6

A la mañana siguiente, hora de la nave, Cordelia se quedó en su camarote leyendo. Quería tiempo para asimilar la conversación del día anterior antes de volver a ver a Vorkosigan. Estaba tan inquieta como si todos sus mapas estelares se hubieran mezclado, dejándola perdida; pero al menos sabía que estaba perdida. Unos cuantos pasos para atrás en pos de la verdad, suponía, era mejor que certezas erróneas. Ansiaba tozudamente esas certidumbres, aunque se le escaparan de las manos.

La biblioteca de la nave ofrecía una amplia gama de material barrayarés. Un caballero llamado Abel había producido una copiosa historia general, llena de nombres, fechas y detalladas descripciones de batallas olvidadas cuyos participantes estaban ya todos irrelevantemente muertos. Un erudito llamado Acztih lo había hecho mejor, con una vívida biografía del emperador Dorca Vorbarra el Justo, la ambigua figura que Cordelia suponía que era el tatarabuelo de Vorkosigan, y cuyo reinado había marcado el final de la Era del Aislamiento. Profundamente absorta en la multitud de personalidades y políticas retorcidas de su época, ni siquiera alzó la cabeza cuando llamaron a la puerta.

—Adelante.

Un par de soldados con uniforme de camuflaje planetario verde y gris atravesaron la puerta y la cerraron presurosamente tras de sí. Qué pareja más extraña, pensó ella; por fin, un soldado de Barrayar más bajo que Vorkosigan. Sólo un instante después le pareció reconocerlos, y entonces en el pasillo exterior, ahogado por la puerta, empezó a sonar rítmicamente una sirena de alarma.

—¡Capitana! —exclamó el teniente Stuben—. ¿Se encuentra bien?

Todo el aplastante peso de la antigua responsabilidad cayó sobre ella al verle la cara. Su pelo castaño, que antes llevaba a la altura de los hombros, había sido sacrificado por una imitación del corte militar barrayarés, ese que parecía haber sido mordisqueado por algún herbívoro, y su cabeza parecía pequeña, desnuda y extraña sin él. El teniente Lai, a su lado, liviano y delgado y algo encorvado como buen erudito, parecía todavía menos un guerrero, porque el uniforme le quedaba demasiado grande en las muñecas y los tobillos, y una de las perneras se le había desdoblado y se la pisaba con el talón de la bota.

Ella abrió la boca como para hablar, la cerró, y finalmente exclamó:

—¿Por qué no van ustedes camino de casa? ¡Le di una orden, teniente!

Stuben, que esperaba un recibimiento más caluroso, se quedó momentáneamente fuera de onda.

—Votamos —dijo simplemente, como si eso lo explicara todo.

Cordelia sacudió la cabeza.

—Qué bien. Una votación. Perfecto. —Enterró la cara en las manos un instante y sofocó una carcajada—. ¿Por qué? —preguntó sin apartar las manos.

—Identificamos la nave de Barrayar como la General Vorkraft… investigamos y descubrimos quién estaba al mando. No podíamos dejarla en manos del Carnicero de Komarr. Fue un voto unánime.

Ella se sintió divertida durante un momento.

—¿Cómo demonios pudieron tener un voto unánime para…? No, no importa. —Lo interrumpió cuando él se disponía a responder, con un brillo de satisfacción en los ojos.

Me daré con la cabeza contra la pared… No. Necesito más información. Y él también.

—¿Se dan cuenta —dijo cuidadosamente—, de que los barrayareses planeaban llevar hasta allí una flota invasora, para atacar Escobar por sorpresa? Si hubierais llegado a casa e informado de la existencia de ese planeta, el efecto sorpresa habría quedado destruido. Ahora todo está perdido. ¿Dónde está la René Magritte en este momento y cómo llegaron ustedes aquí?

El teniente Stuben parecía perplejo.

—¿Cómo ha descubierto todo eso?

—Tiempo, tiempo —le recordó ansiosamente el teniente Lai, indicando su cronómetro de muñeca.

Stuben continuó.

—Déjeme contárselo camino de la lanzadera. ¿Sabe dónde está Dubauer? No estaba en el calabozo.

—Sí, ¿qué lanzadera? No… empiece por el principio. Tengo que saberlo todo antes de poner un pie en el pasillo. Doy por supuesto que saben que están ustedes a bordo. —El sonido de la sirena seguía ululando en el exterior, y ella esperaba que la puerta se abriera de golpe de un momento a otro.

—No, no lo saben. Eso es lo bueno —dijo Stuben orgullosamente—. Tuvimos una suerte enorme.

»Nos persiguieron durante dos días cuando escapamos por primera vez. No lo hicimos a plena potencia… sólo lo suficiente para permanecer fuera de su alcance y mantenerlos en nuestra persecución.

»Pensé que podríamos tener una oportunidad de dar media vuelta y recogerla, de algún modo. Entonces ellos se pararon de repente, se dieron media vuelta, y regresaron aquí.

»Esperamos hasta que estuvieron bien lejos, y luego dimos media vuelta nosotros también. Esperábamos que estuviera usted todavía oculta en los bosques.

—No, me capturaron la primera noche. Continúe.

—Lo preparamos todo, dimos impulso máximo, y luego desconectamos todo lo que consideramos que pudiera tener impulso electromagnético. El proyector funcionó bien como embozamiento, por cierto, igual que la simulación de Ross del mes pasado. Pasamos junto a ellos y ni parpadearon…

—Por el amor de Dios, Stu, vaya al grano —murmuró Lai, impaciente—. No tenemos todo el día.

—Si el proyector cae en manos barrayaresas… —empezó a decir Cordelia, subiendo la voz.

—No caerá, se lo aseguro. De todas formas, la René Magritte está describiendo una parábola alrededor del sol… En cuanto estén lo bastante cerca para quedar enmascarados por su ruido, frenarán y usarán el impulsor, y luego volverán a recogernos. Tenemos un margen de dos horas para sincronizar velocidades empezando… bueno, empezando hace unos diez minutos.

—Demasiado arriesgado —criticó Cordelia, mientras todos los desastres posibles derivados de aquel panorama desfilaban ante sus ojos.

—Funcionó —se defendió Stuben—. Al menos, va a funcionar. Luego tuvimos suerte. Encontramos a esos dos barrayareses deambulando por el bosque mientras estábamos buscándola a usted y a Dubauer.

Cordelia sintió un nudo en el estómago.

—¿Radnov y Darobey, por casualidad?

Stuben se la quedó mirando.

—¿Cómo lo sabe?

—Continúe, continúe.

—Eran los cabecillas de una conspiración para derrocar al maníaco homicida Vorkosigan. Vorkosigan iba tras ellos, así que se alegraron de vernos.

—Apuesto a que sí. Como maná caído del cielo.

—Una patrulla de barrayareses fue a buscarlos. Preparamos una emboscada… los aturdimos a todos, excepto a uno a quien Radnov alcanzó con un disruptor neural. Esos tíos juegan en serio.

—No sabrá por casualidad quién… no, no importa. Continúe. —Tenía el estómago revuelto.

—Nos hicimos con sus uniformes, con la lanzadera y abordamos la General así de fácil. Entre Radnov y Darobey sabían todas las contraseñas. Llegamos a los calabozos: fue fácil, porque allí era donde esperaban que la patrulla fuera de todas formas. Pensábamos que Dubauer y usted estarían allí. Radnov y Darobey soltaron a todos sus amigos y fueron a apoderarse de la sala de máquinas. Desde allí pueden interrumpir todos los sistemas, armas, soporte vital, lo que sea. Se supone que se harán con las armas cuando escapemos con la lanzadera.

—Yo no contaría con eso —le advirtió Cordelia.

—No importa —dijo Stuben alegremente—. Los barrayareses estarán tan ocupados luchando entre sí que podremos marcharnos sin problemas. ¡Piense en la espléndida ironía! ¡El Carnicero de Komarr muerto a manos de sus propios hombres! Ahora comprendo cómo funciona el judo.

—Espléndido —repitió ella, ausente. Su cabeza, pensó. Es su cabeza la que voy a estampar contra la pared, no la mía—. ¿Cuántos de los nuestros hay a bordo?

—Seis. Dos en la lanzadera, dos buscando a Dubauer y nosotros dos.

—¿No se quedó nadie en el planeta?

—No.

—Muy bien. —Se frotó la cara, tensa, ansiando una inspiración que no llegaba—. Qué lío. Dubauer está en la enfermería, por cierto. Con daños causados por un disruptor. —Decidió no dar más detalles sobre su estado en aquel momento preciso.

—Asesinos repugnantes —dijo Lai—. Espero que se maten unos a otros.

Ella se volvió hacia la conexión con la biblioteca y recuperó el burdo esquema de la General Vorkraft sin los datos técnicos, al que podía acceder.

—Estudien esto, y localicen la ruta hacia la enfermería y la escotilla de la lanzadera. Voy a averiguar algo. Quédense aquí y no respondan a la puerta. ¿Quiénes son los otros dos que están deambulando por la nave?

—McIntyre y Big Pete.

—Bien, al menos tendrán más posibilidades de hacerse pasar por barrayareses que ustedes dos.

—Capitana, ¿qué va a hacer? ¿Por qué no podemos marcharnos sin más?

—Lo explicaré cuando tenga una semana de sobra. Esta vez, cumplan mis malditas órdenes. ¡Quédense aquí!

Salió por la puerta y correteó de puntillas hacia el puente. Sus nervios le gritaban que corriera, pero eso llamaría demasiado la atención. Pasó ante un grupo de cuatro barrayareses que corrían hacia alguna parte: apenas la miraron. Nunca se había sentido más feliz de ser un florero.

Encontró a Vorkosigan en el puente con sus oficiales, todos concentrados alrededor del intercomunicador con la sala de máquinas. Bothari estaba también allí, acechando como si fuera la triste sombra de Vorkosigan.

—¿Quién es ese tipo que está en el comunicador? —le susurró ella a Vorkalloner—. ¿Radnov?

—Sí. Sss.

La cara de la pantalla hablaba.

—Vorkosigan, Gottyan, y Vorkalloner, uno a uno, a intervalos de dos minutos. Desarmados, o todos los sistemas de apoyo vital serán desconectados en toda la nave. Tienen quince minutos antes de que empecemos a dejar entrar el vacío. Ah. ¿Lo han comprendido? Bien. Será mejor no perder el tiempo, capitán. —La inflexión convirtió el rango en un insulto letal.

La cara desapareció, pero la voz regresó como un fantasma por los altavoces.

—Soldados de Barrayar —tronó—. Vuestro capitán ha traicionado al emperador y al Consejo de Ministros. No dejéis que os traicione también a vosotros. Entregadlo a la autoridad adecuada, vuestro oficial político, o nos veremos obligados a matar a los inocentes junto con los culpables. Dentro de quince minutos desconectaremos…

—Apaguen eso —dijo Vorkosigan, irritado.

—No podemos, señor —dijo un técnico.

Bothari, más directo, desenfundó su arco de plasma y con gesto de hastío disparó desde la cadera. El altavoz explotó en la pared y varios hombres se apartaron para esquivar los fragmentos fundidos.

—Eh, puede que lo necesitemos nosotros —dijo Vorkalloner, indignado.

—No importa —atemperó Vorkosigan—. Gracias, sargento.

Un lejano eco de la voz seguía sonando en los altavoces repartidos por toda la nave.

—Me temo que no hay tiempo para nada más elaborado —dijo Vorkosigan, al parecer poniendo fin a una sesión de planificación—. Continúe con su idea, teniente Saint Simon: si puede llevarla a la práctica a tiempo, tanto mejor. Estoy seguro de que todos preferiríamos ser listos antes que valientes.

El teniente asintió y salió rápidamente.

—Si no lo consigue, me temo que tendremos que enfrentarnos a ellos —continuó Vorkosigan—. Son perfectamente capaces de matar a todos a bordo y regrabar el diario de navegación para demostrar lo que se les antoje. Entre Darobey y Tafas tienen los conocimientos técnicos necesarios para hacerlo. Quiero voluntarios. Yo mismo y Bothari, por supuesto.

Un coro unánime se presentó también.

—Gottyan y Vorkalloner quedan descartados. Necesito a alguien que pueda explicar las cosas después. Ahora el orden de batalla. Primero yo, luego Bothari, luego la patrulla de Siegel, después la de Kush. Aturdidores solamente, no quiero que ningún disparo perdido dañe los motores.

Varios hombres miraron el agujero en la pared donde antes estaba el altavoz.

—Señor —dijo Vorkalloner, desesperado—. Cuestiono el orden de batalla. Ellos usarán disruptores con toda seguridad. Los primeros hombres que atraviesen la puerta no tendrán ninguna oportunidad.

Vorkosigan se tomó unos segundos y lo miró a la cara. Vorkalloner bajó apenado la cabeza.

—Sí, señor.

—El teniente coronel Vorkalloner tiene razón, señor —intervino una inesperada voz de bajo. Cordelia advirtió con sobresalto que pertenecía a Bothari—. El primer lugar es el mío, por derecho. Me lo he ganado.

Se encaró a su capitán, la barbilla firme.

—Es mío.

Sus ojos se encontraron en extraña comprensión mutua.

—Muy bien, sargento —concedió Vorkosigan—. Usted primero, luego yo, después el resto tal como se ha ordenado. Vamos.

Vorkosigan se detuvo ante ella mientras salían.

—Me temo que no voy a llevarla a ese paseo por la explanada este verano, después de todo.

Cordelia sacudió la cabeza, indefensa, el brillo de una idea aterradora empezaba a tomar forma en su cerebro.

—Y-yo… tengo que violar mi libertad condicional ahora.

Vorkosigan pareció desconcertado y, luego, la preocupación sustituyó esa expresión.

—Si por casualidad acabo como su alférez Dubauer, recuerde mis preferencias. Si es usted capaz de hacerlo, me gustaría que fuera por su mano. Se lo diré a Vorkalloner. ¿Me da su palabra?

—Sí.

—Será mejor que se quede en su camarote hasta que esto haya terminado.

Él extendió una mano hacia su hombro, para tocar un rizo de pelo rojo que había allí posado, y luego se dio la vuelta. Cordelia corrió pasillo abajo, la propaganda de Radnov resonando insensatamente en sus oídos. Su plan florecía furiosamente en su mente. Su razón protestaba, como un jinete en un caballo desbocado: no tienes ningún deber hacia los barrayareses, tu deber es hacia la Colonia Beta, hacia Stuben, hacia la René Magritte… tu deber es escapar, y advertir…

Entró en su camarote. Maravilla de maravillas, Stuben y Lai estaban todavía allí. Alzaron la cabeza, alarmados por su salvaje aparición.

—Vayan a la enfermería ahora. Recojan a Dubauer y llévenlo a la lanzadera. ¿Cuándo tenían Pete y Mac que volver aquí si no podían encontrarlos?

—Dentro de… —Lai comprobó la hora—, diez minutos.

—Gracias a Dios. Cuando lleguen a la enfermería, díganle al cirujano que el capitán Vorkosigan les ha ordenado que me traigan a Dubauer. Lai, espere en el pasillo. Nunca engañaría al médico. Dubauer no puede hablar. No se sorprendan por su estado. Cuando lleguen a la lanzadera, esperen… déjeme ver su crono, Lai. Esperen hasta las 0620, tiempo de nuestra nave, y luego despeguen. Si no he llegado para entonces es que no llegaré. A plena potencia y no miren atrás. ¿Exactamente cuántos hombres tienen con ellos Radnov y Darobey?

—Diez u once, supongo —dijo Stuben.

—Muy bien. Déme su aturdidor. Vamos. Vamos. Vamos.

—¡Capitana, hemos venido a rescatarla! —exclamó Stuben, asombrado.

Ella se quedó completamente sin palabras. Colocó en cambio una mano sobre el hombro de Stuben.

—Lo sé. Gracias.

Echó a correr.

Al acercarse a la sala de máquinas desde una cubierta superior, llegó a una intersección de dos pasillos. Al fondo del más grande había un grupo de hombres reunidos, comprobando sus armas. Al fondo del más pequeño había dos hombres que cubrían una portilla de entrada a la siguiente cubierta, un último punto de comprobación antes del territorio cubierto por el fuego de Radnov. Uno de ellos era el soldado Nilesa. Se dirigió a él.

—Me envía el capitán Vorkosigan —mintió—. Quiere que intente un último esfuerzo en la negociación, ya que soy neutral en el asunto.

—Eso será una pérdida de tiempo —observó Nilesa.

—Es lo que espera —improvisó ella—. Los mantendrá entretenidos mientras él se prepara. ¿Puede hacerme entrar sin alarmar a nadie?

—Puedo intentarlo, supongo.

Nilesa avanzó y liberó una compuerta circular en el suelo, al fondo del pasillo.

—¿Cuántos guardias hay en esta entrada? —susurró ella.

—Dos o tres, creo.

La compuerta se abrió, revelando un acceso de la anchura de un hombre con una escalera a un lado y una barra en el centro.

—¡Eh, Wentz! —gritó Nilesa. .

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Yo, Nilesa. El capitán Vorkosigan quiere enviar a esa tía betana a hablar con Radnov.

—¿Para qué?

—¿Y cómo demonios quieres que yo lo sepa? Sois vosotros los que se supone que tenéis receptores en las camas de todo el mundo. Tal vez no tiene un polvo tan bueno después de todo. —Nilesa se encogió de hombros hacia ella, pidiendo disculpas por la expresión, y ella las aceptó con un gesto.

Abajo oyeron un debate entre susurros.

—¿Está armada?

Cordelia, preparando sus dos aturdidores, negó con la cabeza.

—¿Le darías un arma a una tía betana? —preguntó Nilesa retóricamente, observando asombrado sus preparativos.

—Muy bien. Métela, cierra la escotilla y déjala caer. Si no cierras la escotilla antes de que caiga, le dispararemos. ¿Entendido?

—Sí.

—¿Qué veré cuando llegue al fondo? —le preguntó Cordelia a Nilesa.

—Es un sitio feo. Estará en una especie de hueco en el almacén de la sala principal de control. Sólo puede pasar un hombre cada vez, y estará atrapada allí como un blanco de tiro, rodeada por la pared por tres lados. Fue diseñado así a propósito.

—¿No se puede entrar a la fuerza por ahí? ¿No planea hacerlo?

—Ni de coña.

—Bien. Gracias.

Cordelia se encaramó a la barra, y Nilesa cerró la escotilla con un sonido que hizo que pareciera la tapa de un ataúd.

—Muy bien —dijo la voz de abajo—, déjese caer.

—Está muy lejos —dijo ella, sin ningún problema para parecer asustada—. Tengo miedo.

—Jódase. Yo la agarraré.

—Muy bien.

Pasó las piernas y un brazo por la barra. Su mano tembló al meter el segundo aturdidor en su funda. El estómago le bombeaba bilis agria a la garganta. Deglutió, inspiró profundamente para mantenerla allí, preparó el aturdidor, y se dejó caer.

Aterrizó cara a cara ante el hombre de abajo, que sujetaba desenfadadamente el disruptor neural a la altura de la cintura. Los ojos del hombre se abrieron como platos al ver el aturdidor. La costumbre barrayaresa de tener tripulaciones exclusivamente masculinas jugó a favor de Cordelia, pues el hombre vaciló antes de disparar contra una mujer. En esa fracción de segundo, ella disparó primero. Cayó pesadamente sobre ella, la cabeza posada sobre su hombro. Ella lo sujetó como escudo y siguió avanzando.

Su segundo disparo alcanzó al siguiente guardia cuando éste alzaba su disruptor para apuntar. El tercer guardia lanzó una rápida descarga que fue absorbida por la espalda del hombre que Cordelia sujetaba, aunque la aureola le chamuscó el borde exterior del muslo izquierdo. El dolor hizo que quisiera gritar, pero de sus dientes apretados no escapó ningún sonido. Con salvaje precisión que no parecía formar parte de ella, le disparó también, y luego buscó frenéticamente un lugar donde ocultarse.

Por encima se extendían varios conductos; la gente al entrar en una habitación normalmente mira hacia abajo y alrededor antes de pensar en mirar hacia arriba. Se guardó el aturdidor en el cinturón, y de un salto que nunca podría haber duplicado a sangre fría se encaramó entre los conductos y el techo blindado. Respirando silenciosamente a través de la boca abierta, desenfundó de nuevo el aturdidor y se preparó para lo que pudiera venir por la puerta oval que daba a la sala principal de máquinas.

—¿Qué ha sido ese ruido? ¿Qué está pasando ahí?

—Lanza una granada y sella la puerta.

—No puedo, nuestros hombres están ahí dentro.

—¡Wentz, informa!

Silencio.

—Entra tú, Tafas.

—¿Por qué yo?

—Porque yo te lo ordeno.

Tafas se arrastró cuidadosamente por la puerta, pasando el umbral casi de puntillas. Se dio la vuelta dos veces, observando. Temeroso de que pudiera cerrar la puerta y sellarla al oír otro disparo, ella esperó a que por fin mirara hacia arriba.

Le sonrió y le hizo un gesto con los dedos.

—Cierra la puerta —silabeó en silencio, apuntando.

Él se la quedó mirando con una expresión muy extraña en la cara: aturdimiento, esperanza y furia a la vez. La boca de su disruptor parecía tan grande como una linterna, y apuntaba con bastante precisión a su cabeza. Era como mirar a los ojos del juicio final. Una especie de tablas. Vorkosigan tiene razón, pensó ella, un disruptor tiene auténtica autoridad.

Entonces Tafas exclamó:

—Parece que hay una fuga de gas o algo parecido. Será mejor que cierre la puerta mientras lo compruebo.

La puerta se cerró obediente tras él.

Cordelia sonrió desde el techo, los ojos entornados.

—Hola. ¿Quieres salir de este lío?

—¿Qué está haciendo aquí… betana?

Excelente pregunta, pensó ella con tristeza.

—Intentar salvar algunas vidas. No se preocupe: sus amigos están aturdidos nada más.

No mencionó el que había sido alcanzado por fuego amigo y que quizás estaba muerto, por haberle servido de escudo.

—Pásese a nuestro bando —lo coaccionó, repitiendo locamente un juego infantil—. El capitán Vorkosigan le perdonará, limpiará su historial. Le dará una medalla —prometió sin cortarse un pelo.

—¿Qué medalla?

—¿Cómo quiere que lo sepa? La medalla que usted quiera. Ni siquiera tendrá que matar a nadie. Tengo otro aturdidor.

—¿Qué garantía tengo?

La desesperación la volvió arrojada.

—La palabra de Vorkosigan. Dígale que yo se la ofrecí.

—¿Quién es usted para ofrecerla por él?

—Lady Vorkosigan, si los dos vivimos.

¿Una mentira? ¿La verdad? ¿Una fantasía desesperada?

Tafas soltó un silbido, mirándola. La credulidad empezó a iluminar su rostro.

—¿De verdad quiere ser responsable de dejar que ciento cincuenta amigos suyos respiren vacío sólo por salvar la carrera de ese espía ministerial? —añadió ella, persuasiva.

—No —respondió él firmemente por fin—. Déme el aturdidor.

Ahora había que poner a prueba la confianza… Le lanzó uno.

—He eliminado a tres, faltan siete. ¿Cuál es el mejor plan?

—Puedo atraer a un par más de ellos. Los otros están en la entrada principal. Podemos sorprenderlos desde atrás, si tenemos suerte.

—Adelante.

Tafas abrió la puerta.

—Era un escape de gas —rió convincente—. Ayúdame a sacar a estos tíos y sellaremos la puerta.

—Me pareció oír un aturdidor hace un rato —dijo su compañero mientras entraba.

—Tal vez intentaban llamar la atención.

El rostro del amotinado se llenó de recelo cuando advirtió la estupidez de la sugerencia.

—No tenían aturdidores —empezó a decir. Por fortuna, el segundo hombre entró en ese momento. Cordelia y Tafas dispararon al unísono.

—Cinco abatidos, faltan otros cinco —dijo Cordelia, saltando al suelo. La pierna derecha le falló; no la movía bien—. Las probabilidades van mejorando.

—Será mejor que lo hagamos rápido, si queremos que funcione —advirtió Tafas.

—Me parece bien.

Salieron por la puerta y corrieron sin hacer ruido hacia la sala de máquinas, que continuaba con sus tareas automáticas, indiferente a la identidad de sus amos. A un lado había apilados algunos cuerpos uniformados de negro. Tafas alzó una mano pidiendo cautela mientras doblaban la esquina, señalando de manera significativa con un dedo. Cordelia asintió. Tafas dobló la esquina en silencio y Cordelia se apretujó contra la pared, esperando. Cuando Tafas alzó su aturdidor, ella se asomó buscando un blanco. La cámara se estrechaba en L y terminaba en la entrada principal de la cubierta superior. Había cinco hombres concentrados en los chasquidos y silbidos que penetraban tenuemente a través de la escotilla en lo alto de una escalera metálica.

—Se están preparando para el asalto —dijo uno—. Es hora de dejarlos sin aire.

Famosas últimas palabras, pensó Cordelia, y disparó, una vez y luego dos veces más. Tafas disparó también, alcanzando rápidamente al grupo, y todo se acabó. Y yo nunca volveré a considerar estúpida una de las maniobras de Stuben, se prometió ella en silencio. Quiso soltar su aturdidor y aullar y bailar como reacción, pero su trabajo no había terminado todavía.

—Tafas, tengo que hacer una cosa más.

Él se le acercó, también tembloroso.

—Le he sacado de esto, y necesito un favor a cambio. ¿Cómo puedo cortar el control de las armas de plasma de largo alcance para que no vuelvan a funcionar hasta dentro de una hora y media?

—¿Por qué quiere hacer eso? ¿Lo ha ordenado el capitán?

—No —dijo ella sinceramente—. El capitán no ha ordenado nada de esto, pero le gustará cuando lo vea, ¿no cree?

Tafas, confundido, asintió.

—Si cortocircuita este panel —sugirió—, retardaría un poco las cosas.

—Déme su arco de plasma.

¿Tengo que hacerlo?, se pregunto Cordelia, contemplando la sección. Sí. Él nos dispararía, igual que yo me marcho a casa. Confianza es una cosa, traición otra. No tengo ningún deseo de ponerlo a prueba y que me destruya.

Si Tafas no me engaña y estos son los controles de los lavabos o algo parecido… Disparó contra el panel, y se quedó contemplando un instante, llena de primitiva fascinación, cómo chasqueaba y chispeaba.

—Ahora —dijo, devolviéndole el arco de plasma—, quiero un par de minutos de ventaja. Luego abra la puerta y sea un héroe. Le sugiero que llame primero y se lo advierta: el sargento Bothari va delante.

—Bien. Gracias.

Ella miró la escotilla principal de entrada. Él está ahora a unos tres metros de distancia, pensó. Una barrera infranqueable. En la física del corazón, la distancia es relativa; es el tiempo lo que es absoluto. Los segundos correteaban como arañas por su espalda.

Se mordió el labio, devorando con los ojos a Tafas. La última oportunidad para dejarle un mensaje a Vorkosigan… no. El absurdo de transmitir las palabras «Te quiero» por boca de Tafas la sacudió con una dolorosa risa interior. «Mi felicitación» parecía demasiado pomposo, dadas las circunstancias; «Mis saludos», demasiado frío, y lo más simple de todo, «Sí»…

Sacudió la cabeza en silencio y sonrió al aturdido soldado, luego corrió hacia la sala de almacenamiento y bajó por la escalera. Golpeó rítmicamente la escotilla. Al cabo de un momento, se abrió. Se encontró cara a cara con un arco de plasma empuñado por el soldado Nilesa.

—Tengo que llevarle los nuevos términos a su capitán —dijo ella rápidamente—. Son un poco retorcidos, pero creo que le gustarán.

Nilesa, sorprendido, la dejó salir y volvió a sellar la escotilla. Ella se apartó de él, contemplando el pasillo principal, donde había reunidas varias docenas de hombres. Un equipo técnico había retirado la mitad de los paneles de las paredes; de una herramienta saltaban chispas. Pudo ver la cabeza del sargento Bothari al otro lado de la multitud, y supo que estaba junto a Vorkosigan. Llegó a la escalera situada al fondo del pasillo, la subió, y empezó a correr, abriéndose paso nivel a nivel a través del laberinto que era la nave.

Riendo, llorando, sin aliento y temblando violentamente, llegó al pasillo de la compuerta de la lanzadera. El doctor McIntyre estaba haciendo guardia, tratando de parecer sombrío y barrayarés.

—¿Está todo el mundo aquí?

Él asintió, mirándola con deleite.

—Entre y vámonos.

Sellaron las puertas tras ellos y ocuparon sus asientos mientras la lanzadera se separaba a máxima aceleración con un crujido y una sacudida. Pete Lightner pilotaba manualmente, pues su implante neural betano no podía conectar con el sistema de control barrayarés sin una interfaz traductora. Cordelia se preparó para un viaje terrible.

Se acomodó en su asiento, todavía jadeando por la loca carrera. Stuben se reunió con ella, se volvió, y contempló preocupado sus incontrolables temblores.

—Es un crimen lo que le hicieron a Dubauer —dijo—. Ojalá pudiéramos volar su maldita nave. ¿Sabe si Radnov nos sigue cubriendo?

—Sus armas de largo alcance no estarán operativas durante un rato —contestó ella, sin entrar en detalles. ¿Podría hacerlo comprender alguna vez?—. Oh. Quería preguntar… ¿quién fue el barrayarés alcanzado por fuego de disruptor en el planeta?

—No lo sé. Doc Mac recogió su uniforme. Eh, Mac… ¿qué nombre llevas en el bolsillo?

—Uh, déjame ver si puedo descifrar su alfabeto. —Sus labios se movieron silenciosamente—. Kou… Koudelka.

Cordelia inclinó la cabeza.

—¿Murió?

—No estaba muerto cuando nos marchamos, pero desde luego no parecía muy sano.

—¿Qué estuvo usted haciendo todo el tiempo a bordo de la General? —preguntó Stuben.

—Pagando una deuda. De honor.

—Muy bien, como quiera. Ya me enteraré de la historia más tarde. —Guardó silencio, y luego añadió con un breve gesto de cabeza—: Espero que se la hiciera pagar al bastardo, fuera quien fuese.

—Mire, Stu… aprecio lo que han hecho todos. Pero quisiera estar sola unos minutos.

—Claro, capitana. —Él le dirigió una mirada de preocupación y se marchó murmurando «malditos monstruos» entre dientes.

Cordelia apoyó la cabeza contra la fría ventana y lloró en silencio por sus enemigos.

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