LIBRO 2

SANTOS

Capítulo 4

Nueva Orleans, Luisiana 1979

A Víctor Santos le gustaba vivir en aquella casa del barrio francés de Nueva Orleans. Hasta entonces no había vivido en ningún sitio parecido. Las calles estaban llenas de vida, día y noche, y siempre había algo que hacer. A sus quince años de edad le agradaban los sonidos y los olores; le gustaban las hermosas fachadas de los viejos edificios, siempre mojados, los ocultos jardines y los balcones de hierro forjado.

Pero lo que más le gustaba era la gente. En el barrio francés se mezclaban todas las razas, y había todo tipo de personas, buenas y malas. Hasta le gustaba el ambiente nocturno de Bourbon Street, siempre repleta con personas dispuestas a divertirse o simples curiosos.

Los consejeros del colegio siempre estaban diciendo a su madre que el barrio francés era mal sitio para que creciera, porque supuestamente no era un buen barrio. Eran individuos bastante reaccionarios, que no habrían opinado mejor de su madre de haber sabido que no era camarera, tal y como decía, sino bailarina de danzas exóticas.

Pero Santos, al que todo el mundo llamaba así excepto su madre, sabía que sólo eran unos cretinos. Como sabía que cualquiera de las personas que habitaban aquel barrio tenía más corazón que los cerdos como su padre. A su corta edad ya sabía que las personas que no tenían nada, las que habían sufrido los rigores de la pobreza, eran mucho mejores. Ni siquiera tenían tiempo para odiar.

Santos cruzó Bourbon Street y saludó a Bubba, el chico que trabajaba como portero del Club 69, el local donde actuaba su madre por las noches.

– Hola, Santos, ¿quieres un cigarrillo?

– Deberías dejar de fumar, hombre. Tanto tabaco va a matarte.

El hombre se despidió amistosamente de Santos y se volvió hacia un par de turistas que dudaban en la puerta del club.

Víctor continuó calle abajo y decidió torcer por St Peter, para tardar menos. Le había prometido a su madre que compraría un par de bocadillos de vuelta a casa. Al pensar en ellos, se le hizo la boca agua y aceleró el paso, aunque no demasiado. Agosto en Nueva Orleans no era buena época para apresurarse. El sol estaba a punto de ocultarse, pero aún hacía tanto calor como para freír un huevo en la acera. Calor que empeoraba con la alta humedad ambiental. La semana anterior, un caballo que tiraba de una de las calesas para turistas se había muerto en mitad de la calle, víctima de las elevadas temperaturas.

– Eh, Santos -dijo una mujer a su espalda-, ¿adónde vas tan deprisa?

Víctor se detuvo, se dio la vuelta y sonrió.

– Hola, Sugar. Voy al mercado de camino a casa. Mi madre me está esperando.

Sugar había bailado con su madre en el club hasta seis meses atrás. Por desgracia, su marido la había abandonado dejándola sola con tres niños, y su situación económica era tan lamentable que no había tenido más opción que empezar a trabajarse la calle todo el día.

– Seguro que vas a comprar un par de bocadillos. A tu madre le gustan mucho, e imagino que a ti también. Ya eres todo un hombre -rió-. Dale saludos de mi parte a tu madre. Y dile que las cosas me van bastante bien.

– Lo haré. Se alegrará de saberlo.

Santos la observó mientras se alejaba. Sugar era un claro ejemplo de lo que los tutores del colegio denominaban «malas influencias». En cambio, él opinaba que se limitaba a hacer lo único que podía para sacar adelante a su familia. La vida podía ser terrible en ocasiones. Había que elegir entre comer o morirse de hambre.

Con todo, sabía que en el barrio había unas cuantas persona poco recomendables. Como en todas partes. Tal y como lo veía, el mundo se dividía en tres tipos de personas: los que tenían, los que no tenían, y los que querían tener. Una simple cuestión económica, nada más. Los que tenían actuaban con indiferencia, y en términos personales no había que preocuparse demasiado por ellos salvo en el caso de que uno de los otros dos grupos se interpusiera en su camino. Los peores de todos eran los que quería tener. Procedían de cualquier clase social, y eran capaces de hacer cualquier cosa por dinero o poder. Santos se sabía un chico muy inteligente, que había aprendido muchas cosas en su corta vida. Su padre había sido un típico miembro del grupo de los que querían tener, siempre dispuesto a pasar por encima de alguien, a levantar su puño contra el más débil o el más pequeño. Eso hacía que se sintiera todo un hombre.

Al pensar en él, hizo una mueca de desagrado. Sólo tenía malos recuerdos de Samuel «Willy» Smith. Se creía tan importante que se había negado a darle su apellido. Decía que tanto su madre como él eran unos miserables. El día que el sheriff los informó de que le habían cortado el cuello en una pelea, Santos se sintió aliviado. Sin embargo, no dejaba de preguntarse por él de vez en cuando. No entendía qué lo había empujado a desperdiciar su vida convirtiéndolo en un infierno para todos.

Santos entró en la tienda. El aire acondicionado del interior resultaba muy agradable. Compró los bocadillos y unos refrescos, y diez minutos más tarde se encontraba de nuevo en la calle.

En cuanto llegó al edificio en el que vivían, subió el tramo de escaleras y entró en la casa.

– Mamá, ya estoy aquí.

Su madre salió del dormitorio con un cepillo en la mano. Llevaba cubierto el rostro por la capa de maquillaje que usaba para trabajar. En cierta ocasión le había explicado que se maquillaba tanto porque de ese modo tenía la impresión de que era otra la que estaba bailando en el escenario. Por otra parte, a los hombres que visitaban aquel tipo de locales les gustaba que tuviera aspecto de prostituta barata. Formaba parte de la profesión. Santos lo encontraba humillante y deseaba que su madre no tuviera que trabajar en algo así.

– Hola, cariño, ¿qué tal te ha ido el día?

– Muy bien -contestó, mientras echaba la cadena de la puerta-. He traído unos bocadillos.

– Qué bien. Estoy hambrienta. Podemos comer en mi dormitorio, que es más fresco. Hoy hace un calor insoportable.

Víctor la siguió y ambos se sentaron en el suelo. Mientras comían, observó a su madre. Lucía Santos era una mujer preciosa, de ascendencia mexicana e india. De pelo y ojos oscuros, gozaba de unos pómulos altos y de un rostro que resultaba muy exótico en Estados Unidos. Más de una vez había observado cómo la miraban los hombres cuando salían los dos solos y se vestía normalmente, sin maquillaje, con unos simples vaqueros y una coleta de caballo.

Todo el mundo decía que había salido a ella, y tenían razón. Cada vez que se miraba en un espejo, daba las gracias por no parecerse nada a su padre.

– La señora Rosewood llamó hoy.

– Magnífico -se quejó Santos-. Justo lo que necesitábamos.

La señora Rosewood era una de las tutoras del colegio.

– Las clases empiezan la semana que viene. Necesitarás unas cuantas cosas.

Víctor sabía muy bien lo que aquello significaba. Una de esas noches llegaría a casa con algún «amigo». Estaban en la ruina, y su madre no tenía otra forma de conseguir el dinero suficiente para pagar sus estudios, sus libros y su ropa.

– No necesito nada.

– ¿De verdad? ¿Y qué hay del centímetro que has crecido desde el verano? ¿No crees que tu ropa te estará algo pequeña?

– No te preocupes por eso -contestó-. He ahorrado dinero gracias a mi trabajo. Yo me compraré mi ropa.

– Pero necesitas ir al dentista. Y la señora Rosewood dijo que con tus notas, deberías ir a…

– ¿Qué sabe ella? -protestó, furioso, mientras se levantaba-. ¿Por qué no nos deja en paz? Sólo es una vieja metomentodo.

Lucía frunció el ceño y se incorporó a su vez.

– ¿Qué ocurre, Víctor?

– El colegio es una pérdida de tiempo. No entiendo por qué razón no puedo abandonarlo.

– No lo harás mientras yo esté viva -entrecerró los ojos, con expresión fiera-. Tienes que estudiar si quieres salir alguna vez de esta situación. Si dejas los estudios acabarás como tu padre, y creo que no te gustaría.

Víctor apretó los puños.

– Mamá, te has excedido un poco. Sabes muy bien que no soy como él.

– En tal caso, demuéstralo. Quédate en el colegio.

– Por mi aspecto, cualquiera creería que soy mayor de edad. Podría dejar los estudios y conseguir un trabajo a tiempo completo. Necesitamos el dinero.

– No lo necesitamos.

– Ya.

Lucía se ruborizó ante su sarcasmo.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que hay algo que quieras que no tengas?

Víctor no contestó. Se limitó a mirar al suelo, a los restos de los bocadillos que descansaban en el interior de una bolsa. Se sentía frustrado y enfadado por tener que vivir de aquel modo.

– ¿Es que quieres un equipo de música caro? ¿O tal vez unos vaqueros de marca, o una televisión en tu dormitorio?

Víctor levantó la cabeza y la miró.

– Tal vez sólo quiera una madre que no deba recurrir a ciertos extremos cada vez que tiene que comprar unos vaqueros a su hijo o llevarlo al médico.

Lucía retrocedió, pálida, como si la hubiera abofeteado.

– Lo siento, mamá, no debí decir eso -se excusó Víctor.

Su madre dio otro paso atrás, intentando recobrar la compostura.

– ¿Cómo lo has sabido?

Santos se arrepintió de haber sacado aquella conversación.

– Mamá, por favor, no soy ciego. Ya no soy ningún niño. Lo sé desde hace mucho tiempo.

– Entiendo.

Lucía lo miró durante unos segundos antes de dirigirse a la ventana. Pero no dijo nada en absoluto. Al cabo de un rato, Víctor se dirigió hacia ella maldiciéndose por no haber cerrado la boca a tiempo.

– ¿Qué esperabas, mamá? Cada vez que necesito algo, apareces con un «amigo» que se queda una hora o dos y que no vuelve a aparecer.

Su madre inclinó la cabeza.

– Lo siento, hijo.

Víctor la abrazó y apretó la cara contra su cabello. Olía muy bien, pero cuando regresara del trabajo, aquella noche, apestaría al tabaco de los hombres que se metían con ella.

– ¿Por qué lo sientes?

– Por ser una.., prostituta. Debes pensar que…

– ¡No es cierto! Eres la mejor de las madres -espetó, con voz rota-. No estoy avergonzado de ti, aunque odio que te veas obligada a hacer algo así. Después estás siempre tan triste, han hundida… Pero, sobre todo, odio que lo hagas por mí. Odio ser la razón por la que te entregas a esos tipos.

– Lo siento, hijo mío. No quería que lo supieras. Esta no es la vida que quería que tuvieras. Ni yo soy la madre que mereces.

– No digas eso -apretó los brazos a su alrededor-. No tienes que disculparte por nada. Dejaré de estudiar, y de ese modo no tendrás que volver a hacerlo.

Lucía se dio la vuelta y lo miró con ojos llenos de lágrimas.

– Por ti haría cualquier cosa, Víctor. ¿No te das cuenta? Eres todo lo que tengo, lo mejor de mi vida -declaró, mientras tomaba su rostro entre las manos-. Prométeme que no dejarás de estudiar. Prométemelo, Víctor, es importante.

Víctor dudó antes de responder.

– De acuerdo, seguiré estudiando.

– Gracias -sonrió con tristeza-. Sé que siempre cumples tus promesas. A veces me pregunto cómo puedes ser tan honesto con el padre y la madre que has tenido.

Víctor tomó sus manos y dijo:

– Algún día seré yo quien cuide de ti. No tendrás que cubrirte la cara con esos potingues, ni trabajar en nada parecido. Te cuidaré. Te doy mi palabra.

Capítulo 5

– Víctor, cariño, me voy.

Santos apartó la mirada del pequeño televisor en blanco y negro para despedirse de su madre.

– Hasta luego.

– ¿No vas a darme un beso de despedida?

El chico hizo tal gesto de desagrado que su madre rió.

– Ya sé, eres demasiado mayor para hacer algo así.

Lucía caminó hacia él y lo besó en la frente.

– Ya conoces las normas, ¿verdad?

– ¿Cómo no? Las repites todas las noches.

– No seas tan listillo. Repítelas.

– Que ponga la cadena y que no abra a nadie, ni siquiera a Dios.

– Y no salgas de la casa a no ser que se incendie.

– De acuerdo.

– No me mires así, hijo -entrecerró los ojos-. Piensas que mis normas son estúpidas, pero te equivocas. Créeme, en el mundo hay demasiados canallas peligrosos. Y si no caes en sus manos, puedes caer en las manos de la ley. A Merry, la chica del club, le quitaron a su hijo. Descubrieron que lo dejaba solo por las noches y se lo quitaron.

– Sí, claro, pero es drogadicta y su hijo sólo tiene seis años -se levantó-. Te preocupas demasiado, mamá.

– Cuando yo tenía tu edad también creía que lo sabía todo. Nunca imaginé que algún día tendría que trabajar como bailarina en locales de mala muerte para ganarme la vida. Ni siquiera sabía que existieran mujeres así. Es una de las cosas que aprendes en la vida. Cualquier cosa puede arruinar tu existencia. Un accidente, mala suerte, o una mala decisión. Recuérdalo.

Santos sabía que se estaba refiriendo al error que había cometido con su padre. Se quedó embarazada y su familia la desheredó. En cuanto a Willy, la usó siempre como saco de boxeo.

– No te preocupes, mamá, tendré cuidado.

– No podría soportar perderte, hijo -acarició su mejilla.

– No me perderás. Estamos atrapados los dos, juntos.

Lucía sonrió y caminó hacia la puerta.

– Tengo que marcharme. Ya sabes cómo se pone Milton si llego tarde.

Santos asintió y la acompañó a la salida. La observó mientras bajaba las escaleras. Cuando Lucía llegó al rellano, se dio la vuelta y sonrió. Su hijo le devolvió la sonrisa con un nudo en la garganta y cerró la puerta. De repente, sintió la extraña necesidad de bajar corriendo y abrazarla como hacía tiempo que no la abrazaba.

Abrió la puerta con intención de hacerlo, pero se dijo que era demasiado mayor para aferrarse a su madre como si fuera un niño, demasiado para necesitar de su cariño y de su seguridad. La preocupación de Lucía, y su miedo de perderlo, lo habían puesto nervioso. Rió para sus adentros, sintiéndose algo idiota. Se preocupaba tanto por él que cualquier día diría que había monstruos en el armario.

Divertido, echó la cadena y caminó hacia su habitación. Se puso unas zapatillas y se sentó a esperar.

Miró el reloj. Daría diez minutos de tiempo a su madre antes de salir a encontrarse con los amigos. Todas las noches se veía con ellos en el colegio abandonado que había en Esplanade y Burgundy, al norte del barrio francés.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en los miedos de su madre. Se preocupaba excesivamente. Lo trataba como a un niño. Hacía un año que veía a sus amigos por las noches, y siempre llegaba a casa antes que su madre. Procuraba mantenerse alejado de la policía y no se metía nunca en problemas. Como había dicho, tenía mucho cuidado.

Diez minutos más tarde salió de la casa. El calor agobiante de Nueva Orleans lo envolvió. Eran las nueve y media de la noche y apenas se podía respirar.

Se llevó la mano a la nuca, empapada de sudor, y pensó que eso era lo malo de los veranos de Nueva Orleans. En otros lugares refrescaba por la noche. Pero en aquella ciudad, no. De mayo a septiembre se convertía en un lugar infernal, y agosto era el peor de los meses. Los turistas siempre se sorprendían. En cuanto a los habitantes de Nueva Orleans, lo encontraban tan insoportable como cualquier visitante. Pero estaban acostumbrados.

No obstante, cuando levantó la vista al cielo y respiró profundamente notó que se había producido un cambio, aunque la temperatura no hubiera bajado.

En el exterior, el ambiente no podía ser más distinto al que se respiraba durante el día. Los oficinistas y trabajadores habían dado paso a la gente de la noche, que se dividía en tres grupos: los que se divertían; las personas como su madre, que deseaban vivir de otro modo; y finalmente, los que vivían siempre al filo por propia elección, porque les gustaba aquella forma de vida.

Al fondo se oía una canción triste. Santos procuraba evitar los lugares por los que pasaba su madre y tenía cuidado de que nadie lo reconociera, porque no quería que le contaran lo que hacía por las noches.

Poco tiempo después, cuando pudo ver el colegio a lo lejos, empezó a andar más despacio. Aquel vecindario era tan conflictivo que resultaba más conveniente tomarse las cosas con tranquilidad. Había policías por todas partes, y siempre sospechaban de cualquier joven que corriera o que sencillamente anduviera demasiado deprisa.

Santos se dirigió hacia la parte trasera del colegio. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía y se introdujo en el recinto entre unos arbustos. Como siempre, una de las ventanas estaba abierta. En cuanto entró, oyó las risas de sus amigos, que ya habían llegado.

Una cerilla se encendió. Sobresaltado, Santos se dio la vuelta. Scout, uno de sus amigos, se encontraba en una esquina.

– ¿Qué haces? Me has asustado.

Scout encendió un cigarrillo.

– Lo siento, hombre. Esta noche llegas tarde.

– Mi madre me retrasó.

– Ah. Bueno, me alegro de que seas tú. Por un momento, pensé que tendríamos problemas.

La mayor parte de los amigos de Santos vivía todo el día en la calle. Eran chicos que habían huido o bien de sus familias o bien de algún reformatorio. Sólo unos pocos, como él mismo, eran jóvenes del barrio. El grupo crecía diariamente, y había chicos de once a dieciséis años. Pero Santos se pasaba por allí desde el principio.

– ¿Dónde está todo el mundo?

– En el salón. Lenny y Tish robaron un montón de langostinos, y están comiendo.

– ¿Vienes?

– No, me quedaré aquí un rato.

Santos asintió de nuevo y caminó hacia la habitación que llamaban «el salón». El colegio era tan grande que habían elegido cuatro aulas distintas que utilizaban a modo de centro cultural. Se dedicaban a todo tipo de cosas, desde hacer teatro a pintar.

El salón se encontraba en el segundo piso. Como esperaba, encontró a todo el grupo reunido alrededor de la comida, riendo y charlando.

Razor, el mayor de todos, hizo un gesto para que se acercara. Llevaba mucho tiempo en la calle y eso lo había endurecido. A los dieciséis años, todos sabían que los dejaría más tarde o más temprano.

Santos se sentó en el suelo y empezó a charlar con sus amigos. De ese modo supo que habían descubierto a Ben y que lo habían devuelto al reformatorio, que un policía se había metido con Claire para asustarla, y que Tiger y Rick se habían marchado de Nueva Orleans con la intención de lograr todos sus sueños en California.

Unos minutos más tarde, Santos notó que había una chica nueva. No decía nada. Permanecía sentada en uno de los extremos del círculo sin intervenir en la conversación. Cuando Scout llegó, Víctor se interesó por ella.

– ¿Quién es?

– Se llama Tina. La trajo Claire. No ha abierto la boca desde que llegó.

– ¿Se ha escapado de casa?

– Supongo.

Resultaba evidente que estaba sola y muy asustada. Se mordía el labio como si quisiera evitar que temblara, y no levantaba la mirada del suelo. Santos pensó que debía haber escapado de algo realmente malo.

Sintió lástima por ella, como la sentía por muchos de sus amigos. A lo largo de los años había oído historias tan terribles que las palizas que le daba su padre parecían simples tonterías sin importancia. Santos tomó un langostino, y se lo comió. Cada vez que oía una historia nueva daba las gracias por tener a su madre, por vivir con ella.

Recordó la desagradable conversación que habían mantenido, cuando confesó que sabía que hacía de prostituta de vez en cuando para poder pagar sus estudios y sus médicos. Se arrepentía de haber sacado el tema. Tal vez no vivieran en una situación ideal, pero resultaba evidente que su madre lo amaba, y que habría sido capaz de hacer cualquier cosa por él. Las horribles experiencias de sus amigos habían servido, al menos, para que comprendiera y valorara en su justa medida la importancia de tener a alguien en quien poder confiar, alguien especial, alguien que mereciera la pena.

Cuando terminaron de comer, el grupo se dividió y algunos se marcharon del edificio. Tina permaneció en el sitio, sin moverse, como si estuviera congelada. Muerta de miedo, indudablemente.

Santos se levantó y caminó hacia ella.

– Hola -murmuró con una sonrisa-. Me llamo Santos.

– Hola.

Su voz era dulce y denotaba un evidente temor. Demasiado dulce para ser una chica de la calle. De todas formas pensó que en poco tiempo maduraría. Se sentó a su lado, a cierta distancia y dijo:

– Te llamas Tina, ¿verdad?

– Sí.

– Scout dijo que te trajo Claire. Lo primero que debes saber sobre nosotros es que Scout siempre lo sabe todo -sonrió-. Y lo segundo, que cuidamos los unos de los otros.

Su actitud silenciosa le hizo pensar que prefería estar sola, de manera que se levantó.

– Bueno, si necesitas algo dímelo y te ayudaré en lo que pueda.

La chica levantó la mirada, y Santos notó que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Era muy atractiva, de ojos azules y pelo castaño, más o menos de su edad, o tal vez algo mayor.

– Gracias -susurró.

– De nada -sonrió de nuevo-. Ya nos veremos.

– ¡Espera!

Santos se detuvo.

– Yo… No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?

Santos imaginó que querría un lugar donde poder dormir a salvo, un hogar, y eso no podía proporcionárselo. Pero de todas formas se sentó a su lado otra vez.

– Lo intentaré. ¿Dónde quieres ir, Tina?

– A casa -respondió entre lágrimas-. Pero no puedo.

– ¿De dónde eres?

– De Algiers. Mi madre y yo…

En aquel momento la estridente sirena de un coche patrulla rompió el silencio de la noche.

– Oh, Dios mío! -exclamó Tina, aterrorizada. Se levantó de un salto y miró a su alrededor con desesperación, como un animal atrapado.

Santos la siguió.

– Eh, Tina, no pasa nada. Sólo…

Un segundo y un tercer coche de policía pasó a toda velocidad junto al colegio, en un estruendo de luz y de sonido casi insoportable.

– ¡No! -gritó la joven, tapándose los oídos-. ¡No!

– No te preocupes, Tina, no pasa nada.

Santos puso una mano sobre uno de sus hombros. Estaba aterrorizada. Se apartó de él y corrió hacia la puerta, pero consiguió detenerla antes de que huyera. Acto seguido la abrazó con fuerza.

Estaba histérica. Tina empezó a golpearlo una y otra vez.

– ¡Suéltame! ¡Tienes que soltarme!

– Te harás daño -dijo, intentando evitar sus golpes-. Maldita sea, Tina, las escaleras están en muy mal estado.

– ¡Vienen por mí! ¡El los ha enviado!

– ¿De quién hablas? -preguntó-. Tina, nadie viene por ti. Nadie te hará daño. Escucha, ¿es que no lo oyes? Ya se han ido.

La joven se derrumbó contra él, sollozando y temblando.

– Tú no lo comprendes. No lo comprendes -se aferró a su camiseta-. El los ha enviado. Dijo que lo haría.

Al cabo de un rato se tranquilizó. Santos la llevó a una esquina, hacia un colchón que estaba colocado contra una pared. La chica se sentó, desesperada, y él se acomodó a su lado.

– ¿Quieres hablar sobre ello?

A pesar de que había permanecido en silencio un buen rato, tuvo la impresión de que estaba decidida a confiar en él.

– Pensé… pensé que venían a buscarme -confesó-. Pensé que los había enviado él.

– ¿Te refieres a la policía? ¿Pensabas que venían por ti?

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó en un murmullo-. ¿Quién creías que los había enviado?

– Mi padrastro. Es policía. Me dijo que si alguna vez intentaba huir de él, me encontraría y me…

Santos sólo pudo imaginar lo que aquel hombre había prometido hacer con ella. Fuera lo que fuese, resultaba evidente que nada bueno.

– Te comprendo. Vivo con mi madre. Es encantadora, pero mi padre era un canalla que me pegaba. Ahora está muerto. Imagino que el tuyo debe ser de semejante calaña.

– Lo odio -declaró entre lágrimas-. Me hacía daño. Me tocaba…

– De modo que decidiste escapar.

– No tenía otra opción. Huir o suicidarme. Pero no tuve valor para quitarme la vida.

Santos supo por su mirada que estaba hablando en serio.

– ¿Has hablado con alguien sobre lo sucedido?

– Con mi madre. Y no me creyó. Dijo que era una canalla y una mentirosa.

Santos no se sorprendió lo más mínimo. Había oído historias muy similares con anterioridad.

– ¿No se lo has contado a nadie más?

– Es policía, por si no lo recuerdas, y con un puesto importante. ¿Quién me creería? Ni siquiera lo ha hecho mi madre.

– Lo siento -dijo, apretando su mano.

– Yo también. Siento no haber sido capaz de tomarme esas píldoras. Las tuve en mi mano, pero no pude hacerlo.

– No digas eso. Me alegra que no lo hicieras -sonrió, de forma forzada-, Todo saldrá bien, Tina.

– Sí, claro. No tengo dinero, ni un sitio a donde ir -empezó a llorar de nuevo-. Tengo tanto miedo… No sé qué hacer. ¿Qué voy a hacer?

Víctor no lo sabía, de manera que la animó de la única forma que conocía. La abrazó y dejó que llorara sobre su hombro hasta que todos los demás se marcharon. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar que su madre debía estar a punto de regresar a casa, y que si no lo encontraba allí le daría un buen disgusto.

– Tina, tengo que irme. Yo…

– ¡No me dejes! Tengo tanto miedo… Quédate un poco más, por favor, Santos. No te vayas todavía.

Santos suspiró. No podía dejarla allí. No tenía a nadie, ni podía dormir en ninguna parte. Su madre tendría que comprenderlo. Y estaba segura de que lo haría, pero después de enfadarse mucho con él.

Estuvieron hablando un buen rato. Santos habló sobre su padre, y mientras lo hacía pensó en lo terrible que debía ser perder a un ser amado. Había sentido tal alivio con la muerte de su padre que no había considerado la tragedia que habría supuesto la pérdida de su madre.

Compartieron sus sueños y hablaron sobre el futuro. Al final, ya exhaustos, se separó de ella y la miró.

– Tengo que marcharme, Tina. Mi madre me matará.

– Lo sé.

– Le hablaré sobre ti -declaró, mientras tomaba sus manos-. Le pediré permiso para que te quedes con nosotros una temporada. Te lo prometo. No te muevas de aquí. Vendré a buscarte mañana.

Santos se inclinó y la besó, para sorpresa de la joven. Antes de marcharse, observó de nuevo sus ojos azules y volvió a besarla de nuevo. Tina pasó los brazos alrededor de su cuello y dijo:

– Quédate conmigo, por favor, no me dejes.

Por un momento, consideró la posibilidad de quedarse allí, pero no quería que su madre se preocupara terriblemente al ver que no llegaba a casa.

– No puedo hacerlo -susurró-. Me gustaría, pero no puedo.

Esta vez se apartó de ella y se levantó.

– Volveré mañana -aseguró-. Es una promesa, Tina. Volveré.

Capítulo 6

Santos pasó por delante de una tienda que tenía un reloj de neón en el escaparate. La luz verdosa iluminaba la acera. Eran las cuatro de la madrugada.

Tomó el camino más corto de vuelta y no dejó de correr. Hasta las calles con más afluencia habitual de gente estaban desiertas.

Mientras corría pensaba en el disgusto que se habría llevado su madre y en lo que tendría que hacer para que permitiera que Tina se quedara con ellos, sobre todo después de lo que había hecho. Pero en sus pensamientos ocupaba un lugar especial el beso que habían compartido y lo que habría sucedido si se hubiera quedado con la joven.

Sólo entonces pensó que podía haberla llevado a casa. Su madre no se resistía nunca a las súplicas. Era demasiado sensible. En cuanto hubiera visto los asustados ojos de Tina habría cedido.

Torció por un callejón que salía a Dauphine Street y salió a Ursuline, a dos manzanas de su casa. Un poco más adelante, las luces de varios coches patrulla y de una ambulancia iluminaban la calle. Entrecerró los ojos y se detuvo un momento cuando comprendió que fuera lo que fuese había sucedido en su edificio.

Empezó a correr.

La policía había acordonado la zona, y a pesar de la hora se había reunido una pequeña multitud. En cuanto llegó, se dirigió a la vecina del primero y preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– No lo sé -contestó-. Alguien ha muerto. Creo que ha sido un asesinato.

– ¿Quién? -preguntó, aterrorizado.

– No lo sé. Puede que nadie -respondió, encogiéndose de hombros.

Santos se apartó de la mujer y su miedo se desbocó cuando vio que su madre no se encontraba entre el numeroso grupo. Sin embargo, eso no significaba nada. No habían bajado todos los vecinos.

Se dirigió hacia la entrada del edificio, presa del pánico.

– Eh, chico…

Santos se dio la vuelta. Uno de los policías se dirigió hacia él. Por su aspecto se notaba que iba en serio. Llevaba una mano sobre la culata del revólver.

– Eh, tú, ¿dónde crees que vas?

– Adentro. Vivo aquí.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Mi madre me está esperando. Llego tarde, y debe estar muy preocupada.

– ¿Cómo te llamas?

Otro agente se unió al primero. De aspecto joven y cálidos ojos azules, casi parecía un niño sin edad para ir armado.

– Víctor Santos.

– ¿Santos?

Los dos agentes intercambiaron una mirada.

– ¿Dónde has estado esta noche, Víctor?

– Con unos amigos. Salí un rato aprovechando que mi madre estaba trabajando -explicó, casi sin respiración-. Por favor, deje que suba. Debe estar muy asustada.

– ¿Llevas el documento nacional de identidad?

– No, pero mi madre puede…

– ¿Cuántos años tienes, Víctor?

– Quince -contestó, temblando-. Mire, no la culpe. Es una mujer muy responsable. Es culpa mía. Me escapé, y cuando entre en casa voy a tener un buen problema. Por favor, no la denuncie.

– Tranquilízate, Víctor -intervino el agente de mirada amable-. Todo saldrá bien.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó, presa del pánico-. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacen ustedes aquí?

El agente más joven pasó un brazo por encima de los hombros de Santos y lo llevó hacia uno de los coches patrulla.

– Siéntate dentro, Víctor. Llamaré a alguien para que hable contigo.

– Pero mi madre…

– No te preocupes por eso ahora -dijo, mientras abría la portezuela trasera-. Siéntate unos minutos aquí y llamaré a cierto amigo mío que…

– ¡No! -se apartó del agente-. Me voy a casa. Tengo que ver a mi madre.

– Me temo que no puedo permitirlo. Quédate aquí hasta que yo te lo diga. ¿Entendido?

El policía lo agarró del hombro con fuerza. De repente, toda su simpatía había desaparecido.

En aquel momento se formó un revuelo entre la multitud. Víctor miró hacia la entrada. Varios enfermeros sacaban en aquel instante una camilla, con un cuerpo tapado con una sábana.

Alguien había muerto.

Asesinado.

Santos se libró del agente y corrió hacia la entrada del edificio.

Consiguió saltarse el cordón de seguridad antes de que la policía pudiera impedirlo y apartó la sábana de la camilla.

Dos agentes lo agarraron y lo apartaron del lugar, pero no antes de que pudiera ver la sangre, no antes de que pudiera contemplar el rostro aterrorizado de la víctima.

Eran el rostro y la sangre de su madre.

De forma inconsciente dejó escapar un grito. Su madre había muerto, asesinada. Se inclinó y vomitó sobre los limpios zapatos negros del agente con rostro de niño.

Capítulo 7

Santos estaba sentado en la sala de espera de la brigada de homicidios, mirando el suelo de linóleo. No había imaginado nunca que pudiera sentir un dolor tan terrible.

Su madre había muerto siete días atrás, brutalmente asesinada. Le habían asestado dieciséis puñaladas; en el pecho, en el estómago, en la espalda y en lugares en los que no quería pensar.

Apretó los dientes con fuerza, desesperado, e hizo un esfuerzo para no llorar.

En la sala reinaba una especie de caos controlado. Los policías iban de un lado a otro. Había delincuentes, familiares de víctimas y como siempre varios abogados que parecían tiburones oliendo la sangre. Sobre todas las voces se alzaba de vez en cuando la fuerte voz del sargento, que impartía órdenes a los presentes. En cualquier momento, sabía que oiría algo así como:

– Muy bien, chico, el detective Patterson quiere verte.

No era la primera vez que lo veía, y no le agradaba demasiado. Apretó los puños con ganas de golpear a alguien. Preferiblemente, al detective.

Gracias a los periódicos había conseguido averiguar lo que había sucedido aquella noche. Su madre había ido a trabajar al Club 69, como todas las noches, pero había regresado a casa con un hombre, el supuesto asesino. Junto a la cama, habían encontrado una manzana a medio comer.

Los periodistas decían que su madre era una prostituta y especulaban sobre la posibilidad de que aquel hombre la hubiera matado.

Santos apenas había conseguido contener su ira. Los artículos estaban escritos en un tono desinteresado y algo despectivo, como si sus autores pensaran que la muerte de una «prostituta» más o menos tenía poca importancia. Enfadado, llamó a los periódicos para defender a su madre, pero no sirvió de nada.

La policía no se había comportado mucho mejor. Al principio habían sido amables, aunque condescendientes. Pero se limitaron a decir que harían lo que pudieran, y después de comprobar su coartada se libraron de él como si sólo fuera un insecto sin importancia. Habían insistido en que no los llamara a la comisaría con la promesa de que se pondrían en contacto con él.

Sin embargo, no estaba dispuesto a esperar. No permitiría que cerraran el caso sólo porque pensaban que una prostituta muerta no valía la pena.

Los había llamado todos los días desde entonces, y hasta había pasado varias veces por la brigada de homicidios. Una semana después, ya no se mostraban tan pacientes con él. Santos sabía que habían cerrado el caso aunque no hubieran dicho nada.

Apoyó la cabeza entre las manos, sin poder apartar la imagen de su madre. No podía olvidar su sonrisa, ni la manera en que se había despedido de él la noche que la asesinaron.

No la había besado, no le había dicho que la amaba. Creía que era demasiado mayor para hacerlo.

Apretó los dientes. Sus noches se habían convertido en un infierno lleno de pesadillas que lo asaltaban. Cuando despertaba, lo hacía cubierto de sudor. Soñaba que su madre lo llamaba a gritos, pidiendo su ayuda. Y al final, veía su cuerpo inerte sobre aquella camilla.

Le había fallado. No había estado a su lado para salvarla. Se había quedado con sus amigos, sin importarle sus sentimientos ni su seguridad.

Y ahora estaba muerta.

Se sentía culpable. Sabía que Lucía había regresado a casa con aquel hombre porque tenía que conseguir dinero para pagar sus estudios, y no dejaba de repetirse que tal vez no la hubieran asesinado de haberse encontrado con ella.

Una y otra vez se preguntaba qué habría pensado en los últimos instantes de su vida. Tal vez estuviera decepcionada y enfadada con él, por haber desobedecido, por haberse quedado con Tina tanto tiempo.

No había recordado a la joven hasta dos días después del asesinato. Y sólo porque la policía quiso comprobar su coartada. Aunque no la encontraron, sus amigos confirmaron que había estado con ellos aquella noche.

En realidad, la tragedia de su madre no le había permitido pensar en lo que habría sucedido con Tina, en lo que habría pensado al ver que al día siguiente no aparecía para cumplir su promesa. La angustia lo devoraba. Creía que de haber estado en casa su madre no habría muerto. Creía que era responsable de su muerte.

– ¿Estás bien, Víctor?

Santos levantó la mirada. Era Jacobs, el agente con cara de niño. Se había portado bastante bien con él.

– Siento mucho lo que ha pasado, chico. ¿Puedo hacer algo por ti?

– Encontrar al asesino -respondió, haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

– Lo siento. Lo estamos intentando.

– Ya. Cuéntame otra historia.

El agente Jacobs hizo caso omiso del sarcasmo.

– Comprendo lo que debes sentir.

– ¿De verdad? ¿Han asesinado brutalmente a tu madre? ¿Has observado con impotencia que a nadie le importa nada? ¿Te habría gustado que trataran el asunto como si no tuviera ninguna importancia? Yo podría haber evitado su muerte. Si hubiera estado en casa aquella noche…

– Vamos, Víctor. ¿Qué quieres decir?

– Si hubiera estado en casa es posible que no la hubieran asesinado. Podría haberla ayudado, no sé. Podría haber luchado con él…

– Te habría matado. De haber estado allí, te habría matado tal y como hizo con tu madre -lo miró fijamente-. Sea quien sea, es un asesino. No es la clase de hombre que se asustaría ante la presencia de un chico. No fue algo casual. Acompañó a tu madre a casa con la intención de asesinarla. Y es inteligente, porque no ha dejado una sola pista. Se aseguró de que nadie lo viera. Si hubieras estado con ella, te habría asesinado. Es un hecho, Víctor, por horrible que pueda parecer.

– Pero podría…

– No, no habrías podido hacer nada. Si hubieras estado en aquella casa ahora estarías muerto. Y punto.

– Podría haberla ayudado. Al menos habría sabido que yo…

– Ella sabía que la amabas, Víctor. Y no habría querido que te mataran. Venga, vamos a hablar con el detective Patterson. Tal vez sepa algo nuevo.

– Lo dudo. Siempre me suelta el mismo discurso.

Aquel día no fue diferente a los demás. Cuando el detective terminó de hablar, Santos lo miró con furia. Le habría gustado golpearlo, aunque seguramente no habría tenido opción. Sin embargo, pensaba que merecía la pena intentarlo. Merecía la pena intentar borrar aquel gesto arrogante de su cara.

– Mira -dijo Patterson-, sé que era tu madre, pero tengo casos más importantes. Si descubrimos algo, actuaremos.

Santos se levantó de golpe de la silla, derribándola.

– Maldito canalla, ni siquiera lo has intentado. No encontrarás al culpable a menos que se presente aquí y confiese.

El detective se cruzó de brazos.

– A veces sucede.

Jacobs puso una mano sobre el brazo de Víctor, como si sintiera que estaba a punto de estallar. Miró a su compañero con ojos entrecerrados y luego se dirigió al joven.

– Víctor, lo estamos intentando, de verdad. Pero no tenemos ninguna pista. El asesino es alguien muy inteligente.

– ¿Y no os importa que esté libre? Está ahí afuera, en algún sitio. ¿Es que no significa nada para vosotros?

– Por supuesto que sí. Personalmente lo odio, y Patterson también. Pero no podemos hacer nada salvo esperar.

– ¿Esperar? ¿Qué quieres decir?

– Que volverá a actuar -intervino Patterson-. Y puede que cometa un error. Entonces lo detendremos.

Santos miró al detective con incredulidad e irritación.

– Claro. Para qué vas a molestarte por investigar nada si el tipo se limita a matar prostitutas, ¿verdad? Piensas que mi madre sólo era una puta, alguien sin importancia. Pero te equivocas. Era importante. Era mi madre, cerdo, y a mí me importa.

– Víctor, ven conmigo -intervino Jacobs-. Te invito a un refresco.

Santos impidió que lo agarrara del brazo y miró al detective con ojos entrecerrados.

– Voy a encontrarlo, ¿me oyes? Voy a encontrar al hombre que mató a mi madre y voy a hacer que pague por ello.

– ¿De verdad? -preguntó el detective, con aburrimiento y desprecio-. Sólo eres un niño. Sólo conseguirás que te maten. Deja que hagamos nuestro trabajo.

– Dejaría que lo hicierais si tuvierais alguna intención.

El detective apretó los dientes.

– Ya basta. Estamos haciendo lo que podemos. Márchate de aquí. Tengo trabajo que hacer.

Santos se acercó al escritorio del detective. De repente se sentía su igual. Ya no le intimidaba su posición, ni su tamaño. Por primera vez comprendía lo que se sentía siendo un hombre, no un niño.

– No te preocupes, detective -dijo con ironía, mirándolo a los ojos-. Pero recuérdalo. No sé cómo, pero encontraré al canalla que asesinó a mi madre y haré que pague por todos sus crímenes. Es una promesa.

Загрузка...