La capitana Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, suministró al ordenador de su nave las últimas observaciones de navegación del espacio normal. Junto a ella, el oficial piloto Parnell ajustó los cables y cánulas de su casco y se acomodó en su silla acolchada, preparado para el control neurológico del inminente salto.
Su nueva nave era un lento carguero, desarmado, un recio caballo de tiro que hacía la ruta de comercio entre Escobar y la Colonia Beta. Pero no había habido ninguna comunicación directa con Escobar desde hacía más de sesenta días ya, desde que la flota invasora de Barrayar bloqueó el lado escobariano de la salida con la misma efectividad que un corcho en una botella. Según las últimas noticias las flotas de Barrayar y Escobar estaban todavía maniobrando en un baile letal buscando posiciones tácticas, con pocos enfrentamientos todavía. No se esperaba que los barrayareses desplegaran sus fuerzas de tierra hasta que su control sobre el espacio escobariano fuera seguro.
Cordelia llamó a la sala de máquinas.
—Aquí Naismith. ¿Todo preparado ahí abajo?
El rostro de su ingeniero, un hombre al que había conocido hacía dos días, apareció en la pantalla. Era joven, y procedente de Exploración como ella misma. No tenía sentido malgastar personal militar experimentado en esta excursión. Como Cordelia, llevaba el uniforme de explorador. Se rumoreaba que estaban trabajando en los uniformes para la Fuerza Expedicionaria, pero nadie los había visto todavía.
—Todo preparado, capitana.
No había miedo en su voz. Bien, reflexionó ella, tal vez no era lo bastante mayor para haber llegado a creer en la vida después de la muerte. Cordelia echó un último vistazo alrededor, se acomodó, y tomó aliento.
—Piloto, la nave es suya.
—Nave aceptada, señora —replicó él marcial.
Pasaron unos cuantos segundos. Una desagradable oleada de náuseas barrió a Cordelia, y tuvo la pegajosa e inquietante sensación de que acababa de despertar de un mal sueño que no podía recordar. El salto terminó.
—La nave es suya, señora —murmuró el piloto, cansado. Los pocos segundos que ella había experimentado se traducían en horas subjetivas para él.
—Nave aceptada, piloto.
Extendió la mano hacia la consola de comunicación y empezó a teclear para captar la posición táctica donde habían aparecido. Nadie había atravesado aquel pasadizo desde hacía un mes; ella esperaba fervientemente que las tripulaciones barrayaresas estuvieran aburridas y fueran lentas de reflejos.
Allí estaban. Seis naves, dos de ellas moviéndose ya. Se acabó la lentitud de reflejos.
—Justo entre ellas, piloto —ordenó Cordelia, suministrándole los datos—. Será mejor si podemos apartarlas a todas de sus puestos.
Las dos naves se acercaban rápidamente, y empezaron a disparar con mortífera precisión. Se tomaban su tiempo, y hacían que cada disparo contara. Sólo una pequeña práctica de tiro, eso es lo que somos, pensó Cordelia. Yo os daré prácticas. Todos los sistemas de energía noescudo se oscurecieron, y la nave pareció gruñir cuando el fuego de plasma la envolvió. Luego atravesaron el chispeante límite del radio de alcance barrayarés.
Llamó a la sala de máquinas.
—¿Proyección preparada?
—Preparada y firme…
—Adelante.
Doce mil kilómetros tras ellos, como si acabara de emerger del agujero de gusano, un acorazado betano cobró vida. Aceleró de manera sorprendente para tratarse de una nave tan grande: de hecho, su velocidad era comparable a la de ellos. Los siguió como una flecha.
—¡Ajá! —Ella dio una palmada llena de placer, y exclamó por el intercomunicador—: ¡Los hemos atraído! Ahora todos se mueven. ¡Oh, tanto mejor!
Las naves perseguidoras redujeron el ritmo, preparándose para virar y atacar a esta presa mucho mayor. Las cuatro naves que habían permanecido anteriormente en su puesto empezaron a virar también. Pasaron los minutos mientras maniobraban. Las últimas naves barrayaresas desperdiciaron pocos disparos en ellos, apenas algo más que un saludo, su atención atraída por el hermano mayor que les seguía. Sin duda, los comandantes de Barrayar consideraban que estaban en una buena posición táctica; se desplegaron en abanico y empezaron a disparar. La nave pequeña que precedía al navío de guerra estaba al otro lado de Escobar, sin ningún sitio al que ir. Podían abatirla a placer.
Ahora tenían los escudos bajados, y la aceleración caía a medida que la espantosa absorción de energía del proyector se cobraba su precio. Pero, minuto a minuto, el bloqueo barrayarés se alejaba más de su ratonera.
—Podemos continuar así unos diez minutos más —informó el ingeniero.
—Muy bien. Ahorre suficiente energía para convertirnos en chatarra cuando acabe. Si nos capturan, el Alto Mando no quiere que quede ni una molécula conectada a otra para que los barrayareses recompongan el rompecabezas.
—Qué crimen. Es una máquina muy hermosa. Me muero por echarle un vistazo por dentro.
Y es posible que mueras, si los barrayareses nos capturan, pensó ella. Así que dirigió todos los ojos de su nave hacia la ruta que dejaban atrás. Lejos, muy lejos en la salida del agujero de gusano, el primer carguero betano auténtico cobraba vida y empezaba a dirigirse hacia Escobar, sin encontrar ninguna oposición. Era la más moderna incorporación a la flota mercante, carente de armas y escudos, reconstruida para hacer solamente dos cosas: llevar una carga pesada y correr como alma que lleva el diablo. Luego aparecieron la segunda y la tercera. Eso fue todo. Se perdieron en la distancia, con la suficiente ventaja para que los barrayareses no pudieran alcanzarlos.
El acorazado betano estalló con un espectacular juego de luces radiactivo. Por desgracia, era imposible disimular que se trataba de un cascarón. ¿Cuánto tiempo tardarán los barrayareses en darse cuenta de que les hemos tomado el pelo?, se preguntó Cordelia. Desde luego, espero que tengan sentido del humor…
Su nave quedó quieta en el espacio, su energía casi agotada. Se sintió mareada, y advirtió que no era algo psicosomático. La gravedad artificial estaba fallando.
Se reunieron con el ingeniero jefe y sus dos ayudantes en la escotilla de la lanzadera, viajando con brincos de gacela que se fueron convirtiendo en saltitos de pájaro a medida que la gravedad rindió el alma. La lanzadera que iba a ser su vía de escape era un modelo simple, abarrotado e incómodo. Flotaron hasta su interior y sellaron la escotilla. El piloto se deslizó hasta la silla de control y se colocó el casco, y la lanzadera se apartó del costado de la nave moribunda.
El ingeniero flotó hasta Cordelia y le tendió una pequeña caja negra.
—Pensé que debería hacer usted los honores, capitana.
—Ja. Apuesto a que no mataría usted su propia cena tampoco —replicó ella, tratando de animar el ambiente. Habían servido juntos en su nave durante apenas cinco horas, pero dolía de todas formas—. ¿Estamos fuera de su alcance, Parnell?
—Sí, capitana.
—Caballeros —dijo ella, e hizo una pausa, mirándolos a los ojos uno a uno—. Gracias a todos. Aparten la mirada de la portilla izquierda, por favor.
Tiró de la palanca de la caja. Hubo un destello mudo de brillante luz azul, y una carrera general hacia la diminuta portilla inmediatamente después para ver el último resplandor rojo mientras la nave se plegaba sobre sí misma, llevándose a la tumba sus secretos militares.
Se estrecharon solemnemente las manos, algunos boca arriba, otros boca abajo, algunos flotando en otros ángulos, y luego se amarraron. Cordelia se colocó en el puesto de navegación junto a Parnell, se amarró, e hizo un rápido repaso de sus sistemas.
—Ahora viene lo difícil —murmuró Parnell—. Me sentiría más feliz con un impulsor máximo para intentar dejarlos atrás.
—Podríamos escapar de esos gordos acorazados de batalla, tal vez —concedió Cordelia—. Pero sus correos rápidos nos comerían vivos. Al menos parecemos una roca —añadió, pensando en el artístico camuflaje a prueba de sondas que rodeaba la cápsula salvavidas como si fuera una concha.
Siguieron varios minutos de silencio, mientras ella se concentraba en su trabajo.
—Muy bien —dijo por fin—, salgamos de aquí. Esta zona va a estar superpoblada muy pronto.
No combatió la aceleración, sino que dejó que la apretujara contra el asiento. Cansada. No hubiese creído posible sentirse más cansada que asustada. Esta guerra insensata proporcionaba una gran educación psicológica. Aquel cronómetro tenía que estar equivocado. Sin duda había pasado un año, y no una hora…
Una lucecita parpadeó en el panel de control. El miedo barrió de golpe su cansancio.
—Apáguenlo todo —ordenó, pulsando ella misma los controles, y se sumió al instante en la oscuridad ingrávida—. Parnell, efectúe un giro realista.
Su oído interno y una sensación incómoda en el vientre le dijeron que el piloto había obedecido su orden.
Ahora su sentido del tiempo empezó a estar verdaderamente desorientado. Reinaban la oscuridad y el silencio, a excepción de algún susurro ocasional de movimiento, tela sobre plástico, cuando alguien se agitaba en su asiento. En su imaginación, Cordelia sintió las sondas barrayaresas tocando su nave, tocándola a ella con dedos helados que le recorrían la espalda. Soy una roca. Soy el vacío. Soy el silencio… Al fondo el silencio fue roto por el ruido de alguien vomitando, y alguien más maldiciendo entre dientes. Maldición. Espero que tuviera tiempo de agarrar una bolsa…
Luego se produjo una sacudida y una presión de peso en un ángulo extraño. Parnell escupió un juramento como si fuera un sollozo.
—¡Rayo tractor! Se acabó.
Ella suspiró sin alivio, y extendió la mano para que la lanzadera volviera a cobrar vida, parpadeando ante el brillo cegador de las pequeñas luces.
—Bueno, vamos a ver qué nos ha capturado.
Sus manos corretearon sobre los paneles. Echó una ojeada a los monitores exteriores, y rápidamente pulsó el botón rojo que anulaba la memoria y los códigos de reconocimiento de la nave salvavidas.
—¿Q-qué demonios tenemos ahí fuera? —preguntó ansiosamente el ingeniero, advirtiendo el gesto que ella había hecho mientras se le acercaba.
—Dos cruceros y un correo rápido —le informó ella—. Parece que nos superan ligeramente en número.
Él bufó tristemente.
Una voz sin cuerpo tronó a través del comunicador, a un volumen demasiado alto. Ella lo redujo rápidamente.
—… no se rinden, los destruiremos.
—Ésta es la Lanzadera Salvavidas 45A —respondió ella, modulando cuidadosamente la voz—. Capitana Cordelia Naismith, Fuerza Expedicionaria Betana. Somos un salvavidas desarmado.
El comunicador emitió un sorprendido «¡Vaya!», y la voz añadió:
—¡Otra maldita mujer! Son ustedes lentos aprendiendo.
Hubo un murmullo ininteligible al fondo, y la voz recuperó su original tono oficial.
—Serán remolcados. A la primera señal de resistencia, serán destruidos. ¿Comprendido?
—Comprendido —respondió Cordelia—. Nos rendimos.
Parnell sacudió la cabeza, furioso. Ella apagó el intercomunicador y alzó una ceja.
—Creo que deberíamos intentar huir —dijo él.
—No. Estos tipos son paranoicos profesionales. Al más cuerdo que he conocido no le gustaba estar en una habitación con la puerta cerrada: decía que nunca se sabe qué hay al otro lado. Si dicen que dispararán, será mejor que los crea.
Parnell y el ingeniero intercambiaron una mirada.
—Adelante, Nell —dijo el ingeniero—. Díselo.
Parnell se aclaró la garganta y se humedeció los labios resecos.
—Queríamos que supiera, capitana… que si cree que, uh, volar la nave salvavidas es lo mejor para todos, estamos con usted. Nadie quiere ser hecho prisionero.
Cordelia parpadeó al escuchar esta oferta.
—Eso es… muy valiente por su parte, oficial piloto, pero completamente innecesario. No se vanaglorie. Nos escogieron personalmente por nuestra ignorancia, no por nuestros conocimientos. Todos tienen únicamente suposiciones sobre lo que había a bordo de ese convoy, y ni siquiera yo conozco ningún detalle técnico. Si aparentemente cooperamos, al menos tendremos alguna oportunidad de salir de esto con vida.
—No… no estábamos pensando en datos de inteligencia, señora. Son sus otras costumbres.
Se produjo un denso silencio. Cordelia suspiró, girando en un vórtice de duda y pesar.
—No pasará nada —dijo por fin—. Su reputación está demasiado hinchada. Algunos de ellos son tipos bastante decentes.
Sobre todo uno, se burló mentalmente. E incluso asumiendo que esté todavía vivo, ¿de verdad crees que podrías encontrarlo en todo este lío? ¿O encontrarlo y salvarlo de los regalitos que tú misma has traído del almacén del infierno sin traicionar tu deber? ¿O esto es un pacto suicida secreto? ¿Te conoces a ti misma?
Parnell, observando su cara, sacudió sombríamente la cabeza.
—¿Está segura?
—No he matado a nadie en mi vida, ¡No voy a empezar con gente de mi propio bando, por todos los demonios!
Parnell reconoció la justicia de este razonamiento encogiéndose levemente de hombros, pero no pudo ocultar su alivio.
—De todas formas, tengo cosas por las que vivir. Esta guerra no puede durar eternamente.
—¿Hay alguien allá en casa? —preguntó él, y cuando los ojos de ella se volvieron hacia los indicadores, añadió sabiamente—: ¿O ahí fuera?
—Oh, sí. Ahí fuera, en alguna parte.
Él sacudió la cabeza, comprensivo.
—Eso es duro.
Estudió su perfil inmóvil, y añadió, para darle ánimos:
—Pero tiene usted razón. Los chicos grandes borrarán a estos hijos de puta del cielo tarde o temprano.
Ella dejó escapar un pequeño y mecánico «Ja», y se frotó la cara con la yema de los dedos, tratando de aliviar la tensión. Tuvo una súbita visión de una gran nave de guerra que se abría y lanzaba sus tripas vivientes como una especie de monstruoso semillero. Las semillas congeladas y estériles, a la deriva sin viento, se hinchaban por la descompresión y se perdían para siempre. ¿Se podía reconocer un rostro, después de eso?, se preguntó. Giró el asiento apartándose de Parnell, dando por terminada la conversación.
Un correo rápido de Barrayar los remolcó una hora después.
Lo que primero la golpeó fue el olor familiar, el aceite de metal y máquinas, apestando a ozono, el olor a armario de las naves de guerra de Barrayar. Los dos altos soldados vestidos de negro que la escoltaron, cada uno sujetando firmemente con una mano uno de sus codos, la hicieron pasar por una estrecha puerta oval para conducirla a lo que ella supuso que era la principal zona de prisiones de la gran nave. Cordelia y sus cuatro hombres fueron desnudados implacablemente, registrados con minucioso y paranoico detalle, examinados médicamente, holografiados, retinascaneados, identificados. Luego les suministraron pijamas de color naranja. Se llevaron a sus hombres por separado. A pesar de sus palabras a Parnell, a ella le asustaba de muerte la posibilidad de que los pelaran, capa a capa, en busca de una información que no tenían. Tranquila, argumentó la razón: sin duda los barrayareses los propondrían para un intercambio de prisioneros.
Los guardias se pusieron firmes. Al girarse, ella vio entrar a un oficial de alto rango. El amarillo brillante de los galones del cuello de su uniforme verde oscuro indicaban un rango que ella no había visto nunca, y con sorpresa lo identificó como el color de los vicealmirantes. Al saber lo que era, supo de inmediato quién era, y lo estudió con grave interés.
Vorrutyer, ese era su nombre. Comandante de la flota barrayaresa junto con el príncipe heredero Serg Vorbarra. Cordelia supuso que él era quien hacía el verdadero trabajo: había oído que estaba destinado a ser el próximo ministro de la Guerra de Barrayar. Así que éste era el aspecto que tenía una estrella en alza.
En cierto modo se parecía un poco a Vorkosigan, un poco más alto, aproximadamente del mismo peso pero debido menos a huesos y músculos y más a la grasa. También tenía el pelo oscuro, más rizado que el de Vorkosigan y con menos canas, y era de la misma edad, bastante más guapo. Sus ojos eran muy distintos, un profundo marrón aterciopelado enmarcado en unas largas pestañas, con diferencia los ojos más hermosos que ella había visto jamás en un hombre. Dispararon un pequeño gemido subliminal de alarma en su mente que le dijo que creía haberse enfrentado ya al miedo ese día, pero se equivocaba: esto era el miedo de verdad, miedo sin vía de escape ni esperanza; lo cual era extraño, pues deberían haberla atraído. Cordelia rompió el contacto ocular, diciéndose firmemente que la inquietud y el rechazo instantáneo eran simples nervios, y esperó.
—Identifíquese, betana —gruñó él. Eso le produjo una deslavazada sensación de déjà vu.
Cordelia luchó por encontrar el equilibrio; le dirigió un saludo cortante y dijo:
—Capitana Cordelia Naismith, Fuerza Expedicionaria Betana. Somos un grupo militar. Combatientes. —Él, naturalmente, no entendió el chiste.
—Ja. Desnúdenla y denle la vuelta.
Dio un paso atrás, observando. Los dos sonrientes soldados que la custodiaban obedecieron. No me gusta cómo está empezando esto… Se obligó a mostrar indiferencia, aferrándose a todas sus fuentes secretas de serenidad. Calma. Calma. Quiere ponerte nerviosa. Lo puedes ver en sus ojos, sus ojos ansiosos. Calma.
—Un poco mayor, pero valdrá. La mandaré llamar más tarde.
El guardia le arrojó el pijama. Ella se vistió despacio, para molestarlos, como un striptease inverso, con precisos movimientos adecuados para una ceremonia del té japonesa. Uno gruñó, el otro la empujó por la espalda hacia la celda. Ella sonrió agriamente ante este éxito, pensando bueno, al menos tengo este grado de control sobre mi destino. ¿Debo concederme puntos si puedo molestarlos lo suficiente para que me golpeen?
La empujaron hasta una habitación de metal pelado y la dejaron allí. Ella continuó el juego, para su propia diversión, y se arrodilló con gracia en el suelo con el mismo tipo de movimientos, el pie derecho cruzado correctamente sobre el izquierdo, las manos inmóviles sobre los muslos. El contacto le recordó la parte de su pierna izquierda que carecía de toda sensación, calor, frío, dolor, presión, legado de su último encuentro con los ejércitos de Barrayar. Entornó los ojos y dejó que su mente vagara, esperando dar a sus captores la inquietante impresión de profundas meditaciones psíquicas de aspecto peligroso. Fingir agresión era mejor que nada.
Después de dos horas de inmovilidad, sus músculos desacostumbrados protestaron por la posición de la forma más dolorosa. Entonces el guardia regresó.
—El almirante la llama —dijo lacónicamente—. Venga.
Ella volvió a tener un guardia a cada lado para el trayecto por la nave. Uno sonrió y la desnudó con los ojos. El otro la miró con piedad, algo mucho más preocupante. Ella empezó a preguntarse si el tiempo que había pasado con Vorkosigan no la había hecho pasar por alto los riesgos de ser capturada. Llegaron a la zona de oficiales, y se detuvieron ante una puerta metálica ovalada, idéntica a una hilera de otras puertas. El guardia que sonreía llamó, y recibió permiso para entrar.
Las habitaciones del almirante eran muy distintas del austero camarote que Cordelia había tenido a bordo de la General Vorkraft. Para empezar, habían quitado los tabiques de las dos salas adyacentes, consiguiendo el triple de espacio. La habitación estaba llena de muebles personales de aspecto lujoso. El almirante Vorrutyer se levantó de un asiento tapizado de terciopelo cuando ella entraba, pero Cordelia no lo confundió con un gesto de cortesía.
La rodeó sibilinamente mientras ella permanecía en silencio, observando la sala.
—Un paso adelante respecto a esa celda, ¿eh? —sondeó él.
Para beneficio de los guardias, ella replicó:
—Parece un burdel.
El guardia sonriente se atragantó, y el otro soltó una carcajada que cortó rápidamente una mirada de Vorrutyer. No creí que eso fuera gracioso, pensó ella. Algunos de los detalles del decorado empezaron a calar, y advirtió que había dicho la verdad en más de un aspecto. Por ejemplo, aquella extraña estatuilla del fondo. Aunque supuso que tenía cierto mérito artístico que la redimía.
—Un burdel con clientes muy especiales —añadió.
—Átenla —ordenó Vorrutyer—, y vuelvan a sus puestos. Los llamaré cuando termine.
La colocaron de espaldas sobre la ancha cama no reglamentaria, los brazos y piernas en cruz, firmemente sujetos por brazaletes atados a su vez al armazón de la cama por cortas cadenas. Sencillos, helados, imposibles de romper.
El guardia que se había apiadado de ella le susurró entre dientes mientras le sujetaba las muñecas, con un suspiro casi inaudible:
—Lo siento.
—No importa —susurró ella. Se miraron a los ojos, ocultando el secreto intercambio a Vorrutyer, que observaba.
—Ja. Eso es lo que cree ahora —murmuró el otro entre dientes, mientras aseguraba la otra correa.
—Cállate —murmuró el primero, y le dirigió una mirada feroz. Un silencio sucio llenó la habitación hasta que los guardias se marcharon.
—Parece una instalación permanente —le comentó ella a Vorrutyer, horriblemente fascinada. Era como una broma enfermiza que cobrara vida—. ¿Qué hace cuando no puede capturar betanos? ¿Pide voluntarios?
Él frunció levemente el ceño, pero luego suavizó su expresión.
—Siga así —la animó—. Me divierte. Eso hará que las últimas palabras sean aún más interesantes.
Se aflojó el cuello del uniforme, se sirvió un vaso de vino de un bar portátil situado en un rincón, algo que tampoco casaba con las normas, y se sentó en la cama junto a ella con el aire coloquial del hombre que visita a un amigo enfermo. La observó minuciosamente, sus hermosos ojos marrones estaban húmedos de expectación.
Ella trató de consolarse: tal vez sea sólo un violador. Tal vez fuera posible manejar a un simple violador. Eran almas directas e infantiles, apenas ofensivas. Incluso la vileza tiene una gama relativa…
—No conozco ningún secreto militar que valga nada —dijo—. No merezco su atención ni su tiempo.
—No lo esperaba —respondió él tranquilamente—. Aunque sin duda insistirá en decirme todo lo que sabe en las próximas semanas. Bastante tedioso, y nada interesante. Si quisiera información, mi médico personal se la extraería en un santiamén. —Sorbió su vino— Aunque es curioso que saque usted el tema… quizás la envíe a la enfermería, después.
Ella sintió un nudo en el estómago. Tonta, se reprimió por dentro ¿acabas de cargarte una oportunidad para evitar ser interrogada? Pero no, tenía que ser el procedimiento estándar. Te está confundiendo. Sutil. Tranquilo…
Él volvió a beber.
—¿Sabe? Creo que disfrutaré teniendo una mujer mayor para variar. Las jóvenes puede que sean bonitas, pero son demasiado fáciles. No hay diversión. Ya veo que usted sí que va a ser una gran diversión. Una caída muy grande requiere una altura muy grande, ¿verdad?
Ella suspiró y miró al techo.
—Bueno, estoy segura de que será educativo.
Trató de recordar cómo había ocupado su mente durante las sesiones de sexo con su antiguo amante en las malas épocas antes de que finalmente lo dejara. Tal vez esto no fuera peor…
Vorrutyer, sonriendo, depositó la copa de vino sobre una mesilla de noche y sacó del cajón un cuchillo pequeño, afilado como un anticuado escalpelo, con un mango enjoyado que chispeó antes de que su mano lo eclipsara. De manera caprichosa, empezó a rasgar el pijama naranja, apartándolo de ella como si fuera la piel de una fruta.
—¿No es eso propiedad del Gobierno? —preguntó ella, pero lamentó haber hablado, pues el temblor hizo que la palabra «Gobierno» sonara vacilante. Era como lanzar una minucia a un perro hambriento, con lo que sólo conseguiría que saltara más alto.
Él se echó a reír, complacido.
—Oops.
Deliberadamente, dejó que el cuchillo resbalara. Se clavó un centímetro en su muslo. Observó el rostro de Cordelia, ávido de reacción. Fue en la zona insensible: ella ni siquiera notó el húmedo hilillo de sangre que manó de la herida. Los ojos de Vorrutyer se entornaron, llenos de decepción. Ella ni siquiera miró hacia abajo. Deseó haber estudiado más sobre los estados de trance.
—No voy a violarla hoy —dijo él, desenfadadamente—, si eso es lo que ha estado pensando.
—Se me había pasado por la cabeza. No imagino en qué se nota.
—Apenas hay tiempo —sugirió—. Hoy es, como si dijéramos, el entremés del banquete, o una sopita sencilla, clarita. Todas las cosas complicadas las reservo para el postre, dentro de unas pocas semanas.
—Nunca tomo postre. Los kilos, ya sabe.
Él se volvió a reír.
—Es usted un encanto. —Soltó el cuchillo y tomó otro sorbo de vino—. Sabe, los oficiales siempre delegan su trabajo. Yo soy aficionado a la historia terrestre. Mi siglo favorito es el dieciocho.
—Yo habría supuesto que el catorce. O el veinte.
—Dentro de un día o dos, le enseñaré a no interrumpir. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Bueno, en mis lecturas me he encontrado con una escena encantadora en la que cierta gran dama —alzó la copa de vino en un brindis hacia ella— fue violada por un sirviente enfermo, a las órdenes de su amo. Muy picante. Las enfermedades venéreas son, ay, cosa del pasado. Pero tengo a mis órdenes a un sirviente enfermo, aunque su enfermedad es mental y no física. Un auténtico esquizofrénico paranoico.
—De tal amo, tal criado —dijo ella, al azar. No podré soportar esto mucho más tiempo: el corazón me fallará pronto…
Esto provocó una sonrisa amarga.
—Oye voces, sabe, como Juana de Arco, excepto que él me dice que son demonios, no santos. También tiene alucinaciones visuales, en ocasiones. Y es un hombre muy grande. Lo he utilizado antes, muchas veces. No es el tipo de persona a quien resulta fácil, eh, atraer a las mujeres.
En ese momento llamaron a la puerta y Vorrutyer fue a atenderla.
—Ah, pase, sargento. Estaba hablando de usted.
—Bothari —jadeó ella.
La alta figura y el familiar rostro de borsoi del soldado de Vorkosigan agachó la cabeza para poder pasar por la puerta. ¿Cómo, cómo podía él haber detectado su pesadilla personal? Un caleidoscopio de imágenes atravesó su memoria: un bosque oscuro, el chasquido de los disruptores, los rostros de los muertos y los medio muertos, una forma acechante como la sombra de la muerte.
Se concentró en su realidad actual. ¿La reconocería él? Sus ojos no la habían tocado todavía: estaban fijos en Vorrutyer. Demasiado juntos, aquellos ojos, y ni siquiera al mismo nivel. Daban a su rostro un inusitado grado de asimetría que aumentaba su notable fealdad.
La imaginación desbocada de Cordelia se fijó en su cuerpo. Era de algún modo un error, encogido en su uniforme negro, no como la recta figura que había visto por última vez exigiéndole un puesto de honor a Vorkosigan. Algo iba mal, terriblemente mal. Una cabeza más alto que Vorrutyer, sin embargo parecía casi arrastrarse ante su amo. Tenía la espalda torcida de tensión mientras miraba a su… ¿su torturador? ¿Qué haría un violador mental como Vorrutyer con el material presentado por Bothari?, se preguntó ella. Dios, Vorrutyer, ¿te imaginas, en tu retorcimiento amoral, en tu monstruosa vanidad, que controlas a este elemental? ¿Y te atreves a jugar con esa locura que acecha en sus ojos? Los pensamientos de Cordelia iban al compás de su pulso desbocado. Hay dos víctimas en esta habitación. Hay dos víctimas en esta habitación. Hay dos…
—Aquí tiene, sargento. —Vorrutyer señaló por encima de su hombro a Cordelia, tendida sobre la cama—. Vióleme a esta mujer.
Acercó una silla y se dispuso a observar, de cerca y con alegría.
—Vamos, vamos.
Bothari, el rostro tan ilegible como siempre, se desabrochó los pantalones y se acercó al pie de la cama. La miró por primera vez.
—¿Alguna palabra más, «capitana» Naismith? —preguntó Vorrutyer sarcástico—. ¿O por fin se ha quedado sin habla?
Ella miró a Bothari, sacudida por una piedad casi amorosa. Él parecía casi en trance, lujuria sin placer, expectación sin esperanza. Pobre diablo, pensó Cordelia, qué han hecho contigo. Sin deseos de continuar la pugna verbal, rebuscó en su corazón palabras no para Vorrutyer, sino para Bothari. Algunas palabras de consuelo, no aumentaré su locura… El aire de la habitación parecía frío y pegajoso, y ella tiritó, sintiéndose completamente agotada, sin resistencia, triste. Él se tumbó sobre ella, pesado y oscuro como el plomo, haciendo que la cama crujiera.
—Creo —dijo ella lentamente por fin—, que los atormentados están muy cerca de Dios. Lo siento, sargento.
Él la miró, su cara a un palmo de la suya, durante tanto tiempo que ella se preguntó si la había oído. Su aliento no era bueno, pero ella no apartó la cara. Entonces, para su sorpresa, se levantó y se volvió a poner los pantalones, temblando levemente.
—No, señor —dijo con voz grave y monocorde.
—¿Qué? —Vorrutyer se incorporó en su asiento, sorprendido—. ¿Por qué no? —exigió.
El sargento buscó las palabras.
—Es la prisionera del comodoro Vorkosigan. Señor.
Vorrutyer se quedó mirando, primero aturdido, luego iluminado.
—¡Así que es la betana de Vorkosigan! —Su fría diversión se evaporó con el nombre, con un siseo como el de una gota de agua al caer sobre una parrilla al rojo.
¿La betana de Vorkosigan? Una breve esperanza destelló en su interior, ante la posibilidad de que el nombre de Vorkosigan pudiera ser una clave para su seguridad, pero murió. La probabilidad de que esa criatura fuera una especie de amigo de él era sin duda bajo cero. Ahora la estaba mirando, pero la atravesaba con la mirada, como si fuera una ventana a un paisaje aún más maravilloso. ¿La betana de Vorkosigan?
—Ahora tengo a ese hijo de puta puritano estirado agarrado por las pelotas —jadeó ferozmente—. Esto podría ser aún mejor que el día que le conté lo de su esposa.
La expresión de su cara era extraña y preocupante, la máscara de suavidad parecía derretirse y caerse a pedazos. Era como tropezar de pronto en el centro de una caldera. Él pareció recordar la máscara y recompuso las piezas, sólo a medias.
—Sabe, me ha abrumado. Las posibilidades que ofrece… dieciocho años no fueron demasiada espera para una venganza tan ideal. Una mujer soldado. ¡Ja! Él probablemente consideró que era la solución ideal para nuestra mutua… dificultad. Mi guerrero perfecto, mi querido hipócrita, Aral. Apuesto a que tiene usted mucho que aprender de él. Pero sabe, de algún modo estoy seguro de que no le ha hablado de mí.
—Por su nombre no —reconoció ella—. Posiblemente por categoría.
—¿Y qué categoría era ésa?
—Creo que el término que empleó fue «la escoria del servicio».
Él sonrió agriamente.
—Yo no recomendaría hablar así a una mujer en su posición.
—Oh, ¿entonces encaja en la categoría? —Su respuesta fue automática, pero su corazón se encogía dentro de ella, dejando un hueco resonante. ¿Qué está haciendo Vorkosigan en el centro de la locura de este tipo? Sus ojos se parecen a los de Bothari ahora…
La sonrisa de él se tensó.
—He encajado en muchas cosas en mi vida. Junto con su puritano amante. Deje que su imaginación reflexione un poco sobre eso, querida mía, mi dulzura, mi mascota. No lo creerá viéndolo ahora, pero fue todo un viudo alegre, antes de entregarse de manera tan irritante a esos estallidos de caballerosidad.
Se echó a reír.
—Su piel es muy blanca. ¿La tocó él… así?
Pasó una uña por el interior del brazo, y ella se estremeció.
—Y su pelo. Estoy seguro de que debió quedar fascinado por ese pelo salvaje. Tan bonito, y de un color tan poco habitual.
Retorció un mechón suavemente entre sus dedos.
—Tengo que pensar qué puede hacerse con ese pelo. Se podría arrancar el cuero cabelludo por completo, desde luego, pero debe ser algo aún más creativo. Tal vez me llevaré un trocito, y jugaré con él, de manera casual, en la reunión de Estado Mayor. Lo dejaré deslizarse entre mis dedos… para ver cuánto tiempo tarda en llamarle la atención. Alimentaré la duda, y el creciente temor con, oh, una o dos observaciones casuales. Me pregunto cuánto tiempo tardará en confundir esos informes suyos, tan molestamente perfectos… ¡ja! Luego lo enviaré durante una semana a cumplir alguna misión lejana, todavía preguntándose, todavía en la duda…
Tomó el cuchillo enjoyado y cortó un grueso mechón, que enroscó y guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pecho, sin dejar de sonreír en ningún momento.
—Hay que tener cuidado, naturalmente, para no hacer que recurra a la violencia… se vuelve entonces tediosamente inmanejable.
Pasó un dedo con un movimiento en forma de L por el lado izquierdo de su barbilla, siguiendo la posición exacta de la cicatriz de Vorkosigan.
—Es mucho más fácil de empezar que de detener. Aunque últimamente está muy comedido. ¿Su influencia, cachorrillo mío? ¿O es que simplemente se nos está haciendo viejo?
Arrojó el cuchillo sobre la mesilla de noche, descuidadamente, y luego se frotó las manos, soltó una carcajada y se acercó a ella para susurrarle amorosamente al oído:
—Y después de Escobar, cuando ya no necesitemos al perro guardián del emperador, no habrá límite a lo que yo pueda hacer. Tantas posibilidades…
Empezó a dar rienda suelta a un montón de planes para torturar a Vorkosigan a través de ella, repletos de detalles obscenos. Estaba extasiado ante esta visión, con la cara pálida y húmeda.
—No podrá salirse con la suya —dijo ella débilmente. Ahora había miedo en su cara, y lágrimas que corrían de las comisuras de sus ojos en rastros incandescentes para mojar los mechones de pelo alrededor de sus oídos, pero él apenas se sintió interesado. Cordelia había pensado que había caído en el pozo de miedo más profundo posible, pero ahora ese suelo se abría bajo ella y volvía a caer, interminablemente, girando en el aire.
Él pareció recuperar alguna medida de control y rodeó el pie de la cama, mirándola.
—Bien. Qué refrescante. Sabe, me siento pletórico. Creo que lo haré yo mismo, después de todo. Se alegrará. Soy mucho más agraciado que Bothari.
—No para mí.
Él se quitó los pantalones y se preparó para subírsele encima.
—¿Me perdona también, querida?
Ella se sintió helada, y agotada, y enormemente pequeña.
—Me temo que tendré que dejar eso a la misericordia infinita, Excede usted mi capacidad.
—Eso lo dejaremos para más adelante —prometió él, confundiendo su derrota por arrogancia, y claramente excitado por lo que consideraba una nueva muestra de resistencia.
El sargento Bothari había estado deambulando por la habitación, moviendo la cabeza de un lado a otro y meneando la estrecha mandíbula, como Cordelia lo había visto hacer antes, un signo de agitación.
Vorrutyer, concentrado en ella, no prestó ninguna atención a los movimientos a su espalda. Por eso su momento de absoluta sorpresa fue muy breve cuando el sargento lo agarró por el pelo rizado, tiró hacia atrás de su cabeza y pasó el cuchillo enjoyado con gran maestría por su cuello, cortando las cuatro venas mayores en un rápido movimiento doble. La sangre borboteó sobre Cordelia como un surtidor, horriblemente caliente y viscosa.
Vorrutyer dio una sacudida convulsiva y perdió la conciencia cuando la presión de la sangre en su cerebro se redujo a la nada. El sargento Bothari le soltó el pelo, y Vorrutyer cayó entre las piernas de Cordelia y se deslizó hasta perderse de vista por el extremo de la cama.
El sargento permaneció de pie, acechante, respirando de manera entrecortada. Cordelia no podía recordar si había gritado. No importaba, en cualquier caso era más que probable que nadie prestara atención a los gritos que salían de aquella habitación. Sentía las manos, la cara y los pies congelados y sin sangre; el corazón le martilleaba.
Se aclaró la garganta.
—Uh, gracias, sargento Bothari. Ha sido un gesto, uh, muy caballeroso. ¿Cree que podría desatarme también? —Su voz temblaba de manera incontrolable, y tragó saliva, irritada por ello.
Observó a Bothari con aterrada fascinación. No había absolutamente forma alguna de predecir qué podría hacer a continuación. Murmurando para sí, con expresión de asombro en el rostro, él desató su muñeca izquierda. Rápidamente, envarada, ella se giró y soltó la muñeca derecha, y luego se sentó y se liberó los tobillos. Se sentó un instante en el centro de la cama, completamente desnuda y cubierta de sangre, frotándose tobillos y muñecas y tratando de poner en marcha su paralizado cerebro.
—Ropa. Ropa —murmuró para sí. Se asomó al borde de la cama y vio la forma desmoronada del almirante Vorrutyer, los pantalones en los talones y su última expresión de sorpresa congelada en el rostro. Los grandes ojos marrones habían perdido su brillo líquido y empezaban a vidriarse.
Cordelia bajó de la cama por el lado de Bothari y empezó a buscar frenéticamente por los cajones de metal y los armarios de la habitación. Un par de cajones contenían su colección de juguetitos, y los cerró rápidamente, asqueada, comprendiendo por fin lo que quiso decir él con sus últimas palabras. El gusto de aquel hombre en perversiones tenía desde luego una variedad notable. Algunos uniformes, todos con demasiadas insignias amarillas. Se limpió la sangre del cuerpo con una suave bata, y la tiró.
Mientras tanto, el sargento Bothari se había sentado en el suelo, enroscado y con la cabeza apoyada en las rodillas, hablando entre dientes. Ella se arrodilló a su lado. ¿Estaba empezando a alucinar? Tenía que ponerlo en pie y salir de allí. No podían contar con que no fueran a descubrirlos de un momento a otro. Sin embargo, ¿dónde podrían esconderse? ¿O era la adrenalina, y no la razón, la que exigía huir? ¿Había una opción mejor?
Mientras ella vacilaba, la puerta se abrió de golpe. Dejó escapar un grito por primera vez. Pero el hombre que había en el umbral, la cara blanca y el arco de plasma en la mano, era Vorkosigan.