—Bien —dijo la doctora Mehta, colocando su caja sobre una mesa del apartamento de los Naismith—, esto es un método de monitorización en absoluto molesto. No sentirá usted nada, no le hará nada, excepto darme a mí las pistas sobre qué temas son de importancia subconsciente para usted. —Hizo una pausa para tragar una cápsula, y añadió—: Alergia. Discúlpeme. Considérelo como un zahorí emocional en busca de las corrientes enterradas de la experiencia.
—Para decirle dónde tiene que cavar el pozo, ¿eh?
—Exactamente. ¿Le importa si fumo?
—Adelante.
Mehta encendió un cigarrillo aromático y lo depositó con desenfado en un cenicero que había traído consigo. El humo revoloteó hacia Cordelia; ella entornó los ojos al percibir su olor acre. Una extraña perversión para una doctora, pensó; bueno, todos tenemos nuestras debilidades. Miró la caja, conteniendo su irritación.
—Empecemos por una base de datos —dijo Mehta—. Julio.
—¿Se supone que tengo que decir agosto o algo?
—No, no es un test de asociación libre: la máquina hará el trabajo. Pero puede hacerlo, si lo desea.
—Está bien.
—Doce.
Apóstoles, pensó Cordelia. Huevos. Días de navidad.
—Muerte.
Nacimiento, pensó Cordelia. Esos barrayareses de clase alta lo depositan todo en sus hijos. Nombre, propiedades, cultura, incluso su continuidad en el Gobierno. Una gran carga, no era extraño que los niños se encogieran y retorcieran bajo su peso.
—Nacimiento.
Muerte, pensó Cordelia. Un hombre sin hijos es allí un fantasma ambulante, sin ninguna participación en su futuro. Y cuando el Gobierno falla, pagan el precio con las vidas de sus hijos. Cinco mil.
Mehta movió el cenicero un poco a la izquierda. No sirvió de nada: el malestar empeoró, de hecho.
—Sexo.
Poco probable, estando yo aquí y él allí…
—Diecisiete.
Contenedores, pensó Cordelia. Me pregunto cómo les irá a esos pobres y desesperados fragmentos de vida.
La doctora Mehta frunció el ceño ante sus indicadores, dubitativa.
—¿Diecisiete? —repitió.
Dieciocho, pensó Cordelia firmemente. La doctora Mehta tomó nota.
—Almirante Vorrutyer.
Pobre sapo sacrificado. Sabes, creo que dijiste la verdad: debió de amar a Aral una vez, para odiarlo tanto. Me pregunto qué te hizo. Te rechazó, probablemente. Yo podría comprender ese dolor. Tenemos algo en común después de todo, tal vez…
Mehta ajustó otro dial, frunció de nuevo el ceño, lo volvió.
—Almirante Vorkosigan.
Ah, amor, seamos sinceros el uno con el otro… Cordelia se concentró en el uniforme azul de Mehta. Obtendría un géiser si excavaba allí. Probablemente ya lo sabe, está tomando otra nota…
Mehta miró su cronómetro, y se inclinó hacia delante con gran atención.
—Hablemos del almirante Vorkosigan.
Mejor no, pensó Cordelia. Dijo:
—¿Qué pasa con él?
—Trabaja mucho en su sección de Inteligencia, ¿lo sabe?
—No lo creo. Su especialidad principal parece ser la de táctico de Estado Mayor… cuando no está en patrulla de servicio.
—El Carnicero de Komarr.
—Eso es una maldita mentira —dijo Cordelia automáticamente, y deseó de inmediato no haber hablado.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó Mehta.
—Él.
—Él. Ah.
Ya te daré yo a ti por ese «Ah». No. Cooperación. Calma. Me siento tranquila… Desearía que esta mujer dejara de fumar o apagara esa cosa. Me pican los ojos.
—¿Qué prueba le ofreció?
Ninguna, advirtió Cordelia.
—Su palabra, supongo. Su honor.
—Bastante intangible. —Tomó nota otra vez—. ¿Y le creyó usted?
—Sí.
—¿Por qué?
—Parecía… coherente con lo que vi de su carácter.
—Fue usted prisionera suya durante seis días en aquella misión de Exploración, ¿verdad?
—Eso es.
Mehta dio un golpecito con su lápiz óptico y dijo «mm», de modo ausente, mirando a través de ella.
—Parece bastante convencida de la sinceridad de ese Vorkosigan. ¿No cree que le haya mentido nunca, entonces?
—Bueno… sí, pero después de todo, yo era una oficial enemiga.
—Sin embargo, parece aceptar sus palabras sin cuestionar nada.
Cordelia trató de explicarse.
—La palabra de un hombre es en Barrayar algo más que una vaga promesa, al menos para los tipos a la antigua usanza. Cielos, es incluso la base de su gobierno, juramentos de fidelidad y todo eso.
Mehta silbó sin sonido.
—¿Aprueba usted su forma de gobierno ahora?
Cordelia se agitó, incómoda.
—No exactamente. Estoy empezando a comprenderla un poco, eso es todo. Podría funcionar, supongo.
—Así que ese asunto de la palabra de honor… ¿cree que él nunca la rompe?
—Bueno…
—La rompe, entonces.
—Lo he visto hacerlo. Pero el coste fue enorme.
—La rompe por un precio, entonces.
—Por un precio no. A un coste.
—No soy capaz de ver la diferencia.
—Un precio es por algo que obtienes. Un coste es algo que pierdes. Él perdió… mucho, en Escobar.
La conversación derivaba hacia terreno peligroso. Tengo que cambiar de tema, pensó Cordelia, adormilada. O echar una siestecita… Mehta volvió a mirar la hora, y estudió intensamente el rostro de Cordelia.
—Escobar —dijo Mehta.
—Aral perdió su honor en Escobar, ¿sabe? Dijo que iba a irse a casa y a emborracharse después. Escobar le rompió el corazón, creo.
—Aral… ¿lo llama usted por ese nombre?
—Él me llama «querida capitana». Siempre me pareció gracioso. Muy revelador, en cierto modo. Me considera una mujer soldado. Vorrutyer tenía razón otra vez: creo que soy la solución a una dificultad que tiene. Me alegro…
La habitación empezaba a caldearse. Cordelia bostezó. Los anillos de humo se enroscaban como tentáculos a su alrededor.
—Soldado.
—Él quiere a sus soldados, ¿sabe? De verdad. Está lleno de ese peculiar patriotismo barrayarés. Todo el honor para el emperador. El emperador apenas parece merecedor de ello…
—Emperador.
—Pobre cretino. Atormentado como Bothari. Tal vez igual de loco.
—¿Bothari? ¿Quién es Bothari?
—Habla con demonios. Los demonios le responden. Le gustaría Bothari. A Aral le gusta. Y a mí. Es un buen tipo para tenerlo al lado en el próximo viaje al infierno. Habla su idioma.
Mehta frunció el ceño, volvió a tocar los diales, y dio un golpecito a su pantalla de lectura con una larga uña. Retrocedió.
—Emperador.
Cordelia apenas podía mantener los ojos abiertos. Mehta encendió otro cigarrillo y lo colocó junto a la colilla del primero.
—El príncipe… —dijo Cordelia. No podía hablar del príncipe…
—El príncipe —repitió Mehta.
—No puedo hablar del príncipe. Esa montaña de cadáveres… —Cordelia entornó los ojos ante el humo. El humo… el extraño y acre humo de los cigarrillos, encendidos y nunca llevados a la boca…
—Me está usted… drogando… —Su voz se apagó en un extraño aullido, y se tambaleó hasta ponerse en pie. El aire era como pegamento. Mehta se inclinó hacia delante, los labios entreabiertos en un gesto de concentración. Luego saltó de la silla y retrocedió sorprendida mientras la otra mujer se abalanzaba hacia ella.
Cordelia barrió la grabadora de la mesa y le cayó encima cuando chocó con el suelo, golpeándola con la mano derecha, la mano buena.
—¡No hablaré! ¡No más muertes! ¡No puede obligarme! A la mierda… no podrá conseguirlo, lo siento, perro guardián, recuerda cada palabra, lo siento, lo fusiló, por favor, hábleme, por favor, déjeme salir, por favor déjeme salir, porfavordejemesalir…
Mehta intentaba levantarla del suelo, hablando tranquilizadoramente. Cordelia captó retazos mezclados con su propia cháchara.
—… no puede hacer eso… reacción idiosincrática… muy habitual. Por favor, capitana Naismith, tiéndase…
Algo destelló en la mano de Mehta. Una ampolla.
—¡No! —gritó Cordelia, tendiéndose de espaldas y pataleando. La alcanzó. La ampolla salió volando hasta perderse bajo una mesa—. Nada de drogas, nada de drogas, no no no…
Mehta estaba verdosa.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero tiéndase… eso es, así…
Salió corriendo para poner el aire acondicionado a máxima potencia, y apagó el segundo cigarrillo. El ambiente se despejó rápidamente.
Cordelia se tumbó en el sofá, recuperando el aliento y temblando. Tan cerca, había estado tan cerca de traicionarlo… y ésta era sólo la primera sesión. Gradualmente empezó a sentirse más refrescada y más despejada.
Se sentó, la cara enterrada en las manos.
—Ha sido un truco sucio —dijo con voz átona.
Mehta sonrió, una sonrisa de plástico que enmascaraba su excitación.
—Bueno, sí, un poco. Pero ha sido una sesión enormemente productiva. Mucho más de lo que esperaba.
Apuesto a que sí, pensó Cordelia. Disfrutaste de mi actuación, ¿verdad? Mehta estaba arrodillada en el suelo, recogiendo piezas de la grabadora.
—Lamento lo de su máquina. No sé qué me ha pasado. ¿He… he destruido los resultados?
—Sí, debería haberse quedado dormida. Extraño. Y no. —Triunfal, sacó un cartucho de datos del destrozo y lo colocó con cuidado sobre la mesa—. No tendrá que pasar otra vez por esto. Todo está aquí. Muy bien.
—¿Y qué ha encontrado? —preguntó Cordelia secamente, controlando su tensión.
Mehta la observó con fascinación profesional.
—Es usted sin duda el caso más fascinante que he tratado jamás. Pero esto debería despejar su mente de cualquier duda sobre si los barrayareses han, ah, reorganizado violentamente su pensamiento. Sus indicadores prácticamente se han salido de la escala. —Asintió con conocimiento.
—¿Sabe? No es que me entusiasmen sus métodos. Tengo una aversión particular a que me droguen contra mi voluntad. Creía que esas cosas eran ilegales.
—Pero necesarias, a veces. Los datos son mucho más puros si el sujeto no es consciente de la observación, Se considera suficientemente ético si se obtiene un permiso a posteriori.
—Permiso a posteriori, ¿eh? —rezongó Cordelia. El miedo y la furia se enroscaron en una doble hélice por su columna dorsal, apretando cada vez más. Con esfuerzo, mantuvo la sonrisa, sin dejar que se convirtiera en una mueca—. Es un concepto legal en el que nunca había pensado. Parece… casi propio de Barrayar. No la quiero en mi caso —añadió bruscamente.
Mehta tomó nota y alzó la cabeza, sonriente.
—No es una declaración emocional —recalcó Cordelia—. Es una exigencia legal. Rehúso cualquier nuevo tratamiento por su parte.
Mehta asintió, comprensiva. ¿Era sorda esa mujer?
—Enormes progresos —dijo feliz—. No esperaba descubrir la defensa de aversión hasta dentro de una semana.
—¿Qué?
—No esperaba que los barrayareses hubieran trabajado tanto con usted y por tanto no plantó defensas alrededor, ¿no? Claro que se siente hostil. Pero recuerde, ésos no son sus sentimientos. Mañana trabajaremos en ello.
—¡Ah, no, nada de eso! —Los músculos de su cuero cabelludo estaban tensos como alambres. Le dolía ferozmente la cabeza—. ¡Está despedida!
Mehta parecía ansiosa.
—¡Oh, excelente!
—¿No me ha oído? —vociferó Cordelia. ¿De dónde salía aquel alarido quejumbroso en su voz? Calma, calma…
—Capitana Naismith, le recuerdo que no somos civiles. Ésta no es la típica relación legal médico-paciente; ambas nos debemos a una disciplina militar, y perseguimos, según tengo motivos para creer, un fin militar… No importa. Basta con decir que usted no me ha contratado y que no puede despedirme. Hasta mañana, entonces.
Cordelia permaneció sentada durante horas después de que se marchara, contemplando la pared y haciendo oscilar las piernas con golpes ausentes contra el costado del sofá, hasta que su madre llegó a casa con la cena. Al día siguiente dejó el apartamento temprano y dio un paseo al azar por la ciudad, y no regresó hasta por la noche, muy tarde.
Esa noche, en su cansancio y soledad, se sentó a escribir su primera carta a Vorkosigan. Rompió a la mitad el primer borrador, cuando se dio cuenta de que su correo probablemente sería leído por otros ojos, quizá los de Illyan. El segundo borrador fue más neutral. Lo escribió a mano, en papel, y como estaba sola lo besó antes de sellarlo, y luego sonrió sin alegría por haberlo hecho. Enviar una carta en papel a Barrayar costaba mucho más que una electrónica, pero él la apreciaría, como ella. Era lo más cercano a una caricia que podían conseguir.
A la mañana siguiente Mehta la llamó temprano a la comconsola para decirle a Cordelia alegremente que podía relajarse; había ocurrido algo y su sesión de la tarde quedaba cancelada. No hizo ninguna referencia a la escapada de Cordelia de la tarde anterior.
Cordelia se sintió aliviada al principio, hasta que empezó a pensar al respecto. Sólo para asegurarse, volvió a ausentarse de casa. El día podría haber sido agradable, a excepción de un encontronazo con algunos periodistas que acechaban en torno al apartamento, y el descubrimiento a media tarde de que la seguían dos hombres con sarong civil muy sospechosos. Los sarongs eran la última moda del año anterior; aquel año era la pintura corporal exótica y caprichosa. Cordelia, vestida con su viejo uniforme pardo de Exploración los perdió colándose en un sensoespectáculo porno. Pero volvieron a aparecer más tarde cuando visitaba el Zoo de Silicio.
A la hora que Mehta señaló, la tarde siguiente, llamaron a la puerta. Cordelia se levantó a abrirla, reacia. ¿Cómo voy a enfrentarme a ella hoy?, se preguntó. Me estoy quedando sin inspiración. Estoy tan cansada…
El estómago se le vino a los pies. ¿Y ahora qué? En la puerta estaban Mehta, el comodoro Tailor y un fornido tecnomed. Este tipo, pensó Cordelia, observándolo, sí que parece capaz de manejar a Bothari. Retrocediendo un poco, los dejó entrar en el saloncito de su madre, quien se retiró a la cocina a preparar café.
El comodoro Tailor se sentó y se aclaró nervioso la garganta.
—Cordelia, tengo que decirle algo que me temo será un poco doloroso.
Cordelia se sentó sobre el brazo de un sillón e hizo oscilar la pierna de un lado a otro, mostrando los dientes con lo que esperaba que fuera una sonrisa apacible.
—Si-sigue con el trabajo sucio, ¿eh? Una de las alegrías del mando. Adelante.
—Vamos a tener que pedirle que acceda a ser hospitalizada para ser sometida a nueva terapia.
¡Santo Dios, allá vamos! Los músculos de su vientre temblaron bajo la camisa; era una camisa suelta, tal vez no se dieran cuenta.
—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó con indiferencia.
—Nos tememos… nos tememos muy mucho que la programación mental a la que la sometieron los barrayareses fue mucho mas extensa de lo que nadie esperaba. Nosotros creemos, de hecho… —Hizo una pausa y tomó aliento—. Han intentado convertirla en su agente.
¿Era un «nosotros» editorial o imperial, Bill?
—¿Lo intentaron o tuvieron éxito?
—Nuestra opinión está dividida en ese…
Advertid, niños, cómo evita capciosamente el uso del «yo» de la responsabilidad personal; sugiere el peor «nosotros» de todos, el «nosotros» culpable… ¿Qué demonios están planeando?
—… pero esa carta que envió usted anteayer al almirante barrayarés, Vorkosigan… Pensamos que debería tener una oportunidad para explicarse, primero.
—Y-ya veo.
¡Se han atrevido!
—No es una ca-carta oficial. ¿Cómo podría serlo? Saben que Vorkosigan está retirado ahora. Pero tal vez —su mirada taladró a Tailor—, puedan explicarme con qué derecho están interceptando y leyendo mi correo privado.
—Emergencia de seguridad. Por la guerra.
—La guerra ha terminado.
Él pareció incómodo por eso.
—Pero el espionaje continúa.
Probablemente era cierto. Ella se había preguntado a menudo cómo llegó a enterarse Ezar Vorbarra de la existencia de los espejos de plasma, que hasta la guerra era el secreto armamentístico mejor guardado del arsenal betano. Su pie daba golpecitos nerviosamente. Lo detuvo.
—Mi carta. —Mi corazón, en papel, el papel envuelve a la piedra… Mantuvo la voz fría—. ¿Y qué descubrieron por mi carta, Bill?
—Bueno, ése es el problema. Hicimos que nuestros mejores criptógrafos y nuestros más avanzados programas informáticos trabajaran durante casi dos días enteros. Analizaron hasta la estructura molecular del papel. Sinceramente —miró irritado a Mehta—, no estoy convencido de que encontraran nada.
No, pensó Cordelia, no lo encontrarán. El secreto estaba en el beso. Algo no sujeto al análisis molecular. Suspiró sombría.
—¿La enviaron, después de terminar?
—Bueno… me temo que no quedó gran cosa.
Las tijeras cortan el papel…
—No soy ninguna agente. Le do-doy mi palabra.
Mehta alzó la cabeza, alerta.
—A mí me cuesta trabajo creerlo —dijo Taylor.
Cordelia trató de sostener su mirada; él apartó la suya. Lo crees, pensó ella.
—¿Qué pasa si me niego a ser ingresada?
—Entonces, como oficial en jefe, debo ordenarle que lo haga.
Te veré en el infierno primero… no. Debo permanecer tranquila, seguir hablando, tal vez pueda salir de ésta.
—¿Aunque vaya en contra de mis consideraciones privadas?
—Se trata de un serio asunto de seguridad. Me temo que no admite consideraciones privadas.
—¡Oh, venga ya! Incluso el capitán Negri ha admitido consideraciones privadas, según dicen.
Había dicho algo equivocado. La temperatura de la habitación bajó de golpe.
—¿Cómo conoce al capitán Negri? —dijo Tailor, con voz helada.
—Todo el mundo ha oído hablar del capitán Negri. —Ellos la estaban mirando—. ¡Oh, ve-venga ya! Si yo fuera una agente de Negri, ustedes nunca lo sabrían. ¡No es tan inepto!
—Al contrario —dijo Mehta con tono entrecortado—, creemos que es tan bueno que usted nunca lo sabría.
—¡Chorradas! —dijo Cordelia, disgustada—. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
Mehta contestó literalmente.
—Mi hipótesis es que está usted siendo controlada, inconscientemente, tal vez, por ese siniestro y enigmático almirante Vorkosigan. Que su programación comenzó durante su primer cautiverio y fue completada, probablemente, durante la última guerra. Estaba usted destinada a ser la cabecilla de una nueva red de inteligencia barrayaresa aquí, para sustituir a la que fue desmantelada. Un topo, tal vez, puesto en su sitio y que permanecerá desactivado durante años, hasta que se presente una situación crítica…
—¿Siniestro? —interrumpió Cordelia—, ¿Enigmático? Aral. Me dan ganas de reír.
Me dan ganas de llorar…
—Obviamente es su control —dijo Mehta, complaciente—. Al parecer ha sido programada para obedecerle sin discusión.
—No soy un ordenador. —Tump, tump, hizo su pie—. Y Aral es la única persona que nunca me ha constreñido. Una cuestión de honor, creo.
—¿Ve? —dijo Mehta. A Tailor, no a Cordelia—. Todas las pruebas señalan en una dirección.
—¡Sólo si se po-pone boca abajo! —chilló Cordelia, nerviosa. Miró a Tailor—. No tengo que aceptar esa orden. Puedo dimitir de mi puesto.
—No necesitamos su permiso —dijo Mehta fríamente—. Ni siquiera como civil. Si un pariente accede.
—¡Mi madre nunca permitiría que me hicieran eso!
—Ya lo hemos discutido con ella, en profundidad. Está muy preocupada por usted.
—Ya ve-veo. —Cordelia se aplacó bruscamente, mirando hacia la cocina—. Me preguntaba por qué ese café estaba tardando tanto. Conciencia culpable, ¿eh? —Tarareó una musiquilla entre dientes, luego se detuvo—. Han hecho ustedes su tarea. Han cubierto todas las salidas.
Tailor consiguió ofrecer una sonrisa tranquilizadora.
—No tiene nada que temer, Cordelia. Tendrá a los mejores profesionales trabajando para… con…
En, pensó Cordelia.
—… usted. Y cuando acabe, podrá regresar a su antigua vida como si nada de esto hubiera sucedido jamás.
Borrarme, ¿no? Borrarlo a él… Analizarme hasta la muerte, como a mi pobre y tímida carta de amor. Le sonrió con tristeza.
—Lo siento, Bill. Tengo la horrible visión de ser pe-pelada como una cebolla, en busca de las semillas.
Él sonrió.
—Las cebollas no tienen semillas, Cordelia.
—Por eso lo digo —respondió ella con sequedad.
—Y sinceramente —continuó él—, si tiene usted razón y, uh, nosotros estamos equivocados, la manera más rápida de demostrarlo es acompañándonos. —Sonrió con la sonrisa de la razón.
—Sí, cierto…
A excepción de aquel pequeño asunto de una guerra civil en Barrayar… ese pequeño obstáculo, esa piedra, la piedra envuelve al papel…
—Lo siento, Cordelia.
Lo sentía de verdad.
—No importa.
—El plan de los barrayareses es notable —expuso Mehta, reflexiva—. Ocultar una red de espionaje bajo la tapadera de una historia de amor. Puede que incluso me la hubiera tragado, si los participantes hubieran sido más creíbles.
—Sí —reconoció Cordelia cordialmente, rebulléndose por dentro—. No es de esperar que una mujer de treinta y cuatro años se enamore como una adolescente. Es un… regalo bastante inesperado a mi edad. Y aún más inesperado a los cuarenta y cuatro, supongo.
—Exactamente —dijo Mehta, satisfecha con la rápida capacidad de comprensión de Cordelia—. Un oficial de carrera maduro no es precisamente materia de romances.
Tailor, tras ellas, abrió la boca como para decir algo, pero luego la volvió a cerrar. Se miró las manos, meditabundo.
—¿Cree que puede curarme de eso? —preguntó Cordelia.
—Oh, sí.
—Ah.
Sargento Bothari, ¿dónde estás ahora? Demasiado tarde.
—No me deja ninguna opción. Curioso.
Retrásalo, susurró su mente. Busca una oportunidad. Si no puedes encontrarla, créala. Finge que esto es Barrayar, donde todo es posible.
—¿Hay algún problema si me do-doy una ducha… me cambio de ropa, hago las maletas? Supongo que será un asunto que irá para largo.
—Por supuesto. —Tailor y Mehta intercambiaron una mirada de alivio. Cordelia sonrió agradablemente.
La doctora Mehta, sin el tecnomed, la acompañó a su dormitorio. La oportunidad, pensó Cordelia, mareada.
—Ah, bien —dijo, cerrando la puerta tras la doctora—. Podremos charlar mientras hago las maletas.
Sargento Bothari… hay un momento para las palabras, y hay un momento en que incluso las mejores palabras fracasan. Usted era un hombre de muy pocas palabras, pero no fracasaba. Ojalá lo hubiera entendido mejor. Demasiado tarde…
Mehta se sentó en la cama, observando a su espécimen, tal vez, mientras se rebullía bajo su pinza. Su triunfo de deducción lógica. ¿Tiene planeado escribir un estudio sobre mí, Mehta?, se preguntó Cordelia agriamente. El papel envuelve la piedra…
Revoloteó por la habitación, abriendo cajones, cerrando armarios. Allí había un cinturón, dos cinturones, uno de ellos de cadena. Allí estaban sus tarjetas de identidad, las tarjetas bancarias, el dinero. Fingió no verlo. Mientras se movía, hablaba. Su cerebro ardía. La piedra aplasta las tijeras…
—Sabe, me recuerda usted un poco al difunto almirante Vorrutyer. Los dos quieren abrirme, ver qué me hace patalear. Pero Vorrutyer era más bien un crío. No tenía ninguna intención de recoger los destrozos después.
»Usted, por otro lado, me abrirá y ni siquiera se divertirá. Naturalmente, pretende unir las piezas después, pero desde su punto de vista eso apenas importa. Aral tenía razón respecto a la gente de las habitaciones de seda verde…
Mehta parecía sorprendida.
—Ha dejado de tartamudear —advirtió.
—Sí… —Cordelia se detuvo ante el acuario, considerándolo con curiosidad—. Es verdad. Qué extraño.
La piedra aplasta las tijeras…
Quitó la tapa. La vieja náusea familiar de aturdimiento y miedo le hizo un nudo en el estómago. Caminó hasta colocarse casualmente tras Mehta, el cinturón de cadena y una camisa en las manos. Debo elegir ahora. Debo elegir ahora. ¡Debo elegir… ahora!
Dio un salto, envolvió el cinturón en torno al cuello de la doctora, levantándole los brazos tras la espalda, y asegurándolos dolorosamente con el otro extremo del cinturón. Mehta emitió un chillido estrangulado.
Cordelia la sujetó por detrás y le susurró al oído:
—Dentro de un momento le permitiré recuperar el aire. Cuánto tiempo, depende de usted. Está a punto de recibir un cursillo acelerado de las auténticas técnicas de interrogación de Barrayar. No las aprobaba, pero últimamente he llegado a comprender que tienen su utilidad… cuando tienes prisa, por ejemplo.
No puedo dejar que se dé cuenta de que estoy fingiendo. Estoy fingiendo.
—¿Cuántos hombres ha colocado Tailor alrededor de este edificio, y cuáles son sus posiciones?
Aflojó un poco la cadena. Mehta, con los ojos espantados de miedo, se atragantó.
—¡Ninguno!
—Todos los cretenses son unos mentirosos —murmuró Cordelia—. Bill no es ningún inepto.
Arrastró a la doctora hasta el acuario y le metió la cabeza en el agua. Se debatió salvajemente, pero Cordelia, más grande, más fuerte, mejor entrenada, la sujetó con una fuerza furiosa que la sorprendió a ella misma.
Mehta mostró signos de ir a desmayarse. Cordelia la sacó del agua y le permitió respirar un par de veces.
—¿Quiere revisar sus palabras ya?
Que Dios me ayude, ¿y si esto no funciona? Ahora nunca creerán que no soy una agente.
—Oh, por favor —jadeó Mehta.
—Muy bien, allá va.
La metió en el acuario otra vez.
El agua se agitó, desbordándose por los lados del acuario, Cordelia podía ver la cara de Mehta a través del cristal, extrañamente ampliada, letalmente amarilla en la extraña luz reflejada del fondo. Burbujas plateadas brotaban de su boca y revoloteaban por su cara. Cordelia se sintió temporalmente fascinada por ellas. El aire fluye como el agua, bajo el agua, pensó; ¿hay una estética de la muerte?
—Ahora. ¿Cuántos? ¿Dónde?
—¡No, de verdad!
—Beba un poco más.
En su siguiente inspiración, Mehta jadeó:
—¡No será capaz de matarme!
—Diagnostique, doctora —susurró Cordelia—. ¿Soy una mujer cuerda haciéndose pasar por loca, o soy una loca fingiendo estar cuerda? ¡Desarrolle agallas!
Su voz se alzó incontrolablemente. Empujó de nuevo a Mehta al agua y descubrió que ella misma contenía la respiración. ¿Y si tiene razón y yo estoy equivocada? ¿Y si soy una agente y no lo sé? ¿Cómo se distingue una copia del original? La piedra aplasta las tijeras…
Tuvo una visión, los dedos temblando, en la que sujetaba la cabeza de la mujer bajo el agua hasta que su resistencia se agotaba, hasta que la inconsciencia se apoderaba de ella y era imposible rescatarla de la muerte cerebral. Poder, oportunidad, voluntad… no carecía de nada. Así que esto es lo que Aral sintió en Komarr, pensó. Ahora comprendo… no. Ahora sé.
—¿Cuántos? ¿Dónde?
—Cuatro —croó Mehta. Cordelia se derritió de alivio—. Dos ante el vestíbulo. Dos en el garaje.
—Gracias —dijo Cordelia, automáticamente cortés; pero su garganta era apenas una rendija y apretujaba sus palabras hasta convertirlas en una mancha de sonido—. Lo siento…
No pudo decir si Mehta, lívida, oyó o comprendió. El papel envuelve la piedra…
La ató y la amordazó como había visto a Vorkosigan hacerle a Gottyan. La empujó detrás de la cama, donde no pudieran verla desde la puerta. Se metió en los bolsillos tarjetas bancarias, carnets de identidad, dinero. Abrió la ducha.
Se acercó de puntillas a la puerta del dormitorio, respirando entrecortadamente por la boca. Vaciló un minuto, sólo un minuto, para recuperar la compostura, pero Tailor y el tecnomed se habían ido. A la cocina a por café, probablemente. No se atrevió a arriesgarse a asomarse para oír sus pasos.
¡No, Dios…! Tailor estaba de pie en la puerta de la cocina, llevándose una taza de café a los labios. Ella se quedó inmóvil, él se detuvo y se miraron mutuamente.
Cordelia advirtió que sus ojos debían de ser tan grandes como los de un animal nocturno. Nunca podía controlar sus ojos.
La boca de Tailor se retorció extrañamente, observándola. Luego, despacio, alzó la mano izquierda y la saludó. La mano incorrecta, pero con la otra sujetaba el café. Tomó un sorbo, la mirada fija en el borde de la taza.
Cordelia se puso gravemente firmes, devolvió el saludo y salió silenciosa del apartamento.
Encontró a un periodista y su vidman en el pasillo, uno de los más persistentes y molestos, advirtió con terror, el mismo que había expulsado el día anterior del edificio. Le sonrió, mareada por la ansiedad, como un paracaidista que salta al aire.
—¿Todavía quiere hacer esa entrevista?
Él picó el anzuelo.
—Tranquilo. Aquí no. Me están vigilando. —Bajó la voz, en tono conspirador—. El Gobierno ha preparado una tapadera. Lo que sé podría hacer volar por los aires la Administración. Cosas sobre las prisioneras. Usted podría… labrarse una reputación.
—¿Dónde, entonces? —Él estaba ansioso.
—¿Qué tal en el espaciopuerto? Tienen un bar tranquilo. Lo invitaré a una copa, y podremos… planear nuestra campaña.
El tiempo se marcaba en su cerebro. Esperaba que la puerta del apartamento de su madre se abriera de un momento a otro.
—Pero es peligroso. Hay dos agentes del Gobierno en el vestíbulo y otros dos en el garaje. Tengo que salir sin que me vean. Si supieran que estoy hablando con usted, tal vez no tenga una oportunidad para una segunda entrevista. Nada espectacular: sólo una tranquila desaparición en la noche, y un rumor sobre «pruebas médicas». ¿Sabe lo que quiero decir?
Estaba bastante segura de que no: sus noticias en los medios trataban principalmente de fantasías sexuales, pero pudo ver la visión de la gloria periodística creciendo en su rostro.
Él se volvió hacia el vidman.
—Jon, dale tu chaqueta, tu sombrero y tu holovid.
Ella se recogió el pelo por dentro del sombrero de ala ancha, ocultó su uniforme bajo la chaqueta, y cargó con el vid. Subieron en el tubo elevador hasta el garaje.
Había dos hombres con uniformes azules esperando junto a la salida. Cordelia se colocó el vid al hombro, medio ocultando su rostro con el brazo, cuando pasaron ante ellos camino del vehículo de tierra del periodista.
En el bar del espaciopuerto ella pidió las bebidas y le dio un largo sorbo a la suya.
—Ahora mismo vuelvo —prometió, y lo dejó allí sentado con el licor sin pagar delante.
La siguiente parada fue el ordenador de los billetes. Pulsó solicitando el horario. No salían naves de pasajeros con destino a Escobar durante al menos seis horas. Demasiado tiempo. El espaciopuerto sería sin duda uno de los primeros sitios donde buscarían. Una mujer con el uniforme del espaciopuerto pasó ante ella. Cordelia la abordó.
—Perdóneme. ¿Podría ayudarme a encontrar información sobre los horarios de los cargueros privados, o alguna otra nave privada que vaya a partir pronto?
La mujer frunció el ceño y luego sonrió al reconocerla de repente.
—¡Usted es la capitana Naismith!
El corazón le dio un brinco y redobló con fuerza. No… tranquila…
—Sí. Hum… La prensa me lo ha estado poniendo difícil. Estoy segura de que me entiende. —Cordelia le dirigió a la mujer una mirada que la ascendía a un círculo íntimo—. Quiero hacerlo sin llamar la atención. ¿Podemos ir a una oficina? Sé que usted no es como ellos. Respeta la intimidad. Puedo verlo en su cara.
—¿Puede? —La mujer estaba halagada y nerviosa, y guió a Cordelia. En su oficina, tuvo acceso a los horarios de control de tráfico, y Cordelia los estudió rápidamente.
—Mm. Ésta parece bien. Parte para Escobar dentro de una hora. ¿Sabe usted si el piloto ha subido ya a bordo?
—Ese carguero no puede llevar pasajeros.
—Eso es. Sólo quiero hablar con el piloto. Personalmente. Y en privado. ¿Puede llamarlo por mí?
—Lo intentaré.
Y tuvo éxito.
—Se reunirá con usted en el Muelle de Atraque 21. Pero tendrá que darse prisa.
—Gracias. Um… Sabe, los periodistas me han estado haciendo la vida imposible. No se detienen ante nada. Incluso hay una pareja que ha llegado a ponerse el uniforme de la Fuerza Expedicionaria para intentar abordarme. Se hacen llamar capitana Mehta y comodoro Tailor. Una auténtica lata. Si alguno de ellos viene husmeando, ¿cree que podría olvidar que me ha visto?
—Vaya, claro, capitana Naismith.
—Llámeme Cordelia. ¡Es usted de primera! ¡Gracias!
El piloto era muy joven, dedicado a adquirir experiencia con los cargueros antes de pasar a las responsabilidades mayores de las naves de pasajeros. También la reconoció, y enseguida le pidió un autógrafo.
—Supongo que se estará preguntando por qué ha sido elegido —empezó a decir Cordelia mientras se lo firmaba, sin la menor idea de adónde iba a parar, pero con la impresión de que parecía el tipo de persona que nunca ha ganado un premio en la vida.
—¿Yo, señora?
—Créame, los de seguridad revisaron su vida de cabo a rabo. Es usted digno de confianza. Eso es lo que es. Realmente digno de confianza.
—Oh… ¡No pueden haber descubierto lo de la cordolita! —El sentido de la alarma luchó con la respuesta a los halagos.
—Y lleno de recursos también —repuso Cordelia, preguntándose qué era la cordolita. Nunca había oído hablar del asunto—. Justo el hombre para esta misión.
—¡Qué misión!
—Sssh. No tan fuerte. Estoy en una misión secreta para el presidente. Es tan delicada que ni siquiera el departamento de Guerra está al tanto. Habría profundas repercusiones políticas si se descubriera. Tengo que entregar un ultimátum secreto al emperador de Barrayar. Pero nadie debe saber que he salido de la Colonia Beta.
—¿Se supone que tengo que llevarla hasta allí? —preguntó él, sorprendido—. La ruta de mi carguero…
Creo que podría convencer a este chaval para que me llevara hasta Barrayar con el combustible de su jefe, pensó ella. Pero sería el fin de su carrera. La conciencia controló la ambición desbocada.
—No, no. La ruta de su carguero debe parecer exactamente la misma de siempre. Tengo que reunirme con un contacto secreto en Escobar. Usted simplemente llevará un artículo de carga que no aparecerá en la consigna. Yo.
—No tengo permiso para llevar pasajeros, señora.
—Santo cielo, ¿cree que no lo sabemos? ¿Por qué supone que el presidente en persona lo escogió entre todos los demás candidatos?
—Guau. Y ni siquiera voté por él.
La llevó a bordo de la lanzadera, y la hizo sentarse entre el cargamento de última hora.
—Conoce usted a todos los grandes nombres en Exploración, ¿verdad, señora? Lightner, Parnell… ¿Cree que podría presentarme?
—No sé. Pero… conocerá a un montón de grandes nombres de la Fuerza Expedicionaria, y de Seguridad, cuando vuelva de Escobar. Se lo prometo.
Si supieras…
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, señora?
—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace.
—¿Por qué va en zapatillas?
Ella se miró los pies.
—Yo… lo siento, piloto Mayhew. Es información clasificada.
—Oh.
Él se dispuso a despegar la nave.
Sola por fin, Cordelia apoyó la frente contra el frío costado de plástico de una caja, y lloró en silencio.