo muy cerca en varias ocasiones, pero Phillips siempre se escabullía. Oliver Rathbone llevó su defensa, pero ¿quién lo contrató, lo sabe usted? Yo no, pero me encantaría saberlo.
– Es posible… -Farnham se calló, abriendo más los ojos.
– Sí, señor-concluyó Monk por él-. Podría ser casi cualquiera. Un hombre cautivo de un demonio interior, con un monstruo como Phillips en el exterior, es capaz de toda suerte de actos. Esos hombres tal vez radiquen en el corazón de nuestra justicia, de nuestra industria, incluso de nuestro gobierno. ¿Todavía quiere que me olvide de Phillips y que me concentre en los asaltos a almacenes y en los ocasionales robos de cargamentos en los barcos?
– Podría decirle esto a ese maldito periodista que ha estado rondando por aquí todo el día -dijo Farnham en voz muy baja-. Dios sabe que se conformaría con ello. Ahora anda diciendo que la corrupción ha calado muy hondo y desde hace mucho tiempo en la Policía Fluvial, y que el público tiene derecho a saber en qué consiste y a qué conduce. Incluso está dando a entender, de momento sólo verbalmente aunque no tardará en salir impreso, que deberíamos dejar de existir como cuerpo independiente, y que nos desmembrarán para ponernos bajo la autoridad de las comisarías locales. Nuestra supervivencia depende de esto, Monk.
– Sí, señor. Ya me ha llegado ese rumor. Pero es posible que ese sujeto sea cliente de Phillips o que esté en la nómina de alguno de ellos.
Fue como si Monk hubiese dado una bofetada a Farnham, pero éste no respondió. Estaba furioso consigo mismo por no haberlo pensado antes.
– Ha llegado a apuntar la posibilidad de que Durban fuera socio del negocio de Phillips -dijo con amargura-. Y que su persecución de Phillips tenía por objeto adueñarse de todo. Eso es lo que escribirá si no hallamos el modo de impedírselo. -La tensión de los músculos le hizo encorvar los hombros-. Cuénteme, Monk, no me deje indefenso cuando hable con ese cabrón: ¿qué ha averiguado acerca de Durban? Ahora no podemos permitirnos salvaguardar la dignidad de los vivos ni de los muertos. No le diré nada, pero necesito saberlo o me será imposible defender a ninguno de nosotros.
Monk sopesó sus lealtades. Tenía que confiar en Farnham por el futuro del cuerpo.
– Mintió sobre su familia, señor -admitió-. Dijo que su padre era director de escuela en Essex. En realidad dudo mucho que supiera quién fue su padre. Su madre falleció en un hospital benéfico al darle a luz. Se crió allí. Lo pusieron en la calle para que se ganara la vida cuando cumplió ocho años. Por eso era tan compasivo con los rapiñadores y otros niños, o con las mujeres solas que pasaban hambre, miedo y eran objeto de abusos. Era un sentimiento de camaradería. Él había pasado por todo aquello.
– ¡Santo cielo! -Farnham se pasó las manos por su escaso pelo-. ¿Se sabe de algún delito que cometiera? Y dígame la verdad, Monk. Si me pillan mintiendo nunca más creerán lo que diga.
– No sabemos de ninguno, señor -dijo Monk a regañadientes-. Pero unos amigos suyos robaron un banco. Malas compañías. Creciendo en las calles, es inevitable. Ingresó en la Policía Fluvial justo después de ese incidente.
– Gracias a Dios. ¿Y quién es esa Mary Webber que estaba tan empeñado en encontrar? ¿Un amor de infancia? ¿Una concubina? ¿Qué?
– Su hermana, señor. Su hermana mayor. Fue adoptada, pero la mujer del matrimonio que la adoptó era minusválida y no podía hacerse cargo de un bebé, de modo que él se quedó en el hospicio. Mary solía ahorrar unos peniques y se los enviaba. Perdieron contacto cuando ella se casó para luego descubrir que su marido era jugador y estaba endeudado. Le daba demasiada vergüenza que Durban se enterase. El hospital le puso el nombre de Durban por uno de sus benefactores, que resultó ser sudafricano. Ella cambió de nombre al casarse, y luego otra vez para despistar a los acreedores de su marido.
– ¿Dónde está ahora?
– Lo sé, pero es irrelevante. Por el momento está a salvo.
Farnham blasfemó, pero en tono comprensivo.
– Mis disculpas, Monk. Ha hecho un trabajo espléndido indagando acerca de él. Espero que nadie más que yo tenga que enterarse. A ese periodista le daré una pista falsa que lo mantendrá entretenido y bien lejos de nosotros tanto tiempo como sea posible. Si habla con usted, le dice que tiene órdenes de no decir nada, so pena de perder el empleo, ¿entendido?
– Sí, señor. Gracias.
– Manténgame informado.
– Sí, señor.
Monk refirió sucintamente a Orme lo que Farnham le había dicho, y acababa de salir de la comisaría, camino de la escalinata donde aguardaba la lancha de la policía, cuando un hombre lo abordó. Su aspecto era anodino y aunque arrastraba un poco los pies, resultaba imposible describirlo y, por consiguiente, reconocerlo. Llevaba un viejo chaquetón de marino tan holgado que ocultaba su complexión, y también una gorra que le ocultaba el pelo. Entrecerraba los ojos a causa del resplandor de la luz sobre las aguas del río.
– ¿Comandante Monk?-dijo cortésmente.
Monk se detuvo.
– ¿Sí?
– Tengo un mensaje para usted, señor.
– ¿De parte de quién?
– No me han dado ningún nombre, señor. Me dijeron que usted lo sabría.
La voz del hombre era inocente, casi afable, pero había algo resabiado en sus maneras, y las arrugas que casi le tapaban los ojos sugerían cierta mofa.
– ¿Cuál es el mensaje? -preguntó Monk, y acto seguido casi deseó haberse negado a escucharlo-. Tanto da. Si no va a decirme de parte de quién es, quizá no tenga importancia.
– Tengo que dárselo, señor -insistió el hombre-. Me han pagado por hacerlo. Prefiero no pensar lo que me puede ocurrir si la pifio con ese caballero. La cosa se pondría muy fea…, ya sabe qué quiero decir. -Levantó la vista hacia Monk, que lo vio sonreír-. Me alegra que me escuche, señor. El caballero me dijo le dijera que dejara correr el caso, sea lo que sea. ¿Usted lo sabe? -Levantó una ceja-. Sí, ya veo que sí.
»Dijo que sería mejor que la gente piense lo que piensa porque Durban hizo lo que hizo. De lo contrario, ese caballero me dijo que lo haría todo público. Dijo que tiene todas las pruebas que usted recibió con este trabajo de Durban en la policía, con todos sus papeles y cosas. Y que usted se adueñó de sus otros intereses; el negocio de conseguir niños, vamos. Que tiene usted uno muy bien adiestrado y todo. Limpio y vivaracho. Hará las delicias de ciertos caballeros de gustos peculiares. Scuff, creo que lo llamó. ¿Le suena de algo, señor?
A Monk se le hizo un nudo en el estómago y sintió frío. Aquello era obsceno, como si una mano mugrienta hubiese tocado lo más decente y valioso, manchándolo con su suciedad. Tuvo ganas de arremeter contra ese hombre, pegarle tan fuerte que le partiera la cara de sorna y dejarle el cuerpo hecho un amasijo sanguinolento para que nunca volviera a sonreír, para que nunca volviera a hablar con suficiente claridad para que alguien entendiera sus palabras.
Pero eso sería precisamente lo que él quería. Y lo más probable era que estuviese armado. Un ataque sería la excusa perfecta para rajarle el vientre. Sería en defensa propia. Un ejemplo más de la brutalidad de la Policía Fluvial. Podría decir sin faltar a la verdad que había acusado a Monk de procurar un niño a Phillips. ¿Quién sería capaz de demostrar lo contrario?
¿Fue a eso a lo que Durban se enfrentó, amenazas de chantaje? Haz lo que quiero o pintaré todas tus compasivas buenas obras como una obscenidad. La acusación mancillará tu nombre. Debido a su propia inmundicia, no faltarán quienes se la crean. Te verás obligado a abandonar tu trabajo. Te tendré pillado.
O haz lo que digo, haz la vista gorda en los casos que te diga, y mantendré la boca cerrada. Y cuando lo hayas hecho unas cuantas veces por miedo a mí, tendré otro hilo irrompible con el que atarte, y éste sí que será cierto. Habrás renegado de tu deber, te habrás corrompido para mantenerte a salvo.
– ¿Ya ha terminado? -preguntó Monk-. Pues dígale a su amo que se vaya al infierno.
– ¡Oh, qué insensato, señor Monk! ¡Qué imprudencia! -El hombre meneó la cabeza sin dejar de sonreír-. Yo me lo pensaría otra vez, si estuviera en su lugar.
– No me extrañaría -repuso Monk-. Salta a la vista que usted está en venta. Yo no. Dígale que se vaya al infierno.
El hombre vaciló unos segundos, y entonces se dio cuenta de que no ganaría nada insistiendo, de modo que dio media vuelta y se marchó, caminando con sorprendente rapidez.
Monk regresó a la comisaría. Lo que tenía que hacer más valía hacerlo de inmediato, antes de que tuviera tiempo de sopesar sus palabras y le entrara miedo.
Orme levantó la vista, sorprendido de verlo regresar tan pronto. Sin duda reparó en la preocupación que traslucía el rostro de Monk. Se levantó con la intención de seguirlo a su despacho.
– Tengo que hablar con todos ustedes -dijo Monk con claridad-. Ahora mismo.
Orme volvió a sentarse lentamente y, uno tras otro, los demás fueron dejando lo que estaban haciendo para ponerse de cara a él.
Tenía su atención. Debía comenzar.
– Hace un momento, en cuanto he salido de aquí, me ha abordado un hombre para darme un mensaje -explicó-. No me ha dicho de parte de quién, pero lo que implicaba era indudable.
Le costaba confiarse. Detestaba mostrarse vulnerable. Miró sus rostros expectantes. Aquél era su futuro. Debía confiar en aquellos hombres o perdería su respeto y la única oportunidad que tenía de liderarlos.
– El hombre en cuestión me ha dicho que dejara correr el caso de Jericho Phillips -prosiguió-. Si no lo hago, Phillips se asegurará de que me acusen de proporcionarle niños para el negocio que tiene montado en su barco, donde los alquila a sus clientes y saca fotografías de actos obscenos e ilegales que luego vende. -Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco, procurando controlar el temblor de su voz. Le dio vergüenza no reprimirlo del todo-. Dirá a la prensa que, para empezar, el comandante Durban no era su enemigo sino su socio, y que discutieron por el reparto de los beneficios. También dirá que cuando asumí el cargo del comandante Durban, también me apropié de sus intereses comerciales, y que el chico que mi esposa y yo hemos albergado en casa también servirá a ese propósito.
Se había comprometido. No había sido su intención, pero había dicho que Scuff vivía con ellos. Admitió sin verdadera sorpresa que lo decía en serio, y le constaba que Hester hacía tiempo que no debatía consigo misma a ese respecto. Sólo faltaba oír lo que pensaba Scuff, una vez que el peligro inmediato que corría desapareciera; suponiendo que desapareciera.
Contempló los rostros de los hombres, temeroso de lo que pudiera ver: regocijo, indignación, decepción, duda sobre si creerle o no, miedo a perder sus puestos de trabajo…
– Tenemos que detenerle -prosiguió, evitando mirar a los ojos de ninguno de los hombres en concreto. Se guardaría de exigirles nada y de intimidarlos, y por supuesto, de suplicar-. Si no lo hacemos, hará cuanto pueda por desmantelar la Policía Fluvial. Somos el único cuerpo de seguridad que le impide continuar con su repugnante negocio sin trabas.
¿Debía contarles el resto, hablarles del peligro mayor? Hasta entonces había confiado en ellos, ahora era el momento de ganárselos o perderlos por completo. Miró a Orme y vio su mirada fija, grave e inmutable.
Apenas se oía nada en la estancia. Hacía demasiado calor para tener encendida la estufa. Las puertas que daban fuera estaban cerradas y amortiguaban los ruidos del río.
– Hay algo peor que la situación de esos niños -prosiguió, esta vez mirándolos a la cara uno por uno-. Los clientes de Phillips son hombres ricos, pues de lo contrario no podrían permitirse pagar sus tarifas. Los hombres ricos tienen influencia y, normalmente, poder, de modo que Phillips tiene tantas oportunidades de hacer chantaje como quiera. Imagínenselo: autoridades portuarias, capitanes de puerto, funcionarios de aduanas, abogados. -Cerró los puños-. Nosotros. -Nadie se movió-. Ven el peligro. -Lo dijo afirmativamente, no formulando una pregunta-. Aunque no seamos culpables, es sumamente probable que se nos acuse.
»¿Y quién de nosotros no tendrá tentaciones de hacer lo que le pidan con tal de que no se presenten esos cargos en público, por más inocentes que seamos? La sola idea da náuseas. ¿Qué tendrán que soportar sus esposas? ¿Sus padres o sus hijos? -Sus rostros le dijeron que lo entendían y que tenían miedo. Aguardó a verlos enfurecidos, pero fue en vano. No percibió ni una pizca de rabia-. Lamento que mi prisa por condenar a Phillips le permitiera salir absuelto del asesinato de Figgis. Lo capturaré por algún otro motivo.
Lo dijo con calma, pero fue una promesa que, mientras la hacía, supo que le obligaría para siempre.
– Sí, señor -dijo Orme en cuanto estuvo seguro de que Monk no iba a añadir nada más. Miró a los hombres, luego otra vez a Monk-. Lo capturaremos, señor.
Aquello también fue un juramento.
Hubo un murmullo de asentimiento, ninguna voz discrepante, ninguna desgana. Monk sintió un repentino alivio, como si le hubiesen dado una bendición inesperada que no creyera merecer. Se volvió antes de que lo vieran sonreír, por si acaso alguien malinterpretaba su alegría, atribuyéndola a algo más trivial, y menos profundo que a su gratitud.
El caso Phillips cada vez inquietaba más a Oliver Rathbone. Irrumpía en sus pensamientos en los momentos en que esperaba ser más dichoso. Margaret le había preguntado a qué se debía su inquietud, pero él no podía responderle. Una evasiva sería indigna de él, y ella era lo bastante inteligente para no llevarse a engaño. Mentir no cabía siquiera plantearlo. Cerraría una puerta entre ellos que quizá no volviera a abrirse jamás porque la culpa la atrancaría.
Y, sin embargo, sentado en su sala de estar frente a Margaret, deseoso de hablar con ella, recordaba cuánto había disfrutado de sus amigables silencios tan sólo uno o dos meses antes. Recordó su sonrisa serena. Margaret era feliz. Rathbone aún la oía reír de una broma. Sus preferidas eran las sutiles, que siempre captaba con regocijo. Incluso las largas discusiones que mantenían cuando no estaban de acuerdo eran delicadas y de lo más placenteras. Margaret poseía un agudo sentido de la lógica y era muy leída, incluso sobre temas que Rathbone no habría esperado que interesaran a una mujer.
Ahora guardaba silencio porque había una carga tan grande entre ambos que le daba miedo iniciar cualquier conversación por si ésta se aproximaba demasiado a la franqueza, estando él atrapado como estaba en el vórtice del caso Philips y de su distanciamiento de Monk y de Hester. Daba la impresión de que afectara a un sinfín de cosas. Como una gota de tinta en un vaso de agua clara, se extendía para mancharlo todo.
Resultaba doloroso estar sentados en la misma habitación sin hablarse. Pues no se trataba del silencio de unos compañeros que no necesitan hablar; era el de dos personas que no se atreven a hacerlo porque media un terreno demasiado peligroso entre ambos.
Estaba siendo un cobarde. Debía encarar la situación o iría perdiendo gradualmente todo aquello que más apreciaba. Se iría escurriendo lentamente, hasta que quedara tan poco que ya no podría aferrarse a ello. ¿De qué tenía miedo, en verdad? ¿De haber perdido el respeto de Monk y Hester? ¿De haber perdido su amistad y todo lo que ésta había significado para él en el pasado, la pasión y la vitalidad de la existencia, los casos que se empeñaban en esclarecer no por conseguir una victoria legal sino por la importancia que tenían? ¿Una cruzada que otorgaba a su profesión un valor que ninguna otra cosa podía darle? El dinero y la fama devenían secundarios. Incluso la admiración de sus coetáneos era un extra agradable más que el premio por el que luchaba.
Habían buscado la verdad, a veces con grandes sacrificios, arrostrando peligros, superando el miedo, la desilusión, el agotamiento, incluso la casi certeza del fracaso. Y la victoria había sido sorprendentemente dulce. Incluso cuando traía aparejada la tragedia, y en ocasiones así había sido, siempre quedaba un sentido del honor que nada podía arrebatarles.
Con Phillips había vencido, pero aquélla era una victoria amarga. Había sido inteligente en grado sumo, pero ahora sabía que no había actuado con sensatez. Phillips era culpable, seguramente de haber asesinado a Fig, pero desde luego del vil abuso que infligía a un sinfín de niños. Y, según Rathbone estaba comenzando a creer, del chantaje y la corrupción de muchos hombres, quizás en puestos donde el perjuicio mancillaría todo el sistema judicial londinense.
Arthur Ballinger le había entregado el dinero, ¿pero, quién había pagado en realidad, y a. qué precio? ¿Quién, había pagado a Ballinger y por qué había aceptado éste semejante compromiso? Ésa era la pregunta que le impedía hablar con Margaret, y la razón de que estuviera allí sentado en silencio. ¿Lo sabría ella? ¿Por eso tampoco insistía en que le diera una respuesta? ¿Cuán bien conocía a su padre? ¿Lo consideraba un hombre honesto o le daba miedo saber la verdad por si no podía hacerle frente?
¿Qué pensar de la señora Ballinger? ¿Qué sabía o adivinaba? Casi seguro que nada. Eso también podría formar parte de la preocupación de Margaret. De hecho, ¿cómo no iba a serlo? ¿Qué haría su madre ante una verdad que resultara fea, un cáncer que arruinara la vida social y familiar que tanto valoraba?
Rathbone levantó la vista hacia Margaret, que cosía sentada frente a él, aunque puso cuidado en no mirarla a los ojos por si acaso descifraba lo que estaba pensando. No podía continuar así. El abismo que los separaba se ensanchaba día tras día. Ya no alcanzaban a tocarse a través de él. Llegaría un momento en que ni siquiera se oirían por más que gritaran.
La única solución consistía en averiguar quién había encargado a Arthur Ballinger que contratase a Rathbone para defender a Phillips. Ya lo había preguntado sin obtener respuesta. El descubrimiento debía efectuarse sin que Ballinger lo supiera. Ballinger había dicho que se trataba de un cliente, por consiguiente, constaría en los libros oficiales de su bufete. El dinero habría circulado por las cuentas, ya que había sido el bufete el encargado de transferírselo a Rathbone.
Puesto que se trataba de un cliente, y dado que había dinero de por medio, todo habría quedado anotado por Cribb, el meticuloso pasante de Ballinger. Su trato debió de comenzar en torno a la fecha en que Ballinger fue a ver a Rathbone por primera vez, prosiguiendo hasta la conclusión del juicio contra Phillips y su absolución. Si Rathbone lograra encontrar una lista de los clientes que visitaron a Ballinger entre esas dos fechas, sólo sería cuestión de ir eliminando a aquellos cuyos casos se hubiesen visto, siendo ya asuntos de dominio público, y, por supuesto, aquellos que aún estuvieran pendientes de juicio.
Ahora bien, no podía presentarse en el bufete de Ballinger y pedir que le dejaran ver los libros. La negativa sería automática y daría pie a preguntas sumamente incómodas. Haría prácticamente imposible la relación entre Rathbone y su suegro, y obviamente Margaret se daría cuenta de ello. Sabría que Rathbone sospechaba que su padre era responsable de algún acto inmoral, en el mejor de los casos de haber protegido a Phillips por una razón deshonesta. El peor era inimaginable.
Aun así sería temerariamente peligroso pagar a un tercero para que lo hiciera, suponiendo que pudiera encontrar a una persona con la habilidad necesaria para comprender con exactitud qué información precisaba. La tentación de hacer luego chantaje sería tremenda, por no mencionar la oportunidad de vender dicha información a otro interesado, como el propio Phillips, quizá.
Sólo había una conclusión posible: Rathbone debería ingeniárselas para hacerlo en persona. La idea le deprimió sobremanera. Una especie de frío amargo le anudó la boca del estómago. Titubeó de un modo que aborrecía hasta que cayó en la cuenta de que no sabía a quién podía estar chantajeando Phillips valiéndose de sus gustos por aquella clase de entretenimientos. ¿Quiénes eran las víctimas de aquellos apetitos que él saciaba, quedando a merced de ser manipulados a su antojo? Podría ser cualquiera de los hombres que hasta entonces había considerado amigos suyos, hombres honorables y talentosos.
Y entonces un pensamiento todavía más doloroso se coló por la fuerza en su mente: si la gente sabía de Phillips y de su negocio, ¡igualmente podían pensar esas cosas del propio Rathbone! ¿Por qué no? Era él quien lo había defendido, ganando su absolución a costa de perder a sus más valiosas amistades. Además lo había hecho en público. ¿Por qué, por Dios? ¿Por vanidad? ¿Para demostrarse a sí mismo que su brillantez podía conseguir cualquier cosa? Brillantez, sí; pero, en este caso, con el honor ensombrecido y sin una pizca de sabiduría.
Sí, al día siguiente tenía que ir al bufete de Ballinger y encontrar los archivos. Cualquier otra opción era intolerable.
Una cosa era decidirse y otra bastante diferente llevar a cabo el plan. La mañana siguiente, cuando su cabriolé lo dejó ante el bufete de Ballinger, cobró conciencia con toda exactitud de la gran distancia que mediaba entre ambos, Le constaba que Ballinger no llegaría, como mínimo, hasta una hora más tarde, mientras que el excelente Cribb siempre llegaba temprano. De no haberse tratado del bufete de su suegro, se habría planteado intentar contratarlo para que trabajara en su propio bufete.
– Buenos días, sir Oliver -dijo Cribb con una cortesía rayana en el sincero placer. Tenía unos cuarenta y cinco años, pero su aire ascético le hacía parecer mayor. Era de estatura mediana y enjuto, y su rostro huesudo traslucía inteligencia y un muy bien disimulado sentido del humor.
– Buenos días, Cribb -contestó Rathbone-. Confío en que esté usted bien.
– Muy bien, gracias, señor. Me temo que el señor Ballinger todavía no ha llegado. ¿Puedo serle útil en algo?
Rathbone aborrecía lo que estaba haciendo. Cuán más fácil sería ser sincero. Sentía una incomodidad y una tensión espantosas.
– Gracias -aceptó. Debía echar los dados enseguida o perdería el valor-. Me parece que sí. -Bajó la voz-. Ha llegado a mis oídos, y por supuesto no puedo decirle a través de quién, que uno de los clientes del señor Ballinger podría estar implicado en un asunto a todas luces poco ético. Un conflicto de intereses, no sé si me explico.
– Qué desagradable -dijo Cribb con cierta compasión-. Si desea que informe al señor Ballinger, lo haré sin más demora. O tal vez prefiera dejarle una nota personal. Puedo proporcionarle papel y pluma, y un sobre y cera para sellarlo.
Rathbone tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir sus escrúpulos.
– Se lo agradezco, pero de momento no tengo datos suficientemente concretos. Lo único que sé son las fechas en que ese caballero estuvo aquí. Si pudiera echar un vistazo a su dietario, quizá corroboraría o descartaría mis sospechas.
Cribb reaccionó con manifiesta turbación, tal como Rathbone había previsto que haría.
– Lo lamento mucho, señor, pero no puedo mostrarle el dietario del señor Ballinger. Es confidencial, como sin duda también lo es el suyo. -Cambió el peso de pie casi imperceptiblemente-. Me consta que usted no querría ninguna… irregularidad…, señor.
Rathbone no tuvo que fingir que estaba confundido.
– No, por supuesto que no-confirmó-. Sólo esperaba que si le explicaba a usted mi dilema, quizá se le ocurriría cómo resolverlo. Verá, la dificultad radica en que ese caballero es muy posible que sea amigo personal del señor Ballinger, tanto así que quizá se niegue a creer semejante cosa de él hasta que sea demasiado tarde. Salvo si puedo demostrarlo.
– Santo cielo -dijo Cribb en voz baja-. Sí, entiendo la dificultad, sir Oliver. Me temo que el señor Ballinger es más caritativo de lo que quizá justifiquen las circunstancias.
Rathbone lo comprendió a la perfección. Cribb le daba a entender que Ballinger no siempre elegía a sus amistades con cuidado, sin faltar a la lealtad debida.
– Tal vez deberíamos discutir este problema en mi despacho, señor. Sería más discreto, si no tiene inconveniente -propuso Cribb.
– Por supuesto -dijo Rathbone-. Gracias.
Siguió a Cribb a un cuartito minúsculo, poco más que un armario grande, donde un escritorio bien pulimentado quedaba casi encajado entre paredes forradas del suelo al techo con estanterías llenas de archivadores. Cribb cerró la puerta, tanto para que hubiera suficiente espacio para que cupieran los dos sentados, como por asegurar la privacidad. Miró un momento hacia una pared, sabiendo con toda exactitud dónde se hallaban cada archivador y cada carpeta.
Rathbone siguió su mirada hasta el dietario del mes en cuestión.
– Se trata en efecto de un problema muy peliagudo -dijo Cribb, mirando de nuevo a Rathbone-. Lo cierto es que no sé qué será lo mejor, sir Oliver. Siento un gran respeto por usted, y me consta que le preocupa el bienestar del señor Ballinger tanto en lo profesional como en lo personal. Tengo que reflexionar. ¿Qué le parece si le traigo una taza de té para que podamos discutirlo más tranquilamente?
– Gracias -aceptó Rathbone-. Sería todo un detalle de su parte.
Cribb titubeó un instante, mirando de hito en hito a Rathbone, y luego se disculpó y se marchó, cerrando la puerta al salir.
Rathbone se sentía vil, como si se dispusiera a robar algo. El dietario estaba en el estante. Estaba comprometido. Tanto si lo miraba ahora como si no, Cribb creería que lo había hecho. Se lo había puesto en bandeja; ésa era la traición a Ballinger, no el resultado de ella.
No, eso era mentira. Cribb no tenía nada que ver. Se estaba sirviendo de Cribb a modo de excusa. Cribb creía que estaba salvando a Ballinger de su propia falta de criterio.
¿Qué estaba intentando hacer Rathbone? Averiguar la verdad sin reparar a quién perjudicaba o favorecía.
Cogió el libro y buscó las páginas pertinentes. Anotó los nombres deprisa. Apenas había terminado y devuelto el dietario al estante cuando Cribb regresó, no sin antes hacer oír sus pasos sobre el entarimado antes de abrir la puerta.
Cribb dejó la bandeja del té encima del escritorio.
– Gracias -dijo Rathbone con la boca seca.
– ¿Se lo sirvo, señor? -se ofreció Cribb.
– Se lo ruego.
Rathbone se dio cuenta de que le temblaban las manos. Se planteó ofrecer a Cribb alguna clase de recompensa. ¿Qué sería adecuado sin resultar ofensivo? ¿Treinta monedas de plata?
Cribb sirvió el té, sólo una taza para Rathbone. Fue lo más difícil que jamás hubiese bebido. El té sabía amargo, pero tenía claro que era él mismo quien lo había emponzoñado.
– Gracias -dijo en voz alta. Deseaba agregar algo más, pero todo le parecía artificioso, ofensivo.
– No hay de qué, sir Oliver -contestó Cribb con calma. Parecía no ver nada raro en la actitud de Rathbone; de hecho, no daba ninguna muestra de haber reparado en su terrible desasosiego-. Lo he estado pensando detenidamente y me temo que no se me ocurre ninguna solución.
– Me he equivocado al pedírselo -contestó Rathbone, y al menos de eso sí estaba seguro-. Debo buscar otra solución. -Se terminó el té-. Le ruego que no inquiete al señor Ballinger con este asunto hasta que se me ocurra la manera de contárselo sin causarle mayores trastornos. Además, con un poco de suerte quizá resulte ser un error.
– Esperemos que así sea, sir Oliver -dijo Cribb-. En el ínterin, como dice, será mejor no afligir al señor Ballinger innecesariamente.
Rathbone volvió a darle las gracias y Cribb lo acompañó hasta la puerta. Rathbone bajó pesadamente la escalera hasta la calle, sintiéndose preso de sí mismo y abrumado por un dilema moral del que ya no había escapatoria posible.
Fue directamente a su bufete y dedicó las cuatro horas siguientes a comparar las notas de casos que conocía, fechas de audiencias, juicios pasados y pendientes, con los nombres que había copiado del dietario de Ballinger. Siguió cada caso hasta el final, averiguando quiénes eran las personas implicadas, de qué se les acusaba, quién los había defendido y cuáles fueron los veredictos.
En su mayoría eran causas de menor importancia y bastante fáciles de descartar como mero trámite. De hecho, muchas tenían que ver con fincas, testamentos o disputas familiares sobre propiedades. Algunas eran juicios o acuerdos privados por causas de incompetencia o mala praxis financiera. Las que habían ido a juicio y estaban concluidas también las podía descartar. Su curso estaba claro y eran del dominio público, simples casos de declive moral bastante comunes, terminados en tragedia.
¡Al final tan sólo le quedaron tres personas que podían ser el benefactor o la víctima de Phillips! Sir Arnold Baldwin, el señor Malcolm Cassidy y lord Justice Sullivan. Fue este último nombre el que heló la sangre de Rathbone y le hizo apretar el papel. Pero aquello era ridículo. Lord Justice Sullivan sin duda tenía un abogado, igual que cualquier otro hombre. Tendría propiedades, con toda probabilidad una casa en Londres y otra en el campo. Toda propiedad conllevaba escrituras, dinero, posibles disputas. Y por supuesto había testamentos y herencias y otros asuntos objeto de litigios.
La tarea inminente consistía en saber más cosas sobre cada uno de los tres hombres de la lista y, si era preciso, encontrarse con ellos. Aunque cayó en la cuenta que aun así no sabría determinar cuál de ellos era el que buscaba. ¿Qué aspecto tenía un hombre dominado por semejante apetito? ¿Vivía asustado, atormentado por la culpa? ¿Tendría un carácter compulsivo como el de quienes apuestan o beben en exceso? ¿O sería como cualquier otra persona y ese lado oscuro de su naturaleza sólo emergía cuando él lo permitía, secretamente, de noche, en el río?
Pudo constatar que era así cuando se las ingenió para verse con Cassidy y con Baldwin, el primero en un almuerzo, el segundo en un club del que él mismo era socio. En ninguno de los dos observó nada que le suscitara la menor inquietud.
Reunirse con Sullivan resultó más complicado, y sintió una hostigadora inevitabilidad al respecto, como si en el fondo ya hubiese determinado que el hombre de Phillips era él. Dado que Sullivan era el juez que había visto la causa, ese hecho bastaba para que la situación estuviera horrorosamente enmarañada. A Rathbone se le encogió el estómago, notando algo frío y doloroso.
Resultó embarazoso maquinar para obtener una invitación a una recepción a la que en principio no estaba invitado. Fue sumamente consciente de que el conocido que se lo arregló creía que deseaba asistir con el propósito de sacar algún provecho de índole profesional, cosa un tanto indecorosa y que hacía mucho tiempo que había dejado de ser necesaria para él. Si permitió que pensara eso sólo fue porque cualquier otra excusa habría parecido aún más rara.
Tampoco fue fácil pedir a Margaret que lo acompañara y, por descontado, todavía más difícil darle alguna explicación que no fuera claramente una evasiva.
– Lo siento, querida -dijo Rathbone, fingiendo ponerse bien los gemelos para no tener que mirarla a los ojos-. Soy consciente de que es injusto esperar que me dediques la velada avisando con tan poca antelación, pero la ocasión se me ha presentado hoy mismo; de lo contrario te lo habría hecho saber antes. Asistirán personas a quien tengo muchas ganas de ver. No puedo comentar nada al respecto porque guarda relación con un caso. -Ahora la miró a la cara. Las palabras habían acudido a sus labios justo a tiempo, y lo dicho pareció perfectamente razonable. Más aún, era cierto, si se consideraba con el sesgo suficiente.
– Por supuesto -contestó Margaret, escrutando sus ojos para comprender el significado que le constaba que encerraban sus palabras.
Rathbone sonrió.
– Disfrutaría mucho más si pudieras acompañarme.
Eso no era verdad, pero tuvo la impresión de que debía decirlo. Sería más sencillo si acudiera solo. Se ahorraría tener que precaverse de ser observado con demasiado detenimiento y, posiblemente, ser sorprendido en una contradicción, aunque nunca en algo tan flagrante como una falsedad.
– Iré encantada -contestó Margaret, y se dio la vuelta a su vez porque no había visto en él la franqueza que esperaba. No habría sabido explicar qué era lo que echaba en falta. ¿Cómo describir la franqueza? ¿Como una apertura, un afecto en la mirada, una ausencia de recelo?-. ¿Es una velada formal?
– Sí, eso me temo.
– No hay problema. Tengo un montón de vestidos.
Al menos eso era cierto. Rathbone había visto que tenía más que suficientes a la última moda por el simple placer de tenerlos. Podía mostrarse espléndida, si bien siempre con el gusto discreto de una mujer con clase. Margaret no sabía ser vulgar. Ése era uno de los rasgos de ella que más agradaban a Rathbone. Le habría gustado decírselo pero hubiese sonado forzado. El cumplido quedaría despojado de toda sinceridad, y ello pensaba de veras.
Llegaron a la recepción a la hora perfecta, ni tan pronto como para parecer ansiosos ni tan tarde como para causar la impresión de querer llamar la atención. La ostentación era de maleducados, por no decir algo peor.
El vestido de Margaret era de colores lisos, con predominio de azules más que de rojos, y apagados, como en sombra. El canesú presentaba un corte bajo, aunque podía lucirlo sin revelar más de lo que aconsejaba la modestia, porque era esbelta. Las faldas tenían mucho vuelo y siempre había sabido caminar con suma gracilidad.
– Estás preciosa -le dijo Rathbone en voz baja mientras bajaban la escalera cogidos del brazo. Notó cierto rubor en su cuello y sus mejillas, y le alegró lo que significaba; no había sido un cumplido huero.
Les recibieron los anfitriones, una dama delgada y atractiva de muy buena familia, casada con un hombre adinerado que la hacía dudar de que su elección hubiese sido tan sensata como creía. Sonreía con timidez al recibir a los invitados y luego se refugiaba en conversaciones absolutamente triviales, causando que los asistentes se preguntaran si les habían invitado por mera cortesía.
– Pobrecita -dijo Margaret en voz baja mientras se perdían entre la concurrencia, saludando con la cabeza a conocidos, correspondiendo brevemente a aquellos cuyos nombres no recordaban a la primera o a los que preferían evitar. Algunas personas no sabían cuándo permitir que una conversación feneciera de muerte natural.
– ¿Pobrecita? -cuestionó Rathbone, preguntándose si habría algo que él debiera saber.
Margaret sonrió.
– Nuestra anfitriona ha alcanzado una posición económica envidiable al casarse, pero yo diría que se siente bastante fuera de lugar entre la burguesía, pues su familia pertenece a la más rancia aristocracia -explicó-. Aunque si una lo desea, puede aprender.
Rathbone enarcó las cejas.
– ¿Cómo dices?
Por primera vez en varios días, Margaret se rió con deleite.
– Pareces preocupado, Oliver, ¿te das por aludido? Yo en ningún momento he pensado que me hubiese empobrecido. Y, desde luego, no me casé contigo por dinero. Rehusé a caballeros más ricos que tú. Pensé que quizá serías interesante.
Rathbone soltó el aire lentamente, notando que un ligero sonrojo le subía a las mejillas. Aquélla era la mujer de quien se había enamorado.
– Soy un profesional -replicó con impostada aspereza-. Lo cual no se parece en nada al comercio. Aunque eso no quita que siga constituyendo una enorme ventaja tener una esposa de buena cuna, incluso si ésta posee más ingenio y espíritu de lo que resultaría razonablemente cómodo.
Margaret le apretó el brazo un momento nada más.
– No te conviene estar cómodo todo el tiempo -le dijo-. Te vuelves complaciente, y eso es muy poco atractivo. Quizá sería conveniente que buscaras a quien quieres ver.
Rathbone suspiró.
– Tal vez -concedió, sumiéndose de nuevo en la desdicha, costándole otra vez respirar.
Fue relativamente fácil abordar a Sullivan sin que resultara forzado, pero Rathbone notaba que el corazón le latía con tanta fuerza que a duras penas lograba evitar que la voz le temblara al hablar. ¿Qué haría si Sullivan simplemente se negaba a verlo a solas? Rathbone debía proponerlo sin suscitar ninguna sospecha. ¿Sería siempre receloso un hombre que se supiera culpable?
Se encontraban a un par de metros del corrillo siguiente, y Sullivan daba la espalda a una hornacina llena de libros y objets d'art.
– ¡Vaya! Encantado de verlo, Rathbone -saludó calurosamente el juez-. Seguirá celebrando su victoria, me imagino. Consiguió algo que hubiese creído casi imposible.
Rathbone ocultó sus sentimientos acerca del papel que había desempeñado en el juicio, que cada vez le repugnaba más, sin darle tregua.
– Gracias -aceptó, pues no hacerlo sería descortés y le tocaba mostrarse gentil, al menos hasta que encontrara el momento y el lugar para estar con Sullivan a solas, Estaba acostumbrado a verlo con peluca y toga, y a una distancia de varios metros desde el entarimado de la sala, encaramado en el banco del tribunal. De cerca, seguía siendo un hombre apuesto, pero sus facciones eran algo menos definidas, con la piel llena de manchas como si padeciera algún trastorno de salud, tal vez fruto de los excesos y de la consiguiente dispepsia-. Resultó menos difícil de lo previsto -agregó, ya que Sullivan parecía aguardar a que dijera algo más.
– La Policía Fluvial cavó su propia tumba -respondió Sullivan con gravedad-. Tanto Durban como Monk. En mi opinión habría que poner freno a su autoridad. Quizá los periódicos tengan razón, y ya vaya siendo hora de dispersarlos y trasladar el mando a las comisarías de distrito. Tienen una jurisdicción excesiva, ahora mismo.
Rathbone reprimió su protesta. Todavía no podía suscitar el antagonismo de Sullivan, pues no sacaría nada en claro si se ponía a la defensiva.
– ¿Eso piensa? -preguntó, adoptando un aire de sumo interés-. Según parece, conocen muy bien su territorio, y debo añadir que hasta ahora tienen un índice de éxitos excelente.
– Hasta la fecha -asintió Sullivan-. Pero a decir de todos, Durban no era tan inteligente ni tan honorable como suponíamos, y su sustituto, ese tal Monk, ha seguido sus pasos. Basta con echar un vistazo al caso Phillips para darse cuenta de que no está a la altura del cargo que ostenta. Me atrevería a decir que su ascenso fue indebido.
– Lo dudo mucho -protestó Rathbone.
Sullivan enarcó las cejas.
– ¡Pero, amigo mío, si lo demostró usted mismo! Ese hombre implicó a su esposa, una buena mujer sin duda, aunque sentimental, llena de ideas bienintencionadas pero ilógicas. Y él, al parecer, fue víctima de las mismas ilusiones. Aborrecía el asesinato del niño, y permitió que le afectara tanto, entre otras cosas porque era el último caso de Durban, que fue descuidado. Presentó pruebas inconsistentes al pobre Tremayne, por eso el jurado no tuvo más remedio que hallar no culpable a Phillips. Además, sabemos que ya no puede ser juzgado por ese crimen de nuevo, ni siquiera si hallamos pruebas irrefutables de su culpabilidad. No podemos permitirnos muchos fiascos como éste, Rathbone.
– Desde luego que no -dijo Rathbone con una seriedad absolutamente sincera-. La situación es en efecto muy grave, quizá más de lo que Monk llegue a comprender.
– ¿Está entonces de acuerdo en que quizá debería desmantelarse la Policía Fluvial? -inquirió Sullivan.
Rathbone levantó la vista hacia él.
– No, no, estaba pensando en la peliaguda cuestión del chantaje. -Observó el semblante de Sullivan y un ligero cambio en su mirada le advirtió de que había dado en el clavo, aunque aún no supiera cuan hondo lo había clavado. Esbozó una sonrisa-. Como es natural, antes de defender a Phillips tuve que estudiar todas las pruebas con suma atención y, por supuesto, interrogarlo a fondo.
– Naturalmente -confirmó Sullivan con una expresión extrañamente forzada-. Pero vaya con cuidado, Rathbone. Cualquier cosa que le dijera como cliente sigue siendo secreto profesional, aunque ya se haya dictado sentencia y resultara absuelto. Ahora ya no soy el juez que vio la causa, y no tengo ningún privilegio.
– Ninguno -dijo Rathbone secamente-. No pensaba filtrar ninguna información, tan sólo generalidades. Phillips nunca ha negado que se gana la vida satisfaciendo los más patéticos y obscenos gustos de hombres que pagan para que les consientan hacer realidad sus fantasías.
El rostro de Sullivan reflejaba sentimientos encontrados, miedo, desdén y también una chispeante excitación.
– Con esas opiniones, debió de costarle lo indecible defenderlo -señaló.
Quizá siguieran aparentando afabilidad, pero ésta había desaparecido por completo, y ambos lo sabían. Entre ellos sólo había aversión y una fina película de indignación.
– Muchas personas a las que defiendo se dedican a cosas que me sublevan -contestó Rathbone-. Estoy convencido de que ha visto causas en las que tanto el crimen en sí mismo como el carácter del acusado le han ofendido profundamente. Eso no justificaría que usted rehusara la vista, pues entonces habría casos que jamás se juzgarían.
Sullivan encogió ligeramente los hombros y se volvió.
– Conozco bien las dificultades que plantean la ley y la justicia -dijo, carente de expresión-. ¿Alguien ha denunciado un chantaje? ¿O es una mera teoría?
Rathbone procuró calmarse respirando hondo. Sullivan era juez. Rathbone había robado información a Ballinger, y no podía permitir que nadie se enterase, por su propio interés, por el de Cribb y posiblemente incluso por el de Margaret. Pero Rathbone tenía algo que averiguar, algo que redimir. Debía mentir.
– Lamentablemente, creo que es un hecho probado, al menos en un caso, quizás en más. Phillips no mueve un dedo si no es para sacar provecho. En el caso de proporcionar niños para satisfacer esos apetitos, saca beneficio por partida doble, en primer lugar por los servicios prestados, y en segundo por guardar silencio a posteriori, porque en algunos casos, si no en todos, lo que ocurre en su barco es ilegal. Según parece, sus clientes no quieren o no pueden controlarse a sí mismos, aunque sea a costa de un precio tan alto.
Reparó en que el color abandonaba el semblante de Sullivan, dejándole manchadas las mejillas. Su expresión no cambió en lo más mínimo.
– Entiendo -dijo en voz muy baja, poco más que un susurro.
– Estaba convencido de que así sería -respondió Rathbone-. Puesto que esos hombres obviamente pueden pagar el chantaje para comprar el silencio de Phillips, sin duda se trata de personas ricas y, por consiguiente, es probable que tengan cierto poder o que sean sumamente influyentes. Es imposible averiguar quiénes son.
– No es preciso que abunde en detalles, Rathbone. Veo claramente adónde quiere ir a parar. Como bien dice, es muy grave. Y como empiece a soltar acusaciones a diestro y siniestro, se pondrá en una situación sumamente peligrosa. Supongo que se da cuenta.
Fue claramente una pregunta, y requería una respuesta.
– Por supuesto, señoría -dijo Rathbone muy serio-. He puesto mucho cuidado a la hora de decidir con quién hablar de esto. -Quizá no sería prudente dar a entender a Sullivan que no se lo había referido a nadie más-. Pero no puedo ignorarlo. El riesgo de corrupción es demasiado grande.
– ¿Corrupción? -preguntó Sullivan, mirando a Rathbone-. ¿No está exagerando un poquito? Que ciertos hombres tengan… gustos que usted deplora en lo que atañe a su vida privada o a las compañías que frecuentan ¿es realmente de su incumbencia?
– Si pueden chantajearlos por dinero, me figuro que no -respondió Rathbone, midiendo cada palabra-. En tal caso son víctimas, pero hasta que lo denuncien, sufrirán en privado.
Pasó un lacayo, vaciló un instante y siguió su camino. Una mujer se rió.
– Pero si son hombres que ostentan poder -prosiguió Rathbone-, y el precio ya no es dinero sino el abuso de ese poder, entonces nos incumbe a todos. Más aún si el poder en cuestión lo ejerce un capitoste de la economía, el gobierno o, más concretamente, de la judicatura. -Miró a Sullivan de hito en hito, y fue éste quien se encogió y desvió la mirada-. ¿Qué ocurriría si un hombre pagara su chantaje haciendo la vista gorda cuando se infringe la ley? -preguntó Rathbone-. ¿O si cometiera fraude, malversando fondos para pagar a Phillips una vez agotados los suyos? ¿O si, caso de pertenecer a la autoridad portuaria, permitiera o incluso encubriera delitos? Las autoridades portuarias pueden pasar por alto el contrabando, los robos, incluso asesinatos acaecidos en el río. Los abogados, incluso los jueces, pueden quebrantar la mismísima ley.
»¿Quién puede señalar a los implicados, o hasta qué punto han penetrado en el sistema en el que todos creemos, el que nos separa de la jungla? -Sullivan se balanceó, con el semblante gris-. ¡Contrólese, hombre! -dijo Rathbone entre dientes-. No voy a pasar esto por alto. A esos niños los azotan, los sodomizan, y aquellos que se rebelan acaban torturados y asesinados. ¡Usted y yo somos cómplices de que Phillips saliera impune, y usted y yo vamos a enmendar eso!
– No podrá -dijo Sullivan con un hilillo de voz-. Nadie puede detenerlo. Usted fue tan utilizado como yo. Si ahora se vuelve contra él, dirá que usted era cliente suyo y que lo defendió para salvarse a sí mismo. Que ése era el precio de su chantaje.
La esperanza asomó al semblante de Sullivan, pálido y reluciente de sudor. Dio varios pasos hacia atrás, pero no tenía escapatoria.
Rathbone fue tras él, apartándose todavía más de la concurrencia. La gente suponía que estaban tratando algún asunto confidencial y los dejaba en paz. Pasaban por delante de ellos como en un torbellino, ajenos a su conversación.
– Por el amor de Dios, ¿cómo es posible que le haya sucedido esto a usted? -inquirió Rathbone-. Haga el favor de sentarse antes de que se caiga y haga el ridículo. -Sullivan abrió los ojos, horrorizado ante la mera idea. ¡Desmayarse! Había una salida, después de todo-. ¡Ni se le ocurra! La gente pensará que está borracho. Y sólo conseguirá posponer lo inevitable. Si pudiera controlarse, si pudiera parar ¿lo habría hecho, por Dios bendito?
Sullivan cerró los ojos para dejar de ver la cara de Rathbone.
– ¡Claro que lo habría dejado, maldito sea! Todo comenzó… de la manera más inocente.
– ¿En serio? -dijo Rathbone gélidamente.
Sullivan abrió los ojos de golpe.
– Yo sólo quería… ¡Excitación! No se imagina lo… aburrido que estaba. Lo mismo noche tras noche. Ninguna emoción, ninguna excitación. Me sentía medio muerto. Los grandes apetitos me eludían. La pasión, el peligro, el romance pasaban de largo. ¡No me ocurría nada! Todo me era servido en bandeja, vacío, sin… sin sentido. No tenía que esforzarme por nada. Comía y me quedaba tan hambriento como antes.
– ¿Debo deducir que se refiere al apetito sexual?
– ¡Me estoy refiriendo a la vida, cabrón! -dijo Sullivan entre dientes-. Entonces un día hice algo peligroso. Me importan un rábano las relaciones con otros hombres; no me repugnan, pero son ilegales. -De pronto le brillaban los ojos-. ¿Alguna vez ha sentido correr la sangre en sus venas, los latidos del corazón, ha probado el sabor del peligro, del terror, para luego soltarse y saber que por fin está completamente vivo? ¡No, por supuesto que no! ¡Mírese! Está disecado, fosilizado antes de los cincuenta. Morirá y lo enterrarán sin que haya vivido de verdad.
Ante Rathbone se abrió un mundo que nunca antes había imaginado, las ansias de correr peligro y escapar, de perseguir riesgos cada vez mayores para conseguir sentir algo, la necesidad de ejercer un poder absoluto sobre los demás para alcanzar la plenitud y quizá para tener poder sobre los demonios interiores que carcomen el lugar que debería ocupar el alma.
– ¿Y ahora se siente vivo? -preguntó Rathbone en voz baja-. ¿Incapaz de controlar sus apetitos, incluso cuando están a punto de arruinarle la vida? ¿Paga dinero a un sujeto como Jericho Phillips, que le dice lo que tiene que hacer y lo que no, y piensa que eso es tener poder? El ansia gobierna su cuerpo y el miedo le paraliza el intelecto. Tiene tan poco poder como los niños de los que abusa. Sólo que usted no tiene la excusa que tienen ellos.
Por un instante Sullivan se vio tal como lo veía Rathbone y sus ojos se llenaron de terror. Rathbone casi habría podido sentir lástima por él, de no haber sido por las demás víctimas de sus obsesiones.
– Por eso pidió a Ballinger que le buscara un abogado capaz de salvar a Phillips -concluyó.
– Por supuesto. ¿No habría hecho lo mismo, usted? -preguntó Sullivan.
– ¿Por qué, porque es mi suegro y yo era amigo de Monk y lo conocía lo suficiente para saber qué debilidades había al otro lado de los puntos fuertes?
– ¡No soy imbécil! -dijo Sullivan de manera mordaz.
– Sí que lo es -le dijo Rathbone-. Un imbécil redomado. Ahora no sólo tiene a Phillips haciéndole chantaje, me tiene a mí también. Y el precio que voy a exigirle es la destrucción de Phillips. Eso me silenciará para siempre sobre este asunto, y obviamente nos librará de Phillips, colgado de una soga, con un poco de suerte. -Sullivan no dijo nada. El rostro le sudaba y había perdido todo el color-. Por el momento no voy a arruinarle la vida -dijo Rathbone con repugnancia-. Tengo que utilizarlo. Y dicho esto dio media vuelta y se marchó.
Por la mañana Rathbone envió una nota a la comisaría de la Policía Fluvial en Wapping, pidiendo a Monk que fuese a verlo en cuanto tuviera ocasión. No tenía sentido que él fuera a ver a Monk, ya que podía encontrarse en cualquier lugar entre el Puente de Londres y Greenwich, o incluso más lejos.
Monk llegó antes de las diez. Iba impecable, como de costumbre, recién afeitado y con la camisa almidonada bajo la chaqueta del uniforme. Al verlo, Rathbone se alegró, pero estaba demasiado asqueado en su fuero interno como para sonreír. Aquél era el Monk que él conocía, vestido con la elegancia de un hombre que amaba la ropa y conocía el valor del amor propio. Y sin embargo no caminaba con brío y tenía ojeras de agotamiento. Se plantó en medio del despacho, aguardando a que Rathbone hablara el primero.
Rathbone estaba consternado por las acusaciones vertidas contra la Policía Fluvial en general, y contra Durban y Monk en particular. Ya llevaba un tiempo resentido, pero desde la víspera bullía en su interior una ira tan grande que a duras penas la podía contener.
Quería poner fin al distanciamiento entre él y Monk, pero las meras palabras no harían más que redefinir la herida.
Monk aguardaba en la sala de espera. Rathbone lo hizo llamar; tenía que hablar el primero.
– La situación es peor de lo que pensaba -comenzó Rathbone. Se sentía estúpido por no haberlo visto desde el principio-. Phillips está haciendo chantaje a sus clientes, y sólo Dios sabe quiénes son.
– Me figuro que el demonio también lo sabe -repuso Monk secamente-. Supongo que no me has hecho avisar para decirme esto. No te habrás imaginado que no estaba al corriente. Estoy amenazado porque he albergado a un rapiñador en mi casa, principalmente para mantenerlo a salvo. Phillips está insinuando que soy su socio y le consigo niños.
Rathbone notó el calor de la culpabilidad en el rostro. Había defendido a muchos hombres acusados de crímenes nefandos. Merecían las mismas oportunidades de demostrar su inocencia que los que eran acusados de escándalo público o de hacer perder el tiempo a la policía, y posiblemente lo necesitaban más. Su culpa radicaba en el uso que había hecho de su habilidad, manipulando emociones más que pruebas.
– He averiguado la procedencia del dinero con el que me pagaron -dijo-. Me parece que lo donaré a obras benéficas, anónimamente. No estoy orgulloso de la manera en que he obtenido esa información.
Una chispa de compasión brilló en los ojos de Monk, cosa que sorprendió a Rathbone y le hizo sentirse aún más vulnerable ante el mundo en general y, sin embargo, más seguro con el propio Monk. Monk poseía una templanza en la que no había reparado hasta entonces.
– El abogado instructor fue mi suegro-prosiguió. Lo que venía a continuación iba a ser más difícil, pero no se andaría con rodeos ni intentaría excusarse-. No voy a decirte cómo descubrí quién es su cliente. Prefiero hacerlo así para que toda la culpa recaiga sobre mí. Basta con que sepas que se trata de lord Justice Sullivan… -Vio la incredulidad del rostro de Monk, que al digerir la noticia puso cara de pasmo. Rathbone sonrió con tristeza-. Arroja nueva luz sobre el juicio, ¿no?
Monk no dijo nada. Su semblante no reflejaba enojo ni acusación, aunque habría sido comprensible.
– Anoche me encaré con él -prosiguió Rathbone-. Obviamente es uno de los clientes de Phillips, y una de sus víctimas. Usó la palabra «adicción» para describir sus ansias por la emoción que obtiene de sus placeres. Tal vez lo sea. Nunca había pensando que la pornografía fuera otra cosa que el repugnante voyeurismo de quienes son incapaces de tener una relación como es debido. Quizá sea algo más que eso, una dependencia del carácter, como ocurre con el alcohol o con el opio. Según parece en su caso es el peligro, el riesgo de ser descubierto en un acto que indudablemente le arruinaría la existencia. Me resulta patético y repulsivo a la vez.
Monk estaba comenzando a pensar. Rathbone vio las ideas que cruzaban por su mente, la agudeza de sus ojos.
– Me imagino que podría serte útil -sugirió Rathbone-. Ése fue mi propósito al desenmascararle, al menos para mí. Aunque te aconsejo que lo manejes con cuidado. Es imprevisible, está enfadado y asustado, posiblemente no del todo en sus cabales, al menos tal como tú y yo entendemos la cordura. Podría muy bien saltarse la tapa de los sesos antes de verse expuesto.
– Gracias -aceptó Monk, mirándolo a los ojos.
Rathbone correspondió a su sonrisa. En ese momento supo que Monk comprendía lo difícil que había sido para él, así como toda la complejidad de sus motivos. No dijo nada, pues las palabras eran demasiado pobres, justamente por ser demasiado concretas.