12

Viajó a casa con doscientas personas más, casi todos escobarianos, en un crucero de pasajeros de Tau Ceti rápidamente preparado para la ocasión. Los exprisioneros pasaron mucho tiempo intercambiando historias y compartiendo recuerdos; sesiones sutilmente guiadas, advirtió Cordelia poco después, por el puñado de oficiales psíquicos que los escobarianos habían enviado junto con la nave. Después de algún tiempo su silencio sobre sus propias experiencias empezó a destacar, y aprendió a captar las técnicas informales para la terapia de grupo, supuestamente improvisada, y las evitó como pudo.

No fue suficiente. Cada dos por tres se encontró perseguida, silenciosa pero implacablemente, por una joven de rostro sonriente llamada Irene; dedujo había sido asignada a su caso. Aparecía en las comidas, en los pasillos, en los salones, siempre con una nueva excusa para iniciar una conversación. Cordelia la evitaba cuando podía, y le daba la vuelta a la conversación hábilmente, o a veces con brusquedad cuando no podía.

Pasada otra semana la chica desapareció, pero Cordelia regresó a su camarote un día y descubrió que su compañera había sido sustituida por una mujer mayor de aspecto tranquilo y ojos firmes, vestida de civil. No era una de las exprisioneras. Cordelia se tendió en la cama y la observó mientras deshacía sus maletas.

—Hola, soy Joan Sprague —se presentó alegremente la mujer.

Hora de dejar las cosas claras.

—Buenas tardes, doctora Sprague. ¿Me equivoco si la identifico como la jefa de Irene?

Sprague se detuvo.

—Tiene usted razón. Pero prefiero mantener las cosas en un plano informal.

—No, no es verdad. Prefiere que las cosas «parezcan» informales. Yo aprecio la diferencia.

—Es usted una persona muy interesante, capitana Naismith.

—Sí, bueno, hay más riqueza en usted que en mí. Suponga que accedo a hablar con usted. ¿Retirará al resto de sus perros?

—Estoy aquí para que hable usted… pero cuando esté preparada.

—Entonces pregúnteme lo que quiera saber. Acabemos de una vez para que podamos relajarnos.

Me vendría bien un poco de terapia al respecto, pensó Cordelia tristemente. Me siento tan mal…

Sprague se sentó sobre la cama, con una sonrisita en el rostro y una expresión de completa atención en los ojos.

—Quiero intentar ayudarla a recordar qué ocurrió cuando fue prisionera a bordo de la nave insignia barrayaresa. Llegar a su inconsciente, por horrible que fuera, es el primer paso para su curación.

—Hum, creo que tal vez nos estamos precipitando. Recuerdo todo lo que pasó durante ese periodo con absoluta claridad. No tengo ningún problema con eso. Lo que me gustaría es olvidarlo, o al menos lo suficiente para dormir de vez en cuando.

—Ya veo. Continúe. ¿Por qué no describe lo que sucedió?

Cordelia le resumió los hechos, desde el momento del salto en la Colonia Beta hasta después del asesinato de Vorrutyer, pero acabó antes de la entrada de Vorkosigan, diciendo vagamente:

—Me fui moviendo por distintos escondites en la nave durante un par de días, pero al final me atraparon y me devolvieron a los calabozos.

—Bien. No recuerda haber sido torturada o violada por el almirante Vorrutyer, ni recuerda haberlo matado.

—No me violó. Y no lo maté. Creí que lo había dejado claro.

La doctora sacudió la cabeza, apenada.

—Los informes dicen que los barrayareses la sacaron dos veces del campamento. ¿Recuerda lo que sucedió en esas ocasiones?

—Sí, por supuesto.

—¿Puede describirlo?

Cordelia vaciló.

—No.

El secreto del asesinato del príncipe no significaría nada para los escobarianos (no podían sentir más antipatía hacia los barrayareses que la que ya sentían), pero el mero rumor de la verdad podía ser devastador para el orden civil de Barrayar. Disturbios callejeros, amotinamientos militares, la caída del emperador de Vorkosigan… eso era el principio de las posibles consecuencias. Si había una guerra civil en Barrayar, ¿podría morir Vorkosigan en ella? Dios, por favor, pensó Cordelia, cansada, que no haya más muertes…

Sprague parecía enormemente interesada. Cordelia se sintió presionada. Se recuperó.

—Había un oficial mío que murió durante la exploración betana del planeta… Está usted enterada de eso, supongo. —La doctora asintió—. Ellos hicieron los preparativos para poner una lápida en su tumba, como yo había pedido. Es todo.

—Comprendo —suspiró Sprague—. Tuvimos otro caso como el suyo. La chica también fue violada por Vorrutyer, o por alguno de sus hombres, y los médicos de Barrayar lo encubrieron. Supongo que intentaban proteger su reputación.

—Oh, creo que la conocí a bordo de la nave insignia. Estaba también en mi refugio, ¿verdad?

La expresión de sorpresa de Sprague lo confirmó, aunque hizo un vago gesto indicando confidencialidad profesional.

—Tiene razón respecto a ella —continuó Cordelia—. Me alegro de que la estén atendiendo. Pero se equivoca conmigo. Se equivoca con la reputación de Vorrutyer también. El motivo de que inventaran esta estúpida historia respecto a mí es porque consideraron que parecería peor para él que lo matara una mujer débil que uno de sus propios soldados.

—Las pruebas físicas de su reconocimiento médico son suficientes para que ponga en duda eso —dijo Sprague.

—¿Qué pruebas físicas? —preguntó Cordelia, momentáneamente despistada.

—La evidencia de torturas —replicó la doctora, con expresión sombría, incluso airada. Pero la ira no iba dirigida contra ella, advirtió Cordelia.

—¿Qué? ¡No me torturaron!

—Sí. Una tapadera excelente. Espectacular… Pero no pudieron ocultar las huellas físicas. ¿Es consciente de que tenía un brazo roto, dos costillas rotas, numerosas contusiones en el cuello, cabeza, manos, brazos… en todo su cuerpo, de hecho? Y su bioquímica: pruebas de estrés extremo, privación sensorial, considerable pérdida de peso, desórdenes de sueño, exceso de adrenalina… ¿continúo?

—Oh —dijo Cordelia—. Eso.

—¿Oh, qué? —repitió la doctora, alzando una ceja.

—Puedo explicarlo —dijo Cordelia ansiosamente. Soltó una risita—. En cierto modo, supongo que puedo echarles la culpa a ustedes, los escobarianos. Estaba en una celda de la nave insignia durante la retirada. La alcanzaron… y todo se estremeció como un guijarro en una lata, incluyéndome a mí. Ahí fue donde me rompí los huesos y eso.

La doctora tomó nota.

—Muy bueno. Muy bueno, sí. Sutil. Pero no lo suficiente… Sus huesos se rompieron en dos ocasiones diferentes.

—Oh —dijo Cordelia. ¿Y ahora cómo voy a explicar lo de Bothari, sin mencionar el camarote de Vorkosigan? «Un amigo trató de estrangularme…»

—Me gustaría que pensara en la posibilidad de aplicarle terapia con drogas —dijo la doctora Sprague cuidadosamente—. Los barrayareses han aplicado una tapadera excelente con usted, aún mejor que la otra, que requirió que sondeáramos profundamente. Creo que va a ser aún más necesario en su caso. Pero hemos de tener su cooperación voluntaria.

—Menos mal.

Cordelia se tumbó en la cama y se cubrió la cara con la almohada, pensando en la terapia con drogas. Era algo que le helaba la sangre en las venas.

Se preguntó cuánto podría soportar el sondeo en busca de recuerdos que no existían antes de que empezara a crearlos para satisfacer la demanda. Y aún peor; el mismo efecto del sondeo podía sacar a la luz aquellos agónicos secretos que tenía en la cabeza: las heridas secretas de Vorkosigan.

Suspiró, se quitó la almohada de la cara y la abrazó contra su pecho. Alzó la cabeza y vio que Sprague la observaba con preocupación.

—¿Todavía está aquí?

—Siempre estaré aquí, Cordelia.

—Eso es lo que me temía.

Sprague no le sacó nada más después de eso. Ahora Cordelia tenía miedo de dormir, por miedo a hablar o a que la interrogaran en sueños. Daba pequeñas cabezadas, y despertaba sobresaltada cada vez que había movimiento en el camarote, como cuando su compañera de habitación se levantaba para ir al cuarto de baño todas las noches. Cordelia no admiraba los propósitos secretos de Ezar Vorbarra en la última guerra, pero al menos se habían cumplido. La idea de que todo aquel dolor y toda aquella muerte hubieran sido en vano la atormentaba, y decidió que todos los soldados de Vorkosigan, sí, incluso Vorrutyer y el comandante del campamento, no habrían muerto inútilmente por culpa de ella.

Terminó el viaje mucho peor de como lo había empezado, flotando al borde de un verdadero colapso, acosada por penetrantes dolores de cabeza, insomnio, un misterioso temblor en la mano izquierda y los principios de un tartamudeo.


El viaje desde Escobar a la Colonia Beta fue mucho más fácil. Sólo duró cuatro días, en un correo rápido betano enviado especialmente para ella, cosa que le sorprendió. Contempló los noticiarios en el holovid de su camarote. Estaba mortalmente agotada de la guerra, pero encontró por casualidad una mención a Vorkosigan, y no pudo resistir prestar atención para ver qué consideración tenía de él la opinión pública.

Horrorizada, descubrió que su trabajo con la comisión de investigación judicial había hecho que la prensa betana y escobariana lo acusaran por la manera en que habían sido tratadas las prisioneras, como si él hubiera estado al mando desde el principio. La vieja historia falsa sobre Komarr salió de nuevo a la luz, y su nombre fue vilipendiado por todas partes. La injusticia de todo aquello la puso furiosa, y dejó de ver las noticias, disgustada.

Por fin orbitaron la Colonia Beta, y ella se acercó a la cabina para echarle un vistazo a casa.

—Ahí está por fin la vieja caja de arena —saludó el capitán alegremente—. Van a enviar una lanzadera a recogerla, pero hay una tormenta sobre la capital y trae un poco de retraso, hasta que remita un poco y puedan bajar las pantallas del puerto.

—Puedo esperar a llegar para llamar a mi madre —comentó Cordelia—. Probablemente estará en el trabajo. No tiene sentido molestarla allí. El hospital no está lejos del espaciopuerto. Puedo tomarme una buena bebida relajante mientras espero a que termine el turno y venga a recogerme.

El capitán le dirigió una mirada peculiar.

—Oh, bueno.

La lanzadera llegó por fin. Cordelia estrechó las manos de todo el mundo, agradeciendo a la tripulación del correo sus atenciones, y subió a bordo. La azafata de la lanzadera la recibió con un montón de ropa nueva.

—¿Qué es todo esto? ¡Santo cielo, uniformes de la Fuerza Expedicionaria por fin! Más vale tarde que nunca, supongo.

—¿Por qué no se lo pone? —la instó la azafata, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Por qué no?

Hacía tiempo que llevaba el mismo uniforme escobariano prestado, y estaba harta de él. Tomó la ropa celeste y las brillantes botas negras, divertida.

—¿Por qué botas de montar, por el amor de Dios? Casi no hay caballos en la Colonia Beta, excepto en los zoos. Lo admito, tienen un aspecto espléndido.

Al descubrir que era la única pasajera de la lanzadera, se cambió al momento. La azafata tuvo que ayudarla con las botas.

—Quien las diseñó tendría que estar obligado a llevarlas en la cama —murmuró Cordelia—. O tal vez lo hace.

La lanzadera descendió, y Cordelia se acercó a la ventana, ansiosa por ver su ciudad natal. La neblina ocre se abrió por fin, y bajaron trazando espirales hasta el espaciopuerto y el muelle de atraque.

—Parece que hay un montón de gente hoy.

—Sí, el presidente va a dar un discurso —dijo la azafata—. Es muy excitante. Aunque yo no le voté.

—¿Freddy el Firme tiene tanto público en uno de sus discursos. Tanto mejor. Así podré mezclarme entre la multitud. Esta nave es demasiado llamativa. Creo que hoy preferiría ser invisible.

Podía sentir el comienzo del agotamiento, y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que estuviera extenuada por completo. La doctora escobariana tenía razón en sus principios, si no en sus deducciones: todavía había un precio emocional que pagar, hecho un nudo en algún lugar bajo su estómago.

Los motores de la lanzadera se apagaron, y ella se levantó para dar las gracias a la sonriente azafata, incómoda.

—N-no habrá un co-comité de re-recepción para mí ahí fuera, ¿verdad? Creo que no podría soportarlo.

—Tendrá ayuda —le aseguró la azafata—. Aquí viene.

Un hombre con un sarong civil entró en la lanzadera, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Cómo se encuentra, capitana Naismith? Soy Philip Gould, secretario de prensa del presidente.

Cordelia se quedó de una pieza. Secretario de prensa era un cargo a nivel ministerial.

—Es un honor conocerla.

Ella vaciló.

—N-no pla-planearán algún ti-tipo de espectáculo ahí fuera, ¿no? Qui-quiero irme a casa.

—Bueno, el presidente ha planeado un discurso. Y tiene algo para usted —dijo él, tranquilizador—. De hecho, esperaba poder hacer varios discursos con usted, pero podremos discutir eso más tarde. La verdad es que no esperábamos que la Heroína de Escobar sufriera miedo escénico, pero hemos preparado unas palabras para usted. La acompañaré en todo momento y la ayudaré con las entradas, y con la prensa. —Le pasó un visor manual—. Intente parecer sorprendida cuando salga de la lanzadera.

—Estoy sorprendida. —Cordelia ojeó rápidamente el guión—. ¡E-esto es una sa-sarta de mentiras!

Él pareció preocupado.

—¿Siempre ha tenido ese pequeño defecto en el habla? —preguntó con cautela.

—N-no, es mi souvenir del servicio psíquico escobariano, y la úl-última guerra. ¿A qu-quién se le ha o-ocurrido esta basura, por cierto?

La línea que le había llamado particularmente la atención se refería al «cobarde almirante Vorkosigan y su grupo de rufianes».

—Vorkosigan es el hombre más valiente que he conocido en mi vida.

Gould la agarró con firmeza por el brazo y la guió hasta la compuerta de la lanzadera.

—Tenemos que salir ya, para entrar a tiempo en el holovid. Tal vez pueda saltarse esa línea, ¿de acuerdo? Ahora, sonría.

—Quiero ver a mi madre.

—Está con el presidente. Allá vamos.

Salieron del tubo de la compuerta a una turba de hombres, mujeres y equipo. Todos empezaron a hacer preguntas a gritos al unísono. Cordelia empezó a temblar, de arriba abajo, en oleadas que comenzaban en la boca del estómago y se extendían.

—No conozco a nadie —le susurró a Gould.

—Siga caminando —respondió él, con la sonrisa clavada en la cara. Subieron a una tribuna montada en la grada que asomaba al gran salón del espaciopuerto. El salón estaba repleto de gente pintoresca en un ambiente festivo. Se nublaron ante los ojos de Cordelia. Vio por fin un rostro familiar, su madre, sonriendo y llorando, y cayó en sus brazos, para deleite de la prensa que grabó la escena a placer.

—Sácame de aquí lo más rápido que puedas —susurró Cordelia desesperada al oído de su madre—. Estoy a punto de perder los estribos.

Su madre la miró, sin comprender, todavía sonriendo. Su lugar fue ocupado por el hermano de Cordelia, su familia se encontraba apiñada nerviosa y orgullosamente tras él, mirándola con ojos que, según le pareció, la devoraban.

Divisó a su tripulación, todos vestidos con los nuevos uniformes, de pie junto a algunos miembros del Gobierno. Parnell le hizo un gesto positivo con los pulgares, sonriendo como un demente. La arrastraron a un podio con el presidente de la Colonia Beta.

Freddy el Firme le pareció más grande que la vida a sus ojos confusos, alto y sonriente. Tal vez por eso daba tan bien en el holovid. Le agarró la mano y la sostuvo, para alegría de la multitud. Ella se sintió como una idiota.

El presidente dio bien su discurso, sin usar ni una sola vez el chivato. Estaba lleno de la jerga patriótica que tanto había intoxicado el lugar cuando ella partió, y ni una sola palabra entre una docena tocaba la verdad ni siquiera desde el punto de vista betano. Se dirigió gradualmente y con perfecta teatralidad hacia la medalla. El corazón de Cordelia empezó a latir con fuerza al darse cuenta. Trató desesperadamente de no enterarse y se volvió hacia el secretario de prensa.

—¿Todo esto es por mi tri-tripulación, por los espejos de plasma?

—Ellos ya tienen las suyas. —¿Iba a dejar de sonreír alguna vez?— Ésta es para usted.

—Y-ya veo.

Por lo que parecía, la medalla era para recompensar su valiente asesinato del almirante Vorrutyer. Freddy el Firme evitó la palabra asesinato, así como términos más burdos como «matanza» y «muerte», y optó por frases más correctas como «librar al universo de una víbora de iniquidad».

El discurso se fue acercando a su fin, y el presidente, con su propia mano, le pasó sobre la cabeza la chispeante medalla con su pintoresco lazo, el más alto honor de la Colonia Beta. Gould la situó delante de la tribuna y le indicó las brillantes letras verdes del chivato que flotaban veloces en el aire ante sus ojos.

—Empiece a leer —susurró.

—¿Estoy en el aire? Oh. Uh… Pueblo de la Colonia Beta, mi amado hogar. —Eso era cierto, hasta ahí—. Cuando os dejé para enfrentarme a la a-amenaza de la tiranía de Barrayar que asolaba a nuestra amiga y aliada Escobar, fue sin saber que el destino me llevaría a enfrentarme a un de-destino más no-noble.

Fue aquí donde se desvió del guión, y se notó irse sin remedio, como un barco condenado que se hunde bajo las olas.

—No veo qué tiene de no-noble ma-matar a ese gilipollas sádico de Vorrutyer. Y no aceptaría una medalla por a-asesinar a un hombre de-desarmado ni aunque lo hubiera hecho.

Se sacó la medalla por encima de la cabeza. El lazo se le quedó enganchado en el pelo, y lo soltó de un tirón, airada, dolorosamente.

—Por última vez, yo no maté a Vorrutyer. Uno de sus propios hombres lo hizo. Lo agarró por detrás y le cortó la garganta de oreja a oreja. Yo estaba allí, maldición. Se desangró encima de mí. La prensa de ambas partes os está contando mentiras sobre esa es-estúpida guerra. ¡Mal-malditos voyeurs! Vorkosigan no estaba a cargo del campamento de prisioneras cuando tuvieron lugar las atrocidades. En cu-cuanto estuvo al mando las detuvo. Fu-fusiló a uno de sus propios oficiales sólo para alimentar vuestra se-sed de venganza, y le costó su honor, puedo asegurarlo.

El sonido de la tribuna se cortó bruscamente. Cordelia se volvió hacia Freddy el Firme, con la visión nublada por lágrimas de furia, y le lanzó la medalla con la fuerza de su brazo.

No llegó a alcanzarlo en la cabeza y cayó chispeando hacia la multitud.

Le agarraron los brazos por detrás. Eso disparó en ella algún reflejo enterrado, y pataleó frenéticamente.

Si el presidente no hubiera intentado esquivarla, no habría pasado nada. Pero la punta de su bota lo alcanzó en la entrepierna con perfecta precisión no planificada. La boca de Freddy el Firme dibujó una O muda y cayó detrás de la tribuna.

Cordelia, hiperventilando incontrolablemente, empezó a gritar cuando una docena de guardias más la agarraron por los brazos, la cintura, las piernas.

—¡P-por favor, no me vuelvan a encerrar! No podría soportarlo. ¡Sólo quería ir a casa! ¡Aparte esa maldita ampolla! ¡No! ¡No! ¡Nada de drogas, por favor! ¡Lo siento!

La sacaron a rastras, y el acontecimiento mediático del año se vino abajo igual que Freddy el Firme.


Inmediatamente después, la llevaron a una habitación tranquila: uno de los despachos administrativos del espaciopuerto. El médico personal del presidente llegó al cabo de un rato y se hizo cargo de la situación.

Ordenó salir a todo el mundo excepto a la madre de Cordelia, y le permitió que recuperara el autocontrol manteniéndose apartado. Cordelia tardó casi una hora en dejar de llorar. La vergüenza y la furia dejaron de alternarse por fin, y pudo sentarse y hablar con voz ronca, como si tuviera un resfriado.

—Por favor, pídale disculpas al presidente en mi nombre. Si me hubieran advertido, o me hubieran preguntado primero. N-no estoy en muy bu-buena forma ahora mismo.

—Tendríamos que habernos dado cuenta —dijo el médico con tristeza—. Su experiencia, después de todo, ha sido mucho más personal que la experiencia habitual de los soldados. Somos nosotros quienes tenemos que pedir disculpas por someterla a una tensión innecesaria.

—Creíamos que sería una sorpresa agradable —añadió su madre.

—Fue una sorpresa, sí. Sólo que espero que no acabe conmigo encerrada en una celda acolchada. Estoy un poco harta de celdas en este momento.

Esa idea le tensó la garganta, y respiró con cuidado para volver a calmarse.

Se preguntó dónde estaría Vorkosigan en aquel momento, qué estaría haciendo.

Emborracharse era algo que le parecía cada vez más atractivo, y deseó estar con él, haciéndolo. Se frotó el puente de la nariz con dos dedos, masajeando la tensión.

—¿Se me permite irme a casa ya?

—¿Sigue habiendo una multitud ahí fuera? —preguntó su madre.

—Me temo que sí. Trataremos de hacer que se marchen.

Con el médico a un lado y su madre al otro, Cordelia recordó el beso de Vorkosigan durante el largo trayecto hasta el vehículo de tierra familiar. La multitud todavía los acosaba, pero de manera respetuosa, silenciosa, casi asustada, un gran contraste con su anterior ambiente festivo. Cordelia lamentó haberles estropeado la fiesta.


También había una multitud cerca del apartamento de su madre, en el vestíbulo junto a los tubos elevadores, e incluso en el pasillo ante su puerta. Cordelia sonrió y saludó un poco, con cautela, pero se negó con la cabeza a responder las preguntas, pues no confiaba en hablar coherentemente. Lograron abrirse paso y cerraron la puerta por fin.

—¡Fiuuuu! Supongo que sus intenciones eran buenas, pero ¡Dios mío… siento como si me quisieran comer viva!

—Hay mucha excitación por causa de la guerra, y la Fuerza Expedicionaria… cualquiera que lleve el uniforme azul recibe tratamiento de estrella. Y cuando los prisioneros llegaron a casa, y tu historia se hizo pública… menos mal que ya sabía que estabas a salvo. ¡Mi pobrecita niña!

Cordelia recibió otro abrazo, y lo agradeció.

—Bueno, eso explica de dónde salen tantas tonterías. Es un rumor descabellado. Los barrayareses lo iniciaron y todo el mundo se lo tragó. No pude detenerlo.

—¿Qué te hicieron?

—Me siguieron a todas partes, molestándome con ofertas de terapia… pensaban que los barrayareses habían estado manipulando mi memoria… Oh, ya veo. Te refieres a lo que me hicieron los barrayareses. Poca cosa. A Vo-Vorrutyer le habría gustado, pero tuvo ese accidente antes de empezar. —Decidió no preocupar a su madre con los detalles—. Pero pasó algo importante —vaciló—. Me encontré otra vez con Aral Vorkosigan.

—¿Ese hombre horrible? Me pregunté, cuando oí su nombre en las noticias, si era el mismo tipo que mató a tu teniente Rosemont el año pasado.

—No. Sí. Quiero decir que él no mató a Rosemont, lo hizo uno de sus hombres. Pero es el mismo.

—No comprendo por qué le tienes tanta simpatía.

—Deberías estarle agradecida. Me salvó la vida. Me escondió en su camarote durante los dos días siguientes a la muerte de Vorrutyer. Si me hubieran capturado antes del cambio en el mando, me habrían ejecutado por ello.

Su madre parecía más preocupada que apreciativa.

—¿Te… te hizo algo?

La pregunta estaba llena de una ironía imposible de responder. Cordelia no se atrevió a hablarle siquiera a su madre de la intolerable carga de verdad que él había depositado sobre ella. Su madre malinterpretó la expresión atormentada de su rostro.

—Oh, querida. Lo siento muchísimo.

—¿Eh? No, maldición. Vorkosigan no es ningún violador. Tiene esa cosa con respecto a los prisioneros… No los tocaría ni con un palo. Me pidió… —Se calló y contempló la amable, preocupada y amorosa muralla del rostro de su madre—. Hablamos mucho. Es buena gente.

—No tiene muy buena reputación.

—Sí, ya lo he visto. Son todo mentiras.

—¿Entonces… no es un asesino?

—Bueno… —Cordelia vaciló—. Ha ma-matado gente, supongo. Es soldado, ya sabes. Es su oficio. No se puede evitar. Sólo tres de sus víctimas no fueron por deber.

—¿Sólo tres? —repitió su madre débilmente. Hubo una pausa—. ¿Entonces no es un, ejem, criminal sexual?

—¡Desde luego que no! Aunque supongo que pasó por una fase bastante extraña, después de que su esposa se suicidara… No creo que sepa cuánto sé del asunto, y no es que ese maniaco de Vorrutyer sea fiable como fuente de información, aunque estuviera allí. Sospecho que en parte es verdad, al menos lo de su relación. Vorrutyer estaba claramente obsesionado con él. Y Aral fue muy poco explícito cuando le pregunté al respecto.

Al ver el rostro asombrado de su madre, Cordelia pensó que era una suerte que no hubiera querido ser abogada defensora. Todos mis clientes estarían en terapia eternamente.

—Tiene mucho más sentido si lo conoces en persona —dijo, esperanzada.

La madre de Cordelia se rió, insegura.

—Desde luego, parece que te ha hechizado. ¿Qué tiene entonces? ¿Conversación? ¿Buen físico?

—No estoy segura. Casi siempre habla de los políticos de Barrayar. Dice que les tiene aversión, pero más bien me parece una obsesión.

»No puede dejarlos en paz ni cinco minutos. Es como si los llevara dentro.

—¿Es un… tema muy interesante?

—Es horrible —dijo Cordelia sinceramente—. Sus historias te pueden mantener despierta durante semanas.

—No puede ser por su físico —suspiró su madre—. He visto un holovid suyo en las noticias.

—Oh, ¿lo grabaste? —preguntó Cordelia, interesada al instante—. ¿Dónde está?

—Estoy segura de que hay algo en los archivos vid —concedió su madre, mirándola de hito en hito—. Pero de verdad, Cordelia… tu Reg Rosemont era diez veces más guapo.

—Supongo que sí —reconoció Cordelia—, según cualquier valoración objetiva.

—¿Entonces qué tiene ese hombre?

—No lo sé. Las virtudes de sus vicios, tal vez. Valor. Fuerza. Energía. Tiene poder sobre la gente. No liderazgo exactamente aunque eso también. O lo adoran o lo odian a muerte. El hombre más extraño que he conocido jamás sentía por él las dos cosas a la vez. Pero nadie se queda dormido cuando él está cerca.

—¿Y tú en qué categoría entras, Cordelia? —preguntó su madre, divertida.

—Bueno, no lo odio. No puedo decir tampoco que lo adore.

Hizo una larga pausa y alzó la cabeza para mirar a su madre a los ojos.

—Pero cuando él se corta, yo sangro.

—Oh —dijo su madre, poniéndose pálida. Su boca sonrió, sus ojos parpadearon, y se dedicó con vigor innecesario a arreglar las escasas pertenencias de Cordelia.


La cuarta tarde de su permiso, el comandante en jefe de Cordelia trajo consigo una visita preocupante.

—Capitana Naismith, ésta es la doctora Mehta, del Servicio Médico de la Fuerza Expedicionaria —presentó el comodoro Tailor.

La doctora Mehta era una mujer delgada y de piel bronceada aproximadamente de la misma edad que Cordelia, con el pelo negro peinado hacia atrás, fría y aséptica con su uniforme azul.

—Otra psiquiatra no —suspiró Cordelia. Los músculos de la nuca se le agarrotaron. Más interrogatorios, más retorcimientos, más evasivas, telarañas de mentiras cada vez más temblorosas para cubrir los agujeros en su historia en donde habitaban las amargas verdades de Vorkosigan…

—Los informes de la comodoro Sprague finalmente han llegado para engrosar su archivo, aunque parece que un poco tarde. —Tailor apretó los labios—. Horrible. Lo siento. Si los hubiéramos recibido antes, habríamos podido ahorrarle lo de la semana pasada. A usted y a todo el mundo.

Cordelia se ruborizó.

—No quería darle una patada. Tropezó conmigo. No volverá a suceder.

El comodoro Tailor reprimió una sonrisa.

—Bueno, yo no voté por él. Freddy el Firme no es mi principal preocupación. Aunque —se aclaró la garganta—, se ha tomado un interés personal en su caso. Ahora es usted una figura pública, le guste o no.

—Oh, tonterías.

—No es ninguna tontería. Tiene usted una obligación.

¿Por boca de quién hablas, Bill?, pensó Cordelia. Esto no es cosa tuya. Se frotó la nuca.

—Creí que me habían relevado de todas mis obligaciones. ¿Qué más quieren de mí?

Tailor se encogió de hombros.

—Se pensó… me dieron a entender… que podría tener usted futuro como portavoz del… del Gobierno. Debido a su experiencia de guerra. Una vez que se recupere.

Cordelia esbozó una mueca.

—Se hacen extrañas ilusiones sobre mi carrera como soldado. Mire… en lo que a mí respecta, Freddy el Firme puede ponerse medias e ir a pedir el voto hermafrodita en Quartz. Pero yo no vo-voy a representar el papel de… de una vaca propagandística, para que me ordeñe cualquier partido. Tengo aversión a la política, por citar a un amigo.

—Bueno… —Él se encogió de hombros, como si también hubiera rechazado un deber, y continuó con más firmeza—: Sea como sea, hacer que se recupere para cumplir con su deber una vez más es preocupación mía.

—Estoy… estaré bien, después de mi-mi mes de permiso. Sólo necesito un descanso. Quiero volver a Exploración.

—Y podrá hacerlo. En cuanto reciba el alta médica.

—Oh. —Cordelia tardó unos instantes en captar las implicaciones de aquello—. Oh, no… espere un minuto. Tuve un pequeño pro-problema con la doctora Sprague. Una mujer muy agradable, su razonamiento era sensato, pero sus premisas eran equivocadas.

El comodoro Tailor la miró apenado.

—Creo que lo mejor será que la deje en manos de la doctora Mehta. Ella se lo explicará todo. Cooperará con ella, ¿verdad, Cordelia?

Cordelia hizo una mueca, helada.

—Permítame que lo deje claro. Lo que me están diciendo es que, si no puedo contentar a mi loquero, nunca volveré a poner un pie en una nave de Exploración. Ni puesto de ma-mando… ni trabajo.

—Es… una forma muy brusca de expresarlo. Pero ya sabe que para trabajar en Exploración, con pequeños grupos de personas aisladas juntas durante largos periodos de tiempo, los perfiles psíquicos son de absoluta importancia.

—Sí, lo sé… —Forzó sus labios a ofrecer una sonrisa—. Co-cooperaré. Cla-claro.

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