Cuando Squeaky Robinson salió del despacho de Hester fue directamente al suyo, con intención de esperarla tal como le había dicho Rathbone que hiciera. Al marcharse tuvo la impresión de que la discusión entre ella y Rathbone iba a ser personal y bastante acalorada. Squeaky no había pensado en ello hasta entonces, pero le pareció que aquella amistad tenía más calado de lo que había supuesto. Deseó que Hester no fuera a sufrir por ello. Bastante había padecido ya a causa de su entrometimiento en el asunto de Jericho Phillips. Las mujeres estarían mejor, y se ahorrarían muchos problemas, si tuvieran menos corazón y un poco más de cerebro.
Y, por descontado, eso también era válido para esa terca de Claudine Burroughs. Ahora tendría que ir a buscarla allí donde se hubiera metido. Y cuanto antes mejor. ¡Disfrazada de cerillera! ¡Había perdido la poca cabeza que tenía! No era de extrañar que su marido estuviera más enojado que una gallina mojada. Tampoco era que Squeaky supiera nada sobre gallinas, ni mojadas ni secas. Era algo que había oído decir, y le pareció que encajaba con el inútil y vano temperamento que atribuía a Wallace Burroughs.
Le tocaba a Squeaky hacer algo sensato. Y lo haría de inmediato, antes de que Hester se presentara y le impidiera hacerlo. Le escribió una nota muy breve que dejó bien a la vista, encima del escritorio: «Apreciada señora Hester, sé dónde puede estar la Señora Burroughs. He ido a buscarla. S. Robinson.»
Fue a su dormitorio a cambiarse, vistiéndose con más desaliño y con ropa menos decente de la que se había acostumbrado a llevar a diario desde hacía algún tiempo. Salió por la puerta de atrás. Tomó un coche de punto en Farringdon Road y pidió que lo llevaran a Execution Dock. Era el mejor lugar que se le había ocurrido para comenzar la búsqueda.
Por el camino trató de imaginar lo que Claudine Burroughs habría pensado. Según lo que Hester le había referido de su charla con Ruby, Claudine había salido a localizar tiendas donde vendieran fotografías pornográficas de niños pequeños. Squeaky soltó un aullido de angustia ante semejante idiotez, pero, por suerte, el conductor no le oyó o se hizo el desentendido. Uno podría morir allí dentro sin que a nadie le importara, pensó ofendido. Aunque si el conductor hubiese detenido el coche para preguntarle si todo iba bien, aún se habría enojado más.
Al llegar se apeó, pagó la carrera al cochero y le dio una propina de dos peniques, aunque a regañadientes, antes de echar a caminar por el muelle hasta la primera calleja que condujera tierra adentro. Los callejones eran estrechos, sofocantes con el calor del sol que ya se alzaba hacia el mediodía. Hacía tiempo que Squeaky no rondaba por allí, y había olvidado lo mal que olían.
Sabía dónde estaban los burdeles y las tiendas que vendían toda clase de pornografía. Comenzó a preguntar, con tranquilidad al principio. Quería saber si alguien había visto a una cerillera que encajara con la descripción de Claudine. Resultaba tedioso. Muchas personas se mostraban poco dispuestas a. contestar con franqueza.
Llevaba dos o tres horas indagando cuando unos chavalitos le imitaron con muy poco respeto y Squeaky se dio cuenta, con un estremecimiento de horror, de cuán educado se había vuelto. Se le antojó espantoso. Había cambiado tanto que apenas reconocía al hombre que había sido antes. Parecía un extranjero bobo.
Corrió tras uno de los chicos y lo agarró por el pescuezo. Lo levantó del suelo, con los pies colgando, y lo sostuvo en alto.
– Trata a tus mayores con más respeto, piojoso -dijo al chavalito entre dientes-. O te lo enseñaré a las duras y desearás no haber nacido. Ahora te lo volveré a preguntar a las buenas, porque no me gusta retorcer el pescuezo a los niños. Me cansa, sobre todo en un caluroso día de verano. Y no me vengas con mentiras porque si lo haces, vendré en tu busca, en plena noche, cuando nadie vea lo que te hago. ¿Entendido?
El niño chilló, con los ojos fuera de las órbitas por la brutalidad con que le agarraban el cuello.
Squeaky lo dejó caer al suelo y el niño soltó un grito.
– Contesta o te arrepentirás -le dijo Squeaky entre dientes, agachándose hasta pegar su cara a la del niño-. Es una amiga mía, y no quiero que le pase nada malo, ¿lo captas?
El niño susurró una respuesta. Squeaky le dio las gracias y se marchó, dejando que se levantara por su cuenta y se escabullera por el callejón más cercano.
Squeaky siguió la dirección que le había indicado el crío, sintiéndose culpable y un tanto cohibido. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? Antes solía comportarse así siempre. En realidad no le había hecho ningún daño al niño. Tiempo atrás bien podría haberle dado de cachetes hasta que le hubieran zumbado los oídos. ¿Se estaría ablandando por culpa del trabajo que hacía para Hester y Monk? Aunque quisiera, ya no podría regresar a las calles. ¡Se había echado a perder!
Pero aquello no era lo peor. Siguió caminando a toda prisa por la estrecha acera, adentrándose más en el dédalo de callejuelas, callejones sin salida y túneles que giraban sobre sí mismos hasta regresar de nuevo al río. Peor que convertirse casi en una persona respetable era el secreto que no admitiría ante nadie: le gustaba bastante.
Interrogó a más personas: mercachifles, tenderos, prestamistas, mendigos. En ocasiones amenazaba, en otras sobornaba, cosa que hacía muy a su pesar ya que el dinero era suyo.
Siguió el rastro de Claudine hasta la tabaquería y la tienda de libros donde al parecer había chocado con un hombre que compraba postales, desparramándolas todas por el suelo. ¿A qué demonios jugaba esa estúpida mujer? Pero a pesar de su enojo, que no era sino fruto del miedo, sabía exactamente lo que estaba haciendo Claudine.
Con unas cuantas amenazas más, sobornos e invenciones, Squeaky se enteró de su histérica huida, aunque nadie sabía dónde se había metido después de doblar tres o cuatro esquinas. Iba como loca, decían. ¿Cómo explicarse lo que hacía? Borracha, casi seguro. Tuvo ganas de dar un puñetazo a quien le dijo eso. ¡Claudine nunca se emborracharía! Quizá sería más feliz si lo hiciera de vez en cuando.
Estaba oscureciendo y el aire bochornoso del día comenzaba a enfriarse. ¿Dónde demonios se había metido aquella mujer? Podía haberle ocurrido cualquier cosa en aquellos callejones miserables. Como poco, estaría asustada, y seguramente algo peor que eso. Se avecinaba otra noche. Comenzó a perder los estribos con la gente de manera más espontánea. Quizás el viejo Squeaky no estuviera del todo perdido, sólo un poco sumergido bajo los recién adquiridos hábitos de la cortesía. Esa idea no le alegró tanto como había esperado.
Le hizo falta una hora más de interrogatorios, de seguir los indicios de desconocidos y varias falsas esperanzas y errores de identificación hasta que finalmente, poco antes de las once, la encontró sentada entre un montón de andrajos en el portal de una casa de inquilinato de Shadwell High Street. De no haber estado buscándola, jamás la habría reconocido.
Se plantó delante de ella, impidiéndole levantarse y tratar de escapar. Vio el miedo de su semblante, pero estaba tan cansada que no se podía mover y se limitó a mirarlo, derrotada, sin siquiera saber quién era él.
El enojo de Squeaky murió en sus labios. Le horrorizó constatar el alivio que sentía al verla; si no bien, al menos viva y sin heridas. Tragó saliva y soltó el aliento.
– Bien -dijo a Claudine. De súbito montó en cólera-. ¿Qué puñetas está haciendo aquí, si puede saberse? -le gritó-. ¡Nos ha dado un susto de muerte, vaca burra! ¡Tenga! -Le alargó el brazo para ayudarla a levantarse-. ¡Venga, de pie! ¿Qué le pasa? ¿Se ha roto las malditas piernas?
Agitó la mano y faltó poco para que la zarandeara. Ahora tenía miedo de que estuviera herida de verdad. ¿Qué iba a hacer si lo estaba? No tendría fuerzas para llevarla en brazos; era una mujer robusta, con la complexión que las mujeres debían tener.
Claudine le cogió la mano con recelo. Squeaky tiró con firmeza para levantarla y sintió un gran alivio al ver que se sostenía de pie. Estuvo a punto de gritarle otra vez cuando vio lágrimas de gratitud en sus ojos.
Squeaky se sorbió la nariz y miró hacia otro lado para no avergonzarla.
– Bueno, vámonos -dijo con brusquedad-. Más vale que regresemos a casa. Con un poco de suerte encontraremos un coche en High Street. ¿Puede caminar con esos botines tan feos?
– Por supuesto que puedo -respondió Claudine fríamente, y acto seguido dio un traspié. Squeaky se guardó de hacer comentario alguno y procuró pensar en cualquier otro tema para entablar conversación.
– ¿Por qué no volvió a casa? -inquirió.
– Porque me perdí -contestó Claudine sin mirarle.
Caminaron en silencio otros cincuenta metros.
– ¿Encontró fotografías? -preguntó Squeaky al cabo. No estaba muy seguro de si era buena idea sacar aquello a colación, pero quizá sería peor dar por sentado que tenía que haber fracasado.
– Sí que las encontré-contestó Claudine enseguida. Le dio el nombre y la dirección exacta de la tienda-. Aunque no sé de qué niños se trataba. -Se estremeció-. Pero era el tipo de cosa que hace Phillips, me figuro. Preferiría no saber nada más al respecto.
– ¿En serio? -dijo Squeaky sorprendido. En ningún momento había esperado que lo consiguiera. Eso tuvo que ser cuando tiró al suelo las tarjetas del comprador-. ¿Entonces no se desmayó de verdad?
Claudine se paró en seco.
– ¿Cómo sabe eso?
– Pero ¡bueno!, ¿cómo piensa que la he encontrado? -inquirió Squeaky a su vez-. ¡He estado haciendo preguntas! ¿Es que se imagina que andaba por aquí buscando algo que hacer, eh?
Claudine echó a caminar de nuevo, cojeando un poco por el daño que le hacían los pies. No dijo nada durante un buen rato. Finalmente, lo único que pudo decir fue:
– Gracias. Le estoy muy agradecida.
Squeaky se encogió de hombros.
– De nada -contestó. No quería decir que no tuviera importancia para él, quería decir que ella no le debía nada. Se preguntó si Claudine lo entendería así, pero le resultaría muy raro explicárselo, y no sabía adónde le podía conducir; en cualquier caso sabía adónde no estaba dispuesto a ir, al menos por el momento.
– Señor Robinson -dijo Claudine al cabo de otro centenar de metros. Estaban en Shadwell High Street, pero no había ni un solo coche de punto a la vista, sólo el consabido tráfico de carros fuertes y carretas.
Squeaky la miró para que viera que la escuchaba.
– Vi a algunos clientes que entraban y salían de esa tienda -dijo Claudine, vacilando un poco.
Squeaky lo encontró irrelevante, de modo que no contestó.
– Reconocí a uno de ellos -prosiguió Claudine.
– ¿Ah sí? ¿Quién era?
Squeaky dudaba de que tuviera importancia. Además, ¿quién iba a reconocerla con semejante aspecto?
– El señor Arthur Ballinger -respondió Claudine.
Squeaky se paró en seco, la agarró del brazo para detenerla y la volvió hacia él.
– ¿Qué? ¿Ballinger, como el nombre de soltera de lady Rathbone?-preguntó incrédulo.
– Sí -contestó Claudine, mirándolo con firmeza-. Es su padre.
– ¿Comprando fotografías de niños? -La incredulidad le hizo subir la voz una octava.
– No me mire así, señor Robinson -dijo Claudine con aspereza, como si le faltara el resuello-. Conozco al señor Ballinger. Me miró muy fijamente, y tuve miedo de que también me hubiese reconocido.
– ¿De qué lo conoce? -preguntó Squeaky, todavía receloso.
Claudine cerró los ojos, como si se le hubiese agotado la paciencia. Cuando contestó, lo hizo con la voz tensa y desprovista de toda emoción.
– Parte de mi deber, y supongo que de mi privilegio como esposa del señor Burroughs, consiste en asistir a un montón de actos sociales. Coincidimos en varias ocasiones, junto con la señora Ballinger, por supuesto. Buena parte del tiempo las damas están aparte de los caballeros, pero para cenar nos sentamos donde nos indican, según el rango, y he tenido ocasión de sentarme frente al señor Ballinger y escucharle hablar.
Squeaky desconocía por completo aquel mundo.
– ¿Escucharle hablar? -preguntó.
– No está bien visto que las damas hablen demasiado en la mesa -explicó Claudine-. Deben escuchar, contestar apropiadamente, preguntar sobre sus aficiones, interesarse por su salud y demás cosas por el estilo. Si un caballero desea hablar, y normalmente es así, tú escuchas como si estuvieras fascinada y nunca le haces preguntas de las que sospeches que no sabe la respuesta. Lo más probable es que no te escuche, pero sin duda se dedicará a mirarte, sobre todo si eres joven y guapa.
Squeaky percibió cierta tristeza en su voz, quizás incluso una sombra de verdadero dolor, y sintió una oleada de ira que lo desconcertó.
– Pedir opiniones y consejos -prosiguió Claudine, absorta en el recuerdo-. Eso siempre resulta halagador. Pero es indecoroso que seas tú quien ofrece consejo, y se supone que no tienes opiniones… Pero estoy convencida de que era Ballinger. Lo he escuchado en varias ocasiones. Una tiene que escuchar, pues de lo contrario no puede hacer preguntas pertinentes. A veces incluso llegas a sentir un ligero interés.
De repente, se detuvo.
Por un momento Squeaky no supo si se debía a que había recordado algo que la alarmaba o si simplemente los pies le dolían demasiado para continuar. Entonces se dio cuenta de que habían llegado al cruce de dos calles importantes y que Claudine esperaba encontrar un coche de punto por fin.
Cuando Squeaky paró uno y ya se encontraban sentados en su interior, por fuerza bastante arrimados, Claudine volvió a hablar.
– Si el señor Ballinger está implicado en este asunto -dijo con inquietud, mirando a Squeaky en la oscuridad-, esto va a ser… muy penoso.
«Eso es quedarse muy corto -pensó Squeaky-. Será monumental. ¡El padre de lady Rathbone!»
– Incluso podría salpicar a sir Oliver -agregó Claudine-, pues fue él quien defendió a Phillips. Habrá muchas personas que no aceptarán que es muy posible que no tuviera idea de la relación. Tal vez lo acusen de beneficiarse de las ganancias, quedando… mancillado. La señora Monk estará muy descontenta.
Squeaky no dijo nada; pensaba en lo espantoso que podría llegar a ser. El breve conflicto en el despacho de Hester sería un día de verano comparado con lo que podría acaecer.
– Por eso le estaría muy agradecida, señor Robinson, si no dijera nada de que he visto al señor Ballinger, al menos de momento. Por favor.
Sería lo más honorable, lo correcto.
– No -dijo Squeaky sin vacilar-, no diré nada. Hágalo cuando a usted le parezca oportuno.
– Gracias.
Circularon en silencio un buen rato. Squeaky no estaba seguro, pero tuvo la impresión de que Claudine se había dormido. Pobrecita, debía de estar tan cansada que se habría quedado dormida de pie, ahora que se sabía a salvo. Sin duda también estaría hambrienta y le apetecería una taza de té más que nada en el mundo, ¿excepto tal vez un baño? Era curioso lo mucho que les gustaba a las mujeres bañarse.
Cuando llegaron a Portpool Lane ya era más de medianoche pero Hester aún estaba allí. Se había quedado dormida en una de las sillas del gran vestíbulo donde prestaban los primeros auxilios a quienes llegaban. Estaba acurrucada con los pies recogidos debajo del regazo; sus botines en el suelo. Se despertó en cuanto oyó sus pasos y levantó la cabeza de golpe, pestañeando. Reconoció a Squeaky antes de darse cuenta de que lo acompañaba Claudine. Saltó de la silla y corrió a abrazar a Claudine y luego, ruborizada y con los ojos brillantes de alivio, dio profusamente las gracias a Squeaky.
– Descuide -dijo éste, con cierta timidez-. No ha sido nada. Sólo estaba perdida.
Hizo un ademán como quitándole importancia.
Hester lo miró, luego a Claudine, y supo que no se lo estaban contando todo ni de lejos. Pero decidió pasarlo por alto. En aquel momento la embargaba el alivio de ver a Claudine sana y salva. Sólo entonces reparó en el miedo tan grande que había tenido de que le hubiese ocurrido algo malo. Si Claudine hubiese ido por ahí haciendo preguntas sobre Phillips, éste habría sido muy capaz de matarla, y lo más probable era que nunca se hubiesen enterado. La habrían tomado por una mendiga más, muerta de hambre o de frío, o de alguna enfermedad sin determinar. Ni siquiera una herida de arma blanca o un estrangulamiento habrían causado mayor revuelo.
Volvió a dar las gracias a Squeaky, dijo a Ruby que Claudine estaba a salvo y se debatió entre conceder a Wallace Burroughs el privilegio de una noche de dormir tranquilo o no. Le enviaría una carta por la mañana, a no ser que Claudine deseara ir a su casa y contárselo ella misma. La decisión era suya.
Asimismo, mandaría otro mensaje sin más demora a Rathbone, para decirle que Claudine estaba a salvo. Lo cortés sería dirigirlo también a Margaret Ballinger.
Mientras desayunaban en la gran cocina, Hester preguntó a Squeaky qué había descubierto Claudine, si es que había descubierto algo, pero Squeaky le contestó que no tenía ni idea. Pareció un tanto sorprendido al decirlo, y Hester tardó unos instantes en darse cuenta de que lo desconcertante no era que Claudine no hubiese descubierto nada, sino su propia respuesta. Seguro que se debía a que estaba mintiendo para proteger a Claudine.
Lo miró más detenidamente y él reaccionó con una mirada directa, ligeramente beligerante. Hester sonrió. No cabía duda de que Squeaky estaba defendiendo a Claudine.
Cuando hubo terminado la tostada y el té, preparó más, los dispuso en una bandeja y se los llevó al cuarto que ocupaba Claudine. La encontró recién despierta, con un hambre lobuna y ansiando una taza de té.
Hester se sentó en la cama mientras Claudine comía y bebía.
– ¿Qué descubrió? -preguntó Hester.
Claudine la miró por encima del borde de la taza.
– He preguntado a Squeaky pero no quiere decírmelo -explicó Hester-. Me ha dicho que no lo sabe, pero miente. Lo cual me lleva a pensar que es algo importante.
Claudine se terminó el té sin prisas, dándose tiempo para pensar. Finalmente dejó la taza en la mesilla de noche e inspiró profundamente.
– Encontré una tienda donde venden pornografía infantil. Vi un par de fotografías. Eran espantosas. Prefiero no hablar de ellas. Ojalá no las tuviera en mi mente. Nunca había pensado que fuese tan difícil quitar algo de la memoria una vez que lo has visto. Es como una mancha que no se va por más agua y jabón que utilices.
– Se desvanece con el tiempo -dijo Hester con amabilidad-. A medida que almacenas recuerdos, queda menos sitio para los horrores. Apártelo cada vez que vuelva y a la larga olvidará los detalles.
– ¿Usted las ha visto?
– Ésas no. Pero he visto otras cosas, en el campo de batalla, y también las he oído. A veces, cuando ingresa una paciente con una herida de navaja, el olor de la sangre me lo hace revivir. -El semblante de Claudine reflejó compasión. Hester preguntó-: ¿Por qué no me ha querido contar nada Squeaky? Carece de sentido.
– No es eso lo que no le ha contado -contestó Claudine-. Es a quien vi en la acera delante de la tienda, con tarjetas en la mano. Me compró cerillas y me miró muy detenidamente. Pensé que me había reconocido.
Hester frunció el ceño, intentando imaginárselo.
– ¿A quién vio?
Claudine se mordió el labio.
– Al señor Ballinger, el padre de lady Rathbone.
Hester se quedó anonadada. Resultaba ridículo. Y, no obstante, si fuese cierto, explicaría perfectamente el apuro de Rathbone.
– ¿Está segura?
– Sí. Hemos coincidido varias veces en cenas y bailes. Mi marido y él se conocen. Estuvo a menos de medio metro de mí.
Hester asintió. Era espantoso. ¿Cómo iba a encajarlo Margaret, si es que llegaba a creerlo? ¿Si salía ala luz pública? ¿Rathbone estaba enterado? ¿Cómo lo vería él: repugnancia, compasión, lealtad, protección de Margaret y su madre? No podía creer que ya lo supiera. Pero tarde o temprano tendría que saberlo. ¿Quizá podría preparar a Margaret para darle la nefanda noticia?
– Su marido está preocupado por usted -dijo a Claudine-. ¿Quiere que le mande una carta? Puedo decirle que la ha retenido alguna clase de emergencia, pero en tal caso más vale que demos la misma explicación.
El rostro de Claudine se ensombreció.
– Dudo mucho de que me perdone, le cuente lo que le cuente -contestó-. No estoy segura de lo que voy a hacer. Tengo que reflexionar. Si… si me echa de casa, ¿podría vivir aquí? -preguntó, asustada y con vergüenza.
– Por supuesto -dijo Hester al instante-. Si así lo desea, el motivo es lo de menos.
Faltó poco para que agregara que Rathbone le prestaría la asistencia legal que precisara, pero pensó que era un poco precipitado. Sin duda Wallace Burroughs se calmaría y adoptaría una actitud más razonable, aunque por más que lo hiciera distaría mucho de hacer feliz a Claudine.
– Le escribiré diciendo que ha estado ayudando en un accidente -prosiguió Hester. Lo dijo con un matiz de amabilidad que luego deseó haber ocultado. Claudine quizás habría tenido más consuelo sin aquello-. No tendrá por qué enterarse de otra cosa -agregó-. Más vale que usted le diga lo mismo. Conoce de sobra los pormenores de esos casos si él pregunta al respecto.
– No lo hará. Nunca le interesan mis asuntos -le dijo Claudine-. Pero gracias de todos modos.
Hester fue a decirle a Squeaky de que se marchaba a la Comisaría de Wapping en busca de Monk y salió de inmediato, temiendo encontrarse con Margaret si se demoraba más en la clínica.
Tomó un coche de punto en Farringdon Road y media hora después llegó a Wapping. Tuvo que aguardar otra media hora hasta que Monk regresó del río pero, de haber sido preciso, estaba dispuesta a esperar mucho más.
Monk cerró la puerta de su despacho y sin sentarse aguardó a que Hester hablara.
En modo sucinto, dejando a un lado los detalles irrelevantes, le refirió la aventura de Claudine y le contó que estaba convencida de que había visto a Arthur Ballinger.
Monk permaneció callado. Hester vio en su semblante que se debatía entre la incredulidad y la aceptación.
– Tiene que estar equivocada -dijo al fin-. Estaría cansada, asustada, alterada después de ver las tarjetas…
– No lo estaba, William -dijo Hester-. Conoce a Ballinger.
– ¿Cómo va a conocerlo? No es su abogado, que yo sepa.
– No. Pero frecuentan los mismos círculos sociales -explicó Hester-. Claudine friega cocinas y prepara la comida para las pacientes de Portpool Lane, pero en su casa es una dama. Es probable que conozca a toda la buena sociedad. Ballinger la miró tan de cerca que tuvo miedo que la reconociera a su vez.
Monk dejó de resistirse; la pesadumbre de su mirada revelaba su aceptación.
– Debemos prepararnos -prosiguió Hester en tono más amable-. No creo que Oliver lo sepa, pero es posible que sí. Tal vez incluso sea la razón por la que aceptó el caso Phillips. Aunque apuesto a que Margaret no. Ni su madre -Hizo una mueca-. No quiero ni pensar lo que puede significar para ellas, si se ven obligadas a enterarse.
Monk soltó el aire lentamente.
– ¡Dios! ¡Qué desastre!
Llamaron a la puerta bruscamente y, antes de que Monk pudiera contestar, Orme la abrió y se quedó plantado en el umbral, con el rostro ceniciento y la mirada perdida. Hester lo vio antes que Monk.
– ¿Qué ocurre? -inquirió, notando que la atenazaba el miedo.
Monk se volvió hacia Orme.
Orme le entregó una hoja de papel doblada.
Monk la cogió y la leyó. La mano le tembló y se puso muy pálido.
– ¿Qué ocurre? -inquirió Hester con más urgencia, la voz aguda, el corazón palpitante.
– Jericho Phillips tiene a Scuff -contestó Monk-. Le ha dicho a Orme que si no dejamos de perseguirle, todos nosotros, incluida la Policía Fluvial, utilizará a Scuff en su negocio. Y cuando haya acabado con él, si se convierte en una molestia y le causa problemas lo matará.
– Pues entonces lo dejamos correr -dijo Hester, atragantándose, pero no podía siquiera imaginarse dejando que a Scuff le sucediera aquello. No cabía considerar ni la sola posibilidad.
– Esto no es todo -prosiguió Monk, con voz temblorosa-. Tengo que condenar públicamente a Durban y decir todo lo malo que pueda sobre él, incluyendo su antigua relación con los hombres que robaron el banco. Luego debo retirar todos los cargos que formulé contra Phillips y decir que estuvieron motivados por mi deseo de vindicar el nombre de Durban, pagando así mi deuda con él. Su precio es la vida de Scuff. Si no obedezco, tendrá una muerte lenta y muy desagradable.
Hester lo miró fijamente durante unos segundos interminables, incapaz de asimilar lo que Monk había dicho, hasta que poco a poco fue deviniendo claro, indeleble e insoportable.
– Tenemos que hacerlo.
Se sintió traidora incluso mientras lo decía y, sin embargo, cualquier otra respuesta era inconcebible. ¿Qué felicidad o sentido del honor conocería en el futuro si permitía que Phillips se quedara con Scuff, hasta que un día lo torturase hasta matarlo? El poder del terror y la extorsión estaba asquerosamente claro, y no dejaba otra salida.
Vio algo más en el semblante de Monk: inteligencia, comprensión y un horror más profundo.
– ¿Qué sucede? -inquirió Hester, inclinándose hacia delante como para agarrarlo, reprimiéndose en el último instante-. ¿Qué más sabes?
– Estaba pensando en que debería ir a ver a Rathbone y contarle lo de Ballinger -contestó, casi en un susurro-. Por su propio bien es preciso que lo sepa, aunque le resulte espantoso. Y quizá pueda ayudarnos, aunque no sé cómo.
– Pobre Oliver-dijo Hester en voz baja-. Pero yo le diría la verdad a todo el mundo, si tuviera que hacerlo para recuperar a Scuff.
– Claudine piensa que Ballinger pudo haberla reconocido -dijo Monk con voz bronca-. Todo indica que fue así y que se lo dijo a Phillips. Por eso Phillips ha secuestrado a Scuff. Saben que el cerco se está cerrando. -Tenía la cara muy pálida, los ojos hundidos-. Tenemos que recuperar a Scuff o encontrar algún testigo cuya declaración podamos usar para obligar a Phillips a soltarlo. Me voy a ver a Rathbone…
– Voy contigo -dijo Hester al instante.
– No. Pero no te dejaré al margen. Lo prometo…
– ¡Yo también voy! Si vas en busca de Scuff y alguien resulta herido, puedo hacer más que ninguno de vosotros. -Por primera vez levantó la vista hacia Orme, con expresión suplicante-. ¡Usted lo sabe!
Monk se volvió de cara a ella.
– Sí, yo lo sé muy bien. También sé que no me perdonarías si algo saliera mal y tú pudieras haberlo evitado, y yo no podría vivir con ese cargo de conciencia. Te doy mi palabra de que no iré sin ti. Ni sin Orme, si quiere usted venir -agregó, mirándolo.
– Iré -dijo Orme sin más-. Tendré la lancha preparada, y algunas pistolas.
Monk asintió a modo de agradecimiento y tocó la mano de Hester al salir. No fue más que un breve gesto de afecto, piel contra piel, e instantes después ya se había marchado.
Monk fue directamente al bufete de Rathbone y pidió verlo de inmediato.
Su pasante se deshizo en disculpas.
– Lo siento, señor Monk, pero sir Oliver está con un cliente ahora mismo. Calculo que estará libre dentro de media hora, si se trata de una urgencia -dijo cortésmente.
– Es extremadamente urgente -contestó Monk-. Salvo si su cliente tiene que ir a juicio mañana, esto no puede esperar. Jericho Phillips ha secuestrado a otro niño. Le ruego que interrumpa a sir Oliver y se lo diga. Dígale que se trata de Scuff.
– Santo cielo -dijo el pasante con suma indignación-. ¿Ha dicho Scuff, señor?
– Sí.
– Muy bien, señor. Tenga la bondad de aguardar aquí.
No se molestó en pedir a Monk que tomara asiento. Saltaba a la vista que estaba demasiado inquieto para sentarse.
Monk iba de un lado a otro de la habitación. Los segundos daban la impresión de eternizarse, incluso el más leve ruido del otro lado de la puerta parecía estrepitoso.
Finalmente el pasante regresó, con expresión solemne.
– Sir Oliver lo recibirá de inmediato, señor -dijo.
– Gracias.
Monk dio un par de zancadas y abrió la puerta del despacho de Rathbone.
Rathbone se volvió, pálido y con los ojos muy abiertos.
– ¿Estás seguro? -preguntó sin entrar en detalles; no era necesario.
– Sí -contestó Monk, cerrando la puerta a sus espaldas-. Ha enviado un mensaje diciendo que si no dejo de acosarlo y no mancillo el nombre de Durban en público, usará a Scuff en su negocio y luego lo matará. -Resultaba difícil decirlo en voz alta, como si las palabras le confiriesen mayor realidad-. Voy a recuperarlo y necesito tu ayuda.
Rathbone fue a decir que no se trataba de una cuestión legal pero enseguida se dio cuenta de que Monk ya lo sabía. Aún no le había dicho lo peor.
Monk se lo contó deprisa, sin ahorrarle detalles.
– Claudine Burroughs se disfrazó de cerillera y se aventuró en busca de lugares donde vendieran las fotografías de Phillips. Consiguió localizar al menos una tienda. Las fotografías eran espantosas, pero lo importante es que reconoció a uno de los compradores porque tiene trato social con él. Tiene miedo de que la haya reconocido a su vez, y que por eso Phillips haya pasado a la ofensiva.
Rathbone frunció el ceño.
– No sigo tu lógica. ¿Por qué iba Phillips a hacer algo así? Le traerá sin cuidado un cliente en concreto, aun suponiendo que la señora Burroughs esté en lo cierto.
Monk titubeó por primera vez. Aborrecía hacer aquello.
– Era Arthur Ballinger -dijo en voz baja-. Creo que avisó a Phillips de que estamos estrechando el cerco en torno a él, y que por eso Phillips ha tomado estas represalias. Lo siento. -Oliver Rathbone lo miró fijamente, su tez perdió todo el color. Parecía que hubiera recibido un golpe que le hubiese aturdido por completo, dejándolo incapacitado para pensar o reaccionar. Monk quiso disculparse otra vez, pero entendió que sería baladí.
– Es lo único que ha cambiado -dijo en voz alta-. Hasta ahora, Phillips estaba ganando y lo sabía. Lo único que tenía que hacer era aguardar a que nos diéramos por vencidos. Ahora hemos visto a Ballinger, y no cabe duda de que eso le importa.
Rathbone fue hasta su sillón y se sentó lentamente. Con voz ronca, en breves y dolorosas frases que parecía que le estuvieran arrancando, refirió a Monk su careo con lord Justice Sullivan, y la historia de su debilidad y progresiva caída en la adicción. Nunca había mencionado al hombre que había detectado su vulnerabilidad y la había explotado, sirviéndose de su defecto, magnificándolo y, finalmente, controlándolo por completo. Había luchado contra ello en su fuero interno pero acabó perdiendo la batalla.
– Haré cuanto pueda por salvar a Scuff -dijo Rathbone, con voz tensa. Al levantarse se tambaleó un poco-. Sullivan es el eslabón. Sabrá dónde está el barco de Phillips, y puedo obligarlo a llevarnos. Sabrá las horas y los lugares porque lo frecuenta. No hay tiempo que perder.
Se dirigió hacia la puerta.
Monk fue tras él, quería preguntar sobre la implicación de Ballinger, pero la herida estaba en carne viva, aún era demasiado reciente para tocarla.
El hecho de que Rathbone no protestara bastaba para demostrar que no eludiría la verdad. Monk no imaginaba siquiera cuánto debía de dolerle, no por Ballinger, sino por Margaret. Pensó en Hester, cuyo padre se había quitado la vida tras el escándalo financiero que lo había arruinado. Había creído que aquélla era la única salida honorable, cuando su único error había sido confiar en un hombre que carecía del más mínimo sentido del honor.
Tomaron un coche de punto y circularon en silencio hasta el bufete de Sullivan. El aire caliente apestaba a estiércol, al cuero del interior de la cabina y a sudor rancio.
En la cabeza de Monk sólo cabía el miedo que sentía por Scuff. ¿Cómo se las había arreglado para ser capturado? ¿Cuál habría sido su terror cuando reconoció a Phillips, sabiendo lo que le aguardaba? ¿Estaría siendo víctima de quemaduras, sangrando? ¿Cómo comenzaría Phillips, despacio, delicadamente, o iría directo a hacerle el mayor daño posible? Le inundó un sudor frío e intentó apartar aquellas imágenes de su mente.
¿En qué pensaba Rathbone? Estaba muy pálido y no apartaba la vista del frente. ¿Se enfrentaría a Ballinger? ¿Qué le diría a Margaret? ¿Cómo decidir algo semejante?
Llegaron al bufete de Sullivan sin haber mediado palabra. Se daba por entendido que Rathbone llevaría la voz cantante en nombre de los dos.
Como era de esperar, les dijeron que debían aguardar y que quizá lord Justice Sullivan los recibiría. Rathbone repuso al secretario que se trataba de una emergencia policial relacionada con un asunto que revestía la mayor importancia personal para Sullivan, y que si les impedía el paso lamentaría la hora en que lo había hecho.
Al cabo de media hora se hallaban en el gabinete de Sullivan, delante de un hombre tan iracundo como asustado. Su gran corpachón parecía encogido y tembloroso, el sudor le perlaba la piel por el calor del sol que brillaba a través de los altos ventanales.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó, haciendo caso omiso de Monk y mirando sólo a Rathbone, como si esperase que éste se lo explicara.
No se vio defraudado. Rathbone fue directamente al grano.
– Queremos que nos lleve al barco de Jericho Phillips esta noche, en secreto. Si no lo hace, morirán personas inocentes, de modo que no hay trato que valga, ningún subterfugio ni negativa.
– ¡No sé dónde está su barco! -protestó Sullivan, antes de que Rathbone hubiese terminado de hablar-. Si la policía desea abordarlo, es problema suyo. Seguro que tienen informantes a quienes pueden preguntar.
– Podríamos hablar con toda clase de personas -repuso Rathbone gélidamente-. Hallar toda suerte de informaciones que dar o vender. Estoy convencido de que lo entiende, con todos los matices de su significado. Exigimos que sea esta noche, y sin que Phillips reciba aviso alguno para que esconda al niño que ha secuestrado.
– ¡No puedo! -protestó Sullivan, con los nudillos blancos y sudando a mares.
– Para ser un hombre que disfruta con la emoción del peligro, parece usted singularmente cobarde -dijo Rathbone indignado-. Me dijo que amaba el peligro, el riesgo a ser descubierto. Bien, pues prepárese para vivir la mayor excitación de su vida.
Monk dio un paso al frente, no porque compadeciera a Sullivan, que parecía a punto de asfixiarse, sino porque temía que dejara de serles útil si le daba una apoplejía.
– Podrá marcharse en cuanto lleguemos al barco -le dijo Monk con aspereza-, siempre y cuando encontremos al niño con vida. De lo contrario, créame, airearé sus trapos sucios por todo Londres; y lo que es más importante, informaré a la judicatura que en tan alta estima le tiene ahora mismo. Tal vez tenga amigos allí, pero no podrán ayudarlo y, salvo si son unos suicidas, ni siquiera lo intentarán. Ballinger no contratará a sir Oliver para defenderle, y yo no cometeré los errores que cometí con Phillips.
– ¡Monk! -exclamó Rathbone, con voz cortante como un trallazo.
Monk se volvió en redondo y le miró de hito en hito, dispuesto a acusarlo de cobardía o incluso de complicidad.
– No nos sirve de nada si ya no sabe ni lo que dice -dijo Rathbone con serenidad-. No le metas más miedo. -Miró a Sullivan-. Sin embargo, lo que Monk dice es verdad. ¿Está de nuestra parte? Quería peligro…, más no puede pedir. Sopese los riesgos. Es posible que Phillips le venza o que no. Nosotros desde luego lo haremos, no le quepa duda. Yo, personalmente, lo arruinaré, se lo juro.
Sullivan estaba casi sin habla. Asintió y farfulló algo ininteligible.
Monk se preguntó si la excitación por la que tanto había arriesgado sólo había sido una idea para Sullivan, nunca una realidad, así como el ser sorprendido, expuesto y humillado. Debía de tener una vena sádica, también. Los niños nunca habían tenido elección ni escapatoria. Bullendo de fría y amarga indignación, dio media vuelta.
– Rathbone le dirá lo que tiene que hacer -dijo-. Tal vez lo mejor sería que lo llevara él.
– Por supuesto que lo llevaré yo -repuso Rathbone en tono hiriente-. ¿Piensas que no voy a ir?
Monk se quedó perplejo. Se volvió de nuevo, con los ojos muy abiertos, llenos de afecto otra vez.
Rathbone se dio cuenta. Apenas esbozó una sonrisa, pero su mirada fue clara y brillante.
– Necesitaras toda la ayuda con la que puedas contar -señaló Rathbone-. Y seguramente un testigo cuya palabra tenga peso ante un tribunal. -Torció el gesto con ironía-. Espero. Aparte de eso, ¿crees que iba a perdérmelo?
– Bien -respondió Monk-. Pues entonces nos veremos en la escalinata de Wapping al anochecer.
Rathbone contuvo la respiración y titubeó.
Monk aguardó, sabiendo que buscaba la manera de decir algo que le resultaba doloroso.
Rathbone suspiró.
– ¿Me harás el favor de decirle a Hester…?
– Podrás decírselo tú mismo -dijo Monk amablemente-. Estará con nosotros.
Rathbone se quedó estupefacto un instante antes de reaccionar.
– ¡No puedes permitir que vaya! -protestó-. ¡Aparte del peligro, será algo que ninguna mujer debería ver! ¿No has escuchado tus propias pruebas, hombre? No vamos a encontrar sólo pobreza, miedo o sufrimiento, será… -Rathbone se interrumpió.
– Le he dado mi palabra -le dijo Monk-. Se trata de Scuff. -Le costó trabajo decirlo-. Y aparte de eso, es la única persona con cierta experiencia médica, si alguien resulta herido.
– Pero habrá hombres totalmente… -Rathbone se interrumpió de nuevo.
– ¿Desnudos? -sugirió Monk.
– Ninguna mujer debería… -intentó insistir Rathbone.
– ¿Crees que Lo soportarás? -dijo Monk con un deje de pena que le sorprendió. Rathbone abrió mucho los ojos-. ¿Has visto algún campo de batalla? -le preguntó Monk-. Yo sí, una vez. No he conocido horror semejante en mi vida; pero Hester sabía qué hacer. Olvida tus prejuicios, Rathbone, esto va a ser muy real.
Rathbone cerró los ojos y asintió en silencio.
Monk aguardaba en el muelle cerca de Wapping Stairs al anochecer, con Hester a su lado. Ésta llevaba unos pantalones que Orme había tomado prestados de la taquilla de un joven policía fluvial. Se lo diría al agente en cuestión por la mañana, junto con sus disculpas y tal vez alguna explicación de por qué había sido necesario. En una expedición como aquélla iría muy incómoda con la impedimenta de las faldas, y correría menos peligro si a primera vista no parecía una mujer.
La oscuridad envolvía el río y en la otra orilla sólo se veían las luces a lo largo de la ribera. Los almacenes y las grúas se alzaban recortados en negro contra el cielo del sur y, tras el calor del día, unos pocos retazos de bruma arrastraban sus tenues velos a través de las aguas, captando los últimos rayos de luz.
Se oyó el golpe seco de la madera contra la piedra cuando Orme atracó la primera lancha de la policía. La segunda se aproximaba entre las sombras con Sutton a bordo y Snoot acurrucado a su lado en el banco trasero.
Sonaron pasos por el muelle. Rathbone cruzó el haz de luz de la farola de la comisaría, seguido a regañadientes por Sullivan, muy erguido y tenso, con los ojos hundidos en las órbitas.
Nadie pronunció más de una palabra, un gesto de reconocimiento. Sutton saludó a Rathbone con una inclinación de cabeza, quizá recordando que pocos meses antes habían entrado juntos en las cloacas en pos de un asesino y habían tenido la suerte de salir con vida.
Rathbone asintió a su vez, sonriendo brevemente, antes de concentrarse de nuevo en la difícil tarea de bajar los escalones mojados y resbaladizos hasta la segunda patrullera. Había cuatro agentes a los remos y, en cuanto estuvieron sentados, los remeros deslizaron la lancha hacia el agua en calma, amansada por la bajamar. Avanzaron en silencio salvo por el golpeteo del metal contra la madera al moverse los remos en los soportes.
Nadie hablaba. Todo había sido dicho, todos los planes discutidos y decididos. Sullivan sabía el precio de su negativa y, peor aún, el de su traición. Aun así, Hester iba sentada al lado de Monk en la segunda lancha y observaba la oscura figura del juez con el frío calándole sigilosamente los huesos, encogiéndole el estómago y apretándole el pecho hasta que le costó respirar. Había en él una desesperación de la que ella era tan consciente como si la oliera en el aire, penetrante y amarga, por encima del hedor de los desechos que flotaban a la deriva en el agua aceitosa. Estaba acorralado, y Hester aguardaba a que atacara. Algo, tiempo atrás, le había arrebatado la compasión que debería haber tenido, convirtiéndolo en un ser imprevisible y, en última instancia, inaccesible.
En otras circunstancias podría haberlo compadecido por ser un hombre incompleto. Ahora sólo podía pensar en Scuff, solo y aterrado, y lo bastante inteligente para saber exactamente qué le haría Phillips. Sabría que Monk intentaría poner en práctica cuanto supiera y se le ocurriera para rescatarlo; también sabía que hasta entonces todos habían fracasado. Phillips los había, derrotado y se había burlado de ellos, escapando indemne para seguir con sus actividades sin trabas. Había vencido cada vez.
Todo el amor del mundo no impedía que Hester viera la realidad de que podían fracasar de nuevo. Scuff era un niño lleno de esperanza y optimismo, y con una vida entera de cargar con el fracaso a sus espaldas. La diferencia entre la supervivencia y la muerte pendía de un hilo.
Procuró no pensar en qué supondría la muerte de Scuff para Monk. Notaba su peso a su lado. Iba demasiado abrigado para que su calor la alcanzara, pero lo tenía bien presente en la memoria y la imaginación. Intentó pensar en qué podría decir o hacer que nunca tocara la herida que la pérdida de Scuff dejaría en él, mas no se le ocurrió nada. La oscuridad del alma era más fría y más densa que el agua que los rodeaba. No podían permitirse errores de cálculo, titubeos, ni siquiera piedad.
Iban a buena velocidad en la extraña quietud de la bajamar. En cuestión de minutos la marea volvería a correr, cobrando ímpetu río arriba, subiendo, golpeando las escalinatas, elevando los barcos fondeados, empujándolo todo contra corriente, haciendo entrar al hambriento mar, devolviendo la basura y los restos flotantes de la vida, la muerte y el comercio.
Estaban casi en la dársena de Sufferance, en la orilla sur. La borda baja de un barco amarrado era apenas discernible, quizás a veinte metros del muelle de piedra. Estaba anclado, con faroles visibles sólo a proa y a popa. Reinaba un silencio absoluto salvo por alguna pisada ocasional en cubierta. Un leve alboroto cuando alguien abría una escotilla dejando salir el ruido y la luz del interior: voces, risas ahogadas y de nuevo nada. Fue en uno de esos momentos cuando Hester vio en cubierta las figuras inmóviles de los vigilantes, listos para repeler cualquier intento de abordaje. Tal vez portaran armas, pero lo más probable era que fuesen navajas o garfios afilados. Una cuchillada rápida, una arremetida, y habría otro cadáver arrastrado por la marea entrante.
Sabía que Orme y Monk iban armados. Dudaba de que Rathbone también, pues por lo general se negaba a usar armas; si bien era cierto que recientemente había descubierto que no lo conocía ni mucho menos tan bien como había supuesto.
Ya casi habían llegado al barco. Monk se levantó y llamó al vigilante. Hester vio con cierta sorpresa con cuánta agilidad mantenía el equilibrio pese al ligero balanceo de la lancha que causaba su peso al moverse. Había aprendido deprisa.
El vigilante contestó. Exigió saber quién era Monk, pero lo hizo en voz baja, controlada. Sólo estaba a unos seis metros.
– Traigo a un caballero -dijo Monk-. Échale una mano.
La lancha se mecía en el agua. Los segundos transcurrían despacio.
A Hester se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué harían si a Sullivan le fallaba el coraje y se negaba a subir a bordo? ¿Y si el terror que le infundía Jericho Phillips era mayor que el miedo a Monk, o incluso al de la ruina social?
– ¡Levántese! -susurró Rathbone con. aspereza-. O haré que Monk le entregue a los dueños de burdeles que ha metido en prisión en el pasado. Será una muerte muy lenta y muy íntima, se lo aseguro.
Hester ahogó un grito. Vio que Monk se ponía en guardia.
Sullivan se puso trabajosamente de pie y se balanceó dado que su torpeza hizo escorar a la lancha. Faltó poco para que cayera por la borda. Suerte que Monk lo agarró justo a tiempo.
Sullivan dijo su nombre y dio una contraseña para identificarse.
El vigilante se relajó. Se volvió y habló con su compañero, que había acudido a apoyarlo por si Monk también intentaba subir a bordo. Le tendió una mano a Sullivan. La lancha se arrimó lo suficiente para que Sullivan pudiera subir a cubierta y justo en ese instante Hester vio una sombra moverse detrás de él. Un momento después el primer vigilante caía, y luego el otro. Orme y los demás policías invadieron la cubierta.
Sullivan estaba paralizado.
Monk, Rathbone y Sutton se encaramaron al barco. Hester cogió al perrillo y se lo pasó a Sutton antes de agarrarse al brazo que le tendía Monk. En un santiamén estuvo en cubierta, dejando sólo a un hombre a cargo de la patrullera.
Avanzaron en silencio hasta el tambucho. Hester vio el ligero reflejo de la luz en el cañón del arma que empuñaba Orme, y al fijarse en el modo en que sostenía el brazo derecho, entendió que Monk también llevaba una. De golpe cobró conciencia de la realidad de la violencia. Aquello podía acabar en sangre y muerte.
Orme se agachó y abrió el tambucho. La luz: salió a raudales, así como el ruido de risas nerviosas, entrecortadas con un agudo tono de histeria tendiendo a descontrolada y de febril excitación. Olía a whisky, humo de cigarro y sudor. Hester tragó saliva. Sintió una punzada de miedo, no por ella misma sino por Monk, que estaba bajando al interior.
Inmediatamente tras él bajaron Orme, Sullivan, Rathbone y dos agentes de policía. Otros dos permanecieron en cubierta para hacerse pasar por los vigilantes inconscientes si alguien los echaba en falta. Los atarían y amordazarían, y serían ellos quienes montarían guardia. Hester entró por el tambucho a una cabina sorprendentemente limpia y cómoda. Era pequeña, sólo un par de metros de anchura; claramente la antesala del salón principal y las habitaciones que hubiera más allá para entretenimientos que requirieran mayor intimidad. Estaba familiarizada con la distribución habitual de los burdeles, aunque pocos eran tan grandes como la propiedad de Portpool Lane.
El salón lo ocupaban media docena de invitados, bien vestidos y de diversas edades. A primera vista tenían poco en común, excepto la mirada febril y la piel brillante de sudor. Jericho Phillips estaba de pie en el otro lado, junto a una pequeña elevación del suelo, como un escenario, sobre el que había dos niños, ambos desnudos. Uno tendría seis o siete años de edad y estaba a cuatro patas, como un animal; el otro era mayor, apenas entrado en la pubertad. El acto que realizaban era evidente, así como la coacción de un cigarro encendido que ardía en la mano de Phillips, y las quemaduras sin curar en la espalda y los muslos del niño de más edad.
– ¡Hombre!, por fin ha venido a vernos, ¿eh, señor Monk? -preguntó Phillips torciendo los labios de tal modo que se le veían los dientes-. Sabía que lo haría, tarde o temprano. Aunque debo decir que pensaba que tardaría más.
Desvió la mirada hacia Sullivan, luego hacia Rathbone, y se humedeció los labios con la lengua. Su voz era crispada y una octava demasiado aguda.
El olor agrio del miedo, corno de sudor rancio, flotaba en el ambiente. Los demás hombres pasaban el peso de un pie al otro, tensos, listos para cualquier clase de violencia. Les habían robado la liberación por la que habían venido, no sabían qué estaba ocurriendo ni quién era el enemigo, eran como animales a punto de salir en estampida.
Hester estaba tensa, con el corazón palpitante. ¿Sabía Monk lo cerca que estaban de la violencia ciega? Aquello no se parecía en nada al ejército en los momentos previos a la batalla: sujeto por la disciplina, preparado para cargar contra lo que podía llevarte a la muerte o, peor aún, dejarte espantosamente mutilado. Los que tenían delante eran hombres culpables y manchados, temerosos de la vergüenza de ver expuesta su reputación. Eran animales a los que, inesperadamente y en el último momento, les habían arrebatado su presa, el alimento de sus apetitos más primarios.
Echó una ojeada a los demás policías, a los matones de Phillips y cruzó una mirada con Rathbone. Vio su inenarrable repugnancia y algo más: un profundo y desgarrador sufrimiento. Sullivan, a su lado, estaba temblando, mirando alternativamente a todos los presentes. Abría y cerraba los puños como si buscara algo a lo que aferrarse.
Fue Sutton quien percibió el peligro.
– ¡Acabe de una vez! -susurró entre dientes a Monk.
– Para ser exactos, no he venido a verlo -contestó Monk a Phillips-. Me gustaría que algunos de sus invitados vinieran con nosotros, sólo para despejar esto un poco.
Phillips negó lentamente con la cabeza, sin dejar de sonreír y con los ojos muertos como piedras.
– Dudo de que alguno tenga ganas de acompañarlo. Y como ve, son caballeros a los que no se puede tratar a empujones como si fuesen cualquiera. -Permanecía quieto, sin mover las manos ni apartar la mirada del rostro de Monk, pero varios de los hombres parecían estar aguardando una señal suya. ¿Tendrían navajas sus hombres? Era fácil usarlas en un sitio cerrado como aquél, menos probable herir a uno de los suyos.
»Ya se ha puesto en ridículo una vez-prosiguió Phillips-. No puede volver a hacerlo y contar con conservar su trabajo, señor Monk. ¡Y no es que a mí me importe! Es demasiado idiota para ser un verdadero compañero mío, y me traería sin cuidado perderlo de vista. Quien venga después de usted no será mejor, como tampoco lo era Durban. -Su voz se había calmado, y seguía sin mover las manos-. El río seguirá corriendo, y seguirá habiendo hombres con apetitos que no pueden saciar sin mí o sin alguien como yo. Somos como la marea, señor Monk: sólo un idiota intentaría detenernos. Acabará ahogándose.
Phillips paladeó la palabra con regocijo. Se estaba liberando de la tensión del principio. Los años de autodisciplina estaban venciendo. Volvía a tener el control; el momento de miedo había pasado.
Monk tenía que sopesar las probabilidades de que a Jericho le entrara el pánico y echara a correr en pos de la libertad, o que recobrara la confianza en sí mismo y atacara a la policía. Ninguna de ellas ayudaría a Scuff. La única ventaja que Monk tenía era que Phillips tampoco quería violencia; sería malo para el negocio. Sus clientes deseaban peligros imaginarios, no reales. Buscaban liberación sexual y derramamiento de sangre, pero no de la suya.
Monk tomó una decisión.
– Jericho Phillips, queda detenido por el asesinato del niño conocido como Scuff. -Sostuvo el arma de modo que resultara plenamente visible, apuntando al pecho de Phillips-. Y el señor Orme va a arrestar a sir John Wilberforce aquí presente.
Nombró al único invitado cuyo rostro reconoció.
Wilberforce se puso a protestar, con las mejillas coloradas, chorreantes de sudor. Orme, de espaldas al mamparo, levantó su arma. La luz brilló en el cañón y Wilberforce se calló de golpe.
Fue Phillips quien habló, meneando lentamente la cabeza.
– Está haciendo el ridículo otra vez, señor Monk. Ni sé dónde está su chico, ni yo he matado a nadie. Ya hemos pasado por todo esto, tal como le dirá lord Sullivan, y también sir Oliver. ¿Es que no va. a aprender nunca? -Se volvió hacia Wilberforce, sonriendo con mayor desdén, sin disimular su desprecio-. No hay motivo para sudar de esa manera, señor. No puede hacerle nada. Piense en quién es usted y en quién es él, y haga el favor de controlarse. Tiene todas las cartas, basta con que las juegue bien.
Uno de los hombres soltó una risilla. Comenzaban a relajarse. Habían dejado de ser víctimas para convertirse de nuevo en cazadores.
Orme se había quitado la chaqueta y se la había dado al chico mayor para que cubriera su desnudez y su humillación. Sutton hizo lo mismo por el pequeño.
El movimiento llamó la atención de Hester, que de pronto se dio cuenta de que estaban todos paralizados, discutiendo, mientras Scuff podía estar siendo objeto de cualquier clase de tortura. Carecía de sentido suplicar a Phillips que les dijera dónde estaba. Pasó entre dos de los clientes y tocó a Orme.
– Tenemos que buscar a Scuff -susurró Hester-. Tal vez haya más vigilantes, de modo que tenga el arma a punto.
– De acuerdo, señora -cedió Orme de inmediato. Hizo una señal a Sutton, que estaba prácticamente a su lado con Snoot sentado a sus pies. Los tres avanzaron poco a poco hacia la puerta mientras la discusión entre Phillips y Monk subía de tono. Los hombres de Monk se estaban situando para hacer frente a cualquier arranque de violencia, moviéndose a posiciones ventajosas para desarmar a quien pudiere ir armado o intentase coger a uno de los niños para usarlo como rehén. Wilberforce estaba involucrado. Sullivan se balanceaba de un lado a otro, presa de un odio furibundo como una criatura atrapada entre sus torturadores.
Monk atacaría enseguida, y entonces la refriega sería rápida e implacable.
Hester temía por él y también por Rathbone. Había percibido en sus ojos un horror que trascendía la crueldad y la crudeza de la escena que estaba viendo. Se debatía con una decisión personal que Hester aún no identificaba. Imaginó que sería una especie de culpabilidad. Ahora por fin estaba viendo la realidad de lo que había defendido, no la teoría, las grandilocuentes palabras de la ley. Tal vez en otra ocasión llegaría a pedirle disculpas por las cosas más severas que le había dicho. Aquél no era su mundo; cabía que realmente no se hubiese hecho cargo.
Ahora lo único que importaba era encontrar a Scuff. No osó siquiera pensar en la posibilidad de que no estuviera a bordo, sino cautivo en algún cuartucho de tierra firme o incluso muerto. Esto último sería casi corno si la hubiesen matado a ella. •
Siguiendo a Sutton cruzó el umbral e ingresó en un pasillo tan estrecho que la más leve pérdida de equilibrio conllevaba golpear las mamparas con los hombros. Sutton ya había torcido a la izquierda, hacia la proa del barco. Snoot iba pegado a sus pies, aunque como siempre no hacía el menor ruido salvo por el ligerísimo roce de sus garras sobre la madera húmeda del suelo. La peste de la sentina era más fuerte a medida que avanzaban, así como el olor a moho y podredumbre. Sutton torció bruscamente a la izquierda otra vez y bajó una escalera empinada. Levantó los brazos para coger a Snoot pero el perro se resbaló, cayendo a plomo el último tramo de escalones, y acto seguido lo tuvo de nuevo a sus pies.
Allí el techo era más bajo, y Hester tenía que agacharse para no golpearse la cabeza. Sutton también iba encorvado. El olor era todavía más fuerte, el perro tenía el pelo del lomo erizado y su cuerpecillo temblaba porque percibía que ocurría algo malo.
Hester notaba el aire en los pulmones al respirar y el sudor que le corría por la espalda.
Había una hilera de puertas.
Sutton probó a abrir la primera. Estaba cerrada con llave. Levantó la pierna y le dio una patada con la planta del pie. Crujió pero no cedió. Snoot soltaba gemidos agudos. Su fino olfato percibía el olor del miedo.
Sutton dio otra patada y esta vez la puerta cedió. Al abrirse de golpe reveló un cuarto minúsculo, poco más que un armario, donde había tres niños encogidos de miedo vestidos con harapos, los ojos como platos a causa del terror. Iban relativamente limpios, pero los brazos y piernas que no tapaba la ropa eran flacos y pálidos como astillas de madera.
Hester casi se atragantó de esperanza, y luego de desesperación.
– Volveremos a por vosotros -les dijo Sutton.
Hester no tuvo claro si para ellos sería una promesa o una amenaza. Quizá sólo podían escoger entre Phillips o morirse de hambre. Pero tenía que encontrar a Scuff; lo demás debería esperar.
Sutton forzó la puerta de otro cuarto donde había más niños. Abrió un tercero, y luego un último que estaba vacío. Scuff no estaba en ninguno de ellos.
Hester notó cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le saltaban las lágrimas. Se enfureció consigo misma. No había tiempo para aquello. Tenía que estar en alguna parte. ¡Debía pensar! ¿Qué haría Phillips? Era listo, taimado y conocía a Monk, pues en su negocio estaba obligado a conocer a sus enemigos. Hallaba, robaba o creaba el arma ideal contra cada uno de ellos.
Snoot se estremecía sin parar. Salió disparado y comenzó a correr en pequeños círculos con el morro pegado al suelo.
– Vamos, chico -dijo Sutton amable-. No me vengas con ratas, ahora. Déjalas en paz.
Snoot hizo caso omiso y se puso a arañar las junturas de las tablas del suelo.
– Deja en paz a las ratas -repitió Sutton, con voz tomada por la pesadumbre.
Snoot siguió arañando, clavando las garras en las junturas.
– ¡Snoot!
Sutton fue a coger el perro por el collar.
Oyó un ligero ruido de arañazos debajo de ellos.
Snoot ladró.
Sutton lo agarró del collar, pero el perro estaba muy excitado y se zafó, dando un gañido.
Sutton se agachó. Hester estaba justo detrás de él. Mirando con más atención el suelo, vio que las juntas de las tablas eran casi lisas.
– ¡Es una trampilla! -dijo, casi sin atreverse a creerlo.
– Da a la sentina. Cuidado con las manos, habrá ratas. Siempre las hay -advirtió Sutton, con la voz quebrada. Se sacó la navaja del cinto, abrió la hoja y la usó de palanca para abrir la trampilla.
Debajo de ellos el rostro ceniciento de Scuff miraba hacia arriba, con los ojos como platos por el miedo, la piel magullada, manchado de sangre y mugre.
Hester olvidó toda la compostura que se había prometido mantener, alargó los brazos para sacarlo y lo estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que bien pudo hacerle daño. Apretó el rostro contra el cuello de Scuff, ignorando la peste a podredumbre que emanaba de su piel, su pelo y su ropa, pensando sólo que por fin lo tenía y que estaba vivo.
Scuff se aferró a ella, temblando y sollozando de modo incontrolable.
La voz de Sutton la devolvió al presente y al peligro que por un momento había olvidado.
– Ahí abajo hay ratas -dijo a media voz-. Da directo a la sentina, y ha habido otro niño encerrado, pobrecillo, pero apenas queda nada de él, sólo huesos y un poco de carne. No mire, señorita Hester. Llévese al niño de aquí. Es como para haber perdido la cabeza, estar metido ahí dentro con ratas y el cadáver medio podrido de otro niño.
»Escúcheme bien, si el señor Monk no hace esta vez que ahorquen a este hijo del diablo, lo haré yo con mis propias manos… -Se le quebró la voz, ahogada por el sentimiento.
Aunque a su pesar, Hester soltó a Scuff pero éste no podía soltarse de ella. Susurró muy bajito, apenas un llanto, y se agarró a ella con más fuerza. Hester habría tenido que romperle los dedos para soltarlo. Fue haciendo eses hasta la puerta sin dejar de abrazarlo, manteniendo la cabeza gacha bajo el techo de tablas, y encontró a Orme a los pies de la escalera con el rostro resplandeciente de alivio.
– Se lo diré al señor Monk -dijo simplemente, volviéndose para subir de nuevo-. Voy… voy a decírselo.
Permaneció quieto un instante, como para asimilar la escena, y acto seguido, sonriendo abiertamente, dio media vuelta y fue a toda prisa hacia el salón del barco.
Hester perdió la noción del tiempo que pasó sentada en el suelo, meciendo a Scuff entre sus brazos, hasta que Monk bajó para ver al niño con sus propios ojos. Entonces Rathbone acudió a decirle que había interrogado a los demás niños, quienes le habían dicho que el cadáver de la trampilla era el de Reilly, el niño desaparecido que había intentado rebelarse. Tenía edad suficiente para que lo vendieran a uno de los barcos que zarpaban de Londres, pero quiso rescatar a algunos de los niños más pequeños y lo habían encerrado en la sentina a modo de escarmiento. Se lo podía identificar por el amuleto que llevaba colgado de lo que quedaba de su cuello.
– Con esto podemos ahorcar a Phillips -dijo con voz ronca, los ojos oscuros por el terror y por la terrible aflicción que Hester había percibido antes.
– ¿Estás seguro? -preguntó Hester-. ¿Seguro de verdad, Oliver? Por favor, no prometas algo que sólo creas. No necesito consuelo. Necesito la verdad.
– Es la verdad -contestó Rathbone.
Finalmente soltó a Scuff y alargó la mano para tocar el brazo de Rathbone, apenas apoyándola. Aunque tenía la mano fría y mugrienta, ambos sintieron el calor del afecto como la fuerza de la vida, la pasión y la ternura.
– ¿Y cuál es la verdad? -preguntó Hester.
Rathbone no la eludió.
– Me preguntaste quién me había pagado por defender a Phillips -contestó-. Pensaba que no podía decírtelo, pero ahora sé que fue el mismo que ayudó a Phillips a montar el negocio al principio, pues conocía la debilidad de hombres como Sullivan y sabía que cabía alimentarla hasta convertirla en una adicción devoradora.
Hester aguardó, entendiendo parte de su horror, imaginando su sentimiento de culpa.
– Fue Arthur Ballinger -agregó Rathbone en voz tan baja que Hester apenas le oyó.
¡El padre de Margaret! No, estaba equivocada, apenas había rozado la magnitud del horror que sentía Rathbone. Aquello aniquilaba cualquier otra cosa que hubiera concebido. Alcanzaba de lleno el mismísimo centro de su vida. Se devanó los sesos en balde. ¿Qué podía decir? Estrechó la mano de Rathbone y la levantó muy despacio hasta su mejilla antes de soltarla. Se levantó y llevó a Scuff hacia la luz del pasillo que daba al salón, dejando a Rathbone a solas.
El salón estaba casi vacío. Monk estaba en medio con Orme. El resto de policías se había marchado, así como los clientes. Monk se veía pálido y desdichado. Le estaba saliendo un moratón en la mejilla.
– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió Hester, sorprendida pero sin una pizca de miedo. Llevaba de la mano a Scuff, que se mantenía de pie aunque pegado a ella.
– Casi todos están arrestados -contestó Monk.
Hester se estremeció.
– ¿Casi todos?
– Lo siento-dijo Monk con la voz tomada, abatido y sintiéndose culpable-. Entre la oscuridad y la refriega, los hombres que dejamos arriba se han escondido. Sullivan nos ha traicionado y se ha llevado a Phillips con él. Tendría que haberlo vigilado y verlo venir. Volveremos a capturarlo y, cuando lo hagamos, nadie le ayudará a escapar de la soga.
Hester asintió con la cabeza. No quería echarle la culpa y no se atrevía a hablar porque estaba al borde del llanto. Se sentía como si un peso enorme la hubiese aplastado. Era una injusticia monstruosa. Se habían esforzado mucho. Mientras procuraba respirar con normalidad, se dio cuenta de que su decepción era pueril. Nadie había prometido nunca justicia; al menos no inmediata, como tampoco que fuera a presenciarla con sus propios ojos. Habían recuperado a Scuff con vida. Quizá tendría pesadillas durante años, pero ellos cuidarían de él. No permitiría que nunca volviera a estar solo ni que pasara hambre y frío.
Meneó la cabeza, parpadeando con fuerza.
– Tiempo al tiempo -dijo, atrancándose un poco-. Tenemos a Scuff, y has demostrado quién es Phillips. A partir de ahora, nadie dudará de ti, ni de Durban, ni de la Policía Fluvial.
Monk intentó sonreír y dio media vuelta. Nadie había mencionado a Sullivan ni explicado qué sería de él, qué podría declarar aparte de lo de aquella noche. ¿Qué podían demostrar en su contra, tal como había insinuado Phillips?
Era más de medianoche y todos los hombres de Phillips estaban arrestados o aguardando bajo custodia a que vinieran más lanchas a recogerlos. Había niños asustados, humillados y necesitados de atención. Estaban medio muertos de hambre; muchos tenían magulladuras en el cuerpo y algunos presentaban quemaduras supurantes.
La policía estaba atareada con los arrestos.
Rathbone interrogaba a los niños con delicadeza, sonsacándoles poco a poco los detalles escabrosos. Persistía, anotándolo todo en un cuaderno de bolsillo. Las respuestas parecían dolerle tanto como a ellos. Como si percibieran su ira y su compasión, los críos respondían explicándose sorprendentemente bien.
Sutton lo revolvió todo en busca de comida. Casi todo lo que encontró fueron exquisiteces para satisfacer los hastiados paladares de los caballeros, no los estómagos de los niños, pero preparó algo mejor de lo que Hester habría sabido preparar.
Ella hizo cuanto pudo por tratar las heridas de los niños con agua fría, sal y retales de camisa y ropa interior a modo de vendas. Por una vez fue una desventaja no llevar enaguas. En cuanto hubiera barcas disponibles se llevaría a los niños a Portpool Lane, donde podría curarlos mejor. Por el momento bastaba con brindarles atención y ternura, así como la promesa de una inmediata libertad. No se detuvo a pensar cuánto mejor sería si pudiera decirles que Phillips iba camino de la cárcel, y que pronto estaría muerto.
Cuando Monk subió los peldaños que conducían a cubierta, los fríos dedos de la aurora reptaban por el agua. La pleamar había terminado y el río comenzaba a vaciarse de nuevo. Las siluetas de los almacenes y las grúas se recortaban nítidamente contra el cielo. Mientras las contemplaba, la oscuridad fue retirándose y vio los pilotes del embarcadero de Execution Dock rompiendo la reluciente superficie del río. Cuando les prestó más atención se dio cuenta de que había unos cuerpos que la corriente había arrastrado hasta allí.
Una hilada de gabarras levantó una estela a su paso, y las olas revelaron la cabeza hundida de Sullivan. Tenía un tajo en el cuello por habérselo cortado en un último acto de desesperación. Quizá fuese una especie de reparación, pues atrapado dentro de la jaula negra de hierro donde se ajusticiaba a los piratas, con los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta en un chillido eterno contra el agua que había engullido su cuerpo en vida, había lo que quedaba de Jericho Phillips.
Monk oyó pasos en cubierta detrás de él y al volverse vio a Hester.
– No… -comenzó Monk, pero ya era demasiado tarde.
Hester miró hacia la marea que se retiraba, con los labios prietos y los ojos rebosantes de piedad.
– No es la primera vez que veo muertos -le dijo Hester, cogiéndole la mano-. Antes prefiero que sea Dios quien se encargue de él. Nosotros procuraremos aliviar parte del sufrimiento.
Monk la abrazó estrechamente, sintiendo la fuerza y la ternura que había en ella. Era cuanto necesitaba para enfrentarse a cualquier batalla, ahora y siempre.