Capítulo 8

Rathbone se sentó a cenar curiosamente falto de apetito. El comedor era hermoso, y su sobria elegancia original había mejorado mucho desde la llegada de Margaret a la casa. No estaba muy seguro de qué había cambiado en concreto, pero fuera lo que fuese, ahora resultaba más acogedor que antes. La mesa de caoba tenía las mismas líneas depuradas, el techo conservaba las molduras de yeso que reproducían hojas de acanto. Las cortinas azules y blancas eran nuevas, mucho menos pesadas que las anteriores. Había toques de oro aquí y allá, y un jarrón con rosas de un delicado tono sobre la mesa. Todo ello aportaba calidez y ligereza a la estancia, que se notaba más vivida.

Tomó aire para darle las gracias a Margaret ya que, por supuesto, era ella quien había introducido esos cambios, pero entonces dejó escapar la ocasión y, en cambio, comió un poco más de pescado. Sonaría artificioso, como si hubiese buscado alguna cortesía que decir. Deberían estar conversando sobre cosas reales, no sobre trivialidades como las cortinas y las flores.

Margaret se concentraba en su comida, con la vista en el plato. ¿Debería hacerle un cumplido? Era ella quien había contratado a la cocinera, ¿en qué estaba pensando para fruncir ligeramente el entrecejo como hacía? ¿Sabía acaso lo que a él no paraba de darle vueltas en la cabeza? Había estado orgullosa de que venciera en el caso de Phillips. Recordaba su rostro radiante, el modo en que caminó, con la cabeza bien alta, incluso la espalda un poco más erguida que de costumbre. ¿Fue por su inteligencia? ¿Tanto le importaba la habilidad? ¿Más que la sabiduría? ¿Fue porque estaba en el lado de los vencedores y Hester había perdido?

¿O no se había sentido orgullosa en absoluto, y supo disimularlo mediante aquella pequeña muestra de desafío? ¿Y la lealtad? ¿Fue para con él o para con su propio padre? ¿Acaso sabía que era su padre quien había defendido a Phillips, si bien indirectamente? ¿Tenía la menor idea de cómo era Phillips en verdad? Rathbone apenas estaba comenzando a hacerse cargo de ello. ¿Cómo iba ella a saber más? Y si Margaret era capaz de ser leal, ¿no debería pagarle con la misma moneda?

Se terminó el pescado.

– No sé exactamente qué cambios se han hecho en esta habitación-dijo en voz alta-, pero ahora es mucho más agradable comer aquí. Me gusta.

Margaret levantó la vista enseguida, mirándolo inquisitivamente.

– ¿En serio? Me alegro. Sólo han sido unos detalles.

– A veces las cosas pequeñas son las que marcan la diferencia entre lo bello y lo ordinario -contestó Rathbone.

– ¿O entre el bien y el mal? -preguntó Margaret-. Pequeños para empezar.

Aquella conversación se estaba adentrando en un derrotero que Rathbone no deseaba porque apuntaba hacia un tema que le incomodaría discutir con sinceridad, así como a zonas en las que no estaba seguro del terreno que pisaba y por las que prefería no navegar.

– Eso es demasiado filosófico. -Bajó la vista al plato-. Un tanto excesivo para el plato de pescado -agregó, esbozando una sonrisa.

– ¿Preferirías abordarlo con la carne? -preguntó Margaret, sin alterar lo más mínimo la voz. A Rathbone se le ocurrió que Hester le habría dicho que no fuese pedante y que habría seguido adelante con la conversación sin arredrarse. Ése fue uno de los motivos por los que había vacilado en pedirle que se casara con él, optando por la comodidad que le ofrecía Margaret.

– Dudo de que conozca el origen del bien y el mal para poder debatir sobre ello como es debido -dijo con franqueza-. Pero si lo deseas, supongo que podría intentarlo.

Lo dijo con intención de disuadirla, de hacerle saber, sin rechazarla de plano, que lo haría contra su voluntad. Margaret condescendería; llevaban suficiente tiempo casados como para saber que reaccionaría así, pues así era como su madre le había enseñado a conservar la consideración de su marido.

Hester le habría dado una respuesta que lo habría herido en lo más vivo, dejando la herida abierta…, y haciéndole sentir vivo. Tal vez no siempre habría confiado en que ella fuese la dama ideal a juicio de la señora Ballinger. Desde luego no habría encajado en su vida como lo hacía Margaret, siempre dispuesta a brindarle su apoyo, a creer en él, y sin ponerlo nunca en una situación embarazosa. En todo momento le habría preocupado lo que Hester pudiera hacer o decir, las causas que abrazaría, a quienes ofendería si eran lo bastante crueles o estúpidos para darle pie a hacerlo. Pero…, interrumpió el hilo de su pensamiento. No debía seguirlo; ni ahora, ni nunca.

Se obligó a mirar a Margaret. Tenía la cabeza gacha, pero percibió su movimiento y volvió a levantar la vista.

– Por hoy ya he comparado bastante el bien y el mal, querida -dijo Rathbone en voz baja-. Soy capaz de entender buena parte de ambas cosas, así como el coste de cada una de ellas. Preferiría, con mucho, poder hablar contigo de algo más agradable, o al menos lleno de escollos y fracasos, y de equivocaciones que vemos cuando ya es tarde para enmendarlas.

El semblante de Margaret mostró preocupación.

– Perdona. Yo también preferiría algo más agradable. He pasado todo el día tratando de recaudar fondos para la clínica, acudiendo a personas que tienen mucho más dinero del que necesitan pero que siguen necesitando más cosas. Muchas mujeres se visten de alta costura no para agradar al hombre que aman, sino para fastidiar a las mujeres que temen.

Pese a no ser su intención, Rathbone se encontró sonriendo. Parte de su tensión se relajó. Estaban avanzando hacia terreno más seguro.

– Me pregunto si tienen idea de que las hayas observado con tanta perspicacia -comentó.

Margaret se mostró alarmada, aunque no sin un destello de humor.

– ¡Dios mío, espero que no! Bastante me eluden ya ahora, sabiendo que voy a pedirles dinero en cuanto tenga ocasión; a veces en lugares donde les será muy difícil negarse.

Rathbone abrió exageradamente los ojos.

– No me había dado cuenta de que fueras tan despiadada.

– No tenías por qué -repuso Margaret.

Una chispa de sincera admiración tocó la fibra de Rathbone, dándole un motivo de satisfacción al que aferrarse.

– Lo olvidaré de inmediato -prometió-. Hablemos de otras cosas. Estoy convencido de que han ocurrido cosas dignas de ser comentadas.


* * *

El día siguiente era sábado; no se celebraban juicios. Normalmente Rathbone habría dedicado al menos la mañana a revisar documentos para la semana siguiente. Finalmente resolvió enfrentarse al asunto que lo tenía preocupado desde hacía varios días. Por fin fue lo bastante sincero para admitir que pasarlo por alto constituía una escapatoria. Nunca hallaría el momento adecuado, las palabras apropiadas.

Se despidió de Margaret sin darle explicaciones. Eso no tenía nada de extraordinario; había establecido ex profeso la costumbre de no contar adónde iba porque a menudo sus asuntos eran confidenciales. Se limitó a decirle que regresaría antes de la hora de almorzar.

Hasta el domicilio de Arthur Ballinger sólo había un breve recorrido en coche de punto. Hubiese preferido mantener aquella conversación en un bufete donde no estuvieran expuestos a las interrupciones de la servidumbre y así ahorrarse de paso que la madre de Margaret se enterase de su visita. Pero tenía la impresión de que no cabía posponerla, a riesgo de que las obligaciones profesionales la retrasaran aún más.

Lo recibió la criada y esperó, sólo por un instante, poder escapar sin tener que dar explicaciones a su suegra. Pero ésta sin duda había oído la puerta porque bajó la escalera sonriendo contenta, y le dio una calurosa bienvenida.

– Qué placer verte, Oliver. Se te ve muy bien. Espero que lo estés.

Quería decir «muy formal», porque iba vestido de trabajo. Confió en que Arthur Ballinger percibiera la gravedad de lo que iba a preguntarle. Ni la amistad ni los vínculos matrimoniales alteraban los principios morales que profesaba.

– De salud estoy muy bien, muchas gracias -contestó Rathbone-. Igual que Margaret. Seguro que me habría dado recuerdos si hubiese sabido que venía aquí; no obstante, me trae un asunto confidencial. Es al señor Ballinger a quien necesito ver. Creo que puede aconsejarme en una cuestión de cierta importancia. ¿Se encuentra en casa?

Sabía que Ballinger tenía la costumbre, lo mismo que él, de preparar el sábado por la mañana los asuntos de la semana siguiente. Entre otras cosas, le permitía eludir las exigencias domésticas o sociales que su esposa pudiera requerirle.

– Pues sí, claro que está en casa -contestó ella, un tanto alicaída. Había abrigado la esperanza de que se tratase de una visita personal que la ayudara a combatir el tedio de la mañana-. ¿Te está esperando?

– No. Me temo que acabo de decidir consultarle. Mis disculpas por las molestias.

– No es ninguna molestia -dijo la señora Ballinger restándole importancia con un ademán-. Siempre eres bienvenido.

Y con un frufrú de sus abundantes faldas lo condujo a través del vestíbulo hasta la puerta del estudio. Llamó con los nudillos. Al oír la voz de Ballinger, abrió la puerta y anunció la presencia de Rathbone.

Ballinger no tuvo más remedio que invitar a Rathbone a pasar, como si estuviera encantado de verlo. Sin embargo, no bien volvió a cerrarse la puerta, la tensión se palpaba en el aire a pesar del fingimiento. Ambos permanecieron de pie.

Ballinger titubeó un momento, a todas luces decidiendo cuán franco debía mostrarse, y concluyó que lo menos posible.

– Me cuesta imaginar para qué necesitas mi consejo pero, por descontado, si puedo ayudarte, estaré encantado de hacerlo. Ponte cómodo, por favor. -Le indicó una butaca enfrentada a la suya-. ¿Te apetece una taza de té? ¿O prefieres algo frío?

Rathbone no tenía tiempo para sutilezas, y sabía que aceptar significaría por lo menos dos interrupciones, una para pedir el té y una segunda para que se lo sirvieran.

– No gracias -declinó-. No quisiera molestarlo más tiempo del necesario.

Se sentó, ante todo para dejar clara su intención de quedarse hasta concluir el asunto que le había traído.

Ballinger se sentó a su vez. No hacerlo hubiese sido una sugerencia implícita de que instaba a Rathbone a marcharse cuanto antes.

Rathbone abordó la cuestión de inmediato. Demorarla no iba a hacerlo más fácil.

– El caso Phillips me sigue preocupando -reconoció. Vio que el rostro de Ballinger se crispaba, aunque tan levemente que pudo ser un efecto de la luz, salvo que no se había movido-. Poner en cuestión los motivos de la policía fue justo, en principio. De hecho, es una táctica que uno debe tomar en consideración en cualquier caso.

– Llevaste el caso de una forma brillante -dijo Ballinger asintiendo-. Y no hay nada siquiera remotamente cuestionable al respecto. No entiendo qué es lo que te tiene preocupado ahora.

No bien lo hubo dicho su rostro traslució que sabía que había cometido un error. Había abierto una brecha para Rathbone que de lo contrario éste hubiese tenido que crear.

Rathbone esbozó una sonrisa.

– Naturalmente, puse mucho cuidado en no preguntar abiertamente a Phillips si era culpable. Me comporté como si no lo fuera, tal como era mi obligación, pero resulta que cada vez estoy más convencido de que en efecto mató a ese niño… -Vio que Ballinger torcía el gesto pero hizo caso omiso-. Y probablemente a otros también. Me consta que la Policía Fluvial lo sigue investigando, con la esperanza de hallar una nueva causa, y no me cabe duda de que serán mucho más cuidadosos esta segunda vez. -Ballinger cambió ligeramente de postura en el sillón-. Si en efecto presentan nuevos cargos -prosiguió Rathbone-, ¿su cliente querrá que usted se ocupe de ello otra vez?

»O, hablando a las claras, ¿está ya satisfecha esa deuda de honor, o se prolongará en la defensa indefinida de Phillips, sean cuales sean las acusaciones?

Ballinger se sonrojó, y Rathbone se sintió culpable por haberlo puesto en semejante situación. Iba a hacer imposible la amistad entre ambos. Ya había cruzado un límite que no podía ser olvidado. Aquel hombre era el padre de su esposa; el precio era elevado. Pero si amoldaba su moralidad para evitar un inconveniente personal, ¿cuánto valía su moralidad? Reducirla a una cuestión de conveniencia no sólo dañaría el respeto que sentía por Ballinger, sino que también contaminaría cualquier otra relación, quizá sobre todo con Margaret.

– Si no puede contestar por él, lo cual sería perfectamente comprensible, incluso correcto-prosiguió Rathbone-, ¿quizá podría hablar con él personalmente? -Era lo que había querido desde el principio. El anonimato del hombre que pagó la defensa de Phillips siempre lo había inquietado. Ahora que cobraba forma una imagen mucho más turbia del negocio de Phillips, todavía lo inquietaba más-. ¿Quién es?

– Me temo que no puedo decírtelo -contestó Ballinger. Lo dijo sin titubeos, sin un ápice de incertidumbre-. Es un asunto de la más estricta confidencialidad y el honor me lo impide. Desde luego, le transmitiré tu inquietud. No obstante, lo encuentro un tanto prematuro. La Policía Fluvial todavía no ha detenido a Phillips ni presentado cargo alguno. Es normal que estén consternados por el fracaso de su caso y la consiguiente insinuación de que el difunto comandante Durban fuera de una competencia cuestionable, incluso que su conducta no siempre fuese la apropiada para su cargo. -Hizo un gesto con las manos como si lo lamentara-. Es una verdadera desgracia para su reputación que su nuevo jefe, Monk, parezca estar cortado por el mismo patrón. Pero no podemos alterar la ley para acomodarla a las debilidades de quienes la administran.

»Estoy convencido de que serías el primero en estar de acuerdo. -Hizo amago de sonreír; fue un mero gesto de los labios que no se transmitió a sus ojos-. Tus palabras en defensa de la ley todavía resuenan en mi mente. Tiene que ser igual para todos pues de lo contrario no lo es para nadie. Si establecemos recompensas o castigos en función de nuestras preferencias, lealtades o incluso por causa de la indignación, la justicia se ve mermada de inmediato. -Negó con la cabeza, dirigiéndole una mirada directa, franca-. Llegará un momento en que nosotros mismos seamos malinterpretados u objeto de desagrado, o extraños, diferentes de nuestros jueces por raza, clase o religión, y si su sentido de la justicia depende de sus pasiones más que de su moralidad, ¿quién hablará por nosotros entonces, o defenderá nuestro derecho a la verdad? -Se inclinó hacia delante-. Eso fue más o menos lo que me dijiste, Oliver, en esta misma habitación, cuando hablamos del tema por primera vez. Nunca he admirado tanto el sentido del honor de un hombre como lo hice con el tuyo, y sigo haciéndolo.

Rathbone no tenía respuesta. Estaba aún turbado y atónito, desequilibrado como un corredor que hubiese tropezado convirtiendo de pronto en su enemigo a su propia velocidad. Le pasó por la cabeza preguntarse si la persona que había pagado para que defendiera a Phillips no sólo lo deseaba sino, más aún, lo necesitaba. ¿Sería uno de los clientes de Phillips quien no podía permitirse que lo hallaran culpable? ¿Quiénes componían exactamente la clientela de Phillips? Si se tomaban en cuenta los elevados honorarios de Rathbone, tenía que ser un hombre de buena posición económica. Sintió una punzada de culpabilidad. Se trataba de una suma considerable, y ahora ese dinero se le antojaba sucio. Con él no podría comprar nada que le diera placer.

Ballinger aguardaba, observando y aquilatando sus reacciones.

Rathbone estaba enojado, ante todo con Ballinger por haberle sabido manipular tan bien, luego consigo mismo por haberse dejado utilizar. Entonces tuvo una idea que le resultó dolorosa, poniendo freno a sus sentimientos con una mano de hielo. ¿Sería un amigo de Ballinger el hombre en cuestión? ¿Un hombre a quien quizá conociera en la juventud, antes de que su desesperado apetito lo aprisionara en la soledad, la vergüenza, el engaño y, finalmente, el terror? ¿Acaso uno llega a olvidar la inocencia que ha conocido en el pasado, los tiempos de grandes esperanzas, de amabilidad espontánea, entre muchachos que aún no se han convertido en hombres? ¿O era entonces cuando se incurría en las deudas?

¿Cabía que fuese algo aún peor? Habría presión por partida doble, una deuda compuesta, si se tratara de su otro yerno, el marido de la hermana de Margaret. Podría ser. Hombres de toda clase y edad estaban sujetos a apetitos que los atormentaban y cuyas garras finalmente destruían tanto a la víctima como al opresor.

¿O sería el hermano de la señora Ballinger, o el marido de una de sus hermanas? Las posibilidades eran muchas, todas ellas hirientes y cuajadas de obligaciones y compasiones enmarañadas, de lealtades demasiado complejas para desenredarlas, y en las que las palabras no podían hacer nada para aliviar la vergüenza o la desesperación.

Sin previo aviso, Rathbone se vio superado por la pena. Buscó algo que decir pero, antes de que diera con ello, llamaron a la puerta, aunque ésta no se abrió. Debía de ser la criada.

Ballinger se puso de pie y fue a ver qué ocurría. Una voz queda habló con la deferencia propia de un sirviente. Ballinger le dio las gracias y regresó junto a Rathbone.

– Lo siento pero tengo una visita inesperada. Un cliente que necesita ayuda urgente, y no puedo darle largas. De todos modos, creo haber dejado clara mi posición y poco más puedo agregar. Tendrás que disculparme.

Permaneció en pie como aguardando para acompañar a Rathbone a la puerta, invitándolo de modo implícito a marcharse.

Rathbone se levantó. No sabía quién era aquel nuevo cliente, pero el hecho de que Ballinger no se lo presentara nada tenía de extraño. Los asuntos que uno trataba con su abogado podían ser delicados. De hecho, si uno se presentaba en persona un sábado por la mañana, tenía que tratarse, como mínimo, de algo extraordinario e inesperado.

– Gracias por la cortesía de recibirme sin previo aviso -dijo Rathbone con tanta gentileza como fue capaz de mostrar.

– No hay de qué -respondió Ballinger-. Si no hubiese surgido esta emergencia, me habría encantado ofrecerte un té y seguir conversando.

Se dieron la mano y Rathbone salió al vestíbulo vacío. Quienquiera que hubiese ido a visitar a Ballinger había sido acompañado a otra habitación, al menos hasta que Rathbone se hubiese marchado. Se le ocurrió preguntarse, con cierta desazón, si habría reconocido a ese alguien. La idea no le resultó agradable.

Mientras regresaba a su casa en un coche de punto, no conseguía librarse de cierto grado de inquietud. Sus pensamientos seguían su curso lógico con cruel honestidad. Si Phillips tenía entre su clientela a hombres con el dinero suficiente para pagar la minuta de Rathbone, y para presentarse inopinadamente en casa de Ballinger un sábado por la mañana, ¿qué otras cosas serían capaces de hacer, si se les presionaba en serio con ponerlos al descubierto?

Desconocía si quien había ido a ver a Ballinger aquella mañana tenía relación alguna con Phillips, pero no conseguía apartar de su mente esa posibilidad. Ballinger había dejado claro que debía lealtad a su cliente, fuera cual fuese la naturaleza del asunto.

Rathbone estaba preocupado mientras circulaba por las bulliciosas calles del sábado por la mañana con sus altas y elegantes fachadas, sus carruajes tirados por caballos de lustroso pelaje, impecables lacayos de librea, damas a la última moda. ¿A quién más podría recurrir Jericho Phillips si se sentía amenazado por las incesantes pesquisas de Monk? ¿Y cuánto poder tendrían esos hombres y estarían dispuestos a servirse de él a fin de salvar su reputación?

Y, más frío y próximo a él que todo eso, ¿de qué parte se pondría Margaret si algo de aquello salía a la luz o, como mínimo, suscitaba la hostilidad de su familia? ¿De la de su padre de toda una vida o de la de su esposo de apenas un año? No deseaba conocer la respuesta. Ambas serían dolorosas, y esperaba con toda el alma que Margaret nunca tuviera que verse sometida a esa prueba. Y, sin embargo, de ser así, ¿acaso no seguiría preguntándoselo?


* * *

Monk se tomó un breve respiro el fin de semana. Él y Hester fueron a pasear por el parque, donde enfilaron la suave pendiente hasta coronar la colina, donde bien arrimados disfrutaron del sol. Contemplaron la brillante luz del río a sus pies, observando las barcas que lo surcaban arriba y abajo, semejantes a moscas patilargas, batiendo el agua con los remos. Monk sabía exactamente el ruido que harían las palas si estuviese lo bastante cerca para oírlo. Desde la distancia, incluso la música flotaba en retazos y una brisa fresca estremecía las hojas, suavizando el olor de la marea con la dulzura de la hierba.


* * *

En cambio, el lunes fue muy diferente. Orme lo aguardaba en Princes Stairs, en su orilla del río, antes de que tomara el transbordador que le llevaría a la Comisaría de Wapping. Orme tenía el uniforme inmaculado pero su rostro traslucía cansancio, como si a las siete de la mañana ya llevase horas trabajando agotadoramente.

– Buenos días, señor -saludó, poniéndose firmes-. Tengo un transbordador esperándonos, si le parece bien.

Monk lo miró a los ojos y se le hizo un nudo en el estómago.

– Gracias -respondió Monk-. ¿Ha descubierto algo durante el fin de semana?

Siguió a Orme hasta el borde del muelle y escaleras abajo hasta el transbordador que se balanceaba suavemente, mecido por la estela de una gabarra. Subieron a bordo y el piloto zarpó hacia la otra orilla.

– Sí, señor -dijo Orme en voz baja para que no se le oyera por encima del crujido de los remos y el rumor del agua-. Me temo que se han formulado acusaciones contra el señor Durban, aunque esté muerto y no pueda plantarles cara ni decir la verdad. Y si quiere que le dé mi opinión, es una manera muy cobarde de meterse con un hombre a quien no has tenido el coraje de enfrentarte en vida.

Habló con voz temblorosa por la indignación y, mucho peor aún, por una profunda ira imposible de disimular.

– Pues tendremos que responder por él -contestó Monk al instante, dándose cuenta de la aspereza de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado. Pero estaba dispuesto a seguir adelante. La cobardía de semejante acto resultaba despreciable-. ¿De qué se le acusa? Y, ya puestos, ¿quién presenta los cargos?

El semblante de Orme carecía de toda expresión. Era un hombre taciturno y amable, aunque quizá le faltase un poco de agilidad mental. En un par de ocasiones había dado a entender que tuvo una educación religiosa. Desde luego cabía sospechar de su risa, salvo que era de natural bondadoso. Le ofendía tener que decir lo que Monk acababa de preguntarle.

Se estaban adentrando en la corriente principal del río, el transbordador cabeceaba un poco contra la fuerza de la marea. El chapoteo del agua era más alto, y Orme tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

– Funcionarios del Gobierno, señor, dos magistrados. Sostienen que captaba a niños para Phillips y su negocio. Están usando las mismas pruebas que descubrimos sobre cómo el señor Durban ayudó a algunos rapiñadores, carteristas y descuideros y a ayudantes de deshollinadores para que buscaran un trabajo honrado. Dicen que los ponía a disposición de Phillips para que los usara en su tinglado de prostitución, espectáculo y fotografía.

Tragó saliva con dificultad.

Monk veía que Orme estaba teniendo problemas para formular lo que veía que era la continuación.

– ¿Y qué más? -dijo Monk para infundirle ánimos, encontrándose con que tenía un nudo en la garganta.

– Pues que Phillips se puso en contra del señor Durban y que entonces el señor Durban quiso deshacerse de él para adueñarse del negocio y dirigirlo él mismo -concluyó Orme, sumido en la desdicha. Miró a Monk; sus ojos suplicaban una negativa, así como voluntad y fuerza para luchar.

Monk se sintió muy mal. Las pruebas que había descubierto acerca de Durban podían usarse fácilmente para respaldar tales imputaciones. Cabía interpretarlas contra él tan bien como en su favor. ¿Por qué había dado caza a Phillips de manera tan errática, hostigándolo un mes para luego no hacerle caso al siguiente? ¿Fue para proteger a Reilly o a otro chico como él? ¿O fue para favorecer sus intereses en el negocio o, peor aún, para sacarle dinero a Phillips? ¿Se trató de un enfrentamiento personal? ¡Sí, por supuesto que sí! Todo apuntaba a que así era, y Orme lo sabía todavía mejor que él, aunque no supiera por qué. Durban había odiado a Phillips con una pasión arrolladura. En ocasiones el odio lo consumía. Su mal genio estalló. Llegó a traspasar los límites de la ley. Pero también había usado el poder que le confería su cargo para coaccionar a personas de modo que hicieran lo que él quería. Sin duda habría quien viera en ello un abuso de autoridad.

¿Y quién era Mary Webber? Nadie parecía saberlo. En ningún momento nadie había relacionado su nombre con el caso.

¿Por qué había mentido Durban a propósito de sus orígenes? ¿Se trataba de una debilidad humana normal que tienta a cuantos pretenden ser más importantes de lo que son, más interesantes, más talentosos, más exitosos? ¿Cuál era su verdadero pasado para que lo negara en su totalidad?

Orme seguía observándolo, aguardando una palabra de aliento. Debía de sentirse espantosamente solo, abandonado en una lucha para que la no le habían proporcionado armas.

– Hay que descubrir la verdad -dijo Monk con firmeza-.

Es lo único que nos ayudará en esto. Y debemos poner mucho cuidado al decidir en quien confiamos. Todo indica que alguien trabaja en contra de nosotros.

– Más de uno -apuntó Orme con voz triste, pero su mirada era firme-. Lo siento, señor, pero hay algo mis. Corren rumores de que la Policía Metropolitana va a absorbernos por completo, de modo que ni siquiera tendremos nuestro propio comandante, ya que nos pondrán bajo el mando de la comisaría más cercana. De ser así, ya no tendríamos el río, sólo nuestro trozo de orilla.

»Los periódicos dicen que somos corruptos y que hay que meternos en cintura, librándose de la mayoría de nosotros. ¡Según ellos, incluso lo dicen algunos parlamentarios! ¡Como si no hubiésemos velado por la seguridad del Parlamento durante casi cien años! Ni pizca de lealtad. Un mal paso, y se echan sobre nosotros como lobos.

Por un instante, los ojos de Orme reflejaron su descarnado sufrimiento. De pronto se percató de ello y miró hacia otra parte, avergonzado de que lo hubiesen visto expresar un sentimiento tan personal.

La duda se agitaba en el interior de Monk como una náusea. Ya estaban llegando a la orilla opuesta, a la altura de Wapping Stairs. En cuestión de minutos la alcanzarían y tendrían que saltar a tierra, y luego no habría más tiempo para hablar sin correr el riesgo de que alguien los oyera. En un santiamén cruzarían el muelle hasta la comisaría.

¿Quería hurgar más en la vida de Durban y enterarse de las cosas que tanto le había costado mantener en secreto? Tal vez echaría por tierra las ilusiones en que Orme había creído durante tanto tiempo. ¿Quería pagar ese precio por una oportunidad para ahorcar a Phillips? ¡Cuán valiosas son las ilusiones, la bondad que atribuimos a las personas aunque sólo sea verdad en parte! ¿Pero qué hombre puede resistir el escrutinio de una investigación cuando está muerto y no puede defenderse ni explicarse por sí mismo? ¿Qué vida podrá fundamentar ciñéndose sólo a los hechos, estudiados minuciosamente y tratados sin cuidado por terceros, cuando el interesado no está presente para mostrar también los padecimientos, las esperanzas que lo marcaron y le llevaron a engaño? ¿Acaso debían emitir su juicio quienes eran tan taxativos en las respuestas?

Ocho años antes el propio Monk se había visto sólo desde fuera, sin memoria, y no le gustó el hombre que surgió de las sombras bajo una mirada que buscaba conocer sin comprender. Descubrió los escollos, los pasos mal dados, la implacable lógica que obviaba el hecho crucial. Le constaba lo fácil que era ver lo que querías ver, fuese bueno o malo.

Orme estaba aguardando a que tomara la decisión de si seguir adelante, luchar siguiendo otra senda, o batirse en retirada antes de sacar más a la luz y, tal vez, mancillar toda reputación.

Se hallaban en la escalinata. El transbordador chocó con el embarcadero, madera contra piedra. Y no quedaba más tiempo. Monk pagó al piloto y subió la escalinata detrás de Orme.

No podía pedirle a nadie que tomara la decisión. Él era el líder y debía liderar. Durban lo habría hecho; de eso estaba seguro. Y la evasión, la ceguera voluntaria, no era una salida aceptable. Descubriera lo que descubriese, al menos sería una manera de avanzar. La discreción a veces era la respuesta, la cobardía, jamás. ¿A qué se debía su vacilación?

Siguió a Orme por el muelle hasta la comisaría y, una vez dentro, aún no se había contestado la pregunta.

Tuvieron que pasar el resto de la mañana río abajo ocupándose de otros casos habituales para la Policía Fluvial: robos, contrabando y algún acto violento. Hacia la mitad de la jornada Monk se encontraba de nuevo cerca de Wapping, sabiendo que con un poco de suerte dispondría de toda la tarde para pensar sobre Durban.

Puesto que la imputación era que Durban había reclutado niños, primero para Phillips y más adelante con la intención de usarlos con los mismos fines él mismo, Monk decidió que debía dar marcha atrás y volver a seguir el rastro de todos los contactos que Durban había tenido con los niños, buscar la prueba que sus enemigos usarían, perseguirle tan despiadadamente como lo harían ellos y, Dios mediante, no encontrar nada. Para ello necesitaría la ayuda de Scuff.

– A la margen sur, por favor -indicó al piloto del transbordador-. A Rotherhithe.

– ¡Creía que había dicho Wapping! -respondió el hombre con aspereza.

– Así fue. He cambiado de opinión. Lléveme a Princes Stairs y aguárdeme. Subiré un momento a Paradise Place y regresaré enseguida.

El hombre asintió.

Monk se acomodó en la popa mientras daban media vuelta para cruzar la corriente. Supo por la actitud del hombre que ya había corrido el rumor de que la Policía Fluvial tenía problemas. Pese a las pocas horas transcurridas, su influencia estaba comenzando a debilitarse.

Monk sintió una súbita punzada de impotencia, le asaltó la repugnante duda de si sería capaz de detener la destrucción. ¿Cómo iba a impedir que la incipiente confianza de los ladrones y oportunistas de río arriba y abajo fuera a más, que los miles de hombres que se mantenían dentro de unos límites razonables de honradez sólo porque estaban convencidos de la autoridad de la Policía Fluvial, porque les constaba que todo delito se castigaba efectiva e inmediatamente, siguieran manteniéndose a raya? Hasta cierto punto era una cuestión de bravuconería, de ver quién tenía los nervios más templados. Desde los tiempos de Harriott, la Policía Fluvial siempre había impuesto su autoridad. Ahora, cual tiburones que olieran sangre en el agua, los rapaces del río se juntaban, aunando fuerzas en torno al cuerpo, listos para pasar al ataque.

Cuando llegaron a la otra orilla, Monk fue de inmediato a Paradise Place. Abrió la puerta de la entrada y llamó a Scuff a voz en cuello. Trató de pensar qué castigo sería apropiado si el chico había salido, y constató que no había ninguno. No tenía derecho a darle órdenes, salvo las relativas al comportamiento en la casa. Y no obstante Scuff apenas tenía once años, por edad era un niño aunque no lo fuera por experiencia. Quizá tuviera un sólido y sutil conocimiento de la vida en las calles, pero sus sentimientos seguían siendo terriblemente fáciles de herir, era tan vulnerable como cualquier otro niño.

Scuff apareció en lo alto de la escalera, con el pelo mojado y una camisa limpia que era demasiado grande para sus hombros estrechos y cuyos faldones aún no había remetido en el pantalón.

– ¡Ah!-exclamó Monk aliviado-. Necesito tu ayuda. ¿Estás ocupado?

– ¡No! -contestó Scuff con entusiasmo, comenzando a bajar a toda prisa. Entonces se acordó de su dignidad y echó el freno-. No mucho. ¿Qué vamos a hacer?

Monk ya había resuelto contarle la verdad.

– La gente está diciendo cosas muy feas sobre el señor Durban. De hecho, van a hacer oficial que fue culpable de conseguir chicos para que Phillips los utilizara en su barco, a sabiendas de lo que ocurría en él.

– ¡Qué estupidez! -dijo Scuff indignado-. ¡El nunca habría hecho algo así! Además, está muerto. -No bien lo dijo se arrepintió, pero ya era tarde para retirarlo-. Lo he dicho sin querer -se disculpó, mirando atribulado a Monk para ver cuan dolido estaba-. ¿Pero para qué? Ahora no pueden hacerle nada, aunque fuese verdad.

– Es propio de cobardes acusar a un hombre muerto que no puede responderte -dijo Monk con tanta compostura como pudo. No quería que Scuff pensara que había sido torpe-: Y es una buena manera de salir bien parado tú mismo. Nos desvía de lo que en verdad deberíamos estar investigando pero, sea como fuere, voy a descubrirlo.

Scuff tenía sus reservas.

– Así no ahorcarán a Phillips.

De repente, Monk lo entendió todo. Scuff tenía miedo de que fuese verdad y se estaba imaginando la desilusión que Monk se llevaría. Intentaba encontrar la manera de salvarlo. Se moriría de vergüenza si supiera que Monk se había dado cuenta.

– No de inmediato -corroboró Monk con indiferencia, costándole lo suyo que la voz no traicionara sus sentimientos-.

Pero ahora mismo me preocupa aún más salvar el buen nombre del señor Durban… -Se calló al percibir la inquietud que asomaba a los ojos de Scuff-. Porque era el comandante de la Policía Fluvial y ahora hay gente comenzando a decir que estamos todos podridos, y se toman demasiadas libertades -explicó-. Tengo que poner fin a eso.

Scuff inspiró profundamente, su semblante reflejó que lo había entendido antes de dar paso a la ira.

– Tiene que hacerlo, señor Monk -dijo muy serio-. Si deja que se salgan con la suya una vez, luego le costará el doble hacerles volver a entrar en vereda.

– ¡Bien, pues andando!

Monk se volvió y fue hasta la puerta de entrada. Oyó el ruido de los pasos de Scuff en la escalera y corriendo tras él hasta el umbral. Scuff cerró dando un portazo y se plantó a su lado.

Monk sonrió.

Trabajaron el resto de la tarde y hasta el anochecer, rastreando el nombre y el paradero de cada niño, averiguando si estaba vivo o muerto y qué decía de Durban.

Al día siguiente comenzaron mucho más temprano. Hacia media tarde, Scuff se había ido por su cuenta por unas horas, y estaba llegando tarde al punto de reunión que habían acordado. Monk caminaba de un lado a otro del muelle cuando Scuff por fin apareció, con la cara sucia, manchada por un hilo de sangre, y con cierta aprensión.

Monk se alegró tanto de verlo que no le importó ver la camisa nueva desgarrada, y menos aún que estuviera sucia. Scuff tampoco parecía preocupado, y eso le inquietó mucho más. Scuff era muy consciente de que la ropa que llevaba era un regalo, y casi le daba miedo tener que devolverla algún día. Si estaba rota o manchada podría tener serios problemas. Y peor todavía, Hester quizá pensara que era un desagradecido.

Ahora se mostraba indeciso, como si tuviera que dar malas noticias.

– ¿Qué has averiguado?-le preguntó Monk. Sin duda Scuff estaba cansado y hambriento, pero eso tendría que esperar.

Scuff titubeó. Daba la impresión de haber estado meditando un buen rato en cómo decirle a Monk lo que tenía que contarle. Tomó aire y lo volvió a soltar.

– ¿Qué has averiguado? -repitió Monk, en un tono más áspero de lo que hubiese querido.

Scuff se sorbió la nariz.

– El señor Durban a veces pillaba a chicos robando, sólo cosas sin importancia, pañuelos, monedas de seis peniques o un chelín de vez en cuando, y luego los dejaba marchar. Les arreaba una colleja y les soltaba un sermón, pero quizá les daba un tazón de té y un bocadillo, o incluso un trozo de pastel. Otros policías los habrían capturado y encerrado. Hay gente que pensaba que era un buen hombre, y otros me han dicho que lo hacía porque sus razones tenía. Algunos de los chicos desaparecían del mapa después de esos encuentros.

Frunció el ceño, escrutando el semblante de Monk para ver cómo encajaba las novedades.

– Entiendo -dijo Monk, sin perder la calma-. ¿Qué edad tenían esos chicos y con qué frecuencia sucedía? ¿Se referían a una o dos veces o a muchas ocasiones?

Scuff se mordió el labio.

– Muchas veces. Y un viejo matón me ha dicho que algunos de los delitos eran más graves que el de ser un poco ligero de manos. Me ha dicho que un chico que el señor Durban pilló no tenía cinco o seis años, sino más bien diez, y que era un ladrón en toda regla que iba camino de convertirse en un carterista de guante blanco. Esos saben meter mano en el bolsillo de una dama sin que ella siquiera se dé cuenta.

– Ya sé qué es un carterista de guante blanco. ¿Por qué no lo arrestó Durban si robaba objetos valiosos? ¿Había alguna duda al respecto?

Scuff bajó la vista hasta acabar mirando al suelo.

– Era un chico guapo, con el pelo rubio. Alguien ha comentado que el señor Durban tenía otro lugar para él. -Volvió a levantar la vista enseguida-. No es que tengan ninguna prueba, claro está, puesto que no es verdad.

– ¿Quién anda diciendo esas cosas? -le preguntó Monk.

– No lo sé -dijo Scuff demasiado deprisa.

– Sí que lo sabes. Me consta que eres incapaz de venirme con cuentos. ¿Quién lo ha dicho?

Scuff volvió a titubear.

Monk estuvo a punto de gritarle pero entonces vio lo abatido que estaba el niño y entendió que su renuencia no era porque sí, sino que era fruto de una profunda conciencia de la vulnerabilidad del propio Monk. Sabía lo que era admirar a alguien, confiar en él como tu maestro y amigo, y en cierto sentido como tu protector y tu responsabilidad al mismo tiempo. Así era como Scuff veía a Monk. ¿Acaso imaginaba que Monk veía a Durban de la misma manera?

– Scuff -dijo con amabilidad-, sea lo que sea, tengo que saberlo. Descubriremos si es verdad o no, pero no podremos hacerlo si no sé de qué se trata y quién lo ha dicho.

Scuff volvió a sorberse la nariz e hizo una mueca de renuente concentración.

– Unos rapiñadores que conozco -contestó-. Taffy; no sé su apellido porque no lo sabe ni él. Potter y Jimmy Mac algo. Y Mucker James. Todos me han dicho que sabían que el señor Durban había pillado a otros chicos robando, a veces cosas que les hubieran valido dos o tres años en Coldbath Fields, y que los dejó marchar. Casi todos eran niños pequeños.

– ¿Pequeños? -preguntó Monk, con un escalofrío.

– De cinco o seis años, quizá. -Scuff se veía abatido-. La mayoría porque tenía hambre, o miedo a quien los obligaba a hacerlo.

– ¿Siguen rondando por ahí, esos pequeños?

– No lo sé. No he encontrado a ninguno -dijo Scuff con aire desafiante-. Eso no significa que no estén aquí. Puede que me hayan estado esquivando. Son justo del tipo que Phillips secuestra.

– Sí, ya lo sé. Gracias por decírmelo.

Scuff no dijo nada.

Aquella misma noche, cuando Hester estaba en la cocina, Scuff se armó de valor y, con un nudo en el estómago, las uñas clavadas en las palmas de las manos, fue a verla, esperando con toda el alma hallar palabras apropiadas antes de que viniera Monk, fuere para hablar con Hester o para ver qué hacía él allí.

Hester estaba encorvada de cara al fregadero, lavando los platos de la cena. Scuff soltó un profundo suspiro y se lanzó de cabeza.

– Señora Hester. ¿Puedo decirle una cosa?

Hester enderezó la espalda despacio, con las manos chorreando agua jabonosa, pero no se volvió hacia él. Scuff supo que lo escuchaba por el modo en que permanecía quieta. Le gustaba el olor de la cocina, a comida caliente y limpieza. Había ocasiones en las que no deseaba salir de allí.

– Sí, por supuesto -contestó Hester-. ¿De qué se trata?

Scuff se metió las manos en los bolsillos para que si ella se volvía no le viera los nudillos blancos.

– Hoy he hecho algo que… que le ha dolido al señor Monk, pero ha sido sin querer.

Ahora sí que Hester le miró.

– ¿Qué has hecho?

No tenía más remedio que decirle la verdad.

– Pregunté a algunos chicos que conozco sobre el señor Durban y me he enterado de cosas bastante malas. -Se calló, temeroso de contarle el resto. ¿Lo sabría de todos modos? A menudo parecía saber lo que pensaba, aunque él no dijera nada. A veces resultaba muy reconfortante, pero a veces no.

– Vaya. ¿Le has dicho la verdad sobre lo que te enteraste?

– Sí -contestó Scuff. Tragó saliva. Ahora le diría que no debía haberlo hecho. Estaba convencido.

Hester sonrió, pero su mirada la enturbiaba la preocupación y él se dio cuenta. Sabía lo que era el miedo y lo reconocía al instante.

– Has hecho bien -le dijo Hester. Movió la mano como para tocarlo pero cambió de parecer. Ojalá no lo hubiera hecho; le habría gustado que lo tocara. Pero ¿por qué debería hacerlo? En realidad él no pintaba nada allí.

– Me han dicho que el señor Durban dejaba sueltos a chavales que tendrían que haber ido a la cárcel por robar -dijo Scuff atropelladamente-. Niños pequeños, como los que se lleva Phillips. También me han dicho que el señor Durban no era mejor que él. Se equivocan, ¿verdad?

Hester titubeó pero no tardó en decidirse.

– No lo sé. Así lo espero. Pero si tienen razón, tendremos que aceptarlo. Al señor Monk no le pasará nada porque nosotros estaremos aquí y no haremos nada verdaderamente malo, sólo pequeños errores, de los que todo el mundo comete y todo el mundo perdona.

Scuff la miró de hito en hito, escrutando su semblante para ver si lo decía en serio o si sólo estaba siendo amable porque pensaba que era un niño y que no debía agobiarlo. Poco a poco se fue convenciendo de que lo decía en serio. Ella no tenía hijos, y no lo trataba como si él lo fuera. Le sonrió.

Hester correspondió a su sonrisa y, alargando el brazo, le hizo una breve y delicada caricia en la mejilla. Scuff sintió que la calidez de aquel gesto le traspasaba el cuerpo entero. Dio media vuelta y regresó al piso de arriba antes de que Monk lo sorprendiera y de un modo u otro rompiera el hechizo del momento. Aquello era privado, sólo entre Hester y él.

Al llegar a lo alto de la escalera se tocó la mejilla a modo de experimento, para ver si aún la notaba caliente.


* * *

Por la mañana Hester fue a ver a Oliver Rathbone a su bufete. Prefirió no pasar antes por Portpool Lane; no tenía ganas de hablar con Margaret. Se sentía culpable por ello. Habían sido amigas íntimas, quizá fuese la amiga más íntima que Hester había tenido, al menos en circunstancias normales, lejos de los horrores de la guerra. Tener que evitarla por culpa del papel que había desempeñado Rathbone en el juicio, y también por el miedo y la confusión que sentía, aumentaba su infelicidad.

De ahí que no pudiera posponer más el enfrentarse a Rathbone. Fue en ómnibus hasta el Puente de Londres, donde se apeó y tomó un coche de punto para cruzar el río y dirigirse al bufete de Rathbone en los Inns of Court. El pasante la reconoció de inmediato y la invitó a entrar con una mezcla de gusto e incomodidad. Hester se preguntó cuál sería su opinión a propósito del caso Phillips y del papel que Rathbone había desempeñado en él. Por supuesto sería de lo más incorrecto preguntarle algo al respecto, pues de ninguna manera podría contestarle.

– Lo lamento, señora Monk, pero sir Oliver está atendiendo a un caballero -se disculpó el pasante-. No sé decirle cuándo estará libre.

Permaneció de pie donde estaba, a fin de desalentarla sin faltarle al respeto.

– Si no hay inconveniente, aguardaré -respondió Hester, mirándolo directamente a los ojos, sin dar un solo paso.

– Faltaría más, señora -concedió él, interpretando con acierto que Hester tenía intención de aguardar dijera él lo que dijese, en el despacho o incluso en la calle, si se veía obligada a ello-. ¿Puedo servirle una taza de té, y quizás unas galletas?

Hester le sonrió encantada.

– Gracias, eso sería muy amable de su parte.

El pasante se retiró, sabiendo muy bien que lo habían vencido aunque en aquella ocasión no le importó en absoluto.

Hester tuvo que aguardar más de tres cuartos de hora porque en cuanto se marchó el primer cliente llegó el siguiente, y tuvo que esperar a que éste se marchara a su vez antes de que la hicieran pasar al despacho de Rathbone.

– Buenos días, Hester -saludó Rathbone un tanto receloso.

– Buenos días, Oliver -respondió ella mientras el pasante cerraba la puerta. Aceptó la silla de enfrente del escritorio como si la hubiese invitado como solía hacer normalmente-. Comprendo que estás atareado; de hecho, he visto a dos clientes llegar y marcharse, de modo que no te haré perder el tiempo con las cortesías al uso. Puedes dar por sentado que me interesan tu salud y tu felicidad, y también que doy por supuestas las habituales preguntas acerca de las mías. -Rathbone soltó un breve suspiro. Hester agregó-: Y que ya he tomado té, servido con suma gentileza.

– Naturalmente -repuso Rathbone, insinuando apenas un amago de sonrisa-. ¿Debería disculparme por haberte hecho esperar, o eso también hay que darlo por supuesto?

– No me has hecho esperar -contestó Hester-. No tenía cita contigo.

– Vaya por Dios. Ya veo que vamos a ser francos hasta rayar en… no sé muy bien en qué. ¿Sobre qué estamos siendo sinceros? ¿O voy a tener que lamentar haber hecho semejante pregunta?

– Creo recordar que hace tiempo me dijiste que un buen abogado, y tú eres enormemente bueno, no hace una pregunta a no ser que ya conozca la respuesta -contestó Hester.

Rathbone esbozó una mueca tan comedida que Hester no estuvo segura de si la había visto o imaginado.

– Debes saber que no vas a lograr que dé por supuesta la respuesta, Hester -respondió Rathbone-. Tú eres muy buena en esto pero yo tengo más experiencia.

Hester encogió levemente los hombros.

– Mucha más, por supuesto. Las personas con quienes tratas son cautivas de una manera muy distinta a la de las que trato yo. Y aunque no siempre se den cuenta, yo también velo por sus intereses.

– Eso es fácil de hacer -replicó Rathbone-. Sus intereses respectivos no entran en conflicto.

– Eres un ingenuo, Oliver. Sólo dispongo de una cantidad limitada de dinero, de medicinas y de camas. ¡Claro que entran en conflicto entre sí!

Lo había pillado desprevenido. Saltaba a la vista en su rostro que de súbito era consciente de decisiones que nunca había tenido que tomar, así como de otras que él había tomado y que ella no había tenido que tomar. Hester lo descifró todo en los sentimientos que alteraron sus facciones.

– Sé que te contrataron para que defendieras a Phillips -dijo inclinándose hacia delante en la silla-, y que eso te obligó a defender sus intereses, igual que la acusación tenía la obligación de actuar contra ellos. Una vez que aceptaste el caso, salvo si él admitía ser culpable, no tenías más opción que defenderle. ¿Por eso no lo llamaste al estrado para que negara que hubiera matado a Fig? ¿Acaso en el fondo pensabas que sí lo había hecho?

– ¡No, ni mucho menos! -exclamó Rathbone con repentina vehemencia-. A mí me lo negó, simplemente pensé que el jurado no iba a creerle. No es un personaje muy simpático que digamos, y si hubiese hablado sin duda se habría hecho muy patente. El jurado debería sopesar sólo las pruebas, pero lo constituyen personas; apasionadas, vulnerables, llenas de compasión e indignación por el crimen, y sumamente temerosas tanto de dar un mal veredicto como de que un buen día sean ellas las víctimas del crimen. -Hablaba tan deprisa que apenas le daba tiempo a respirar-. El desagrado las habría inducido a creerlo culpable. Podrían haber cruzado muy fácilmente la línea que separaba el que hubiese cometido otros delitos, de lo cual no abrigo la menor duda, y terminar convencidos de que también había cometido ése. No tienen que dar explicaciones sobre su veredicto. No puedo discutir con ellos y señalar que su lógica no se sostiene. Una vez que se han pronunciado, debo acatar, salvo que haya algún aspecto legal al que pueda asirme. Y la falta de lógica no queda contemplada.

– Ya lo sé -dijo Hester secamente-. Tremayne podría haberse servido de sus sentimientos para predisponerlos en contra de Phillips, y tú no habrías podido recurrir porque no se habrían dado cuenta de lo que les había hecho. Habrían imaginado que sus sentimientos eran por entero propios, no fruto de su manipulación.

Rathbone esbozó una sonrisa.

– Exactamente. Me complace que lo veas con tanta imparcialidad.

Ahora fue Hester quien sonrió con el mismo gélido humor.

– Por supuesto que sí; ahora -respondió-. Por desgracia, no lo vi tan claro cuando me estabas manipulando. Y me temo que el señor Tremayne tampoco. A ti se te da mejor que a cualquiera de nosotros. Y desde luego llevas razón en lo de tener más experiencia.

Rathbone se puso rojo como un tomate.

– No tenía alternativa, Hester. ¿Acaso no tendría que haber dado lo mejor de mí mismo porque tú eras la testigo? Si hubiese obrado así al defender a alguien de tu agrado, habrías sido la primera en señalarme lo deshonroso de mi conducta. No puedes administrar justicia de una manera a quienes aprecias y de otra a quienes no.

– Por supuesto que no -coincidió Hester, con más tirantez de la que hubiese deseado. La voz la delataba, y le constaba que Rathbone se percataría-. Seguí el caso porque creía apasionadamente que Phillips era un hombre malvado que había torturado y asesinado a un niño que tuvo el coraje de rebelarse contra él. Y lo sigo creyendo. Pero también sé que me dejé gobernar por mis sentimientos en vez de por mi inteligencia. No fui imparcial en mi criterio, y eso me desmoronó. Tú te aprovechaste de mi debilidad porque me conocías lo suficiente para hacerlo. -Hizo caso omiso de la fulminante mirada iracunda, y quizás avergonzada, de Rathbone-. No estoy segura de si te conozco bien o no, Oliver. Antes pensaba que sí, pero las personas cambian y quienes están más próximos a ellas no siempre se dan cuenta.

»¿Fue el amor a la justicia o algún otro sentimiento lo que te llevó a asumir la defensa de Jericho Phillips? -Rathbone se quedó pasmado. Hester no se detuvo para impedir que la interrumpiera-. ¿Lo defendiste porque pensabas que nadie más lo haría adecuadamente, si es que realmente lo hacía? Tal vez lleves razón al pensar que nadie más lo habría hecho tan bien. ¿O lo hiciste para saldar una deuda pendiente con un amigo al que debes lealtad, compasión, una cuestión de honor pasada o futura? -Tragó saliva-. ¿O fue por jactancia, porque parecía imposible y sin embargo lo lograste?

Ahora Rathbone estaba muy pálido.

– ¿Eso es lo que piensas de mí, Hester?

Hester no se arredró.

– No es lo que deseo pensar. Antes del juicio habría subido a ese estrado y jurado que no. -Pensó en mencionar el dinero y optó por no utilizar semejante ofensa-. ¿Sabes siquiera quién te pagó? -preguntó en cambio-. ¿Estás seguro de que no fue el propio Phillips? ¿No es lo bastante listo como para haberlo hecho a través de tantas otras vías que no podrías seguir el rastro del dinero hasta él? La cuestión es, si hubiese acudido a ti directamente, no a través de un cliente o de un amigo, ¿también habrías aceptado el caso?

– No lo sé. No sucedió así-repuso Rathbone-. Me es imposible explicártelo porque es un secreto profesional, igual que cualquier consulta legal. Lo sabes de sobra, y ya lo sabías cuando has venido aquí. Normalmente no eras tan poco práctica como para desperdiciar tiempo y energías clamando contra el pasado. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó a las claras, con una mirada dura y quizá dolida. Sus ojos también reflejaban la sorpresa de que Hester se hubiese mostrado más hábil que él mismo.

– Me gustaría saber quién te pagó -comenzó Hester.

– No seas tonta -replicó Rathbone bruscamente-. ¡Sabes que es imposible que te lo diga!

– ¡No te lo he preguntado! -respondió ella, con la misma brusquedad-. Ya sé que no puedes. Si tú o los demás estuvierais dispuestos a reconocerlo ya me lo habrías dicho. -Dejó que el miedo le crispara la voz, que sonó desdeñosa-. Quería saberlo a causa de las dudas vertidas sobre el honor del comandante Durban, porque ahora todo el cuerpo de la Policía Fluvial del Támesis está bajo sospecha, hasta el punto de que es posible que sea absorbido como un brazo dependiente de la Policía Metropolitana. Su especializada experiencia se echará a perder. Y no te molestes en decirme que la culpa es tan mía como tuya. Ya lo sé. No me preocupa la culpa. Como has dicho, es una pérdida de tiempo lamentar un pasado que no puede cambiarse. Lo que me preocupa es el futuro.

Se inclinó hacia él.

– Oliver, entre todos hemos estado a punto de destruir algo que es bueno y que merece y necesita que demos algo mejor de nosotros mismos. Tú puedes ayudarnos a limpiar la reputación de Durban sin mancillar la tuya.

– Y la de Monk, por supuesto -dijo él con crueldad.

De nuevo, Hester no se arredró.

– Por supuesto. Y la mía también, ya que lo mencionas. ¿Acaso ayudarnos es motivo para no hacerlo?

– Hester por… ¡No, claro que no! -protestó Rathbone-. No os puse en evidencia porque quisiera. Vosotros mismos os pusisteis a tiro. Hice lo que tenía que hacer, respetar la ley.

– Pues ahora haz lo que puedas por respetar la justicia -replicó Hester-. Jericho Phillips asesinó a Fig y, aunque pudiéramos, de nada serviría que ahora lo demostrásemos. También asesinó a otros, y seremos mucho más cuidadosos con las pruebas la próxima vez. Pero para hacer eso la Policía Fluvial debe sobrevivir con sus propios mandos, no desmembrarse en una docena de unidades diferentes que dependan de la comisaría de cada barrio ribereño. -Se levantó lentamente, poniendo cuidado en alisarse las faldas, cosa que no solía tomarse la molestia de hacer-. Entre los tres hemos hecho algo horrible. Te estoy pidiendo que nos ayudes a enmendarlo, en la medida que pueda enmendarse. Tal vez nunca capturemos a Phillips, pero podemos hacer cuanto sea posible para demostrar a Londres que la Policía Fluvial necesita y merece seguir siendo un departamento independiente bajo sus propios mandos.

Rathbone la miró con lo que en él era una extraordinaria sensación de confusión. Los sentimientos entraban en conflicto con el intelecto. La soledad, la consternación, quizá la culpabilidad, hacían añicos su santuario de la razón.

– Haré lo que esté en mi mano -dijo en voz baja-. Aunque no sé si servirá de algo.

Hester no discutió.

– Gracias -dijo simplemente. Luego le sonrió-. Pensé que lo harías.

Rathbone se sonrojó y bajó la vista a los papeles que había sobre el escritorio, sintiendo un inmenso alivio cuando el pasante llamó a la puerta.


* * *

Hester pensó en si regresar a casa para cambiarse el vestido que mejor le sentaba, vestido que naturalmente se había puesto para ir a ver a Rathbone, antes de dirigirse a Portpool Lane, pero resolvió que sería perder el tiempo y el dinero del viaje. Siempre tenía ropa de trabajo limpia en la clínica por si sucedía un accidente, cosa que se daba con bastante frecuencia.

Encontró la clínica bullendo de actividad como siempre. Se atendía a las pocas enfermas que requerían guardar unos cuantos días de cama, a las pacientes con heridas de menor consideración, mayormente cuchilladas y navajazos que precisaban puntos de sutura, vendajes, consuelo en general y un breve respiro de la calle, tal vez una comida decente. Las tareas rutinarias de la limpieza, la colada y la cocina no cesaban jamás.

Repartió palabras de aprobación y de aliento, alguna que otra crítica sin mayor importancia, y luego fue en busca de Squeaky Robinson al despacho de éste. Desde hacía cosa de un año se tomaba muy en serio sus obligaciones de contable. Últimamente no le había oído quejarse de que le hubieran despojado con engaños de la casa que, cuando era suya, había sido el burdel más concurrido de la zona. Su nueva visión de sí mismo, más o menos en el lado correcto de la ley, parecía complacerlo.

– Buenos días, Squeaky -saludó Hester mientras cerraba la puerta a sus espaldas para darles privacidad en la abarrotada habitación con sus estanterías de libros de contabilidad. Sobre el escritorio había varias hojas de papel, lápices, un tintero rojo y otro azul, y una bandeja de arena secante. Esta última rara vez se utilizaba, pero a Squeaky le gustaba el efecto que causaba.

– Buenos días, señora Hester -contestó Squeaky, escrutándole el rostro con preocupación. No le preguntó cómo estaba; ya lo juzgaría por su cuenta.

Hester se sentó frente a él,

– Todo este asunto se está poniendo muy feo -dijo con franqueza-. Hay rumores que acusan al señor Durban de proporcionar niños a Jericho Phillips, y esa acusación está mancillando la reputación de la Policía Fluvial en conjunto. Según parece se dieron varios casos en los que sorprendió a niños robando sin que presentara cargos contra ellos. Quizás haya otras explicaciones que justifiquen su conducta, pero se está dando por sentada la peor.

Squeaky asintió.

– Pinta mal -corroboró, aspirando aire entre los dientes-. A todo el mundo le tienta algo, ya sea dinero, poder o placer, o tan sólo que la gente les deba algo. Sé de casos en que bastaba con que se sintieran superiores. Sobre todo mujeres. Las hay que se dan unos aires de superioridad espantosos, con perdón.

Hester sonrió.

– Yo también, y me daban ganas de abofetearlas hasta que me di cuenta de que seguramente era lo único que tenían. Una amiga mía solía decir que no hay nadie más virtuoso que aquel a quien nada han pedido.

– Me gusta -dijo Squeaky con profunda apreciación. Meditó sobre ello unos instantes, como si paladeara un buen vino-. Sí, me gusta.

– Squeaky, necesito saber cómo consigue Phillips a sus niños.

Llamaron a la puerta y, en cuanto Hester contestó, entró Claudine.

– Buenos días -dijo alegremente-. ¿Les apetece una taza de té?

Tanto Hester como Squeaky sabían que había acudido porque no soportaba que la dejaran al margen de la investigación. Ardía en deseos de colaborar, pero aún no había bajado las barreras de la dignidad lo bastante como para decirlo abiertamente.

– Gracias -declinó Hester enseguida-, pero tengo que volver a salir, y creo que es preciso que Squeaky me acompañe. Conoce a ciertas personas que yo no sé dónde encontrar.

Claudine se quedó alicaída. Intentó disimularlo pero el sentimiento era demasiado fuerte para que no lo reflejaran sus ojos.

– Es algo de lo que usted no sabe nada -dijo Squeaky bruscamente-. No se haga ilusiones de saber siquiera por qué las chicas salen a vender su cuerpo a las calles, y mucho menos los chavales.

– Pues claro que lo sé -le espetó Claudine-. ¿Cree que no oigo lo que dicen? ¿O que no las escucho?

Squeaky cedió un poco.

– Niños -explicó-. Aquí no tratamos a niños pequeños. Si les pegan, nadie se entera; sólo quien los tiene consigo, como Jericho Phillips.

Claudine soltó un bufido.

– ¿Y qué tienen de distintos los motivos por los que están en la calle? -preguntó-. Frío, hambre, miedo, ningún otro sitio al que ir, soledad…, alguien se ofrece a alojarlos, dinero fácil al principio…

– Tiene razón -corroboró Hester, sorprendida de que Claudine hubiese prestado tanta atención a lo que escondían las palabras tanto como a las palabras en sí mismas, las cuales con frecuencia eran superficiales y repetitivas, a veces llenas de excusas y de autocompasión, más a menudo con un amargo humor y un sinfín de chistes malos-. Pero debo demostrar que el comandante Durban no se los proporcionaba, de modo que hay que ser concretos.

– ¿El comandante Durban? -Claudine se quedó horrorizada-. Nunca había oído nada tan infame. No se preocupe, ya me ocuparé yo de velar por la buena marcha de la clínica. Usted averigüe cuanto pueda, ¡pero tenga cuidado! -Fulminó a Squeaky con la mirada-. Cuide de ella o tendrá que responder ante mí. Créame, lamentará haber nacido.

Dicho esto, dio media vuelta sacudiendo la austera falda gris como si fuera de seda carmesí, y salió con paso decidido.

Squeaky sonrió. Luego vio a Hester mirándolo y se puso serio al instante.

– Pues vayámonos yendo -dijo cansinamente-. Me pondré las botas viejas.

– Gracias -respondió Hester-. Lo espero en la entrada.

Pasaron una tarde deprimente, prolongada hasta la anochecida, yendo a ver, uno tras otro, a los contactos que Squeaky conservaba de sus tiempos como propietario de burdel.

Al día siguiente prosiguieron, adentrándose más en el dédalo de callejones de Limehouse, Shadwell y la Isle of Dogs en la margen norte del río, y Rotherhithe y Deptford en la margen sur. Hester tenía la impresión de haber ido a pie como de Londres a York, avanzando en círculos por las mismas callejuelas llenas de albergues, tabernas, casas de empeños, burdeles y el sinfín de comercios relacionados con el río.

Squeaky procedía con mucho cuidado, incluso con reserva, a propósito de sus pesquisas, pero su actitud cambiaba rotundamente en cuanto tenía que negociar. El aire despreocupado que hacía que pasara inadvertido desaparecía de repente y se volvía sutilmente amenazador. Su porte emanaba calma, su voz una amabilidad que contrastaba con el ruido y el ajetreo que lo rodeaban.

– Me consta que usted sabe más, señor Kelp -dijo casi en un susurro.

Se encontraban en lo que aparentaba ser una tabaquería, con las paredes forradas de oscuros paneles y una única ventana cuyo cristal formaba círculos como culos de botella. Las lámparas estaban encendidas, pues de lo contrario no habrían podido ver los artículos expuestos, aunque el penetrante aroma era lo bastante fuerte para salir flotando al callejón y tentar a los transeúntes, superponiéndose incluso al hedor a madera podrida y excrementos humanos.

Kelp abrió la boca para negarlo pero se lo pensó mejor. Había algo en la figura inmóvil de Squeaky, en sus descoloridos pantalones a rayas y su vieja levita, en su pelo greñudo y su cara larga, que le infundía miedo. Era como si el propio Squeaky se supiera invulnerable, pese a que no parecía llevar ningún arma y que su única compañía era una mujer de complexión más bien delgada. Era algo inexplicable, y cualquier cosa que no comprendiera alarmaba al señor Kelp.

Tragó saliva.

– Bueno… -dijo, recurriendo a evasivas-. He oído cosas, por supuesto, si eso es lo que quiere…

Squeaky asintió lentamente.

– Eso es lo que quiero, señor Kelp. Cosas que haya oído, cosas exactas, cosas a las que usted dé crédito. Y, desde luego, lo más prudente sería que no le contara a nadie que yo he preguntado y usted ha tenido la bondad de ayudarme. Hay quienes tienen el oído muy fino y no conviene que lo sepan. Dejémoslos en su ignorancia, ¿le parece?

Kelp se estremeció.

– Oh, sí, claro, señor Robinson, sí. Por descontado.

Ni siquiera echó un vistazo a Hester, de pie detrás de Squeaky, observando con creciente asombro. Aquél era un lado de Squeaky que no había imaginado, y su propia ceguera le resultaba inquietante. Se había acostumbrado a su aquiescencia en la clínica, olvidando al hombre que había sido antes. En realidad, lo único que en verdad sabía era el mero hecho de que fue el propietario del burdel que ocupó las casas de Portpool Lane hasta que ella coaccionó a Rathbone para que le obligara a entregarlas a modo de donativo para una obra benéfica. Comenzaba a percatarse de la enormidad de lo que había hecho.

Squeaky rondaba la cincuentena, pero Hester le había dado más años porque solía sentarse encorvado, y el canoso pelo largo le colgaba en finas mechas hasta el cuello de la camisa. Se había quejado a voces de que lo hubiesen engañado, abusando de él, como si fuese un hombre de costumbres pacíficas a quien hubieran tratado injustamente. El hombre que ahora veía en la tabaquería no era así en absoluto. Kelp le tenía miedo. Hester lo veía en su rostro, incluso llegaba a olerlo. Tuvo un escalofrío al pensar en su propia insensatez, y le costó lo suyo apartar de la mente aquella duda.

Kelp tragó saliva como si engullera una nuez sin cascar y procedió a contar a Squeaky cuanto sabía sobre quiénes y cómo procuraban niños a los hombres como Jericho Phillips. Lo que refirió fue muy triste e inquietante, cuajado de bajeza humana y del oportunismo de sujetos codiciosos que se cebaban en los más débiles.

Su relato también incluyó a Durban sorprendiendo a niños, algunos de no más de cinco o seis años de edad, cuando robaban comida o pequeños artículos para venderlos. Rara vez había presentado cargos contra ellos, y se suponía que se los había comprado a sus padres con la intención de vendérselos a Phillips o a otros de su ralea. Pruebas no había ni en un sentido ni en el otro, pero muchos de los chiquillos dejaron de aparecer por los sitios habituales y nadie sabía adónde habían ido ni con quién.

– Lo siento -dijo Squeaky cuando al caer la tarde caminaban por el sendero a orillas del río en Isle of Dogs. Se dirigían a la escalinata de All Saints para tomar un transbordador que cruzara al muelle de la ribera sur y luego un ómnibus hasta Rotherhithe Street, desde donde sólo había que dar un breve paseo para llegar a Paradise Place. Squeaky había insistido en acompañar a Hester a casa, por más que estuviera acostumbrada a viajar sola en ómnibus o en coche de punto-. Parece que su Durban pudo ser más retorcido que la cola de un cerdo -agregó Squeaky.

A Hester le costó trabajo contestar. ¿Qué iba a decirle a Monk? Tenía que saberlo antes de que él se enterase, de modo que pudiera estar prevenida y hacer algo para amortiguar el golpe. ¿Pero el qué? Si aquello era verdad, era peor de lo que había imaginado.

– Lo sé, lo sé… -dijo con voz ronca.

– ¿Quiere seguir con esto? -preguntó Squeaky.

– ¡Sí, por supuesto!

– Ya me lo figuraba, pero tenía que preguntar. -Miró a Hester un momento y enseguida apartó la vista-. Puede ponerse más feo.

– Eso también lo sé.

– Hasta los hombres fuertes tienen sus debilidades -dijo Squeaky-. Y también las mujeres, supongo. Me parece que la suya es creer en las personas. Tampoco es que sea algo malo.

– ¿Se supone que debo estar agradecida?

– No. Entiendo que le duela. Pero si lo supiera todo sería demasiado lista para ser buena.

– Se presentan pocas ocasiones para serlo -repuso Hester, aunque esta vez sonrió, ligeramente, si bien Squeaky no pudo verlo bajo la luz intermitente del alumbrado.

Bajaron hacia la escalinata de All Saints. Justo antes de que llegaran, surgió una figura de entre las sombras de una grúa y la luz de una farola mostró su rostro como una máscara amarilla, ancha, sonriendo con lascivia. Jericho Phillips. Miró a Hester, haciendo caso omiso de Squeaky.

– Sé que ha estado buscando a Reilly, señorita. No tendría que hacerlo.

Squeaky se desconcertó pero disimuló de inmediato.

– ¿La está amenazando, señor Phillips? -preguntó con exagerada cortesía.

– Sólo es un consejo -repuso Phillips-. Amistoso, además. Me parece que estoy en deuda con ella. -Sonrió enseñando los dientes-. Quizás estaría colgando de una horca con la soga al cuello, de no ser por sus declaraciones en mi juicio. -Rió por lo bajo, con los ojos muertos como piedras-. Descubrirá un montón de cosas que preferiría no saber, visto que tanto admiraba al señor Durban. Encontrará a Reilly, pobre chico, y acabará descubriendo lo que le ocurrió. Y, créame, señorita, no le va a gustar lo más mínimo. -Había un transbordador surcando la oleosa superficie negra del agua que los remos batían rítmicamente-. Un chico valiente, ese Reilly -agregó Phillips-. Aunque tonto. Confió en quien no debía, como la Policía Fluvial. Descubrió más cosas de las que debe saber un chaval como él.

– Por eso lo mató, igual que mató a Fig -dijo Hester con amargura.

– No había motivo, señorita -le dijo Phillips-. No iba a chivarse de mí. Yo trato muy bien a mis chicos. No les pego, no pierdo la cabeza ni les grito. Conozco mi negocio, y lo atiendo como es debido.

Hester lo miró con una aversión absoluta, pero no halló una respuesta con la que contraatacar.

– Piénselo, señorita -prosiguió Phillips-. Ha estado haciendo muchas preguntas sobre Durban. ¿Qué ha averiguado, eh? Que era un mentiroso, ¿no? Mentía sobre cualquier cosa, hasta sobre su origen. Perdía los estribos de mala manera, molió a palos a más de uno. Encubría los delitos de algunos, mentía sobre los de otros. Quizá yo hubiera hecho lo mismo, pero nadie se extrañaría. -Sonrió sin el más ligero rastro de humor-. Durban era diferente. Nadie se fía de mí, pero confiaban en él. Eso lo convierte en otra cosa, una especie de traición, ¿verdad? Que él quebrantara la ley está mal, pero que muy mal. Créame, señorita, no le gustará saberlo todo sobre Durban, se lo digo en serio. Como tampoco al bueno de su marido. Me salvó la vida dos veces, fíjese. Una vez en el río… Vaya. -Phillips enarcó las cejas-. ¿No se lo ha contado?

Hester le dirigió una mirada cargada de odio.

Phillips sonrió más abiertamente.

– Pues sí, pudo dejar que me ahogara pero me salvó. Y luego, por supuesto, todas esas pruebas ante el tribunal. Sospecho que sin ellas me habrían ahorcado, seguro. No es una forma agradable de morir, señorita, el baile de la soga. Para nada. No se empeñe en saber qué le ocurrió al pobre Reilly, señorita, ni tampoco quiera saberlo todo sobre Mary Webber.

»Mire, ahí llega el transbordador para llevarla a casa. Duerma bien, y por la mañana vaya a ocuparse de su clínica y de todas esas putas que se ha empeñado en salvar.

Dio media vuelta y se marchó, desapareciendo casi de inmediato entre las sombras.

Hester se plantó en la escalinata temblando de rabia pero también de miedo. No podía, refutar ni una sola de las cosas que había dicho Phillips. Se sentía impotente, y tenía tanto frío en plena noche de verano que bien podría haber caído en las oscuras aguas del río.

El transbordador golpeaba contra la escalinata. El remero aguardaba.

– ¿Quiere que lo dejemos correr, señorita Hester? -preguntó Squeaky.

Hester no le veía la cara, estaban de espalda a la luz, y tampoco supo descifrar los sentimientos que ocultaba su voz.

– ¿Acaso podría irnos peor? -preguntó Hester-. ¿No le parece que cualquier cosa es mejor que aceptar esto?

– ¡Claro que sí! -dijo Squeaky al instante-. Las cosas pueden ponerse mucho más feas. Podría descubrir que Durban mató a Reilly y que Phillips puede demostrarlo.

– No puede -dijo con un súbito arranque de lógica-. Si pudiera demostrarlo, ya lo habría hecho, y habría desbaratado el caso de Durban sin tener que confiar en que Rathbone nos desacreditara ante el tribunal. Habría sido mucho más seguro.

– Pues si es lo que quiere, por mí, encantado. Trincar a ese cabrón sería mejor que una botella de brandy Napoleón.

– ¿Le gusta el brandy Napoleón? -preguntó Hester sorprendida.

– Ni idea -admitió Squeaky-. ¡Pero me gustaría averiguarlo!

Загрузка...