Capítulo 5

Monk salió de casa y echó a caminar hacia el embarcadero del transbordador. Él también estaba agobiado por la preocupación e incluso más por la culpa. El panorama del río era todo bullicio y luminosidad. Gabarras cargadas hasta los topes lo surcaban en ambas direcciones, oscuras contra el reflejo del sol en el agua. No lograba quitarse de la cabeza que Phillips estaba en libertad, libre no sólo de la cárcel y de su ejecución, sino de volver a ser acusado otra vez del asesinato de Fig. Por más pruebas que aportara Monk ahora, no podrían utilizarse contra él. ¿Cabía imaginar un fracaso más rotundo?

Cruzó Rotherhithe Street y enfiló el estrecho callejón que conducía a la escalinata de Princes Stairs. El olor a sal y cieno preñaba el aire. Aún no habían dado las nueve de la mañana pero, en aquella época del año, el sol hacía horas que había salido y el calor apretaba. Apenas soplaba viento que aliviase el bochorno. Oía los gritos de los gabarreros y los estibadores a doscientos metros de distancia. La marea estaba alta, el agua era mansa y presentaba un aspecto oleoso. No había suficiente corriente para mover los barcos anclados, y las marañas de mástiles y jarcias permanecían inmóviles bajo el cielo azul.

Había tenido ocasión de matar a Phillips, y fue su propia arrogancia la que lo convenció de que ya lo había vencido; de ahí que no lo hubiera hecho. Su intención fue vindicar la memoria de Durban y demostrar al mundo que había tenido razón. Y había querido ser él quien lo hiciera: así todos sus hombres lo sabrían y lo respetarían por ello. Verían que había pagado la deuda contraída con Durban y que se había ganado una especie de derecho a ocupar su puesto, en vez de serle ofrecido sin más.

Sólo que, por supuesto, no había sido así. Todo lo contrario: había garantizado que Phillips se librara de pagar, no sólo ahora sino para siempre. Era libre para regresar a su barco con sus niños, quienes serían más cautivos que nunca en sus desdichadas vidas.

Un transbordador golpeó el embarcadero y el piloto gritó, rompiendo el hilo de los pensamientos de Monk.

Monk salió de su ensimismamiento y bajó. No era preciso que diera indicaciones; hacía aquel trayecto a diario y casi todos los hombres lo conocían. Un saludo con la cabeza era cuanto esperaban de él. Seguramente medio río estaba al corriente del resultado del juicio. Tal vez le compadecían, aunque no faltaría quien lo despreciara por ello. Phillips lo había dejado en ridículo. O Rathbone. O, a decir verdad, él mismo se había puesto en ridículo. Si hubiese tenido suerte, se habría salido con la suya, pero eso no alteraría el hecho de que se había fiado demasiado de las declaraciones, que había permitido que los sentimientos le ofuscaran la razón y que como resultado hubiese cometido errores por descuido. No tenía nada que decirle al piloto. En realidad no tenía nada que decirle a nadie hasta que hubiese rescatado algo de entre las cenizas.

Pagó su pasaje, se apeó en la otra orilla, en Wapping New Stairs, y subió el breve tramo de escalones hasta el nivel de la calle.

Un niño le aguardaba de pie. Era enjuto y nervudo, de semblante avispado. Se había encasquetado una gorra que le tapaba casi todo el pelo. Llevaba una camisa harapienta a la que le faltaban varios botones, y las perneras de sus pantalones eran desiguales, como desiguales eran sus botas, una marrón y la otra negra. Aparentaba unos diez u once años de edad.

– Da pena verle -dijo a Monk en tono desdeñoso-. Vaya cara de perro. Me figuro que es normal. Lo hizo fatal. -Echó a caminar detrás de él cuando Monk enfiló por el muelle en dirección a la comisaría. El niño se sorbió la nariz-. Digo yo que hará algo, ¿no?

Su voz dejaba traslucir una nota de inquietud que rayaba en el miedo.

Monk se detuvo. El piloto del transbordador no merecía el esfuerzo de fingir, pero Scuff merecía sinceridad y el coraje de no decepcionarlo. Miró al niño y vio la vulnerabilidad que brillaba en sus ojos.

– Sí, claro que voy a hacer algo -dijo Monk con firmeza-. Pero tengo que reflexionar antes de hacerlo para que esta vez me salga bien.

Scuff meneó la cabeza, aspirando aire entre los dientes, pero parte de su miedo se disipó.

– Tiene que ir con cuidado, señor Monk. Puede que haya sido el mejor sabueso en tierra firme, pero eso no sirve con los maleantes del río. Aunque ahora que lo pienso, ese abogado es muy listo. Tan encopetado con sus pantalones a rayas y sus zapatos lustrados. -Por un momento su cara fue pura compasión-. Pero está más pringado que los cuartos traseros de un perro.

Siguió el paso de Monk por el adoquinado.

– No está pringado -lo corrigió Monk-. Su trabajo consiste en librar a la gente de los cargos, si puede. Es culpa mía habérselo puesto en bandeja.

Scuff se mostraba escéptico.

– ¿Alguien le está retorciendo el brazo para que lo haga, entonces?

– Es posible. Aunque podría ser simplemente que el fundamento de la ley exige que incluso el peor de nosotros merece un juicio justo.

Scuff hizo una mueca de profundo desagrado.

– El peor de nosotros merece bailar al final de una soga, y si usted no sabe eso no está listo para salir de su casa a solas.

– Eso no cambia nada, Scuff -dijo Monk abatido-. Phillips está libre y a mí me toca arreglar el desaguisado y trincarlo por alguna otra cosa.

– Lo ayudaré -dijo Scuff de inmediato-. Me necesita.

– Me gustaría contar con tu ayuda, pero no la necesito -dijo Monk con tanta delicadeza como pudo-. Aún no tengo muy claro por dónde empezar, aparte de revisar lo que ya sé y ver dónde hay agujeros, y luego seguir indagando hasta que pueda trincarlo por pornografía o extorsión. Es peligroso, y no quiero correr el riesgo de que te hagan daño.

Scuff lo meditó un momento. Intentaba caminar al mismo paso que Monk, pero sus piernas no eran lo bastante largas y a cada tres o cuatro zancadas tenía que dar un saltito.

– No tengo miedo -dijo al cabo-. Al menos no tanto como para parar.

Monk se detuvo y Scuff lo imitó dos pasos después.

– No dudo de tu coraje -dijo Monk claramente, mirando a Scuff a los ojos-. De hecho, si tuvieras un poco menos estarías más seguro.

– ¿Quiere meterme el miedo en el cuerpo? -preguntó Scuff incrédulo.

Monk tomó una decisión rápida.

– Si eso impide que caigas en manos de hombres como Phillips, sí.

Scuff se quedó allí plantado, y la testarudez de su expresión fue revelando poco a poco pesadumbre.

– Piensa que no valgo para nada, ¿verdad? -dijo, amagando un sollozo.

Monk se enfureció consigo mismo por haberlos puesto a ambos en semejante situación. Ahora se veía atrapado entre negar el hecho de que le importaba el niño, lo cual sería una hiriente mentira cuyo daño quizá nunca podría reparar, o admitir que su decisión se basaba en el sentimiento más que en la razón. O la alternativa, tal vez aún más cruel, de insinuar que realmente pensaba que Scuff era un inútil. Esta última no cabía siquiera tomarla en consideración.

Echó a caminar de nuevo.

– Pienso que vales mucho -dijo en voz baja, aflojando un poco el paso para que el niño no tuviera que dar saltos a fin de no rezagarse-. Porque sabes muchas cosas y tienes cerebro, pero no estás preparado para pelear, y esto puede ponerse muy feo. Si tengo que largarme corriendo, no quiero tener que parar para asegurarme de que estás bien. ¿Alguna vez has oído la expresión «rehén de fortuna»?

– No, nunca -dijo Scuff con recelo, aunque había una chispa de esperanza en sus ojos.

– Significa que algo te importa tanto que no puedes permitirte perderlo, de manera que la gente puede hacerte hacer lo que sea -explicó Monk-. Porque tú crees que eso vale mucho, o no quieres que alguien lo destruya -añadió, no fuera que Scuff se avergonzara.

Scuff dio unas cuantas vueltas a la idea, estudiándola.

– ¡Oh! -dijo al fin-. O sea que usted no querría que Phillips me ahogara, por poner un ejemplo, o que me cortara el cuello, ¿no? Para que le dejara en paz. Pero si a usted le da igual, le dice que haga lo que quiera y lo pesca. ¿Es eso?

– Algo parecido -afirmó Monk, pensando que el niño lo había entendido bastante bien.

– Caramba -dijo Scuff asintiendo-. Bueno, si topamos con alguien tan bobo como para dejarse atrapar, tendremos que asegurarnos de que sea alguien que no nos importe… demasiado. Supongo que la señora Monk es uno de esos rehenes, ¿no? Dejaría escapar al mismísimo diablo con tal de salvarla, ¿verdad?

La conclusión de Scuff era ineludible.

– Sí -admitió Monk-. Por eso se mantiene alejada de Phillips y de los barrios bajos del puerto. Que es adónde yo voy ahora y, antes de que sigas discutiendo, tú no vendrás.

– A ella quizá pueda decirle lo que tiene que hacer porque es una mujer -observó Scuff deteniéndose y poniéndose muy tieso, con los pies ligeramente separados-. Yo no. -Inspiró profundamente-. Y usted no es mi padre. Pero aun así cuidaré de usted. ¿Por dónde va a comenzar? Ya lo sé: por cuando sacaron del río el cuerpo de Fig. Más vale que empecemos de una vez. Si se queda ahí plantado acabará echando raíces.

Y sin aguardar respuesta, echó a caminar con aire despreocupado hacia el borde del dique y la escalinata más próxima donde podrían tomar un transbordador. No volvió la vista atrás para ver si Monk lo seguía.

A Monk le irritó que Scuff se hubiese mostrado más hábil que él pero, no obstante, en el fondo sabía que Scuff estaba intentando quedarse con él sin sacrificar su propia dignidad. Deseaba a toda costa sentirse parte de algo y creía que el único modo de lograrlo era siendo útil. ¿Cuál era el riesgo, en realidad, comparado con los que corría a diario viviendo en la orilla del río, gorroneando comida y cobijo a cambio de los trozos de carbón o los tornillos de latón que recuperaba del fango durante la bajamar?

Alcanzó a Scuff.

– Tienes razón, iba a comenzar justamente por ahí.

– Claro -dijo Scuff con indiferencia, como si en realidad no le importara, aunque tras encogerse de hombros caminó más erguido, evitando la mirada de Monk. No quería que descifrara sus pensamientos, en aquel preciso momento; se sentía demasiado vulnerable-. Podemos coger un transbordador para bajar un trecho -agregó-. Seguro que a estas horas encontramos a los gabarreros tomándose una taza de té.

Monk no supo si darle las gracias o no. Optó por no hacerlo; podía parecer un poco condescendiente.

– Eso espero -dijo en cambio-. A mí también me vendría bien una.

Scuff hizo una mueca. A Monk le constaba que el chaval abrigaba grandes esperanzas de que le ofrecieran una, si tenía suerte; tal vez incluso un bocadillo. Era poco probable que hubiese comido algo en lo que iba de día.

Siguiendo su sugerencia, tomaron el transbordador aguas abajo y preguntaron por el gabarrero a quien querían ver. Tardaron más de una hora en encontrarlo porque ya había vuelto al trabajo, primero a cargar para luego perderse entre el tráfico. Hicieron parte de sus pesquisas donde un grupo de hombres se apiñaba en torno a un brasero sobre el que hervían agua, y Monk compró un tazón de té y una gruesa rebanada de pan. Ofreció lo mismo a Scuff, que se lo pensó tanto tiempo como osó antes de decir, con estudiada indiferencia, que no le importaría dejarse invitar. En todo momento miró a Monk por el rabillo del ojo para asegurarse de que no se le escapara la ocasión.

Monk fingió no percatarse.

– Ya le conté lo que sabía -dijo el gabarrero cansinamente-. ¡Deje en paz a ese cabrón! ¡Yo no puedo contarle nada más!

Estaban sentados en las pacas de lona mientras la embarcación de fondo plano avanzaba lenta y pesadamente río abajo hacia Greenwich.

– Sé muy bien lo que me contó -le aseguró Monk-, y todas las pruebas lo sustentan. Pero no le preguntamos qué dijo el señor Durban, o si le preguntó alguna otra cosa que usted no me haya mencionado.

El gabarrero arrugó el semblante al pensar, desviando los ojos como si mirara los relumbrantes destellos del sol en el agua.

– Estaba turbado -dijo lentamente-. Encorvado como si le hubiesen dado un puñetazo en la barriga. Para serle sincero, eso hizo que me cayera mejor.

Lo mismo le había ocurrido a Monk, pero aquélla no era la respuesta que necesitaba. Ya había hecho a Orme las mismas preguntas, pero Orme estaba tan a la defensiva que sus respuestas ya no tenían ninguna validez. Se limitaba a repetir que Durban había hecho lo correcto. Monk esperaba que el gabarrero recordara algún otro dato que se le hubiese escapado a Durban, una palabra, incluso una omisión que pudiera conducirle en una nueva dirección. Estaba dando palos de ciego y lo sabía. El rostro del gabarrero mostraba su decepción. Había esperado más y no lo había recibido. Se había puesto en peligro para testificar y Monk lo había defraudado.

– ¿Tiene miedo de Phillips? -preguntó Monk de repente, cogiendo al gabarrero desprevenido.

– ¡No! -le contestó indignado-. ¿Acaso debería? Nunca he dicho que él hubiese hecho algo. No tiene motivos para meterse conmigo.

– ¿Si los tuviera lo haría? -preguntó Monk, procurando no traslucir ninguna emoción en la voz.

El gabarrero le miró.

– ¿A usted que le pasa? ¿Es ingenuo o algo así? ¡Me arrancaría las putas tripas y las pondría a secar al viento en el muelle de Execution Dock!

Monk siguió mostrándose escéptico. Scuff miraba ora a Monk, ora al gabarrero, atento a la conversación, con los ojos muy abiertos.

– Y tampoco lo pillarían si lo hiciera -agregó el gabarrero-. Los muy puñeteros de ustedes no pillarían ni un catarro aunque se calaran hasta los huesos en pleno invierno. El señor Durban sabía lo que se hacía. Apuesto a que si no hubiese muerto habría colgado a ese canalla del pescuezo de una vez por todas.

Monk encajó sus palabras como un puñetazo, tanto más cuanto que se trataba del único caso que Durban no había resuelto, y no quería admitirlo. Pero en lo dicho por el gabarrero había un hilo del que merecía la pena tirar.

– ¿De modo que seguía trabajando en ello? -preguntó.

El gabarrero le fulminó con la mirada.

– Pues claro que sí. Creo que nunca lo habría dejado correr.

Escrutó el río entrecerrando un poco los ojos y se apoyó ligeramente en el remo para virar unos pocos grados a babor.

– ¿Hay algún indicio que seguir? -insistió Monk. Le costó lo suyo hacerlo, pues dejaba al descubierto su vulnerabilidad, como si estuviera preguntando al gabarrero cómo hacer su propio trabajo.

El gabarrero se encogió de hombros.

– ¿Cómo demonios quiere que lo sepa? Dijo algo sobre un dinero, y que haría pagar a esos gordos sebosos el doble de lo que les costaban sus placeres. Pero no sé a qué se refería.

– Extorsión -contestó Monk.

– ¿Ah, sí? Bueno, dudo que consiga que alguno de ellos se queje, ¿me equivoco? -dijo con sorna el gabarrero.

Monk mantuvo la voz serena y la cara tan impasible como pudo.

– Es poco probable -reconoció-. Por lo menos a mí.

El gabarrero se volvió lentamente sin cambiar la postura a que le obligaba el remo. Era un hombre enjuto, de rasgos angulosos, pero el movimiento resultó inconscientemente elegante. Por un instante, la sorpresa lo cogió desprevenido.

– ¡Usted no es tan tonto, diantre! Dios lo asista si él le atrapa a usted; es lo único que puedo decir.

Monk no logró sonsacarle nada más y al cabo de veinte minutos él y Scuff estaban de nuevo en el muelle.

– ¿Piensa poner a los clientes de Phillips en contra de él? -dijo Scuff sobrecogido-. ¿Va a hacerlo usted? -agregó preocupado.

– No estoy seguro de qué voy a hacer -contestó Monk, echando a caminar por el muelle. Se encontraban en la ribera norte, cerca de la Comisaría de Wapping-. Por ahora me conformo con averiguar muchas más cosas acerca de él.

– Si consigue demostrar con seguridad que mató a Fig, ¿lo ahorcarán? -preguntó Scuff esperanzado.

– No. -Monk siguió caminando al mismo paso aunque ya no tenía tan claro hacia dónde se dirigía. No quería que Scuff se diera cuenta de ello, si bien estaba comenzando a percatarse de que Scuff era más perspicaz de lo que había creído en lo que a juzgar el carácter de la gente atañía. Resultaba desconcertante que un mocoso de once años le leyera el pensamiento-. No -repitió-. Ha sido hallado no culpable. No se le puede juzgar otra vez aunque encontremos otras pruebas. De hecho, incluso si confesara no podríamos hacer nada al respecto.

Scuff guardó silencio. Se volvió hacia Monk y lo miró de arriba abajo apretando los labios.

Monk tuvo la desagradable sensación de que Scuff estaba siendo diplomático. Aunque lo conmovió, al mismo tiempo lo hirió. Scuff le compadecía porque había cometido un error que no sabía cómo enmendar. Qué situación tan distinta de cuando había sido un hombre brillante y belicoso en la Policía Metropolitana, donde le temían criminales y policías corruptos por igual.

– Pues entonces habrá que pillarlo por alguna otra cosa -dedujo Scuff-. ¿Como qué? ¿Robo? ¿Falsificación? Él no hace esas cosas, que yo sepa. ¿Vender mercancía robada? Eso tampoco lo hace. Y tampoco hace contrabando para no pagar impuestos porque no quiere que los hombres de hacienda le vayan detrás.

Arrugó el semblante como formulando una pregunta tácita.

– No lo sé -dijo Monk con franqueza-. Eso es lo que tengo que averiguar. Hace muchas cosas. Quizá Fig no sea el único niño al que ha matado, pero necesito algo que pueda demostrarlo.

Scuff soltó un gruñido comprensivo y siguió caminando al lado de Monk, con gran esfuerzo para no rezagarse. Monk se preguntó si debía aflojar el paso o no. Resolvió no hacerlo; no quería que Scuff supiera que se había fijado.


* * *

El médico forense estaba atareado y de mal humor. Los recibió en una sala de la morgue, un espacio utilitario con el suelo de piedra. Acaba de terminar una autopsia y todavía iba salpicado de sangre.

– Hizo un buen estropicio, ¿eh? -dijo con amargura. Fue una acusación, no una pregunta. Echó un vistazo a Scuff y no le hizo más caso-. Si espera que le rescate, o tal vez que le disculpe, le advierto que está perdiendo el tiempo.

Scuff soltó un gemido de furia y lo contuvo de inmediato, aterrado de que Monk le ordenara marcharse, con lo que dejaría de ser útil por completo. Fue cambiando el peso de un pie al otro, con sus botas disparejas, sin dejar de mirar con hostilidad al forense.

Monk dominó su propio genio con dificultad, sólo porque su necesidad de hallar algún cargo nuevo que interponer contra Phillips era mayor que el impulso de defenderse.

– Usted se encarga de casi todos los cuerpos que se recuperan en este trecho del río -respondió con voz tensa-. No es posible que Figgis sea el único niño de esa edad y complexión. Quisiera que me hablara de los demás.

– Pues va a ser que no -replicó el forense-. Y menos aún en presencia de éste. -Señaló a Scuff-. De todos modos, no le daría ningún dato útil. Si hubiésemos podido vincular a cualquiera de ellos con Jericho Phillips, ¿no le parece que lo habríamos hecho?

Su rostro moreno se veía surcado de profundas arrugas. Lo afligía un íntimo pesar que tal vez no sabía que fuese tan patente.

La ira de Monk se esfumó. De repente tenían en común lo que realmente importaba. La réplica de que al parecer el forense no había sido más listo que los demás se quedó en sus labios.

– Quiero capturarlo por lo que sea -dijo Monk en voz baja-. Por merodear con fines delictivos o por escándalo público; me da igual, con tal de encerrarlo el tiempo suficiente para investigar el resto.

– Quiero que lo ahorquen por lo que hace a estos niños -respondió el forense con los labios apretados y la voz ligeramente temblorosa.

– Yo también, pero me conformaré con descubrirlo -repuso Monk.

El forense le dirigió una mirada dura y acto seguido, muy despacio, su indignación fue cediendo y se relajó.

Scuff dejó de moverse inquieto.

– He tenido unos pocos niños que creo que eran suyos -dijo el forense-. Pero si hubiese podido demostrarlo lo habría hecho. A uno lo reconoció. La policía lo interrogó, y vino aquí, con la desfachatez de un alcalde, y dijo que conocía al niño. Dijo que lo había recogido pero que se había escapado. Le constaba que yo no podía demostrar nada. Lo habría diseccionado vivo de buena gana, y se dio cuenta. Disfrutó lo suyo mirándome a sabiendas de que yo era consciente de que no podía hacer nada. -Hizo una mueca-. Aunque también lo habría desmembrado a usted cuando dieron el veredicto. ¡Maldita sea, con lo cerca que estuvo de lograrlo! No tengo derecho; yo tampoco lo logré.

– ¿En qué medida está seguro de que lo haya hecho antes? -preguntó Monk-. Y me refiero a hechos, no a intuiciones.

– Estoy absolutamente convencido, pero no tengo una maldita prueba que lo demuestre. Si lo captura, le estaré en deuda de por vida, y la pagaré. Me da igual que cuelgue de una soga o que lo apuñalen a muerte sus rivales. Sólo pido que desaparezca de nuestro río. -Por un instante fue una súplica con todo su apremio manifiesto. Enseguida volvió a disimular, arremangándose más y dando media vuelta-. Lo único que puedo decirle es que le gusta torturarlos con cigarros encendidos, pero creo que eso ya lo sabe. Y para liquidarlos usa una navaja. -Tenía el cuerpo rígido y siguió dándoles la espalda-. ¡Ahora váyase de aquí y haga algo útil!

Se marchó indignado, dejándolos solos en la habitación húmeda con sus olores a ácido fénico y a muerte.

Una vez en la calle, Monk respiró con gusto el aire fresco. Scuff no dijo esta boca es mía y evitó mirarlo a la cara. Tal vez estuviera asustado por fin, no sólo por los problemas a los que debía enfrentarse a diario sino por algo tan grande y tan turbio que no dejaba lugar a bravuconadas y fingimientos. Le costaba dominar el miedo y no quería que Monk lo viera.

Caminaron uno al lado del otro por el borde del muelle, cada cual sumido en sus propios pensamientos sobre la irrevocabilidad de la muerte y su descarnada inmediatez. Apenas reparaban en el chapalear de la marea contra el muro de la escalinata ni en los gritos de los gabarreros y los estibadores que, a un centenar de metros, descargaban una goleta procedente de las Indias.

– Esto es peor de lo que imaginaba -dijo Monk al cabo de un rato. Debía poner cuidado en el modo de expresarse, pues de lo contrario Scuff se daría cuenta de que intentaba protegerlo y se contrariaría-. Preferiría no involucrarte porque es muy peligroso -prosiguió-, pero dudo que Orme y yo podamos hacerlo sin tu ayuda. Hay chicos que confiarán en ti, pero que no hablarán con nosotros salvo que tú estés presente para convencerlos.

Scuff tenía tensos sus escuálidos hombros como si aguardara un golpe; era el único signo aparente de miedo que mostraba. De pronto se detuvo, con las manos en los bolsillos, y se volvió lentamente para ponerse de cara a Monk. Tenía los ojos opacos, hundidos, avergonzados de lo que consideraba una flaqueza.

– ¿En serio? -preguntó, deseando sobremanera estar a la altura de las expectativas de Monk.

– Creo que vamos a necesitarte en todo momento, para que nos ayudes con los interrogatorios, hasta que lo prendamos -dijo Monk como si no tuviera importancia, echando a caminar de nuevo-. Sería un sacrificio, me consta, pero te buscaríamos un sitio decente para dormir, donde podrías cerrar la puerta y estar a solas. Y habrá comida, por supuesto.

Scuff se asombró tanto que no pudo moverse. Se quedó plantado donde estaba.

– ¿Comida? -repitió.

Monk se detuvo y dio media vuelta.

– Bueno, no puedo ir en tu busca cada día. Voy escaso de tiempo.

De repente Scuff lo entendió todo. La alegría le iluminó el semblante, pero enseguida la reprimió para conservar la dignidad.

– Creo que podría -dijo generosamente-. Sólo hasta que lo capturen, claro.

– Gracias -respondió Monk, dando por hecho que Hester entendería la necesidad de mantener a Scuff a salvo mientras Jericho Phillips estuviera en libertad, aunque eso significase una larga temporada-. ¡Bien, pues manos a la obra! El primer chico con quien tenemos que hablar es el que identificó a Fig después de ver los dibujos de Durban. Quizá sepa algo más, si le hacemos las preguntas apropiadas.

– Pues claro -dijo Scuff, como si estuviera completamente de acuerdo-. Seguro que sí.

No obstante, les llevó el resto del día encontrar al chico y, una vez que dieron con él, se mostró renuente a hablar con Monk. Se hallaban en la bocacalle de un callejón que daba al muelle de Shadwell. La marea estaba bajando y chapaleaba en una escalinata cercana, dejando al retirarse los peldaños más altos cubiertos de limo. Más allá se alzaba un gran barco en la esclusa de New Basin con los mástiles y la jarcia recortados en negro contra el cielo desvaído del atardecer.

– No sé nada más -dijo el chico enseguida-. Ya le dije quién era, igual que se lo dije al señor Durban. No sé quién se lo cargó y no puedo ayudarle.

– No te dejará en paz hasta que se lo digas -dijo Scuff señalando a Monk-. Así que más vale que empieces a hablar de una vez. No es bueno que te vean hablar con la poli si puedes evitarlo. -Se encogió de hombros con un ademán resignado-. Yo ya he pringado, pero tú te lo podrías ahorrar.

El chico lo miró con asco, pero Scuff era inmune a su desdén.

– ¿Qué más te preguntó el señor Durban? -Scuff miró a Monk y luego de nuevo al chico-. No te conviene tenerlo como enemigo, créeme. Si quieres, fingirá que no sabe nada de ti.

El chico sabía cuándo rendirse.

– Preguntaba por una mujer que se llamaba Mary Webster, Walker…, ¡Webber! Algo por el estilo -dijo-. Era como un perro con un hueso. ¿Dónde estaba? ¿La había visto? ¿Alguien había dicho algo sobre ella, aunque sólo fuera su nombre? Le dije que nunca había oído hablar de ella, pero no dejó de insistir. Le dije que preguntara a mi hermana, sólo para que me dejara en paz. Dijo que volvería, que esa Mary tenía más o menos su edad, dijo, pero que no sabía casi nada más sobre ella.

Scuff se volvió hacia Monk.

Una embarcación de recreo navegaba río abajo. A bordo sonaba un organillo, y la música iba y venía con el viento.

– ¿Preguntaste a tu hermana? -dijo Monk, curioso por saber qué buscaba Durban. Nadie había mencionado a una mujer de mediana edad hasta entonces.

– La primera vez no -contestó el chico-. Pero el señor Durban volvió y no paró hasta salirse con la suya. He visto bull terriers que no se aferraban tanto a algo como él. Así que le dije que fuera a preguntar a Biddie y le dije dónde encontrarla.

– ¿Dónde podemos encontrar a Biddie?

El chico puso los ojos en blanco, pero no discutió.

A Monk no le entusiasmaba la idea de llevarse a Scuff consigo a un burdel, pero la alternativa era dejarlo solo. Podría haberle dicho que fuera a Paradise Place, pero sería sumamente injusto obligarlo a explicar a Hester que iba para quedarse. Además, quizá no estuviera en casa si había surgido alguna urgencia en Portpool Lane. Lo único que podía hacer era permitir que le acompañara.

Cuando localizaron a Biddie ya había oscurecido por completo, incluso en aquella clara noche de verano. Al parecer había estado ejerciendo su oficio durante el anochecer, y la encontraron alegremente dispuesta a tomar un vaso de cerveza y conversar a cambio de un par de chelines. Era una muchacha poco agraciada, pero pechugona y relativamente limpia que llevaba un vestido azul muy escotado, cosa que no perturbó tanto a Scuff como Monk hubiese imaginado.

– Sí, Mary Webber -dijo Biddie asintiendo, rodeando su vaso con ambas manos como si temiera que se lo quitaran-. La buscaba como si le fuera la vida en ello. ¡Me harté de decirle que yo no conocía a ninguna Mary Webber porque era la verdad! Nunca había oído hablar de ella. -Se las arregló para parecer ofendida, incluso mientras se limpiaba la espuma de cerveza del labio superior-. Menudo genio tenía ese tío. Cogió un berrinche de aquí te espero. Le dio una paliza tremenda al señor Hopkins. Le arreó tan fuerte en la sien que por poco lo manda al otro barrio. Y será todo lo mal bicho que quiera, pero sabía tan poco sobre Mary Webber como yo.

Monk se quedó consternado. Aquello no encajaba en absoluto con el hombre que él había conocido.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó. Tal vez se tratara de una equivocación, un error de identidad.

Biddie tenía buen ojo para las caras. Quizá se debiera a su oficio. Podría ser la manera de recordar a determinadas personas que fuese aconsejable evitar.

– Alto como usted, algo menos, pero más robusto. Guapo, sobre todo para ser poli. Bonitos ojos, muy oscuros. El pelo canoso, un poco ondulado. Caminaba con soltura, aunque un poco como si hubiese sido marinero.

Aquél era Durban. Monk tragó saliva.

– ¿Dijo por qué quería encontrar a Mary Webber?

Una pareja pasó junto a ellos hablando a voces, empujando a la gente, ignorando las molestias que causaban a los demás clientes.

– No, y no pregunté -dijo Biddie con vehemencia-. Me enteré de que fue a ver al viejo Jetsam, el prestamista, y que se las hizo pasar canutas. Le dio una paliza de miedo. Aún tiene cicatrices, para que se haga una idea. Tampoco es que antes fuera muy agradable a la vista, pero es que ahora ni su madre le abriría la puerta. -Se terminó la cerveza con fruición-. No me importaría que me invitara a otra -comentó.

Monk envió a Scuff a la barra con el vaso vacío y tres peniques. Respiró hondo. No tenía escapatoria, fuera cual fuese la verdad.

– ¿Me está diciendo que Durban pegó al prestamista? -Biddie tenía que estar mintiendo. ¿Por qué iba a creerle si contradecía todo lo que sabía sobre Durban? Y sin embargo no podía dejarlo correr. En su propio pasado la gente le había temido. ¿Él también era violento? Perder los estribos era muy fácil-. ¿Quién se lo contó? -preguntó Monk.

– Lo vi -dijo Biddie simplemente-. Se lo he dicho. Un aspecto horrible.

– ¿Pero cómo sabe que fue Durban quien lo golpeó, o si fue un acto deliberado? A lo mejor Jetsam pegó primero.

Biddie le miró incrédula.

– ¿El viejo Jetsam? Vamos, hombre. Jetsam es el mayor cobarde que haya nacido jamás. No pegaría a un policía ni borracho como una cuba. Miente más que habla, le estafaría seis peniques a su propia madre, pero nunca pegaría a nadie cara a cara.

A Monk se le hizo un nudo en el estómago y tuvo un escalofrío.

– ¿Por qué iba a pegarle Durban?

– Seguramente perdió los estribos porque Jetsam le mintió -contestó Biddie con sensatez.

– Si Jetsam es tan mentiroso, ¿cómo sabe que no fue un cliente estafado quien lo golpeó?

Scuff regresó con la cerveza y se la dio a Biddie, y el cambio a Monk, que le dio las gracias.

– Mire -dijo Biddie pacientemente-. Usted ha sido generoso conmigo y yo no le voy a mentir. El poli del barrio que estaba de guardia tuvo que separarlos. Iba a acusar a Durban porque el viejo Jetsam salió muy mal parado. Faltó poco para que le rompiera la crisma. Me imagino que Durban habría tenido que apechugar con los cargos si no hubiese sido policía y no le hubiese apretado las tuercas al otro.

– Eso no debería importar -dijo Monk, y no bien lo hubo dicho se dio cuenta de su error. Vio desdén en los ojos de Biddie. Supo lo que iba a decirle antes de que abriera la boca y, sin embargo, sus palabras le hirieron en lo más vivo.

Biddie puso los ojos en blanco.

– ¿Ah, no? Bueno, el poli que lo pilló no era más que un agente del barrio, y Durban era comandante de la Policía Fluvial. No creo que sea usted tan idiota como para no verlo. El agente se podría haber quejado pero no hizo nada, y el viejo Jetsam tampoco. Si alguno de nosotros hubiese sabido quién era Mary Webber, se lo habríamos dicho.

Monk no insistió más. El día tocaba a su fin. Era demasiado tarde para ver si podía corroborar algo de aquello.

Anduvo en silencio con Scuff hacia la escalinata más cercana que tuviera luz, donde podrían tomar un transbordador que los llevara a Rotherhithe. Con la bajamar, el largo trecho de cieno y adoquines relucía con el brillo amarillo de las farolas. A su manera, era a un tiempo siniestro y hermoso. La tersa superficie del río apenas se movía. Incluso las naves ancladas permanecían quietas. Sus palos, con los bultos de las velas arriadas, no bailaban bajo el firmamento estival. Una masa de humo flotaba en lo alto: chimeneas encendidas en fábricas donde la industria nunca dormía.

¿Creía a Biddie? ¿Quién era Mary Webber? Nada de lo que había averiguado sobre Phillips hacía alusión a una mujer. ¿Por qué tanto encono? ¿Quién era esa mujer para que Durban perdiera los papeles y contra todo pronóstico acometiera a un hombre para arrancarle información a golpes? Y quizá peor aún, ¡al parecer luego había coaccionado a un subordinado para que faltara a su deber e hiciera la vista gorda!

Monk no se imaginaba a Durban haciendo ninguna de esas dos cosas. Ahora bien, ¿en qué medida había llegado a conocerlo de verdad? Le había caído bien. Habían compartido comida, abrigo y agotamiento físico y mental en la implacable búsqueda de unos hombres que sin saberlo podían asolar medio mundo. Los habían encontrado. Aún revivía el horror en sus sueños.

Pero al final todo ello pudo más que el propio Durban. Había aceptado ir noblemente, por voluntad propia, a una muerte segura a fin de salvar a los demás, negándose a que Monk compartiera su sino. Le había arrojado por la popa a las aguas bullentes de la estela para que no pereciera quemado con él. Durban sabía que Orme detendría la lancha para recoger a Monk y que así perdería la última oportunidad de desembarcarle antes de que la santabárbara explotara.

¿Qué clase de amistad o lealtad puedes darle a alguien tan sumamente valiente y no obstante tan gravemente equivocado? ¿Qué le debes a las promesas hechas o sobreentendidas? ¿Qué ocurre cuando el otro ha fallecido, no pueden pedirse ni darse explicaciones, y aun así tienes que actuar y creer en algo?

Scuff lo miraba, aguardando a ver qué hacía después de aquella última revelación, y Monk era plenamente consciente de ello.

– ¿A lo mejor podría haber mandado a Phillips a prisión? -dijo Scuff esperanzado-. ¿Piensa que por eso andaban tras ella? ¿O cree que Phillips también se la cargó y por eso nadie la encontró?

Monk tenía que contestarle.

– No, no creo.

– Pero es posible. -Scuff levantó la voz para sonar más convencido, tratando incluso de mostrarse alegre. Monk se dio cuenta que lo hacía por él-. Se habrá escondido porque Phillips la tiene muerta de miedo. A lo mejor vio lo que pasó. A lo mejor es la madre de otro chico al que Phillips mató.

– Tal vez -concedió Monk, aunque no lo creía-. El señor Durban no la mencionó ni una sola vez en sus notas, y seguramente lo habría hecho si fuese quien dices.

Scuff pensó en ello un buen rato. Habían parado un transbordador y se encontraban a más de media travesía del río, serpenteando entre los grandes buques fondeados, antes de que diera con una solución.

– A lo mejor lo hizo para mantenerla a salvo…, si había visto algo por lo que Phillips la mataría en cuanto se enterase -sugirió Scuff.

– ¿Cómo iba él a saber lo que había en las notas de Durban? -preguntó Monk, pues no quería tratar a Scuff con condescendencia, fingiendo creer lo que luego tendría que negar.

En la oscuridad del río no veía la cara de Scuff, pero sí el gesto de encorvar los escuálidos hombros y la postura que adoptaba cuando se sentía herido.

Los remos chapaleaban. El piloto llevaba un buen ritmo, fruto de muchos años de práctica.

– Y como usted dice -respondió Scuff con tristeza-, hay caballeros que están metidos en esto hasta el cuello. Caballeros que tienen suficiente dinero para pagar a su amigo el abogado que habló en defensa de Phillips. Y usted no sabe quiénes son porque no van por ahí contando a la gente que tienen trato con él.

– Tienes razón, Scuff -dijo Monk resueltamente-. Tendría que habérseme ocurrido antes. Claro que tienes razón.

Vio la sonrisa de Scuff, incluso a oscuras.


* * *

Una vez hecha la cama para Scuff y con el chico durmiendo como un tronco, Hester y Monk se sentaron en la cocina a tomar una cena tardía; en realidad poco más que un gran trozo de tarta de frutas y dos tazas de té.

– No puedo dejar que se vaya hasta que Phillips esté detenido y entre rejas -dijo Monk preocupado, mirándola a la cara.

– La responsabilidad es tan mía como tuya -contestó Hester. Luego sonrió-. Claro que no puede irse. Y eso puede ser una larga temporada, de modo que tendrás que comprarle ropa nueva. Estoy demasiado atareada para lavar la que lleva cada día, aun suponiendo que me diera tiempo a secarla. Incluso podrías permitirte un par de botas de su talla, y que sean realmente un par.

Estaba deseosa de hablar sobre algo que la preocupaba. Monk lo percibió en su mirada: una especie de vacilación como si aún siguiera buscando la manera de eludir la cuestión por completo.

Le contó lo que había averiguado sobre Mary Webber, pero nada dijo sobre la violencia de Durban contra el prestamista ni del abuso que hiciera de su autoridad para impedir que un agente presentara cargos. Se sorprendió al constatar que no era a Hester a quien protegía sino a Durban. Como a él mismo le importaba tanto lo que Hester pensara de él, se imaginaba que a Durban le importaría de igual manera.

– ¿Por qué sonríes? -le preguntó Hester, desconcertada y un tanto perdida.

– No lo sé -admitió Monk-. Por la ayuda que me presta Scuff, me figuro.

De repente Hester se puso muy seria.

– Ten cuidado, William -advirtió-. Por favor. Ya sé que ha cuidado de sí mismo durante años, pero no es más que un niño. Muere mucha gente en el río…

Dejó el resto sin decir. Había más niños como Fig que como Scuff, y ambos lo sabían.

Monk bajó la vista hacia las manos de su esposa, apoyadas sobre la mesa. Eran muy finas, como las manos de una niña, pero fuertes. Su belleza no residía en la suave piel blanca ni en las uñas delicadas, sino en su elegancia, y en el tener constancia de que eran rápidas y cuidadosas, primorosas. Se romperían antes de dejar que un hombre se ahogara, pero asimismo dejarían que una mariposa se posara y levantara el vuelo sin asustarse. Monk amaba aquellas manos. Tuvo ganas de estrecharlas entre las suyas, pero le dio vergüenza habida cuenta de la cantidad de cosas más urgentes que tenía por hacer.

– A Durban le hacían chantaje -dijo Hester en voz baja, sin mirarlo a los ojos-. Todavía no sé quién ni por qué. ¿Podría tener relación con esa tal Mary Webber, quienquiera que sea?

– No lo sé -confesó Monk. Deseó no tener que saberlo. Estaba agobiado por lo que ya sabía, y cuanto más averiguaba, más le dolía. ¿Qué era lo que impelía a la gente a seguir buscando la verdad, a desentrañar cada nudo, incluso cuando eran la ignorancia y la paz del corazón los que hacían que todo resultara soportable? ¿Acaso la verdad serviría para curar algo? ¿Cuánta verdad era capaz de aprehender una persona?

Hester se levantó.

– Ya basta por hoy. Vayamos a dormir.

Su tono fue amable, pero no admitía discusión.


* * *

A Hester le preocupaba la reputación de Durban, no tanto por él mismo como por lo que Monk fuese a descubrir. Su marido había tenido pocos amigos, al menos que ella pudiera recordar. Antaño él y Runcorn habían sido algo más que aliados. Habían compartido el compromiso y las tragedias del trabajo policial, así como el peligro que entrañaba. Habían conocido esa clase de confianza que pone tu vida en manos de un tercero, sabiendo que si es preciso dará la vida por ti con tal de no fallarte.

Pero la brusquedad y la ambición de Monk habían conducido a Runcorn a una amarga envidia. Él era más estrecho de miras y menos capaz. La rivalidad había hecho aflorar lo peor de su carácter. Con el tiempo, aquella amistad devino enemistad.

Y el mentor de la juventud de Monk, a quien éste había admirado tan profundamente, había resultado ser un hombre deshonesto. Su fantasma había atosigado a Monk incluso después del accidente que lo despojó del recuerdo. Había obedecido al impulso de investigarlo hasta que por fin lo desenmarañó y le dio al menos una parte de la respuesta, lo mismo que iba a sucederle ahora.

Por supuesto Hester no explicó nada de esto a Sutton cuando se encontró con él para reemprender la búsqueda de nuevo. Pensaría que su propósito era hallar alguna prueba que convirtiera a Phillips en culpable de algo que les permitiera llevarlo a juicio. Sin duda sabía que ahora tenían acotado el asunto de la muerte de Fig, aun cuando hubiese tenido el tacto de abstenerse de comentarlo.

Sumidos en un cordial silencio, viajaron en el ómnibus con Snoot a los pies de su amo como siempre.

Hester iba sentada en el piso alto del ómnibus, observando las estrechas y apretujadas casas con sus paredes manchadas y tejados combados mientras la ruta los acercaba a Limehouse y a la imprenta adónde Sutton le había dicho que se dirigían. La había ayudado en muchas cosas y le contaba que ahora haría cuanto estuviera en su mano. Recurriría a quienes le debían favores, quedaría en deuda con otros, pasaría toda la jornada lejos de su propio trabajo para ayudarla a encontrar lo que estaba buscando. La suya era una amistad forjada en la época más oscura que Hester hubiese conocido jamás, enfrentada a un viejo enemigo que tiempo atrás había matado a una cuarta parte del mundo.

Pero Sutton no podía decirle qué era lo que ella quería encontrar ni lo que esperaba demostrar con ello. No podían deshacer el fiasco del juicio de Phillips, como tampoco el hecho de que Rathbone lo hubiese defendido. Tal vez averiguarían el motivo de aquella elección, suponiendo que en efecto hubiese sido una elección y no alguna clase de obligación. Pero se trataría de algo confidencial que posiblemente nunca llegarían a descubrir. ¿Acaso importaba? ¿Ya no podía confiar en Rathbone, después de todas las batallas que habían librado juntos?

Al formular la pregunta se dio cuenta, con sobresalto y sorpresa, de que la respuesta tenía que ser forzosamente que no, pues de lo contrario no se lo habría preguntado. Un año antes ni se le habría ocurrido. ¿En verdad le había cambiado tanto el casarse con Margaret? ¿O era simplemente que había hecho saltar a primera plana una parte distinta, más débil, de su carácter?

¿O era una parte diferente de sí misma? Nunca había estado enamorada de él; su hombre siempre había sido Monk, incluso si en ocasiones había dudado de que alguna vez llegara a amarla o hacerla feliz. De hecho había considerado imposible que siquiera deseara intentarlo. Pero siempre había sentido una profunda estima por Rathbone, y siempre había confiado en su honradez. Si aquello era un lapsus, por el motivo que fuese, ¿no podía perdonárselo? ¿Tan superficial era su lealtad que bastaba una equivocación para romperla? La lealtad tenía que valer más que eso, pues de lo contrario era poco menos que conveniencia.

El ómnibus se detuvo otra vez y subieron más pasajeros que se apretujaron de pie en el pasillo.

Y la lealtad de Monk para con Durban, pensó Hester. También tenía que ser lo suficientemente inquebrantable para asumir la verdad. Deseaba de todo corazón protegerlo de la desilusión que temía que se avecinaba. Había momentos en los que ella no quería saber por qué Rathbone había defendido a Phillips. Pero pasaban. Su lado bueno desdeñaba la debilidad que prefería la ignorancia o, peor aún, las mentiras. Lo último que querría era que alguien que le importara amase un falso reflejo de ella, negándose a ver la realidad. ¿Cabía imaginar mayor soledad que aquélla?

Llegaron al final del recorrido y se apearon del ómnibus. Aún había que caminar casi medio kilómetro por la concurrida calle y Hester tuvo que ir detrás de Sutton y Snoot porque era tan estrecha que no podían caminar de lado sin chocar constantemente con los peatones que venían en sentido contrario. Cada dos por tres Sutton se volvía para comprobar que siguiera pegada a sus talones.

Se detuvieron ante una puerta pequeña que se abría a un lado de un callejón de no más de tres metros de largo, terminando contra un muro ciego. Snoot se sentó a sus pies de inmediato. Sutton llamó, y pasó un buen rato hasta que abrió la puerta un hombre jorobado con una expresión extraordinariamente dulce en el rostro. Asintió al reconocer al hombre y al perro, luego miró a Hester, más como preguntando si venía con ellos que quién era o qué quería. Satisfecha su curiosidad, les hizo pasar a una habitación tan abarrotada de libros y papeles que tuvo que despejar dos sillas para que pudieran sentarse. Había resmas de papel nuevo apiladas contra la pared; el olor a tinta era muy penetrante. El hombrecillo renqueó con cierta dificultad hasta la que sin duda era su silla.

– Yo no lo imprimí -dijo sin más preámbulo. Su voz era grave y gutural, y su dicción notablemente clara.

Sutton asintió.

– Ya lo sé. Lo hizo Pinky Jones, pero ha muerto, y mintió sobre la hora en que lo hizo. Sólo cuente a la señora Monk lo que ponía, por favor, señor Palk.

– Es desagradable -advirtió Palk.

– ¿Es verdad? -preguntó Hester, pese a que todavía no la habían incluido en la conversación.

– Sí, claro que es verdad. Muchos vecinos del barrio lo saben.

– Entonces cuéntemelo, por favor.

Palk la miró, por primera vez, con suma curiosidad.

– Tiene que entenderlo, Durban era un hombre muy apasionado -comenzó-. Simpático a primera vista, divertido cuando quería. Yo lo he visto hacer reír a una habitación llena de gente. Y generoso, también. Pero se tomaba ciertas cosas muy a pecho y, según parece, esa tal Mary Webber era una de ellas. Nunca supe por qué. Nadie supo decirme qué o quién era para que le importara tanto.

– ¿Durban no llegó a encontrarla?

– No lo sé, señorita, pero si no lo hizo, no fue porque no lo intentara. Todo esto empezó cuando fue a casa de Ma Wardlop. Es un burdel; habrá una docena de chicas. Le preguntó si había visto a Mary Webber. -Meneó la cabeza-. No se daba por vencido de ninguna de las maneras. Finalmente Ma Wardlop le dijo que una de las chicas sabía algo y lo llevó a su habitación. Allí la interrogó durante más de una hora, hasta que oyeron que la chica le gritaba. Entonces Ma fue en busca de un recaudador de hacienda que vive a dos portales del suyo. Un hombre fornido. -Palk apretó los labios, adoptando un aire de profunda tristeza-. Abrió la puerta de un empellón y dijo que encontró a Durban en una posición en la que ningún policía debería estar con una puta, pero no explicó a qué se refería exactamente. La chica dijo que la había forzado. Él sostuvo que no la había tocado.

Hester no contestó. Su mente corría de una imagen repulsiva a otra, tratando de hallar una respuesta que no indignara a Monk.

Palk torcía el gesto con repugnancia, pero era imposible saber si era por Durban o por la mentira que la prostituta podía haber dicho.

– Ma Wardlop dijo que mantendría la boca cerrada sobre aquel asunto si Durban tenía el tino de hacer lo mismo. Sólo que eso incluía cualquier cosa que viera en el futuro, y él lo sabía.

– Chantaje -dijo Hester sucintamente.

Palk asintió de nuevo.

– Durban le dijo que se fuera al infierno y que se llevara al recaudador de hacienda con ella -respondió Palk con cierta satisfacción, y al sonreír reveló una dentadura sorprendentemente sana y blanca-. Le contestaron que no sólo harían correr la voz en la calle sino que lo sacarían en los periódicos. Él les dijo que coincidía con el duque de Wellington: «publicad y sed condenados». No estaba dispuesto a permitir que nadie lo hiciera callar.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó Hester, con una mezcla de miedo y admiración, un nudo en el estómago, respirando despacio, como si el sonido de su aliento pudiera impedirle oír lo que Palk diría a continuación. Qué estupidez. Durban estaba muerto y ya no cabía hacerle más daño. Y sin embargo le importaba que hubiese tenido el coraje y el honor de desafiarlos.

– Nada, hasta la siguiente vez en que los pescó robando a un cliente -contestó el hombrecillo-, y metió a Ma Wardlop en la cárcel por ello. Entonces sí que lo publicaron. -Sus ojos no se apartaron de los de Hester-. Fue muy embarazoso para Durban, pero capeó el temporal. Perdió un buen puñado de supuestos amigos. Vaya manera de descubrir que no lo eran. Se reían de él en lugares donde antes lo llamaban «señor». Le dolió, pero sólo le vi demostrarlo una vez, y aun entonces sólo un momento. Lo encajó como un hombre, nunca se quejó, y nunca, que yo sepa, se avino a hacer la vista gorda.

– ¿Qué le pasó a la chica? -preguntó Hester, sintiendo un reconfortante alivio, si bien enseguida volvió a ponerse tensa por miedo a la siguiente respuesta.

– Nada -dijo Palk, que descifraba sus sentimientos como si estuvieran impresos en papel-. Durban no era así. Sabía que la chica sólo hacía lo que tenía que hacer para ir tirando. Tenía mal genio, pero nunca se desquitaba con las mujeres y los niños. Era indulgente, a su manera, como si supiera lo que era ser pobre, pasar hambre o estar solo. -Sonrió al recordarlo-. Le dio una paliza de miedo a Willy Lyme porque pegaba a su esposa, pero fue delicado como una mujer con el viejo Bert cuando perdió la cabeza y ya no sabía ni quién era.

»El pobre desdichado se arrojó al canal para ahogarse, Durban saltó al agua detrás de él y lloró al no poder salvarlo. Pobre Bert. Durban vino a su funeral. Nunca lo supe a ciencia cierta, pero me da que pagó buena parte de las exequias. Bert no tenía ni seis peniques a su nombre. -Miró detenidamente a Hester-. No entiendo por qué quiere saber todo esto, señorita. Ahora no puede hacerle daño a Durban pero hay mucha gente a la que no le haría ninguna gracia que hablara mal de él. Sería un mal asunto.

– Intento detener a quienes lo harían -repuso Hester. Palk se quedó perplejo, escrutando su semblante. Hester le sonrió-. Mi marido ocupó su puesto en la Policía Fluvial porque Durban lo recomendó. Intentamos resolver el último caso dé Durban pero fallamos tan estrepitosamente que no podemos volver sobre él. Quiero demostrar que el tribunal se equivocó y que nosotros llevábamos razón; Durban, mi marido y yo.

– No servirá de nada -señaló Palk.

– Sí que servirá. Nosotros lo sabremos, y eso es importante.

– ¿Monk, ha dicho? ¿El tipo nuevo de Wapping?

– Sí.

– No le será fácil seguir los pasos de Durban.

– Depende de adónde estuviera yendo.

Palk la miró sin parpadear.

– Cierto y falso -dijo-. Ningún hombre tiene siempre la razón, aunque él la tenía más veces que la mayoría.

Hester se levantó.

– Eso espero. Pero necesito saber la verdad, sea cual sea.

– ¿Y entonces se la contará a todo el mundo?

– Depende. Todavía no sé cuál es.

Palk asintió.

– Está bien. Pero tenga cuidado, hay mucha gente capaz de matar para asegurarse de que no lo haga.

– Ya lo sé -repuso Hester.

Palk se puso de pie con dificultad, un hombro casi un palmo más alto que el otro, y los acompañó hasta la puerta.


* * *

Monk salió de nuevo por la mañana, con Scuff a su lado, vestido como la víspera y calzando sus viejas botas. Muy pronto Monk le proporcionaría algo mejor, pero ahora se veía en la obligación de volver a rastrear la búsqueda que Durban hiciera de Mary Webber en su momento. Hubiese preferido ir solo. El esfuerzo de disimular sus sentimientos y mantener una conversación afable pesaba más que cualquier ayuda que pudiera brindarle Scuff. Pero era él mismo quien no le había dejado otra opción. Aparte de herirlo con su rechazo, no se atrevía a dejar que Scuff deambulara solo por ahí. Lo había puesto en peligro y debía hacer cuanto pudiera para protegerlo de las consecuencias.

A media mañana, tras varios intentos fallidos, faltó poco para que le robara precisamente el mismo descuidero que andaba buscando. Se encontraban en la dársena de Black Eagle, entre un cargamento de madera y una cuadrilla de gabarreros que descargaba tabaco, ron y azúcar sin refinar. No soplaba nada de brisa procedente del río y los olores flotaban como suspendidos en el aire. La marea estaba baja, se oía el sorbeteo del agua en las algas de la escalinata y los golpes de las barcazas contra la piedra.

Una discusión entre un gabarrero y un estibador acabó enfrentando a media docena de hombres que se gritaban y empujaban. Era un método de robo que Monk había presenciado muchas veces. Los transeúntes se detenían a mirar, en poco rato se congregaba una muchedumbre, y mientras estaban pendientes de la pelea, los carteristas llevaban a cabo su silencioso trabajo.

Monk notó la sacudida, se volvió sobre sus talones y se topó cara a cara con una anciana sin dientes que le sonreía, y en ese mismo instante percibió un contacto tan ligero a sus espaldas que el ladrón ya se había alejado un par de metros cuando Monk se abalanzó sobre él sin alcanzarlo. Fue Scuff quien lo derribó de una rápida patada en la espinilla que lo dejó despatarrado en el suelo, chillando indignado y sujetándose la pierna izquierda.

Monk lo puso de pie de un tirón sin ninguna piedad. Diez minutos después los tres estaban sentados en lo alto de la escalinata, el descuidero entre Monk y Scuff, mostrándose incómodo pero dispuesto a hablar.

– No le dije nada porque no sé nada -dijo, haciéndose el ofendido-. Nunca he oído hablar de Mary Webber. Le dije que preguntaría por ahí, y lo hice, lo juro.

– ¿Por qué la buscaba? -preguntó Monk-. ¿Qué clase de mujer se suponía que era? ¿Cuándo fue la primera vez que preguntó por ella? Seguro que te dijo algo más que su nombre. ¿Qué edad tenía? ¿Qué aspecto? ¿Qué quería de ella? ¿Por qué te preguntó a ti? ¿Era prestamista, perista, madame, abortista, alcahueta? ¿Qué diantres era?

El carterista tenía los pelos de punta.

– ¡Dios! ¡Yo qué sé! Dijo que tenía unos cincuenta, o algo por el estilo, o sea que puta no era. Por lo menos, no ahora. Podría haber sido cualquiera de las otras cosas. Lo único que me dijo fue su nombre y que tenía los ojos de color avellana y el pelo muy rizado,

– ¿Por qué quería dar con ella? ¿Cuándo te preguntó por primera vez?

– ¡No lo sé! -El ladrón se estremeció y se separó unos pocos centímetros de Monk, encogiéndose-. ¿Cree que no se lo habría dicho si lo hubiese sabido?

Monk percibió un miedo que le reconcomía…, por un motivo absolutamente distinto.

– ¿Cuándo? -insistió-. ¿Cuándo fue la primera vez que te preguntó por Mary Webber? ¿Qué más te preguntó?

– ¡Nada! Fue hace unos dos años, quizá menos. Era invierno. Me acuerdo porque me tuvo a la intemperie no sé cuánto rato y por poco me congelo. Las manos se me pusieron azules.

– ¿Llegó a encontrarla?

– ¡No lo sé! Aquí nadie la conocía. Y conozco a todos los peristas, todas las casas de empeños y a todos los prestamistas que hay entre Wapping y Blackwall.

Monk se volvió hacia él y el otro volvió a estremecerse.

– ¡Ya basta! -le espetó Monk-. ¡No voy a pegarte!

Oyó la ira de su propia voz, casi descontrolada. Los nombres de Durban y Mary Webber bastaban para provocar miedo.

Pero aquel hombre no pudo o no quiso decirle más.

Monk probó suerte con otros contactos que había hecho a lo largo del río durante el medio año que llevaba en la Policía Fluvial, y nombres que habían aparecido en las notas de Durban, personas que Orme o cualquiera de los demás hombres habían mencionado.

– Buscaba al chico de Tilda la gorda -le dijo una anciana que al negar con la cabeza hizo girar el maltrecho sombrero de paja que llevaba. Se hallaban en la esquina de un callejón a unos treinta metros del muelle. Era un rincón ruidoso, polvoriento y caluroso. La anciana llevaba un cesto lleno de cordones de zapatos y daba la impresión de no haber vendido demasiados-. Desapareció de repente. Le dije que a lo mejor había ido a robar y lo habían pillado, pero ella tenía miedo de que hubiese caído en las garras de Phillips. Podría ser. Es tonto de remate.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Monk, armado de paciencia.

– El tontolaba se cayó al agua y lo pescaron unos gabarreros que se lo llevaron hasta Gravesend. Volvió al cabo de tres días, sano y salvo.

Sonrió al recordarlo, como si hallara una profunda satisfacción en ello.

– ¿Pero el señor Durban buscó al chico?

– Pues sí, ya se lo he dicho. Él fue quien lo encontró en Gravesend y lo trajo de vuelta. De lo contrario podrían haberlo embarcado y hubiese acabado sirviendo de cena para unos caníbales de los Mares del Sur. Es lo que les digo a mis chicos: haced lo que os digo o se os llevarán, os hervirán y os comerán.

La mera idea le dio un estremecimiento a Monk.

– Supongo que pensó que Phillips podría haberse quedado con el chico -dijo la anciana, un tanto adusta. Dejó de sonreír-. Es una verdadera lástima que el señor Durban esté muerto. Era el único que quizás hubiese acabado con Phillips. No aguantaba las tonterías de nadie, desde luego, pero era un hombre justo, y nada le parecía demasiada molestia si te veía deprimida.

Scuff se irguió de repente.

Monk tragó saliva.

– ¿Durban?

– Pues claro -espetó la anciana, fulminándolo con la mirada-. ¿De quién piensa que estaba hablando, del alcalde de Londres? Era muy duro con los canallas, pero blando como el estiércol con los pobres y los enfermos, o con las viejas como yo. No me habría tenido aquí, de pie a pleno sol, y con la boca más seca que la cecina. Me habría dado una taza de té y hasta me habría comprado unos pares de cordones.

– ¿Por qué buscaba al hijo de Tilda?

Monk tenía que aprovechar el momento de amabilidad, no fuera a ser que luego se le escapara la oportunidad.

– ¡Porque tenía miedo de que Phillips se lo hubiera quedado, ya se lo he dicho! -replicó la anciana, enojada.

– ¿Era posible?

– Él lo sabía. Hizo todo lo que pudo por pillar a ese canalla, y luego se mató. Y ahora los lerdos de la Policía Fluvial no valen para nada que no sean contrabandistas, carteristas y unos cuantos escamoteadores.

Se refería a los ladrones que robaban bienes en los barcos y los bajaban a tierra escondidos en bolsillos diseñados ex profeso en el interior de sus abrigos. El reproche le escoció menos de lo que Monk hubiese imaginado, y lanzó una mirada de advertencia a Scuff para que no saltara en su defensa.

– Así pues, ¿iba a capturar a Phillips? -preguntó Monk con mucha soltura. La anciana lo miró de la cabeza a los pies.

– ¿Quiere un par de cordones? -le preguntó ella a su vez.

Monk sacó del bolsillo una moneda de dos peniques y se la dio. Ella le dio los cordones.

– Usted no es lo bastante hombre para hacerlo -respondió la anciana-. ¿Tiene que preguntarle a una vieja como yo cómo se hace?

Scuff ya no pudo aguantar más.

– ¡Métete en tus asuntos, vacaburra! -dijo enfurecido-. ¡El señor Monk ha colgado a más asesinos que cenas calientes hayas tomado o te hubiera gustado tomar! El señor Durban tampoco pilló a Phillips y tú no ayudas para nada. ¿Dónde está su barco, eh? ¿Quién entra y sale de allí? ¿Quién hace quemaduras a los niños cuando desobedecen? ¿Quién los mata y por qué, eh? ¿Acaso sabes de qué estás hablando, viejo saco de huesos?

La anciana le dio un bofetón. Monk hizo una mueca al oír la palmada. Scuff soltó un alarido.

– ¿Para qué os voy a contar nada? -replicó enfurecida la anciana-. No moveréis un dedo. No correréis ningún riesgo para salvar a esos pobres diablillos; en cambio él lo hacía.

– ¿Riesgos? -preguntó Monk, tragándose la esperanza y procurando hablar con firmeza. Debía impedir que la anciana se diera cuenta de que era importante. De hacerlo, jugaría con ventaja. Incluso trató de imprimir cierto escepticismo a su voz.

La anciana aún seguía enojada. Su amargo desdén se veía en las profundas arrugas en torno a los ojos y la boca.

– ¿Cogió a Melcher, no? -dijo con sorna, sonriendo desdentada-. Era un tipo muy listo, cuando quería. Y engatusaba a Melcher cada vez, si no vigilaba a otros niños, y Phillips lo sabía. Pearly Boy también. Reilly no se fue hasta después de la muerte de Durban. ¿Pero qué vais a saber? Malditos inútiles. -Escupió al suelo polvoriento-. No me hacéis reír como él. Y no me dais nada de comer.

Monk se alejó con Scuff, sumido en sus pensamientos. Los insultos le traían sin cuidado, lo que quería era ordenar la información que le daba vueltas en la cabeza. Le constaba que Melcher era escamoteador, uno de los más aviesos. Según la anciana, Durban sabía algo que podía usar contra él. Pearly Boy era perista, el que traficaba con los objetos más caros y elegantes de todo el río, un hombre cuya reputación de despiadado y codicioso era bien conocida y le resguardaba de los habituales peligros y rivalidades de ese comercio. Al parecer, Durban también lo había manipulado. Y eso no le habría gustado nada a Phillips.

Ahora bien, ¿quién era Reilly? O, mejor dicho, si la anciana estaba en lo cierto, ¿quién había sido, qué le había ocurrido?

Scuff parecía preocupado. De vez en cuando miraba fugazmente a Monk.

– ¿Qué pasa? -preguntó Monk finalmente mientras cruzaban el estrecho puente sobre la esclusa de Wapping, dirigiéndose al oeste.

– Esa vieja no tendría que haberle hablado de esa manera -respondió Scuff-. Y usted debería haberla puesto en su sitio. Se toma muchas libertades, la vieja.

Scuff tenía razón. Monk había sentido tanto alivio al oír que alguien hablaba bien de Durban que había pasado por alto el hecho de que había permitido que la anciana lo menospreciara sin hacer nada para imponer su autoridad. Se trataba de un error que tendría que enmendar, pues de lo contrario más tarde lo pagaría caro. Lo reconoció ante Scuff, que quedó satisfecho aunque sin disfrutar de aquella pequeña victoria.

A su manera, el chico se preocupaba por Monk, temía que no fuese adecuado para hacer aquel trabajo o para cuidar de sí mismo en los peligrosos callejones y muelles de su nueva ronda. Existía una jerarquía muy estricta, y Monk estaba dejando que su posición decayera.

– Me encargaré de ella -repitió Monk con firmeza.

– Vigile a Pearly Boy. -Scuff levantó la vista hacia él-. Yo nunca he llegado a verlo, por la cuenta que me trae. Pero dicen que es muy amable cuando le tienes delante, pero que te raja en cuanto te das la vuelta.

Monk sonrió.

– Tú no sabes lo que decían de mí cuando trabajaba en la policía regular.

– Ya.

Pero la inquietud de Scuff no disminuyó en absoluto. ¿Estaba Monk siendo diplomático? ¿Temía por él, con un poco de desdén? Le dolió. Monk estaba dejando que su preocupación por Durban socavara la habilidad que solía mostrar en su trabajo. Ya iba siendo hora de que enmendara eso.

– Tendré mucho cuidado con Pearly Boy -aseguró a Scuff-. Pero tengo que hallar información acerca de él, y al mismo tiempo hacerle saber que vérselas conmigo no le será más fácil ni más agradable que con Durban.

Scuff enderezó un poco los hombros y adoptó un aire más ufano, pero no contestó.

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