LIBRO 5

AMANTES

Capítulo 18

Nueva Orleans, Luisiana 1984

A los dieciséis años, Glory se había hecho a la idea de que su madre no la amaría nunca. No sabía qué pecado había cometido para merecerlo, pero ya no le importaba. Su ausencia de cariño ya no podía herirla.

Además, su resignación al respecto había crecido tanto como su ira.

El tiempo transcurrido desde que tenía ocho años la había cambiado más de lo normal. Glory era una joven muy inteligente, agresiva y en ocasiones muy irónica. Su energía y su entusiasmo infantiles se habían convertido en abierto desafío.

Por supuesto, sabía que se exponía a los castigos de su madre. Pero prefería los castigos, por severos que fueran, a ceder ante ella.

Romper las ridículas normas de Hope se había convertido en un juego, en una especie de peligrosa batalla de voluntades. Había aprendido cuáles eran los puntos débiles de su madre: cualquier cosa que tuviera que ver con los hombres, con el cuerpo y con el sexo, y disfrutaba engañando a su madre haciéndolo bajo sus propias narices.

Cuando la descubría sufría todo tipo de castigos, aunque la severidad dependía de lo que hubiera hecho. En cierta ocasión su madre la encerró en su dormitorio hasta que se aprendió de memoria buena parte del antiguo testamento. Otra vez la obligó a limpiar todos los suelos de la casa con un cepillo. Y un día, cuando la descubrió besándose con un chico, la azotó duramente con una vara; su frialdad llegaba hasta el punto de hacerlo de tal manera que no le hiciera ninguna herida. Pero a pesar de todo tuvo cardenales en la espalda durante una semana.

Sin embargo, sus castigos no habían servido para que se rindiera. Bien al contrario, ya ni siquiera corría a buscar la ayuda de su padre. Aceptaba el castigo y se juraba que la siguiente vez no la descubriría.

En cierta manera le gustaba que la descubriera. Pero no precisamente porque le gustaran los castigos, sino porque había descubierto que su madre disfrutaba castigándola; parecía sentir una gran satisfacción, por morbosa que fuera, al saber que su hija rompía sus normas insanas. De hecho tenía la impresión de que sólo sentía algo por ella cuando la castigaba.

Con todo, el mayor de los cambios que se había producido en Glory no era con respecto a su madre, sino en relación a su padre. Había vertido sobre él la comprensible furia que había acumulado tras años y años de sufrir malos tratos. Ahora lo evitaba, como evitaba las visitas al Saint Charles. Y no se cansaba de repetir, una y otra vez, que el hotel no le importaba lo más mínimo. Lo hacía para herir a su padre, y lo conseguía. Por desgracia, cuando rompía el corazón de Philip también rompía el suyo.

En el fondo, amaba a su padre y al hotel tanto como de pequeña. Las cosas habían cambiado, aunque no sabía por qué, y le dolía muchísimo.

Glory asistía entonces a la academia de la Inmaculada Concepción, un colegio sólo para chicas que se encontraba en la avenida Saint Charles. Las hijas de las mejores familias de Nueva Orleans estudiaban en aquella institución desde 1888. Terminar los estudios en ella era todo un triunfo en una ciudad tan rica, tan vieja y tan conservadora en ciertos aspectos como Nueva Orleans.

Glory se miró en el espejo e inspeccionó el pintalabios que acababa de aplicarse. Sonrió y guardó el carmín en el bolso. En el exterior se oían risas de jóvenes, y sabía que en cuanto sonara el timbre el cuarto de baño se llenaría inmediatamente de chicas, todas ellas deseosas de mirarse al espejo antes de que empezara la siguiente clase.

Tal y como había previsto, un grupo de chicas entró poco después.

– Glory -dijo una de ellas-, acabamos de enterarnos de lo que te pasó con la hermana Marguerite. ¿Es verdad que te ha prohibido asistir a la ceremonia de entrega de diplomas?

– Sí, es cierto -contestó con indiferencia-. Algunas personas carecen de sentido del humor.

– Me habría gustado ver la cara de la hermana cuando te descubrió en la capilla leyendo aquella novela rosa mientras te comías las hostias sagradas -rió una chica llamada Missy.

– Sí, pero confiscó el libro. Precisamente cuando estaba llegando a la parte más interesante.

– Uno de estos días irás demasiado lejos. Mira que comerte las hostias… ¿No se supone que eso es un pecado, o algo así?

– Oh, venga. Ni siquiera estaban bendecidas.

Otro grupo de chicas, más pequeño que el anterior, entró en el cuarto de baño.

– ¿Habéis visto la ropa que lleva hoy la pobretona? -preguntó una de las recién llegadas-. Se ha puesto una camisa que parece tener más de diez años. Y aunque fuera nueva, yo diría que es de poliéster.

Glory se apartó de ella, molesta. La mayor parte de las chicas que asistían a la academia eran niñas ricas, muy clasistas, pero de vez en cuando la dirección concedía alguna beca a estudiantes menos afortunados económicamente. Glory había oído que aquella chica era brillante.

– Es patética -dijo Bebe Charbonnet-. No puedo creer que admitan a gente así en la academia. Mis padres pagan mucho por mis estudios, y todo el mundo debería hacerlo.

– Oh, claro, tenemos que mantener el nivel de la academia -intervino Glory, con ironía-. El simple hecho de que sea una magnífica alumna no significa que pertenezca a una institución tan digna como la academia de la Inmaculada Concepción.

Bebe Charbonnet no notó el sarcasmo del comentario.

– Exacto. No pertenece a este sitio. Y desde luego, yo no le daré la bienvenida.

En aquel instante se abrió la puerta y apareció la chica de la que habían estado hablando. Todas dejaron de hablar, y Glory sintió lástima por la recién llegada. Parecía muy infeliz en aquella situación, aunque caminaba con la cabeza bien alta.

El grupo de niñas bien se interpuso en su camino para que no pudiera pasar.

– Oh, lo sentimos mucho -dijo Bebe, mirándola con exagerada inocencia-. ¿Es que quieres ir al servicio?

– Sí -respondió, ruborizada-. Por favor.

Bebe se apartó y la recién llegada pasó. Después, el grupo volvió a cerrarse a sus espaldas. Glory sospechaba lo que pretendían hacer, y acertó. Cuando la joven salió del servicio, las chicas impidieron que se acercara a los lavabos.

– Oh, cuánto lo sentimos -dijo de nuevo Bebe-. ¿Quieres pasar?

Glory no pudo soportarlo por más tiempo. Despreciaba la actitud cruel y cobarde de sus compañeras de academia. No soportaba la cobardía, especialmente porque no había sido capaz de perdonarse a sí misma por haber culpado a Danny por el incidente de la biblioteca. Se había prometido que no volvería a actuar con tanta debilidad, que no volvería a permitir que otra persona pagara por sus acciones.

– Sí, Bebe, creo que quiere pasar -murmuró Glory-. A diferencia tuya, se lava las manos después de ir al servicio.

Bebe se ruborizó, pero se apartó de todos modos. Glory se acercó a la recién llegada y sonrió.

– Perdónala -dijo-. Bebe cree que el simple hecho de tener dinero proporciona automáticamente elegancia y distinción. Pero se equivoca, por supuesto.

Varias chicas se miraron con inquietud. Todas sabían que Glory acababa de atacar a Bebe con lo que más le dolía. Su familia, a diferencia de la de Glory, era una familia de nuevos ricos, recién llegados a Nueva Orleans. No obstante, Bebe era la chica más popular y poderosa del curso. Pero Glory sabía que su posición se debía a que también era la más arrogante y despreciable de toda la clase. Y no le importaba tenerla por enemiga.

– Te arrepentirás de esto, Glory -la amenazó, furiosa-. Te aseguro que te arrepentirás.

– Oh, qué miedo tengo -se burló.

Segundos más tarde el cuarto de baño se había quedado vacío. Sólo permanecieron en él la recién llegada y Glory.

– No era necesario que me defendieras -dijo la joven.

– Lo sé, pero lo hice de todas formas -declaró Glory, mientras se encendía un cigarrillo.

– Gracias.

– De nada. De todas formas esas brujas no son mis amigas.

– Pero… olvídalo.

– ¿Qué ibas a decir?

– Nada. No es asunto mío.

– No tengo secretos para nadie.

– Muy bien, como quieras. Si no son tus amigas, ¿por qué estás siempre con ellas?

Era una buena pregunta, y Glory no estaba segura de poder contestar.

– Por desgracia, todas las chicas de la academia son como Bebe.

– Yo prefiero estar sola -declaró la chica, con amargura.

– Sé lo que quieres decir, pero no dejes que te depriman. Sólo son un grupito de brujas mimadas.

– ¿Y tú no lo eres?

Glory rió. Le gustaba que fuera tan directa.

– No. No lo creo. Sólo soy una mala chica.

La recién llegada rió a su vez. Se cruzó de brazos y dijo:

– Entonces, será mejor que nos presentemos. Me llamo Liz Sweeney.

– Me alegro de conocerte -dijo, cigarrillo en mano-. Yo me llamo Glory. Glory Saint Germaine.

– Sé quién eres -se ruborizó-. Todo el mundo te conoce.

– Eso es lo peor de ser mala -sonrió-. Personalmente, creo que la gente necesita unos cuantos escándalos de vez en cuando para sentirse viva. Sin ellos, la existencia sería algo aburrida. ¿No te parece?

– No lo había pensado, pero puede que tengas razón.

– Claro que la tengo.

Glory se apoyó en el espejo y la miró. No era una chica demasiado atractiva, pero tampoco era fea. De rostro agradable y normal, parecía sincera y sana.

– Estás estudiando con una beca, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y por qué te avergüenzas?

– Porque sé que se ríen de mí por ser pobre.

– Oh, venga. ¿Estás aquí por ser pobre? ¿O más bien porque eres pobre y brillante?

Liz la miró.

– Las dos cosas.

– Yo diría que no tienes razón para avergonzarte -declaró, mientras daba una calada al cigarrillo-. Yo estoy aquí gracias al dinero de mi familia. Pero a diferencia de Bebe no me siento orgullosa de ello. Tal y como lo veo, la riqueza de mi familia es un hecho que no tiene que ver conmigo.

En aquel instante sonó el timbre que daba por finalizado el cuarto de hora de descanso.

– ¡Oh, no! -exclamó Liz-. Debo marcharme, o llegaré tarde.

La joven recogió la bolsa donde llevaba los libros y se dirigió hacia la puerta, pero al llegar se dio la vuelta y preguntó:

– ¿Tú no vienes?

– No tengo prisa -sonrió-. Todo el mundo espera que llegue tarde, como siempre, y no pienso defraudarlos.

– No, supongo que no -le devolvió la sonrisa-. Ah, Glory..

– ¿Qué quieres?

– Gracias de nuevo por haberme ayudado. Algún día te devolveré el favor.

– Olvídalo. Al fin y al cabo, ¿para qué están las amigas?

Capítulo 19

Liz no lo olvidó. No olvidó aquel acto, como tampoco olvidó los que se sucedieron en las semanas siguientes. Cada vez que tenía algún problema con chicas como Bebe o Missy, Glory aparecía de repente para ayudarla.

Obviamente había decidido tomarla a su cuidado, aunque no entendía por qué. Era una recién llegada y una pobretona, mientras que Glory poseía belleza, elegancia y mucho dinero. Tenía fama de ser fría y de no perder la compostura nunca, ni siquiera ante la dura mirada de la hermana Marguerite. Muchas chicas murmuraban cosas horribles a sus espaldas, pero todas ellas la envidiaban, incluida Liz.

Pero también envidiaba su atractivo. Era la chica más bella de toda la academia; de hecho, la más guapa que hubiera visto en su vida. Resultaba muy femenina y extremadamente atrayente. A veces, cuando la veía, se preguntaba qué se sentiría al ser atractiva, rica, valiente, y por si fuera poco también inteligente.

Liz se apoyó en el mostrador de la secretaría, haciendo caso omiso al ruido que la rodeaba. Una de las condiciones de su beca era que debía trabajar cinco horas a la semana en la secretaría de la academia. En general, la secretaria le encargaba que hiciera fotocopias o trabajos menores, pero aquel día estaba enferma y no tenía nada que hacer.

Liz suspiró al pensar en su propia familia y compararla con la de Glory. Su padre era un simple obrero que bebía demasiado; por desgracia, el abuso del alcohol embrutecía al normalmente afable Mike Sweeney. En cuanto a su madre, era una fanática religiosa que creía que el uso de métodos anticonceptivos era un pecado; trabajaba limpiando casas y se pasaba la vida embarazada.

Liz era la mayor de los siete hermanos, y gran parte de las cargas familiares habían caído sobre sus hombros. Tal vez por ello decidió a una edad muy temprana que no viviría como sus padres. En cuanto tuviera la oportunidad, escaparía de aquella situación.

Desde el principio había comprendido que su única opción era conseguir una beca para alejarse de allí, y cuando la academia se la ofreció no lo pensó dos veces. Era una gran oportunidad.

Su padre se había opuesto de inmediato. La academia Inmaculada Concepción era un colegio de niñas ricas, y Mike Sweeney sabía muy bien cómo eran los ricos. No dejaba de repetir que los dominaba el egoísmo y que carecían de honestidad alguna. Liz pensaba entonces que su padre exageraba, pero de todas formas le prometió que tendría mucho cuidado.

Un mes después de empezar los estudios comprendió que su padre estaba en lo cierto. Pero por suerte había conocido a Glory, toda una excepción.

– ¿Liz?

Liz levantó la mirada. La señora Reece, una de las profesoras, se encontraba al otro lado del mostrador. Automáticamente se ruborizó. No le agradaba que la descubrieran perdida en sus ensoñaciones.

– Hola, señora Reece. ¿En qué puedo servirla?

La mujer sonrió.

– Parecías estar a kilómetros de aquí…

– Lo siento. No volverá a suceder.

– No te preocupes, no diré nada. ¿Podrías hacerme unas fotocopias?

– Por supuesto.

Liz tomó la carpeta que llevaba la profesora y se dirigió a la fotocopiadora. Estaba a punto de terminar el trabajo cuando la máquina se quedó sin papel. Se inclinó para sacar un paquete del armario que había bajo el mostrador, y en aquel instante oyó la voz de Bebe.

– Se lo advertí -estaba diciendo-. Le prometí que me vengaría. Y ahora ha llegado el momento.

Obviamente, se refería a Glory.

– No lo sé -dijo Missy-. ¿Qué pasaría si descubre que has sido tú?

– ¿A quién le importa? ¿Qué podría hacer? No tengo nada que ocultar, a diferencia suya -rió-. Además, todas la hemos Visto escapándose de clase. ¿Cómo va a saber quién podría denunciarla?

Las chicas entraron en el despacho de la hermana Marguerite, la directora del colegio. Resultaba evidente que iban a denunciar a Glory por escaparse de clase.

Liz se levantó y se dirigió a la biblioteca. Era uno de los lugares menos frecuentados de la academia, pero sin duda alguna el favorito de Glory. Esperaba que se encontrara allí, y acertó.

– Glory, tienes que salir de aquí ahora mismo… Tienes que volver a clase.

Glory sonrió, pero no se movió del sitio.

– ¿Qué sucede?

– Acabo de oír una conversación de Bebe y de Missy. Bebe va a denunciarte por escaparte de clase. Ahora mismo está en el despacho de la directora.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no te importa? Puede aparecer en cualquier momento. ¡Podrían echarte! Y por favor, apaga ese cigarrillo. Si la hermana Marguerite te descubre fumando…

– No me expulsarán. Mi familia es demasiado rica y demasiado importante. Anda, ven conmigo. Voy a lavarme las manos.

De todas formas, Glory apagó el cigarrillo y se levantó. Liz la siguió, algo sorprendida por su actitud.

– ¿Pero qué hay de tus padres? ¿No te importa que puedan preocuparse?

– Tendrías que conocerlos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que no se preocupan por ti?

– Al contrario -rió con amargura-. Mi madre no me quita la vista de encima, y todo lo que hago le parece mal. Siempre ha sido así. De hecho, está convencida de que soy el diablo en persona.

– No puedo creerlo.

– Créelo. Pero no me importa.

Glory sacó una barra de labios del bolso y se pintó los labios. Liz la observó. Su amiga pretendía hacerse la dura, pero esta vez no la engañaba.

– Desde luego, eres la persona más encantadora y valiente que he conocido en toda mi vida.

– ¿Yo? ¿Encantadora y valiente? -rió Glory-. Mi madre no opinaría lo mismo.

– Pues es cierto. Me has ayudado mucho, y no tenías por qué hacerlo. Maldita sea, ni siquiera me conocías.., eres la única chica de todo el colegio que me trata con respeto, aunque eso te cree enemigas.

– ¿A quién le importa?

– ¿Lo ves? No te preocupa lo que piensen los demás.

– No, claro que no. Entre otras cosas no me gusta su comportamiento, y no son amigas mías.

– ¿Y dónde están tus amigas? -preguntó, aunque se arrepintió de inmediato-. Lo que quiero decir es que… Lo siento, no pretendía…

– Olvídalo -dijo con dureza-. Tienes razón, no tengo amigas. Siempre ha sido así, y tampoco me importa.

– ¿De verdad?

– Sí. ¿Te molesta?

– No, claro que no, es que… En fin, tengo que regresar a la secretaría.

Glory tocó su brazo y dijo:

– Espera, no quería ser tan insoportable contigo. ¿Qué ibas a decir?

Liz se ruborizó.

– No pretendía criticarte. Sólo quería ser tu amiga. Me gustas, Glory.

Glory la miró en silencio durante unos segundos. Después, se aclaró la garganta y apartó la mirada.

Liz bajó la cabeza, avergonzada por lo que acababa de decir. Pensaba que Glory se reiría de ella. A punto de llorar, decidió marcharse antes de humillarse más aún. Pero cuando estaba a punto de llegar a la puerta, su amiga la detuvo.

– Espera, Liz. ¿Quieres saber la verdad? Tú eres la valiente, no yo. Nunca he tenido que soportar los insultos de las otras chicas. Siempre he contado con el apoyo de mi familia y de su dinero, y no tengo ni la mitad de arrestos que tú.

Liz se dio la vuelta. Cuando lo hizo, vio a una joven muy diferente a la que conocía. Glory era la viva imagen de la vulnerabilidad, de la soledad.

– Tenías razón -continuó-. No tengo amigas. No dejo que nadie se acerque a mí.

– ¿Por qué?

– Porque todo el mundo cree que soy muy valiente, que no tengo miedo de nada. Y si dejara que se acercaran descubrirían la verdad.

– Eres más valiente de lo que piensas.

– ¿De verdad? Bueno, tú también.

En aquel momento oyeron que alguien se acercaba al cuarto de baño. Y no era una persona cualquiera, sino la hermana Marguerite, acompañada por su ayudante, la hermana Josephine. Glory guiñó un ojo a Liz y se llevó un dedo a los labios para que no hiciera ruido. Liz asintió. Glory entró en el último de los servicios, cerró la puerta y se subió al retrete para que no pudieran verla. Un segundo más tarde, entraban las dos monjas.

– Hola, hermanas -sonrió Liz.

– Hola, querida Liz -dijo la directora-. Estamos buscando Glory Saint Germaine. ¿La has visto?

– Sí, acaba de marcharse.

– ¿De verdad? -preguntó, mirando hacia los servicios-. No la hemos visto en el pasillo.

– Es extraño. Ha salido hace un par de minutos. Estaba enferma. La encontré sentada en el suelo. Le dolía terriblemente el estómago.

– El estómago… Pobrecilla -dijo la hermana Josephine.

– Le dije que llamara a su madre desde la secretaría, pero dijo que no podía hacerlo porque tenía que regresar a clase.

– Ya veo. Gracias, Liz -dijo la directora-. En tal caso, iremos a buscarla a su clase. Por cierto, ¿no se supone que tendrías que estar trabajando?

– Sí, hermana -respondió en un murmullo-. Iba a lavarme las manos.

– Bueno, te veré dentro de un rato.

– Adiós, hermana.

En cuanto se marcharon, Glory salió del servicio.

– Eres genial. Te han creído a pies juntillas.

– Estaba muy asustada. Creía que iban a descubrirlo.

Glory la abrazó.

– Eres magnífica. La mejor de todas.

– En tal caso, ¿por qué tengo la impresión de que voy a desmayarme?

– Quédate conmigo y dentro de poco aprenderás a disfrutar con el peligro y a librarte siempre de todo.

– Oh, no, yo no quiero… Dios mío, ¿qué hora es? Tengo que marcharme.

Glory la siguió y la tomó del brazo.

– Espera, Liz. Quiero darte las gracias por haberme ayudado. Nadie lo había hecho hasta ahora. Nunca. Significa mucho para mí.

– Olvídalo. Aún te debo muchos favores -sonrió, mientras avanzaba hacia la puerta.

– ¿Liz?

– ¿Sí?

– Me gustaría mucho que fuéramos amigas.

Cuando salió del lavabo, Liz estaba llena de alegría.

Capítulo 20

Desde aquel momento las dos jóvenes fueron inseparables. Comían juntas, se veían entre las clases y por la noche hablaban por teléfono. Hasta hacían a pie el camino a la academia para poder estar más tiempo juntas.

Glory compartió con Liz todos sus secretos, sus esperanzas temores; y Liz hacía lo mismo con ella. Su pasado y sus familias no podían ser más diferentes, pero a pesar de todo se entendían a la perfección.

Tener una amiga era una experiencia nueva para Glory, una experiencia que le encantaba. No había imaginado que pudiera ser tan maravilloso, ni tan divertido. Hasta que conoció a Liz siempre había estado sola, aunque no se diera Cuenta.

Sin embargo, la dominaba el temor de que su madre pudiera enterarse e intentar destruir su amistad o hacer algo para volver a su amiga contra ella. La idea de perder a Liz la atormentaba. Ya no soportaba estar sola.

En cualquier caso, sus preocupaciones carecían de fundamento. Hope sabía perfectamente que se había hecho muy amiga de Liz. En la academia no ocurría nada que ella no supiera. Había averiguado que Liz era una chica educada, aplicada en los estudios, tímida y no demasiado agraciada; desde luego, no era el tipo de chica que se dedicaba a perder el tiempo coqueteando con chicos.

En resumen, no tenía nada en contra de la joven. Bien al contrario, la amistad de las dos chicas podía resultar muy satisfactoria: Liz se encontraba en la academia gracias a una beca de estudios, y la dirección del colegio podía retirársela en cuanto Hope quisiera. No en vano, era una de las mayores benefactoras de la institución.

De todas formas esperaba no tener que llegar tan lejos. Había decidido que Liz Sweeney era una buena influencia para su hija. Desde que estaban juntas sus notas habían mejorado, al igual que su comportamiento, de manera que hizo saber a Glory que podía invitarla a ir a su casa cuando quisiera.

Capítulo 21

Philip Saint Germaine estaba sentado tras su enorme escritorio. La mesa, que tenía ochenta años y era de madera de ciprés, había pertenecido a cuatro generaciones de su familia. La época en que la hicieron sólo se consideraban maderas el nogal, el roble y la caoba, pero su abuelo había insistido en usar madera de ciprés, más común en la zona. siempre decía que había que rodearse de cosas familiares, porque el corazón de un hombre, y su fuerza, estaba donde tuviera su hogar.

Philip pasó una mano por encima del escritorio, pensando en las palabras de su abuelo. Sobre la mesa había unas cuantas fotografías enmarcadas. Entre ellas se detuvo a contemplar la de Hope, de los primeros años de su matrimonio. Al hacerlo lo dominó una profunda amargura. No comprendía qué había sucedido con la mujer amable y cariñosa que había conocido, con la joven de la que se había enamorado.

Por desgracia había perdido toda ilusión con respecto a su esposa. Suponía que todo había empezado cuando rechazó a su hija recién nacida, aunque durante un tiempo fue capaz de convencerse de que su perfecta y feliz existencia no había comenzado a derrumbarse ante sus ojos.

Apartó la vista de la fotografía, dolido, y dio la vuelta a la silla para mirar por la ventana, hacia el jardín.

Ya no la amaba. Hacía mucho tiempo que no la amaba.

Pero a pesar de ello, Hope tenía mucho poder sobre él. Un poder del que no había podido escapar, y que no tenía nada que ver ni con el amor, ni con la familia, ni con el respeto mutuo. No, era algo mucho más básico. Era de carácter sexual. No había podido liberarse del deseo casi adolescente que sentía por ella, por mucho que lo hubiera intentado.

Había intentado mantener aventuras con otras mujeres. Y no precisamente porque le aburriera la vida sexual con su esposa, sino para librarse de aquella especie de esclavitud. Desafortunadamente, ninguna otra mujer lo saciaba. Ni siquiera los abusos constantes a los que sometía a su hija habían conseguido romper el deseo que sentía hacia Hope. Aunque había destruido todo lo demás, incluida su autoestima.

En lo relativo a su esposa era un hombre débil e impotente. Y con su actitud sólo había logrado que al final su propia hija se distanciara de él.

Amaba a Glory con todo su corazón, y echaba de menos su cariño. Ahora, apenas lo miraba. Y cuando lo hacía sólo veía furia en sus ojos. Rabia y piedad.

Se levantó y caminó hacia la puerta. Acto seguido, se dio la vuelta y regresó al escritorio. Al menos tenía el hotel, el único motivo del que podía enorgullecerse.

Pero estaba a punto de perderlo.

Se pasó las manos por el pelo, temblando. Se sentía culpable de la situación en la que se encontraba. No podía responsabilizar a su esposa, ni a ninguna otra persona. Había olvidado las enseñanzas de su padre, que siempre le aconsejaba invertir con cautela y no implicar, por ningún motivo, la fortuna familiar.

Nueva Orleans había sufrido un fuerte crecimiento económico en la época en que decidió renovar el hotel, y el prometido aumento de turistas, unido al aumento del precio del petróleo, parecían augurar buenos tiempos.

Todo el mundo había ganado mucho dinero. Muchísimo dinero. Philip, como muchos otros hombres de negocios, se dedicaba a viajar en limusina. Era la época de los excesos. Una época en la que no había considerado un riesgo gastar medio millón de dólares en la renovación del hotel. En aquel momento le pareció una necesidad ante la creciente competencia hotelera, y se había confiado al pensar que podría contar los gastos con el crecimiento de la ocupación.

Por desgracia, no tenía dinero para pagar los préstamos. El precio del petróleo se había derrumbado, y el mercado con por si fuera poco, el cacareado crecimiento económico de Nueva Orleans había demostrado ser otra mentira, otro sueño especulativo de los grandes intereses financieros. Todos los días quebraba alguna empresa y los turistas ya no viajaban la ciudad. La ocupación del hotel había caído al treinta por ciento, y los bancos ya no le concedían más tiempo para pagar los créditos. Exigían un dinero del que no disponía.

– ¿Philip?

Hope se encontraba en el umbral del despacho. Llevaba bata de seda, morada. Se había soltado el pelo, que le caía sobre los hombros como un halo. Estaba muy atractiva.

– Llevas horas encerrado…

– ¿De verdad?

– Sí -respondió, mientras caminaba hacia él-. ¿Qué sucede?

– Tenemos problemas. Financieros.

Hope palideció.

– ¿Qué quieres decir?

– Los bancos exigen que pague los créditos, y no tengo dinero.

– ¿Cuánto debemos? -preguntó, horrorizada.

– Quinientos mil dólares.

– No es mucho dinero. Estoy segura de que lo conseguiremos. Alguien puede prestárnoslo, no sé…

– No lo conseguiremos.

– ¿No? Tiene que haber algo que podamos vender. Acciones, o bonos, o algo así.

– Sólo tenemos la casa, tus joyas, las obras de arte y varias propiedades en la ciudad. Invertí mucho dinero en inmobiliarias, pero ha resultado un fracaso.

– Véndelas. Vende las propiedades, Philip, antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Crees que no he pensado en ello? No valen lo que pagué por ellas. Una multinacional me ha ofrecido hacerse cargo de las deudas a cambio de quedarse con la mitad del hotel.

– Oh, Dios mío… Seremos el hazmerreír de toda la ciudad…

– De todas formas, no acepté la proposición.

– ¿La rechazaste? ¿Y qué vamos a hacer?

– El hotel es todo para mí, Hope. No podemos perderlo -la miró fijamente-. Ni siquiera en parte.

Philip caminó hacia ella y se detuvo a escasos centímetros antes de continuar hablando.

– Tenemos tus joyas, las obras de arte y el Rolls Royce. Tenemos la mansión y la casa de verano.

– ¿Qué intentas decirme?

– Que debemos vender todo lo que podamos.

– Dios mío. ¿Cómo podré mirar a la cara a mis amigas? ¿Qué les diré?

– ¡Me importa un bledo lo que piensen tus amigas! -exclamó, irritado con su actitud.

– No me hables en ese tono, Philip. Yo no soy la culpable de este desastre.

– No, claro que no, tú no eres culpable de nada -espetó con ironía.

– Dijiste que cuidarías de mí. ¿Cómo te atreves a pedirme que venda la casa y mis joyas? ¿Dónde viviremos? ¿Y qué hay de Glory? ¿Qué hay de su futuro?

Sus injustas palabras lo hirieron tanto que se apartó de ella y permaneció en silencio un buen rato antes de contestar.

– Te he cuidado toda la vida. En cuanto a Glory, siempre he cuidado de su bienestar y seguiré haciéndolo.

– ¿Cómo? ¿Vendiendo la casa?

– No tenía intención de venderla, sino de alquilarla o algo así. De todas formas no acabaríamos debajo de un puente, te lo aseguro.

– ¿Y cuánto tiempo estaríamos fuera? ¿Dos semanas? ¿Dos años? ¿Diez?

– Ya basta, Hope.

– ¿Cómo has podido permitir que sucediera algo así? Eres un hombre estúpido. ¿Cómo has podido ser tan idiota?

Philip agarró las manos de su esposa y entrecerró los ojos.

– ¿Has olvidado ya tus votos nupciales? ¿No decían algo como que tenías que apoyarme en los buenos tiempos y en los malos? Será mejor que corras a confesarte. Tu alma corre el peligro de arder en el infierno.

– Sigue, no te detengas. Sigue blasfemando. De todas formas rezaré por ti.

– Venderemos la casa de verano y alquilaremos la mansión la hipotecaremos. También nos libraremos del Rolls, y si es necesario, de las obras de arte y de tus joyas. No tenemos otra opción.

– ¿Y qué hay de la oferta de la multinacional? ¿No podría…?

– No. Buenas noches, Hope.

– ¿Philip? -preguntó en un murmullo-. Mírame.

Philip reconoció de inmediato aquel tono de voz. Sólo lo llamaba de aquel modo cuando deseaba algo. La miró, incapaz de detenerse.

Hope dejó caer la bata al suelo. El camisón transparente llevaba debajo no dejaba demasiado a la imaginación. Podía contemplar, perfectamente, sus oscuros pezones, sus caderas, su cintura y su pubis.

– Ven aquí…

Philip obedeció. Hope acarició sus hombros con suavidad y su esposo se excitó de inmediato. La atrajo hacia sí con fuerza. Hope gimió, como siempre hacía; era un sonido que lo perseguía en sus sueños, y en sus pesadillas.

– Tenemos otra opción -declaró su esposa con sensualidad calculada, sin dejar de besarlo-. Acepta la oferta de la multinacional. Aún tendrías el control del cincuenta por ciento. No sería tan malo… ¿Qué puedo hacer para convencerte?

Philip sabía que lo estaba manipulando de la forma más burda, pero necesitaba poseerla allí mismo, sobre el escritorio.

Hope le bajó la cremallera de los pantalones e introdujo su mano. Philip se estremeció. Sabía que si accedía a sus deseos podría tenerla durante una temporada, hasta que decidiera que ya no estaba en deuda con él, y la odiaba tanto como la deseaba.

Pero el mayor de los odios lo reservaba para él mismo.

– Podríamos decir que estabas cansado del trabajo. Que no tienes ningún hijo que pudiera hacerse cargo de hotel y que decidiste delegar parte de la responsabilidad -continuó ella-. Sería una solución perfecta, ¿no lo comprendes? Podríamos estar así.., todo el tiempo.

– Sí -murmuró él, desesperado.

– Dilo otra vez, cariño. Di lo que quiero oír y seremos felices.

Philip notó su tono triunfante. Abrió los ojos y la miró. Entonces vio con claridad su alma, y la imagen no pudo ser más aterradora. En Hope no había ni un atisbo de bondad, ni de decencia.

– Philip, cariño, ¿qué sucede?

Philip le dio la espalda. Se sentía enfermo por su propia debilidad, por lo que había estado a punto de hacer.

– ¿Philip? ¿Qué he hecho?

Su esposo se estremeció de dolor al pensar en la joven de la que se había enamorado, en la cálida mujer a la que había amado con todo su corazón.

Una vez, mucho tiempo atrás, habría hecho cualquier cosa por ella.

– Philip, por favor, mírame.

Philip no la miró. No podía hacerlo. Se subió la cremallera del pantalón y caminó hacia la salida. Cuando llegó al umbral se detuvo, pero no se dio la vuelta.

– El hotel Saint Charles ha sido propiedad de la familia Saint Germaine desde hace cien años. No me importa lo que tenga que hacer, pero no lo venderé. Así que no vuelvas a pedírmelo.

Capítulo 22

Hope caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos húmedas. La oscuridad la perseguía de nuevo. Se reía de ella y de su arrogancia. No obstante, era invulnerable a sus tentaciones.

Por eso se había vuelto hacia Philip. Para capturarla a través de su esposo. No comprendía cómo era posible que no se hubiera dado cuenta. Philip era débil y manipulable. Un objetivo perfecto para la «oscuridad».

Había hecho unas cuantas averiguaciones y había llegado a la conclusión de que su marido no había mentido. Su estado económico era desastroso.

Se había comportado como un estúpido. Una y otra vez se repetía que ella había actuado correctamente todo el tiempo. No había interferido en los negocios de su esposo hasta aquel día en el despacho, cuando intentó enseñarle el camino correcto. Pero ya era demasiado tarde.

Philip se había apartado de ella, y Hope creía oír al propio diablo, que se burlaba entre risas.

Se llevó las manos a la cara, muy alterada. No podía perder la calma en aquel momento. Debía ser fuerte. Debía encontrar una solución. Había trabajado demasiado duro para obtener lo que tenía y no quería perder su estatus social.

Cuando se supiera lo que estaba ocurriendo dejarían de invitarla a las fiestas de la alta sociedad. Todo serían puertas cerradas y desprecio. Volvería a ser una marginada.

Al pensar en ello, dejó escapar un grito. No quería volver a encontrarse en una situación parecida a la de su juventud.

Hope salió al pequeño balcón que daba al jardín y a la piscina.

El frío viento de octubre la golpeó. La tormenta se adivinaba. El cielo se oscurecía poco a poco, y las nubes sólo dejaban ver la luna de cuando en cuando.

Se apoyó en la barandilla y dejó que la fuerte brisa meciera su cabello y aplastara la bata contra su cuerpo. En aquel momento sintió que las fuerzas la abandonaban. La oscuridad la dominó por completo, y entonces vio a su madre. Vio su imagen entre las nubes, que se apartaron momentáneamente dejando ver la luna con un extraño brillo dorado.

Hope contempló la escena con horror. Sabía que si intentaba saltar podría agarrar aquel brillo dorado. Pero también podría sumirse en la oscuridad.

De repente, regresó a la realidad. Estaba aterrorizada, aferrada a la barandilla del balcón. Tenía tanto frío que apenas podía sentir brazos y piernas. Había estado a punto de matarse.

Retrocedió, asustada, y entró en su dormitorio. Cerró las puertas del balcón y se dejó caer en el suelo. Acto seguido apretó la cabeza contra sus piernas, temblando.

Los minutos pasaron, y poco a poco consiguió tranquilizarse y entrar en calor. Entonces recordó aquella imagen dorada y todo su miedo desapareció, reemplazado por una absoluta calma, por una absoluta claridad. Ahora sabía lo que tenía que hacer. Había encontrado la solución.

Su madre le daría el dinero que necesitaba. Aunque viviera en el pecado, su dinero le pertenecía. Era su legado, su herencia. Se tragaría su orgullo y se lo pediría.

Se levantó y caminó hacia el teléfono. A lo largo de los años se las había arreglado para seguir la pista de su madre. Sabía que se había mudado a la ciudad cinco años atrás, acompañada por un joven. Vivían en una casa del barrio francés.

Sin pensárselo dos veces, marcó el número de teléfono. Su madre contestó casi de inmediato. Hope se las arregló para engañarla con un tono de falsa desesperación. Hizo todo tipo de promesas vagas. Dijo que se verían de nuevo cuando hubiera resuelto aquel asunto y hasta prometió que le devolvería el dinero.

Tal y como esperaba, su madre accedió. Aunque dijo que tardaría cierto tiempo en poder conseguir los quinientos mil dólares. Tendría que venderlo todo salvo la casa de River Road, y aun así apenas le quedaría dinero para poder sobrevivir.

Hope sonrió y colgó el teléfono. El martes, el joven que vivía con su madre llevaría parte del dinero al hotel. Lily le había prometido que mantendría el asunto en secreto. El hotel se salvaría y también su posición social. Philip le estaría eternamente agradecido, y por si fuera poco le debería un favor.

Hope echó hacia atrás la cabeza y rió. Una vez más, había vencido a la oscuridad.

Capítulo 23

Santos entró en el vestíbulo del hotel Saint Charles. Miró a su alrededor, convencido de encontrarse en uno de los lugares más bellos que había contemplado en toda su vida. Su belleza poco tenía que ver con la belleza de la mansión de Lily, ni con la belleza algo destartalada del barrio francés. El hotel poseía una elegancia muy digna. La madera brillaba, los objetos de metal brillaban, y los empleados hablaban en un tono casi reverencial. Se respiraba el dinero, y la distinción.

Avanzó por el vestíbulo sin dejar de mirar a las personas que se movían a su alrededor. Los clientes y empleados brillaban casi tanto como las ventanas y las puertas, y vestían de forma inmaculada. De inmediato pensó que él no pertenecía a aquel lugar. Sólo era un joven de ascendencia hispana, el hijo de una prostituta del barrio francés que sólo había conseguido terminar los estudios secundarios, y por si fuera poco en un instituto público. El portero se había dirigido a él en la entrada con una desconfianza bastante evidente. Se preguntó si la gente lo respetaría más cuando fuera policía y supuso que la contestación sería negativa. Pero, de todas formas, poco le importaba aquel mundo formal, irreal, de gentes demasiado elegantes, llenas de prejuicios y miedos.

Cuando llegó a los ascensores, llamó a uno sin dejar de pensar en Lily. Ella pertenecía más a aquel lugar que él. Aunque por las cosas que había contado, el tipo de hombres que visitaba aquel hotel era del tipo de hombres que había visitado su casa en el pasado.

Se preguntó qué relación mantendría con la señora Saint Germaine. Frunció el ceño y se llevó la mano al bolsillo donde guardaba el paquete que tenía que entregarle, en mano. Según Lily, ninguna de las «chicas» que había trabajado para ella había llegado demasiado lejos. Alguna había conseguido una posición social más o menos cómoda, pero nada más.

La curiosidad lo carcomía. Se había atrevido a preguntar a Lily por la misteriosa mujer a la que tenía que entregar el sobre, pero se había limitado a responder que se trataba de cierta correspondencia personal para cierta amiga del pasado.

Sin embargo, la había notado muy nerviosa. No dejaba de frotarse las manos, entre agitada y alegre. Cuando le comentó que la encontraba muy extraña, se limitó a decir que eran imaginaciones suyas. Pero Santos sabía que ocurría algo.

En cuanto llegó el ascensor, se dispuso a entrar. Pulsó el botón del tercer piso y las puertas empezaron a cerrarse.

– ¡Espera! ¡No dejes que se cierren!

Santos impidió que las puertas se cerraran. Un segundo más tarde entró una chica de pelo oscuro, que sonrió al verlo.

– Gracias. Los ascensores son tan viejos que habría tardado años en conseguir otro.

Santos le devolvió la sonrisa. Era la chica más bonita que había visto nunca. Y a juzgar por su uniforme de colegio, demasiado joven para él.

– ¿A qué piso vas?

– Al sexto -contestó, observándolo con interés-. Odio esperar, ¿y tú?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De lo que esté esperando.

– Ah, así que eres uno de esos.

Santos arqueó una ceja.

– ¿A qué te refieres?

– Una de esas personas que piensa que las mejores cosas de la vida merecen la espera.

– ¿Y tú no lo crees así?

– No. ¿Quién quiere esperar? Cuando veo algo que quiero, lo tomo.

Santos rió. Ahora sabía qué clase de chica era. Mimada y muy creída, como las chicas que había visto en el instituto Vacherie. De todas formas, lo intrigaba.

– Una forma muy «inmediata» de vivir.

– Y te parece mal…

– No he dicho eso.

– No es necesario que lo digas. ¿Cómo te llamas?

– Santos -contestó.

– Santos… Un nombre original.

– Para alguien original.

La joven abrió la boca para decir algo, pero las puertas del ascensor se abrieron en aquel instante.

– Este es mi piso -dijo él.

Víctor salió, y se alejaba cuando la chica volvió a hablar.

– Me llamo Glory.

– Glory -repitió-. Un nombre bastante original.

– Sí, bueno, eso es porque soy una chica original -sonrió-. Ya nos veremos, Santos.

Cuando las puertas se cerraron, Santos sonrió para sus adentros. Fuera quien fuese, era bastante coqueta. Seguramente llevaba de cabeza a sus padres, y seguramente se divertía con ello. Las chicas como Glory siempre buscaban lo mismo en él. Una aventura. Una manera como otra cualquiera de desafiar sus estrictas normas sociales. Lo utilizaban y él las utilizaba a su vez. Todo el mundo era feliz.

En cualquier caso, en su mundo no había sitio para chicas como ella.

Sacó el sobre que llevaba en el bolsillo y miró el número de la habitación. Cuando la encontró, entró sin llamar. Una secretaria se encontraba trabajando junto a la puerta, escribiendo a máquina.

– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó la mujer con frialdad.

– Vengo a ver a Hope Saint Germaine.

– ¿Está citado?

– Sí. Tengo que entregarle un sobre.

– Veré si puedo dárselo.

– Lo siento, pero debo entregarlo en mano. Si no está, esperaré.

– ¿Cómo se llama? -preguntó, irritada.

– Víctor Santos.

– Espere un momento.

La mujer desapareció por una de las dos puertas que daban a la oficina y reapareció unos minutos más tarde.

– Puede entrar.

Santos asintió y la siguió a la habitación en la que había entrado. Era una sala enorme y muy bien decorada, con un balcón que daba a la avenida Saint Charles. Una mujer se encontraba de pie, de espaldas a él. Cuando la secretaria salió, la mujer se dio la vuelta.

La primera reacción de Santos fue de abierto desagrado. No le gustó nada que lo mirara como si acabara de salir de algún agujero inmundo. Cuando avanzó hacia él, pensó que aun siendo una mujer atractiva había algo extremadamente frío en ella. Era tan altiva que casi daba en el techo.

– ¿Hope Saint Germaine?- preguntó.

– En efecto. Y creo que tiene algo para mí.

Santos le dio el sobre, que la mujer recogió con asco, como si creyera que podía contaminarla.

– Tengo entendido que usted también tiene algo que darme a mí -dijo él, ofendido por su actitud.

Hope no le hizo ningún caso. Regresó a su escritorio y abrió el sobre para examinar su contenido. Satisfecha, lo guardó en un cajón y sacó otro sobre. Después miró a Santos, sin moverse del sitio, esperando que fuera él mismo a recogerlo, como si fuera un perro.

El joven apretó los dientes y se cruzó de brazos. No estaba dispuesto a que una bruja de la alta sociedad lo humillara.

Pasaron varios segundos, al cabo de los cuales la mujer cedió y se acercó a él.

Santos sonrió. No recordaba haber visto a nadie tan despreciable en toda su vida.

– Tómelo y márchese -dijo la mujer, alzando el sobre.

Víctor mantuvo su mirada. Resultaba evidente que aquella bruja se creía mucho más importante que él. Y probablemente lo fuera. Pero no permitiría nunca que nadie lo tratara como a un esclavo. Ni siquiera Lily.

– Tómelo -dijo de nuevo, esta vez con clara irritación-, O márchese sin él.

Santos lo tomó, pero sin ninguna prisa.

– Muchas gracias -dijo-. Siento decepcionarla, pero tengo que marcharme.

La mujer enrojeció de ira.

Sin esperar otra respuesta, Santos se dio la vuelta y se marchó de la habitación. No le pasó desapercibida la hostil mirada de la secretaria, En cuanto se encontró en el pasillo se dirigió a los ascensores, pero prefirió bajar por la escalera. Bajó los escalones de dos en dos, ansioso por escapar de aquel aséptico lugar.

Abrió las enormes puertas de cristal del hotel y salió al exterior. El sol brillaba, Era bastante cálido para ser una tarde de octubre. Respiró profundamente, dejando que la belleza del día eliminara de algún modo el desagrado de la experiencia por la que acababa de pasar. Su encuentro con Hope Saint Germaine le había dejado un amargo sabor de boca. Su actitud, su visión del mundo y su propia existencia era como un símbolo de todo lo que no funcionaba en el sistema. La misma actitud que había evitado que se resolviera el asesinato de su madre.

Cruzó la calle, en dirección a la parada de autobús, sin dejar de preguntarse dónde habría conocido Lily a aquella arrogante mujer. Y sobre todo, qué asuntos tendría con ella.

Entrecerró los ojos, pensativo. Había algo muy familiar en Hope Saint Germaine, algo que recordaba vagamente. Pero estaba seguro de que más tarde o más temprano lo recordaría.

– ¡Santos!

Santos se volvió. En la esquina había un Fiat descapotable, de color rojo. Y en su interior, la chica que había conocido en el ascensor.

Tal vez fuera demasiado joven y mimada para él, pero de todas formas no le hacía ascos a un dulce, de modo que se dirigió hacia ella.

– Bonito coche. ¿Estás segura de que sabes conducirlo?

– ¿Por qué no lo descubres por ti mismo? Sube.

Santos dio la vuelta al vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.

– Muy bien. ¿Pero qué hay de los guardaespaldas? -preguntó, mirando hacia el lugar donde se encontraban el portero y el aparcacoches del hotel.

– Oh, se exceden protegiéndome. Ya sabes cómo son esas cosas.

– Sí, claro -se colocó el cinturón de seguridad-. Lo sé muy bien. ¿Adónde vamos?

– No lo sé -rió-. Quería sorprenderte.

La joven arrancó de golpe, ganándose unos cuantos bocinazos. Santos movió la cabeza en gesto negativo, pensando que se había buscado un problema innecesario.

Permanecieron en silencio unos minutos, hasta que la joven decidió salir a la autopista. Debía reconocer que no conducía nada mal.

– ¿Un regalo de cumpleaños? -preguntó él.

– ¿Qué? -preguntó la chica, que apenas podía oírlo con el rugido del motor.

– Me refería al coche. Supongo que es un regalo por tu dieciséis cumpleaños.

– Haces que parezca un delito.

– ¿De verdad?

– ¿A qué has ido al hotel? No te había visto antes.

– Tenía que entregar algo a un amigo.

– El hotel es mío. O lo será algún día.

– ¿Es tuyo? -preguntó con incredulidad-. ¿Y sólo te han comprado un Fiat? Por lo menos mereces un Porsche.

– No somos tan ricos -rió.

– Oh, claro. Sólo tenéis sangre azul y sois miembros con pedigrí del club del «esperma afortunado».

– ¿El club del «esperma afortunado»? -repitió entre risas-. Eres muy gracioso.

– Por supuesto. Un barriobajero muy gracioso.

La joven no notó su sarcasmo.

– De todas formas no somos tan ricos, de verdad. Hay muchas chicas en mi instituto más ricas que yo -declaró, mirándolo.

– Creo que sería mejor que miraras a la carretera.

– ¿Por qué? Prefiero mirarte a ti.

Santos sonrió. No cabía duda que estaba ante una niña mimada, y extremadamente ingenua en casi todos los aspectos. Pero no podía negar que también era muy atractiva, sensual, y algo salvaje. Le divertía su juego y su sinceridad, aunque su coqueteo apenas pasara de la simple rebelión contra las normas.

– Vas demasiado deprisa, muñeca. Y me gustaría llegar vivo a donde vayamos.

– ¿De verdad? -rió de nuevo-. ¿Y a qué te refieres con eso de que voy demasiado deprisa?

– A que intentas demostrarme lo interesante y dura que eres. Intentas asustarme, pero no me impresiono con facilidad, así que puedes descansar un rato.

– Vaya, vaya. Me encantan los retos.

Santos rió y se recostó en el asiento. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación del viento y del sonido del motor. Unos segundos más tarde volvió a abrirlos y la observó. Tenía una sonrisa en los labios, y a pesar de sus gafas de sol podía adivinar sus maravillosos ojos azules, que brillaban con alegría.

Acto seguido bajó la vista y se fijó en la falda tableteada y en la camisa blanca con el escudo del colegio donde estudiaba. La camisa le quedaba algo apretada, como si acabara de desarrollarse, y marcaba mucho sus senos. Sólo tenía dieciséis años, pero ya tenía el cuerpo de una mujer de veinte.

Sin embargo, no estaba dispuesto a cometer ningún error con ella.

– Estabas mirándome -dijo ella.

– Sí.

– ¿Por qué? ¿En qué estabas pensando?

– Me preguntaba si tus padres podrían dormir por las noches.

La joven permaneció en silencio unos segundos. Santos llegó a pensar que la había incomodado.

– Supongo que sí -declaró al fin, mientras aparcaba-. ¿Qué razón podría impedírselo?

– Si fueras hija mía, yo no podría.

– Haces que parezca una niña, y no lo soy.

– ¿Te crees tan mayor con sólo dieciséis años?

– Sí -se ruborizó un poco-. ¿Es que tú no lo creías a mi edad?

Santos pensó en el asesinato de su madre, en las familias de «alquiler» con las que había vivido, en su fuga. A los dieciséis años ya había experimentado todo tipo de cosas. En cambio, aquella jovencita seguramente no se había enfrentado en toda su vida a nada desagradable.

– Olvídalo.

– No te caigo muy bien, ¿verdad?

– No te conozco, Glory.

– No, no me conoces.

Glory apartó la mirada, pero no antes de que Santos pudiera notar algo extraordinario en una chica de su clase. Algo que no encajaba en absoluto, algo vulnerable y asustado. Tal vez no fuera tan simple como creía.

– ¿Qué te parece si damos una vuelta? -preguntó, incómodo.

La joven asintió. Salieron del vehículo y caminaron en silencio por el paseo marítimo. Lake Pontchartrain estaba lleno de yates, y docenas de gaviotas surcaban el cielo.

Mientras caminaban, sus manos se rozaban de vez en cuando. Ocasionalmente, ella lo tocaba para hacer algún comentario. Al cabo de unos minutos Santos estaba más excitado de lo que quería reconocer.

Intentó recordar que estaba controlando la situación y que pondría fin a todo aquello en cuanto quisiera. Sólo era una niña bien, una niña coqueta, pero nada más.

– Siempre me ha encantado este lugar -susurró ella-. Parece un mundo aparte que nada tenga que ver con la ciudad. Recuerdo la primera vez que vine, con mi padre. Pensé que estábamos de vacaciones -continuó, mientras se pasaba una mano por el pelo-. Era domingo, y mi madre tenía jaqueca, como de costumbre. Ella quería que fuéramos a misa, pero acabamos aquí. Y cuando lo supo, se puso furiosa.

– ¿Por no haber ido a la iglesia?

– Se toma esas cosas demasiado en serio.

– Al parecer, tu madre no te agrada demasiado -opinó, estudiando su perfil.

– ¿Mi madre? Soy yo quien no le gusta a ella. Hope Saint Germaine es una mujer muy difícil de complacer.

Santos se sorprendió al escuchar aquel nombre. No podía creer que aquella bruja fuera su madre. Pero en cierto modo resultaba lógico.

Estaban bastante cerca de Pontchartrain Beach, un parque de atracciones que habían levantado entre Lakeshore Drive y la orilla.

– ¿Has estado alguna vez en el parque de atracciones? -preguntó ella.

– Una vez, con mi madre. Creo que entonces tenía diez años. Fue el día más feliz de mi vida -sonrió, emocionado, antes de recobrar el control-. Será mejor que regresemos.

Santos se dio la vuelta para marcharse, pero ella lo detuvo.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

El joven la miró, más tranquilo. No le agradaba entrar en el terreno de lo personal. No quería saber nada sobre ella que no fuera trivial o superficial, ni deseaba abrirse en modo alguno. Prefería mantener las cosas como un simple juego. De esa manera todo el mundo era feliz y nadie terminaba herido.

– Como quieras.

– Cuando ves algo que quieres, ¿qué haces?

Santos sonrió. Sabía muy bien adónde quería llegar. La miró y se inclinó sobre ella hasta que sus rostros estuvieron a escasos milímetros de distancia.

– Valoro las consecuencias que pueda tener -susurró-. Eso es lo que hacen las personas mayores, Glory.

– Yo soy una persona mayor.

– No lo creo.

– Podría demostrarlo.

Automáticamente, Santos se excitó. Pero intentó controlarse.

– ¿Qué quieres de mí, Glory?

– ¿Tú qué crees?

– Creo que soy demasiado mayor para ti -respondió, en tono deliberadamente sensual-. Creo que deberías correr a casa, a esconderte bajo las faldas de tu madre.

– ¿De verdad? ¿Tan mayor te crees?

– Sí. Tú juegas en una liga distinta, pequeña.

– Ponme a prueba -espetó, colocando las manos en su pecho-. Adelante. Te reto a que me beses.

Santos dudó, pero sólo un instante. Descendió sobre ella y la besó con apasionamiento, sin inhibiciones, demostrando lo que un hombre deseaba de una mujer.

Fue un beso largo y lleno de pasión; Glory reaccionó primero con dudas y finalmente con entrega absoluta. Santos la atrajo hacía sí para que pudiera notar su erección, para que fuera consciente de lo excitado que estaba, de lo que había conseguido con su infantil coquetería.

Acto seguido se apartó de ella. Glory lo miró con asombro. No la habían besado nunca de aquel modo, y él lo sabía.

– ¿Lo ves, pequeña? -rió con suavidad-. Te dije que era demasiado mayor para ti.

– Te equivocas. Ya te dije que te equivocabas.

Glory se puso de puntillas y lo besó, para sorpresa de Santos, con tanto apasionamiento como él.

El joven no pudo evitar reaccionar de inmediato. Quería controlar la situación, pero no podía hacerlo. Lo excitaba demasiado, algo que no había conseguido ninguna chica hasta entonces. Había algo en ella que lo volvía loco.

De repente tuvo la impresión de que no era él quien controlaba la situación, sino ella. Supo que lo estaba probando, y no le agradó nada.

– Basta -se apartó-. Ha sido divertido, pequeña, pero es hora de volver a casa.

– ¿Te veré de nuevo? -preguntó.

Una vez más, Santos se dio la vuelta para marcharse. Y una vez más, Glory lo detuvo.

– No.

– Tienes miedo -declaró la joven-. Huyes de mí.

– Eres demasiado joven, Glory Saint Germaine -declaró, mientras acariciaba su mejilla con tanta condescendencia como pudo-. Ha sido divertido, pero es hora de que vuelvas con tus papás.

– Estás aterrorizado.

– Escucha, no estoy huyendo de nada, y no…

– Estás huyendo. Un hombre tan crecido como tú no debería huir de una niña como yo -dijo con ironía.

Santos apretó los dientes. Estaba furioso. Furioso con ella por insistir; y furioso consigo por no saber resistirse.

– Mira, sólo eres una niña de dieciséis años que busca problemas. De modo que si estas buscando a alguien mayor que tú para echar un polvo te equivocas conmigo. ¿Está suficientemente claro?

Santos supo que la había herido, pero también supo que tenía muchos más arrestos de los que pensaba. Mantuvo su mirada y declaró:

– Eres un cerdo. ¿Te sientes mejor ahora? ¿Te sientes mejor sabiendo que controlas la situación? Qué gran hombre.

Glory no le dio la oportunidad de reaccionar. Se dio la vuelta en redondo y se alejó hacia el coche. Santos dudó un momento, pero la siguió.

La llamó varias veces, pero Glory no se detuvo. Al final no tuvo más remedio que detenerla.

– Por favor, déjame en paz -dijo ella.

Santos notó que había estado llorando, y en aquel momento sintió algo cálido y extraño que creía olvidado. Se maldijo por haber sido tan grosero.

– Lo siento. No debí ser tan…

– ¿Tan canalla?

– Sí, entre otras cosas peores.

Santos la miró fijamente, pero Glory no apartó la mirada. Una vez más, sintió cierto respeto por ella.

– Me presionaste demasiado -continuó él-. No me dejaste más opción. No deberías jugar con personas como yo, Glory. Debiste marcharte de inmediato.

– Yo no huyo nunca. Quiero volver a verte.

– Eres valiente, lo admito, pero estos asuntos son cosa de dos. Y soy demasiado mayor para ti.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó con exagerada inocencia-. ¿Cuarenta?

– Muy astuta. Sólo diecinueve.

– Oh, qué mayor -se burló.

Santos rió. De inmediato, siguieron paseando.

– De acuerdo, no soy tan mayor. Pero sí lo suficiente, y tú no. Además, entre tú y yo hay diferencias que exceden lo temporal.

Pero deja que te haga una pregunta…

– Adelante.

– ¿Por qué quieres verme de nuevo?

– ¿Por qué? -preguntó a su vez, sorprendida-. Porque sí.

– Eso no es contestación.

Glory frunció el ceño, incómoda.

– Bueno… eres muy atractivo, y además besas muy bien.

– Vaya, me abrumas -rió, más encantado de lo que le habría gustado.

Caminaron hacia el coche. Al cabo de un rato, Santos volvió a hablar.

– ¿En qué colegio estudias?

– En la academia de la Inmaculada Concepción.

– Estás bromeando.

– ¿Todas las chicas de tu colegio son como tú?

– No. Me enorgullezco de ser la chica más salvaje de aquel lugar. Al menos, en mi curso. Y estoy segura de que la hermana Marguerite estaría de acuerdo conmigo.

– ¿Te refieres a la directora?

– Sí, y creo que me odia.

Cuando llegaron al coche, Glory preguntó:

– ¿Quieres conducir?

– Por qué no. ¿Adónde vamos? ¿Al hotel?

– Si no te viene mal…

– No.

Permanecieron en silencio durante casi todo el trayecto. Santos la miraba de vez en cuando, y cada vez que lo hacía se arrepentía por ello. Cuando tuvieron el hotel a la vista, Glory preguntó de nuevo:

– ¿Te volveré a ver?

– No.

– ¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?

Santos pensó que podía hacerlo. Y eso lo asustó aún más.

– Lo siento.

– Me lo temía -suspiró-. En fin, déjame aquí mismo. Santos sonrió y la miró.

– Ha sido divertido, Glory.

La joven parecía tan decepcionada que no pudo evitar una carcajada.

– Oh, venga, no me digas que soy el primero que se resiste a tus encantos.

– El primero que se resiste y que me interesara de veras.

– Si te sirve de consuelo, tú también besas muy bien.

– ¿De verdad?

– De verdad.

– Entonces, ¿por qué no me besas de nuevo?

Santos miró hacia el hotel. El portero y el aparcacoches se encontraban en la entrada.

– ¿Aquí? ¿Delante de tus guardaespaldas?

– ¿Por qué no? Así tendrán algo de lo que hablar.

– Desde luego, eres todo un caso.

Santos la besó con apasionamiento y ella gimió, sensual. Segundos después se apartó, sobresaltado. El breve contacto lo había emocionado aún más que el largo beso anterior. Aquella mujer era puro fuego, y si no andaba con cuidado se consumiría en él.

Acarició su nariz con el índice y dijo:

– Gracias por el paseo.

El joven salió del coche y se dirigió hacia la parada de autobús.

– ¡Santos!

Víctor se detuvo y la miró.

– Nos veremos -sonrió Glory.

El la observó durante unos segundos. Estaba preciosa en el coche, con su oscuro cabello cayendo sobre sus hombros.

Estuvo a punto de ceder al momento de debilidad, pero al final se despidió con la mano.

– Adiós, Glory.

Entonces se dio la vuelta y se alejó. Esperaba no volver a verla en toda su vida.

Capítulo 24

Pasó todo un día antes de que Glory se diera cuenta de que no sabía nada sobre Santos, salvo su nombre. Pero no le extrañó demasiado. Había estado tan ocupada soñando con sus besos que no había tenido tiempo para nada más.

Hasta entonces no había conocido a nadie como él. Los otros chicos a los que había conocido, y besado, parecían niños inmaduros en comparación con él.

Sin duda alguna, le había robado el corazón. Y si no podía verlo de nuevo, se moriría. Tendría que encontrar un modo.

Cuando se aproximó el autobús en el que Liz llegaba todas las mañanas se animó mucho. No había podido llamarla la noche anterior. Al llegar a casa descubrió que sus padres se encontraban de un humor extraño. Su madre le preguntó por el lugar donde había estado, y ella contestó que había estado estudiando en la biblioteca, con Liz; respuesta que pareció satisfacerla.

Incluso eso resultó extraño. No conseguía satisfacer nunca a su madre, y sin embargo lo había logrado la noche anterior, por suerte. Sabía que si la hubiera presionado de algún modo habría descubierto que sucedía algo.

Glory decidió que debía tratarse del destino. Estaban destinados a estar juntos.

Por si fueran pocas cosas extrañas, su madre insistió en que fueran a cenar al hotel, y no dejó de hablar durante la comida.

Glory había notado que el comportamiento de su padre no era menos insólito. Bebió mucho menos de lo que en él era habitual y no dejaba de mirar a su esposa con algo parecido al afecto.

No sabía qué ocurría entre sus padres. Se habían pasado toda una semana sin dirigirse la palabra. Algo que no debía sorprenderle demasiado, teniendo en cuenta que sus discusiones se habían incrementado con el paso de los años. No obstante, siempre había existido algo profundo entre ellos.

Pero la última semana había resultado muy diferente. Cuando los miraba, se decía que su matrimonio estaba definitivamente acabado. Y ella se alegraba. Liz le había dicho que a su edad podría elegir con qué padre quedarse.

Por desgracia para ella, la noche anterior había dado al traste con todos sus sueños. Sus padres parecían más felices que en mucho tiempo.

En parte se enfadó con su padre. No comprendía qué veía en la bruja de su madre, ni de qué manera lo ataba a ella. Pero también sintió cierto alivio; estaban tan ocupados el uno con el otro que ella pudo dejarse llevar por sus ensoñaciones con Santos.

El autobús se detuvo en la parada. Un segundo más tarde, bajaba Liz.

– Hola, Glory, ¿qué tal estás? Anoche no me llamaste.

– Tengo que hablar contigo a solas. Es importante.

– ¿De qué se trata? -preguntó en voz baja-. ¿De tus padres?

– No vas a creerlo, Liz. He conocido a un chico increíble. Creo que estoy enamorada.

Liz se detuvo y miró a su amiga con asombro.

– ¿Enamorada? -repitió en un susurro-. ¿Quién es? ¿Dónde lo has conocido? ¡Tienes que contármelo todo!

Glory lo hizo. Le dio todo tipo de detalles acerca del encuentro en el hotel, de sus besos, e incluso de su aspecto físico.

– Te aseguro que he besado a muchos chicos, pero éste es diferente. Es especial -sentenció.

– ¿Cómo puedes estar segura de que estás enamorada? No sabes nada sobre él.

– Lo sé, pero no había sentido nada parecido con anterioridad -confesó, mientras cruzaban la avenida Saint Charles-. Apenas pasamos una hora juntos, lo sé, pero había algo en él. algo que…

Glory no encontraba palabras para definir lo que sentía. Pero necesitaba la aprobación de Liz. Era su mejor amiga, y tenía en alta estima su opinión.

– Mientras estuve a su lado lo olvidé todo. Olvidé dónde estaba y quién era. Fue como si él fuera el centro del universo, como si de algún modo hubiera estado toda la vida esperándolo. Sé que suena como un ridículo cuento de hadas para niños, pero es cierto… Puede que me creas una tonta, pero estoy segura de que es él.

– ¿El? ¿A qué te refieres?

– Al hombre de mi vida. A1 hombre al que estoy destinada.

– ¿Como si fuerais almas gemelas, o algo así?

En aquel momento pasaron bajo el arco que daba entrada a la academia. Glory asintió y respiró profundamente.

– Habría hecho cualquier cosa por él.

– Suena tan romántico… Pero me asusta, Glory.

– A mí no -rió-. Me siento como si pudiera volar.

– Pues ten cuidado ahí arriba, porque la hermana Marguerite te está mirando ahora mismo.

Era cierto. La directora del colegio se encontraba en la entrada de la academia, con los ojos clavados en Glory. Pero a la joven no le importó. Siguió hablando en voz baja.

– Tengo que verlo de nuevo, Liz. Tengo que hacerlo.

Liz apretó los libros contra su pecho.

– ¿Cómo? ¿Cómo vas a encontrarlo?

– Supongo que podría preguntar en el hotel. Alguien debe saber qué hacía allí. Llevó algo al tercer piso, donde están los despachos de la dirección. Es posible que llevara algo a papá. Hablaré con su secretaria.

El timbre que llamaba a clase sonó en aquel momento. De inmediato una multitud de chicas corrió hacia la entrada del colegio. Glory intentó alejarse, pero Liz la detuvo.

– Ten cuidado, Glory. Santos no parece el tipo de chico que aprobaría tu madre. Si llega a enterarse…

Glory se estremeció.

– No lo sabrá. Tendré mucho cuidado.

– ¿Lo prometes? Tengo un mal presentimiento.

– Lo prometo -respondió, con una sonrisa forzada-. Te preocupas demasiado, Liz. Todo saldrá bien.

Tras tres días de continua decepción, Glory empezó a perder la esperanza de verlo de nuevo. Había preguntado a todo el mundo en el hotel sin ningún resultado. De hecho, la secretaria de su padre la miró como si estuviera loca.

Glory se apoyó en el armarito contiguo al que compartía con Liz y suspiró.

– Ya no se me ocurre nada, Liz. He hablado con todo el mundo.

– No te rindas. Lo encontrarás -dijo, mientras cerraba la puerta del armario-. Si es tu alma gemela tendréis que encontraros.

Las clases ya habían terminado, y las dos chicas se dirigieron hacia la salida.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Porque el destino no te daría una sola oportunidad. Sería demasiado cruel.

– ¿Eso crees?

– Claro.

Glory rió, más animada.

– ?Pero qué ocurriría si yo no soy su destino?

– No creo que funcione de ese modo -rió Liz a su vez. Salieron del edificio a la soleada y fría tarde. Glory parpadeó un segundo, deslumbrada por el sol. Y cuando se aclaró su visión vio a Santos. Estaba junto al arco de entrada, mirando de un lado a otro como si estuviera buscando a alguien. Entonces supo que había ido a buscarla.

Estuvo a punto de quedarse sin respiración.

– Es él, Liz, es Santos…

– ¿Dónde está?

– Allí, ¿no lo ves? A la derecha del arco de entrada. El chico de la camiseta negra y las gafas de sol.

– ¿Estás segura? No puedo ver su rostro.

– Es él. Lo reconocería en cualquier parte. Oh, Dios mío, ¿qué hago ahora? -preguntó, aferrada al brazo de su amiga-. Ni siquiera puedo respirar. Creo que voy a desmayarme.

– Tranquilízate. No querrás que nadie te oiga, ¿verdad? Si no te encuentras bien, no te acerques. Si tienes miedo…

– No es eso, es que… Si está aquí, es posible que sienta lo mismo que yo. Como dijiste, el destino me ha dado otra oportunidad.

– En tal caso, ve con él.

– Ven a conocerlo -rió de alegría-. Quiero que lo conozcas.

– No creo que sea buena idea. Los chicos me asustan, a diferencia de ti. No sé qué decir, y odio sentirme tan patosa y tan fea.

– No eres fea, eres…

– Venga, ve con él. No querrás que se vaya, ¿verdad?

– Gracias, Liz. Eres la mejor.

Glory sonrió a su amiga y corrió a encontrarse con su destino.

Pero fue demasiado tarde. Santos se había marchado.

Capítulo 25

Esta vez, Santos no se fijó en el hotel Saint Charles. No le impresionó su aspecto, ni la gente, ni se preguntó acerca de la relación que mantendría Lily con la señora Saint Germaine, ni sintió curiosidad por el contenido de un sobre.

Esta vez sólo podía pensar en una apasionada chica que había despertado algo distinto en su interior con sólo un beso y un reto.

Había intentado olvidarla. Se había repetido una y otra vez todo tipo de cosas razonables, y hasta había intentado salir con otras chicas. Pero no podía dejar de pensar en ella. Ocupaba sus pensamientos de forma constante.

Habían pasado tres semanas desde su encuentro, y estaba muy disgustado consigo mismo. Hiciera lo que hiciese, no podía olvidarla.

El peor momento había llegado cuatro días después de que la conociera. Había conducido hasta su academia con la esperanza de verla, empujado por un impulso tal vez infantil, como un niño enamorado. Al pensar en ello sintió vergüenza. Estuvo un buen rato en la puerta, buscándola con la mirada. Y las chicas que pasaban no dejaban de mirarlo abiertamente.

Pero había conseguido recobrar la cordura antes de que apareciera, antes de que pudiera verlo.

Subió las escaleras hasta el tercer piso. Entró en el despacho de la señora Saint Germaine, le dio el sobre de Lily, recibió uno a cambio y se marchó, sin intercambiar una sola palabra con ella.

La madre de Glory le desagradaba cada vez más. Era la mujer más fría y detestable que había conocido nunca. No entendía que pudiera tener una hija tan maravillosa.

Al igual que la primera vez, bajó por las escaleras. Y al llegar al vestíbulo no apartó la mirada de la salida. No quería verla. Pero a pesar de todo, no pudo evitar echar un vistazo a su alrededor. Algo que consideraba ridículo. Estaba obsesionado con una niña mimada que seguramente se había olvidado de él.

Cuando salió a la calle respiró aliviado. Había conseguido hacer la entrega sin encontrarse con Glory.

Sonrió al portero, aunque en realidad estaba decepcionado, y se dirigió hacia el coche. Lo había aparcado a unas manzanas de allí, en una calle secundaria. Y cuando llegó al vehículo encontró algo sorprendente.

Glory estaba apoyada en su automóvil, tomando el sol. Llevaba unos vaqueros, un jersey blanco y una chaqueta de cuero, negra.

Estaba increíblemente hermosa.

Su corazón empezó a latir más deprisa. Estaba tan asombrado que ni siquiera pudo hablar. Tomó aire y se dirigió hacia ella. No sabía cómo se las había arreglado para encontrarlo.

– Hola, Glory.

La joven sonrió, sin apartar la cara del sol.

– Hola, Santos.

– Es un lugar un tanto extraño para tomar el sol -declaró, mientras sacaba las llaves del vehículo.

Esta vez, Glory lo miró.

– ¿Tú crees?

– Mmmm. Y también es una extraña época del año. Estamos a finales de noviembre.

– Me dirigía al hotel cuando vi que aparcabas.

– Así que me seguiste.

– Podría decirse así. Quería verte otra vez.

Santos jugueteó con las llaves. Aquella chica lo intrigaba y lo excitaba a la vez. Deseaba cubrirla de besos allí mismo. Nunca había sido un hombre autodestructivo, y sospechaba que mantener una relación con ella no sería demasiado saludable para él.

– ¿Hoy no tienes clase? -preguntó, mirando su ropa.

– No, es fiesta.

– Mejor para ti. En fin, me ha alegrado verte, pero tengo que marcharme.

Glory se acercó a él y lo tomó del brazo.

– He estado pensando en ti. En nosotros.

– ¿En nosotros? -preguntó con incredulidad-. No sabía que hubiera un «nosotros». Recuerdo que nos besamos un par de veces y que dimos un paseo. Pero no significa que mantengamos ninguna relación. Lo siento, pequeña.

– Podríamos mantenerla.

Glory era tan obstinada como bella. Santos se sentía halagado e incluso impresionado por su carácter. Pero no estaba dispuesto a ceder.

Apartó su mano y dijo:

– Sé muy bien lo que estás haciendo, Glory Saint Germaine, y no quiero jugar.

– ¿Qué quieres decir?

Santos pensó en su madre, en su forma de mirarlo, e imaginó cuál sería su reacción si mantenía una relación con su hija. En realidad, no le extrañaba en absoluto el comportamiento de Glory.

– Estás rebelándote contra tus padres. Contra las limitaciones de tu privilegiada vida. Quieres demostrar algo, a ellos o a ti misma. Quieres vivir una aventura, y qué mejor aventura que encontrar a un simple barriobajero como yo.

– Eso no es cierto.

– Mira, ya me conozco el cuento, pequeña. He conocido a muchas chicas como tú. A muchas.

– Te equivocas. Entre nosotros hay algo. Lo siento, y sé que tú también lo sientes. Además, no soy como las otras chicas que has conocido.

– Lo eres, cariño, y lo siento.

Santos quiso apartarse, pero ella lo impidió.

– Eres tú el que está jugando, no yo. ¿Por qué lo haces? ¿A qué viene tanto disimulo?

– Yo no…

– Te vi -lo interrumpió-. Te vi en el colegio. En mí colegio. Si no hay nada entre nosotros, ¿qué estabas haciendo allí?

Santos entrecerró los ojos, furioso con ella y consigo. Se había buscado un buen problema, y por si fuera poco la deseaba a pesar de todo.

– Puede que estuviera esperando a otra chica como tú.

Durante un momento tuvo la impresión de que Glory se había creído la respuesta. Pero no fue así.

– No es cierto. Estabas esperándome. Y saliste corriendo.

– ¿Que yo salí corriendo? -preguntó, arqueando las cejas-. Tú estás soñando. Comprendí que había cometido un error al ir y me marché.

– No fue un error -apretó los dedos sobre su brazo-. Creo que lo nuestro podría ser muy bonito.

– ¿Tú crees? -rió sin humor-. Eres demasiado joven, y yo tengo demasiada experiencia. No ha cambiado nada desde el otro día.

Sin embargo, Santos tuvo que aceptar que no parecía tan joven, al menos cuando la miraba a los ojos. Cuando lo hacía, veía a alguien que había conocido el sufrimiento. Se veía a sí mismo, por extraño que fuera.

Tan extraño como que se sintiera tan bien en su presencia.

Se apartó de la joven inquieto por sus pensamientos y por el hecho de que, en cierto modo, estaba realmente asustado. Por mucho que lo negara imaginaba e incluso deseaba una relación con ella. Y si permitía que tal cosa sucediera, también permitiría que le hicieran daño.

– ¿Quieres que te diga la verdad, Glory? No creo que saliera bien. Lo de la edad sólo es un problema añadido -gruñó, frustrado-. No soy tu tipo.

– Mi tipo -repitió ella-. Te refieres a que no eres un niño rico y mimado.

– En efecto. Rico y mimado. No sabes nada de la vida. No sabes lo que significa el sufrimiento. Siempre has vivido entre algodones y no te preocupa jugar con los sentimientos de los demás porque no te importa nada salvo tú misma.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, herida-. ¿Cómo sabes lo que yo siento, o lo que pienso? No sabes nada sobre mí.

– Mírate en un espejo. Vas a ese colegio para ricos. Estoy seguro de que el dinero que te dan tus padres es más de lo que gana cualquier persona decente en todo un año. Y apuesto que vives en Garden District, en una mansión que estará incluida en el patrimonio histórico de Nueva Orleans. Seguro que tu familia tiene dos o tres criados y un Rolls Royce. Y tu madre nadará entre joyas y abrigos de pieles.

Esta vez, Glory no supo qué decir. Tenía razón. Se dio la vuelta, pero Santos la obligó a mirarlo.

– Para ti es algo normal. El otro día dijiste, con total naturalidad, que algún día el hotel Saint Charles sería tuyo. Y no tienes ni idea de lo que eso significa. No eres consciente de tu suerte. En definitiva, princesa, tú y yo no tenemos nada en común.

Glory estaba a punto de llorar, pero no lo hizo. Santos casi deseó que lo hiciera, porque en cierta forma habría significado que encajaba en la descripción que había hecho de ella.

– Es cierto -declaró ella, al fin-. Pero no deberías juzgar a la gente por lo que tiene o por lo que no tiene. No puedo estar más lejos de la persona que describes. No me importa la riqueza, no me importa nada de lo que mi familia posee. No significa nada para mí. No tienen nada que ver conmigo.

Santos tomó su mano, aún más irritado que antes. Sabía que tenía razón, pero Glory se estaba ganando un lugar en su corazón y de un modo racional deseaba estar equivocado. Si conseguía que comprendiera, lo dejaría en paz.

Tenía que comprenderlo.

Abrió la puerta del coche y dijo:

– Tengo que enseñarte algo. Sube.

– ¿Que quieres enseñarme?

– Lo sabrás enseguida.

– No iré contigo a menos que digas adónde.

– Ya veo que no eres tan confiada como dices. ¿Es que quieres volver corriendo con tu madre? ¿Lo ves? Deberías tener cuidado conmigo. Corre, huye a tu casita. Vete antes de hagas algo realmente estúpido.

Sin más palabras, Santos subió al vehículo y arrancó con la intención de marcharse. Pero Glory abrió la puerta, subió y dijo:

– Muy bien, enséñamelo.

Víctor no dijo nada hasta pasado un buen rato, cuando estaban llegando al barrio francés.

– Pasé los primeros siete años de mi vida en una caravana que apestaba a sudor y a alcohol. Mi padre era un borracho que pegaba a mi madre, y a mí. Siempre deseaba que bebiera aún más, porque de esa forma estaba tan ebrio que casi no tenía fuerza. No podía hacer nada salvo romperme la nariz y ponerme morado un ojo. Era todo un hombre.

Santos se detuvo un instante antes de continuar.

– No tenía amigos porque sólo era un chico de la calle. Y la gente de Texas no es muy amable con los hispanos, sobre todo si tienen ascendente indio. Mi padre era un perfecto blanco, anglosajón y protestante lleno de prejuicios raciales que no dejaba de insultarnos a mi madre y a mí. Mi propio padre, ¿no te parece divertido?

– No, desde luego que no.

– Alguien nos hizo un favor matándolo -se encogió de hombros-. Estoy seguro de que el individuo que le rebanó el cuello no era consciente de lo aliviados que estarían sus seres queridos.

El vehículo avanzaba por Canal Street. Acto seguido, se dirigió hacia el barrio francés y empezó a callejear para acercarse lo más posible a Bourbon Street. En cuanto vio un sitio libre, aparcó.

Santos abrió la puerta y Glory lo siguió. Había elegido de forma premeditada la parte más peligrosa y pobre del barrio, la zona más alejada de Garden District, en todos los aspectos.

– Bonito sitio, ¿verdad? -la tomó de la mano.

Empezaron a andar. Santos caminaba con tanta rapidez que Glory tenía serios problemas para seguirlo.

– Nuestra saga familiar continúa aquí, en el corazón del barrio francés. Cuando mataron a mi padre nos vinimos a vivir a esta zona. Mi madre tenía un primo que vivía cerca, un primo que no dejaba de repetir lo fácil que era encontrar trabajo en la ciudad. Pero su primo desapareció en cuanto llegamos, y la realidad resultó algo distinta -declaró, en el preciso momento en que llegaban a Bourbon Street-. Aquí estamos. La calle que nunca duerme. La calle donde se encuentra el Club 69.

Se detuvieron delante del local. El portero se dedicaba a empujar de vez en cuando la puerta, que se abría y cerraba dejando ver a los dos jóvenes, y a cualquiera que pasara por la calle, el espectáculo que se desarrollaba en el interior. Una mujer bailaba, casi desnuda, para un auditorio de hombres borrachos.

Santos había evitado aquella zona, intentando olvidar. Pero el olvido era algo que le estaba negado.

– Aquí trabajaba mi madre. Eso era lo que hacía para alimentarnos a los dos.

– No sigas, Santos. Por favor, no es necesario. Yo…

– Claro que es necesario -espetó.

La obligó a mirar hacia la puerta. El portero la devoró con la mirada, y Santos notó el estremecimiento de la joven.

– ¿Puedes imaginarlo, Glory? Ni siquiera son las dos de la tarde y ya está lleno de gente. Pero mi madre trabajaba por las noches, porque las propinas eran mejores.

Santos apoyó la cabeza en el oscuro cabello de su acompañante. Respiró profundamente y notó el dulce aroma del champú que usaba Glory, un aroma bien distinto al de las calles de la zona.

– ¿Puedes olerlo, Glory? Así olía mi madre cuando regresaba del trabajo. Olía a hombres sucios. Recuerdo que amaba los domingos porque entonces olía a flores.

Glory gimió, en parte por asco y en parte por lástima. Santos lo notó y se irritó aún más. Imaginó lo que habría pensado de su madre de haberla conocido.

– Vamos.

La obligó a darse la vuelta y la llevó, de nuevo, hacia el coche.

– Suéltame -protestó ella-. Me haces daño.

Santos la soltó.

– ¿Quieres que continuemos, princesa? ¿O prefieres regresar a la zona «guapa» de la ciudad?

– ¿Por qué haces todo esto?

– Para que comprendas.

Subieron al coche y Santos la llevó a otra zona del barrio. Con el corazón en un puño, torció en Ursuline Street. Otro lugar y otra calle que había evitado durante mucho tiempo.

Sin quererlo empezó a sudar. Lo asaltó tal horror que durante un instante no pudo respirar.

– ¿Santos? ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.

Santos no respondió. No podía.

Al final llegaron al edificio que buscaba. Aparcó el vehículo en una calle estrecha y salieron al exterior. Santos miró la fachada y recordó lo sucedido aquella noche. Recordó la multitud, la ambulancia, los coches patrulla, las luces rojas y azules.

Cerró los ojos y pudo sentir la humedad del aire, el pánico, el olor a sudor y a su propio miedo, combinados en una especie de pesadilla surrealista. Por desgracia, no había sido una pesadilla.

Miró a Glory, aunque en realidad no la veía. Estaba reviviendo los sucesos de aquella trágica noche. Con tal intensidad que vio a los enfermeros bajando la camilla con el cuerpo de su madre.

– Dios mío -dijo ella-. ¿Vivíais aquí?

– Sí. Vivíamos aquí.

Caminaron hacia la entrada. Santos apenas podía respirar.

– Aquí fue donde murió, asesinada. La mató un loco, o eso dijo la policía. Fueron dieciséis puñaladas. Aquí fue donde la vi aquella noche, cuando llegué por la noche y vi… su rostro.

Recordaba muy bien el cuerpo de su madre. Estaba muy pálida, y cubierta de sangre. Santos tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a llorar.

– Era tan bonita, y su muerte fue tan horrible… No merecía morir de aquella manera. No es justo -la miró, emocionado-. Voy a encontrar al canalla que lo hizo. Voy a encontrarlo y haré que pague por sus crímenes.

Glory tomó su mano y la llevó a su boca, para besarla. Las lágrimas de la joven humedecieron sus dedos.

En aquel momento escucharon un claxon y una exclamación malsonante. Santos había aparcado el coche en mitad de la estrecha calle y estaba bloqueando el camino. Pero hizo caso omiso de las protestas.

– ¿Ves lo mucho que tenemos en común, princesa? -ironizó-. ¿Lo comprendes ahora?

Sin embargo, Glory no reaccionó como esperaba. En lugar de mirarlo con horror o lástima, lo abrazó con fuerza.

– Lo siento -declaró con suavidad, entre lágrimas-. Lo siento tanto…

Santos permaneció firme como una roca durante unos segundos. Quería alejarse de ella, negar lo que sentía. Pero al cabo cerró los brazos a su alrededor y hundió la cara en su cabello.

– La quería mucho -dijo.

– Lo sé.

Así permanecieron un buen rato, abrazados, entre el sonido de las bocinas.

Capítulo 26

El paseo por el barrio francés cambió completamente la relación entre los dos jóvenes. Habían dejado de ser unos desconocidos. Ahora los unían frágiles pero poderosos lazos.

Glory lo aceptó con facilidad, pero Santos no. No dejaba de repetirse que lo que sentía era irracional y peligroso, que no tenía nada en común con ella. Pero era algo real, y mucho más hermoso que ninguna otra cosa que hubiera conocido.

Al principio se contentaban con verse dos o tres veces a la semana, y nunca más de una o dos horas. Se veían en el colegio, en la biblioteca o en el mercado e iban a comer juntos, contentándose con unos simples besos y abrazos.

Cuanto más tiempo pasaban juntos, cuanto más se tocaban, más difícil resultaba la separación. Y Glory empezó a arriesgarse. Sabía que más tarde o más temprano su madre lo sabría, y también sabía que si llegaba a descubrirlo encontraría una forma de separarlos.

Pero la idea de no estar con él las veinticuatro horas del día le parecía inconcebible. Era como si no pudiera vivir sin él.

De manera que llamó a Liz para que le sirviera de coartada durante sus citas con Santos.

Tal y como había hecho aquella noche.

Santos la había recogido en el cine donde se suponía que iba a estar con su amiga, para llevarla después a la remota zona de Lafreniere Park. Una vez allí, apagaron las luces y Santos la cubrió de besos. El deseo era recíproco.

Glory empezó a acariciarlo, le sacó la camisa de los pantalones y ascendió hacia su pecho. Tocar su piel era como tocar el cielo.

– Te he echado tanto de menos -susurró ella.

– Yo también a ti.

Se besaron un buen rato, borrachos de deseo. Glory empezó a desabrochar su camisa y él hizo lo propio.

– Eres tan bonita -murmuró Santos.

Acarició sus senos, sólo cubiertos por el sostén de algodón, y se abrazaron. Nunca llegaban más lejos. Pero aquel día Glory estaba decidida a hacerlo.

– No sabes lo que dices.

– Claro que lo sé -dijo ella, mientras se quitaba el sujetador. Durante un instante Santos no pudo hacer nada salvo mirarla.

– Glory, cariño, no creo que sea buena idea.

– Por supuesto que lo es -susurró, llevando las manos de Santos a sus senos-. Tócame, Santos.

Santos lo hizo y ella se arqueó entre sus brazos, estremecida. Cuando sintió el calor de su boca dejó escapar un gemido.

No había imaginado que el contacto de su piel pudiera ser tan perfecto y maravilloso. Por fin comprendía el poder que Hope tenía sobre su padre, el poder que Eva había tenido sobre Adán, el poder de algo que podía ser maravilloso o terrible. Con Santos resultaba liberador, como ir montada en las alas de un ángel.

Santos era su destino. Si había tenido alguna duda, en algún momento, ahora estaba completamente segura.

Se tumbó sobre él y sintió su sexo, exquisitamente duro.

En el interior del coche hacía frío, pero Santos estaba sudando.

– No te detengas -dijo ella-. No quiero que te detengas.

– Tenemos que hacerlo.

– ¿Por qué? Te amo. No volveremos a vernos hasta dentro de tres largas semanas. Y te deseo tanto…

El recuerdo de las fiestas y cenas a las que debía asistir, obligada por su familia, la irritó durante un instante.

– Yo también.

– Entonces, no te detengas. Por favor.

– Estás jugando con fuego -declaró, lleno de deseo.

– Y me gusta.

– Glory, será mejor que…

– ¿Qué? ¿Qué ibas a decir?

Glory sonrió y se las arregló para empezar a acariciar su pubis.

Santos se movió tan deprisa que no se dio cuenta. De repente se vio sentada en su regazo, con las piernas a cada lado de su cintura. Le quitó la falda y la dejó desnuda, sin más prenda que sus braguitas blancas.

– Mi princesa -murmuró-. ¿Qué haría yo sin ti?

Glory gimió al sentir el contacto de su mano entre las piernas, y Santos la apartó.

– No, no, tócame -dijo ella, una vez recobrada de la sorpresa.

No la habían tocado nunca de aquel modo, y ahora se alegraba de que Santos fuera el primero. Se arqueó y se frotó contra él, dominada por un deseo que ni siquiera comprendía. Santos le quitó las braguitas y empezó a acariciarla.

– No te detengas… No te detengas… -repitió entre gemidos.

Entonces la penetró con los dedos y empezó a moverlos, lentamente al principio, luego con más rapidez. Era una sensación maravillosa para Glory. Una sensación que desafiaba cualquier descripción exacta. Era dura pero agradable, agresiva pero familiar. Como si se hubieran fundido el uno en el otro.

Su respiración se aceleró. Se sentía asustada y fuera de control al tiempo, pero no tenía miedo y sabía muy bien lo que estaba haciendo.

Las acometidas se hicieron más rápidas, y en determinado momento sintió que todas las estrellas estallaban en su interior. Glory gritó su nombre y se derrumbó sobre él, besándolo una y otra vez. Estaba sudando, y su corazón latía tan deprisa como si hubiera estado corriendo varios kilómetros. Se sentía gloriosamente viva.

Los segundos se hicieron minutos, pero poco a poco volvió a la normalidad. Sólo entonces notó que Santos estaba temblando.

– Oh, Santos, lo siento…

De repente comprendió lo que había sucedido. Santos limpió sus lágrimas. Unas lágrimas que Glory ni siquiera había notado.

– ¿Por qué? ¿Por hacerme el hombre más feliz del mundo?

– ¿Cómo es posible que seas feliz? -preguntó, ruborizada-. No te has…

– Me has hecho feliz entregándote a mí. ¿Te parece poco?

– Te lo daría todo, Santos, todo.

– No, no estaría bien.

– ¿Por qué?

– Por esto -miró a su alrededor-. Por dónde estamos. Porque tenemos que escondernos. Es como si todo fuera una especie de gran mentira.

– No es así. Te amo. ¿Cómo podría ser una mentira?

– Dímelo tú.

– Te amo más que a nada en el mundo. ¿Es que crees que estoy mintiendo?

Santos la miró unos segundos, sin decir nada.

– Di que me crees -continuó ella-. Di que crees que te amo.

– No puedo. Lo siento, pero no puedo.

Glory se apartó de él. No podía creer lo que estaba escuchando. No creía en ella.

Rápidamente, recobró las braguitas y la falda y se las puso. De repente se sentía muy vulnerable. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras intentaba cerrar el sujetador.

– No quería hacerte daño, Glory.

– Claro. Sólo estabas diciendo la verdad, intentando ser sincero. A fin de cuentas aún piensas que soy… Bah, olvídalo.

– Tal vez no quiera olvidarlo. Al menos, es cierto que soy sincero.

– Eres un canalla. No has sido sincero. Aún crees que estoy jugando contigo, que sólo soy una niña mimada despreocupada por todo salvo por sí misma.

– Dame una razón para que cambie de opinión.

Glory se apartó, pero Santos la tomó de la mano.

– Crece un poco, Glory. Yo ya no soy un niño.

– Ni sabes tanto como crees.

– Entonces, ábreme los ojos.

La joven lo miró con intensidad. Deseaba que se disculpara, pero sobre todo deseaba que la amara tanto como ella lo amaba a él.

– Si me amas tanto como dices, deberías decírselo a tus padres.

– Sabes muy bien que no puedo. Te conté lo de mi madre. Te dije… Pídeme cualquier otra cosa y lo haré.

– Cualquier otra cosa menos eso -puntualizó-. Por desgracia es lo único que deseo. Así que, ¿qué piensas hacer?

– Ella nos destruirá. Encontrará un modo de hacerlo.

– ¿Y crees que esto no nos destruirá?

Glory empezó a llorar. Santos la atrajo hacia sí y la abrazó. La joven se dejó llevar, deseando que los diez últimos minutos no hubieran existido.

– No me gusta que tengamos que vernos de esta forma -declaró él, con suavidad-. No me agrada esconderme, no me gusta mentir, y no me gusta lo que significa.

– No significa nada, Santos.

– Significa que crees que no soy lo suficientemente bueno para ti.

– Eso no es cierto. ¿Es que no lo comprendes? ¡Es por mi madre! Y por mi padre. Ellos son los que..

– Los que pensarían que no soy suficientemente bueno.

Glory sintió su irritación, y la abierta acusación que se volvía hacia ella. Como si tuviera la culpa de las creencias de sus padres.

– Si mi tono de piel fuera rosado sería bueno para ellos. Si fuera rico, si tuviera una carrera o si viviera en un barrio aristocrático sería bueno para ellos. Entonces me aplaudirían.

– Mi padre no es así. Es dulce y comprensivo. Pero hace todo lo que ella le dice.

– Estoy cansado de mentir. Lo que estamos haciendo no está bien, no de esta forma. Nos queremos, y no deberíamos avergonzarnos por ello. No deberíamos ocultarnos.

– No me hagas esto, Santos. Dame un poco de tiempo.

– Quiero que conozcas a Lily. Mañana.

Santos le había hablado sobre ella. Lo había hecho para asustarla con su pasado. Pero Glory no se había asustado por eso. No podía hacerlo. Lily lo quería tanto como ella, aunque de una forma muy distinta. No obstante, la perspectiva de conocerla la intimidaba de un modo extraño.

– Si llegó a conocerla será… Sé que no lo comprenderás, pero tengo el presentimiento de que cuando alguien sepa lo nuestro todo se acabará. Encontrarán un medio para separarnos.

– ¡Eso es una tontería! -exclamó, irritado.

Se apartó de ella y pasó al asiento delantero del coche. Ella lo siguió, estremecida.

– No pienso seguir como hasta ahora -continuó él-. Si me amas, hablarás con tus padres.

– No me avergüenzo de ti. Tienes que creerme. Me gustaría decirle a todo el mundo que te amo. Me gustaría que todo el mundo supiera que eres mío.

– Entonces, demuéstralo.

Santos la miró de tal forma que Glory supo que lo estaba perdiendo. Su madre estaba ganando la partida sin saberlo, y no podía permitir que sucediera.

– Muy bien, hablaré con mi padre. Pero necesito decirte algo. Algo sobre mi madre. Necesito que comprendas por qué la temo tanto. ¿Me escucharás?

Santos asintió y ella empezó a hablar. Le contó lo sucedido en el despacho con Danny, le contó todo lo relativo a sus palizas, a sus terribles castigos, a su extraña actitud. Mientras lo hacía podía sentir los azotes, ver su rostro horrible, escuchar sus amenazadoras palabras. Hasta veía su propia sangre flotando en el agua de una bañera. No había podido olvidarlo, y tal vez no podría en toda su vida.

Empezó a temblar sin poder evitarlo. Sólo entonces comprendió que estaba llorando, sollozando desconsoladamente como una niña. Santos la abrazó y la llevó al asiento de atrás. Durante un buen rato no hizo nada salvo mecerla con suavidad, susurrando palabras de ánimo.

Glory lloró hasta que no tuvo más lágrimas que derramar, hasta que el horror de aquel día en la bañera se convirtió en un poso amargo y profundo en su ser, hundido en un agujero sin luz ni calidez alguna.

– No se lo había contado a nadie -susurró ella al fin, exhausta-. Ni siquiera a Liz. Ojalá que pudiera olvidarlo.

– Lo siento, cariño. Siento que lo hayas recordado por mi culpa.

– No lo sientas -declaró, mirándolo-. Me alegro de habértelo dicho. Quería que lo supieras.

Glory apoyó la mejilla en su pecho, mucho más tranquila al escuchar los latidos de su corazón.

– Ella me roba todo lo que amo, destruye todo lo que me hace feliz. Siempre ha sido así, y cuando sepa lo nuestro nos destruirá.

– No lo permitiré -murmuró-. Te prometo que no se interpondrá entre nosotros. Ocurra lo que ocurra.

A pesar de sus palabras, Glory se dijo que no conseguiría detenerla. Pero no dijo nada. En cualquier caso, lo descubriría pronto. De momento prefería contentarse con vivir el presente; prefería actuar como si el futuro no existiera.

Entonces, lo besó.

Capítulo 27

La oscuridad la llamaba, claramente. No podía oír nada, salvo sus gritos. Hope colgó el teléfono y se tapó las orejas con las manos. No estaba dispuesta a escuchar su llamada. No podía sucumbir.

Cayó de rodillas y apretó el rostro entre las piernas. Había hecho un trato con la oscuridad y ahora tenía que pagarlo. Tenía que pagarlo definitivamente.

No dejaba de rezar. Rezaba todo lo que sabía, en una mezcla inconexa, obsesionada con alejar lo que ella consideraba el mal.

– No -murmuró.

Apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas. Debía luchar contra la llamada del maligno. Y poco a poco fue consiguiendo que su voz se diluyera, que el rumor del caos se convirtiera en un simple murmullo.

Hasta que al final, sólo hubo silencio.

Permaneció de rodillas varios minutos, cansada por el esfuerzo de la batalla. Su corazón empezó a latir más despacio y la dominó una profunda sensación de triunfo. Creía haber vencido a la bestia de nuevo, cuando apenas había logrado detener un evidente síntoma de esquizofrenia.

Se levantó a duras penas. Caminó hacia la cómoda y se sentó frente al espejo. Buscó en su reflejo un signo de la oscuridad, pero no vio nada. Sonrió, se quitó las horquillas del pelo y empezó a cepillarlo. Doscientas veces, tal y como hacía de pequeña.

Entonces recordó lo sucedido antes de la llamada de la oscuridad. Su madre había llamado porque tenía problemas para conseguir el resto del dinero, y quería saber si necesitaba medio millón de dólares o si podía arreglárselas con algo menos. Al parecer, su contable le había aconsejado que no vendiera todas sus propiedades.

Hope entrecerró los ojos. En su locura creía haber pasado toda la vida pagando unos supuestos pecados de su madre. Y en su locura encontraba indignante que ahora dudara en hacerle un favor. No podía creer que fuera tan estúpida como para pensar que se habría rebajado a pedirle dinero de no haber sido porque no tenía más remedio.

No, necesitaba la suma completa. Y así se lo había expresado, con un falso tono de desesperación que a ella misma la asqueaba.

Pensó en su marido y en la historia que le había contado. Philip estaba convencido de que el dinero se lo había prestado un primo suyo. Agradecido con la posibilidad de salvar al hotel, no había hecho preguntas. Aunque sentía curiosidad. Hope lo notaba en sus ojos.

Sonrió a su reflejo. Philip era un completo idiota.

Mientras se miraba en el espejo vio que Glory se dirigía a su dormitorio caminando de puntillas.

– Glory Alexandra, ¿eres tú?

Hope sonrió al oír cómo suspiraba. Su hija andaba en algo raro, aunque no supiera en qué. Pero lo descubriría. Resultaba tan fácil de manipular como su marido.

– Sí, madre.

– Ven aquí, por favor.

Glory se quedó en el umbral, sin entrar, con los brazos cruzados.

– ¿Qué quieres?

– ¿Qué tal estuvo La máscara? -preguntó, para confusión de la joven-.. Me refiero a la película.

– Oh. bien. A Liz le gustó más que a mí.

– ¿De verdad? -arqueó una ceja-. ¿Y eso?

– No sé, pero le gustó más. ¿Dónde está papá?

– En el hotel -contestó-. Ocupado en una de sus pequeñas emergencias.

– ¡Mamá! ¡Tienes sangre en la muñeca!

Hope bajó la mirada y vio que del cepillo resbalaba un hilo de sangre, hacia su muñeca. Su bata blanca se había manchado. Aquello la confundió momentáneamente.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó la chica.

– No es nada -murmuró-. Sólo un pequeño corte.

Hope tomó un pañuelo y se limpió.

– No habrás olvidado los eventos sociales de la próxima semana, ¿verdad? -preguntó, mirándola a los ojos-. Empezando con el banquete de los Krewe.

– No, madre, no lo he olvidado.

– Me temo que no podrás ver a cierta persona durante varias semanas.

Glory palideció.

– ¿A quién te refieres?

– A Liz, por supuesto. ¿A quién si no?

– No, a nadie. Pero tu manera de decirlo parece un tanto extraña.

Hope la observó con intensidad durante unos segundos, antes de decir:

– Glory, si llego a saber que has estado mintiéndome te castigaré. Pero si descubro que has pecado contra Dios, te aseguro que lo pagarás con creces.

– No estoy haciendo nada malo, madre.

– Podría enviarte lejos de aquí, a donde no pudieras verte rodeada por tentaciones constantes, a lugares donde saben cómo controlar a chicas difíciles.

– ¿Me enviarías lejos de aquí? -preguntó, asustada.

– No me gustaría tener que hacerlo. Sé que echarías de menos a tus amigas, y tu casa. Pero lo haré en su caso. ¿Entendido?

– Sí.

– Muy bien -sonrió-. Pareces cansada. Mañana tenemos que ir a misa, muy temprano. Vete a la cama.

– Dale las buenas noches a papá, de mi parte. Y dile que tengo que… Olvídalo.

Hope apartó la mirada de su hija y volvió a mirarse al espejo.

– Cierra la puerta cuando salgas.

Cuando se marchó, Hope. fue a dejar el cepillo sobre la cómoda y tiró varios frasquitos de perfume. Después, abrió las manos y vio que sus palmas estaban llenas de sangre.

Pensó que eran la sangre de un sacrificio, como la sangre de Cristo en la cruz. Pensó que la oscuridad estaba decidida a conseguir su cordero.

Se llevó las manos a la cara. El olor de la sangre se mezcló con el olor del perfume. Casi de inmediato sintió una punzada en el estómago y tuvo que salir corriendo al cuarto de baño para vomitar.

Capítulo 28

Liz cada vez estaba más inquieta. Miró su reloj y frunció el ceño. Glory había quedado en encontrarse con ella a las nueve y cuarto en el servicio del hotel Fairmont. Pero ya habían pasado diez minutos y no llegaba.

Empezó a caminar de un lado a otro, nerviosa. Había cometido un error al prestarse a aquel juego. Era una locura. Pretender pasarse por Glory ante cuatrocientas personas era una auténtica locura.

Caminó hacia uno de los espejos y se miró. Estaba pálida. Al principio, cuando su amiga le propuso la absurda treta, le pareció divertida. No se había parado a pensar que pudiera ser tan peligrosa. Las dos chicas eran más o menos de la misma altura y poseían más o menos la misma figura. Hasta usaban el mismo número de zapatos. Todo estaría lleno de gente, y mal iluminado. Su madre no se preocupaba nunca por ella, y su padre se pasaba las fiestas en el bar. Si no hacía nada que llamara la atención, el plan funcionaría sin problemas.

En su momento lo había encontrado muy gracioso. Siempre había soñado con ir a un baile de máscaras como los que salían en las novelas. Además, sentía curiosidad por saber cómo vivían los ricos. Se había engañado a sí misma pensando que era la Cenicienta y que encontraría al príncipe azul.

Caminó hacia la puerta del cuarto de baño, la abrió y miró a ambos lados del pasillo; pero Glory no aparecía por ninguna parte. Volvió a cerrar, suspiró y pasó a la salita donde las damas se empolvaban la nariz.

No le sorprendía que Glory llegara tarde. Lo hacía muy a menudo desde que se prestaba a servirle de coartada para poder ver a Santos. Era su mejor amiga y habría hecho cualquier cosa por ella, pero empezaba a estar cansada y a sentir cierto resentimiento.

Antes de que conociera a Santos siempre iban juntas a todas partes. Iban al cine, o a la biblioteca, o a dar un paseo por Audubon Park. Pero ya no se veían nunca. Algo a todas luces normal cuando la mejor amiga de una persona se enamoraba.

Tenía miedo de que las descubrieran al final, y la despreocupación de Glory sólo servía para incrementar su pánico. No había imaginado que pudiera ser tan descuidada con su madre. Más tarde o más temprano, aquella bruja notaría el cambio que se había producido en su hija.

Si no lo había hecho ya.

Al pensarlo, se estremeció. Hope Saint Germaine la asustaba, aunque siempre había sido cordial con ella.

Liz no era tan tonta como para creer que su supuesta simpatía fuera sincera. Sólo había decidido que su amistad con Glory era conveniente para su hija y actuaba en consecuencia. Pero su opinión podía cambiar, y entonces intentaría destruir su relación. Hope Saint Germaine era una mujer muy poderosa y fría. Cuando pensaba en la posibilidad de que utilizara todo aquel poder en su contra, se estremecía.

Por otra parte, era consciente de que su posición en el colegio resultaba muy vulnerable. Como alumna becada en una institución para niñas ricas debía mantener un comportamiento intachable en todo momento si no quería arriesgarse a que la echaran.

En aquel momento entró una madre con sus dos hijos, con aspecto de estar cansados. Liz los miró sin dejar de pensar en todo aquel asunto. Glory había insistido en que nadie los descubriría. Había repetido hasta la saciedad que en el caso de que se equivocara a ella no le sucedería nada malo. Y poco tiempo atrás, le había confesado que pensaba hablar con su padre acerca de la relación que mantenía con el joven. Sabía que su amiga estaba asustada, pero no lo suficiente como para no arriesgarse.

Empero, comprendía muy bien sus sentimientos. Más de lo que Glory imaginaba. Había pasado buenos ratos con la joven pareja, y pensaba que Santos era el chico más interesante que había conocido en toda su vida. Era inteligente, divertido, y atractivo en extremo. La hacía reír, pensar, y conseguía que se sintiera más bella. Y por si fuera poco no consideraba detestables a las chicas inteligentes. Bien al contrario, la admiraba por su inteligencia. Se llevaban muy bien, y se comprendían. En cierto modo, Glory nunca llegaría a comprenderlo como ella. Liz y Santos procedían de la misma clase social, y ambos se habían visto obligados a luchar duro por conseguir lo que tenían.

En realidad, estaba enamorada de él.

Se mordió el labio. No le agradaba sentirse de aquel modo. Se despreciaba a sí misma por desear que Glory y Santos se separaran. Era algo desleal, deshonesto. Pero de todas formas, su amistad hacia Glory era mucho más importante para ella que sus sentimientos. No la traicionaría nunca. Nunca.

En cualquier caso, estaba convencida de que Santos no se fijaría nunca en ella. Estaba lejos de su alcance. Era demasiado atractivo e interesante.

Frunció el ceño y pensó en el futuro, en su futuro. Algún día llegaría a ser una mujer rica y respetada. Encontraría una cura contra el cáncer o inventaría algo que cambiara el mundo. Entonces carecería de importancia que no fuera particularmente bella.

Aquel colegio sólo era el principio. Cuando terminara los estudios en la academia podría obtener una beca en la institución que deseara. Tendría todo lo que siempre había soñado.

La madre y los niños que habían entrado salieron del servicio. Liz sonrió a modo de saludo. Segundos después de que se marcharan, apareció Glory.

Al verla, contuvo la respiración. Llevaba un precioso vestido. No sólo parecía una princesa. Parecía la princesa que Liz habría querido ser.

– Llegas tarde.

– Estaba esperando el momento adecuado para marcharme.

– Y tú madre?

– Está jugando a las cartas con unas amigas. Ni siquiera me ha mirado en toda la noche -respiró profundamente-. Esto va a ser muy divertido. Toda una aventura.

– Estoy muy asustada…

Glory rió. Las dos jóvenes entraron en uno de los servicios y se cambiaron la ropa. Glory había solucionado el problema de sus distintos cabellos por el sencillo procedimiento de hacerse un moño, de manera que tuvo que hacerle otro a su amiga. Cuando terminó, la ayudó a ponerse la máscara.

– Estás fantástica -dijo Glory.

– ¿De verdad? -preguntó, sintiéndose de nuevo como la Cenicienta -. Es el vestido más bonito que he visto nunca. Ha debido costar una fortuna.

– Puedes quedártelo. Yo sólo quiero una cosa: a Santos. Esta noche se harán realidad todos mis sueños.

Liz miró a su amiga con intensidad. A juzgar por su aspecto resultaba evidente que estaba a punto de suceder algo importante.

– Suéltalo de una vez. ¿Qué secreto escondes?

Glory abrió la boca como si estuviera dispuesta a confesarlo, pero no lo hizo. Llevó a su amiga frente a un espejo y la obligó a mirarse. Liz no podía creer lo que veían sus ojos.

– ¿Soy yo de verdad?

– Claro que sí. Y estás preciosa.

– Pero no me parezco nada a ti, ni siquiera con la máscara.

– Te pareces lo suficiente. Sin embargo, debes mantenerte alejada de mis padres.

– No te preocupes. No pensaba acercarme. Sobre todo, a ella.

Glory le dio su bolso, que iba a juego con el vestido.

– Toma. El carmín está dentro, y también un cepillo. Si alguien se acerca demasiado a ti, tose y corre al servicio.

– No puedo creer que esté a punto de hacer algo así.

– Todo saldrá bien. No temas.

– Ten cuidado, Glory. Asegúrate de que nadie te ve al salir.

– No me verá nadie -declaró, mientras apretaba la mano de su amiga-. Recuerda, no te acerques a mi madre. Limítate a dejarte ver de lejos de vez en cuando para que esté tranquila.

– ¿Y qué hay de tu padre?

– Ya te he dicho que estará en el bar toda la noche. Basta con que no aparezcas por allí.

– Estoy tan asustada… Pero debo admitir que también emocionada.

– Lo sé. Siento lo mismo que tú -la abrazó-. Te quiero, Liz. Eres la mejor amiga del mundo. Ya sabes, te veré aquí mismo a las once y media.

– No llegues tarde, por favor.

– No lo haré.

Caminaron hacia la puerta. Una vez allí, Liz se asomó al pasillo para asegurarse de que no había nadie. Pero Glory la tomó de la mano y tiró de ella.

– ¿Qué sucede?

Glory estaba a punto de llorar.

– ¿Crees que Santos me ama? -preguntó-. Tengo que saber si estoy haciendo lo correcto.

La inocente pregunta de su amiga fue como un puñetazo en el estómago para Liz. Pero a pesar de todo consiguió controlarse.

– Por supuesto que sí. Cuando te mira, yo…

Liz se detuvo un instante. Cuando Santos la miraba sentía un profundo dolor. Deseaba que la amara alguien como él. Y temía que nadie lo hiciera, nunca. No sería nunca una princesa, ni conocería jamás a un príncipe azul.

– Cuando te mira, noto lo mucho que te quiere -continuó-. Está locamente enamorado de ti.

– Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho? -preguntó, casi entre lágrimas-. Si supiera que me ama podría enfrentarme a todo. Incluso a mi madre.

Liz no supo darle una respuesta. Glory se marchó a su cita con Santos y ella se dirigió al salón de baile. Sólo entonces se preguntó qué habría querido decir al confesar que no estaba segura de estar haciendo lo correcto. Sólo entonces se preguntó por lo que pensaba hacer su amiga.

Capítulo 29

Hope salió del salón de baile. Su corazón latía con rapidez. Bajo el vestido que se había puesto, el corsé apretaba tanto que apenas podía respirar. Pero agradecía el dolor.

Merecía ser castigada. Era débil, y mala. Merecía el castigo, de modo que empezó a rezar. Pero la voz de la oscuridad seguía hablando, exigiendo un pago, una satisfacción, exigiendo que la alimentara.

Tomó el ascensor y bajó en el quinto piso. Avanzó por el pasillo sin temor a que la descubrieran. Si alguien la veía, siempre podría explicar que había pagado una habitación para descansar un rato. Todo el mundo sabía que no se encontraba muy bien desde hacía una semana.

Se acercó a la habitación. Le parecía que el corsé apretaba más a medida que avanzaba. Cuando llegó a la número 513, se detuvo y respiró profundamente. Su contacto, un hombre tan inteligente como rudo, se habría encargado de todo. Ya lo había hecho muchas veces.

En la puerta había una tarjetita que indicaba que no se molestara por ningún motivo. En cualquier caso llamó. La esperaban.

Del interior llegó un sonido que no parecía humano. La puerta se abrió y Hope entró al interior de la oscura habitación, que sin embargo no se encontraba vacía.

Cerró y echó la cadena. Acto seguido, se quitó el vestido, lo dobló con cuidado y caminó hacia la cama.

Mientras se aproximaba, distinguió la silueta en el lecho. El hombre estaba desnudo y atado a los barrotes con cintas de terciopelo.

Con un gemido gutural, se abalanzó sobre él.

Capítulo 30

Santos estaba en la entrada de la casa, observando la piscina de Glory. A la luz de la luna la encontraba muy atractiva. Una suave bruma se alzaba desde la superficie del agua, creando un aire íntimo y mágico en la zona.

Había dudado sobre la conveniencia de ir a la casa de los padres de Glory, pero ella había insistido en que se encontraban en la fiesta de disfraces y en que los criados tenían la noche libre, y ahora se alegraba. Estar con ella tranquilamente, sin preocupaciones de ninguna clase, había sido maravilloso.

Respiró profundamente. Aún podía oler el aroma de su amada, pegado en su piel.

La amaba. Y ni siquiera sabía cómo había sucedido.

Miró hacia atrás. La puerta del baño seguía cerrada. Podía oír el ruido del agua de la ducha. Llevaba allí más tiempo del que en su opinión habría necesitado para arreglarse el pelo y maquillarse otra vez.

– Maldita sea -murmuró.

Sabía que la había herido. Glory estaba esperando una declaración de amor, desde hacía bastante tiempo. Y ahora, después de haber hecho el amor, lo desearía aún más.

Se metió las manos en los bolsillos del pantalón. No sabía cómo había permitido que las cosas llegaran tan lejos. Pero ella se había mostrado tan entregada, tan dulce y apasionada que no había podido contenerse. Había perdido su virginidad con él, y Santos ya no estaba dispuesto a perderla.

En aquel instante la puerta del baño se abrió. La luz iluminó el pabellón de la piscina.

Un segundo más tarde, Glory apareció ante él.

– Hace una noche muy bonita.

– Desde luego. Si viviera aquí, creo que me pasaría la vida en este sitio.

Glory murmuró algo que no pudo entender antes de inclinarse sobre él. Santos notó que estaba temblando y la abrazó.

– ¿Tienes frío?

– No.

Acarició su cabello. Habría sido capaz de hacer cualquier cosa por ella, de enfrentarse a cualquier demonio, de hacer todo tipo de concesiones.

La amaba tanto que estaba asustado.

No obstante, aún no confiaba en ella. Era demasiado joven, demasiado privilegiada. Procedían de dos mundos demasiado diferentes.

Por si fuera poco, Glory aún no había hablado con sus padres. Si lo hubiera hecho no habría temido entregarle su corazón, no habría dudado. Y hasta que lo hiciera no podría confesarle su amor.

– Estás muy silenciosa esta noche -dijo él.

– Supongo que sí.

– ¿Es que te arrepientes?

– No. ¿Y tú?

– ¿Cómo podría? No había vivido nada tan maravilloso en toda mi vida.

– ¿Has estado con muchas chicas?

– Con algunas -respondió, eligiendo las palabras con cuidado.

– ¿Y te gustaban? ¿Había alguna que te gustara especialmente? -preguntó, insegura.

– No, en absoluto. No eran como tú.

Glory lo miró durante unos segundos. Acto seguido, declaró:

– No lo siento en absoluto. No lo siento.

Santos respiró profundamente, emocionado, mientras intentaba contemplar su relación con cierta perspectiva. Por desgracia ya era demasiado tarde.

– Me alegro -murmuró.

Santos no había imaginado que pudiera establecerse un lazo tan profundo y maravilloso entre un hombre y una mujer. No había conocido a ninguna pareja tan unida como ellos. Sólo lamentaba que Glory no fuera mayor. De ese modo podrían casarse y marcharse lejos.

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque has suspirado -contestó ella.

– ¿De verdad? Bueno, pensaba en quimeras.

– No te comprendo.

Santos sonrió.

– Una de mis asistentes sociales repetía todo el tiempo que debía dejar de soñar con imposibles y asumir la realidad. No era precisamente una mujer muy dulce.

– Creo que yo la habría odiado.

– Yo la odiaba. Pero ahora ya no importa.

– ¿Y en qué tipo de quimeras estabas pensando?

– Pensé que lo sabías.

– Lo sé -dijo, con tristeza.

– Glory, no pasa nada.

– ¿De verdad?

– Las cosas son como son. ¿A qué hora tienes que volver?

– A las once y media. Le prometí a Liz que nos veríamos en el servicio.

– Casi es la hora.

– Entonces será mejor que nos vayamos -suspiró-. Debe estar a punto de sufrir un infarto.

Santos acarició su cabello y la besó de forma apasionada.

– Ojalá que no tuviéramos que despedirnos esta noche.

– Si pudiéramos…

– Feliz Navidad, Glory.

– Feliz Navidad, Santos.

Los dos jóvenes empezaron a caminar hacia el coche.

– ¿Estás segura de que no te vio nadie? ¿Estás segura de que tu madre no sospecha nada?

– No me vio nadie, y no, mi madre no sospecha. Ni siquiera se fijó en mí, gracias a Dios.

– Glory, tenemos que hablar con tus padres.

– Esta noche no, por favor. Esta noche es demasiado especial. Es nuestra noche, y no quiero arruinarla.

Santos asintió, casi sin aliento. Le habría gustado poner punto final a sus dudas, ser capaz de confiar totalmente en ella. Pero no podía. La vida le había enseñado a desconfiar.

– De acuerdo -murmuró él-. Ya hablaremos sobre ello otro día.

Glory asintió.

Cuando llegaron al vehículo, el joven abrió la puerta para que pudiera entrar. Glory lo miró. Santos notó que estaba preocupada, y besó sus manos.

– Nadie puede hacernos ningún daño, Glory, si creemos realmente el uno en el otro. Mientras lo hagamos estaremos a salvo. Te lo aseguro.

Capítulo 31

Señora Saint Germaine, hay una chica que quiere verla. Se llama Bebe Charbonnet. Es una de las amigas de Glory de la academia.

Hope reconoció el nombre de inmediato. Frunció el ceño y miró su reloj.

– ¿A esta hora? Qué extraño. Hazla entrar.

Sospechaba que algo raro estaba sucediendo. En los dos días transcurridos desde el baile de máscaras Glory se había comportado de manera extraña. Parecía nerviosa y tenía la impresión de que ocultaba algo. Y ahora se presentaba una compañera de colegio.

La señora Hillcrest indicó a la quinceañera que entrara. Hope la observó. Llevaba el uniforme del colegio, y parecía estar disfrutando. Hope sonrió y se levantó.

– Hola, Bebe. Pasa, por favor.

– Hola, señora Saint Germaine.

– ¿Qué tal está tu madre?

– Muy bien, gracias.

– Salúdala de mi parte.

– Lo haré.

Hope se sentó, pero no la invitó a acomodarse. Tomó un poco de té, se limpió la boca con una servilleta y preguntó:

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– Bueno, yo… No sé cómo decírselo. Quiero dejar claro que no estaría aquí si no me preocupara por Glory. Odio ver cómo arruina su vida con un chico como ése.

Hope se puso tensa. Ahora lo comprendía. Era una Pierron, a fin de cuentas, y llevaba la oscuridad en su interior.

– Sigue.

– Fue durante el baile del sábado. Vi cómo se marchaba del hotel a eso de las nueve, con un chico. Se marcharon en un coche.

– ¿A las nueve? Eso no es posible. La vi a las nueve y cuarto. Y más tarde.

– No era ella. Creo que era Liz Sweeney. Liz estaba en el hotel, y no tenía por qué estar allí. Todo lo que sé es que Glory salió, vestida con unos pantalones vaqueros, y que yo misma creí verla más tarde. Aunque en realidad, sólo vi su vestido.

Hope supo de inmediato que su hija le había tendido una trampa con la ayuda de su amiga. Semejante engaño no podía quedar sin castigo.

– Ya veo que te fijaste en muchas cosas el sábado, querida Bebe.

La joven se ruborizó.

– Como he dicho, no estaría aquí si no me preocupara tanto por Glory.

– Por supuesto -murmuró.

No le agradaba nada aquella joven estirada y pomposa. Pero ya encontraría un modo de vérselas con ella más tarde.

– No conozco a ese chico. Parece mayor que ella. De hecho, no parece un chico de nuestra clase. Es diferente.

– Ya veo. ¿Puedes describirlo?

– Es alto, moreno y muy atractivo. Y tiene un aire algo salvaje.

Hope recordó algo que había comentado la secretaria de Philip varias semanas atrás. Al parecer, Glory había estado preguntando por el chico que Lily había enviado al hotel. Un tal Vincent, o Víctor. La secretaria no le había dicho nada, pero de todas formas Glory podía haberlo encontrado.

Entrecerró los ojos. Fuera quien fuese aquel chico, encontraría una forma de controlar a su hija de inmediato. Obviamente, había sido demasiado descuidada con ella.

– Creo que será mejor que vuelvas al colegio, querida Bebe. Gracias por la información. Me ha sido de gran ayuda.

– Me alegra haberla ayudado -declaró con satisfacción, frotándose las manos-. Espero que Glory y Liz no tengan muchos problemas. No me gustaría pensar que soy responsable de…

– No lo pienses más -se levantó, para acompañarla a la puerta-. Yo me ocuparé de todo. Y de todas.

Capítulo 32

Dos días más tarde, la peor de las pesadillas de Liz se hizo realidad. Estaba en clase de literatura cuando la directora la llamó a su despacho. Cuando llegó, vio que Hope Saint Germaine la estaba esperando.

Las habían descubierto.

Liz observó a la mujer con horror antes de mirar a la hermana Marguerite.

– ¿Quería yerme?

La directora dio un paso hacia delante, con expresión indulgente.

– Entra, Liz, y cierra la puerta.

Liz obedeció, aunque estaba tan asustada que apenas podía respirar. La presencia de Hope Saint Germaine sólo podía obedecer a una razón.

Nerviosa, volvió a mirarlas. No sabía qué iban a hacer con ella.

– Siéntate, querida -dijo la directora.

Liz se sentó frente al escritorio y cruzó las manos sobre el regazo.

– La señora Saint Germaine ha presentado cargos bastante serios contra ti.

– ¿Contra mí? -preguntó asustada.

– Exacto. ¿No sabes por qué?

– No, hermana.

Hope Saint Germaine se aclaró la garganta y dio un paso adelante.

– ¿Me permite, hermana?

La directora dudó antes de asentir.

– De acuerdo.

– Ha llegado el momento de que nos dejemos de juegos, jovencita -declaró-. Lo sé todo. Sé que has estado ayudando a mi hija para engañarme. Sé que has estado mintiendo por ella, sirviéndole de coartada.

Había sucedido. Y Liz sabía que tanto ella como su amiga tendrían que enfrentarse a serios problemas. Miró a la directora, impotente.

– Has estado facilitando una aventura entre mi hija y un chico totalmente inadecuado para ella. ¿No es cierto? -preguntó Hope, en tono acusatorio-. Y es posible que fueras tú quien la animara. Es posible que todo esto haya sido idea tuya.

– ¡No! -protestó-. No es cierto. No fue así. Lo prometo.

– Entonces, ¿por qué no nos dices la verdad? -sonrió Hope, sin calidez alguna-. No queremos acusarte de forma injusta.

Liz respiró profundamente. Se sentía enferma. Deseó no haber ayudado nunca a Glory. Deseó no saber lo que había sucedido la noche del baile, poder mentir sobre todo aquel asunto. Pero tenía la impresión de que Hope Saint Germaine lo sabía todo. Si mentía de nuevo y la descubrían su posición sería mucho peor.

– ¿Y bien? ¿Ayudaste a mi hija?

– Sí, señora -murmuró.

– El sábado pasado, ¿te pusiste el vestido de mi hija para que ella pudiera marcharse de la fiesta sin que yo lo notara?

– Sí, señora.

La hermana Marguerite suspiró, decepcionada.

– Hiciste una promesa, Elizabeth -intervino-. Creíamos en ti. ¿Cómo has podido traicionar nuestra confianza?

– Lo siento, hermana, no fue mi intención.

– Tienes idea de por qué te he llamado a mi despacho,

– Las condiciones de tu beca están bien claras. No podemos permitir un comportamiento inmoral.

Liz se levantó, muerta de miedo.

– ¡No lo sabía! No quería hacer nada que fuera…

– Tranquilízate, Liz -dijo la madre de Glory-. Si nos dices toda la verdad tal vez sea posible convencer a la directora para que sea indulgente contigo.

Liz asintió y se sentó de nuevo.

– De acuerdo. ¿Qué quiere saber?

– Empieza por el principio. Empieza cuando Glory conoció a ese chico.

Liz asintió de nuevo y empezó a hablar. Cuando terminó, Hope se llevó una mano al pecho, pálida.

– ¿Estás diciendo que mi hija y ese chico…?

La hermana Marguerite la interrumpió.

– Elizabeth Sweeney, ¿insinúas que han mantenido relaciones? ¿Es eso lo que estás insinuando?

– Sí -contestó en un susurro.

La monja se santiguó. Hope permaneció en silencio.

– No lo sabía -dijo Liz entre lágrimas-. Sólo lo supe más tarde. Si me hubiera dicho lo que planeaba, me habría negado a ayudarla. Tienen que creerme.

– ¿Cómo vamos a creerte? -preguntó Hope-. Has demostrado ser una mentirosa. Y ahora mi hija y ese canalla…

– Santos no es un canalla. No lo es, señora Saint Germaine. Es un chico inteligente, y una buena persona. Estudia en la universidad de Nueva Orleans, y en cuanto cumpla los veintiún años se hará policía.

– Basta, Elizabeth -intervino la monja-. Creo que será mejor que…

– ¡Deben creerme! Santos ama a Glory. Quería que Glory se lo contara a usted, señora Saint Germaine, y a su marido. No creía que fuera correcto que…

– Pero lo hizo de todas formas.

– Sólo porque Glory se lo rogó. Hasta se pelearon por ello -declaró, mientras se limpiaba la nariz-. Yo misma intenté convencerla para que se lo contara.

– Pero no quiso escuchar, ¿verdad? Qué apropiado.

– Tenía miedo. Dijo que usted no lo aprobaría, que haría cualquier cosa para romper su relación.

– ¿Y qué otra cosa podría haber hecho? Ese Santos es despreciable. Un chico que se dedica a seducir a jovencitas inocentes.

– El no es así. Si lo conociera, si hablara con él…

– Ya lo he hecho y sé qué clase de persona es -dijo, mientras se ponía sus guantes de cuero-. ¿Pensaste alguna vez en contárnoslo a la directora y a mí? ¿Pensaste alguna vez que Glory no se estaba comportando de forma correcta, que necesitaba la ayuda de sus supuestas amigas?

– Soy su amiga. Y tenía que ayudarla. Ella ama a Santos.

– No permitiré que Glory arruine su vida como tantas otras chicas -declaró Hope, con mucha beligerancia-. Ella es diferente. Sucumbe fácilmente a la tentación. Me aseguraré de que no vuelva a ocurrir. No importa lo que tenga que hacer.

Liz se estremeció y se apretó contra su asiento, aterrorizada. Sintió lástima por su amiga. Vivir con aquella mujer debía ser un verdadero infierno.

Hope miró entonces a la monja.

– No creo necesario expresar lo molesta que estoy con esta situación. Glory asiste a su academia para librarse de las malas influencias. Philip y yo donamos una suma más que generosa a la institución, y espero que arregle la situación de inmediato. ¿Está claro?

– Tendremos que considerar todas las posibles soluciones. No me gustaría actuar de forma apresurada.

– ¿Apresurada? Si lo prefiere, seré yo quien actúe de forma apresurada.

– Me encargaré de todo, señora Saint Germaine.

Liz contuvo la respiración, casi histérica. La madre de Glory había prometido que haría lo posible para que la directora fuera indulgente con ella. Pero en lugar de eso, estaba haciendo todo lo posible para que la expulsaran. Era una mentirosa y una bruja que se las había arreglado para que traicionara a su mejor amiga.

Se levantó, con el corazón en un puño, y miró a la madre de Glory.

– Por favor, señora, no lo haga. Glory es mi mejor amiga. Sólo intentaba ayudarla. Nunca haría nada que pudiera dañarla.

– Ahora ya es demasiado tarde para disculpas. Ya le has hecho demasiado daño. Has arruinado su vida.

– Necesito mi beca -rogó, a punto de llorar, desesperada-. Por favor. Se lo ruego, no haga que me expulsen.

– Deberías haberlo pensado antes.

Hope se despidió de la monja y se marchó del despacho. Acto seguido, Liz se dirigió a la directora.

– Por favor, hermana, necesito la beca. Le prometo que no volveré a meterme en problemas. Trabajaré más horas en la secretaría, y el resto del tiempo lo pasaré concentrada en mis estudios.

– Basta, Elizabeth. Lo siento. No puedo hacer nada.

– Tiene que hacer algo, hermana! Usted es la directora. Estoy segura de que se da cuenta de que…

– Las condiciones de tu beca eran bastante claras.

– Pero…

– Lo siento. Ya no eres bienvenida aquí. Llamaré a tus padres.

Liz se cubrió la cara con las manos. Lo había perdido todo. Había perdido su beca, y con ella la posibilidad de estudiar en las mejores universidades. Había perdido su futuro.

– Lo siento, Liz. Eres una chica inteligente, y sabes que tienes un futuro brillante de todas formas. Espero que hayas aprendido algo de todo esto.

– ¿Y qué hay de Glory?

– Eso no es asunto tuyo.

– ¿Pero qué le pasará? ¿También la expulsarán?

La hermana tardó unos segundos en contestar. Y cuando lo hizo, su voz sonó en un murmullo.

– Su madre se encargará de castigar su comportamiento. Liz miró a la monja, asombrada. No podía creerlo. La expulsaban por ayudar a una amiga, pero no pensaban tomar ninguna medida contra Glory.

Si su familia hubiera sido tan poderosa como la familia Saint Germaine, no le habría sucedido nada. Pero no era así.

La querían lejos de aquel lugar porque vivían de su dinero. La actitud de la directora resultaba, a todas luces, repugnante. Especialmente viniendo de alguien que se declaraba cristiana, de alguien que se pasaba la vida intentando dar lecciones de moralidad. Miró a la monja de forma acusadora, y la mujer se revolvió en su asiento.

– Lo siento, Elizabeth, pero tienes que comprenderlo. Debo dirigir este colegio. Tengo que hacer lo necesario para asegurar el bienestar de la institución.

– Oh, ya veo. Poderoso caballero es don dinero, ¿verdad?

– Veré lo que puedo hacer para que este asunto no manche tu expediente.

Liz apretó los puños, haciendo un esfuerzo para no llorar. Acababa de aprender una dura lección. Una lección que su padre, aun siendo un simple trabajador sin estudios, conocía desde muy pequeño.

La igualdad de oportunidades era un fraude. Una mentira. El dinero podía comprarlo todo. Hasta las buenas intenciones de una monja.

Capítulo 33

Santos esperó a que llegara el ascensor del hotel Saint Charles. Deseaba abrir el sobre que le había dado Lily. Apenas podía resistirse al impulso; tenía que saber qué había entre Lily y Hope Saint Germaine, qué se traían entre manos.

Sólo entonces, podría actuar.

Cuando llegó el ascensor, entró. Pulsó el botón del tercer piso y guardó el sobre en el bolsillo. Aquella mañana había interrogado a Lily, pero se había negado a hablar. Se limitó a decir que sería la última vez que tendría que ir a ver a Hope Saint Germaine.

Había algo en todo aquello que lo inquietaba. Algo extraño que estaba dispuesto a averiguar de inmediato.

Le había prometido a Glory que no hablaría con sus padres hasta pasado cierto tiempo. Pero después de lo que había sucedido entre ellos dos noches atrás pensaba que debía hacerlo. Para bien o para mal, eran sus padres. Y Santos amaba a su hija.

El ascensor se detuvo al llegar al piso. Salió y se dijo que era un egoísta. En el fondo, sólo quería hablar con ellos para disipar las dudas hacia Glory.

Su corazón empezó a latir más deprisa. Reconoció el síntoma sin ningún problema. Tenía miedo. Pero no de Hope, sino del poder que tenía sobre su hija. No quería perderla. La amaba demasiado.

Avanzó por el pasillo, en dirección a su despacho. Sentía un terrible vacío en el estómago, pero intentó hacer caso omiso. Se había enfrentado a personas peores que aquella bruja, y podía derrotarla sin demasiado esfuerzo.

Como siempre, la mujer lo esperaba. Pero algo había cambiado. Lo miraba con expresión triunfante. Al parecer, no contaría con el elemento sorpresa.

– ¿Tienes el sobre?

– Lo tengo.

Santos sacó el sobre del bolsillo y se lo dio. La tocó accidentalmente y entrecerró los ojos, asqueado.

Como de costumbre, la mujer comprobó el contenido antes de darle un sobre similar para Lily.

Santos lo miró, indeciso. No sabía si romper la promesa que le había hecho a Glory. Pensó en lo que le había contado sobre su madre, en los abusos a los que había sido sometida a lo largo de los años. Y comprendía su miedo.

De momento, no diría nada.

– ¿Tienes algo que decirme? -preguntó la mujer, sonriendo con malicia-. No, supongo que no.

Santos la miró, guardó el sobre en el bolsillo y se dirigió a la puerta.

– Lo sé todo.

Víctor se quedó helado.

– Lo sé todo -repitió ella, riendo.

Santos se dio la vuelta, sin saber muy bien si la había comprendido.

– ¿Cómo dice?

– Estoy informada sobre la relación que mantienes con mi hija. Y no me divierte lo más mínimo. Tengo pruebas, de modo que no intentes negarlo.

– No lo negaría. Me alegra que lo sepa.

– ¿De verdad? ¿Por qué? Pobrecillo… Ha hecho un gran trabajo contigo, ¿no es cierto? No me sorprende en absoluto.

El joven apretó los puños. No quería interesarse por lo que había querido decir, por mucho que lo deseara. Sabía que, de hacerlo, estaría en sus manos.

– ¿Cómo lo ha descubierto?

– Por Glory, claro está. Siempre me lo cuenta todo. No puede evitarlo. Suele hacer este tipo de cosas sólo para molestarme, pero al final siempre se arrepiente.

Santos tuvo la impresión de que lo había golpeado en el estómago. Pero hizo un esfuerzo para no demostrar sus sentimientos.

– No la creo. Glory y yo…

– ¿Os queréis?

– Sí. De hecho, sí.

– No significas nada para mi hija -sonrió-. ¡Nada en absoluto! Sólo se estaba divirtiendo un poco. Y has caído en su trampa. Aunque lo sabes muy bien.

Santos dio un paso hacia delante, furioso. Si no podía estar con Glory, no tenía nada que perder.

– Eso le gustaría creer, ¿verdad? Le gustaría creer que no nos amamos. Pues lo siento, pero se equivoca. Y vamos a estar juntos. para siempre. Le guste o no.

La mujer entrecerró los ojos, irritada.

– ¿De verdad? Pobre idiota. No eres nada para ella. Sólo eres un instrumento para molestarnos a mi esposo y a mí. ¿Y todo por qué? Porque la hemos mimado demasiado, porque lo tiene todo. Así que ha corrido a los brazos de un chico totalmente inadecuado para ella, sólo porque sabe que nunca permitiremos esa relación. Es una malcriada, una mentirosa que utiliza a sus amigas como coartada. Siempre ha sido así. Una completa egoísta. No le importa herir a nadie con tal de salirse con la suya.

Las palabras de la mujer lo hirieron. No en vano, eran las mismas palabras que él mismo había dicho a Glory varios meses atrás. Pero no era ningún cretino. Confiaba en Glory.

– Es usted la que hiere a todo el mundo, no ella. Se queda ahí, de pie, creyendo que es mejor que todos los demás, creyendo que es perfecta. Glory me lo ha contado todo sobre usted. Me ha contado todo lo que le ha hecho. Cuando pienso en ello me pongo enfermo. Está loca.

Hope no dijo nada durante unos segundos. Estaba muy sorprendida, y Santos sabía que su reacción no se debía a lo que había dicho Glory, sino al hecho de que se lo había contado a él.

– ¿Eso te dijo? -preguntó, una vez repuesta-. Y supongo que tú lo creíste. Por desgracia para ti, sólo es otro de sus juegos. Una manera como otra cualquiera de conseguir que no hicieras preguntas, de lograr que no hablaras con nosotros. Seguro que hasta se puso a llorar para que creyeras que soy una especie de monstruo.

– Glory dijo la verdad. Creo en ella.

Hope entrecerró los ojos y dio un paso hacia él.

– ¿De verdad crees que mi hija se enamoraría de alguien como tú? No digas tonterías. Es una Saint Germaine. ¿Y tú, quién eres? Nadie.

En el fondo, Santos empezaba a dudar de Glory. Pero mantuvo la compostura de todas formas. No estaba dispuesto a permitir que aquella bruja a arrogante lo supiera.

– Nos amamos -declaró con suavidad-, y estaremos siempre juntos. Espere y verá.

Santos se dio la vuelta para marcharse.

– Si vuelves a verla de nuevo, me encargaré de que te arresten.

El joven la miró.

– Te acusaré de haberla violado.

– Resultaría algo difícil, teniendo en cuenta que nunca…

– Tengo pruebas de que lo habéis hecho. Y te aseguro que me servirán tu cabeza en una bandeja de plata.

– Atrévase.

– ¿Crees que entonces podrías entrar en la academia de policía? ¿Crees que permitirían el acceso a un acusado por violación? Además, no dudes que acabarías en la cárcel. Somos una familia muy poderosa.

Santos no dudaba del poder de los Saint Germaine.

– Diga lo que quiera decir. Glory no…

– Glory hará lo que yo quiera que haga, lo que diga su padre. A pesar de todo, es digna hija nuestra. No lo olvides.

– No tengo nada más que hablar con usted.

– ¿Ni siquiera vas a despedirte? ¿No vas a mandarme al infierno?

Santos no dijo nada. Se dirigió directamente a la salida.

– Corre a esconderte bajo las faldas de la sucia prostituta con la que vives. Y pregúntale sobre mí. Pregúntale si eres suficientemente bueno para Glory.

– ¿Cómo ha dicho? Repítalo.

– ¿Qué parte? -preguntó, entre risas-. ¿Quieres que repita que Lily es una prostituta? ¿O quieres que repita que no eres suficientemente bueno para mi hija? Pues bien, no lo eres. Eres tan sucio como la prostituta con la que vives.

Santos apretó los puños, furioso. Podría haberla matado en aquel instante. Ahora comprendía hasta dónde se podía llegar si uno se dejaba llevar por determinadas emociones.

Caminó hacia la mujer y se detuvo a escasos milímetros de ella, mirándola con intensidad.

– Diga lo que quiera sobre mí -espetó, con firmeza de acero-. Pero no vuelva a hablar así de Lily. Si lo hace, le aseguro que se arrepentirá. Yo me encargaré de que se arrepienta.

Capítulo 34

Glory esperó junto al armarito que compartía con Liz. Por tercera vez, comprobó la hora y frunció el ceño. Eran las doce y veinte y su amiga no había llegado. Ya había pasado tres veces por allí, con la esperanza de encontrarla. Sabía que se pasaba la vida haciendo encargos para las profesoras, pero no era propio de ella que se perdiera la comida.

Liz siempre había sido muy puntual. En general, era Glory la que llegaba tarde.

En aquel momento reconoció a una chica que estaba en una de las clases de Liz y se apresuró a detenerla.

– Pam, ¡espera!

– Hola, Glory ¿qué tal estás?

– ¿Has visto a Liz?

– A Liz Sweeney? No ha venido a clase.

Glory le dio las gracias y se alejó. Estaba segura de que había sucedido algo. Pensó que su madre las habría descubierto, pero acto seguido desechó la idea. En su inocencia, creía que en tal caso ella habría sido la primera en saberlo. No Liz.

Seguramente estaría enferma. O alguno de sus hermanos y hermanas lo estaba y se había quedado en casa para ayudar a su madre.

Se dirigió a la secretaría. Preguntaría por ella. De ese modo, si estaba enferma, podría llamar por teléfono para interesarse por su salud.

La secretaria estaba detrás del escritorio, dando buena cuenta de un yogur.

– Hola, señora Anderson.

– Hola, Glory. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Estoy buscando a Liz Sweeney. ¿La ha visto?

La mujer se ruborizó.

– No, desde esta mañana.

– ¿Es que ha enfermado, o algo así?

– Bueno, yo no creo que…

En aquel instante, se abrió la puerta del despacho de la directora.

– Joyce, ¿podrías traerme…? Ah, hola, Glory -dijo la monja-. ¿Qué podemos hacer por ti?

– Hola, hermana -la saludó, apretando los libros contra su pecho-. Estoy buscando a Liz Sweeney. ¿Está enferma?

– ¿Se supone que tendrías que estar comiendo?

– Sí, pero…

– Te sugiero que vayas a comer. Esto no es asunto tuyo.

– ¿Qué quiere decir? ¿Dónde está Liz? ¿Se encuentra bien? ¿Por qué no está en clase?

– En fin, supongo que lo sabrás todo más tarde o más temprano. Elizabeth Sweeney no volverá a la academia. Ahora, sugiero que…

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué no? No lo comprendo.

– Como acabo de decir, no es asunto tuyo. Y ahora, si no vuelves a la cafetería no tendré más remedio que llamar a tu madre.

La habían expulsado, y Glory no sabía por qué. No había hecho nada malo, salvo ayudarla.

Con el corazón en un puño se dio la vuelta y salió de la secretaría. Pero en lugar de dirigirse a la cafetería corrió a la salida. La hermana Marguerite la llamó, pero Glory no dudó. Tenía que ver a Liz. Tenía que asegurarse de que su amiga estaba bien. Tenía que averiguar lo sucedido.

Sólo podía ser una cosa. Su madre.

Abrió la portezuela del coche, entró y arrancó. Miró hacia atrás, esperando que todo un ejército de monjas la siguiera, pero el aparcamiento estaba vacío.

Sabía muy bien lo que aquella beca significaba para su amiga. Liz debía estar destrozada.

Apretó los dedos sobre el volante, casi histérica, perdida, sola. Sin respetar el límite de velocidad, se plantó ante la casa de su amiga en un tiempo récord. Sólo había estado en el interior del edificio dos veces. Generalmente la recogía en la esquina. No le caía demasiado bien al padre de Liz, y no se molestaba en ocultarlo. Pero el desagrado era recíproco, de modo que a Glory no le importaba demasiado.

Bajó del coche, corrió hacia la casa y entró. La familia de Liz vivía en la cuarta planta. Mientras se aproximaba a la puerta, pudo escuchar una fuerte discusión. Eran las voces de los padres de su amiga. Oyó que alguien lloraba, oyó su nombre, y el de Liz. Sin pensarlo, llamó a la puerta.

La discusión se detuvo y Liz abrió la puerta.

– Soy yo -susurró Glory.

Las dos jóvenes se abrazaron. Cuando se apartaron, Glory escudriñó la deprimida expresión de Liz. Había estado llorando, y su mejilla izquierda estaba enrojecida. Su padre le había dado una buena bofetada.

– Al ver que no aparecías me dirigí a la secretaría, y la directora dijo que te habían expulsado. No pude creerlo. ¿Qué ha sucedido?

– Fue horrible -declaró Liz, que empezó a llorar de nuevo-. ¿Qué voy a hacer? No había visto a mi padre tan enfadado en toda mi vida. Y mi madre está al borde de un ataque de nervios. No quiero regresar al colegio en el que estudiaba antes, Glory.

– ¿Cómo han podido echarte? -preguntó, también entre lágrimas-. Tienes las mejores notas del curso.

– ¿No lo imaginas?

– No. La directora dijo que no era asunto mío.

– ¿Que no era asunto tuyo? -rió con amargura-. Ha sido tu madre. Tu madre. Me llamaron en mitad de una clase para que fuera al despacho de la directora. Y se encontraba allí.

– ¿Mi madre?

– Fue horrible, horrible. Lo sabía todo.

Glory miró a su amiga con sorpresa. Sintió que el mundo se le venía encima.

– Lo sabe todo. Todo sobre Santos, sobre el baile, sobre mí. Y no sólo sobre aquella noche, sino sobre otras muchas. Por eso me expulsaron. La hermana Marguerite quiso darme otra oportunidad, pero tu madre no se lo permitió. ¿Me has oído? Ha sido culpa de tu madre. Ella me ha expulsado.

– ¿Qué dijo? ¿Qué dijo sobre Santos? -preguntó, desesperada.

– ¿Sobre Santos? -preguntó, en un tono extraño.

– Sí. ¿Dijo algo sobre él? ¿Dijo lo que pensaba hacer con nosotros? ¿Cómo sabía su nombre?

– No lo sé. Yo intenté defenderlo. Le dije que os amabais, pero no hizo caso. Lo insultó, y también me insultó a mí. Me llamó mentirosa y…

– Tengo tanto miedo, Liz… Va a destrozarnos. Hará lo que pueda para que no volvamos a vernos. Me dijo que si me descubría me enviaría lejos.

– ¿De qué estás hablando? Dijiste que no haría nada contra mí. Pero lo ha hecho. Dijiste que no me haría daño. Intenté advertírtelo, pero no hiciste caso.

Glory parpadeó, intentando comprender lo que su amiga decía.

– ¿Qué?

– Dijiste que yo no pagaría los platos rotos, pero no ha sido así, Glory. Hasta me culpó de que te acostaras con él. Intenté convencerla de que yo no lo sabía, pero no me escuchó.

– Oh, Dios mío… ¿También sabe eso? ¿También lo sabe? -preguntó, incapaz de pensar.

– Supuse que lo sabía por lo que estaba diciendo. Pensé que lo sabía.

– ¿Es que se lo contaste? ¿Cómo has podido?

– ¿Que cómo he podido? -preguntó, irritada-. Tú no estabas allí. ¡Tú no sabes cómo fue! Ni siquiera puedes imaginar lo que me hicieron.

– Lo único que sé es que yo nunca te habría traicionado. Nunca.

– ¡Oh, muchas gracias! Tú no sabes nada de nada. Me han expulsado, ¿comprendes? He perdido la beca. ¡Y tú sólo te preocupas por tu precioso novio!

– ¡Eso no es cierto! Me preocupo por ti, Liz. Eres mi mejor amiga. Pero no conoces a mi madre, y no sabes de lo que es capaz. No sabes lo que podría llegar a hacer.

– ¿Ah, no? Ha conseguido que me expulsen por el pecado de ser tu amiga. Fuiste tú quien se portó mal, pero fue a mí a quien llamaron al despacho de la directora. Y no sólo no te han castigado, sino que se limitaron a decirte que no era asunto tuyo. Mi padre tenía razón con relación a los ricos. ¡Te odio!

Liz quiso echarla, pero Glory la agarró del brazo con la intención de detenerla.

– No digas eso, Liz, por favor. Tienes que comprenderlo.

– Lo comprendo muy bien. No fuiste nunca mi amiga. Me utilizaste.

– No, no es cierto. ¿Es que no te das cuenta? Fue ella. Lo ha hecho otra vez. Destruye todo lo que me importa. Te destruye a ti e intentará destruir a Santos. Por eso me negaba a decírselo. Por eso temía que…

– ¡No puedo creerlo! ¡Sigues hablando sobre ti, sólo sobre ti! -exclamó Liz, apretando los puños-. Eres como Bebe, como Missy, como todas las demás. Una niña mimada, una bruja egoísta que sólo se preocupa por sí misma. No te importa nada, ni nadie. Fui una estúpida al pensar que eras mi amiga.

Glory se abrazó a sí misma, angustiada.

– Soy tu amiga, Liz. Debes creerme.

– Tú no conoces el significado de la palabra amistad. Me utilizaste. Resultaba muy conveniente. Fui tan estúpida como para…

Liz no terminó la frase. Llevó a Glory a la salida y una vez allí dijo:

– Lo he perdido todo. He perdido la oportunidad de estudiar en una universidad importante, la oportunidad de salir de este mundo. ¿Tienes idea de cómo son los institutos públicos de este país? Oh, no, claro que no. ¿Cómo podrías, maldita niña rica?

– Por favor, Liz -rogó Glory entre lágrimas-. No me hagas esto. Eres mi mejor amiga.

– Y tú fuiste la mía. Adiós, Glory.

Capítulo 35

Tal y como había sugerido Hope Saint Germaine, Santos fue directamente a ver a Lily. Le contó todo lo sucedido, todo sobre el amor que sentía por Glory, todo sobre su repugnante madre y sobre los insultos que había vertido sobre ella. Compartió su furia y finalmente no tuvo más remedio que hacer ciertas preguntas.

Lily se dejó caer en un sillón, pálida.

Santos se sentó a su lado y preguntó con suavidad, tomándola de la mano:

– ¿Quién es esa mujer?

Lily tardó unos segundos en contestar. Sus ojos brillaban con una profunda angustia.

– Hope es… mi hija.

Santos entrecerró los ojos y la observó con intensidad. Sólo ahora, después de conocer la verdad, advertía el parecido. Un parecido oscurecido no sólo por la edad, sino por algo mucho más profundo que el aspecto físico. Eran tan distintas como la crueldad en relación con la bondad, como la oscuridad comparada con la luz.

Al pensarlo, se estremeció. Pensó lo que Lily le había contado sobre su ingrata hija, que la había abandonado sin escrúpulo alguno. Algo que podía imaginar, perfectamente, en la madre de Glory.

Por increíble que pudiera parecer, se había enamorado de la nieta de Lily. No le extrañó haberse enamorado tan deprisa de Glory. Tenía muchas cosas en común con su abuela.

– ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no confiaste en mí?

– Daría mi vida por ti, Víctor, pero no podía decírtelo. Lo prometí. Ella no quería que nadie lo supiera.

– No quería que nadie supiera que eres su madre -repitió Santos, con repugnancia-. ¿Es que no ves nada malo en eso? ¿Es que no te enerva?

– No lo comprendes. Tú… Ha conseguido una nueva vida. Una vida limpia, lejos del legado de las Pierron. Se ha liberado de nuestro estigma.

– Glory lo sabe todo sobre ti, sobre mi benefactora -acarició su mano con una sonrisa-. Es tu oportunidad. Ahora podrás conocer a tu nieta. Siempre quisiste formar parte de su vida, y ahora lo conseguirás.

Lily empezó a temblar.

– Piensa que eres maravillosa, aunque aún no sabe que eres su abuela -continuó-. Y cuando lo sepa, te querrá tanto como yo.

– No, no quiero conocerla. No la veré.

– ¿Por qué? Es cálida, encantadora… Es como tú.

– No digas eso -dijo, pálida-. No vuelvas a decir eso.

Santos no podía creer lo que estaba oyendo. Se sintió profundamente frustrado. No se había dado cuenta de lo avergonzada que se sentía Lily. En cierta forma, Hope odiaba a su hija porque era tan buena como su madre.

– Todo esto es una locura, Lily. Tienes que conocerla. Debes estar a su lado.

– No, no quiero que llegue a saber lo que era su abuela. No quiero que sepa de dónde procede. Nunca.

– No tienes por qué sentirte avergonzada, Lily. Además, todo eso ha pasado. Dejaste aquel trabajo, y tu corazón es bueno -declaró, mientras se arrodillaba ante ella-. Lily, soy bastante perceptivo con las personas. Y tú eres una gran persona. Me cuidaste, me diste una casa y todo tu amor sin conocerme siquiera. Tu hija no sabe lo que hace. Debes conocer a tu nieta, Tienes que ayudarla.

Lily comenzó a llorar. Cuando por fin habló, su voz apenas era un susurro.

– No podría soportar que también me rechazara. No podría soportar que me mirara de ese modo, como Hope. No quiero conocerla. Debes prometerme que no lo permitirás.

– No pienso hacer tal cosa, Lily. No haré una promesa que no puedo mantener.

– Lucha por tu amor, Santos. Pero debes dejarme atrás. Tal vez no sea hoy, ni mañana, pero no puedes formar parte de la vida de Glory y de la mía. Más tarde o más temprano, tendrás que elegir.

Capítulo 36

Glory estuvo un buen rato sentada en la escalera del edificio donde vivía Liz, inmovilizada por la desesperación. No sabía qué hacer. No podía pensar.

Oyó un trueno, procedente del exterior, y se llevó las manos a la cabeza. Su madre lo sabía todo, todo. Había cometido un terrible error al no escuchar a Santos, ni a Liz. Había perdido a su mejor amiga y estaba a punto de perderlo a él, algo que no podría soportar. No quería volver a la soledad anterior. No podía hacerlo. Debía existir alguna persona que pudiera ayudarla. Alguien que pudiera comprenderla.

Pero sólo pudo pensar en una persona. En su padre.

Su padre la ayudaría.

Pero tenía que hablar con él antes de que lo hiciera su madre.

Sin pensárselo dos veces, se levantó y corrió al coche. Arrancó de inmediato. Nubes oscuras cubrían el cielo de la tarde. El viento soplaba con fuerza, meciendo las copas de los viejos robles que se alineaban a ambos lados de las calles.

Se dirigió directamente al hotel. Encontraría un modo de convencerlo y después llamaría a Santos. Sólo sentía no haber hablado antes con Philip.

Estaba segura de que su padre los ayudaría y de que conseguiría que volvieran a aceptar a Liz en el colegio.

El aparcacoches estaba ocupado, de manera que detuvo el vehículo al otro lado de la calle. Abrió la portezuela en el preciso momento en que empezaba a llover y corrió a la entrada. Ni siquiera contestó al saludo del portero.

Subió las escaleras a toda velocidad, esperando que su padre se encontrara en el tercer piso. Una vez allí, pasó ante la secretaria y entró en el despacho.

Por desgracia, su madre se le había adelantado. A juzgar por su expresión se lo había contado todo, a su manera. Philip parecía haber envejecido diez años. En cambio, Hope estaba radiante.

– Glory Alexandra -dijo la mujer-, precisamente estábamos hablando sobre ti.

– Papá, tienes que ayudarme -rogó Glory.

– ¿Ayudarte a qué? -preguntó su madre-. ¿A seguir engañándonos? ¿A traicionarnos? Tu padre lo sabe todo. Sabe que nos has avergonzado.

– Por favor, papá, no la escuches No es cierto.

– No esperábamos esto de ti -continuó Hope-. Te has comportado como una simple prostituta.

– ¡Eso no es cierto! Bien al contrario, es lo que siempre has esperado de mí. De hecho te alegras, ¿no es cierto? Estás loca.

– ¿Has oído en qué tono nos habla, Philip? Dios mío, ¿en qué se ha convertido nuestra hija?

– No hagas caso, papá. Me odia, siempre me ha odiado. Quiere hacerme daño y se dedica a destruir todo lo que amo. Papá, por favor, escúchame.

Por un momento, Glory pensó que su padre la apoyaría. Pero no fue así.

– Glory, ¿cómo has podido hacernos esto? ¿Cómo has podido mentirnos de este modo? Somos tus padres, y sólo queremos lo mejor para ti.

Glory empezó a llorar. No podía creer que su propio padre se comportara de aquel modo.

– Sólo lo he hecho con Santos, papá. Y lo amo. Lo amo tanto que…

– Olvídalo, Glory. Sólo es un barriobajero. La clase de chicos que usan a las jóvenes inocentes para…

– ¿Cómo puedes decir algo así? Ni siquiera lo conoces. Pero te fías de lo que esa bruja ha dicho. Es un buen chico, papá. Ha sido muy bueno contigo. Es honrado, e inteligente. Y lo amo.

Hope intervino de nuevo.

– Ese chico sólo quería una cosa de ti. Y lo ha conseguido.

– ¡Eso no es cierto! Lo amo, lo amo con todo mi corazón.

Su madre la tomó por los hombros y la sacudió con fuerza.

– Despierta, Glory. Es un canalla. Tú sólo eres una más en su lista de conquistas.

– ¡No es cierto! -exclamó, sollozando como una niña.

– ¡C1aro que es cierto! ¡Se acuesta con muchas chicas! Ya me he encargado de averiguarlo. Si lo hubiéramos sabido antes de que te acostaras con él…

– No te creo.

Su padre se acercó a ella y le pasó un brazo por encima de los hombros, para intentar animarla.

– Estoy seguro de que eres sincera cuando dices que estás enamorada de él. Pero sólo crees estarlo. Es un chico mayor que tú, con más experiencia. No le habrá resultado muy difícil convencerte -declaró-. Es culpa mía. Debí hablarte hace tiempo sobre los chicos. Algunos serían capaces de hacer cualquier cosa por acostarse con alguien. Lo siento mucho, mi preciosa muñeca. Sé que todo esto debe dolerte mucho, y sé que…

– ¡No me llames así! Perdiste el derecho a llamarme de ese modo hace mucho tiempo. Perdiste el derecho cuando dejaste de creer en mí.

Philip dio un paso atrás, atónito.

– Glory, yo…

– No sabes nada sobre Santos. Es bueno, amable, y me ama. Sé que me ama. Pienso marcharme con él, y no me importa lo que digáis.

– Le advertí que si volvía a acercarse a ti lo acusaría por violador -dijo Hope.

Glory se llevó una mano a la boca. Hope había amenazado a Santos.

– Es cierto, Glory Alexandra. Eres una menor, y él es un adulto. Se aprovechó de ti. Y hay leyes que…

– Papá, por favor, ¿es que no te das cuenta de lo que está haciendo? Intenta controlar mi vida.

Philip suspiró.

– Tú madre y yo hemos discutido alguna vez en el pasado sobre tu educación, pero en este caso estoy de acuerdo con ella. Sólo quiere lo mejor para ti. Y ese chico no es lo mejor para ti. Algún día nos darás las gracias. Algún día comprenderás que teníamos razón.

Glory se apartó de su padre, histérica.

– ¡Te odio! Siempre has estado con ella, hiciera lo que hiciera. No me has apoyado en toda tu vida. ¡Te odio!

Durante un momento se arrepintió por lo que había dicho. Pero tenía razón, y quería hacer que sufriera tanto como ella. Quería que pagara por haber permitido que su madre la torturara, literalmente, durante años.

– Si me hubieras querido, si no hubieras sido un simple calzonazos, te habrías enfrentado a ella. Me das lástima. Desearía que no fueras mi padre.

Hope la agarró con fuerza y le clavó las uñas en el brazo.

– No volverás a ver a ese chico! ¡No volverás a hacerlo!

– ¡Hope! -exclamó Philip, intentando que se apartara de su hija-. ¡Por Dios! Tal vez deberíamos escucharla. Hasta ahora, nunca nos había mentido. Tal vez tenga razón cuando dice que ese chico…

– ¡No sabes nada, Philip! Eres ciego en todo lo relativo a Glory. Yo me ocuparé de esto. La enviaré lejos, a una institución donde no toleren esa clase de comportamiento.

– ¡No iré! ¡No puedes obligarme! -gritó Glory.

Debía escapar de allí. Rápidamente, golpeó a su madre en el cuello. Hope gritó de dolor y Glory aprovechó su desconcierto para salir corriendo del despacho. Bajó las escaleras a toda velocidad, sin detenerse ante los gritos de su padre. Oyó que la secretaria llamaba a seguridad.

Una vez en el vestíbulo, dudó un momento antes de salir del hotel. Ya se había hecho de noche, y llovía tanto que al cruzar la calle ya estaba empapada de pies a cabeza. Entonces, miró hacia atrás y vio a su padre. Estaba a punto de alcanzarla.

– ¡Glory, espera! Te escucharé. Encontraremos alguna forma de solucionarlo. Lo prometo.

Glory dudó de nuevo, llorando. Pero sabía que las promesas de su padre no valían nada. Hope se aseguraría de que la encerraran y de que no volviera a ver a Santos.

Entonces sucedió lo inesperado. En aquel instante oyó el sonido de un claxon, seguido por un frenazo seco. Se dio la vuelta de inmediato y vio que un vehículo había atropellado a su padre, lanzándolo por los aires.

Pudo oír sus propios gritos, los gritos del portero del hotel y los del conductor que lo había atropellado. Corrió hacia Philip y se arrodilló junto a él. Había sangre por todas partes, pero tenía los ojos abiertos. Gritó de nuevo horrorizada.

– Papá… ¿te encuentras bien? No lo decía en serio. No lo decía en serio, papá. Te quiero.

Las primeras sirenas se oyeron a lo lejos. Glory se abrazó al cuerpo inerte de Philip, sollozando.

– Por favor, papá, ponte bien. Te quiero tanto… No me dejes, papá, por favor. No te mueras.

Su madre llegó a su altura y la miró con frialdad. Todo aquello no la afectaba en lo más mínimo.

– ¿Estás contenta ahora, Glory Alexandra? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Es culpa tuya.

– No, mamá, no…

– Sí. No habría salido corriendo en tu búsqueda si no te hubieras escapado. No vio el coche por tu culpa.

– No, mamá, por favor, no…

Su madre se arrodilló a su lado. La tomó por los brazos y la apartó de su padre. Después, la obligó a mirar la sangre. Glory se dobló hacia delante, enferma.

– Sí. Has matado a tu padre.

Capítulo 37

A pesar de la intensa lluvia, toda una multitud había asistido al entierro del padre de Glory. Amigos, familiares, empleados del hotel y antiguos clientes, todos dispuestos a presentar sus condolencias. Philip Saint Germaine había sido un hombre amado y respetado.

Glory saludó a todos los presentes, aunque se sentía muy lejos de todo. De todo, salvo de sus propios sentimientos y del sentimiento de culpa que la devoraba por dentro.

Lo había querido con todo su corazón. Había sido la única persona que la había amado incondicionalmente. Y por desgracia, había muerto pensando que lo odiaba, recordando las horribles palabras que había dicho.

Glory respiró profundamente. Quería que su padre volviera a vivir. Le habría gustado poder retirar aquellas palabras, volver al pasado para comportarse de otro modo. Le habría gustado dar marcha atrás al reloj para regresar a su octavo cumpleaños, el momento en que todo empezó a cambiar.

Y de haber podido, se habría cambiado por él. Habría preferido que el coche la atropellara a ella, aunque en cierto modo ya estaba muerta.

Miró el ataúd cerrado. Su madre había conseguido convencerla de que era culpable de la muerte de Philip. Hope siempre decía que algún día haría mucho daño a los demás con su actitud. Su padre había muerto, y Liz había dejado de ser su amiga.

Pensó en Santos y empezó a llorar de nuevo. Llevaba dos días llorando, pero a pesar de todo aún tenía lágrimas.

Cerró los ojos. Estaba tan traumatizada y se sentía tan débil que en tales circunstancias no resultaba extraño que prestara oídos a las insidias de su madre. Creía que aquella tragedia no habría sucedido nunca si no se hubiera enamorado de Santos.

En aquel momento oyó que algo caía en el vestíbulo. Tal vez un jarrón.

Glory se dio la vuelta, y lo que vio la sorprendió. Santos intentaba entrar en la casa, pero dos hombres intentaban impedírselo.

– ¡Glory! -exclamó él.

Glory empezó a temblar. Abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo.

Santos no tuvo más remedio que golpear a uno de los hombres para que lo soltara. Una mujer gritó, y el encargado de la ceremonia amenazó con llamar a la policía. Pero Santos hizo caso omiso de ellos y se dirigió hacia su amada.

Entre tantos trajes oscuros y vestidos de seda estaba completamente fuera de lugar. No se había afeitado, y estaba empapado de los pies a la cabeza.

Todo el mundo miró a la joven, murmurando. Todos lo sabían, y todos parecían culparla de la muerte de Philip.

Apenas pudo contener el deseo de gritar. Necesitaba esconderse en alguna parte, pero no podía hacerlo. Su corazón latía desenfrenado.

Su madre apareció de repente. Pasó un brazo por encima de los hombros de Glory y la ingenua niña se apoyó en ella, buscando un poco de calor.

Santos se detuvo ante ellas. Glory estaba a punto de demostrar que sólo era una niña rica, una niña mimada. En parte deseó arrojarse en los brazos del chico al que supuestamente amaba, pero no lo hizo. Cuando lo miró, recordó la muerte de su padre. Una muerte que, en opinión de su madre, era consecuencia de su irresponsable actitud y de su amor por Santos.

– ¿Pensaste que no vendría? -preguntó él, con suavidad-. ¿Es que no sabías que haría cualquier cosa por estar contigo? Lo siento mucho, amor. Sé cuánto lo amabas.

– Márchate de aquí -intervino Hope, abrazando con más fuerza a su hija-. ¿No me has oído? Glory quiere que te marches.

Santos no hizo ningún caso. Siguió mirando a la joven.

– Cariño, díselo. Dile lo que sientes. Dile lo que sentimos el uno por el otro.

– ¡Maldito canalla! -exclamó su madre, casi histérica-. ¡Es culpa tuya! Glory se comportó así por tu culpa. ¡Eres el culpable de la muerte de su padre!

Glory empezó a sollozar. Santos dio un paso hacia ella.

– No hagas caso, Glory. Sabes muy bien que tu madre es una manipuladora. Nosotros no lo matamos. Fue un accidente -declaró con suavidad-. Toma mi mano. Ahora, aquí mismo. Demuéstrales a todos lo que sentimos el uno por el otro. Después me marcharé, pero al menos todos lo sabrán.

Santos alargó una mano. Glory la miró y nuevamente pensó en su madre, en las terribles palabras que le había dicho poco antes de que muriera.

– Si me amas, toma mi mano -susurró-. Cree en mí, Glory. Sólo tienes que tomar mi mano.

Glory no sabía qué hacer. De repente recordó la voz de Philip. Una voz suave y paciente, llena de amor. En cierta ocasión había insistido en que prometiera que no olvidaría nunca que la familia lo era todo, todo lo que era y todo lo que llegaría a ser.

Glory pensó que había cometido el error de olvidarlo, y estaba decidida a no hacerlo otra vez. Debía permanecer allí, con su madre, con su familia.

La joven movió la cabeza en gesto negativo, sin dejar de llorar. Después se apartó de Santos, volvió con su madre y apoyó la cara en su hombro.

Un segundo más tarde, Santos se marchó.

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