11

El campamento volvió pronto a la rutina, o a lo que siempre debería haber sido la rutina. Siguieron semanas de esperar a que las lentas negociaciones para el intercambio de prisioneros se completaran, mientras todos elaboraban planes sobre lo que harían cuando llegaran a casa. Cordelia poco a poco llegó a una relación casi normal con sus compañeras de refugio, aunque ellas todavía intentaban concederle privilegios y servicios especiales. No tuvo noticias de Vorkosigan.

Estaba tendida en su camastro una tarde, fingiendo dormir, cuando la teniente Alfredi vino a despertarla.

—Hay un oficial barrayarés ahí fuera que dice que quiere hablar contigo. —Alfredi la siguió hasta la puerta, con el rostro lleno de recelo y hostilidad—. Creo que no deberías ir sola. Nos falta muy poco para ir a casa. Sin duda te la tienen jurada.

—Oh. No pasa nada, Marsha.

Vorkosigan estaba ante el refugio, con el uniforme verde de diario del Estado Mayor, acompañado como de costumbre por Illyan. Parecía tenso, respetuoso, cansado y encerrado en sí mismo.

—Capitana Naismith —dijo formalmente—, ¿puedo hablar con usted?

—Sí, pero… no aquí. —Ella era plenamente consciente de las miradas de sus compañeras—. ¿Podemos dar un paseo o algo?

Él asintió, y echaron a andar en silencio compartido. Él cruzó las manos a la espalda. Ella se las metió en los bolsillos de su chaquetilla naranja. Illyan los siguió, como un perrillo imposible de espantar. Dejaron el complejo de los prisioneros y se encaminaron hacia el bosque.

—Me alegro de que viniera —dijo Cordelia—. Hay algunas cosas que quería preguntarle.

—Sí. Quise venir antes, pero poner fin a todo esto de manera adecuada me ha mantenido muy ocupado.

Ella asintió, indicando las insignias amarillas de su cuello.

—Enhorabuena por el ascenso.

—Oh, esto. —Tocó una insignia brevemente—. No significa nada. Es sólo una formalidad, para facilitar el trabajo que estoy haciendo ahora.

—¿Y cuál es?

—Desmantelar la flota de guerra, guardar el espacio local en torno a este planeta, trasladar a los políticos de Barrayar y Escobar. Limpieza general, ahora que la fiesta ha terminado. Supervisar el intercambio de prisioneros.

Seguían un amplio sendero a través del verde bosque y la empinada cuesta de la falda del cráter.

—Quería pedirle disculpas por interrogarla con drogas. Sé que la he ofendido enormemente. La necesidad me impulsó. Fue una necesidad militar.

—No tiene que disculparse de nada. —Cordelia miró a Illyan. Debía saberlo…—. De nada, literalmente. Me he dado cuenta.

Él guardó silencio.

—Ya veo —dijo por fin—. Es usted muy aguda.

—Al contrario, estoy muy confundida.

Él se volvió para encarar a Illyan.

—Teniente, le pido un favor. Deseo estar unos minutos a solas con esta dama para discutir un asunto muy personal.

—No debería, señor. Lo sabe.

—Una vez le pedí que se casara conmigo. Nunca me dio su respuesta. Si le doy mi palabra de que no discutiremos de otra cosa, ¿podríamos tener unos momentos de intimidad?

—Oh… —Illyan frunció el ceño—. ¿Su palabra, señor?

—Mi palabra. Como Vorkosigan.

—Bueno… supongo que entonces está bien.

Illyan se sentó en un tronco caído y ellos continuaron sendero arriba.

Una vez en lo alto, se encontraron en un promontorio familiar que asomaba al cráter, el mismo lugar donde Vorkosigan había planeado la recuperación de su nave, hacía tanto tiempo. Se sentaron en el suelo, observando la actividad del campamento, silenciada por la distancia.

—En otro momento nunca habría hecho usted eso —observó Cordelia—. Dar su palabra en falso.

—Los tiempos cambian.

—Ni me habría mentido.

—Es verdad.

—Ni habría fusilado a un hombre por crímenes en los que no había participado.

—No fue una decisión espontánea. Primero se le sometió a un consejo de guerra. Y las cosas se resolvieron con un poco de prisa. De todas formas, eso contentará a la Comisión Judicial Interestelar. Los tendré encima mañana. Investigando los abusos a las prisioneras.

—Creo que va a acabar con las manos manchadas de sangre. Las vidas individuales están perdiendo su significado para usted.

—Sí. Ha habido tantas… Casi es hora de renunciar. —Sus palabras y su rostro parecían carentes de toda expresión.

—¿Cómo lo reclutó el emperador para ese… extraordinario asesinato? Usted, nada menos. ¿Fue idea suya? ¿O de él?

Él no eludió la respuesta, ni negó nada.

—Fue idea suya, y de Negri. Yo no soy más que su agente.

Sus dedos tiraron suavemente de los tallos de hierba, rompiéndolos delicadamente uno a uno.

—No me abordó directamente. Primero me pidió que tomara el mando de la invasión a Escobar. Empezó con un soborno: el virreinato de este planeta, de hecho, cuando sea colonizado. Lo rechacé. Luego lo intentó con amenazas, dijo que me entregaría a Grishnov, para que me acusara de traición, y que no habría perdón real. Le dije que se fuera al infierno, aunque no en esas palabras. Ése fue un mal momento entre nosotros. Luego se disculpó. Me llamó «lord Vorkosigan». Me llamaba «capitán» cuando quería ser ofensivo. Luego mandó llamar al capitán Negri, con un archivo que ni siquiera tenía nombre, y los jueguecitos se terminaron.

»Razón. Lógica. Argumentación. Pruebas. Estuvimos sentados en la sala verde de la Residencia Imperial de Vorbarr Sultana una semana entera, el emperador, Negri y yo, repasándolo, mientras Illyan daba vueltas por los pasillos, estudiando la colección de arte del emperador. Tiene usted razón en su deducción respecto a Illyan por cierto. No sabe nada del verdadero propósito de la invasión.

»Ya vio al príncipe, brevemente. He de añadir que lo vio en su mejor faceta. Vorrutyer tal vez fuera su maestro, pero el príncipe lo superó con creces hace tiempo. Pero si hubiera tenido la más leve idea de lo que es el servicio político, creo que su padre le habría perdonado incluso sus costumbres más repulsivas.

»No era un hombre equilibrado, y se rodeaba de gente cuyos intereses eran desequilibrarlo aún más. Auténtico sobrino de su tío Yuri. Grishnov pretendía gobernar Barrayar a través de él, cuando llegara al trono. Por su cuenta (Grishnov habría estado dispuesto a esperar, creo), el príncipe había orquestado dos intentos de asesinato en la persona de su padre en los últimos dieciocho meses.

Cordelia silbó sin sonido.

—Casi empiezo a comprenderlo. ¿Pero por qué no eliminarlo sin llamar la atención? Sin duda que el emperador y su capitán Negri podrían haberlo conseguido, mejor que nadie.

—Se discutió la idea. Dios me ayude, incluso me ofrecí voluntario para hacerlo yo, como alternativa a este… baño de sangre.

Hizo una pausa.

—El emperador se está muriendo. Se ha quedado sin tiempo para esperar a que el problema se resuelva solo. Para él, intentar dejar la casa en orden se ha convertido en una obsesión.

»El problema es el hijo del príncipe. Sólo tiene cuatro años. Dieciséis años es mucho tiempo para un gobierno regente. Con el príncipe muerto, Grishnov y todo el partido ministerial se aprovecharían del vacío de poder.

»No era suficiente matar al príncipe. El emperador consideró que tenía que destruir a todo el partido de la guerra, de manera tan efectiva que no volviera a alzarse durante otra generación. Y allí estaba yo, sopesando los problemas estratégicos con Escobar. Luego la información sobre los espejos de plasma llegó a través de la red de inteligencia de Negri. La inteligencia militar no tenía ese dato. Luego otra vez yo de por medio, con la noticia de que se había perdido la sorpresa. ¿Sabe que suprimió también parte de eso? Sólo podía ser un desastre. Y allí estaban Grishnov, y el partido de la guerra, y el príncipe, todos en busca de gloria. Él sólo tuvo que hacerse a un lado y dejarlos que corrieran a su perdición. —Vorkosigan arrancaba ahora la hierba a puñados.

—Todo encajó tan bien que resultaba hipnotizante de pura fascinación. Pero difícil. Incluso existía la posibilidad, dejando que los acontecimientos se desarrollaran por su cuenta, de que murieran todos menos el príncipe. Me colocaron donde el guión decía que debía estar. Para retar al príncipe y asegurarme de que estuviera en primera línea en el momento adecuado. De ahí esa escena que vio usted en mi camarote. Nunca perdí los nervios. Simplemente, estaba clavando otro clavo en el ataúd.

—Supongo que el otro agente era… el cirujano jefe.

—En efecto.

—Qué encantador.

—Pero no lo fue. —Él se tendió en la hierba, contemplando el cielo turquesa—. Ni siquiera pude ser un asesino honrado. ¿Recuerda cuando dije que quería entrar en política? Creo que estoy curado de esa ambición.

—¿Qué hay de Vorrutyer? ¿Tenía que matarlo también?

—No. En el guión original era el chivo expiatorio. Después del desastre, a él le habría tocado pedir disculpas al emperador por el fracaso, en el pleno sentido japonés antiguo del término, como parte del desplome general del partido de la guerra. A fin de cuentas era el consejero espiritual del príncipe, así que no le envidié su futuro. Mientras me ponía la zancadilla, yo podía ver que el suelo se derrumbaba bajo sus pies. Eso lo sacaba de quicio. Siempre conseguía que perdiera los nervios. Cuando éramos jóvenes, eso era un gran deporte para él. No podía comprender por qué había perdido la habilidad. —Sus ojos permanecieron enfocados en algún lugar del cielo azul, sin mirar a los de ella.

—En cualquier caso, su muerte salvó muchas vidas. Habría intentado continuar la lucha, para salvar su pellejo político. Eso fue lo que me convenció al final. Pensé que si estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno, podría dirigir mejor la retirada que ningún otro miembro del Alto Mando.

—Así que todos nosotros no somos más que herramientas de Ezar Vorbarra —dijo Cordelia lentamente, asqueada—. Mi convoy y yo, usted, los escobarianos… incluso el viejo Vorrutyer. Y luego hablan de fervor patriótico y de ira justa. Todo una charada.

—Así es.

—Me deja helada. ¿Tan malo era el príncipe?

—De eso no había duda. No abundaré en los detalles de los informes de Negri… Pero el emperador dijo que si no se hacía ahora, todos intentaríamos hacerlo nosotros mismos, dentro de cinco o diez años, y probablemente meteríamos la pata y haríamos que mataran a nuestros amigos, todo en medio de una guerra civil a escala planetaria. Él ha vivido ya dos. Ésa es la pesadilla que le acecha. Un Calígula, o un Yuri Vorbarra, puede gobernar durante mucho tiempo, mientras los hombres buenos vacilan en hacer lo que es necesario para detenerlo, y los malvados se aprovechan.

»El emperador no escatima nada. Lee los informes una y otra vez… se los sabía casi al pie de la letra. Esto no era algo que tomarse a la ligera, ni desenfadadamente. No quería que muriera rodeado de vergüenza, ¿sabe? Fue el último regalo que pudo hacerle.

Ella permaneció sentada, abrazada a sus rodillas, memorizando su perfil, mientras las suaves brisas de la tarde se arremolinaban en el bosque y agitaban la hierba dorada.

Vorkosigan volvió la cara hacia ella.

—¿Me equivoqué, Cordelia, al entregarme a esto? Si no hubiera ido, el emperador habría utilizado a otro. Siempre he intentado recorrer el camino del honor. ¿Pero qué se hace cuando todas las opciones son malas? Acción vergonzante, inacción vergonzante, todos los caminos conducen a un bosque de muerte.

—¿Me está pidiendo que lo juzgue?

—Alguien debe hacerlo.

—Lo siento. Puedo amarlo. Puedo sentir pena por usted, o con usted. Puedo compartir su dolor. Pero no puedo juzgarlo.

—Ah. —Él se tumbó boca abajo y contempló el campamento—. Hablo demasiado con usted. Si mi cerebro me librara alguna vez de la realidad, creo que sería un loco de los que charlan sin parar.

—No habla así con nadie más, ¿verdad? —preguntó ella, alarmada.

—¡Santo Dios, no! Usted es… usted es… no sé lo que es. Pero lo necesito. ¿Se casará conmigo?

Ella suspiró y apoyó la cabeza en sus rodillas, retorciendo un tallo de hierba entre los dedos.

—Te quiero. Supongo que lo sabes. Pero no puedo aceptar a Barrayar. Barrayar devora a sus hijos.

—No todos son esos malditos políticos. Algunas personas viven sus vidas prácticamente ignorándolos.

—Sí, pero tú no eres una de esas personas.

Él se sentó.

—No sé si podría conseguir un visado para la Colonia Beta.

—Me temo que este año no. Ni el siguiente. Todos los barrayareses son considerados criminales de guerra en este momento. Políticamente hablando, no hemos tenido tanto revuelo en años. Todos están un poco embriagados ahora mismo. Y luego está lo de Komarr.

—Ya veo. Tendría problemas para conseguir trabajo como instructor de judo, entonces. Y difícilmente podría escribir mis memorias, considerando cómo están las cosas.

—Ahora mismo creo que tendrías problemas para evitar que te lincharan. —Ella le miró a la cara. Un error: se le encogió el corazón—. Tengo… tengo que ir a casa, durante algún tiempo. Ver a mi familia, y pensar en paz y con tranquilidad. Tal vez podamos llegar a alguna solución alternativa. Podemos escribirnos, de todas formas.

—Sí, supongo que sí.

Él se incorporó y la ayudó a levantarse.

—¿Dónde estarás, después de esto? Has recuperado tu rango.

—Bueno, voy a terminar de hacer todo este trabajo sucio. —Indicó el campamento de prisioneros con un gesto de la mano, y por implicación toda la aventura de Escobar—. Luego, creo que también me iré a casa. Y me emborracharé. Ya no puedo seguir sirviéndolo. Me ha usado hasta el fondo con esta historia. La muerte de su hijo, y de los cinco mil hombres que lo escoltaron hasta el infierno, ya siempre se interpondrá entre nosotros. Vorhalas, Gottyan…

—No te olvides de los escobarianos. Y de unos pocos betanos también.

—Los recordaré.

Caminaron juntos sendero abajo.

—¿Hay algo que necesites en el campamento? He intentado encargarme de que se proporcionara de todo, dentro de nuestro límite de suministros, pero puede que se me haya pasado algo por alto.

—El campamento parece estar bien ahora. No necesito nada especial. Lo único que nos hace falta de verdad es irnos a casa. No, ahora que lo pienso, quiero un favor.

—Pídelo —dijo él ansiosamente.

—La tumba del teniente Rosemont. No tiene lápida. Puede que yo nunca regrese allí. Mientras aún sea posible encontrar los restos de nuestro campamento, ¿podrías hacer que tu gente marcara la tumba? Tengo todos sus números y fechas. Manejé sus impresos de personal con bastante frecuencia, y me los sé de memoria.

—Me encargaré personalmente.

—Espera. —Él hizo una pausa y ella extendió una mano. Sus gruesos dedos abarcaron los de ella; su piel era cálida y seca, y la quemó—. Antes de ir a recoger al pobre teniente Illyan…

La tomó en sus brazos y se besaron, por primera vez, durante largo rato.

—Oh —murmuró ella después—. Tal vez eso haya sido un error. Duele mucho cuando te paras.

—Bueno, déjame…

Su mano le acarició amablemente el pelo, y luego desesperadamente se enredó en un mechón. Se besaron de nuevo.

—Esto… ¿señor? —El teniente Illyan, que subía por el sendero, se aclaró ruidosamente la garganta—. ¿Ha olvidado la conferencia de Estado Mayor?

Vorkosigan se separó de ella con un suspiro.

—No, teniente. No la he olvidado.

—¿Puedo felicitarlo, señor? —sonrió.

—No, teniente.

Illyan dejó de sonreír.

—Yo… no comprendo, señor.

—No importa, teniente.

Continuaron caminando, Cordelia con las manos en los bolsillos, Vorkosigan con las suyas cruzadas a la espalda.


La mayoría de las mujeres de Escobar ya se habían marchado en lanzadera hacia la nave que llegó para transportarlas a casa, a última hora de la tarde anterior, cuando un delgado guardia barrayarés apareció en la puerta del refugio preguntando por la capitana Naismith.

—Con los saludos del almirante, señora. Desea saber si le importaría comprobar los datos de la tumba que ha mandado hacer para su oficial. Está en su despacho.

—Sí, por supuesto.

—Cordelia, por el amor de Dios —susurró la teniente Alfredi—, no vayas sola.

—No pasa nada —respondió ella, impaciente—. Vorkosigan no es un problema.

—¿No? ¿Y qué quería ayer?

—Ya te lo he dicho, hablar de la tumba.

—Eso no requiere dos horas enteras. ¿Te das cuenta del tiempo que estuviste fuera? Vi cómo te miraba. Y tú… tú volviste con cara de muerta.

Cordelia ignoró sus preocupadas protestas, irritada, y siguió al amabilísimo guardia hasta las cavernas depósito. Las oficinas administrativas de las fuerzas de Barrayar en el planeta se encontraban en una de las cámaras laterales. Tenían un cuidadoso aire de trabajo que sugería la cercana presencia de oficiales del Alto Mando, y de hecho, cuando entraron en el despacho de Vorkosigan, con su nombre y rango brillando sobre la mugre que había pertenecido a su predecesor, lo encontraron dentro.

Illyan, un capitán y un comodoro se agrupaban con él en torno a un terminal de ordenador, evidentemente enfrascados en alguna especie de reunión informativa. Él se interrumpió para saludarla con un cuidadoso gesto de cabeza, al que ella respondió de igual manera.

Me pregunto si mis ojos parecen tan ansiosos como los suyos, pensó Cordelia. El minueto de modales que ensayamos para ocultar nuestra intimidad a la muchedumbre no servirá para nada si no ocultamos mejor nuestras miradas.

—Está en la mesa del secretario, Cor… capitana Naismith. —Él la dirigió con un gesto de la mano—. Examínelo. —Devolvió su atención a sus oficiales.

Era una sencilla tableta de acero, un artículo militar barrayarés estándar, y la ortografía, los números y las fechas estaban en orden. Ella la acarició un instante. Desde luego, parecía duradera. Vorkosigan terminó su reunión y se le acercó.

—¿Está bien?

—Bien. —Ella le dirigió una sonrisa—. ¿Pudiste encontrar la tumba?

—Sí, tu campamento es todavía visible desde el aire a baja altura, aunque otra estación de lluvias lo destruirá y…

La voz del oficial de guardia llegó desde la puerta, donde había una conmoción.

—Eso es lo que usted dice. Por lo que sé, podrían ser bombas. No puede entrar ahí.

Otra voz respondió:

—Tiene que firmarlo personalmente. Ésas son mis órdenes. Actúan ustedes como si hubieran ganado la maldita guerra.

El segundo hablante, un hombre con el uniforme rojo oscuro de los técnicos médicos de Escobar, retrocedió en la puerta, seguido de una plataforma flotante de control que parecía una especie de extraño globo. Estaba cargada con grandes recipientes, cada uno de medio metro de altura, repletos de paneles de control y aperturas de acceso. Cordelia los reconoció de inmediato y se envaró, sintiéndose asqueada. Vorkosigan parecía inexpresivo.

El técnico se quedó mirando.

—Tengo una factura que requiere la firma personal del almirante Vorkosigan. ¿Está aquí?

Vorkosigan dio un paso al frente.

—Yo soy Vorkosigan. ¿Qué es esto, un…?

—Tecnomed —susurró Cordelia.

—¿Tecnomed? —Vorkosigan terminó la frase, aunque la exasperada mirada que le dirigió sugería que aquélla no era la pista que quería.

El tecnomed sonrió agriamente.

—Los devolvemos al remitente.

Vorkosigan caminó alrededor de la plataforma.

—Sí, ¿pero qué son?

—Todos sus bastardos —dijo el tecnomed.

Cordelia, al captar la auténtica perplejidad en la voz de Vorkosigan, añadió:

—Son replicadores uterinos, hum, almirante. Contenidos en sí mismos, con energía independiente… aunque necesitan ser observados…

—Todas las semanas —coincidió el tecnomed, viciosamente cordial. Mostró un disco de datos—. Les enviaron instrucciones con ellos.

Vorkosigan parecía anonadado.

—¿Y qué demonios voy a hacer con ellos?

—Creí que iba a hacer que nuestras mujeres respondieran a esa pregunta —replicó el tecnomed, tenso y sarcástico—. Personalmente, sugeriría que los colgaran del cuello de sus padres. Los complementos genéticos paternos están marcados en cada uno, así que no debería tener problemas para identificar a quién pertenecen. Firme aquí.

Vorkosigan tomó el clasificador de la factura, y lo leyó dos veces. Caminó de nuevo despacio alrededor de la plataforma flotante, contando, con aspecto profundamente preocupado. Llegó junto a Cordelia tras completar el circuito y murmuró:

—No sabía que se pueden hacer esas cosas.

—En casa las usan constantemente, para emergencias médicas.

—Deben de ser extraordinariamente complejas.

—Y caras también. Me sorprende… Tal vez no querían discutir si llevárselos o no a casa con algunas de las madres. Un par de ellas tenían sus dudas respecto a abortar. Esto os carga la culpa a vosotros. —Sus palabras parecían entrar en él como balas, y ella deseó haberlo expresado de otra manera.

—¿Están vivos ahí dentro?

—Claro. ¿Ves todas las luces verdes? Placentas y demás. Flotan en el líquido amniótico, como en casa.

—¿Se mueven?

—Supongo que sí.

Él se frotó la cara, contemplando aturdido los contenedores.

—Diecisiete. Dios, Cordelia, ¿qué hago con ellos? El cirujano, claro, pero… —Se volvió hacia el fascinado secretario—. Trae al cirujano jefe, rápido. —Se giró hacia Cordelia, bajando la voz—. ¿Cuánto tiempo funcionarán estas cosas?

—Los nueve meses enteros, si hace falta.

—¿Puede devolverme la factura, almirante? —dijo el tecnomed en voz alta—. Tengo otros deberes que cumplir. —Miró con curiosidad a Cordelia, enfundada en su pijama naranja.

Ausente, Vorkosigan garabateó su nombre al pie de la factura con un lápiz óptico, la marcó con el pulgar y se la entregó, todavía ligeramente hipnotizado por la plataforma llena de contenedores. Cordelia, morbosamente curiosa, caminó alrededor de ellos también, inspeccionando los indicadores.

—El más joven parece tener unas ocho semanas. El mayor tiene más de cuatro meses. Debe de haber sido justo después de que empezara la guerra.

—¿Pero qué hago con ellos? —murmuró él de nuevo. Cordelia nunca lo había visto tan perdido.

—¿Qué se suele hacer con los bastardos de los soldados? Sin duda que la situación se habrá planteado antes, aunque tal vez no a esta escala.

—Normalmente abortamos a los bastardos. En este caso, parece que ya se ha hecho, en cierto modo. Tantos problemas… ¿Esperan que los mantengamos con vida? ¿Fetos flotantes, bebés en lata…?

—No sé. —Cordelia suspiró, pensativa—. Qué grupito tan triste de seres humanos rechazados son. Excepto que… si no hubiera sido por la gracia de Dios y el sargento Bothari, uno de esos niños en lata podría haber sido mío y de Vorrutyer. O mío y de Bothari, en todo caso.

A él pareció enfermarlo la idea. Redujo la voz a un susurro y empezó de nuevo:

—¿Pero qué hago… qué quieres que haga con ellos?

—¿Me estás pidiendo que dé las órdenes?

—Yo nunca… Cordelia, por favor… qué modo honorable…

Debe de ser toda una conmoción descubrir de repente que estás embarazado, diecisiete veces, y a tu edad, pensó ella. Reprimió el humor negro (él estaba claramente desorientado), y se apiadó de su confusión.

—Cuida de ellos, supongo. No tengo ni idea de qué implicará eso, pero… bueno, has firmado por ellos.

Él suspiró.

—Cierto. Di mi palabra, en cierto modo. —Trató de analizar el problema en términos familiares y encontró el equilibrio—. Mi palabra como Vorkosigan, de hecho. Cierto. Bien. Objetivo definido, plan de ataque propuesto… ahora podemos actuar.

Llegó el cirujano, y se quedó de una pieza al ver la plataforma flotante.

—Qué demonios… Oh, ya sé lo que son. Nunca creí que iba a ver uno… —Pasó los dedos por un contenedor, con una especie de ansia técnica—. ¿Son nuestros?

—Todos nuestros, según parece —replicó Vorkosigan—. Los escobarianos los enviaron.

El cirujano se echó a reír.

—Qué gesto tan obsceno. Aunque supongo que es comprensible. ¿Pero por qué no eliminarlos?

—Por alguna idea civil sobre el valor de la vida humana, tal vez —dijo Cordelia acaloradamente—. Algunas culturas la tienen.

El cirujano alzó una ceja, pero no dijo nada, tanto por la total falta de diversión en el rostro de su comandante como por las palabras de ella.

—Aquí están las instrucciones. —Vorkosigan le entregó el disco.

—Oh, bien. ¿Puedo vaciar uno y analizarlo?

—No, no puede —dijo Vorkosigan fríamente—. Di mi palabra, como Vorkosigan, de que se cuidaría de ellos. De todos ellos.

—¿Cómo demonios han conseguido meterlo en esto? Oh, bien, ya conseguiré uno más tarde, tal vez… —Continuó examinando la chispeante maquinaria.

—¿Tiene las instalaciones necesarias para solventar cualquier problema que pueda plantearse? —preguntó Vorkosigan.

—Demonios, no. Mil Imp sería el único lugar. Y ni siquiera tienen departamento de obstetricia. Pero apuesto a que en Exploración les encantará echar mano a estos bebés…

Cordelia tardó un confuso instante en darse cuenta de que se refería a los replicadores uterinos y no a su contenido.

—Tienen que ser atendidos dentro de una semana. ¿Puede hacerlo aquí?

—No creo… —El cirujano introdujo el disco en el monitor de la mesa del secretario y empezó a repasarlo—. Debe de haber diez kilómetros de instrucciones escritas… ah. No. No tenemos… no. Lástima, almirante. Me temo que esta vez tendrá que tragarse su palabra.

Vorkosigan hizo una mueca, lobuna y sin humor.

—¿Recuerda lo que le pasó al último hombre que dudó de mi palabra?

La sonrisa del cirujano se difuminó, insegura.

—Ésas son sus órdenes, entonces —continuó Vorkosigan, tenso—. Dentro de treinta minutos usted, personalmente, se marchará con estas… estas cosas en el correo rápido. Y llegará a Vorbarr Sultana en menos de una semana. Irá al Hospital Militar Imperial y requisará, por todos los medios que sean precisos, a los hombres y el equipo necesarios para… para completar el proyecto. Consiga una orden imperial si hace falta. Estoy seguro de que nuestro amigo Negri lo pondrá en contacto. Encárguese de que los instalan, los atienden, e infórmeme.

—¡No podremos llegar en menos de una semana! ¡Ni siquiera en el correo!

—Lo hará en cinco días, con impulso de seis puntos sobre la emergencia máxima. Si el ingeniero ha estado haciendo su trabajo, los motores no estallarán hasta llegar al nivel ocho. Es seguro. —Vorkosigan miró por encima del hombro—. Couer, reúna a la tripulación del correo, por favor. Y que se ponga su capitán: quiero darle las órdenes personalmente.

El comodoro Couer alzó las cejas, pero se dispuso a obedecer.

El cirujano bajó la voz, sin dejar de mirar a Cordelia.

—¿Es sentimentalismo betano en acción, señor? Un poco raro al servicio del emperador, ¿no cree?

Vorkosigan sonrió, los ojos entornados, y contestó en el mismo tono.

—¿Insubordinación betana, doctor? Será mejor que dedique sus energías a cumplir las órdenes en vez de idear excusas de por qué no puede.

—Será mucho más fácil abrir los contenedores. ¿Y qué va a hacer con ellos una vez estén… completados, o hayan nacido, o como quiera llamarlos? ¡Puedo entender su deseo de impresionar a su novia, pero piense con previsión, señor!

Vorkosigan frunció el ceño y gruñó. El cirujano retrocedió. Vorkosigan enterró el gruñido en un ruido para aclararse la garganta, y tomó aliento.

—Ése será mi problema. Palabra. Su responsabilidad terminará ahí. Veinticinco minutos, doctor. Si llega a tiempo puede que le deje viajar en el interior de la lanzadera. —Esbozó una sonrisita blanca, elocuentemente agresiva—. Puede disfrutar de tres días de permiso después de que los instalen en Mil Imp, si quiere.

El cirujano se encogió de hombros, derrotado, y desapareció para recoger sus cosas.

Cordelia lo miró, vacilante.

—¿Lo hará bien?

—Oh, sí, siempre tarda un poco en darle la vuelta a sus pensamientos. Para cuando lleguen a Vorbarr Sultana actuará como si él hubiera inventado el proyecto y los… replicadores uterinos. —La mirada de Vorkosigan regresó a la plataforma flotante—. Son las cosas más extrañas…

Entró un guardia.

—Perdóneme, señor, pero el piloto de la lanzadera escobariana pregunta por la capitana Naismith. Están listos para despegar.

Couer habló desde el monitor de comunicaciones.

—Señor, tengo en línea al capitán del correo.

Cordelia dirigió a Vorkosigan una mirada de indefensa frustración, a la que él respondió con una pequeña sacudida de cabeza, y ambos se volvieron sin decir nada para cumplir las exigencias del deber. Ella se marchó meditando acerca del comentario del cirujano al marcharse. Y nosotros que pensábamos que estábamos siendo cuidadosos… Tenemos que hacer algo con nuestras miradas.

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