Las repreguntas de Rathbone a Hester comenzaron en cuanto el tribunal reanudó la sesión la mañana siguiente. Volvió a ocupar su sitio en el estrado. Vestía un austero traje gris azulado, no muy distinto del uniforme que llevaría una enfermera aunque de un corte más favorecedor que, le constaba, realzaba su cutis alabastrino y sus grandes ojos grises. Deseaba aparecer competente y femenina a un mismo tiempo, y, por supuesto, respetable. Tremayne se lo había mencionado, aun siendo del todo innecesario. Hester entendía lo que agradaba a un jurado y a qué clase de persona creería. Durante los numerosos casos de Monk había tenido ocasión de testificar, o de ver a otros hacerlo, y observar los rostros de los jurados.
– Permítame sumar mi admiración a la del tribunal, señora Monk -comenzó Rathbone-. Su obra benéfica demuestra una gran valentía.
– Gracias.
Hester no se fiaba de él aun sabiendo que la admiraba en grado sumo, incluso con cierta envidia de su apasionamiento. Con demasiada frecuencia el pensar en exceso había impedido a Rathbone actuar. Sólo desde hacía algún tiempo había caído en la cuenta de que Hester poseía tanta imaginación como él para pensar en el coste que para ella supondría fracasar; sólo que si a ella algo le importaba de veras, se arriesgaba sin más. Y ahora él, tan elegante como siempre, estaba de pie en medio del entarimado y la felicitaba.
– ¿Cuánto tiempo dedica a su trabajo en Portpool Lane, señora Monk? -prosiguió Rathbone.
Tremayne se removió inquieto en su asiento. Hester supo que se debía a que esperaba un ataque por parte de Rathbone y no sabía desde qué ángulo vendría.
– Depende -contestó Hester, mirando a Rathbone a los ojos-. En los momentos de crisis trabajamos sin tregua, tornándonos para dormir. En otras ocasiones, cuando hay relativamente poco que hacer, puedo no ir cada día, quizá sólo dos o tres veces por semana.
– ¿Una crisis? -Rathbone repitió la palabra como si estuviera paladeándola-. ¿Qué constituiría una crisis, señora Monk?
La pregunta parecía inocente y, no obstante, Hester intuía que encerraba una trampa, si no inmediata, sí para más tarde, después de haberla conducido cuidadosamente hacia ella mediante otras preguntas. La desenvoltura con que hizo la pregunta fue como una advertencia. Él sabía la respuesta. Había estado presente durante la última y peor de las crisis. Había contribuido a resolverla arriesgando su propia vida y, cosa quizá más preciada para él, su reputación. Hester le recordó en aquel entonces, su miedo y su coraje para armarse de valor y vencerlo, la repugnancia y la determinación. ¿Por qué estaba defendiendo a Jericho Phillips? ¿Qué había ocurrido mientras ella no prestaba atención?
Rathbone aguardaba su respuesta. Daba la sensación de que todos los presentes en la sala la estuvieran mirando, aguardando con él.
– Varias personas malheridas a la vez, quizás en una reyerta -contestó con ecuanimidad-. O peor aún, en invierno, siete u ocho personas con pulmonía, o bronquitis, o tal vez tisis. Y para colmo una herida grave o un caso de gangrena.
Rathbone pareció impresionarse.
– ¿Y cómo hacen frente a todo eso?
Tremayne miró al frente, como si fuera a protestar, pero nadie lo estaba observando.
– No siempre lo conseguimos -respondió Hester-. Pero ayudamos. Por lo general la situación dista mucho de ser tan mala.
– ¿No atienden a las mismas personas una y otra vez? -preguntó Rathbone.
– Sí, por supuesto, como en la consulta de cualquier médico. -Hester esbozó una sonrisa-. ¿Qué tiene que ver eso? Intentas ayudar a quien puedes, a una persona, un día tras otro.
– O día y noche sin interrupción -corrigió Rathbone.
– Cuando es necesario.
Hester comenzó a preocuparse, también. La estaba convirtiendo en una heroína, como si hubiese olvidado temporalmente que ella estaba allí para presentar las pruebas que condenarían a Jericho Phillips.
– Su dedicación a los pobres y a los desdichados es maravillosa, señora Monk.
Rathbone lo dijo con respeto, incluso admiración, pero ella aguardaba la pregunta pendiente, la que ocultaría un ataque.
– Gracias. A mí no me lo parece, se trata simplemente de hacer lo que una puede -contestó.
– Lo dice restándole importancia, señora Monk. -Rathbone retrocedió un par de pasos antes de volverse y caminar en dirección opuesta. La gentileza del gesto atrajo las miradas. Levantó de nuevo la vista hacia ella-. Pero sin duda está usted hablando de una pasión, de un sacrificio que va mucho más allá de lo que el común de la gente conoce.
– Yo no lo veo así -respondió Hester, no sólo por modestia sino porque era verdad. Adoraba su trabajo. Resultaría hipócrita dejar que lo pintaran como un acto noble, a costa de ella misma.
Rathbone sonrió.
– Contaba con que diría eso, señora Monk. Existen mujeres como su mentora, la señorita Nightingale, cuya vida consiste en dedicar su tiempo y sentimiento a mejorar la del prójimo.
Un murmullo de aprobación en la sala.
Tremayne se puso de pie y adoptó una expresión confundida y preocupada. Estaba sucediendo algo que no comprendía, pero que sabía que era peligroso.
– Señoría, me consta que sir Oliver conoce bien y desde hace tiempo a la señora Monk, y que lady Rathbone también dedica tiempo como voluntaria a la clínica de Portpool Lane. Por más admirable que sea, las observaciones de sir Oliver no son preguntas y tampoco parecen ser relevantes para la causa contra Jericho Phillips.
Sullivan enarcó las cejas.
– Sir Oliver, en el improbable caso de que la señora Monk no sea consciente de la consideración que le merece, ¿no sería mejor hacer tales comentarios en privado?
Rathbone se sonrojó, tal vez por la insinuación, pero distaba mucho de estar desconcertado con su táctica.
– La relevancia quedará clara, señoría -repuso con reticencia-. ¿Me permite?
Y sin aguardar respuesta se volvió de nuevo hacia Hester.
Tremayne se sentó otra vez a regañadientes.
– ¿Conocía al difunto comandante Durban, señora Monk? -preguntó Rathbone afablemente.
Estaba enterado de las circunstancias que envolvieron el caso Louvain; había desempeñado un papel destacado en él. Desde luego sabía muy bien que no conocía a Durban, salvo a través de Monk.
– No -contestó ella, insegura de por qué lo preguntaba. No estaba poniendo en duda su testimonio, que era lo que ella había esperado y para lo que estaba preparada-. Sólo de oídas.
– ¿De quién?
– Para empezar, de mi marido. Luego también oí hablar muy bien del comandante Durban al señor Orme.
– ¿Qué opinión se formó usted sobre su carácter?
No acertaba a comprender por qué se lo preguntaba. Su respuesta obviamente socavaría cualquier punto que Rathbone tuviera previsto establecer a fin de suscitar dudas acerca de la culpabilidad de Phillips. ¿Acaso no era inconcebible que sabotease adrede su propia causa? ¡Sería contrario a cuanto sabía sobre él que aceptara una causa, cualquier causa, con la deliberada intención de perderla!
– ¿Señora Monk? -le apuntó Rathbone.
– Pues que era un hombre apasionado, con sentido del humor y de una integridad insobornable -contestó Hester-. Era un buen policía y poseía dotes de mando excepcionales. Era honorable y valiente, y al final dio su vida para salvar a otros.
Rathbone contuvo una sonrisa, como si aquélla fuese no sólo la respuesta que había previsto sino la que deseaba.
– No le preguntaré sobre las circunstancias de su muerte. Las conozco de sobra; también yo estaba presente, y fue exactamente como usted dice. Y fue un asunto que, por el bien público, debe tratarse con suma reserva. -Dio un par de pasos, como para señalar el cambio de tema-. Carece de sentido que le pregunte si está muy unida a su marido, ¿qué respuesta iba a darme sino la afirmativa? Pero sí voy a preguntarle sobre las circunstancias en que se encontraban ustedes cuando el señor Monk conoció al señor Durban. Por ejemplo, ¿su situación económica era desahogada? ¿A qué se dedicaba su marido? ¿Tenía buenas perspectivas de progreso?
Lord Justice Sullivan se movió incómodo en su sitial y miró a Rathbone con un atisbo de inquietud antes de apartar la vista de él y dirigirla hacia el grueso del tribunal, como para evaluar el modo en que el público interpretaba el extraordinario giro que estaban tomando los acontecimientos.
Tremayne hizo ademán de ponerse de pie pero volvió a desplomarse en su silla. Si no permitía que Hester respondiera, daría a entender que ella o Monk tenían algo que ocultar o de lo que avergonzarse.
– Mi marido era detective -contestó Hester-. Nuestra situación variaba de una semana a la otra. De vez en cuando los clientes no pagaban, y algunos casos eran irresolubles.
– Eso no debía de ser fácil para ustedes -se compadeció Rathbone-. Y obviamente no había posibilidad alguna de progreso. Tal como ya sabe este tribunal, el señor Monk sucedió al señor Durban como comandante en la Comisaría de Wapping de la Policía Fluvial; un empleo excelente, bien remunerado, prestigioso y que brinda la oportunidad de ascender a rangos superiores con el tiempo; incluso el cargo de inspector jefe cabría dentro de lo posible tratándose de un hombre capaz y ambicioso. ¿Cómo fue que ocupara ese puesto en lugar de uno de los hombres que ya trabajaban allí? El señor Orme, por ejemplo.
– El señor Durban lo recomendó -repuso Hester, presintiendo por fin adónde quería ir a parar Rathbone. Pero aun suponiendo que estuviera en lo cierto y adivinara cada paso a seguir antes de darlo, no veía modo alguno de escapar. Notaba las manos sudorosas en la barandilla y, no obstante, por dentro tenía frío. El aire estaba viciado en la sala abarrotada.
– Debe estar muy agradecida por tan notable e imprevista mejora de su situación -prosiguió Rathbone-. Ahora su marido es comandante de la Policía Fluvial, y gozan ustedes de estabilidad económica y respeto social. Dejando a un lado su propia tranquilidad, también debe haberse alegrado mucho por su marido. ¿Está contento en la Policía Fluvial?
Lo único que Hester podía decir era que sí, aun cuando Monk en realidad hubiese detestado su nuevo empleo. Afortunadamente, ya no tenía que mentir, como bien sabía Rathbone.
– Sí, lo está. Es un cuerpo que goza de muy alta reputación tanto por su competencia como por su honorabilidad, y mi esposo está muy orgulloso de contarse entre sus hombres.
– No seamos tan modestos, señora Monk, ¡es el jefe! -la corrigió Rathbone-. ¿Usted no está también orgullosa de él? ¡Es un gran logro!
– Sí, por supuesto que estoy orgullosa.
Un vez más, no podía dar otra respuesta.
Rathbone no abundó en ese punto. Se lo había dejado suficientemente claro al jurado. Tanto ella como Monk estaban en deuda con Durban, tanto en lo personal como en lo profesional. Rathbone había puesto a Hester en una situación en la que tenía que admitirlo o parecer sumamente descortés. De ahora en adelante, cada vez que respaldara a Durban cabría achacarlo al agradecimiento y cabría sospechar que sus argumentos se fundamentaran más en sentimientos que en hechos. Qué bien la conocía. No había olvidado nada acerca de ella desde aquella época en que habían estado mucho más unidos, cuando él estaba enamorado de ella, no de Margaret.
Hester se sintió muy sola en el estrado con todos los ojos puestos en ella y sabiendo que Rathbone la conocía de un modo tan delicado e íntimo. Se sentía espantosamente vulnerable.
– Señora Monk -prosiguió Rathbone-, usted contribuyó en buena medida a identificar a la víctima de esta tragedia, gracias a sus conocimientos sobre los abusos a mujeres y niños en el comercio de las relaciones sexuales. -Lo dijo con desagrado, reflejando lo que toda la gente de la galería, y más en concreto en la tribuna del jurado, sentía-. Fue usted quien averiguó que antaño había sido un rapiñador. -Se volvió ligeramente con un gesto particularmente elegante-. Por si hubiera algún miembro del jurado que no entendiera el término, ¿tendría la bondad de explicárnoslo?
No tenía más remedio que hacer lo que le pedían. Rathbone la conducía como un jinete avezado lo haría con un caballo, haciendo que se sintiera igualmente dominada. Si se rebelaba en público ante el tribunal caería en el ridículo. ¡Qué bien la conocía!
– Un rapiñador es una persona que pasa el tiempo en las orillas del río, entre las líneas de la pleamar y la bajamar -dijo obedientemente-. Recuperan cosas que puedan ser de valor y las venden. Casi todos son niños, pero no todos. Casi todo lo que encuentran son tornillos y accesorios de latón, porcelanas, carbón y esa clase de cosas.
Rathbone manifestó interés, como si no conociera de sobras los detalles de aquella ocupación.
– ¿Cómo ha llegado a enterarse de esto? No parece guardar relación con el ámbito usual de su obra benéfica. ¿A quién pidió la información que la condujo a descubrir que el niño Fig había sido rapiñador?
– En un caso de no hace mucho tiempo resultó herido un joven rapiñador. Lo cuidé durante un par de semanas.
¿Por qué la interrogaba acerca de Scuff? ¿Acaso se proponía poner en entredicho la identificación del cadáver?
– ¿En serio? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo se llama? -inquirió Rathbone.
¿Por qué se lo preguntaba? Conocía a Scuff. Había estado en las alcantarillas con ellos, tan angustiado por la seguridad de Scuff como el que más.
– Lo llaman Scuff y cree tener unos once años -contestó Hester con voz tomada por la emoción pese a sus esfuerzos por mantenerse distante.
Rathbone arqueó las cejas.
– ¿Cree?
– Sí. No sabe qué edad tiene.
– ¿Identificó a Fig?
¡De modo que se trataba de la identificación!
– No. Me presentó a chicos mayores que él y respondió por mí para que me dijeran la verdad -dijo Hester.
– ¿Ese niño, Scuff, confía en usted?
– Eso espero.
– ¿Le hospedó en su casa cuando resultó herido y cuidó de él hasta que recobró la salud?
– Sí.
– ¿Y surgió afecto entre ustedes?
– Sí.
– ¿Usted tiene hijos, señora Monk?
Fue como si le dieran una bofetada sin previo aviso. No era que hubiese deseado ardientemente tener hijos; estaba contenta con Monk y su trabajo. Era la implicación de que le faltaban, cosa que dolía, de que hubiera acogido a Scuff no porque lo apreciara sino para llenar un vacío interior. Mediante una indirecta alusión al pasado, Rathbone había hecho que pareciera que cuanto había hecho en la clínica, e incluso en Crimea, le hubiese servido para compensar la carencia de una familia, de un propósito en el sentido más convencional.
No era verdad. Tenía un marido a quien amaba mucho más de lo que la mayoría de mujeres amaban al suyo. Tenía un trabajo que le exigía echar mano del intelecto, la imaginación y el coraje. Casi todas las mujeres se levantaban por la mañana para cumplir la misma rutina doméstica, llenando sus días de palabras más que de acciones, llevando a cabo tareas que deberían realizar exactamente de la misma manera al día siguiente y al otro. Hester sólo se había aburrido una vez en su vida, y eso fue durante el breve periodo que dedicó a la vida social antes de marcharse a Crimea.
Ahora bien, si desvelaba algo de aquello, daría la impresión de estar poniéndose a la defensiva. Rathbone la había atacado tan sutilmente, tan indirectamente, que la gente pensaría que protestaba más de la cuenta. Y la consecuencia inmediata sería que Rathbone parecería estar en lo cierto.
Ahora todos aguardaban su respuesta. Percibía un asomo de compasión en sus rostros. Incluso Tremayne se mostraba incómodo.
– No, no tengo hijos -contestó a la pregunta. Tuvo en la punta de la lengua el señalar que él tampoco los tenía, pero eso sería indecoroso y también contraproducente; una vez más, un ataque para defenderse, sin que hubiera justificación aparente.
– Permítame decir que es muy noble lo que usted hace, dedicando su tiempo y sus medios a luchar por los hijos de otras personas que sufren el abuso y el abandono de quienes deberían cuidar de ellos. -Rathbone lo dijo sinceramente y, no obstante, después de lo dicho anteriormente, aún consiguió que sonara compasivo. Hizo un gesto con la mano como dando a entender que cambiaba de tema-. De modo que buscó la ayuda de otros rapiñadores para identificar el cadáver de ese pobre niño que fue hallado cerca de Horseferry Stairs. Y dado que usted había rescatado a Scuff, estuvieron dispuestos a ayudarla como no lo habrían hecho con la policía. ¿Estoy en lo cierto?
– Me ayudaron -contestó Hester-, aunque no les atribuí motivos para hacerlo. -Sonó cortante, como si se estuviera defendiendo. Tuvo que recurrir a todo el dominio de sí misma para mantener la expresión afable e impedir que le temblara la voz-. Y si lo hubiese hecho, habría pensado que lo hacían para protegerse a sí mismos y tal vez para obrar con cierta justicia por un chico que había sido uno de los suyos.
Rathbone sonrió.
– Tiene un elevado concepto de ellos, señora Monk. Su confianza y su cariño hacen honor a su persona. Estoy convencido de que a todas las mujeres presentes en esta sala les gustaría pensar que harían lo mismo.
Con una sola frase lo había convertido en una cuestión femenina, en algo caritativo pero poco realista. Qué sagaz por su parte, y qué injusto. Rathbone sabía que ella era la persona menos sentimental de la tierra. O contraatacaba o la aplastaría.
– Soy enfermera del ejército, sir Oliver, como antes ha mencionado. -La voz le temblaba pese a su empeño y el tono era más áspero de lo que quería-. Las heridas son reales; no dejan de sangrar por obra y gracia del idealismo bienintencionado ni por amables demostraciones de afecto. La gangrena, el tifus y la desnutrición no responden a imprecisos buenos deseos. He fracasado a menudo, sobre todo en reformas que me hubiese gustado introducir, pero ha sido por hablar con demasiada franqueza, no porque sea una sentimental. Pensaba que usted ya sabía eso de mí. Pero tal vez fuese usted quien fue demasiado gentil en sus juicios, y ha visto lo que deseaba ver, lo que consideraba femenino y apropiado, y por ende más fácil de aceptar.
Un destello de sorpresa brilló en los ojos de Rathbone, y también de admiración. Esta vez fue algo sincero, no una impostura dirigida al jurado.
– Reconozco mi error, señora Monk -se disculpó-. Tiene toda la razón. Nunca le ha faltado valentía, sólo tacto. Usted veía lo que había y lo que era preciso hacer, pero careció de suficiente conocimiento de la naturaleza humana para convencer a los demás. No supo prever la arrogancia, la cortedad de miras ni el egoísmo de quienes tenían interés en que las cosas no cambiaran. Usted es una idealista; ve lo que podría hacerse y se esfuerza por hacerlo realidad. Lucha con pasión, coraje y honor por los oprimidos, los enfermos, los olvidados de este mundo. Desobedece la ley cuando cree que es injusta y permanece leal a lo que está bien sin reparar en el coste. ¿Le parece más aceptable esta valoración de su carácter?
Era aceptable, incluso generosa. También condenatoria como testigo imparcial. El tribunal quizá la apreciara como persona y la admirara, pero siempre sopesaría lo que dijera contra la firmeza de sus creencias, y el sentimiento vencería. Le había dado la vuelta al argumento de Rathbone, pero incluso así éste la había derrotado.
Rathbone procedió a desmenuzar todas las pruebas que Hester había reunido a través de testigos a quienes conocía gracias a su trabajo en Portpool Lane. Demostró que todos ellos se habían beneficiado de los cuidados que dispensaba en la clínica. Lo elaboró de tal manera que logró que pareciera que su deuda de gratitud les llevara a decir lo que ella quisiera oír, no con deliberado engaño sino por el deseo de complacer a una mujer de cuya ayuda dependían.
A pesar de las alabanzas que le había dedicado, Hester siguió pareciendo digna de encomio, pero más impulsada por sentimientos que por la razón, apasionadamente incansable en defensa de los necesitados, e iracunda y vengativa contra quienes los explotaban. Era femenina: Rathbone insistió en su condición de mujer; vulnerable: les recordó con delicadeza que no tenía hijos; y de escaso criterio: no puso ningún ejemplo de ello, pero para entonces ya le creían a pies juntillas.
Impotente en el estrado, rodeada de extraños que la veían a través de las palabras de Rathbone, Hester se preguntó si él realmente la veía de ese modo. ¿Era ésa su opinión sincera, y toda la cortesía anterior eran sólo buenos modales hacia una mujer de la que antaño estuvo enamorado, pero que ahora poco significaba para él? Su arrogancia la enfureció.
De pronto tuvo miedo de que llevara razón. Fue como una ducha de agua fría. Quizá fuese cierto que la impelían los sentimientos más que los argumentos racionales e imparciales. Tal vez a Monk le moviera su sensación de estar en deuda con Durban, tal como Rathbone daba a entender, y ella simplemente lo siguiera con ciega lealtad.
Rathbone se sentó, sabiendo que su plan había surtido efecto a la perfección.
Hester le miró el semblante y no tuvo la más remota idea de qué sentía, suponiendo que sintiera alguna cosa. Tal vez su intelecto siempre dominaría a su corazón. Por eso no había aceptado su proposición de matrimonio, dejándola a un lado, como si en realidad no se la hubiese hecho, a fin de no herir sus sentimientos.
Pobre Margaret.
Tremayne se levantó e intentó equilibrar la balanza de nuevo, pero ya era imposible, y se dio cuenta de ello a tiempo para no estropear más las cosas antes de sentarse.
Hester permaneció en la sala mientras Rathbone llamaba a otros testigos que sembraron dudas sobre la honestidad de Durban. Lo hacía con tanta sutileza que al principió no reparó en el impacto que tenía.
Un empleado de Hacienda testificó sobre el celo que ponía Durban en la persecución de Phillips.
– Pues, sí, señor-dijo, asintiendo enérgicamente con la cabeza-. Se aplicaba a fondo. Como un terrier con una rata. No le daría tregua ni por amor ni por dinero.
– No le daría tregua -repitió Rathbone-. Como atención al jurado, señor Simmons, ¿podría explicar a qué se refiere exactamente? Los caballeros aquí presentes quizá no estén familiarizados con los procedimientos policiales y, por tanto, desconozcan lo que es habitual y lo que no. ¿Supongo bien al deducir que alude usted a una conducta que se salía de lo corriente?
Simmons asintió de nuevo.
– Sí, señor. Ya veo lo que quiere decir. La gente puede pensar que todos los policías son así, y no es verdad. Era muy diferente, el señor Durban. Te hacía una pregunta y, si no le dabas la respuesta que quería, te la repetía una y otra vez de maneras distintas. He visto a algunos bull terriers menos tenaces que él. De haber sido menos honesto, le habría dicho lo que quería oír con tal de quitármelo de encima.
– Vaya. ¿Le contó por qué estaba tan empeñado en hallar al asesino del niño Fig, señor Simmons?
Rathbone ponía mucho cuidado en no insinuar la respuesta al testigo, en no preguntar por suposiciones o testimonios de oídas.
Tremayne mostraba su descontento por carecer de motivos para objetar. Hester lo veía tan claro como si estuviera presenciando una partida de ajedrez. Cada movimiento era evidente en cuanto se había efectuado pero, no obstante, resultaba imposible preverlo.
– No, señor, no lo hizo -contestó Sirnmons-. No sabría decir si odiaba a Phillips porque había matado al niño o si le importaba el niño porque era Phillips quien lo había matado.
Rathbone reaccionó deprisa, sin dar tiempo a Tremayne a protestar ni a Sullivan a admitir la objeción.
– ¿Quiere decir que su comportamiento le dio pie a pensar que había una aversión personal por encima de la cuestión del crimen? ¿Era eso, señor Sirnmons?
Tremayne hizo ademán de levantarse, pero cambió de parecer y se desplomó de nuevo en la silla.
Sullivan lo miró inquisitivamente, reflejando un vivo interés, como si estuviera asistiendo a un enfrentamiento personal subyacente al profesional, cosa que le interesó en grado sumo, despertando su entusiasmo. ¿Era por eso que amaba la ley, por el combate?
Sirnmons arrugaba el semblante como si no encontrase palabras para exponer su respuesta.
– Era algo personal -dijo al fin-. En realidad no sabría decirle cómo lo sé. Por su expresión, por la manera en que hablaba de él, el lenguaje que usaba. A veces había dejado correr otras cosas, pero a Phillips nunca. Le tenía desgarrado lo que le habían hecho al niño, pero aun así le alegraba tener un motivo para dar caza a Phillips.
Hubo un murmullo casi imperceptible de aprobación en la sala.
Lord Justice Sullivan se inclinó hacia un lado para encararse al testigo, con el semblante muy serio y una mano agarrada a la hermosa madera barnizada que tenía delante.
– Señor Sirnmons, no puede declarar que el acusado es culpable de haber asesinado al niño salvo si le consta de primera mano que lo hizo él. ¿Es ése el caso? ¿Le vio matar a Walter Figgis?
Simmons se sobresaltó, parpadeó y luego palideció al darse cuenta de la trascendencia de lo que el juez le había preguntado.
– No, señoría, no lo vi. Yo no estaba allí. De haber estado, lo habría dicho en su momento, y el señor Durban no la habría tomado conmigo como hizo. No sé por mí mismo quién mató a ese pobre diablillo, ni tampoco sé nada de los demás críos que viven a orillas del río y desaparecen, les dan palizas o lo que sea que les ocurra.
Rathbone enarcó las cejas.
– ¿Está diciendo que el señor Durban le pareció más interesado en ese niño perdido que en cualquier otro, señor Simmons?
– Desde luego que sí -confirmó Simmons-. Era como un perro con un hueso. A duras penas pensaba en otra cosa.
– Es de suponer que le preocupaban de igual modo los robos, los fraudes, el contrabando y otros delitos frecuentes en el río y los muelles… -dijo Rathbone inocentemente.
– Que a mí me conste, no, señor -respondió Simmons-. Siempre hablaba de Phillips y de ese niño. Lo odiaba, créame. Quería verlo ahorcado. Lo decía a menudo. -Levantó la vista hacia Sullivan un momento-. Y eso lo oí con mis propias orejas.
Rathbone le dio las gracias e invitó a Tremayne a empezar su turno.
A Hester se le ocurrieron decenas de cosas que preguntar para rebatir el testimonio de Simmons. Clavó los ojos en Tremayne como si su fuerza de voluntad pudiera inducirle a hacerlo. Cuando se levantó, observó que había perdido parte de su habitual elegancia debido a la tensión. Lo que había parecido cosa segura se le estaba escapando de las manos. Estaba pálido.
– Señor Simmons -comenzó Tremayne muy cortés-. ¿Dice que el señor Durban no le explicó la razón de sus ansias de atrapar a quien había abusado, torturado y luego asesinado a este niño, y, tal como ha sugerido usted mismo, tal vez a muchos otros como él?
Simmons, incomodado, cambió de posición.
– No, señor, no lo hizo.
– ¿Y a usted le costó comprender que considerase las vidas de esos niños mucho más importantes que la evasión de aranceles que gravan un tonel de coñac, por ejemplo?
Simmons fue a decir algo pero cambió de parecer.
– ¿Tiene hijos, señor Simmons? -inquirió Tremayne gentilmente, como quien lo pregunta a un recién conocido.
Hester contuvo el aliento. ¿Los tenía? ¿Importaba? ¿Qué haría con ese dato Tremayne? Al menos algunos de los jurados tendrían hijos, cuando no todos ellos. Se le clavaron las uñas en las palmas de las manos. Cayó en la cuenta de que estaba aguantando la respiración.
– No, señor -contestó Simmons.
Tremayne esbozó una sonrisa.
– Sir Oliver tampoco. Tal vez eso explique muchas cosas. No todo el mundo tiene la compasión de la señora Monk con los heridos y los muertos que no pertenecen a su propia familia, o ni siquiera a su clase social.
Esta vez el murmullo se oyó claramente en la galería. El público a ambos lados de Hester se volvió ostensiblemente para mirarla. Hubo incluso quien le sonrió y asistió con la cabeza.
Simmons se sonrojó, hecho una furia.
Tremayne tuvo la sensatez de disimular su victoria.
– No es preciso que conteste, señor Simmons.
Inclinó la cabeza ante el juez, como dándole las gracias, y regresó a su asiento.
Rathbone parecía menos seguro cuando llamó a su siguiente testigo, un dockmaster [5] llamado Trenton que trabajaba en el Pool de Londres. Dio fe de la amistad que Durban mantuvo durante años con los rapiñadores, mendigos y rateros que pasaban la mayor parte de su vida a orillas del río. Esta vez Rathbone puso más cuidado en impedir que su testigo expresara opiniones. Tremayne había conseguido una victoria emocional, pero le iba a costar mucho más lograr otra.
– Pasaba mucho tiempo con ellos -dijo Trenton encogiendo un poco los hombros. Era un hombre de corta estatura y rechoncho con una gran nariz y una actitud afable, pero bajo el respeto por la autoridad había una considerable fortaleza, y más de cincuenta años de progresiva radicalización de su opinión-. Charlaba con ellos, les daba consejos, a veces incluso compartía su comida o les daba algo de calderilla.
– ¿Buscaba información? -preguntó Rathbone.
– Si lo hacía, era idiota -contestó Trenton-. Si corre la voz de que eres un blandengue, esos tipos harán cola desde Tower Bridge hasta la Isle of Dogs, dispuestos a decirte lo que quieras oír por un par de peniques.
– Entiendo. Siendo así, ¿qué podía estar haciendo? ¿Lo sabe usted?
Trenton estaba bien preparado. Tremayne se inclinó hacia delante, listo para objetar cualquier especulación, pero no tuvo ocasión de hacerlo.
– No sé qué hacía -dijo Trenton, sacando el labio inferior en un gesto de perplejidad-. Nunca he visto a otro policía fluvial, ni tampoco de tierra, que matara el rato con mendigos y vagabundos como hacía él, ni con niños. No saben gran cosa y no te dirán nada importante, suponiendo que lo hagan.
– ¿Cómo lo sabe, señor Trenton?
– Dirijo un muelle, sir Oliver. Tengo que saber lo que hace la gente en mi terreno, sobre todo si es posible que se trate de algo que no deberían hacer. No lo perdí de vista durante años. Hay pocos policías fluviales corruptos, pero nunca se sabe. ¡No estoy diciendo que él lo fuera, que conste! -agregó a toda prisa-. Pero lo vigilaba. Pensaba que podía ser un kidsman.
– ¿Un kidsman? -inquirió Rathbone, aunque por supuesto conocía esa palabra. Lo hizo para ilustrar al jurado. Trenton lo entendió enseguida.
– Un hombre que usa chavales para cometer robos de poca importancia -contestó sencillamente-. Mayormente pañuelos de seda, pequeñas sumas de dinero, cosas así. Un buen monedero de cuero, quizá. Pero él no lo era, por supuesto. -Volvió a encogerse de hombros-. Sólo un policía fluvial con más interés por los niños que ningún otro.
– Entiendo. ¿Lo interrogó a usted sobre Jericho Phillips?
Trenton puso los ojos en blanco.
– Una y otra vez, hasta que me harté de decirle que por lo que yo sabía no era más que un ratero, un oportunista. Tal vez haga un poco de contrabando, aunque nunca lo hemos pillado. Quizá pase información, pero eso es todo.
– ¿El señor Durban aceptó esa respuesta?
El semblante de Trenton se ensombreció.
– No, ni mucho menos. Estaba obsesionado, y la cosa empeoró antes de que muriera. Lo cual fue una lástima -agregó de inmediato.
– Gracias -dijo Rathbone, dando por concluido su turno.
Tremayne se mostró indeciso desde el mismo instante en que se levantó. Su rostro y su voz reflejaban exactamente los mismos temores que estaban comenzando a anidar en el fuero interno de Hester. ¿Era posible que se hubiesen equivocado a propósito de Durban? ¿Había sido un hombre que realizó un acto de nobleza en un esfuerzo por redimir una vida por lo demás imperfecta? ¿Habían aparecido ellos al final y creído que todo lo anterior era igual cuando en realidad no lo era en absoluto?
Tremayne estaba perdiendo pie y era muy consciente de ello. Hacía más de una década que no lo desconcertaban con tanta sutileza. En el testimonio de Trenton no había nada que refutar, nada a lo que aferrarse para tergiversarlo y darle otro sentido.
Hester se preguntó si también él estaría empezando a albergar dudas. ¿Acaso se preguntaba si Monk había sido un ingenuo al dejarse llevar por la lealtad hacia un hombre a quien conocía desde hacía tan poco, cosa de semanas, y cuyo verdadero carácter sólo había creído adivinar?
Durante un instante Hester consideró por primera vez la idea de que Rathbone llevara razón. Sí, Phillips era un mal hombre que se aprovechaba de las debilidades y apetitos de los demás, pero quizá no fuese culpable de tortura ni asesinato, tal como Durban había creído y luego Monk aceptado sin cuestionarlo. Al fin y al cabo, Rathbone había presenciado el final del caso Louvain; había sido testigo del sacrificio de Durban y de cómo le había salvado la vida a Monk, aun cuando éste se mostrara dispuesto a actuar con el mismo desinterés y valentía que él… ¿Sería que Rathbone había sabido desprenderse de los sentimientos y visto la realidad más claramente?
Apartó tal idea, negándose a contemplarla. Era desagradable y, por añadidura, desleal.
Rathbone retomó la presentación de la defensa. Llamó a un gabarrero que había conocido bien a Durban y lo admiraba. Le hizo las preguntas con gentileza, sacándole informaciones como si fuese consciente de que el proceso tarde o temprano resultaría doloroso. Tenía razón. Al principio fue fácil: una mera sucesión de fechas, preguntas y respuestas. Durban había preguntado al gabarrero sobre las idas y venidas en el río, en especial las de Jericho Phillips y su barco, de vez en cuando sobre las de otros hombres que frecuentaban su garito. Manifestaron que les ofrecían cerveza y entretenimiento, algo tan simple como una velada en el río con un refrigerio y un poco de música, interpretada según el gusto del público que asistía a cada velada.
Lord Justice Sullivan se inclinó hacia delante, escuchando atentamente con el semblante muy serio.
¿Hurst, el gabarrero, sabía con certeza qué clase de entretenimiento les ofrecían a bordo?, prosiguió Rathbone. No, no sabía nada de primera mano. Durban se lo había preguntado muchas veces. La respuesta siempre fue la misma. Él no lo sabía ni quería saberlo. Que él supiera, los niños podían estar a bordo para servir cerveza, atender a las mesas, limpiar, cualquier cosa.
El interrogatorio pareció rutinario, incluso tedioso, hasta que Hester percibió un leve cambio en la postura de Rathbone, como si le embargara una nueva y reprimida energía.
– ¿El interés de Durban por Phillips fue constante desde que comenzó? -preguntó Rathbone.
Hurst se mostró perplejo, como si recordara algo extraño. No, no lo fue. Durante varios meses Durban no había manifestado el menor interés, como si se hubiese olvidado de él. Y de pronto, también sin explicación, lo había retomado, incluso con más empeño que antes. Su persecución se había vuelto casi feroz, excediéndose en el cumplimiento del deber. Se le había visto en el río hiciera el tiempo que hiciera, e incluso de madrugada, cuando la gente juiciosa está durmiendo en su cama.
¿Tenía Hurst alguna explicación para semejante conducta? De hecho, ¿le había contado Durban el motivo de tan extraordinaria obsesión y del errático modo de ocuparse del caso?
No. Hurst estaba avergonzado y desilusionado. No tenía ni idea.
Tremayne sin duda comprendió que interrogándolo más no sólo no ganaría nada sino que se arriesgaba a perder más. Rehusó su turno.
Para terminar la jornada Rathbone llamó a otro miembro de la Policía Fluvial que había servido en la Comisaría de Wapping durante los últimos años de Durban. El hombre hizo bastante patente que estaba allí contra su voluntad. Era leal a la policía en general y a sus colegas en particular. Era abiertamente hostil con Rathbone y con cualquier otro que cuestionara la integridad de Durban e, implícitamente, la de toda la policía.
Sin embargo, se vio obligado a admitir que sin lugar a dudas le constaba que hacia el final de su vida Durban había dedicado el poco tiempo libre de que disponía, y buena parte de su propio dinero, a su interminable e infructuosa persecución de Jericho Phillips. Pese a su cuidadosa manera de expresarse, o quizá debido a ella, hizo que Durban pareciera obsesionado hasta rayar en la locura. De repente, aun siendo tan desagradable como era, Phillips dio la impresión de ser la víctima.
Hester vio varios rostros confundidos entre la gente que tenía alrededor en la galería, incluso miradas dirigidas hacia la figura de Phillips mientras se lo llevaban escoltado desde el banquillo a los calabozos donde pasaría la noche. Ahora tenían curiosidad, no estaban tan convencidos de su culpabilidad como lo habían estado unas horas antes.
Hester abandonó la sala sintiéndose traicionada. Salió por las puertas abiertas al vestíbulo, no literalmente zarandeada por el gentío, pero sí con la sensación de ser empujada desde todos los lados. Estaban allí para ver y oír, llenos de convicciones, sin dejarse afectar por lo que creyeran los demás.
Estaba muy inquieta. Le preocupaba saber si Durban era el héroe que Monk había visto en él, no sólo por tratarse de uno de los escasos hombres a quien Monk admiraba, sino también porque el propio Monk había cimentado su carrera en la Policía Fluvial del Támesis cerrando su último caso. Fue el obsequio de gratitud hecho a un hombre a quien no podía dar las gracias de ningún otro modo.
Ahora se daba cuenta de que ambos habían permitido que cobrara demasiada importancia. Toda la furia que sentían contra quien había golpeado, abandonado o abusado de un niño la habían volcado sobre Phillips. Tal vez eso fuese injusto, y era esa idea, reflejada en los ojos de cuantos la rodeaban, lo que la tenía humillada y confundida.
Se topó cara a cara con Margaret Rathbone en la escalinata mientras se iba. Se había vuelto un instante, con aire vacilante, y Margaret estaba sólo un par de pasos detrás de ella.
Margaret se detuvo pero no bajó la mirada. Se produjo un silencio incómodo. Hester siempre había sido la jefa. Ella era quien tenía la experiencia médica, los conocimientos. Había estado en Crimea; Margaret nunca había salido de Inglaterra, excepto de vacaciones con la familia en Francia, cuidadosamente acompañada. Hester había visto a Margaret enamorarse de Rathbone y esforzarse por ganárselo. Apenas lo habían hablado; ninguna de las dos era dada a comentar sus temores y sueños más íntimos, pero siempre había mediado un tácito entendimiento entre ambas. Habían atendido juntas a las enfermas y juntas se habían enfrentado a la realidad de la violencia y el crimen. Ahora, por primera vez, se hallaban en bandos contrarios, y nada podían decir sin empeorar más las cosas. Rathbone había atacado a Hester en el estrado abundando en asuntos personales, y la había despojado de las protectoras convenciones sociales al sacar a relucir cosas que le había confiado. Por encima de todo, había expuesto a Monk a la desilusión y a que diera la impresión de haber defraudado a los colegas que lo habían seguido a la batalla.
Margaret le debía lealtad a Rathbone. No le cabía preguntar nada ni ceder un ápice en su postura. Las fronteras estaban marcadas.
Margaret titubeó, como si fuera a sonreír, a decir algo, a ofrecer conmiseración. Entonces comprendió que cualquier cosa podría dar pie a un malentendido y cambió de parecer.
Hester le facilitó las cosas volviéndose de nuevo para seguir bajando la escalinata.
Margaret cogería un coche de punto. Hester tomó el ómnibus público hasta el transbordador con el que cruzó el río, y luego caminó hasta la puerta de su casa en Paradise Place. La casa estaba caldeada gracias al sol estival, y también silenciosa. Quedaba cerca de Southwark Park, y el distante sonido de risas llegaba a través de los árboles.
Pasó sola aquella triste velada. Había ocurrido un incidente grave en el río, en Limehouse Reach, y cuando Monk finalmente llegó a casa estaba demasiado cansado para hablar de nada. Hester no tuvo ocasión de comentar con él los acontecimientos del día.
Rathbone también pasó una velada sumamente incómoda pese a las incondicionales alabanzas de Margaret a propósito de su talento y, sorprendentemente, de su moralidad.
– Es normal que te perturbe -le dijo Margaret con dulzura después de cenar. Estaban sentados de frente con las cristaleras abiertas al jardín silencioso, donde sólo se oía piar a los pájaros y el leve susurro de las hojas de los árboles mecidas por la brisa del ocaso-. A nadie le gusta sacar a relucir los puntos flacos de sus amigos, y menos en público -prosiguió-. Pero no fue decisión tuya que se diera caza a Jericho Phillips.
»Sería un tremendo desacierto que rehusaras defenderlo, a él o a cualquier otro, por tener amigos en la acusación. Si fuese correcto hacerlo, cualquiera podría negarse a defender una causa que pudiera perder o que pusiera en entredicho sus creencias o incluso su posición social. Ningún hombre de honor hace sólo lo que le resulta cómodo.
Le brillaban los ojos y su cutis presentaba un cálido rubor.
Rathbone sintió placer ante tan sincera admiración, pero fue el placer culpable de la fruta robada, o al menos el de la obtenida deshonestamente. Buscó la manera de explicárselo a Margaret, pero le resultaba difícil formularlo, y supo por su sonrisa que en realidad no lo escuchaba. Ella no quería evasivas. Rathbone terminó por no decir nada y se avergonzó de sí mismo.
Rathbone comenzó la vista del día siguiente con lo que tenía intención que fuese su coup de grace. Ahora no tenía más remedio que seguir adelante con ello. Resultaba inconcebible que no se esforzara hasta donde era capaz porque, incluso en defensa de un hombre como Jericho Phillips, eso traicionaría todo aquello en lo que creía por principio. Por encima de las batallas políticas, los buenos y malos gobiernos, una judicatura de lo más esplendorosa o de lo más corrupta o incompetente, la imparcialidad de la ley, su facultad de tratar a todos los ciudadanos por igual sin miedos ni favoritismos, era la piedra angular sobre la que descansaba cualquier nación civilizada.
Si los letrados diesen su opinión, traicionarían al jurado de hombres comunes y, al final, éste se extinguiría. La propia ley pasaría de las manos del pueblo a las de quienes ostentaban el poder. Ya nada pondría freno a sus prejuicios o, con el tiempo, a su capacidad para permanecer por encima de las mareas de la corrupción, los sobornos, las amenazas y las esperanzas de ganar.
Era culpa suya si ahora se encontraba en la posición de tener que llamar a William Monk al estrado para obligarle a testificar contra el hombre a quien debía la mejor oportunidad de su vida.
Se enfrentaron en una sala sumida en el silencio más absoluto. Aquélla bien podría ser la última jornada de un juicio que había comenzado como un puro trámite, pero que ahora era un enfrentamiento muy real en el que era posible que la lucha de Jericho Phillips por su vida terminase en victoria. El público de la galería alargaba el cuello para verlo. De pronto había asumido una talla que al mismo tiempo suscitaba miedo y fascinación.
Monk ya había sido identificado. Tanto el jurado como los espectadores habían oído hablar de él a testigos anteriores. No le quitaban el ojo de encima mientras esperaban que empezaran las preguntas.
– No lo he llamado antes, comandante Monk -comenzó Rathbone-, porque usted sólo está familiarizado con una parte de este caso, mientras que el señor Orme trabajó en él desde el principio, cuando el señor Durban recibió aviso de que había aparecido el cadáver de un niño en el río. -Paseaba con desenvoltura por el entarimado como si se sintiera a sus anchas. Sólo alguien que lo conociera tan bien como Monk se percataría de la rigidez de sus hombros y de que gesticulaba con poca naturalidad-. No obstante -prosiguió, volviéndose hacia la tribuna del jurado-, nos han llamado la atención ciertos hechos que sugieren elementos poco usuales que usted nos podría ayudar a esclarecer.
Hizo una pausa para lograr un efecto dramático, no porque hubiese formulado una pregunta.
Tremayne cambiaba de postura sin parar como si no consiguiera ponerse cómodo en su asiento.
– Este caso se había dejado correr, señor Monk. -La voz de Rathbone fue súbitamente retadora-. ¿Por qué decidió reabrirlo?
Monk había contado con que le hiciera esa pregunta.
– Porque encontré documentación sobre él entre los documentos del señor Durban, y lamenté que no se hubiera resuelto -contestó.
Rathbone enarcó las cejas.
– ¿En serio? En tal caso, ¿debo suponer que continuó con el mismo afán todos los demás casos que el señor Durban dejó sin resolver?
– Me gustaría resolverlos todos -contestó Monk-. No había muchos: unos pocos robos de menor cuantía, uno relacionado con el contrabando de media docena de barriles de coñac, otro de tráfico de porcelana robada, un par de incidentes de borracheras que terminaron en peleas con unas cuantas ventanas rotas. El asesinato de un niño tiene prioridad sobre todo eso. -Él también hizo una pausa efectista y esbozó una sonrisa-. Cuando disponga de tiempo, me ocuparé del resto.
La expresión de Rathbone cambió ligeramente, reconociendo que tenía un adversario con quien más valía no jugar.
– Por supuesto que es prioritario -concordó, cambiando su ángulo de ataque con apenas un atisbo de torpeza-. Según hemos oído se desprende que según su criterio antecede a muchas otras cosas. Al parecer leyó las notas del señor Durban con sumo detenimiento. ¿Por qué?
Monk no había previsto que le formulara así aquella pregunta.
– Ocupo el puesto del señor Durban desde poco después de que falleciera. Pensé que tenía mucho que aprender de su experiencia y de lo que había dejado escrito.
– Cuánta modestia por su parte -señaló Rathbone-. ¿De modo que admiraba mucho al señor Durban?
Sólo existía una respuesta posible.
– En efecto.
– ¿Por qué? -preguntó Rathbone con fingida inocencia.
Monk había dado pie a que le hiciera aquella pregunta y ahora debía contestarla. No tuvo tiempo de improvisar una respuesta cuidadosa o mesurada para salvaguardar la causa.
– Porque mandaba sin abusar de su autoridad -dijo-. Sus hombres lo apreciaban y respetaban. Durante la breve temporada en que lo traté, antes de que diera su vida en acto de servicio, me pareció un hombre de buen talante, amable e íntegro.
Poco faltó para que dijera algo a propósito de odiar la injusticia pero se contuvo a tiempo.
– Un hermoso panegírico para un hombre que ya no puede hablar por sí mismo -dijo Rathbone-. No cabe duda que en usted tiene a un amigo leal, señor Monk.
– Lo dice como si la lealtad a un amigo fuera un delito -respondió Monk una pizca demasiado deprisa, revelando su enojo.
Rathbone se detuvo, se volvió lentamente hacia Monk en lo alto del estrado y sonrió.
– Lo es, señor Monk, cuanto se pone por delante de la lealtad a la verdad y a la ley. Es una cualidad comprensible, tal vez incluso agradable; salvo, por supuesto, para un hombre acusado de un crimen nefando a fin de que un amigo pague la deuda de otro.
Un susurro de aguzado interés recorrió la sala. Un par de los jurados parecían preocupados. Lord Justice Sullivan puso cuidado en mantener el semblante desprovisto de toda expresión.
Tremayne se puso de pie, más enfadado que confiado.
– Por más profunda que pueda ser la filosofía de sir Oliver, señoría, no parece contener ninguna pregunta.
– Lleva toda la razón -corroboró Sullivan, aunque con manifiesta renuencia-. Tales observaciones serían más adecuadas en su club, sir Oliver. Ha llamado al señor Monk al estrado, por consiguiente colijo que tiene algo que preguntarle. Por favor, prosiga.
– Señoría -dijo Rathbone, disimulando sólo una levísima irritación. Volvió a levantar la vista hacia Monk-. ¿A qué se dedicaba cuando conoció al señor Durban?
– Era detective privado -contestó Monk. Adivinaba hacia dónde lo estaba conduciendo Rathbone, pero no podía evitar acompañarle.
– ¿Eso le cualificaba para ocupar el puesto del señor Durban como comandante de la Policía Fluvial en Wapping?
– Creo que no. Pero antes de eso había estado en la Policía Metropolitana.
Seguro que Rathbone no sacaría a relucir su pérdida de memoria, aunque la duda bastó para que a Monk se le helara la sangre en las venas.
Pero Rathbone no lo atacó por ahí.
– ¿Por qué dejó la Policía Metropolitana? -preguntó.
Sullivan se mantuvo impasible, pero como si le costara contener la emoción. Tenía el semblante encendido y los puños cerrados encima de la mesa.
– Sir Oliver, ¿está cuestionando las aptitudes profesionales del señor Monk, su reputación o su honestidad? -preguntó.
– En absoluto, señoría. -Ahora sí que el semblante de Rathbone traslucía una muy patente irritación. También apretaba los puños con fuerza-. Creo que el señor Durban poseía unas dotes de mando que el señor Monk admiraba en grado sumo por haber fracasado en demostrarlas él mismo en el pasado. El señor Durban, al elegirlo como sucesor, le brindó la ocasión de intentarlo por segunda vez, oportunidad que muy pocos hombres tienen. El señor Durban también manifestó más confianza en él de la que él tenía en sí mismo.
»Demostraré que la sensación de estar en deuda con Durban llevó al señor Monk a excederse en su autoridad, así como en su buen criterio, en la persecución de Jericho Phillips y que lo hizo con el fin de pagar lo que consideraba una deuda. También tenía el profundo deseo de ganarse el respeto de sus hombres justificando el empeño que Durban había puesto en dar caza al asesino.
Tremayne se puso de pie de un salto, sumamente consternado, olvidando incluso dirigirse al juez.
– Eso son suposiciones muy grandes y bastante imprudentes, sir Oliver.
Rathbone se volvió hacia Sullivan dándose aires de inocencia.
– Mi cliente está acusado de un crimen terrible, señoría. Si es hallado culpable lo ahorcarán. Respetando los límites de la ley, ningún esfuerzo es demasiado grande para asegurarse de que se hace justicia y de que no permitimos que los sentimientos, bien de compasión o de repulsa, gobiernen nuestros pensamientos y nos obnubilen la razón. Nosotros también deseamos que alguien pague, pero ese alguien tiene que ser el culpable.
– Por supuesto que sí-dijo Sullivan enérgicamente-. Prosiga, sir Oliver, pero vaya al grano.
Rathbone hizo una ligerísima reverencia.
– Gracias, señoría. Señor Monk, ¿siguió las notas de Durban para volver sobre sus pesquisas o dio usted por buenas sus observaciones y deducciones?
– Las seguí de nuevo y volví a interrogar a las mismas personas, en la medida de lo posible -contestó Monk con un tono que daba a entender que la respuesta era obvia.
– Pero en cada caso usted ya sabía qué prueba estaba buscando -señaló Rathbone-. Por ejemplo, el señor Durban comenzó por un cadáver sin identificar y tuvo que hacer cuanto pudo para averiguar quién era el niño. Usted comenzó sabiendo que el señor Durban creía que la víctima era Walter Figgis. Sólo tenía que demostrar que llevaba razón. Se trata de dos procedimientos absolutamente diferentes. -Varios jurados se movieron inquietos en sus asientos. Para su mayor tristeza, veían claramente la diferencia-. ¿Está seguro de que no se limitó a confirmar lo que usted deseaba creer? -preguntó, remachando su argumento.
– Sí, estoy seguro -dijo Monk con decisión.
Rathbone sonrió con la cabeza bien alta, la luz brillaba en sus cabellos rubios.
– ¿Cómo se identifica el cadáver de un niño que ha estado varios días en el agua, señor Monk? -preguntó desafiante-. Sin duda habría sufrido… graves cambios. La carne… -apuntó, sin concluir la frase.
La atmósfera que reinaba en el tribunal se alteró. La realidad de la muerte había entrado de nuevo en la sala y el enfrentamiento verbal parecía un tanto irrelevante.
– Por supuesto que había cambiado -dijo Monk a media voz-. Lo que antes había sido un niño magullado, quemado y desnutrido pero lleno de vida, se había convertido en un trozo de carne fría, como algo que un carnicero desechara. Pero sólo teníamos eso para trabajar. Seguía siendo importante que averiguáramos quién era. -Se inclinó un poco hacia delante por encima de la barandilla del estrado-. Todavía tenía pelo, y estatura, una forma facial, alguna prenda de vestir y un buen pedazo de piel, suficiente para adivinar su color, y por supuesto los dientes. Los dientes de cada persona son distintos. -Se oyeron gritos ahogados. Más de una mujer reprimió un sollozo. Monk no vaciló en ser muy gráfico-. En este caso, Durban había escrito que presentaba señales de quemaduras viejas en la parte interior de los brazos y los muslos. -Todos debían conocer aquella horrible obscenidad-. Nadie se quema en esos sitios por accidente.
El semblante de Rathbone palideció, su postura perdió elegancia.
– Eso es una vileza, señor Monk -dijo en voz baja-, pero no una prueba de identidad.
– Es un principio -lo contradijo Monk-. ¿Un niño desnutrido que sido torturado, y que ha comenzado a dar signos de estar convirtiéndose en un hombre, y que nadie se haya quejado de su desaparición? Eso restringe el ámbito de la búsqueda en muy buena medida, gracias a Dios. Durban hizo varios dibujos del aspecto que seguramente tendría el niño. Era muy habilidoso con el lápiz. Los mostró a diestro y siniestro a lo largo del río, sobre todo a personas que pudieran haber visto a un mendigo, un ladronzuelo o un rapiñador.
– ¿Suponía que pertenecía a una de esas categorías?
– No lo sé, pero era el lugar evidente por el que comenzar y, como se ha visto, el correcto.
– Ah, sí -asintió Rathbone-. Alguien reconoció uno de esos dibujos que hizo Durban partiendo de lo que quedaba del niño. Ha mencionado el pelo, el color de la piel, la forma del cráneo y demás. Corríjame si me equivoco, señor Monk, pero ¿esas características tan vagas no dan por lo menos mil conjuntos diferentes de rasgos?
Monk no perdió la compostura, pues sabía que Rathbone quería hacerle morder el anzuelo.
– Por supuesto. Pero por más desesperada que sea la situación de muchos niños de la orilla del río, no desaparecen mil chiquillos de esa edad a la vez sin que nadie lo denuncie.
– ¿De modo que juntó ese trágico cadáver con el rostro de un niño que un rapiñador dio por desaparecido, e identificó el cuerpo como el de Walter Figgis? -preguntó Rathbone, abriendo mucho los ojos y esbozando una sonrisa.
Monk se tragó su sarcasmo. Le constaba que Rathbone estaba actuando para un público que observaba las sombras de su rostro y escuchaba la más leve inflexión de su voz.
– No, sir Oliver, el comandante Durban consideró muy probable que el cadáver fuese el de Figgis. Cuando tropecé con ciertas fotografías obscenas de Figgis, tomadas cuando estaba vivo, fue identificado por quienes lo conocían, y entonces el comandante Durban las contrastó con el cadáver. Tenía unas orejas peculiares, y una de ellas aún no la habían deteriorado el agua ni las criaturas carroñeras que la habitan y se alimentan de los muertos.
Rathbone no tuvo más remedio que aceptarlo.
Tremayne sonrió con alivio, relajándose un poco en su asiento.
Sullivan se echó un poco hacia delante en su alto sitial, volviéndose primero hacia Rathbone, luego hacia Tremayne y de nuevo hacia Rathbone.
Rathbone prosiguió.
– ¿Usted vio esas fotografías… obscenas?
– Sí, estaban con los papeles de Durban. -Monk no pudo evitar hacer patente la violencia de su indignación. Lo intentó; sabía que debía controlarse. Estaba dando testimonio. Sólo debían importar los hechos, pero aun así le temblaba el cuerpo y notó que comenzaba a sudar-. Los rostros se veían con absoluta claridad, incluso tres de las quemaduras. Encontramos dos de ellas en los mismos sitios.
– ¿Y la tercera? -preguntó Rathbone con delicadeza.
– Esa parte de él se la habían comido los peces -contestó Monk con voz temblorosa, tomada por el horror y el sufrimiento de las palabras de Durban en la página de caligrafía desgarbada con la que describía una imagen de desintegración y pérdida.
– La imagen de tragedia o de bestialidad que evoca resulta casi insoportable -reconoció Rathbone-. No me extraña que le costara hablar de ella, o que el señor Durban dedicara incontables horas de su tiempo, y también de su dinero, para enjuiciar a quien lo hubiese hecho. ¿Sería correcto decir que usted lo sentía tanto como él? -Encogió muy levemente los hombros-. ¿O quizá no?
Sólo había una respuesta posible. Rathbone había elegido sus palabras con la precisión de un artista. Todos los ojos del tribunal estaban puestos en Monk.
– Claro que lo sentía mucho -dijo.
– El comandante Durban había dado la vida para salvar la de otros -continuó Rathbone con cierta reverencia-. Y le había recomendado a usted para reemplazarlo en su puesto. Ésa tal vez sea la señal más alta de confianza que un hombre pueda ofrecerle a otro. ¿Sería cierto decir que usted tiene una deuda de honor y gratitud para con él?
Una vez más, sólo cabía una respuesta.
– Sí, en efecto.
Se oyeron suspiros y murmullos de aprobación.
– ¿Y hará usted cuanto esté en su mano por satisfacerla, y dar motivo de orgullo a los hombres de la Policía Fluvial que ahora están a sus órdenes y ganarse su lealtad, tal como hizo Durban? -inquirió Rathbone, aunque lo dicho apenas fue una pregunta. La respuesta estaba implícita.
– Por supuesto.
– Sobre todo completando esta tarea de Durban tal como él lo habría deseado. ¿Quizás incluso le otorgaría el mérito de la resolución?
– Sí -dijo Monk sin vacilar.
Rathbone se dio por satisfecho. Dio las gracias a Monk y regresó a su asiento con un gesto de invitación dirigido a Tremayne.
Tremayne titubeó, a todas luces buscando alguna manera de restablecer el equilibrio. Luego rehusó. Tal vez pensó que cualquier cosa que Monk añadiera sólo serviría para caldear más los ánimos, lo cual podría volverse en su contra. Monk fue autorizado a retirarse.
A primera hora de la tarde Tremayne recapituló para la acusación. Se movía con garbo, hablaba con desenvoltura y confianza, pero Monk sabía que sólo se trataba de una espléndida actuación. Aquel hombre debería dedicarse a la escena. Poseía incluso el atractivo para hacerlo. Pero estaba bregando contra la corriente y por fuerza tenía que saberlo.
Mencionó las primeras deducciones de Durban sólo de pasada, concentrándose en lo que hiciera Monk para retomar la investigación. Evitó el horror siempre que pudo, abundando en cambio con todo detalle en cómo había reunido Monk las pruebas para establecer la identidad de Figgis, los elementos que lo vinculaban con Jericho Phillips y el negocio de la explotación y la pornografía. No podía mencionar las fotografías porque no se habían presentado al tribunal y sólo se sabía de ellas a través del testimonio de Monk. Como pruebas no existían, y Rathbone lo señalaría de inmediato.
También habló de la participación de Hester para relacionar a Phillips con el negocio de satisfacer los apetitos sexuales de quienes pagan con dinero cualquier cosa que deseen, utilizando a los pobres, con su consentimiento o sin él, que no tenían otro modo de sobrevivir. Cuando finalmente se sentó, los jurados se debatían entre sentimientos de ira y compasión, y estaban claramente dispuestos a atar la soga en torno al cuello de Phillips con sus propias manos.
Rathbone se levantó con un aire muy sombrío, como si él también estuviera afectado por lo que acababa de oír.
– Lo que le sucedió a ese niño es atroz -comenzó. Reinaba un silencio absoluto en la sala y no tuvo que levantar la voz-. Debería impresionarnos a todos, y me parece que lo ha hecho. -Estaba muy quieto, sobrecogido ante tanto horror-. El hecho de que fuera un niño pobre e ignorante es completamente irrelevante. El hecho de que al principio se ganara la vida mendigando o robando para luego, muy probablemente, verse obligado a cometer actos de una degradación inefable para satisfacer a hombres dominados por apetitos aberrantes, también es irrelevante. Todo ser humano merece justicia; es lo mínimo. Si es posible, también merece misericordia y honor.
Se oyó un grave murmullo de asentimiento. Los rostros del jurado rebosaban emoción. Estaban apiñados en la tribuna, incómodos y con el cuerpo en tensión.
Sullivan parecía congelado, con el semblante lívido.
– Lo que hemos oído es suficiente para despertar las pasiones, la ira, la compasión de toda persona decente, hombre o mujer -prosiguió Rathbone-. ¿Qué pensaríamos de una mujer como Hester Monk, que dedica su tiempo y sus medios a trabajar para asistir a los enfermos, los indigentes, los olvidados y los marginados de nuestra sociedad, si no tuviera piedad de un niño maltratado? Si ella no lucha por él, ¿quién lo hará? Si no monta en cólera y no llora por él, ¿qué clase de mujer es? Permítanme el atrevimiento de decir que no sería una mujer a quien me gustaría conocer. -Más audibles murmullos de aprobación. Rathbone les estaba hablando con intimidad. Nadie se movía ni hacía el más leve ruido-. ¿Y el comandante Durban, que vio su cadáver recién sacado de la maraña de cabos de la barcaza, destrozado e irreconocible, que vio señales de tortura en la carne muerta? -Gesticuló delicadamente con las manos-. ¿Qué clase de guardián de la ley sería si no hubiese jurado dedicar su vida profesional a buscar al responsable? En su caso, también dedicó su tiempo libre, y su propio dinero, a que se hiciera justicia y, a mi entender, a poner fin a que tales cosas les sucedieran a otros niños también. ¿Queremos policías que no actúen ante semejantes horrores?
En lo alto del banquillo, Jericho Phillips se agitó inquieto por primera vez. Sus ojos parpadearon con pánico y encorvó el cuerpo hasta donde se lo permitían las esposas.
– Y el señor Monk es un digno sucesor del comandante Durban -prosiguió Rathbone-. Demuestra la misma pasión, la misma dedicación, una inquebrantable voluntad que lo impele a pasar día y noche buscando indicios, respuestas, pruebas, allí donde quepa encontrarlos. No descansará, de hecho no puede descansar, hasta que haya capturado al responsable y lo haya conducido hasta el mismísimo pie de la horca.
Varios miembros del jurado asintieron.
Lord Justice Sullivan parecía preocupado, a punto de llegar al extremo de interrumpirlo. ¿Era concebible que Rathbone hubiese olvidado a qué parte representaba?
– Tomemos en consideración a cada una de estas personas por separado -dijo Rathbone razonablemente-. Y también al señor Orme, por supuesto. Creo que nosotros coincidimos con ellos en el deseo de servir completa e irrevocablemente a la justicia. -Aquello fue casi una pregunta, aunque esbozó una sonrisa-. No obstante, nuestra posición difiere de la suya en que ellos presentan pruebas para que se tengan en cuenta mientras que nosotros sacamos una conclusión que es irrevocable. Si hallamos culpable a Jericho Phillips, en el plazo de tres semanas será ahorcado y nunca más podremos traerlo de vuelta a este mundo.
»Si, por el contrario, lo hallamos no culpable, no podrá ser juzgado por este crimen otra vez. Caballeros, nuestra decisión no deja lugar a la pasión, sin que importe cuán comprensibles, cuán humanas, cuán dignas de la más noble piedad sean las víctimas de la pobreza, la enfermedad o la desigualdad. No tenemos el lujo de contar con que otros vengan después y enmienden nuestros errores o corrijan nuestros juicios erróneos. Sólo en esta sala cabe ese juicio final en el tribunal de Dios, ante quien nos presentaremos todos en la eternidad. ¡No podemos equivocarnos! -Levantó la mano con el puño cerrado, no a modo de amenaza sino recalcando la trascendencia del aserto.
»No somos partidarios de nadie. -Los miró uno tras otro y luego tembló un poco-. No debemos serlo. Permitir que un sentimiento de agrado o repulsa, de horror, de piedad o de auto-compasión, de miedo o favoritismo por alguien -cortó el aire-, o que cualquier otra actitud humana influya en nuestra decisión equivale a negar la justicia. Y nunca confundan el drama al que asistimos aquí con nuestro propósito, ¡no lo es! Nuestro propósito es la justicia imparcial e igual para todas las personas, vivas o muertas, buenas o malas, fuertes o débiles… -Vaciló-. Encantadoras u horrorosas. La cuestión no es si el comandante Durban era un buen hombre, incluso un espíritu noble, sino si estuvo en lo cierto al reunir pruebas y sacar conclusiones en relación con el asesinato de Walter Figgis. ¿Permitió que las pasiones humanas gobernaran su razonamiento? ¿Hizo que su sueño de justicia precipitara sus juicios? ¿Que su rechazo del crimen le impeliera a captar la solución demasiado deprisa?
»Deben ponderar por qué abandonó la persecución de Phillips y luego la retomó. Sus notas no lo dicen. ¿Por qué no? Deben preguntárselo y no eludir la respuesta por desagradable que sea. -Se volvió, dio unos pasos y se enfrentó al jurado otra vez-. Eligió a William Monk para que lo sucediera en el puesto ¿Por qué? Es un buen detective. Nadie lo sabe tan bien como yo. ¿Pero acaso Durban, que lo trató sólo unos meses, le eligió porque vio en Monk a un hombre de profundas convicciones semejantes a las suyas, compasivo con los débiles, iracundo ante los abusos y de una dedicación imparable? Un hombre que haría lo posible por cerrar los casos que dejaba inconclusos por honor y para pagar una deuda personal. -Los ojos de los jurados estaban clavados en Rathbone, y él lo sabía.
»Tienen que juzgar la fuerza y el equilibrio de la compulsión que llevó a Monk a seguir el mismo camino que Durban había tomado -les dijo-. Han escuchado a la señora Monk y se habrán formado una opinión sobre su valentía y su pasión. Esta mujer salió del mismo molde que Florence Nightingale, esta mujer recorrió los campos de batalla entre los muertos y los agonizantes y no se desmayó ni se echó a llorar, no se echó para atrás sino que se armó de valor y tomó decisiones. Con bisturí y aguja, vendas y agua, salvó vidas. ¿Qué no haría para llevar ante la justicia al hombre que abusó y asesinó a niños, a un niño tan parecido al mismísimo rapiñador que prácticamente ha adoptado como propio?
»¿Están dispuestos a ahorcar a Jericho Phillips con la certidumbre, más allá de toda duda fundada, de que estas personas, tan apasionadas y enfurecidas con razón, no se han equivocado en su razonamiento analítico y objetivo, y que han encontrado al hombre correcto entre los miles que se ganan la vida en el río más ajetreado del mundo? -Bajó la voz y se quedó inmóvil en medio del entarimado-. Si no están seguros, deben hallarlo no culpable por el bien de todos nosotros. En primer lugar por el de la ley, que debe proteger a los más débiles, los más pobres y los menos amados de todos nosotros, así como protege a los fuertes, los guapos y los buenos. Si no lo hacen, dejará de ser una protección, convirtiéndose en mero instrumento de nuestro poder y nuestros prejuicios.
«Caballeros, termino mi alegato dejando que el fallo recaiga no sobre su lástima o su indignación, sino sobre su honor al sagrado principio de la justicia por la que un día todos seremos juzgados.
Se sentó en medio de un silencio sepulcral. Ninguna otra persona se movió ni hizo el menor ruido.
Al cabo de un momento, con voz ronca, lord Justice Sullivan invitó al jurado a retirarse para deliberar y dar su veredicto.
Regresaron antes de una hora sin mirar a nadie. Estaban tristes, pero también decididos.
Sullivan pidió a su portavoz que hablara en nombre de ellos.
– No culpable -dijo en voz baja y clara.