Un atardecer, casi dos semanas después de la captura de Jericho Phillips, sir Oliver Rathbone regresó temprano de su bufete en los Inns of Court [2] a su elegante y muy confortable hogar. Corría mediados de agosto, no soplaba ni gota de viento y hacía calor. El ambiente era mucho más agradable en su sala de estar, con las cristaleras abiertas al césped y al perfume de la segunda floración de las rosas, que el olor de las calles, el sudor y el estiércol de los caballos, el polvo y el ruido.
Margaret lo recibió tan encantada como siempre desde que se casaran no tanto tiempo atrás. Bajó la escalera entre un revuelo de muselina verde pálido y blanca, irradiando una increíble frescura a pesar del bochorno. Lo besó con ternura, sonriendo tal vez con una pizca de timidez. Su gesto resultó tan grato a Rathbone que éste pensó que quizá sería indiscreto demostrarlo.
Hablaron de muchas cosas durante la cena: una nueva exposición de arte que había suscitado más controversia de la esperada; la continua ausencia de la reina en la temporada londinense desde el fallecimiento del príncipe Alberto; y, por supuesto, el desdichado y triste asunto de la guerra civil en Norteamérica.
La conversación fue lo bastante interesante para mantener ocupada la mente de Rathbone y, no obstante, también sumamente amena. No recordaba haber sido nunca tan feliz, y cuando se retiró a su estudio a leer unos pocos documentos que tenía pendientes se sorprendió sonriendo sin otro motivo que su paz interior.
Ya caía la noche y por fin refrescaba un poco cuando el mayordomo llamó a la puerta y anunció la visita de su suegro, que había pedido verlo. Naturalmente, Rathbone se avino de inmediato, si bien no dejó de sorprenderle que Arthur Ballinger pidiera verlo a él en concreto en vez de incluir también a su hija.
Cuando entró en el estudio pegado a los talones del sirviente, Rathbone reparó a simple vista en que le traía un asunto de cariz más profesional que personal. Ballinger era un abogado de prestigio que gozaba de una excelente reputación. De vez en cuando lo había tratado por motivos de trabajo, pero hasta la fecha no tenían clientes en común ya que Rathbone ejercía sobre todo en casos importantes de derecho penal.
Ballinger cerró la puerta del estudio a sus espaldas para asegurar su privacidad y luego fue a sentarse en la butaca de enfrente de Rathbone casi sin prestar atención al saludo de su yerno. Era un hombre corpulento y bastante robusto, de abundante pelo castaño ligeramente entrecano. Sus rasgos eran enérgicos. Margaret había heredado de su madre toda la delicadeza de su rostro y su porte.
– Me encuentro en una situación comprometida, Oliver -comenzó sin más preámbulo-. Un cliente muy antiguo me ha pedido un favor que me resisto a hacerle, pero, no obstante, considero que no puedo negarle. Para serte franco, se trata de un asunto con el que preferiría no tener nada que ver, pero no acierto a encontrar una vía de escape honorable. -Encogió ligeramente un hombro-. Y, si quieres que te sea sincero, tampoco una vía legal. Uno no puede seleccionar y escoger en qué asuntos actuará y en cuáles no. Hacerlo sería burlarse por completo del concepto de justicia, que debe ser igual para todos.
Rathbone se quedó perplejo ante semejante discurso; dejaba traslucir una falta de confianza nada propia de Ballinger. Estaba claro que algo le inquietaba.
– ¿Puedo ser de ayuda, sin infringir el secreto profesional que debe a su cliente? -preguntó esperanzado. Le complacería asistir al padre de Margaret en un asunto que al parecer revestía tanta importancia para él. Margaret se alegraría y de paso estrecharía los lazos con su familia, cuestión que por naturaleza no le resultaba fácil. Era muy celoso de su intimidad. Aparte de una profunda amistad con su padre, había encontrado pocos vínculos afectivos en su vida adulta. En algunos sentidos, nada menos que William Monk era el amigo más auténtico que tenía. Eso excluía a Hester, por supuesto, pues sus sentimientos hacia ella habían sido diferentes…, más fuertes, más íntimos y, en cierto modo, más penosos. Todavía no estaba del todo preparado para analizarlos con más detenimiento.
Ballinger se relajó un poquito, al menos en apariencia, si bien seguía ocultando las manos en el regazo como si temiera que lo delataran.
– No habría que romper ninguna confidencia -dijo enseguida-. Busco tu competencia profesional para que representes una causa que me temo encontrarás repelente y que tiene todas las de perder. No obstante, como es natural, cobrarás lo que corresponde por tu tiempo y tus dotes, que yo sé excepcionales.
Tuvo el tino de no excederse en las alabanzas.
Rathbone estaba confundido. Su profesión consistía en representar a clientes ante los tribunales; en muy raras ocasiones ejercía de fiscal para la Corona, pero, desde luego, no era lo habitual. ¿Por qué ponía tan nervioso a Ballinger aquel asunto? ¿Por qué había ido a ver a Rathbone a su casa, y no a su bufete, como habría sido lo normal? ¿Qué hacía tan diferente aquella causa? Había defendido a personas acusadas de homicidio, de piromanía, de chantaje, de robo, de casi cualquier delito que a uno se le pudiera ocurrir, incluso de violación.
– ¿De qué acusan a su cliente? -preguntó Rathbone. ¿Cabía que fuera de algo tan polémico como de traición? ¿Contra quién? ¿La reina?
Ballinger encogió un poco los hombros.
– Homicidio. Pero es un hombre impopular, no contará con las simpatías de ningún jurado. Su comparecencia será mal recibida -se apresuró a explicar. Quizás había visto dudas en el semblante de Rathbone. Se inclinó un poco hacia delante-. Pero éste no es el problema, Oliver. Me consta que has representado a toda clase de gente por cargos que no suscitaban ninguna compasión pública. Aunque deploro cuanto atañe a esta causa en concreto, para mi cliente lo primordial es la justicia en sí misma.
Rathbone encontró cierta ironía en tal observación. Pocos acusados formulaban su deseo de ser defendidos en tan generales y ampulosos términos.
Ballinger parpadeó y algo cambió en su expresión.
– No me he explicado del todo -prosiguió-. Mi cliente desea pagar tus honorarios para que defiendas a otra persona. No tiene relación alguna con el acusado, como tampoco nada en juego que dependa del resultado, sólo la cuestión de la justicia, imparcial, libre de toda ganancia o pérdida personal. Teme que este acusado parezca tan vil a ojos de los jurados que sin la mejor defensa del país sea hallado culpable y ahorcado basándose en sentimientos, no en hechos probados.
– Qué altruista -observó Rathbone, si bien ya sentía en su fuero interno una súbita excitación, como si hubiese entrevisto algo hermoso, una batalla con toda la pasión y el compromiso que podía poner en ella. Pero sólo fue una visión fugaz, un destello de luz que se desvaneció antes de que estuviera seguro de haberlo visto-. ¿Quién es?
Ballinger sonrió; tan sólo un ligero y pesaroso movimiento de los labios.
– Eso no puedo revelarlo. Quiere permanecer en el anonimato. No me ha contado por qué motivo, pero debo respetar sus deseos.
Su expresión, el peculiar encorvamiento de los hombros, daba a entender que aquél era el momento decisivo, la prueba en la que temía fracasar.
Rathbone se desconcertó. ¿Por qué un hombre con tan noble empeño iba a querer ocultarse en el anonimato, incluso ante su abogado? Era muy comprensible que no quisiera hacer pública su identidad. La gente podría muy bien deducir que sentía simpatía por el acusado y nada tenía de extraño que quisiera ahorrarse eso.
– Si estoy obligado al secreto, lo respetaré -dijo Rathbone con tacto-. Sin duda usted ya se lo habrá dicho.
– Por supuesto -respondió Ballinger enseguida-. Sin embargo, es muy inflexible a ese respecto. Me ha resultado imposible hacerle cambiar de parecer. En lo que a ti atañe, yo representaré al acusado ante ti y actuaré en su nombre. Lo único que debes saber es que tus honorarios íntegros los pagará un hombre de la mayor honradez y probidad, y que ese dinero lo gana por sus propios medios, los cuales están por encima de toda sospecha. Eso puedo jurarlo.
Permaneció inmóvil, mirando con seriedad a Rathbone; de haberse tratado de un hombre menos circunspecto cabría haber pensado que lo hacía con ojos suplicantes.
A Rathbone le incomodó que su propio suegro tuviera que suplicar una ayuda profesional que en todo momento había estado dispuesto a brindar, incluso a desconocidos y a hombres que le causaban un profundo desagrado, puesto que aquélla era su vocación. Era abogado defensor y hablaba en nombre de quienes no estaban preparados para hacerlo por sí mismos y en el de quienes serían víctimas de injusticia si nadie se ponía de su parte. El sistema legal era acusatorio. Las partes tenían que ser iguales en habilidad y dedicación, pues de lo contrario todo enjuiciamiento devenía una farsa.
– Cuente conmigo para actuar en nombre de su cliente -dijo con gravedad-. Si me da los documentos necesarios y una provisión de fondos, a partir de ahora cuanto digamos será confidencial.
Por fin Ballinger se relajó del todo.
– Tu palabra basta y sobra, Oliver. Haré que por la mañana recibas en tu bufete cuanto puedas necesitar. Te quedo sumamente agradecido. Contaré a Margaret la excelente persona que eres aunque sin duda ya estará más que enterada. Estoy encantado de que tuviera el buen sentido de no permitir que su madre la obligara a contraer un matrimonio de conveniencia, aunque debo admitir que entonces me tenía exasperado. -Sonrió atribulado-. Si vas a tener una mujer de carácter en casa, más vale que sean dos, a ser posible de opiniones encontradas, así puedes apoyar a la una o la otra y alcanzar la meta que te propones. -Suspiró y, pese al alivio, la tristeza asomó brevemente a su semblante-. No tengo palabras para decirte cuánto te aprecio, Oliver.
Rathbone se quedó sin saber qué contestar; incluso estaba una pizca avergonzado. Condujo la conversación hacia cuestiones de orden práctico.
– ¿A quién voy a defender? ¿Ha dicho que el cargo era de homicidio?
– Sí. Así es, lamentablemente.
– ¿Quién es el acusado? ¿Quién fue la víctima?
Se abstuvo de advertir a Ballinger que no le contara ninguna confesión, lo cual pondría en entredicho su posición en los tribunales.
– Jericho Phillips -contestó Ballinger, casi con indiferencia.
Rathbone de pronto se dio cuenta de que Ballinger lo estaba observando con todo detenimiento, pero con los ojos entornados, como si pretendiera disimularlo.
– ¿El hombre acusado de matar al niño que hallaron en el río cerca de Greenwich? -preguntó. Había leído algo sobre el caso y sintió un inexplicable frío en las manos.
– En efecto -respondió Ballinger-. Y lo niega. Sostiene que el niño escapó y que no sabe quién le mató.
– En tal caso, ¿por qué se le acusa? Tiene que haber alguna prueba. El asunto está en manos de la Policía Fluvial, ¿no es así? Monk no es idiota.
– Por supuesto que no -dijo Ballinger con suavidad-. Sé que es amigo tuyo o que al menos lo fue en el pasado. Pero incluso los buenos hombres cometen equivocaciones, sobre todo cuando son nuevos en su trabajo y tienen demasiadas ganas de tener éxito.
Rathbone se sintió más herido en nombre de Monk de lo que hubiera imaginado.
– Hace algún tiempo que no lo veo, he estado muy ocupado y me figuro que él también, pero sigo considerándole un buen amigo.
El arrepentimiento afloró al rostro de Ballinger.
– Ruego me disculpes. No era mi intención dar a entender lo contrario. Confío en no haberte puesto en una posición que te obligue a cuestionar el buen juicio de un hombre que cuenta con tu estima y respeto.
– ¡Que aprecie a Monk nada tiene que ver con defender a alguien que él haya detenido! -dijo Rathbone acalorado, cayendo en la cuenta de lo mucho que así podría ser si él lo permitía-. ¿Acaso se imagina que mis relaciones con la policía, la fiscalía o, ya puestos, el juez, tienen algún efecto sobre mi modo de llevar una causa? ¿Cualquier causa?
– No, querido amigo, por supuesto que no -dijo Ballinger con profunda convicción-. Ése es precisamente el motivo por el que te ha elegido mi cliente y la razón por la que coincidí con su criterio. Jericho Phillips tendrá el juicio más justo que quepa tener si tú lo representas, e incluso si es hallado culpable y ahorcado, tendremos la conciencia tranquila al saber que se ha hecho justicia.
»No nos despertaremos en mitad de la noche con dudas o sentimientos de culpa pensando que tal vez lo ahorcamos porque su estilo de vida, su ocupación o su repulsiva persona influyeron más de lo debido a la hora de dictar sentencia. Si somos justos con sujetos como él, lo somos con todos. -Se puso de pie y le tendió la mano-. Gracias, Oliver. Margaret está orgullosa de ti con razón. Cada vez que la veo, confirmo que es feliz, y me consta que siempre será así.
Rathbone no tuvo más remedio que estrechar la mano de Ballinger, si bien todavía con una pizca de inhibición dado que no estaba acostumbrado a semejante franqueza en cuestiones de sentimientos.
Ahora bien, una vez que Ballinger se hubo marchado, también él se sintió contento. Se enfrentaba a un reto soberano, y no le gustaría perder, pero lo que Ballinger le pedía era algo honorable; indirecta y peligrosamente honorable. Y presentaba el aliciente añadido de hacer que Margaret estuviera verdaderamente orgullosa de él.
Transcurrieron varios días antes de que Rathbone fuera a la prisión de Newgate para entrevistarse con Jericho Phillips. Para entonces tenía un conocimiento más amplio sobre el crimen del que le habían acusado y también, para gran preocupación suya, sobre el tipo de vida del reo.
Aun así, todavía no estaba preparado para el profundo desagrado que sintió al conocerlo. El encuentro tuvo lugar en un pequeño cuarto de piedra sin más mobiliario que una mesa y dos sillas. La única ventana se abría en lo alto de la pared y dejaba entrar algo de luz, pero lo único que por ella se veía era el cielo. El ambiente viciado olía a rancio, como si retuviera el sudor del miedo de un siglo entero y ni siquiera todo el ácido fénico del mundo pudiera quitarlo.
Phillips era de estatura ligeramente superior a la media, pero la delgadez de su cuerpo y su desmañada actitud hacían que pareciera más alto. Aun sin tener el menor atisbo de gracia, se adivinaba que poseía una fuerza tremenda, incluso en un acto tan simple como el de ponerse de pie cuando Rathbone entró y el celador cerró la puerta a su espalda.
– Buenos días, sir Oliver -saludó cortésmente. Tenía la voz ronca, como si le doliera la garganta. No hizo ademán de darle la mano, cosa que Rathbone agradeció.
– Buenos días, señor Phillips -contestó-. Por favor, tome asiento. Disponemos de un tiempo limitado, de modo que aprovechémoslo al máximo.
Acababa de llegar y ya se sentía ligeramente incómodo. El desasosiego era casi como el roce de un miedo físico. Y, sin embargo, Phillips no suponía ninguna amenaza para él. Que él supiera, era el único que estaba de su lado.
Phillips obedeció, moviéndose con rigidez. Eso era lo único que revelaba su miedo. No se le entrecortaba la voz ni le temblaban las manos.
– Sí, señor -dijo obedientemente.
Rathbone lo miró. Tenía rasgos angulosos y la pálida tez de quien vive la mayor parte de las horas sin ver la luz del día, pero desde el pelo de punta hasta los ojos brillantes, las manos fuertes y los estrechos hombros huesudos, nada en él denotaba debilidad. Con el pecho hundido y las piernas ligeramente torcidas, su complexión era la propia de la pobreza y, sin embargo, había aprendido a no mostrar la usual renquera de la deformidad.
– Su abogado me informa de que desea declararse «no culpable» -comenzó Rathbone-. Las pruebas contra usted son sólidas, pero no concluyentes. Nuestra mayor dificultad será su reputación. Los jurados sopesarán los hechos, pero también se dejarán llevar por las emociones, tanto si son conscientes de ello como si no.
Observó el rostro de Phillips para determinar si le había entendido. Percibió un instantáneo destello de inteligencia y algo que casi podría haber pasado por humor si la situación no hubiese sido tan desesperada.
– Claro que lo harán -corroboró Phillips con un asomo de sonrisa-. El sentimiento es donde los pillaremos porque, para que lo sepa, el señor Durban no era ni de lejos el buen hombre que todos piensan que fue. Me odiaba desde hacía mucho tiempo y había puesto todo su empeño en verme ahorcado sin importarle que lo mereciera o no. Y cuando el señor Monk lo sustituyó, no sólo ocupó su puesto sino que se metió en su piel. Fueron poco cuidadosos; los dos. Y según dice el señor Ballinger, usted es lo bastante inteligente y recto para demostrarlo, si es verdad, sin que importe que fueran sus amigos o no.
Rathbone se incomodó al constatar que Phillips, a su vez, estaba estudiando sus reacciones con tanto detenimiento como él y, probablemente, con la misma perspicacia. Hizo cuanto pudo por mantener el semblante inexpresivo y dijo:
– Entiendo. Revisaré las pruebas teniéndolo en cuenta, no sólo para verificar su validez sino también el procedimiento para obtenerlas. Si hubo algún error, quizá podamos sacarle partido.
Phillips se estremeció, se esforzó por ocultarlo pero no lo logró.
El cuarto estaba frío dado que la humedad parecía no abandonarlo nunca por completo pese al calor de agosto que reinaba en el exterior.
– ¿Tiene frío, señor Phillips? -preguntó Rathbone, obligándose a recordar que aquel hombre era su cliente, además de inocente del crimen imputado hasta que se demostrara su culpabilidad más allá de toda duda razonable.
Algo encendió los ojos de Phillips: recuerdo, miedo.
– No -mintió. Acto seguido cambió de parecer-. Es sólo esta habitación. -La voz le cambió, volviéndose más ronca-. Está húmeda. En mi celda oigo… el goteo. -El cuerpo se le puso tenso-. Odio el goteo.
Y, no obstante, aquel hombre había elegido vivir en el río. Nunca debía de andar lejos del chapoteo de las olas y de los cambios de marea. Era sólo allí, entre paredes que rezumaban y goteaban, donde era incapaz de controlar aquella aversión. Rathbone se sorprendió mirando a Phillips con renovado interés, casi con respeto. ¿Acaso era posible que deliberadamente se obligara a enfrentarse a su fobia, a vivir con ella, a ponerse a prueba contra ella cada día? Eso revelaría una fortaleza que pocos hombres poseían y una disciplina que la mayoría evitaría a toda costa. Tal vez había supuesto muchas cosas sobre Jericho Phillips que no debería haber dado por sentadas.
– Investigaré qué ocurre con su alojamiento -prometió-. Por el momento centrémonos en lo que tenemos hasta ahora…
Cuando llegó la mañana del juicio, Rathbone estaba todo lo preparado que se podía estar. La excitación de la víspera de la batalla palpitaba en su fuero interno, tensándole los músculos, haciéndole un nudo en el estómago, ardiendo en sus entrañas con un fuego que ninguna otra cosa podía encender. Tenía miedo al fracaso, estaba lleno de dudas sobre si el alocado plan que tenía en mente daría resultado; e incluso, en los momentos más oscuros, sobre si debería darlo. No obstante, las ansias de intentarlo eran compulsivas, arrolladoras. Sería un hito en los anales del derecho que consiguiera la absolución de un hombre como Jericho Phillips porque el procedimiento fuera defectuoso, bien motivado pero esencialmente fraudulento, fundamentado en emociones, no en hechos. Esa opción, por más comprensible que fuera a título individual, al final sólo conduciría a la injusticia y, por consiguiente, tarde o temprano, al ahorcamiento de un hombre inocente, lo cual constituía el supremo fracaso de la ley.
Se miró en el espejo y vio su reflejo con la larga nariz, la boca delicada y la sempiterna chispa de humor en sus ojos oscuros. Se apartó un poco y ajustó la peluca y la toga hasta que quedaron perfectas. Faltaba un cuarto de hora para el inicio de la vista.
Seguía deseando saber quién pagaba sus muy considerables honorarios, pero Ballinger se había negado rotundamente a decírselo. Bien cierto era que Rathbone no necesitaba saberlo. La convicción de su suegro a propósito de que se trataba de un hombre acreditado que ganaba su dinero honradamente bastaba para descartar cualquier recelo. Era la curiosidad lo que picaba a Rathbone, y posiblemente el deseo de saber si existían datos relacionados con la culpabilidad de un tercero que le estuvieran siendo ocultados. Esta segunda posibilidad era la que le impelía a proporcionar a Phillips la mejor defensa que pudiera.
Llamaron discretamente a la puerta. Era el ujier para avisarle de que había llegado la hora.
El juicio comenzó con toda la ceremonia que imponía el Old Bailey [3]. Presidía el tribunal lord Justice Sullivan, un hombre cercano a la sesentena con una hermosa nariz y el mentón ligeramente hundido. Su mata de pelo negro quedaba oculta bajo su pesada y larga peluca, pero sus hirsutas cejas acentuaban la expresión un tanto tensa de su rostro. Condujo las formalidades de apertura con rapidez. El jurado prestó juramento, se leyeron los cargos y Richard Tremayne, el fiscal inició la causa de Su Majestad contra Jericho Phillips.
Tremayne era un poco mayor que Rathbone, un hombre con un rostro curioso, rebosante de humor e imaginación. Habría parecido mucho más a su aire con la camisa de mangas afaroladas propia de un poeta y luciendo una corbata extravagante. Rathbone le había visto ataviado precisamente así una tarde en una fiesta celebrada en su residencia, cuyos jardines daban al Támesis. En aquella ocasión jugaron al cróquet y perdieron una cantidad exorbitante de pelotas. El sol se estaba poniendo, y teñía el río de tonos rojos y melocotón, las abejas zumbaban en los lirios y nadie sabía quién iba venciendo ni le importaba.
No obstante, Tremayne amaba y entendía la ley. Rathbone no estaba para nada seguro de si era una feliz coincidencia o una pura desventura tenerlo como adversario.
El primer testigo al que llamó Tremayne fue Walters de la Policía Fluvial, un hombre afable de complexión robusta que había sacado brillo a los botones de su uniforme hasta hacerlos resplandecer. Subió los empinados peldaños curvos del estrado y prestó juramento.
En el banquillo, situado más arriba, enfrente del juez y a un lado del jurado, Jericho Phillips estaba sentado entre dos guardias impertérritos. Se le veía muy sobrio, casi como si estuviese asustado. ¿Lo haría para impresionar al jurado o realmente pensaba que Rathbone le fallaría? Rathbone confiaba en que fuera lo segundo. Guardaría la apariencia sin correr el riesgo de bajar la guardia y ponerse en evidencia.
Rathbone escuchó lo que el policía fluvial tenía que decir. Sería una estupidez que el abogado defensor cuestionara los hechos; aquélla no era la táctica que se proponía utilizar. Por el momento, lo único que debía hacer era tomar nota.
Tremayne era inteligente, encantador, privilegiado de nacimiento y tal vez un poco indolente. Iba a llevarse una desagradable sorpresa.
– Recibimos aviso en la Comisaría de Wapping -estaba diciendo Walters-. Unos gabarreros habían encontrado un cuerpo y opinaban que debíamos ir a echarle un vistazo.
– ¿Eso es habitual, señor Walters? -preguntó Tremayne-. Me figuro que, por desgracia, se encuentran muchos cuerpos en el río.
– Sí, señor, así es. Pero en este caso no se trataba de un accidente. Le habían rajado la garganta de oreja a oreja -respondió Walters con gravedad. No levantó la vista hacia Phillips pero, a juzgar por la rigidez de sus hombros y el modo en que miraba fijamente a Tremayne, resultó patente que le habían dicho que no lo hiciera.
Tremayne era muy cuidadoso.
– ¿Podría haber sucedido por accidente? -preguntó.
La voz de Walters dejó traslucir su impaciencia.
– Difícilmente, señor. Aparte del tajo en la garganta y de que no era más que un niño, tenía marcas de quemaduras en los brazos, como de cigarro. Nos avisaron porque pensaban que lo habían asesinado.
– ¿Cómo sabe eso, señor Walters?
Rathbone sonrió para sus adentros. Tremayne estaba nervioso, incluso creyendo que su acusación era irrefutable, pues de lo contrarío no se mostraría tan pedante. Esperaba que Rathbone lo atacara a cada oportunidad. Ahora bien, carecería de sentido objetar alegando que se trataba de un testimonio de oídas. Haría que Rathbone pareciera desesperado puesto que la respuesta era obvia.
Lord Justice Sullivan también torció los labios en un amago de sonrisa. Leía el pensamiento de ambos letrados y los entendía. Por primera vez desde que comenzara la vista brilló una chispa de interés en sus ojos. Intuía un duelo entre iguales, no la ejecución con que había contado encontrarse.
– Lo sé porque fue lo que dijeron cuando nos pidieron que acudiéramos -contestó Walters impasiblemente.
– Gracias. ¿A quién se refiere cuando dice «nos»? Es decir, ¿quién acudió de la Policía Fluvial?
– El señor Durban y yo, señor.
– ¿Y el señor Durban era el oficial al mando, el jefe de la Policía Fluvial en Wapping?
– Sí, señor.
Rathbone se planteó si preguntar por qué no estaba testificando Durban aunque, por descontado, lo sabía de sobras, pero no así el jurado.
Lord Justice Sullivan se le adelantó. Se inclinó hacia delante, adoptando una expresión de amable curiosidad.
– Señor Tremayne, ¿prestará declaración el comandante Durban?
– No, señoría -respondió Tremayne con pesadumbre-. Lamento decir que el señor Durban falleció a finales del año pasado, dando su vida para salvar la de otros. Por eso he llamado al señor Walters.
– Entiendo. Por favor, prosiga -ordenó Sullivan.
– Gracias, señoría. Señor Walters, tenga la bondad de explicar al Tribunal adónde fueron en respuesta al aviso y qué encontraron allí.
– Sí, señor. -Walters enderezó los hombros-. Bajamos hasta Limehouse Reach, más o menos a la altura de Cuckold's Point, donde había una barcaza, un transbordador y un par de gabarras fondeados y a la espera. Una de las gabarras había recogido el cuerpo de un niño que tendría doce o trece años de edad. El barquero lo había visto y dado la alarma. Por supuesto, no se puede detener una gabarra, y mucho menos toda una hilada, de golpe y porrazo, por así decir. De manera que recorrieron un mínimo de cien metros antes de echar el ancla y ver qué habían cogido. -Fue bajando la voz porque lo estaba embargando la emoción-. El pobre crío estaba hecho un desastre. La garganta cortada al través, de lado a lado; y lo habían golpeado y arrastrado, así que era un milagro que conservara la cabeza en su sitio. Se había enredado en unos cabos, pues de lo contrario la marea se lo habría llevado consigo, claro está, y no lo habríamos encontrado hasta que el mar y los peces no hubiesen dejado de él más que los huesos.
En lo alto de su asiento Sullivan hizo una mueca de dolor y cerró los ojos. Rathbone se preguntó si alguno de los jurados habría visto ese gesto de repugnancia o reparado en que Sullivan estaba más pálido de lo normal.
– Ajá, ya entiendo. -Tremayne dio la máxima importancia a la tragedia, demorándose a fin de asegurarse de que el tribunal también tuviera tiempo de detenerse en ella-. ¿Qué hicieron ustedes como resultado de tal descubrimiento?
– Pedimos que nos dijeran qué había ocurrido exactamente, dónde estaban cuando calculaban que la gabarra había tropezado con el cuerpo, cuánto tiempo lo habían arrastrado sin que se percataran…
Sullivan frunció el ceño y miró con severidad a Tremayne.
Tremayne se dio cuenta.
– Señor Walters, si no sabían que el cuerpo estaba enredado en las cuerdas, ¿cómo podían estimar la distancia que lo habían arrastrado?
Divertido por la ironía del argumento y la precisión de Tremayne, Rathbone disimuló una sonrisa; si ahora le veían mostrar otra cosa que no fuera horror o compasión, luego se le volvería en contra.
– Contando a partir de la última vez en que alguien tendría que haberlo visto, señor -dijo Walters muy serio-. Cualquiera que se cruzara por la popa tenía que verlo.
Tremayne asintió con la cabeza.
– ¡Justamente! ¿Y a qué distancia sucedió eso?
– A la altura de la escalinata de Horseferry Stairs. Se cruzaron con un transbordador que iba a atracar. El pobre crío se enredaría en los cabos poco después.
– ¿Sabían quién era el niño muerto?
Walters torció el gesto de repente, adoptando un aire entre la ira y la pena.
– No, señor; al principio no. Hay miles de niños que viven en el río de una manera u otra.
– ¿Trabajó en el caso después de eso, señor Walters?
– No, señor. Lo llevó principalmente el propio señor Durban. Y el señor Orme.
– Gracias. Le ruego que permanezca en el estrado por si mi docto amigo, sir Oliver, desea preguntarle alguna cosa.
Tremayne cruzó el entarimado de regreso a su sitio, invitando a Rathbone con un ademán.
Rathbone se puso de pie, le dio las gracias y caminó con parsimonia hasta el centro de la sala. Luego levantó la vista hacia el estrado donde Walters aguardaba con el semblante severo y aprensivo.
– Buenos días, señor Walters -comenzó-. No lo entretendré mucho tiempo. Permítame que lo felicite por el maravilloso trabajo que la Policía Fluvial lleva a cabo para todos nosotros. Tengo entendido que en los casi tres cuartos de siglo transcurridos desde que existe, ustedes han reducido la criminalidad en el río de un modo asombroso. De hecho resuelven más del noventa por ciento de los delitos a los que se enfrentan, ¿no es así?
Walters se irguió y pareció crecer unos centímetros.
– Sí, señor. Gracias, señor.
– Tienen sobrados motivos para estar orgullosos. Prestan un gran servicio a Su Majestad y al pueblo de Londres. ¿Tengo razón al pensar que el asesinato de este niño suscitó una profunda ira en usted?
– Sí, señor, la tiene. No sólo lo habían asesinado; a juzgar por las quemaduras en los brazos y el torso, también lo habían torturado.
Walters tenía la tez cenicienta y la voz ronca, como si tuviera la garganta seca.
– Qué atrocidad -concordó Rathbone. Todo iba saliendo tal como deseaba. Walters era un testigo muy bien dispuesto-. ¿El señor Durban quedó afectado de igual manera? -prosiguió-. ¿O quizá sería más correcto preguntar cómo fue la reacción del señor Durban cuando vio el cadáver del niño con un tajo en el cuello que le había dejado la cabeza medio colgando y las señales de deliberada tortura en sus carnes?
Walters hizo una mueca de repulsa ante tan crudas palabras. Cerró los ojos como si retrocediera en el tiempo hasta aquella escena espantosa.
– Lloró, señor -dijo en voz baja-. Juró que encontraría a quien lo había hecho y que lo vería colgar hasta que también tuviera la cabeza medio arrancada del cuerpo. Nunca volvería hacerle algo así a otro niño.
– Me figuro que todos podemos comprender cómo se sintió. -Rathbone hablaba muy bajo, pero el timbre de su voz llegaba hasta el último asiento del silencioso tribunal. Sabía que lord Justice Sullivan le estaba mirando fijamente como si se hubiese vuelto loco. Probablemente se estaría preguntando si debía recordar a Rathbone a qué parte representaba-. ¿Y el comandante Durban se ocupó personalmente del caso, con la ayuda del señor Orme, ha dicho usted? El señor Orme, según tengo entendido, era su mano derecha.
– Sí, señor, todavía es el segundo al mando, señor -corroboró Walters.
– Justo lo que pensaba. Estos sucesos que refiere ocurrieron hace cosa de año y medio. Y acabamos de iniciar la vista. ¿Abandonó el caso el señor Durban?
Walters se puso rojo de indignación.
– ¡No, señor! El señor Durban trabajó en él día y noche hasta que tuvo que encargarse de otras cosas, y entonces continuó haciéndolo en su tiempo libre. Jamás se dio por vencido.
Rathbone bajó más la voz, si bien asegurándose de que cada una de sus palabras llegaba a oídos del jurado y a los bancos donde el público permanecía sentado, sobrecogido y en silencio.
– ¿Está diciendo que el señor Durban estaba tan entregado al caso como para dedicarle su tiempo libre, hasta que la tragedia de su temprana muerte interrumpió su empeño por encontrar a la persona que había torturado y luego matado a ese niño?
– Sí, señor, así es. Y luego, el señor Monk lo retomó cuando encontró las notas que el señor Durban dejó -dijo Walters con actitud desafiante.
– Gracias. -Rathbone levantó la mano para impedir cualquier otra revelación-. Llegaremos al señor Monk en su debido momento. Puede prestar declaración en persona, si fuere preciso. Lo ha dejado todo muy claro, señor Walters. No tengo más preguntas que hacerle.
Tremayne negó con la cabeza, el semblante un tanto tenso, ocultando cierto desasosiego.
El juez dio las gracias a Walters y lo autorizó a retirarse.
Tremayne llamó a su testigo siguiente: el médico forense que había examinado el cuerpo del niño. Era un hombre delgado y cansado, con entradas en el pelo rubio rojizo y una voz sorprendentemente buena, pese a que de vez en cuando tenía que detenerse a estornudar y sonarse. Saltaba a la vista que estaba acostumbrado a comparecer ante los tribunales. Tenía todas las respuestas en la punta de la lengua y les explicó el estado del cuerpo del niño con brevedad y precisión. Tremayne no tuvo que apuntarle nada. Evitó los términos científicos para describir el cuerpo debilitado, que aún se estaba desarrollando, apenas comenzando a mostrar signos de pubertad. Expuso con sencillez cómo eran las marcas de las quemaduras que, a su entender, sólo podía haber causado algo como la punta de un cigarro encendido. Por último les contó que le habían cortado el cuello con tanta violencia que la herida llegaba hasta la espina dorsal, de modo que la cabeza apenas estaba sujeta al tronco. Expresado con tan poco afectado lenguaje resultaba infinitamente más atroz. No había pasión ni indignación en su discurso, estaba todo en sus ojos y en la rigidez de su cuerpo al agarrar la baranda del estrado.
A Rathbone le costó trabajo hablar con él. La táctica legal se esfumó. Se hallaba cara a cara con la descarnada realidad del crimen, como si el forense hubiese traído el olor de la morgue consigo, la sangre, el ácido fénico y el agua corriente, y nada pudiera quitar el recuerdo.
Rathbone se plantó en medio del entarimado con todos los ojos de la sala puestos en él y de pronto se preguntó si realmente sabía lo que estaba haciendo. Aquel hombre no podía agregar nada que le resultara útil. Sin embargo, no hacerle siquiera una sola pregunta haría evidente que iba desacertado. Jamás debía permitir que Tremayne viera la menor flaqueza. Tremayne quizá tuviera el aspecto de un dandi, un poeta o un soñador atrapado por casualidad en el lugar equivocado, pero eso era un espejismo. Su mente era tan afilada como una navaja de afeitar y olería la debilidad igual que un tiburón olfatea la sangre en el agua.
– Resulta patente que quedó muy conmovido por este caso en concreto, señor -dijo Rathbone con suma gravedad-. ¿Es posible que fuese uno de los más angustiantes que usted haya visto?
– Lo fue -confirmó el forense.
– ¿Le pareció que el señor Durban se angustiaba en la misma medida que usted?
– Sí, señor. Cualquier hombre civilizado lo haría. -El forense lo miró con desagrado, como si Rathbone careciera de decoro-. El señor Monk, después de él, también quedó profundamente alterado, por si iba a preguntarlo -agregó.
– Tenía previsto hacerlo -admitió Rathbone-. Como bien dice, es una ferocidad, y además contra un niño que obviamente ya había sufrido lo suyo. Gracias.
Se volvió.
– ¿Es cuánto va a preguntarme? -le interpeló el forense, levantando la voz en tono desafiante.
– Sí, gracias -respondió Rathbone, insinuando una sonrisa-. Salvo si mi muy respetable amigo tiene algo que añadir, puede usted retirarse.
A continuación Tremayne llamó a Orme. Tenía mucha presencia y no parecía nervioso. Mantuvo las manos a los lados, sin agarrarse a la baranda excepto al subir los peldaños del estrado, donde se irguió con aplomo, poniéndose de cara a Tremayne con el semblante tan inexpresivo como pudo.
Rathbone supo de inmediato que le resultaría difícil desmoronarlo y fue consciente de que si lo conseguía y los jurados se percataban, no se lo perdonarían. Les echó un vistazo por primera vez. Acto seguido deseó haberse mantenido firme en su propósito de no hacerlo. En su mayoría eran hombres de mediana edad, lo bastante mayores para tener hijos de la edad de la víctima. Estaban sentados con fría formalidad, vistiendo sus sobrios mejores trajes, pálidos e infelices. La sociedad les había encomendado no sólo la ponderación de los hechos sino también el enfrentarse al horror y obrar en consecuencia por el bien común. Si tenían la impresión de estar siendo manipulados no perdonarían al hombre que lo hiciera.
– Señor Orme -comenzó Tremayne su turno de preguntas, el cual con toda probabilidad se prolongaría hasta el aplazamiento para el almuerzo y también buena parte de la tarde, quizás hasta última hora-. ¿Trabajó usted con el señor Durban desde que sacaron del río el cuerpo del niño hasta que el mencionado señor Durban falleció a finales del año pasado?
– Sí, señor, así es.
– Ya hemos oído que el señor Durban demostró un gran interés por este caso. Según sepa usted de primera mano, ¿podría describirnos lo que se hizo con vistas a resolverlo, tanto por parte de él, de lo que tendrá usted pruebas, como por la suya?
– Sí, señor. -Orme se puso más rígido-. Desde el principio fue obvio que habían asesinado al niño y que antes había sufrido malos tratos -dijo con claridad, haciendo llegar su voz al último rincón de la sala. Nadie se movía ni susurraba en la tribuna del jurado ni en la galería-. Teníamos que averiguar su identidad y sus orígenes. No llevaba nada encima que nos diera un nombre, pero por la manera en que lo habían tratado parecía probable que hubiese caído en manos de uno de esos que venden niños a burdeles, pornógrafos y demás gentes de esa ralea.
Pronunció las últimas palabras con hiriente indignación.
– ¿Pudieron deducir todo eso partiendo de un cuerpo? -dijo Tremayne, fingiendo cierta sorpresa.
Aquello era exactamente lo que Rathbone había esperado y lo que él haría si invirtieran sus papeles: sacar toda la información dándole forma de relato y con detalles que el jurado nunca olvidaría. Los pobres diablos tendrían pesadillas durante años. Se despertarían bañados en sudor oyendo correr el agua.
– Sí, señor, es muy probable -contestó Orme-. Muchos niños, y también niñas, están famélicos. Son pobres, no tienen elección. Pero lo de las quemaduras es distinto.
– ¿No es posible que un hombre pobre y de talante violento, tal vez borracho, pegue incluso a sus propios hijos llevado por la desesperación? -insistió Tremayne.
– Sí, señor -reconoció Orme-. Por supuesto que lo es. Pero los pobres no tienen cigarros. No es el mal genio lo que te hace encender un cigarro, fumarlo hasta que está bien caliente y luego sostenerlo contra el cuerpo de un niño hasta quemarle la piel, causándole marcas en carne viva que sangran hasta que se forman costras.
Varias personas de la galería gritaron, pero callaron de inmediato, y uno de los miembros del jurado dio la impresión de estar mareado. Tenía el rostro sudoroso y la tez de un tono ligeramente verdoso. El hombre que tenía al lado le asió del brazo para tranquilizarlo.
Tremayne aguardó un momento antes de proseguir.
Rathbone lo entendió. Él habría hecho lo mismo y le pasó por la cabeza que posiblemente Tremayne no estuviera fingiendo su repugnancia o su aflicción.
– ¿Eso dio lugar a que siguieran un curso concreto en sus investigaciones? -preguntó Tremayne, como si le costara mantener la compostura,
– Sí, señor-contestó Orme-. Visitamos los lugares donde sabíamos que había gente que tenía chicos de esa edad para utilizarlos. Los habíamos investigado a conciencia, señor. No era ayudante de deshollinador ni jornalero de ninguna clase. Bastaba con verle las manos. Ni rastro de hollín, ni callos de recoger estopa ni de ningún otro trabajo de esa clase. Pero si me perdona, señor, por decirlo en público, había otras partes de su cuerpo que habían sido muy usadas.
Estaba colorado, la emoción le quebraba la voz.
– El forense no mencionó nada a ese respecto -señaló Tremayne a regañadientes. Su cuerpo presentaba una rigidez extraña, había perdido su acostumbrada elegancia.
– No le preguntamos, señor. No es una cuestión médica, es sentido común -le dijo Orme.
– Entiendo. ¿Eso les condujo a investigar en algún lugar concreto?
– Probamos suerte en muchos sitios a lo largo del río. Saber dónde están es parte de nuestro trabajo.
– ¿Y averiguaron de dónde había salido?
– No, señor; no con seguridad.
– Aquí sólo vale la seguridad, señor Orme.
– ¡Ya lo sé! -De repente el carácter de Orme estaba a punto de aflorar; le costaba dominar sus sentimientos-. Sabemos que Jericho Phillips mantenía a muchos chicos, sobre todo jóvenes, tan pequeños como de cinco o seis años. Los recogía allí donde los encontraba y les daba cama y comida. Muchos de ellos vivían en su barco, pero nunca encontramos nada en él. Tenía vigías que siempre nos reconocían.
Rathbone consideró la opción de objetar que Orme estaba exponiendo conclusiones en vez de pruebas, pero apenas merecía la pena señalarlo. Decidió no hacerlo.
– ¿De modo que nunca vio nada raro en ese barco? -dedujo Tremayne.
– No, señor.
– En tal caso, ¿por qué se plantearon siquiera su nombre? -dijo Tremayne amablemente, como si estuviera desconcertado-. ¿Qué fue lo que atrajo su atención, aparte de la creciente desesperación por averiguar aunque sólo fuera el nombre del niño?
Orme exhaló un suspiro.
– Un informante vino a decirnos que Jericho Phillips tenía una especie de cruce entre burdel y peep-show en su barco. Obligaba a chicos jóvenes a realizar ciertos… actos… -Se calló, sinceramente avergonzado. Desvió la mirada hacia la galería, consciente de que debía haber mujeres, entre el público. Enseguida miró hacia otro lado, enojado consigo mismo por su flaqueza.
Tremayne no lo ayudó. La expresión de su rostro, el mohín de sus labios, dejaba claro que encontraba repulsivo el asunto y que sólo lo abordaba porque se lo debía a los muertos y también a la verdad.
– Actos antinaturales, con niños -dijo Orme abatido-. Chicos. Usaba cámaras para sacar fotos que luego vendía a la gente. Así ganaba más dinero que cobrando sólo a los que miraban.
Tenía el semblante congestionado, el color le subía hasta el pelo.
Tremayne fue exquisitamente prudente.
– ¿Eso es lo que les contó el informante, señor Orme?
– Sí, señor.
– Entiendo. -Tremayne cambió de postura-. ¿Y le pidieron que los condujera allí para poder cerciorarse de que fuese verdad? Al fin y al cabo, podría haberse inventado toda la historia, ¿no es cierto?
– Sí, señor, podría haberlo hecho. Pero se negó a acompañarnos y a prestar declaración. Dijo que le estaban haciendo chantaje porque había visto las fotos. En mi opinión, es probable que hubiese comprado unas cuantas. Estaba muerto de miedo.
Esta vez sí que Rathbone se puso de pie y protestó.
– El testigo puede opinar lo que guste, señoría, pero eso no es una prueba.
Tremayne inclinó la cabeza, acató esbozando una sonrisa y se volvió de nuevo hacia Orme.
– ¿Les dijo eso, señor Orme?
– No, señor, ni siquiera quiso darnos su nombre.
Tremayne encogió los hombros con un ligerísimo y elegante ademán de confusión.
– ¿Tenía algún propósito al presentarse, si estaba dispuesto a decirles tan poco y no jurar nada de ello?
– No, señor, la verdad es que no -admitió Orme-. Quizá sólo nos ayudó a limitar la búsqueda, por decirlo así. Al señor Durban se le daba bastante bien dibujar. Hizo un bosquejo del rostro del niño muerto y luego un dibujo del aspecto que podría haber tenido de pie y vestido. Lo mostramos un par de semanas o así para ver si alguien podía ponerle nombre o decirnos algo sobre él.
– ¿Y fue así?
– Sí, señor. Nos dijeron que había sido rapiñador [4]. Un chavalito nos contó que recogían carbón en las tierras que cubre la marea alta cuando tenían seis o siete años. Sólo sabía que le llamaban Fig, pero estaba seguro de que era él por la forma tan curiosa en que le crecía el pelo por delante. No sabía su nombre completo ni de dónde procedía. Quizá fuese expósito y nadie supiera mucho más. Desapareció pocos años atrás, aunque su amigo rapiñador no supo decirnos exactamente dónde ni cuándo. No se acordaba, y de nada sirvió insistir. Encontramos a unos cuantos chicos más que confirmaron lo que nos había contado. Todos lo conocían como Fig.
Tremayne se volvió hacia Rathbone, pero no tenía sentido refutar la identificación. Que se tratara o no del mismo niño no afectaría en absoluto a los cargos. Era el hijo de alguien.
Tremayne hizo que Orme explicara con bastante detalle el proceso de hallar otras personas que habían corroborado lo que sabían sobre el niño. Una había añadido que su nombre completo era Walter Figgis. Otras, mediante una laboriosa tarea que Rathbone permitió que Tremayne abreviara, confirmaron que había barcos en el río que daban cobijo a niños. En algunos de ellos se trataba muy mal a los niños. Pero, por supuesto, no existían pruebas. Tremayne, sabiamente, se abstuvo de abundar en ello. Las generalidades bastaron para impresionar al jurado y al público que presenciaba la vista, causándoles una repugnancia tan profunda que muchos de ellos estaban literalmente temblando. Algunos parecían asqueados hasta tal punto que Rathbone temió que fueran incapaces de controlarse.
El propio Rathbone era consciente de una profunda aflicción que rara vez había sentido hasta entonces, sólo tal vez en casos muy depravados de violación y tortura. Levantó la vista hacia Phillips y no vio en él nada que cupiera interpretar como compasión o vergüenza. Casi le ahogó una ola de ira. Comenzó a sudar y la peluca le molestó como un casco. La toga de seda negra lo asfixiaba, se sentía preso en ella.
Entonces tuvo miedo. ¿Acaso Phillips estaba por encima de los sentimientos humanos? ¿Y Rathbone había prometido servirse de su experiencia para ponerlo en libertad de modo que pudiera regresar al río? No podía librarse de ello; era un deber pactado que ya había aceptado, dando su palabra de que lo llevaría a cabo, no sólo al tribunal sino también a Arthur Ballinger y, por tanto, indirectamente a Margaret.
Rehusar ahora daría a entender al jurado que sabía algo que condenaba al acusado más allá de cualquier duda fundada. Estaba atrapado por la misma ley a la que deseaba servir por encima de todo.
Tuvo la desagradable sensación de que Phillips lo sabía tan bien como él. De hecho, por eso no mostraba el menor miedo.
Aplazaron la vista para el almuerzo antes de que Tremayne terminara. Orme era uno de sus principales testigos, y tenía la intención de sonsacarle hasta la última palabra condenatoria que pudiera.
Reanudaron la sesión tras el receso más breve posible, y la tarde comenzó con Tremayne preguntando a Orme sobre la muerte de Durban. Rathbone se preguntó cuánto sabría Tremayne en realidad. Nunca se había hecho pública toda la verdad sobre el caso Louvain y el hundimiento del Maude Idris, y era mucho mejor que así hubiese sido.
– El señor Durban falleció el diciembre pasado, ¿estoy en lo cierto, señor Orme? -preguntó Tremayne con una actitud apropiadamente grave.
– Sí, señor.
– ¿Y el señor Monk le sucedió como comandante de la Policía Fluvial en la comisaría central, sita en Wapping?
– Sí, señor.
Lord Justice Sullivan estaba comenzando a mostrarse un poco impaciente. Arrugó la frente y dijo:
– ¿Tiene su razón de ser esta cuestión, señor Tremayne? La concatenación de los hechos parece bastante clara. El señor Durban hizo cuanto estuvo en su mano por resolver el caso para la policía y, al no tener éxito, siguió investigando en su tiempo libre. Lamentablemente falleció y el señor Monk le sustituyó en el puesto, haciéndose cargo de sus documentos, entre los que había notas sobre los casos sin cerrar. Aparte de eso, ¿hay algo más que este tribunal deba saber?
Tremayne se quedó un tanto perplejo.
– No, señoría. Creo que no hay nada más que exponer.
– Pues, siendo así, me atrevería a decir que el jurado no tendrá ninguna dificultad en seguir este orden cronológico. Prosiga.
La voz de Sullivan tuvo un tono incisivo y cerró los puños sobre la gran mesa que tenía delante. No estaba disfrutando con aquel caso. Tal vez para él no fuera más que una tragedia de lo más oscura y sórdida. Desde luego no presentaba matices ni filigranas legales, como tampoco el rigor intelectual que Rathbone sabía era tan de su agrado. Por un instante pensó si Tremayne tendría trato social con el juez. Sus domicilios eran relativamente cercanos, en la margen sur del río. ¿Serían amigos, enemigos o quizá ni siquiera conocidos? Rathbone conocía a Tremayne y le caía bien. A Sullivan nunca le había visto fuera de la sala.
Tremayne se volvió de nuevo hacia el estrado.
– Señor Orme, ¿el caso se reabrió oficialmente? ¿Surgieron nuevas pruebas, tal vez?
– No, señor. El señor Monk estuvo revisando los papeles para ver si había algo…
Rathbone se puso de pie.
– «¡Si, si, si!» -dijo Sullivan enseguida-. Señor Orme, por favor limítese a decir lo que sabe, lo que vio y lo que hizo usted.
Orme se sonrojó.
– Sí, señoría. -Miró a Tremayne con reproche-. El señor Monk me dijo que había encontrado documentos sobre un caso sin cerrar y me mostró las notas del señor Durban sobre el caso Figgis. Dijo que estaría bien que pudiéramos cerrarlo. Estuve de acuerdo con él. Siempre me fastidió no haberlo concluido.
– ¿Tendría la bondad de decirle al tribunal lo que hizo usted entonces? Dado que usted trabajó en el caso con el señor Durban, es de suponer que el señor Monk tuviera interés en aprovechar la información que usted pudiera darle.
– En efecto, señor, mucho interés.
Entonces Tremayne condujo a Orme por la sucesión de pruebas. Preguntó acerca de los barqueros, los gabarreros, los estibadores, los gruistas, los proveedores de buques, los caseros, los prestamistas, los estanqueros, los vendedores de periódicos y los dependientes de cererías con quienes él y Monk habían hablado en la interminable búsqueda de un vínculo entre el niño, Fig, y el barco a bordo del cual Jericho Phillips llevaba a cabo su comercio. Siempre anduvieron buscando una persona dispuesta a prestar declaración sobre el uso que Phillips hacía de su embarcación y a dar fe de que Fig se encontraba allí contra su voluntad. Todo era circunstancial; cabos sueltos, conexiones de segunda y tercera mano.
Rathbone miró al jurado y vio confusión en sus rostros, seguida de aburrimiento. No seguían el hilo. Sus expresiones reflejaban indignación, ira e impotencia, pero la certeza de que hubiera alguna prueba válida los seguía eludiendo. Estaban perdidos entre complejidades, y como tenían bien presente la infamia del crimen, se sentían frustrados y comenzaban a enojarse. La jornada concluyó con un sentimiento de odio en la sala, y la policía se aglomeró en torno a Phillips para conducirlo a los calabozos que se hallaban debajo de los tribunales.
Rathbone se dispuso a interrogar a Orme la mañana siguiente. Sabía exactamente lo que quería obtener de él, pero también era consciente de que debía poner mucho cuidado en no suscitar el antagonismo del jurado, cuyas simpatías estaban por entero con la víctima, y tampoco el de la policía que tanto se había esforzado en hacerle justicia. Se situó en medio del entarimado de la sala entre la galería y el estrado, mostrándose deliberadamente relajado, como si estuviera un punto sobrecogido, identificándose más con Orme que con la maquinaria de la ley.
– Supongo que se ocupa de muchas tragedias terribles, señor Orme -dijo a media voz. Quería obligar al jurado a aguzar el oído para que le prestara toda su atención. La emoción debía ser grave, contenida, incluso íntima para cada uno de los miembros, como si estuviera solo ante el horror y la carga que representaba. Así comprenderían a Durban y también la razón por la que Monk, a su vez, había seguido sus mismos pasos. Rathbone no había previsto que fuera a desagradarle tanto hacer aquello. Enfrentarse al hombre real era muy diferente de las teorías intelectuales sobre la justicia, por más pasión que se pusiera en ellas. Mas no era posible echarse atrás sin caer en la traición. Cuando tuviera que interrogar a Hester sería peor.
– Sí, señor -confirmó Orme.
Rathbone asintió.
– Pero eso no ha embotado su sensibilidad ni ha mermado su dedicación a buscar que se haga justicia a las víctimas de incalificables torturas y muertes.
– No, señor.
Orme tenía la tez pálida y las manos ocultas en los lados, pero mantenía la espalda erguida y tensa.
– ¿El señor Durban también estaba tan consternado?
– Sí, señor. Este caso fue…, fue uno de los peores. Si hubiese visto el cuerpo de ese niño, señor, consumido y quemado como estaba, con la cabeza prácticamente cortada y arrojado al río como si fuese un animal, usted habría sentido lo mismo.
– Me figuro que sí-dijo Rathbone bajando más la voz e inclinando un poco la cabeza, como si estuviera en presencia del fallecido.
Lord Justice Sullivan se inclinó hacia delante con el rostro transido de amargura.
– ¿Tiene algún propósito todo esto, sir Oliver? Confío en que no haya olvidado a qué parte representa en este caso -dijo Sullivan con un deje de advertencia, mirándolo con súbita dureza.
– No, señoría -respondió Rathbone respetuosamente-. Mi deseo es descubrir la verdad. Se trata de un asunto demasiado grave y terrible para conformarse con menos, en interés de la humanidad.
Sullivan gruñó, y por un instante Rathbone tuvo miedo de haber llevado su juego demasiado lejos. Miró de reojo al jurado y supo que iba por buen camino. El alivio lo envolvió como un cálido manto. Entonces se acordó de Phillips temblando de pánico en Newgate a causa del goteo del agua y su satisfacción se esfumó.
Se volvió de nuevo hacia Orme.
– ¿Usted y el señor Durban trabajaban toda la jornada y luego hacían horas extraordinarias por su cuenta?
– Sí, señor -contestó Orme, que había aprendido a ceñirse a las preguntas.
– ¿El señor Monk también actuó con tan apasionada entrega?
Tenía que preguntarlo; era el plan.
– Sí, señor -respondió Orme sin ninguna vacilación; en todo caso, se mostró más categórico.
– Entiendo. No es de extrañar, y es digno de encomio.
Tremayne se removía en su asiento, impacientándose por lo que parecía una reiteración gratuita de lo que él mismo había establecido. Sospechaba que Rathbone se traía algo entre manos, pero no lograba deducir qué, y eso le molestaba.
El jurado estaba perplejo.
Rathbone consideró llegado el momento de aclarar adónde iba. Una tras otra fue abordando las pruebas que primero Durban y luego Monk habían buscado, preguntando a Orme por los indicios que relacionaban los abusos a menores con el barco de Phillips. Ni una sola vez dio a entender que no los hubiese, sólo que el horror de los hechos había impedido ver claramente la ausencia de vínculos fehacientes con Jericho Phillips.
El barco existía. Era incuestionable que a bordo vivían niños de edades comprendidas entre los cinco o seis años y los trece o catorce. Había burdeles flotantes frecuentados por hombres con toda clase de preferencias sexuales, bien para participar o simplemente para mirar. En las oscuras callejas y callejones de los muelles se traficaba con fotografías pornográficas. ¿Qué prueba irrefutable habían encontrado Durban, Monk o el propio Orme de que esos desdichados niños fuesen los mismos a quienes Phillips proporcionaba un hogar?
No había ninguna. El horror de tamaña crueldad, la codicia y la obscenidad habían conmovido tan profundamente a los tres policías que éstos se habían dejado llevar por la desesperación a la hora de detener y castigar a los autores del crimen, descuidando la obligación de contrastar los hechos. Era perfectamente comprensible. Cualquier hombre decente caería en el mismo error. Ahora bien, seguro que a cualquier hombre decente también le consternaría la idea de declarar culpable de tan nefando crimen a una persona equivocada, sentenciándola a morir en la horca.
El tribunal levantó la sesión para ir a almorzar, dejando en el ambiente una súbita, espantosa y absoluta sensación de confusión, la evidencia de que todas las certezas se habían barrido de un plumazo. Sólo permanecía el horror y, con él, la impotencia.
Rathbone había conseguido exactamente lo que quería. Y lo había hecho con brillantez. Ni siquiera el sagaz y hábil Tremayne había visto la trampa hasta haber caído en ella. Salió pálido de la sala, enojado consigo mismo.
Hester estaba aguardando para testificar sobre su participación en la investigación cuando Tremayne fue a su encuentro durante el receso del almuerzo. Sentada en uno de los bares que servían comida, el nerviosismo le impedía hacer más que darle un mordisco de vez en cuando al bocadillo que tenía delante, y luego le costaba tragar.
Tremayne se sentó frente a ella con el semblante sombrío y ademanes de disculpa. Él también rehusó comer más que un emparedado y beber una copa de vino blanco.
– Lo siento, señora Monk -dijo en cuanto se quedaron a solas, de modo que no le oyeran terceros que pasaran cerca de ellos-. No ha ido tan bien como esperaba o, mejor dicho, como había dado por sentado. Demostrar la relación entre Phillips y las víctimas de su depravación está costando más de lo previsto. -Sin duda Tremayne reparó en la sorpresa de su rostro-. Sir Oliver es uno de los abogados más brillantes de Inglaterra, demasiado inteligente para atacarnos abiertamente -explicó-. Supe que algo andaba mal cuando se puso a abundar en el horror del crimen. Tendría que haberme dado cuenta de lo que estaba haciendo.
Hester se consternó y tuvo un escalofrío.
– ¿Qué está haciendo?
Tremayne se sonrojó y todo rastro de ironía se borró de su expresión, siendo sustituida por amabilidad.
– ¿Acaso no sabía que defiende este caso, señora Monk?
– No.
En cuanto contestó vio el gesto de comprensión de Tremayne y deseó no haberlo admitido. Sin duda sabía o intuía que era amiga de Rathbone y había reparado en que se sentía traicionada.
– Perdone -dijo Tremayne quedamente-, ha sido una torpeza por mi parte. Está dando a entender que la policía actuó movida no sólo por la lógica, sino también por la piedad y la indignación. Demostraron que el crimen se había cometido, pero descuidaron los pormenores para relacionarlo de modo incontestable con Jericho Phillips. -Bebió un sorbo de su vino sin apartar los ojos de los de ella-. Ha hecho patente que por el momento no hemos dado ningún motivo para que torturase y asesinara a uno de sus chicos; y eso suponiendo que consigamos probar que Figgis se contaba entre ellos. Y no le falta razón al señalar que por ahora no lo hemos conseguido más allá de toda duda fundada.
– ¿Quién podría dudarlo? -dijo Hester con vehemencia-. Todo encaja a la perfección. De hecho, es la única respuesta que tiene sentido.
– Sopesando las probabilidades es cierto -concordó Tremayne. Se inclinó un poco sobre la mesa-. Pero la ley exige que lo sea más allá de toda duda fundada si vamos a ahorcar a un hombre por ello. Lo sabe de sobra, señora Monk. No es usted novata en cuestiones legales.
– No me estará diciendo que va a salir impune, ¿verdad? -dijo Hester con voz ronca. Aquella posibilidad no se la había planteado siquiera. Phillips era culpable. Era cruel, sádico y profundamente corrupto. Había abusado de un sinfín de niños y asesinado al menos a uno. Casi había matado a un barquero tan sólo para distraer a la policía y así poder escapar. Monk y Orme lo habían visto hacerlo.
– No, claro que no -le aseguró Tremayne-. Pero tendré que describir escenas muy violentas y ofensivas, y pedirle que reviva en el estrado algunas cosas que me consta que preferiría olvidar. Me disculpo por ello porque confiaba en ahorrarle este mal trago.
– ¡Por el amor de Dios, señor Tremayne -repuso Hester con acritud-, no me importa lo más mínimo sobre qué o quién me interrogue! Por más que resulte desagradable o embarazoso ¿qué importancia tiene? Estamos hablando del sufrimiento de unos niños. ¿Qué clase de persona se preocupa por trivialidades como la incomodidad a costa de algo semejante?
– Algunas personas dejarían que otros pagaran casi lo que fuera con tal de eludir la vergüenza, señora Monk -contestó Tremayne.
Hester consideró que aquello no merecía respuesta.
Hester subió al estrado por los empinados peldaños curvos poniendo sumo cuidado en no tropezar con las faldas. Se enfrentó al tribunal, viendo a Tremayne debajo de ella, en la tarima reservada a los letrados. A su derecha, lord Justice Sullivan ocupaba su encumbrado sitial, magníficamente tallado. Los doce sombríos miembros del jurado estaban delante, sentados en dos filas debajo de las ventanas. La galería para el público quedaba detrás de las mesas de los abogados.
Hester no tuvo miedo de mirar al frente, hacia el banquillo desde el que Jericho Phillips asistía a su juicio. Su rostro era de facciones irregulares: la nariz prominente, pómulos angulosos, cejas torcidas y cabellos que ni siquiera el agua mantendría peinados. No advirtió ninguna emoción en su expresión. Tal vez la reflejaran los puños cerrados o el temblor de su cuerpo, ocultos a la vista por la alta baranda maciza.
En cambio no miró hacia donde Oliver Rathbone estaba sentado en silencio, aguardando su turno, como tampoco intentó ver si Margaret se encontraba en la galería a espaldas de él. En aquel momento prefería no saberlo.
Tremayne comenzó. Su voz sonó confiada, pero Hester había aprendido a conocerle lo suficiente durante las últimas semanas para fijarse en la poca soltura de su pose y en que no paraba de mover las manos. No estaba tan seguro de sí mismo como antes del inicio del juicio.
– Señora Monk, ¿es correcto que ha fundado y ahora dirige una clínica ubicada en Portpool Lane para tratar, sin cargo alguno, a las mujeres de la calle que estén enfermas o lesionadas y que no tengan otro modo de conseguir ayuda?
– Sí, lo es.
– ¿Recibe una remuneración económica por este servicio?
– No.
La respuesta sonó muy escueta. Quiso añadir algo pero no hallaba palabras para hacerlo. Rathbone se puso de pie, salvándola de fracasar en el intento.
– Con la venia del tribunal, señoría, la defensa dará fe de que la señora Monk fue una gran enfermera a las órdenes de la señorita Florence Nightingale durante la guerra de Crimea, y de que a su regreso a la patria trabajó en hospitales, valerosa e infatigable, esforzándose por introducir reformas muy necesarias. -Se oyó un murmullo de aprobación en la galería-. Luego dirigió su atención a la difícil situación de las mujeres de la calle -prosiguió Rathbone-, reducidas a la prostitución a causa del abandono o de otras circunstancias.
»Fundó por cuenta propia una clínica a la que pudieran acudir en busca de tratamiento para sus enfermedades o lesiones. Ahora es un establecimiento conocido que recibe ayuda voluntaria de la sociedad en general. De hecho, mi propia esposa dedica buena parte de su tiempo a esa obra benéfica, tanto para recaudar fondos como para trabajar cocinando, limpiando y atendiendo a las pacientes. No se me ocurre labor más digna que pueda desempeñar una mujer.
Varios jurados prorrumpieron y sus rostros se iluminaron con vacilantes sonrisas. Incluso Sullivan tuvo que adoptar una expresión admirada. Sólo Tremayne parecía nervioso, cogido desprevenido.
– ¿Tiene algo que añadir, señor Tremayne? -preguntó Sullivan.
– No, señoría, gracias. -Con cierta renuencia, levantó la vista hacia Hester y reanudó su interrogatorio-. Dada la naturaleza de este trabajo, señora Monk, ¿ha tenido ocasión de aprender mucho más de lo que la mayoría de nosotros sabemos sobre el comercio de quienes venden sus cuerpos para la satisfacción sexual de terceros?
– Sí, es inevitable aprender.
– Me lo figuro. A fin de aprovechar tales conocimientos, ¿le pidió el señor Monk que lo ayudara a descubrir cómo podía haber vivido Walter Figgis para sufrir abusos deshonestos y terminar asesinado?
– Sí. A mí me era mucho más fácil ganarme la confianza de quienes andan metidos en tales cosas. Conocía a personas que podían ayudarme, llevándome a hablar con otras que nunca hablarían con la policía.
– Justamente. ¿Tendría la bondad de explicar al tribunal, paso a paso, lo que averiguó a propósito de Walter Figgis? -le pidió Tremayne-. Lamento que sea preciso abordar tan desagradables cuestiones, pero debo pedirle que sea concreta, de lo contrario el jurado no podrá dilucidar con imparcialidad la verdad, así como lo que hemos sugerido pero no demostrado. ¿Lo entiende?
– Sí, por supuesto.
Entonces la condujo con gentileza y mucha claridad a lo largo del interminable interrogatorio, recabando información y sacando conclusiones para seguir preguntando hasta que hubieron reunido pruebas suficientes para recrear una parte de la vida de Fig, su desaparición de la ribera para ir a parar al burdel flotante de Phillips, los años que pasó allí y, finalmente, su muerte. Hester había obtenido cada dato de alguien a quien podía nombrar, si bien optó por dar sólo los apodos por los que eran conocidos en la calle, y Rathbone no protestó.
– Si Fig trabajaba según indican las pruebas -continuó Tremayne-. ¿Por qué demonios desearía Phillips, o cualquier otro proxeneta, hacer daño a alguien de su propiedad, y mucho menos matarlo? ¿De qué iba servirle Fig muerto?
A Hester le constaba que su rostro traslucía su repulsa, pero no podía controlarse.
– Los hombres a quienes les gustan los niños pierden el interés por ellos en cuanto comienzan a mostrar signos de alcanzar la madurez. No tiene nada que ver con ninguna clase de afecto. Se los usa para satisfacer una necesidad, tal como se usa un mingitorio.
Una oleada de aversión recorrió la sala, como si alguien hubiese abierto la puerta de una fosa séptica y el olor se hubiese colado al interior.
Tremayne torció el gesto más que nadie.
– ¿Está dando a entender que esos hombres matan a todos los niños cuando comienzan a mostrar signos de hacerse mayores?-preguntó.
– No -respondió Hester con tanta formalidad como pudo. Revivir su furia y su piedad con palabras prudentes estaba empezando a sacarla de quicio. Le parecía ofensivamente aséptico, aunque los rostros del jurado reflejaban lo contrario. Respiró hondo-. No, según me han informado, suelen venderlos a cualquier capitán mercante dispuesto a comprarlos, y entonces sirven como grumetes o en lo que sea necesario. -Dejó que su expresión transmitiera el significado más oscuro de la frase-. Salen del puerto en el primer barco que zarpa y no regresan quizá durante años. De hecho es posible que no regresen jamás.
– Entiendo. -Tremayne empalideció-. ¿Y por qué iba Fig a correr otra suerte?
– Quizás estuviera previsto que se embarcara -contestó Hester, desviando la mirada por primera vez de Tremayne para mirar a Rathbone. Vio desdicha y repugnancia en su rostro, y se preguntó qué podía haber sucedido que le obligara a defender a Jericho Phillips. Sin duda era imposible que lo hubiera hecho de buen grado. Era un hombre civilizado, le ofendía la vulgaridad, una persona honorable. En una ocasión le había considerado demasiado exigente con sus pasiones para amar con la entrega que ella consideraba necesaria.
– ¿Señora Monk? -le apuntó Tremayne.
– Es posible que se rebelara -dijo, concluyendo la frase-. Si causaba problemas sería más difícil venderlo. Quizá fuese el cabecilla de otros niños más pequeños y su asesinato fue un castigo ejemplar para imponer disciplina. No existe modo más rápido de sofocar una rebelión en las bases que ejecutar a su líder.
Sonó cínica, incluso a sus propios oídos. El público, el jurado, el propio Rathbone, ¿se darían cuenta de que lo hacía para disfrazar el dolor que le causaba una idea insoportable?
¿Habría alguien presionando a Rathbone para que hiciera aquello? ¿Sería posible que no se hubiese dado cuenta de lo repulsiva que era la realidad? ¿Se habría detenido a pensar en cómo se ganaba el dinero que recibía a modo de honorarios? De ser así, ¿cómo podía aceptarlo?
– Gracias, señora Monk -dijo Tremayne quedamente, con el semblante sombrío, los labios prietos como si la pena le consumiera las entrañas-. Nos ha mostrado una imagen terrible, aunque también trágicamente verosímil. ¿Me permite que elogie su valentía y compasión en el trabajo que realiza?
Hubo un murmullo de aprobación. Dos miembros del jurado asintieron con la cabeza y otro se sonó ruidosamente la nariz.
– Este tribunal le está muy agradecido, señora -dijo lord Justice Sullivan a media voz. Su rostro era una máscara de indignación y tenía las mejillas encendidas, como si la sangre le hirviera debajo de la piel-. Puede retirarse por hoy. Sin duda mañana sir Oliver Rathbone deseará interrogaría.
Desvió la mirada hacia Rathbone.
– Con la venia del tribunal, señoría -afirmó Rathbone.
El tribunal levantó la sesión y Hester bajó del estrado agarrándose a la barandilla. Se sentía vacía, incluso un poco mareada. Uno de los ujieres le ofreció el brazo pero ella rehusó, dándole las gracias.
Estaba en el vestíbulo anejo a la sala cuando vio a Rathbone dirigirse hacia ella. Había elegido adrede salir por allí con la esperanza de encontrarlo. Deseaba preguntarle, cara a cara, qué le había inducido a aceptar semejante caso. Si tenía alguna clase de problema, ¿por qué no había pedido ayuda a Monk? Sería raro que fuese de orden pecuniario. Además, la indigencia difícilmente podía ser peor que rebajarse de aquella manera.
Se desplazó al centro del vestíbulo para que Rathbone no pudiera evitar toparse con ella.
Él la vio y dio un paso en falso pero no se detuvo. Ella sí, y aguardó a que la alcanzara, sus ojos en los suyos.
Rathbone siguió adelante con paso seguro. Estaba a pocos metros de Hester y ésta se disponía a hablarle cuando otro hombre, de más edad, salió de una estancia lateral. Su cara le sonó pero no lo ubicó de inmediato.
– ¡Oliver! -saludó el susodicho.
Rathbone se volvió y, por un momento, el alivio de poder escaparse fue manifiesto.
– ¡Arthur! Me alegro de verlo. ¿Cómo está?
Por supuesto: Arthur Ballinger, el padre de Margaret. Hester ya no podía hacer nada. La conversación que deseaba sólo cabía mantenerla en la más absoluta privacidad, a espaldas incluso de Margaret. En realidad, quizá sobre todo a espaldas de Margaret. Hester no quería que llegara a enterarse de lo unidos que ella y Rathbone habían estado en el pasado. Lo que pudiera imaginar era una cosa; saberlo, otra.
Hester levantó un poco la barbilla y siguió caminando.