Un mar de bruma gravitaba sobre el bosque nublado, suave, gris, luminiscente. En las alturas la bruma parecía más brillante mientras el sol de la mañana empezaba a calentar y despejar la humedad, aunque en el barranco una fresca penumbra silenciosa todavía podía confundirse con el crepúsculo que precede al amanecer.
La comandante Cordelia Naismith miró al botánico de su equipo y ajustó las cintas de su recolector biológico para sentirse algo más cómoda antes de continuar su escalada. Se apartó de los ojos un largo mechón de pelo rojizo empapado de niebla y lo dirigió impaciente hacia su nuca. Su próxima zona de investigación sería decididamente a menor altitud. La gravedad de este planeta era ligeramente inferior a su mundo natal, la Colonia Beta, pero no compensaba la tensión fisiológica impuesta por el fino aire de las montañas.
Una vegetación más densa marcaba la frontera superior del bosque. Siguiendo el húmedo sendero del riachuelo del barranco, se agacharon para pasar por el túnel viviente y luego salieron al aire libre.
La brisa de la mañana despejaba los últimos restos de niebla hacia las doradas altiplanicies. Se extendían interminablemente, promontorio tras promontorio, hasta culminar por fin en los grandes macizos grises de un pico central coronado de chispeante hielo. El sol de este mundo brillaba en el profundo cielo turquesa dando una abrumadora riqueza a las hierbas doradas, las diminutas flores, a los manojos de plantas plateadas como encajes que lo salpicaban todo. Los dos exploradores contemplaron asombrados la montaña envuelta en el silencio.
El botánico, el alférez Dubauer, sonrió a Cordelia por encima del hombro y cayó de rodillas junto a uno de los arbustos plateados. Ella se acercó hasta el promontorio más cercano para contemplar el panorama que había más allá. El bosque se hacía más denso en las suaves pendientes. Quinientos metros por debajo, bancos de nubes se extendían como un mar blanco hasta el horizonte. A lo lejos, al oeste, la hermana menor de esta montaña asomaba entre las cumbres.
Cordelia anheló encontrarse en las llanuras de abajo, para ver la novedad del agua cayendo del cielo, cuando algo la sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué demonios puede estar quemando Rosemont para que apeste de esta manera? —murmuró.
Una columna negra y aceitosa se alzaba tras el siguiente macizo montañoso, para extenderse, dispersarse y disiparse con las brisas superiores. Desde luego, parecía proceder del campamento base. Cordelia la estudió con atención.
Un gemido lejano, que creció hasta convertirse en un aullido, taladró el silencio. Su lanzadera planetaria apareció tras el risco y cruzó el cielo sobre ellos, dejando una estela chispeante de gases ionizados.
—¡Vaya despegue! —exclamó Dubauer, la atención concentrada en el cielo.
Cordelia pulsó su comunicador de muñeca de onda corta.
—Naismith a Base Uno. Contesten, por favor.
Un siseo pequeño y hueco fue su única respuesta. Llamó de nuevo, dos veces, con el mismo resultado. El alférez Dubauer gravitaba ansioso sobre su hombro.
—Prueba con el tuyo —dijo ella. Pero tampoco él tuvo suerte—. Recoge tus cosas, vamos a regresar al campamento. Marcha forzada.
Corrieron jadeantes hacia el siguiente risco y se internaron de nuevo en el bosque. Los enormes árboles estaban a esa altura caídos, retorcidos. Al subir les habían parecido artísticamente salvajes; al bajar eran una amenazadora pista de obstáculos. La mente de Cordelia esbozó una docena de posibles desastres, cada uno más extraño que el anterior. Así lo desconocido dibuja dragones en los márgenes de los mapas, reflexionó, y contuvo su pánico.
Recorrieron el último tramo de bosque hasta conseguir ver con claridad el calvero seleccionado como base principal. Cordelia se quedó boquiabierta, sorprendida. La realidad sobrepasaba la imaginación.
Brotaba humo de cinco montículos negros que antes habían sido un ordenado círculo de tiendas. Una cicatriz humeante ardía en las hierbas donde estuvo posada la lanzadera, al otro lado del barranco, frente al campamento. Había equipo destrozado por todas partes. Las instalaciones sanitarias bacteriológicamente selladas habían sido destruidas; sí, incluso las letrinas habían sido incendiadas.
—Dios mío —jadeó el alférez Dubauer, y avanzó como un sonámbulo. Cordelia lo agarró por el cuello.
—Agáchate y cúbreme —ordenó, y caminó luego con cautela hacia las silenciosas ruinas.
La hierba alrededor del campamento estaba pisoteada y chamuscada. La aturdida mente de Cordelia se esforzó por explicar la carnicería. ¿Aborígenes que no habían detectado previamente? No, nada que no fuera un arco de plasma podría haber fundido el tejido de las tiendas. ¿Los alienígenas de cultura avanzada que tanto tiempo llevaban buscando, sin encontrarlos? Quizás algún inesperado estallido de enfermedad, no previsto por su larga investigación microbiológica robótica y las inmunizaciones de rigor… ¿podría haber sido un intento de esterilización? ¿Un ataque por parte de algún otro gobierno planetario? Sus atacantes difícilmente podrían haber salido del mismo agujero de gusano que ellos habían descubierto, aunque sólo habían cartografiado aproximadamente un diez por ciento del volumen del espacio en el radio de un mes-luz de este sistema. ¿Alienígenas?
Fue tristemente consciente de que su mente completaba el círculo, como uno de los animales cautivos de su equipo de zoólogos que corriera frenético dentro de una rueda de ejercicios. Rebuscó sombría entre la basura en busca de alguna pista.
La encontró entre la alta hierba, a mitad de camino del barranco. El largo cuerpo con el uniforme pardo del Servicio de Exploración Astronómica Betana estaba completamente extendido, los brazos y piernas torcidos, como si lo hubieran alcanzado mientras corría hacia el refugio del bosque. Cordelia contuvo la respiración al reconocer su identidad. Le dio la vuelta suavemente.
Era el atento teniente Rosemont. Tenía los ojos vidriosos y fijos y preocupados, como si todavía fueran un espejo de su espíritu. Se los cerró.
Buscó la causa de su muerte. No había sangre, ni quemaduras, ni huesos rotos. Sondeó el cuero cabelludo con sus largos dedos blancos. La piel bajo su pelo rubio estaba magullada, la firma delatora de un disruptor neural. Eso dejaba fuera a los alienígenas. Colocó la cabeza del teniente sobre su regazo un instante, acariciando los rasgos familiares, como una ciega. Ahora no era el momento de llorar.
Regresó al círculo ennegrecido a cuatro patas y empezó a investigar entre los destrozos del equipo comunicador. Los atacantes habían sido bastante concienzudos en esa tarea, como testificaban los trozos retorcidos de plástico y metal que fue encontrando. Gran parte del valioso equipo parecía haber desaparecido.
Hubo un rumor entre las hierbas. Cordelia agarró su pistola aturdidora y se detuvo. El tenso rostro del alférez Dubauer asomó entre la vegetación color pajizo.
—Soy yo, no dispare —dijo en un tono estrangulado que pretendía que fuera un susurro.
—He estado a punto de hacerlo. ¿Por qué no te quedaste donde te dije? —susurró ella a su vez—. No importa, ayúdame a buscar un comunicador que pueda contactar con la nave. Y permanece agachado, podrían volver.
—¿Quiénes? ¿Quién ha hecho esto?
—Hay donde elegir: novobrasileños, barrayareses, cetagandanos, podría ser cualquiera. Reg Rosemont está muerto. Disruptor neural.
Cordelia se arrastró hasta el montículo que ahora era la tienda de especímenes y escrutó lo que quedaba con mucho cuidado.
—Tiéndeme ese palo de allí —dijo.
Hurgó con atención el montón. Las tiendas habían dejado de humear, pero de ellas todavía se alzaban oleadas de calor que les golpeaban el rostro como el sol veraniego de su hogar. El tejido torturado se apartó como un papel calcinado. Enganchó el palo en un cofrecito medio derretido y lo arrastró hacia afuera. El cajón interior no estaba quemado, pero sí retorcido y, como descubrió cuando intentó abrirlo, atascado.
Unos cuantos minutos más de investigación le hicieron hallar unos pobres sustitutos de martillo y cincel, un trozo plano de metal y un grueso bulto que reconoció tristemente como un antiguo, delicado y carísimo registrador meteorológico. Con esas herramientas de cavernícola y un poco de fuerza bruta por parte de Dubauer, abrieron el cajón con un ruido que resonó como un tiro de pistola y los hizo saltar a ambos.
—¡Bingo! —dijo Dubauer.
—Llevémoslo al barranco —dijo Cordelia—. Tengo los pelos de punta. Desde lo alto podría vernos cualquiera.
Todavía agachados, buscaron rápidamente cobijo, dejando atrás el cadáver de Rosemont. Dubauer se lo quedó mirando mientras pasaban, inquieto, airado.
—Quien hizo esto lo va a pagar con creces.
Cordelia simplemente sacudió la cabeza.
Se arrodillaron entre los matorrales parecidos a helechos para intentar hacer funcionar el íntercomunicador. La máquina produjo algo de estática y tristes pitidos, se apagó, luego escupió algo parecido a una señal de audio a base de golpes y sacudidas. Cordelia encontró la frecuencia adecuada y empezó a llamar.
—Comandante Naismith a Nave Exploradora René Magritte. Contesten, por favor.
Después de una agonía de espera, llegó la débil respuesta, cargada de estática.
—Aquí el teniente Stuben. ¿Está usted bien, capitana?
Cordelia volvió a respirar.
—Muy bien por ahora. ¿Y vuestra situación? ¿Qué ha ocurrido?
La voz del doctor Ullery, segundo de la partida de investigación después de Rosemont, contestó.
—Una patrulla militar de Barrayar rodeó el campamento, exigiendo nuestra rendición. Dijeron que reclamaban el lugar por derecho de descubrimiento anterior. Entonces algún alocado de gatillo fácil en su bando disparó un arco de plasma, y se desató el infierno. Reg los mantuvo a raya con su aturdidor y los demás logramos llegar a la lanzadera. Hay una nave barrayaresa de clase general aquí arriba con la que llevamos un rato jugando al escondite, si entiende lo que quiero decir…
—Recuerda que estás transmitiendo en abierto —le recordó bruscamente Cordelia.
El doctor Ullery vaciló, luego continuó.
—Cierto. Todavía exigen nuestra rendición. ¿Sabe si han capturado a Reg?
—Dubauer está conmigo. ¿Todos los demás están ahí?
—Todos menos Reg.
—Reg está muerto.
Un chirrido de estática ahogó la maldición de Stuben.
—Stu, estás al mando —lo interrumpió Cordelia—. Escucha con atención. Esos militaristas impetuosos no son, repito, no son de fiar. No rindas la nave bajo ningún concepto. He visto los informes secretos de los cruceros clase general. Os superan en cañones, en blindaje y en dotación, pero tenéis el doble de velocidad. Así que salid de su radio de alcance y quedaos allí. Retiraos hasta la Colonia Beta si es preciso, pero no corráis ningún riesgo. ¿Entendido?
—¡No podemos dejarla, capitana!
—No podréis enviar una lanzadera de recogida a menos que os quitéis de encima a los barrayareses. Y si nos capturan, hay más posibilidades de volver a casa a través de los canales políticos que mediante una unidad de rescate; pero eso sólo será posible si conseguís llegar a casa para quejaros, ¿está absolutamente claro? ¡Responde!
—Comprendido —replicó el doctor, reacio—. Pero capitana… ¿Cuánto tiempo cree que podrá esquivar a esos locos hijos de puta? Al final la capturarán.
—Todo el que sea posible. En cuanto a vosotros… ¡en marcha!
Cordelia había imaginado ocasionalmente a su nave funcionando sin ella; nunca sin Rosemont. Hay que impedir que Stuben intente jugar a los soldados, pensó. Los barrayareses no son aficionados.
—Hay cincuenta y seis vidas ahí arriba que dependen de ti. Puedes contarlas. Cincuenta y seis es más que dos. Recuérdalo siempre, ¿de acuerdo? Naismith, corto y cierro.
—Cordelia… Buena suerte. Stuben, cierro.
Cordelia se echó hacia atrás y contempló el pequeño comunicador.
—Vaya papeleta.
El alférez Dubauer resopló.
—Eso es quedarse corto.
—Eso es una valoración exacta. No sé si te has dado cuenta…
Un movimiento entre las sombras llamó su atención. Empezó a ponerse en pie, la mano en el aturdidor. El alto soldado de Barrayar con el uniforme de camuflaje verde y gris se movió aún más rápido. Dubauer lo superó, empujándola a ciegas tras él. Cordelia oyó el chasquido de un disruptor neural mientras se lanzaba hacia el barranco y el aturdidor y el comunicador escapaban de sus manos. Bosque, tierra, arroyo y cielo giraron salvajemente a su alrededor, su cabeza golpeó algo con un crujido enfermizo y la oscuridad la engulló.
El moho del bosque presionaba contra la mejilla de Cordelia. El húmedo olor a tierra le hacía cosquillas en la nariz. Inspiró profundamente, llenando la boca y los pulmones, y entonces el olor a podredumbre le retorció el estómago. Apartó la cara del barro. El dolor explotó en su cabeza en líneas radiales.
Gruñó. Oscuros fosfenos chispeantes nublaban su visión, luego se despejaron. Obligó a sus ojos a concentrarse en el objeto más cercano, casi a medio metro a la derecha de su cabeza.
Pesadas botas negras, hundidas en el lodo y rematadas por unos pantalones de camuflaje a manchas verdes y grises, piernas abiertas en un paciente descanso militar. Ella reprimió un gemido de alerta. Muy suavemente volvió a colocar la cabeza en el negro limo y rodó cautelosamente de lado para ver mejor al oficial de Barrayar.
¡Su aturdidor! Contempló el pequeño rectángulo gris del cañón, sujetado con fuerza por una mano ancha y pesada. Sus ojos buscaron ansiosos el disruptor neural. El cinturón del oficial estaba repleto de equipo, pero la canana del disruptor en su cadera derecha estaba vacía, igual que la funda del arco de plasma a su izquierda.
Apenas era más alto que ella, pero era fornido y recio. Pelo oscuro despeinado veteado de gris, ojos grises, fríos e intensos… de hecho, todo su aspecto era desaliñado para las estrictas ordenanzas militares barrayaresas. Llevaba el uniforme tan arrugado y sucio y manchado como el suyo, y tenía un hematoma en el pómulo derecho. Parece que también ha tenido un día de perros, pensó ella, aturdida. Entonces los chispeantes remolinos negros se expandieron y volvieron a ahogarla.
Cuando su visión se despejó de nuevo, las botas se habían ido… no. Allí estaba, sentado cómodamente en un tronco. Ella trató de concentrarse en algo que no fuera su vientre rebelde, pero su vientre ganó el control con una sacudida.
El capitán enemigo se agitó involuntariamente mientras ella vomitaba, pero continuó sentado. Se arrastró los pocos metros que había hasta el pequeño arroyo al fondo del barranco, y se lavó la boca y la cara en su agua helada. Sintiéndose relativamente mejor, se sentó en el suelo y croó:
—¿Bien?
El oficial inclinó la cabeza, con un leve gesto de cortesía.
—Soy el capitán Aral Vorkosigan, al mando del crucero de guerra imperial General Vorkraft. Identifíquese, por favor. —Su voz era de barítono, su habla apenas tenía acento.
—Comandante Cordelia Naismith. Exploración Astronómica Betana. Somos un grupo científico —remarcó, acusadora—. No combatientes.
—Eso he advertido —dijo él secamente—. ¿Qué le ha pasado a su grupo?
Los ojos de Cordelia se entornaron.
—¿No estuvo usted allí? Yo estaba en las montañas, ayudando al botánico de mi equipo.
Y añadió, con más urgencia:
—¿Ha visto a mi botánico… mi alférez? Me empujó al barranco cuando nos emboscaron…
Él alzó la mirada hacia el borde del barranco, al lugar desde donde ella había caído… ¿hacía cuánto?
—¿Era un chico de pelo castaño?
El corazón de ella dio un brinco, lleno de enfermiza expectación.
—Sí.
—Ahora ya no hay nada que pueda hacer por él.
—¡Eso ha sido un asesinato! ¡Lo único que tenía era un aturdidor! —Sus ojos frieron al barrayarés—. ¿Por qué atacaron a mi gente?
Él acarició pensativo el aturdidor.
—Su expedición —dijo lentamente—, iba a ser detenida, preferiblemente de manera pacífica, por violación del espacio barrayarés. Hubo un altercado. Me alcanzaron por la espalda con un rayo aturdidor. Cuando recuperé el sentido, encontré su campamento tal como lo ha encontrado usted.
—Bien. —Una bilis amarga le agrió la boca a Cordelia—. Me alegra que Reg le alcanzara, antes de que lo asesinaran.
—Si se refiere a ese chico rubio, equivocado pero sin duda valiente, no podría haberle dado a una casa a dos pasos. No sé por qué los betanos se ponen uniforme de soldado. No están mejor entrenados que los niños de un picnic. Si en sus filas hay soldados profesionales, no se nota.
—Era geólogo, no un asesino contratado —replicó ella—. Y en cuanto a mis «niños», sus soldados no fueron capaces de capturarlos.
Él frunció el ceño. Cordelia cerró la boca bruscamente. Oh, magnífico, pensó. Ni siquiera ha empezado a retorcerme los brazos y ya le estoy dando información gratis.
—No lo sabían —murmuró Vorkosigan. Señaló con el aturdidor corriente arriba, hacia el lugar donde el comunicador yacía roto. Un pequeño surtidor de vapor brotaba del destrozo—. ¿Qué órdenes le dio a su nave cuando le informaron de su huida?
—Les dije que recurrieran a su iniciativa —murmuró ella vagamente, tanteando en busca de inspiración en medio de una niebla palpitante.
Él hizo una mueca.
—Buena orden para un betano. Al menos tiene la seguridad de que la obedecerán.
Oh, no. Mi turno.
—Eh. Sé por qué mi gente me dejó aquí. ¿Por qué lo abandonaron los suyos? ¿No es un comandante en activo, aunque sea barrayarés, demasiado importante para dejarlo por ahí perdido? —Se enderezó aún más—. Si Reg no pudo haberle dado a una casa a dos pasos, ¿quién le disparó a usted?
Eso le ha dolido, pensó ella, mientras el aturdidor con el que él había estado haciendo gestos ausentes giraba para apuntarla. Pero dijo solamente:
—Eso no es asunto suyo. ¿Tiene otro comunicador?
Vaya, vaya, ¿se había enfrentado este severo comandante barrayarés a un motín? ¡Bueno, confusión en el enemigo!
—No. Sus soldados lo destruyeron todo.
—No importa —murmuró Vorkosigan—. Sé dónde conseguir otro. ¿Puede caminar ya?
—No estoy segura.
Ella se puso en pie, y luego se llevó las manos a la cabeza para contener los dolores.
—Es sólo una contusión —dijo Vorkosigan, sin ningún pesar—. Caminar le hará bien.
—¿Hasta dónde? —jadeó ella.
—Unos doscientos kilómetros.
Ella se desplomó de rodillas.
—Que tenga un buen viaje.
—Yo solo, dos días. Supongo que usted tardará más, con eso de que es geóloga, o lo que sea.
—Astrocartógrafa.
—Levántese, por favor.
Él se levantó rápidamente y la sujetó por el codo con una mano. Parecía curiosamente reacio a tocarla. Ella estaba helada y envarada; pudo sentir el calor de su mano a través del grueso tejido de la manga. Vorkosigan la empujó con decisión por la pendiente del barranco.
—Habla en serio —dijo ella—. ¿Qué va a hacer con una prisionera en una marcha forzada? ¿Y si le hundo la cabeza con una roca mientras duerme?
—Correré el riesgo.
Llegaron a lo alto. Cordelia se apoyó en uno de los arbolitos, sin resuello. Vorkosigan ni siquiera respiraba con dificultad, advirtió ella con envidia.
—Bueno, no voy a ir a ninguna parte hasta que haya enterrado a mis oficiales.
Él pareció irritarse.
—Es una pérdida de tiempo y de energía.
—No voy a dejarlos para los carroñeros como si fueran animales muertos. Sus matones de Barrayar puede que sepan mucho de asesinar, pero ninguno de ellos podría haber muerto de manera más marcial.
Él se la quedó mirando, con expresión ilegible, y luego se encogió de hombros.
—Muy bien.
Cordelia empezó a abrirse paso por el contorno del barranco.
—Creía que estaba aquí —dijo, sorprendida—. ¿Lo ha movido usted de sitio?
—No. Pero no puede haberse arrastrado hasta muy lejos, en su estado.
—¡Dijo que estaba muerto!
—Y lo está. Su cuerpo, sin embargo, seguía animado. El disruptor no debió de alcanzarle el cerebelo.
Cordelia siguió la pista de vegetación quebrada hasta una pequeña elevación. Vorkosigan la siguió en silencio.
—¡Dubauer!
Corrió hacia la figura vestida de oscuro que estaba encogida entre los helechos. Mientras se arrodillaba a su lado, él se volvió y se estiró, y luego empezó a temblar lentamente de arriba abajo, los labios torcidos en una extraña mueca. ¿Frío?, pensó ella, y entonces advirtió lo que estaba viendo. Se sacó el pañuelo del bolsillo, lo dobló, y se lo colocó entre los dientes. La boca de Dubauer ya estaba manchada de sangre de una convulsión anterior. Después de unos tres minutos suspiró y se quedó flácido.
Ella resopló inquieta y lo examinó con ansiedad. Dubauer abrió los ojos y pareció concentrarse en su rostro. Se agarró a su brazo y emitió ruidos, todo gemidos y vocales ahogadas. Ella trató de aliviar su agitación animal acariciándole amablemente la cabeza y secándole la baba ensangrentada de la boca; él se calmó.
Cordelia se volvió hacia Vorkosigan, con la visión nublada por las lágrimas de furia y dolor.
—¡No está muerto! Sólo herido. Necesita ayuda médica.
—No está siendo usted realista, comandante Naismith. Nadie se recupera de las heridas causadas por un disruptor.
—¿No? No se puede calcular desde fuera el daño que su sucia arma ha causado. Todavía puede ver y oír y sentir… ¡no puede rebajarlo al rango de cadáver a su conveniencia!
El rostro de Vorkosigan parecía una máscara.
—Si lo desea —dijo lentamente—, puedo acabar con su sufrimiento. Mi cuchillo de combate está bastante afilado. Usado con rapidez, puede cortarle la garganta casi sin dolor. O, si considera que es su deber como comandante, puedo prestarle el cuchillo para que lo utilice usted.
—¿Es lo que haría por uno de sus hombres?
—Por supuesto. Y ellos harían lo mismo por mí. Ningún hombre podría desear vivir de esa forma.
Ella se levantó y lo miró con firmeza.
—Ser de Barrayar debe de ser como vivir entre caníbales.
Un largo silencio se produjo entre ellos. Dubauer lo rompió con un gemido. Vorkosigan se agitó.
—¿Qué propone entonces que hagamos con él?
Ella se frotó las sienes, cansada, buscando un razonamiento que pudiera penetrar aquella fachada impenetrable. Su estómago ondulaba, sentía la lengua como de lana, sus piernas temblaban por el agotamiento, el bajo nivel de azúcar en la sangre y la reacción al dolor.
—¿Adónde tiene planeado ir? —preguntó por fin.
—Hay un depósito de suministros situado… en un lugar que conozco. Oculto. Contiene comunicadores, armas, comida… Poseerlo me pondría en posición de, ejem, corregir los problemas en mi mando.
—¿Tiene suministros médicos?
—Sí —admitió él, reacio.
—Muy bien. —Ahí va nada—. Cooperaré con usted, le doy mi palabra, como prisionera; le ayudaré en todo lo que pueda siempre que no ponga en peligro mi nave, si llevamos con nosotros al alférez Dubauer.
—Eso es imposible. Ni siquiera puede andar.
—Creo que puede, si se le ayuda.
Él la miró, lleno de irritación contenida.
—¿Y si me niego?
—Entonces puede dejarnos aquí a los dos o matarnos a los dos.
Cordelia apartó la mirada del cuchillo, alzó la barbilla y esperó.
—Yo no mato a los prisioneros.
Ella se sintió aliviada al oírlo hablar en plural. Dubauer había vuelto a ser considerado humano por su captor. Cordelia se arrodilló para ayudar al alférez a ponerse en pie, rezando para que Vorkosigan no decidiera poner fin a la discusión disparándole con el aturdidor y matando a su botánico a continuación.
—Muy bien —capituló él, dirigiéndole una extraña mirada llena de intensidad—. Tráigalo. Pero debemos viajar rápido.
Ella consiguió incorporar al alférez. Sujetándolo con fuerza por el hombro, lo guió en su temblequeante caminar. Parecía que él podía oír, pero no decodificar ningún significado de los ruidos del habla.
—Ve —le defendió ella, a la desesperada—, puede andar. Sólo necesita un poco de ayuda.
Llegaron al borde del calvero cuando la luz de la tarde lo marcaba con largas sombras negras, como la piel de un tigre. Vorkosigan se detuvo.
—Si estuviera solo, llegaría hasta el escondite con las raciones de emergencia de mi cinturón —dijo—. Con ustedes dos, tendremos que arriesgarnos a buscar más comida en su campamento. Podrá enterrar a su otro oficial mientras yo busco.
Cordelia asintió.
—Busque algo con lo que excavar. Tengo que atender a Dubauer primero.
Él hizo un gesto de asentimiento con la mano y se dirigió hacia el círculo arrasado. Cordelia pudo recuperar un par de mantas medio quemadas de entre los restos de la tienda de las mujeres, pero nada de ropas, medicinas ni jabón, ni siquiera un cubo para transportar o calentar agua. Finalmente consiguió que el alférez la acompañara hasta el arroyuelo y lo lavó lo mejor que pudo, junto con sus heridas y sus pantalones, con el agua fría; lo secó con una de las mantas, volvió a ponerle la camiseta y la chaqueta del uniforme y lo envolvió con la otra manta de cintura para abajo, como si fuera un sarong. Él tiritó y gimió, pero no se resistió a su improvisado tratamiento.
Vorkosigan, mientras tanto, había encontrado dos cajas de raciones, con las etiquetas quemadas pero por lo demás intactas. Cordelia abrió una bolsita plateada, le agregó agua del arroyo, y descubrió que eran gachas enriquecidas con soja.
—Qué suerte —comentó—. Seguro que Dubauer podrá comerlas. ¿Qué hay en la otra caja?
Vorkosigan estaba haciendo su propio experimento. Añadió agua a su bolsa, la mezcló apretándola, y olisqueó el resultado.
—No estoy seguro del todo —dijo, tendiéndoselo—. Huele raro. ¿Podría estar estropeado?
Era una pasta blanca de fuerte olor.
—Está bien —le aseguró Cordelia—. Es salsa de queso artificial para ensalada.
Se acomodó y contempló el menú.
—Al menos tiene muchas calorías —se animó—. Todos necesitaremos calorías. Supongo que no llevará una cuchara en ese cinturón suyo.
Vorkosigan desenganchó un objeto del cinturón y se lo tendió sin más comentarios. Resultó estar compuesto por varios pequeños utensilios plegados sobre un mango, cuchara incluida.
—Gracias —dijo Cordelia, absurdamente complacida, como si satisfacer su humilde deseo hubiera sido un truco de mago.
Vorkosigan se encogió de hombros y se marchó para continuar su búsqueda en la oscuridad, y ella empezó a darle de comer a Dubauer. Él parecía vorazmente hambriento, pero incapaz de valerse por sí mismo.
Vorkosigan regresó.
—He encontrado esto.
Le tendió una pequeña pala de geólogo de un metro de largo, para excavar muestras de terreno.
—Es poca cosa para lo que hay que hacer, pero todavía no he encontrado nada mejor.
—Era de Reg —dijo Cordelia, aceptándola—. Servirá.
Condujo a Dubauer hasta un lugar cercano a su siguiente trabajo y lo sentó. Se preguntó si algún helecho del bosque podría proporcionarle un poco de aislamiento, y resolvió dedicarse a ello más tarde. Marcó las dimensiones de una tumba cerca del lugar donde había caído Rosemont, y empezó a apartar la gruesa hierba con la pala. El terreno era duro, pedregoso y resistente, y ella se quedó sin aliento rápidamente.
Vorkosigan apareció entonces, surgido de la noche.
—He encontrado algunas bengalas.
Partió un tubo del tamaño de un lápiz y lo dejó en el suelo, junto a la tumba, donde desprendió un brillo fantasmagórico verdigris. La observó críticamente mientras ella trabajaba.
Cordelia apartó la tierra, lamentando aquella vigilancia. Lárgate, pensó, y déjame enterrar a mi amigo en paz. Se sintió aún más incómoda cuando un nuevo pensamiento la asaltó: tal vez no me deje terminar, estoy tardando demasiado… Cavó con más fuerza.
—A este paso, estaremos aquí hasta la semana que viene.
Si se movía lo bastante rápido, pensó ella, irritada, ¿conseguiría golpearlo con la pala? Sólo una vez…
—Vaya a sentarse con su botánico. —Él extendió la mano; ella comprendió que por fin iba a ayudarla a cavar.
—Oh… —Soltó la herramienta. Él tomó su cuchillo de combate y lo clavó en las raíces de las hierbas donde Cordelia había marcado su rectángulo y empezó a cavar, de manera mucho más eficaz que ella.
—¿Qué clase de carroñeros han encontrado por aquí? —preguntó entre paletadas—. ¿A qué profundidad cavo?
—No estoy segura —respondió ella—. Sólo llevábamos aquí tres días. Pero es un ecosistema bastante complejo, y los nichos más inimaginables parecen estar ocupados.
—Mmm.
—El teniente Stuben, mi zoólogo jefe, encontró un par de hexápodos muertos y a más que medio devorar. Detectó a algo que definió como cangrejo peludo rondando uno de ellos.
—¿Qué tamaño tenían? —preguntó Vorkosigan con curiosidad.
—No lo dijo. He visto imágenes de los cangrejos de la Tierra, y no parecen muy grandes… Del tamaño de su mano, tal vez.
—Un metro puede ser más que suficiente.
Él continuó la excavación con poderosas y breves mordeduras de la inadecuada pala. La bengala iluminaba su rostro desde abajo, proyectando hacia arriba sombras de la poderosa mandíbula, la nariz ancha y recta, y las tupidas cejas. Tenía una antigua cicatriz en forma de ele, advirtió Cordelia, en el lado izquierdo de la barbilla. Le recordó a un rey enano de alguna saga norteña, cavando en las profundidades insondables.
—Hay un palo junto a las tiendas —se ofreció ella—. Podría colgar esa luz para que ilumine su trabajo.
—Eso ayudaría.
Cordelia regresó a las tiendas, más allá del círculo de la bengala, y encontró el palo donde lo había dejado caer esa mañana. Al regresar a la tumba, amarró la luz al palo con unos cuantos hierbajos y lo clavó en la tierra, haciendo así que el círculo de luz fuera más amplio. Recordó su plan de recolectar helechos para Dubauer, y se dirigió hacia el bosque, pero se detuvo.
—¿Ha oído eso? —le preguntó a Vorkosigan.
—¿Qué? —Incluso él empezaba a respirar entrecortadamente. Se detuvo, hundido hasta las rodillas en el agujero, y prestó atención.
—Una especie de roce, procedente del bosque.
Él esperó un momento, y luego sacudió la cabeza y continuó con su trabajo.
—¿Cuántas bengalas hay?
—Seis.
Tan pocas. Ella odiaba desperdiciarlas usándolas de dos en dos. Estaba a punto de preguntarle si le importaba cavar un rato en la oscuridad, cuando oyó de nuevo el ruido, con más claridad.
—Hay algo ahí fuera.
—Eso ya lo sabemos —dijo Vorkosigan—. La cuestión es…
Las tres criaturas saltaron al unísono hacia el círculo de luz. Cordelia logró atisbar unos cuerpos bajos y rápidos, con demasiadas patas negras y velludas, cuatro ojos negros como perlas en rostros sin cuello, y picos amarillos afilados como cuchillas que chasqueaban y siseaban. Tenían el tamaño de cerdos.
Vorkosigan reaccionó instantáneamente, golpeando al más cercano en la cara con la hoja de la pala. Un segundo animal se abalanzó sobre el cuerpo de Rosemont, mordiendo la carne y la tela de un brazo, e intentando apartarlo de la luz. Cordelia agarró su palo y lo golpeó con saña entre los ojos. El pico rompió el extremo de la vara de aluminio. El animal siseó y retrocedió ante ella.
A estas alturas Vorkosigan ya había desenvainado su cuchillo de combate. Atacó vigorosamente al tercer animal, gritando, apuñalando y pateando con sus pesadas botas. La sangre brotó cuando las garras arañaron su pierna, pero él descargó un golpe con su cuchillo que envió a la criatura aullando y siseando hacía el refugio del bosque junto con sus compañeros de camada. Dándose un momento para respirar, Vorkosigan pescó su pistola aturdidora del fondo de la funda demasiado grande del disruptor donde, a juzgar por sus maldiciones en voz baja, se había deslizado, y se quedó de pie, escrutando la oscuridad.
—Cangrejos peludos, ¿eh? —jadeó Cordelia—. ¡Stuben, se te va a caer el pelo! —gritó, y apretó los dientes.
Vorkosigan limpió en la hierba la oscura sangre del cuchillo y lo devolvió a su vaina.
—Será mejor que la tumba tenga al menos dos metros de profundidad —dijo seriamente—. Tal vez un poco más.
Cordelia suspiró, mostrando su acuerdo, y devolvió el palo algo más corto a su posición original.
—¿Cómo está su pierna?
—Puedo encargarme de ello. Será mejor que se ocupe de su alférez.
Dubauer, aturdido, se había despertado con el estrépito y trataba de marcharse a gatas. Cordelia intentó tranquilizarlo, luego tuvo que vérselas con otro ataque, y al final, para su alivio, Dubauer se quedó dormido.
Vorkosigan, mientras tanto, se había curado su arañazo usando el pequeño botiquín de emergencia de su cinturón y siguió cavando, apenas un poco más despacio. Cuando se hundió en el agujero hasta la altura de los hombros, hizo que ella ayudara a sacar tierra de la tumba usando la caja vacía de especímenes botánicos como cubo improvisado. Era casi medianoche cuando él llamó desde el fondo del pozo.
—Creo que ya está —dijo, y salió—. Lo podría haber hecho en cinco segundos con un arco de plasma —jadeó, recuperando el resuello. Estaba sucio y sudoroso bajo el frío aire de la noche. Hilillos de niebla surgían del barranco y el arroyo.
Juntos arrastraron el cadáver de Rosemont hasta el borde de la tumba. Vorkosigan vaciló.
—¿Quiere la ropa para su alférez?
Era una sugerencia inevitablemente práctica. A Cordelia le repugnaba la indignidad de bajar a Rosemont desnudo a la tierra, pero deseó al mismo tiempo haberlo pensado antes, cuando Dubauer tenía tanto frío. Sacó el uniforme de los miembros ya tiesos con la macabra sensación de que estaba desnudando un muñeco gigantesco, y luego lo arrojaron a la fosa. Rosemont cayó de espaldas con un golpe ahogado.
—Espere un momento.
Sacó el pañuelo de Rosemont del bolsillo de su uniforme y saltó a la tumba y resbaló con el cadáver. Extendió el pañuelo sobre su rostro. Era un pequeño gesto de desafío a la realidad, pero se sintió mejor por hacerlo. Vorkosigan le sujetó la mano y la aupó.
—Muy bien.
Volvieron a verter la tierra en el agujero mucho más rápidamente de lo que la habían excavado, y la apisonaron lo mejor posible caminando sobre ella.
—¿Desea realizar algún tipo de ceremonia? —preguntó Vorkosigan.
Cordelia sacudió la cabeza, pues no le apetecía recitar el vago servicio funeral oficial. Pero se arrodilló junto a la tumba durante unos minutos y rezó una oración más seria, menos segura por sus muertos. La oración pareció revolotear y desvanecerse en el vacío, tan silenciosa como una pluma.
Vorkosigan esperó paciente a que se levantara.
—Es bastante tarde —dijo—, y hemos visto tres buenas razones para no ir dando tumbos en la oscuridad. Bien podemos quedarnos aquí hasta el amanecer. Yo me encargaré de la primera guardia. ¿Todavía quiere golpear mi cabeza con una roca?
—En este momento, no —respondió ella con sinceridad.
—Muy bien. La despertaré más tarde.
Vorkosigan empezó su guardia con una patrulla del perímetro del calvero, llevándose la bengala consigo, que temblequeó entre la negra distancia como una luciérnaga cautiva. Cordelia se tendió junto a Dubauer. Las estrellas titilaban débilmente a través de la bruma. ¿Podría una de ellas ser todavía su nave, o la de Vorkosigan? No era probable, a la distancia a la que sin duda estaban ya.
Se sintió vacía. Energía, voluntad, deseo resbalaban entre sus dedos como líquido brillante, absorbidos por una especie de arena infinita. Miró a Dubauer, tendido a su lado, y apartó su mente del fácil vórtice de la desesperación. Todavía soy comandante, se dijo a sí misma bruscamente; tengo el mando. Todavía me sirves, alférez, aunque no puedas servirte a ti mismo…
La idea pareció el hilo que conducía a una gran reflexión, pero se fundió en sus manos, y poco después se quedó dormida.