LIBRO 7

PARAISO

Capítulo 57

Nueva Orleans, Luisiana 1996

Chop Robichaux era una atracción del barrio francés, aunque los turistas no lo veían nunca una nota de colorido local, aunque sus conciudadanos desconocían su existencia. Excepto si formaban parte de los bajos fondos de la ciudad. Excepto si sus preferencias sexuales podían considerarse entre extravagantes y enfermizas. En tal caso conocían a Chop, que tenía fama de hombre de negocios que caía siempre de pie y que podía proporcionar cualquier perversión a cambio de un precio.

Tenía información sobre el asesino de Blancanieves.

Santos colgó el auricular del teléfono y apretó los labios. Chop le había dicho que, si le interesaba capturar al asesino, debería acudir inmediatamente a su club de la calle Bour- Santos se frotó un lado de la nariz con los dedos. No confiaba en Chop Robichaux. Lo despreciaba profundamente. Pero si alguien del bario podía tener información sobre la persona que se dedicaba a asesinar prostitutas, sería él. A fin de cuentas, la prostitución era su valor de cambio.

– ¿Quién era?

Se volvió para mirar a Glory, que estaba tumbada desnuda en la cama, a medio cubrir por la sábana. Sonrió y se estiró. Era tan bella que le cortaba la respiración. Y hacer el amor con ella era algo indescriptible. Cualquier palabra palidecería ante lo que le hacía sentir. Habían pasado las dos últimas semanas en medio de una nube de frenesí sexual.

Se obligó a aplacar su excitación creciente y concentrarse en lo que tenía entre manos: Chop y la información que le pudiera proporcionar sobre el asesino.

– ¿Te apetece dar una vuelta?

– Vale. ¿Adónde vamos?

– Al barrio francés, a ver a un viejo amigo.

Glory lo miró extrañada, como si se diera cuenta de que algo marchaba mal.

– ¿A un viejo amigo? -preguntó sentándose y apartándose de la cara el pelo enredado-. ¿Qué clase de amigo?

Santos se inclinó hacia delante y la besó. Después se apartó con reticencia.

– Ya te lo explicaré en el coche.

– Conozco un sitio en la calle Burgundy que sirve unos margaritas buenísimos.

– ¿Helados o con hielo?

– De las dos formas. Ponen todo el rato música de salsa.

– De acuerdo. Pero tenemos que darnos prisa.

Glory asintió y se ducharon y se vistieron rápidamente, sin perder el tiempo en hablar. A Santos le gustaba que Glory aceptara las limitaciones de tiempo, y que no se sintiera obligada a llenar de charla todos los momentos.

Aunque le gustaba aquello en ella, también hacía que se sintiera incómodo. Porque el silencio nunca parecía vacío, nunca parecía tenso. Y debería ser así. Cuando no estuvieran haciendo el amor debía sentirse a disgusto con ella. Pero le gustaba su compañía en todo momento.

En veinte minutos estaban en el coche, adentrándose en el barrio.

– ¿Quién es ese amigo al que vamos a ver?

– Un gusano. Se llama Chop Robichaux.

– Chop Robichaux -repitió Glory-. Ese nombre me suena.

Santos rió sin humor.

– No me sorprende. Durante cierto tiempo apareció en todos los titulares, hace seis años. ¿Recuerdas el escándalo de los policías corruptos en el barrio francés?

Glory frunció el ceño, pensativa, e inclinó la cabeza.

– Vagamente.

– Entonces te refrescaré la memoria. Cuatro agentes de la brigada antivicio fueron acusados, y después condenados, por aceptar sobornos a cambio de hacer la vista gorda respecto a las actividades de un club del barrio francés, en el que ejercían la prostitución menores de edad. Se llamaba Chop Shop, en honor al propietario, el hombre que vamos a ver.

– ¿Prostitución de menores? Qué desagradable.

– Eso pensó todo el mundo cuando salió la historia a la luz. Por supuesto, peor era que la policía aceptara dinero a cambio de no darse por enterada. Es mi opinión, por lo menos. Por eso lo destapé.

– ¿Que lo destapaste? ¿Qué quieres decir?

– En aquella época yo era un simple agente de la brigada antivicio. Me di cuenta de que algunos de mis compañeros estaban en nómina. Hablé con Chop y después lo denuncié todo en Asuntos Internos.

– Supongo que eso no te haría demasiado popular.

– Por decirlo de forma suave. Afortunadamente, poco después me trasladaron a homicidios -torció por la calle Bourbon-. A los de Asuntos Internos les interesaron mucho más los policías corruptos que las actividades de Chop, que proporcionó pruebas a cambio de que no lo procesaran.

– ¿Así que no cumplió ninguna condena?

– Así funcionan las cosas. Por supuesto, le cerraron el local. Aunque abrió uno nuevo en la siguiente manzana. Se supone que en el local actual no se transgrede la ley, aunque estoy seguro de que la gente como él se salta las normas siempre que puede. En todo caso, ya no pertenece a mi departamento.

– ¿Y eso fue todo? ¿No hay nada más?

– Claro que hay algo más. Uno de los cuatro policías declaró que yo estaba implicado. Dijo que me había enterado de que los de Asuntos Internos estaban sobre la pista y los sacrifiqué para salvarnos. Al parecer, era cierto que habían empezado a sospechar algo raro cuando yo hablé, así que me investigaron, pero no pudieron encontrar nada.

– ¿Aceptaron su palabra contra la tuya?

– Es lógico -apagó el contacto-. Cuando empecé a sospechar debí poner en conocimiento de mis superiores lo que ocurría y lavarme las manos. Pero quería pruebas. Y quería saber que Chop me respaldaría.

– Así que como le ofreciste el trato que le permitió salir impune considera que está en deuda contigo.

Santos rió.

– Todo lo contrario. Me odia a muerte. A fin de cuentas, yo fui el que le descabaló todo el negocio.

Se hizo el silencio. Santos miró a Glory.

– ¿Qué piensas?

No habló inmediatamente. Sacudió la cabeza durante unos segundos.

– Hay algo que no entiendo. Si el tal Chop te odia, ¿por qué te ha llamado para proporcionarte información?

– Buena pregunta. Eso mismo me pregunto yo. Pero por otro lado, tiene sentido. Yo soy el detective encargado del caso, y me conoce. Es posible que esté implicado en cierto modo y quiera llegar a un acuerdo. Es posible que quiera tantearme para ver qué le puede pasar.

– Tal vez deberías llamar a Jackson, o pedir refuerzos.

– ¿Refuerzos? -repitió riendo-. Has visto demasiadas series policíacas por televisión. Hay una gran diferencia entre hablar con un informador y meterse en una situación que suponga una amenaza.

Vio que Glory miraba nerviosa la fachada del club. La calle estaba llena de gente, como solía ocurrir en aquel barrio los sábados por la noche. De vez en cuando, alguien entraba o salía del local, y Glory y él podían ver el interior. Estaba lleno de gente.

– Espera -le dijo Santos-. Entro y salgo en un momento. No te muevas de aquí. Volveré en menos de diez minutos.

– ¿Estás seguro?

– Sí -se inclinó para besarla y abrió la puerta-. Después nos iremos a tomar un margarita.

Salió del coche y cruzó la calle para entrar en el local. Tal y como parecía, estaba lleno de gente. En el escenario, una mujer ligera de ropa se ondulaba al ritmo de la ensordecedora música. El aire olía a alcohol, tabaco y sudor. Le evocaba recuerdos desagradables. De su juventud. De la época en que trabajaba en antivicio.

Vio a Chop detrás de la barra y empezó a abrirse paso hacia él entre la multitud.

Un hombre que llevaba una cerveza en la mano chocó contra él, derramándole encima la mitad del líquido.

– ¡Ten cuidado! -le dijo.

El hombre sonrió.

– Perdona -dijo con sarcasmo-. No sabes cuánto lo siento. Santos le enseñó la placa.

– Creo que ya has tenido bastante. Tómate un descanso. Se apartó, aunque sin dejar de sonreír.

– Lo que usted diga, agente.

Santos sintió que se le erizaba el pelo de la nuca, y frunció el ceño. Se volvió para mirar a la barra, y vio a Chop, que lo observaba. Tenía la sensación de que algo marchaba mal. Chop le indicó con un gesto que se acercara.

Llegó a la barra. Chop fue al otro extremo para servir una bebida a alguien. Santos lo miró con disgusto. Era bajo y gordo, con el escaso pelo teñido de rubio. Siempre tenía la piel grasa, y de joven había sufrido un terrible acné, como demostraban las cicatrices que poblaban su cara. Pero no era el aspecto de Robichaux, por desagradable que resultara, lo que hacía que a Santos se le pusiera la piel de gallina. Era lo que tenía en su interior. Era un verdadero monstruo.

Como si fuera consciente de los pensamientos de Santos, Chop lo miró fijamente a los ojos y sonrió. Un momento después estaba frente a él.

– Hola, cerdo. Cuánto tiempo.

Santos lo recorrió con la mirada, disgustado por tener que jugar a su juego.

– ¿Tienes información para mí?

– ¿Qué información estás buscando?

– No me hagas perder el tiempo, Robichaux -entrecerró los ojos-. ¿Tienes esa información o no?

Chop volvió a sonreír, curvando sus desagradables labios.

– No. Sólo quería ver tu bonita cara en mi club.

– Debería detenerte ahora mismo.

– Inténtalo -rió Chop-. No tienes motivos. Estoy limpio.

– Cuando el infierno se congele. Tal vez debería inventarme algo. Estoy seguro de que cualquier cosa que se me ocurra será cierta.

– No te atreverías. Siempre has sido un buen chico. Pero ¿sabes una cosa? Hasta los buenos chicos tienen días malos. Ahora, lárgate de aquí.

– Encantado, Robichaux. Este sitio apesta.

Se apartó de la barra, incómodo, pensando en los motivos que podía haber tenido Chop para decirle que tenía información sobre Blancanieves y hacerse el tonto delante de él. Era posible que hubiera decidido en el último momento reservarse la información. Era posible que no pudiera hablar entonces porque lo escuchara alguien. También podía haber decidido, simplemente, gastarle una mala pasada.

Pero ninguna de las explicaciones le parecía convincente. Ninguna de ellas aliviaba su incomodidad. No era lógico que Chop Robichaux llamara a un detective de homicidios a su casa un sábado por la noche para divertirse a su costa.

La situación era muy rara. Chop tramaba algo que tenía que ver con él.

Salió del club sin problemas. Miró inmediatamente al coche y vio que Glory estaba donde la había dejado, mirando hacia él. Sonrió y saludó con la mano.

– ¿Detective Santos?

Cuatro hombres, probablemente policías, a juzgar por sus trajes baratos y sus cortes de pelo conservadores, lo rodearon. Santos los miró con desconfianza.

– Sí, ¿qué quieren?

Uno de los hombres le enseñó la placa.

– Teniente Brown, de Asuntos Internos. Estos son los agentes Patrick, Thompson y White.

Santos miró a los policías uno a uno. Los cuatro lo contemplaban con desprecio y hostilidad. Al parecer le habían tendido una trampa. Pero no entendía quién, ni por qué.

– ¿Qué puedo hacer por usted, teniente?

– Creo que ya lo sabe, detective. Contra la pared.

Santos obedeció, y uno de los agentes, probablemente Patrick, lo cacheó, quitándole el arma reglamentaria y la placa.

– ¿Qué es esto? -preguntó, sacándole un sobre del bolsillo de la chaqueta y entregándoselo al teniente.

El policía lo abrió y miró a Santos a los ojos.

– Yo diría que son veintiún billetes de cien dólares, detective. Billetes marcados, si no me equivoco. ¿Me puede explicar de dónde ha salido ese dinero?

– Me encantaría, pero no tengo ni idea. Alguien me lo debe haber metido en el bolsillo -pensó rápidamente que muchas personas podían haberlo hecho, pero lo más probable era que se tratara del hombre que le había tirado la cerveza-. Me han tendido una trampa.

– Sorpresa, sorpresa. Creo que he oído esa frase mil veces.

El agente Patrick sujetó a Santos por el brazo derecho, se lo dobló detrás de la espalda y le esposó la muñeca. Después hizo lo mismo con su brazo izquierdo.

– Supongo que sí, pero esta vez es verdad.

– Dígaselo a su abogado -espetó el teniente-. Que alguien le lea sus derechos.

Capítulo 58

Liz sonrió débilmente al camarero.

– Me largo, Darryl. ¿Estás seguro de que te puedes encargar de todo?

El sonrió, y su rostro agradable aunque anodino adquirió cierta personalidad.

– Desde luego, jefa.

– ¿Estás seguro de que sabes cerrar? Si tienes alguna duda, me quedaré una hora más y…

– Piérdete -le dijo señalando la puerta-. Tienes un aspecto horrible.

– Muchas gracias -se echó la bolsa a un hombro-. La verdad es que estoy agotada. Llevo trece horas trabajando.

– Venga, márchate. Yo me encargo de todo. Si pasa algo, sé dónde encontrarte.

Después de echar un vistazo al local y despedirse de los otros camareros, Liz salió del restaurante y empezó a caminar hacia su coche.

Lo había dejado en un aparcamiento que se encontraba en la calle Bourbon, a dos manzanas de distancia. No le importaba ir andando, aunque pocas veces se marchaba antes de las diez y media. Aquella zona del barrio francés estaba muy transitada, y cuando salía a la hora del cierre solía acompañarla alguno de sus fieles empleados.

Fieles. A diferencia de Santos.

Dejó de lado el pensamiento y respiró profundamente, llenándose los pulmones con el aire de la noche. Entendía que tendría que seguir adelante. Era una superviviente. En realidad no hacía falta que pasara tanto tiempo en el restaurante, pero prefería trabajar hasta agotarse para tener menos tiempo para pensar en Santos. Así tendría menos tiempo para echarlo de menos, para sentir aquel profundo dolor.

A pesar de todo lo que había ocurrido, seguía amándolo.

Dejó escapar el aire de los pulmones, enfadada. No estaba dispuesta a perdonarle lo que le había hecho, la forma que había tenido de traicionarla con Glory. Si tuviera forma de obligarlo a pagar por ello, lo haría.

Llegó a la calle Bourbon y miró a ambos lados para cruzar. Entonces se detuvo, parpadeando sorprendida. Hope Saint Germaine estaba cruzando la calle desde el otro lado.

Liz frunció el ceño, disgustada. La vida nocturna del barrio francés no parecía muy adecuada para aquella mujer, a no ser que hubiera decidido ir a soltar discursos sobre los valores morales. Sí; probablemente había ido a amargar a alguien.

Pero le extrañaba que estuviera sola a las diez de la noche.

Sin detenerse a pensar en ello, giró en dirección contraria a su coche y siguió a Hope con una curiosidad que se vio recompensada y aumentada cuando, unos minutos después, entró en Paris Nights, un local de prostitución que pertenecía a un proxeneta llamado Chop Robichaux. Siempre que se reunía la comunidad de propietarios de comercios del barrio aquel hombre la examinaba con ojo de tratante de ganado, como si intentara calcular su precio en el mercado.

Liz se estremeció. Había oído hablar de sus problemas con la ley, y los dueños de otros establecimientos le habían contado de él cosas que le provocaban pesadillas.

Sacudió la cabeza y se dijo que los motivos que tuviera Hope para estar en Paris Nights no eran asunto suyo, pero siguió a la madre de Glory al interior del club. Se detuvo junto a la puerta, intentando acostumbrarse al oscuro interior. Entonces vio que Hope Saint Germaine estaba en la barra, hablando con Chop. Pero en vez de marcharse, como si le hubiera indicado dónde se encontraba el teléfono público más cercano o le hubiera permitido ir al servicio, Hope se quedó esperando mientras el propietario rodeaba la barra, y los dos entraron juntos en la parte trasera del local.

Liz entrecerró los ojos. No entendía qué podían tener en común una beata de la alta sociedad y el propietario de una cadena de prostíbulos.

Los siguió, aunque con cuidado de mantenerse a cierta distancia. Se habían sentado en una esquina discreta, detrás del escenario. Liz miró entre las bailarinas y vio que Hope le entregaba lo que parecía un sobre.

– Hola, guapa -un hombre que apestaba a whisky la sujetó por los brazos-. ¿Quieres bailar?

– No, gracias -dijo apartándose disgustada-. Disculpe.

Empezó a salir del club, pero el borracho la siguió.

– Venga, preciosa, estoy seguro de que te mueves mejor que las chicas del escenario.

Liz lo miró, esforzándose por adoptar una expresión fiera.

– He dicho que no.

Intentó volver a acercarse a ella y le llevó la mano al pecho. Indignada, Liz le apartó la mano de un golpe y le dio una patada en la entrepierna. El hombre gimió de dolor y cayó al suelo.

Liz se volvió y salió corriendo.

Capítulo 59

Cuarenta y ocho horas después de que lo arrestaran, Glory sacó a Santos en libertad bajo fianza. Se lo llevó directamente al hotel, donde esperaba Jackson.

Santos no perdió el tiempo intercambiando cortesías. Entró corriendo en la habitación y se colocó frente a su compañero.

– ¿Se puede saber qué está pasando?

Jackson se cruzó de brazos con calma.

– Parece que Robichaux acudió al fiscal del distrito para decirle que lo estabas arruinando. Dijo que lo amenazabas con atacarlos a él y a su familia si no pagaba.

– ¿Qué?

– Tranquilo, socio, que hay más. Chop asegura que hace seis años eras uno de los policías a los que pagaba por hacer la vista gorda.

Santos se dejó caer en un sillón. El pasado volvía para acosarlo. Recordaba las miradas de desconfianza, la hostilidad abierta de sus compañeros de trabajo. Se había sentido profundamente traicionado, primero cuando descubrió lo que estaban haciendo, y después cuando uno de ellos lo acusó de estar implicado.

El hecho de que se cuestionara su honradez había sido lo más insoportable. Y ahora le estaba ocurriendo de nuevo.

Incapaz de estar quieto, se puso en pie y empezó a recorrer la habitación.

– Chop afirma -prosiguió Jackson- que no sólo eras uno de ellos, sino que eras el cabecilla -continuó-. Dice que te enteraste de que Asuntos Internos te seguía la pista y delataste a tus cómplices para librarte. Dice que accedió a cooperar porque amenazaste a su familia. Por supuesto, dice que no tiene nada que perder porque le ofrecieron inmunidad.

– Si pudiera ponerle la mano encima…

– Lo que no entiendo -interrumpió Glory- es por qué los de Asuntos Internos han dado crédito a alguien como él. Por el amor de Dios, todo el mundo sabe a qué se dedica.

Jackson sonrió con tristeza.

– Es ridículo, ¿verdad? Pero no es un buen momento para parecer inocente. Se han dado tantos incidentes y tantos escándalos en el departamento relacionados con la corrupción policial que la gente piensa que todos somos corruptos. Estamos en plena caza de brujas, porque los jefes están obsesionados con limpiar la policía. En la actualidad, cualquier agente es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Y no paran de volver al hecho de que aquel policía insistió en que tenías algo que ver.

– Así que Robichaux va al fiscal del distrito con su cuento de hadas, y acuden a Asuntos Internos para llegar a un acuerdo. Robichaux les dice que voy a ir a recibir un pago, le dan los billetes marcados y se encarga de que me los metan en el bolsillo -dejó de pasear y miró a su compañero-. Por supuesto, todo el mundo se ha tragado la historia. No sólo los de Asuntos Internos, sino también los de nuestro departamento. Todos creen a un proxeneta antes que a mí. Estupendo.

– No todo el mundo -dijo Jackson con calma-. Aunque algunos piensan que la cosa tiene mal aspecto, por lo que te ocurrió en el pasado con Robichaux, por la forma que tuviste de hacer las cosas al hablar con él antes de comunicarlo a tus superiores. Y estuviste allí, en su club, aquella noche.

– Robichaux llamó a Santos -dijo Glory rápidamente-. Le dijo que tenía información sobre Blancanieves. Yo estaba con él.

– Pero no oíste la conversación, así que por lo que a Asunto Internos respecta, es como si no estuvieras -se volvió hacia Santos-. Y tú tenías el sobre lleno de dinero. El dinero marcado.

– Me lo metieron en el bolsillo.

– Ya lo sé. Y tú lo sabes…

– Pero tenemos que convencer a los demás -murmuró Glory-. ¿Cómo?

– Para averiguarlo -dijo Jackson- tendremos que saber por qué. Por qué -repitió con calma-. Vamos a ver. Ya no estás en la brigada antivicio. En esta ciudad hay bastantes asesinatos para mantenerte ocupado en tu propio departamento. ¿Por qué podría querer Robichaux arriesgarse para tenderte una trampa?

– Por dinero. Es lo único que le importa a alguien como él. Alguien le ha pagado por hacerlo -Santos entrecerró los ojos-. Pero ¿quién?

– Eso es lo que tenemos que averiguar.

El encargado del hotel llamó. Glory habló con él y se disculpó.

– El deber me llama -murmuró mientras iba hacia la puerta-. Si necesitáis algo, pedidle a mi secretaria que me lo cauce.

Santos caminó hacia ella y se llevó su mano a los labios.

– Gracias -dijo en voz baja, dándose cuenta de que la necesitaba más de lo que debía-. Por todo.

Glory sonrió y apretó su mano.

– De nada.

Unos segundos después se marchó, cerrando la puerta. Jackson se quedó mirándola, admirado.

– Es una mujer excepcional. No ha dudado de ti en ningún momento, y ha llamado a todo el mundo. ¿Tienes idea de lo que estás haciendo con ella?

Santos frunció el ceño y miró la puerta por la que acababa de salir Glory. Era cierto que se había mantenido a su lado, demostrando públicamente que no creía que los cargos que habían presentado contra él fueran ciertos y haciendo todo lo posible por ayudarlo. Cuando lo detuvieron llamó a Jackson, y después contrató a un buen abogado defensor.

Cuando por fin fijaron una fianza, la pagó y arregló aquella reunión con su compañero.

Sin embargo, a pesar de todo, se preguntaba por qué lo hacía. Se preguntaba cuándo caería el hacha. Y en aquel momento se sentía un canalla por ello.

– ¿Que si sé lo que estoy haciendo? -repitió-. En lo que respecta a Glory, no. Nunca lo he sabido.

Jackson asintió.

– Me lo temía. Pues será mejor que lo pienses, o lo echarás todo a perder. Otra vez.

– ¿A qué te refieres?

– A Liz.

Santos apartó la vista.

– No estaba enamorado de ella. ¿Qué quieres que le haga?

– ¿Y de Glory? ¿Estás enamorado de ella?

Se preguntó qué sentía por Glory La había amado, pero había transcurrido mucho tiempo. La amó cuando aún creía que el mundo estaba hecho de tonos de gris.

– ¿Se puede saber a qué viene tanto interés por mi vida sentimental? ¿Es que no tenemos bastantes preocupaciones para que busques más?

Jackson rió.

– Nuestra esquiva testigo ha ido a la comisaría.

– ¿Tina?

– La misma. Dice que la siguen. Cree que el asesino de Blancanieves la ha elegido como siguiente víctima.

Santos miró a su amigo, frunciendo el ceño.

– Pero tú no la crees, ¿verdad?

– No encaja en el perfil. Es demasiado mayor. Su pelo y sus ojos no son del color adecuado -negó con la cabeza-. Pero parecía verdaderamente asustada. Aunque también pienso que tiene la cabeza a pájaros.

– Probablemente la sugestión ha hecho que empiece a ver visiones. De todas formas, ¿has comprobado si sus temores son fundados?

– Claro. También he intentado hacerla hablar, pero es imposible.

– Como de costumbre.

– Hay otro motivo por el que no he dado demasiado crédito a su declaración.

Santos se alarmó ante el tono de su compañero. Tenía la impresión de que sería peor la noticia de un día que ya estaba lleno de malos titulares.

– Suéltalo.

– Hemos encontrado otro cadáver. En Baton Rouge.

– ¡Baton Rouge! -se puso en pie de un salto, furioso e impotente-. Se nos está escapando. ¡Ese tipo se marcha de aquí!

– No estamos seguros. Es posible que…

– No me vengas con cuentos, Jackson. Sabes tan bien como yo que está fuera de aquí. Ese tipo no se dedica a vagar sin rumbo. Elige un sitio que le guste, en el que se sienta a salvo, y se queda hasta que las cosas se empiezan a poner feas. Entonces se va a otro sitio.

Su compañero no protestó porque no podía. Al cabo de un momento, se aclaró la garganta.

– Voy para allá para ver qué tienen y para asegurarme de que es el verdadero asesino y no un imitador.

– Las palmas de las manos…

– Marcadas con una cruz.

– ¡Es él, Jackson! Voy contigo.

– Sí, para que nos echen a los dos del caso -se puso de pie-. Ni lo sueñes, amigo. Si el capitán se enterase siquiera de que estoy hablando contigo tendría serios problemas.

– Esto es insoportable. ¿Qué se supone que puedo hacer? ¿Quedarme cruzado de brazos para que el asesino se me escape entre los dedos?

– Básicamente, sí.

– Vete al infierno.

Jackson rió y le dio una palmada en el hombro.

– Te sacaremos de esto. De alguna forma, conseguiremos las pruebas que necesitamos para sacarte.

Durante un momento, Santos no dijo nada. Después miró a su amigo a los ojos.

– ¿Y si no las encontramos? Olvidemos la cárcel durante un momento. Podría perder la placa, Jackson. ¿Qué haría entonces? Soy policía y no puedo ser otra cosa.

Jackson le apretó el hombro y asintió.

– Ya lo sé. Pero te sacaremos de esto. Sea como sea, averiguaremos quién lo ha hecho y se lo haremos pagar. Por ahora, intenta recordar quién puede tener algo en tu contra y no hagas locuras.

Capítulo 60

Santos no estaba dispuesto a quedarse sentado de brazos para que el asesino se le escapara entre los dedos, o para que otra persona salvara el pellejo. Le apetecía encontrar a Robichaux y sacarle la verdad a puñetazos, pero imaginaba que, por satisfactorio que resultara, no le serviría de gran cosa.

Su otra opción era Tina. Tal vez fuera cierto que el asesino de Blancanieves la acosaba. Era posible que supiera que lo había visto. Tal vez quisiera atar los cabos sueltos antes que nada. Tina estaba cerca de su amiga Billie cuando tuvo la última cita. Había visto claramente al tipo. Era lógico esperar que él también la hubiera visto. Si era el asesino, Tina representaba una amenaza para él.

Esperó al anochecer para dirigirse al barrio francés. Caminó por calles y clubs, buscando los lugares y las prostitutas más frecuentados. No había ni rastro de Tina. Al cabo de un par de horas empezó a preguntarse si estaba tan asustada como para marcharse de la ciudad, o al menos para ponerse fuera de la circulación durante cierto tiempo.

Rechazó la segunda posibilidad. Las chicas trabajadoras tenían que estar en la calle para ganar dinero. Casi todas trabajaban enfermas, cuando sus hijos estaban enfermos, cuando el calor era agobiante y cuando el frío era insoportable.

Si Tina estaba en la ciudad, estaría en la calle. Seguiría buscando.

Al cabo de un par de horas sus esfuerzos se vieron recompensados. La vio saliendo de un club llamado 69. Llevó el coche a la acera, junto a ella, y bajó la ventanilla.

– Tina.

Ella se volvió sonriente, pero su expresión se transformó en una mueca cuando vio que se trataba de él.

– Piérdete.

Empezó a caminar de nuevo, y Santos la siguió con el coche.

– No voy a perderme, así que será mejor que hables conmigo. Eso nos ahorrará a los dos un montón de tiempo y es fuerzo.

Tina maldijo, pero se detuvo.

– ¿Qué te pasa, cariño? ¿Necesitas una cita?

– Tenemos que hablar.

– ¿De verdad?

Apoyó los antebrazos en la ventanilla abierta y acercó la cabeza, humedeciéndose los labios.

– ¿De qué quieres hablar? -prosiguió-. ¿De las condiciones de tu pito?

Santos olió el alcohol en su aliento. No resultaba sorprendente; muchas de ellas eran alcohólicas o drogadictas. En muchas ocasiones sólo podían soportar aquel trabajo si aturdían su cuerpo y su mente.

Desgraciadamente, aquello era lo que mantenía a muchas de ellas en el negocio. Las quemaba y las encadenaba a aquella vida.

No le gustaba verla así. No le gustaba mirarla en la actualidad y recordar cómo había sido. El no era el culpable del derrotero que había tomado la vida de aquella mujer. No había sido capaz de ayudarla.

Aun así se sentía responsable, en cierto modo.

– No te hagas la interesante, Tina. Quiero hablar contigo del asesino de Blancanieves.

– ¿De asuntos policiales? -levantó una ceja-. Cariño, tenía entendido que ya no eras poli.

Santos apretó los dientes, pero no respondió a su pregunta.

– El detective Jackson me ha dicho que te has pasado por la comisaría.

– ¿Y qué?

– Que me ha dicho que estabas asustada. Dice que crees que te persigue el asesino.

Tina entrecerró los pintadísimos ojos.

– Es cierto. ¿Y sabes lo que hicieron por mí tus amiguitos? Nada -se enderezó-. Así que, como te he dicho antes, piérdete.

Se volvió y empezó a alejarse. Santos abrió la puerta del coche, salió y corrió tras ella.

– Quiero ayudarte, Tina.

Ella siguió andando, sin hacerle caso.

– Siento no haber vuelto por ti -insistió Santos-. Deja que te ayude ahora.

Tina se detuvo, pero no lo miró.

– No quieres ayudarme -murmuró-. Sólo quieres ayudarte a ti mismo -se aclaró la garganta-. Sólo quieres capturar a ese tipo, pero no por mí ni por ninguna de las otras chicas que están en peligro. Sólo somos putas.

Santos dio otro paso hacia ella.

– Eso no es cierto. Te aseguro que sí que me importa. Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos. Los suyos brillaban con las lágrimas sin derramar.

– Si te hubiera importado habrías vuelto a buscarme.

– No pude. Pero ahora estoy aquí. Creo que es posible que ese tipo te esté siguiendo. Piensa que eres un cabo suelto, que puedes representar una amenaza para él. Si piensa eso, intentará matarte. A no ser que lo capturemos antes.

La sangre desapareció del rostro de Tina. Santos le rodeó el brazo con la mano. Se quedó mirándolo, con el miedo desnudo en los ojos.

– Ayúdame, Tina -continuó-. Ayúdate.

Durante un breve momento pensó que iba a acceder. Pero el miedo de sus ojos se transformó en cólera. Se apartó de él, retirando el brazo de sus dedos.

– Déjame en paz. No sé nada.

– Tina…

Intentó sujetarla de nuevo, pero ella le dio un golpe en el hombro con el bolso, que se abrió. Su contenido se derramó por la acera. Gimió, frustrada, y se agachó para recoger sus cosas.

Santos se agachó junto a ella, para ayudarla. No llevaba muchas cosas: un paquete de cigarrillos, media docena de cajas de cerillas, unos cuantos billetes arrugados y varios preservativos.

– Lárgate -dijo ella, recogiendo los paquetes-. Déjame en paz.

– No estoy dispuesto a marcharme. Hasta que me digas algo me quedaré pegado a ti como una lapa. No será demasiado fácil para ninguno de los dos, pero…

Tina alargó una mano para recoger otro objeto. La cadena que llevaba al cuello se salió de debajo de su blusa.

El colgante era una cruz. Pequeña, barata, sin adornos. Era igual que una docena de cruces que había visto en el cajón de la mesa de su despacho.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó, cubriéndole la mano.

Tina apartó la mano y se metió el paquete de plástico en el bolso.

– Son condones, agente. Látex cien por ciento. El mejor amigo de la puta, ¿sabes? Los compramos al por mayor en la droguería de la esquina. Si te interesa, está por ahí.

– No me refiero a eso -llevó la mano al colgante-. Hablo de esto.

– ¡No me toques!

Se echó hacia atrás, pero Santos siguió aferrando la cruz.

– ¿De dónde lo has sacado, Tina?

– Un regalo de graduación -dijo con sarcasmo-. De mi madre, que me adoraba, y mi padrastro, ¿no lo recuerdas? Te he hablado de él. Era un cerdo, igual que tú.

Santos agarró el colgante con obstinación.

– Deja de repetirme las tonterías que cuentas a los clientes para ablandarlos. Quiero que me digas la verdad.

– Me lo ha regalado alguien que quiere salvar mi alma inmortal, ¿de acuerdo? Ahora piérdete de una vez.

Su alma inmortal. Un escalofrío le recorrió la columna. Tina conocía al asesino. Estaba seguro. Se acercó un poco más.

– ¿Quién te lo ha regalado?

– Tú eres el detective. Averígualo.

Santos le arrancó el crucifijo de un tirón. Tina perdió el equilibrio y aterrizó sobre la acera.

– ¿Es que quieres morir? Podría salvarte la vida. A ver si entiendes esto. No pude volver a buscarte porque mi madre fue asesinada aquella noche. Descuartizada, igual que tu amiga Billie. No volví a buscarte porque ni siquiera yo tengo adónde ir. Porque mi mundo se ha derrumbado. Este tipo puede ser el mismo que la mató a ella. Y tengo que saber si es él. Tengo que atraparlo, Tina. Ahora -se inclinó hacia ella para tenderle la mano-, dime de dónde has sacado este maldito colgante.

Capítulo 61

Tina había comprado el crucifijo a un vendedor de biblias del barrio, que tenía una pequeña tienda de objetos religiosos. A1 parecer, era un buen tipo. Se llevaba bien con las prostitutas, y siempre las sermoneaba sobre el bien y el mal, citándoles las escrituras e intentando convencerlas para que cambiaran de vida.

Dijo que era imposible que él fuera el asesino. Absolutamente imposible.

Pero Santos no estaba de acuerdo. Jackson tampoco.

Visiblemente nervioso, Jackson le dijo que esperase, que volvería con él en cuanto pudiera.

Pero la espera resultó insoportable. Santos caminaba de un lado a otro, maldiciendo a Chop Robichaux y a todos los que le habían tendido la trampa. Quería estar con Jackson y los demás. Quería estar en el piso de aquel hombre, esposarlo y detenerlo.

Quería desempeñar su trabajo.

Y quería que aquel tipo fuera el que había asesinado a su madre. Quería saberlo, y quería que pagara por ello.

Jackson lo llamó en cuanto volvió a la comisaría, y le dijo que parecía que era su hombre. Habían encontrado en su casa más cruces como aquéllas, y varios artículos sobre Blancanieves. Incluso tenía fotografías de un par de las chicas asesinadas.

Lo único que no tenían, al parecer, era al hombre. Según su casera, se había ido de viaje. A veces pasaba fuera una semana, pero nunca más tiempo. No sabía dónde podía estar.

– ¿Tiene la edad suficiente? -preguntó, aferrándose al auricular-. ¿Crees que puede ser el que…?

Su garganta se cerró y se esforzó por hablar, dándose cuenta de lo mucho que había esperado que llegara aquel momento. Y lo mucho que lo había temido.

Tenía que saberlo.

– ¿Crees -repitió con voz más clara- que puede ser el que asesinó a mi madre?

Durante unos segundos, su compañero guardó silencio. Santos tenía un nudo en el estómago.

– Podría ser -dijo al fin-. Tiene la edad suficiente. Lleva años viviendo en el barrio, y frecuenta a las.., prostitutas.

Santos dejó escapar el aliento. Podía ser él.

– Pero no te emociones -dijo Jackson-. Sólo por el hecho de que pueda ser él, no significa que sea él. De hecho, sería bastante raro.

– Ya lo sé, pero por ahora… Por ahora me basta con una posibilidad.

Capítulo 62

– Hola, Liz.

Liz levantó la vista de las fichas de los empleados, alineadas frente a ella.

– Jackson -dijo contenta de verlo-. ¿Qué te trae por aquí?

El policía sonrió.

– Me moría por una de tus ensaladas.

– Es lo que más me gusta que me digan los clientes -se levantó del taburete-. Te llevaré a una mesa. ¿Estás solo?

– Sí. Sólo he traído a mi pequeña persona.

Liz rió y se detuvo frente a una mesa, con vistas a la calle.

– Perfecta -ocupó una de las sillas y señaló la otra-. ¿Puedes acompañarme?

Liz miró hacia la barra. Tenía que terminar de repasar las fichas para tener preparadas las nóminas al día siguiente.

– Sólo un momento -se sentó frente a él-. El papeleo no termina nunca. Es lo que más odio de este negocio.

– Así es la vida -murmuró mientras se acercaba la camarera con el menú-. Todo tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Por ejemplo, mírame a mí. Me encanta el trabajo de policía. Lo que no soporto es tener que mirar a la cara a los criminales.

– Supongo que, en comparación, lo mío con los papeles no es tan terrible.

Jackson no miró siquiera la carta. Pidió una ensalada y un vaso de té helado y se volvió hacia Liz.

– ¿Qué tal van las cosas?

– Muy bien -dijo rápidamente.

Tal vez con demasiada rapidez. Y con demasiada alegría. Se sonrojó y se aclaró la garganta, cohibida.

– Me he enterado de que tenéis al asesino de Blancanieves.

– Tenemos un sospechoso.

Liz frunció el ceño.

– No pareces muy convencido de que sea él.

– ¿No? -se encogió de hombros-. No soy como el cabezota de mi compañero. Siempre concedo el beneficio de la duda hasta que tenemos todas las pruebas necesarias y el culpable es detenido.

Cuando oyó hablar de Santos, Liz sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

– ¿Qué tal está Santos?

– Si has visto el periódico, lo sabrás.

Liz se mordió el labio inferior, luchando contra la sensación de culpa que se formaba en su interior. Se recordó que lo odiaba. Se recordó que le daba igual qué fuera de él, y que si por ella fuera, podía morirse. Sólo esperaba que Glory también se muriera.

– ¿Te pasa algo, Liz?

– Nada -negó con la cabeza-. No.

Jackson entrecerró los ojos para mirarla, y Liz volvió a sonrojarse, pero en aquella ocasión a causa de la culpa. Apartó la mirada.

– ¿Es tan mala su situación como parece? Quiero decir, ¿hay alguna posibilidad de que…?Ya sabes.

– ¿De qué se demuestre su inocencia? Eso espero, desde luego -sus labios se cerraron en una línea-. Alguien le ha tendido una trampa. Alguien más, aparte de Chop Robichaux.

– ¿Aparte de Robichaux? -repitió-. ¿Quién?

– Si lo supiéramos podríamos hacer algo, pero tal y como están las cosas, no veo ninguna solución. No tendrás información sobre esto, ¿verdad?

– ¿Información? ¿Yo? -negó con la cabeza, acallando los remordimientos-. ¿Cómo quieres que sepa nada? -se puso en pie con una sonrisa falsa-. Aquí llega tu ensalada. Será mejor que siga con los papeles.

Se volvió y empezó a caminar hacia la barra, pero se detuvo cuando Jackson la llamó por su nombre. Volvió la cabeza para mirarlo a los ojos, con dificultad.

– Santos no quería hacerte daño. Es una buena persona. Y un gran policía.

Las lágrimas se formaron en sus ojos. Sin decir una palabra, siguió andando. Pero una vez en la barra se sentía incapaz de seguir con sus cálculos. No podía dejar de pensar que poco tiempo atrás había visto a Hope Saint Germaine en el barrio francés, hablando con Chop Robichaux.

Y no podía dejar de pensar en Santos.

Como si lo hubiera conjurado con sus pensamientos, entró en el restaurante. El corazón de Liz latió a toda velocidad, y durante un momento pensó que era posible, sólo posible, que hubiera ido a verla.

Pero, por supuesto, no era así. Había ido a ver a Jackson, y parecía enormemente incómodo por estar allí.

Pensó furiosa que debía estarlo. Debía sentirse como el canalla que era.

Lo miró de reojo. Vio que él lanzaba una mirada en su dirección, hacía una mueca y caminaba hacia la puerta. Jackson negó con la cabeza y le indicó con un gesto que se sentara. Con la actitud de un condenado a muerte, Santos obedeció.

Liz tenía un nudo en la garganta que amenazaba con sofocarla. Le dolía mirar a Santos. Le dolía desear tanto algo que nunca podría tener.

No entendía por qué no habían funcionado las cosas entre ellos, por qué no había podido amarla. Aquello habría compensado mil veces todo su pasado, el hecho de haber perdido su brillante futuro. Habría compensado lo de Glory.

Pasó unos minutos más peleándose con las fichas, consciente de que tendría que rehacer todo el trabajo, incapaz de pensar en algo que no fuera Santos. Volvió a mirarlo de reojo y apartó la vista rápidamente.

Se dio cuenta de que tenía mal aspecto. Estaba demacrado y cansado. Algo en su expresión hacía que pareciera un niño perdido. Tal y como debió ser tantos años atrás, después del asesinato de su madre, cuando no tenía a nadie.

Acababa de perder a Lily, y ahora había perdido el trabajo. Tragó saliva, incómoda. En cierto modo, Santos se encontraba de nuevo en la misma situación. No tenía nada ni a nadie.

Le encantaba el trabajo de policía, y era muy bueno. Uno de los mejores. No podía hacerle daño en algo así, por mucho daño que él le hubiera hecho a ella. Era algo odioso.

Y, a la larga, era probable que a ella le hiciera más daño que a él.

Se puso en pie y se pasó las manos por la falda, nerviosa. El hecho de que Hope Saint Germaine y Chop Robichaux estuvieran hablando podría ser una coincidencia que no tuviera nada que ver con Santos. Probablemente era así. Pero al menos así limpiaría su conciencia.

Respiró profundamente y caminó hacia la mesa. Los dos hombres la miraron. Apretó las manos fuertemente.

– Hola, Santos.

– Hola.

Parecía estar sufriendo. Liz se dio cuenta de que se sentía culpable por haberle hecho daño. No lo había hecho a propósito. El dolor de sus ojos era verdadero.

– Si quieres que me vaya -dijo Santos en voz muy baja.

– No, es que… -respiró profundamente-. Tengo que hablar con vosotros -miró a Jackson-. Con los dos. ¿Puedo sentarme?

Los dos asintieron. Liz tomó asiento y, sin más preámbulos, les contó lo que sabía. Unos minutos después, Jackson se echó hacia atrás en la silla y silbó.

– Vaya, vaya.

Santos sacudió la cabeza, anonadado.

– Me convencí de que no podía estar implicada. A pesar de que el instinto me decía lo contrario, a pesar de que todo la apuntaba a ella una y otra vez, a pesar de que recordaba el veneno que había en su voz y en sus ojos la última vez que la vi. Pero pensé que era una tontería. Me dije que no era posible.

– Pero ¿Chop Robichaux? No se puede caer mucho más bajo que él, así que ¿cómo…?

– ¿Cómo se pondría en contacto con él? -Santos se echó hacia delante-. No se pueden abrir las páginas amarillas y buscar sacos de estiércol.

– Y Robichaux no lo arriesgaría todo por cualquiera.

– Lo haría por la cantidad de dinero adecuada. Lo conozco bien. Haría cualquier cosa por dinero.

– Pero ¿cuánto podría tener que pagar por hacer algo así? No me parece que le haya salido muy rentable. ¿Qué piensas tú? ¿Adónde nos lleva esto?

– Necesitamos pruebas, algo que demuestre la relación que hay entre ellos. Tenemos que averiguar qué había en ese sobre.

Liz se quedó mirándolos y escuchando. Tenía la impresión de que sobraba, como una niña a la que no hubieran invitado a jugar. Ya no formaba parte del equipo. Ya no la necesitaban ni contaban con ella.

Se esforzó por no llorar. Se aclaró la garganta y se puso en pie.

– Bueno, os dejo que habléis. Sólo quería…

Dejó de hablar, haciendo un esfuerzo para no ponerse en ridículo echándose a llorar.

Santos también se levantó.

– No sé cómo darte las gracias, Liz. No sé qué habría hecho si…

– Olvídalo -se volvió a pasar las manos por la falda-. De verdad.

– No quiero olvidarlo. Estoy en deuda contigo. No sabes el favor que me has hecho.

Liz se cruzó de brazos y negó con la cabeza.

– No, Santos. No te he hecho ningún favor. No lo he hecho porque te haya perdonado. No lo hecho porque te ame -se aclaró la garganta-. Lo he hecho porque era mi deber. Porque eres un buen policía, y porque no podría haber vivido conmigo misma si te lo hubiera ocultado.

Santos tomó su mano y la apretó con cariño.

– Sean cuales sean tus motivos, muchas gracias. Acabas de salvarme la vida.

Capítulo 63

– Bueno, señor Michaels -dijo Glory, cerrando la puerta de su despacho y dirigiéndose a los sofás-. ¿Qué opina?

El hombre sonrió, caminó hasta un sofá y tomó asiento.

– Tutéeme, por favor.

Glory se sentó delante de él.

– Sólo si tú haces lo mismo.

– De acuerdo -volvió a sonreír-. Es una propiedad preciosa. La tienes muy bien cuidada.

– Gracias -se puso las manos en el regazo-. Me encanta el Saint Charles. Ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo. De hecho, para mí es como un pariente.

Dudó, incómoda por lo que estaba haciendo. En parte tenía la impresión de que el mero hecho de hablar con un inversor como Jonathan Michaels constituía una traición hacia su padre, pero por otro lado sabía que los tiempos cambiaban, y que el Saint Charles y ella tenían que adaptarse a los cambios.

– Estoy segura -continuó, mirándolo de nuevo- que eso es una tontería para un hombre de negocios pragmático como tú.

– Desde luego que no -se apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia ella-. Cuando mi agente se puso en contacto contigo no pensé que tuviéramos ninguna posibilidad. A fin de cuentas, ya lo habíamos intentado antes. ¿Cómo es que ahora te interesa vender?

– No me interesa vender -corrigió rápidamente-. Pero, como le he explicado a tu empleado, estoy considerando la posibilidad de aceptar un socio.

El hombre inclinó la cabeza con una sonrisa.

– Perdona. No he elegido el término más adecuado. Dijiste que tu participación sería del veinte por ciento, ¿no?

– Exactamente. Eso no es negociable. También me interesa bastante vuestro servicio de gestión. Tenéis muy buena reputación, aunque estoy segura de que ya lo sabes.

El hombre sonrió, indicando que así era.

– Puedo preguntarte por qué has decidido tener un socio en este momento?

– Por motivos ajenos a mi voluntad, el hotel es mucho menos rentable que antes.

– La situación.

– Sí, ése es el motivo principal. Otro motivo es la proliferación de hoteles nuevos en la ciudad -respiró profundamente-. Si no puedo conseguir que suba el número de huéspedes acabaré por ser incapaz de mantener el hotel.

– Podrías bajar el precio de las habitaciones.

– Ya lo he hecho. Lo he bajado mucho a lo largo de los años. Pero sigue sin venir mucha gente. Lo primero que se va a resentir es el servicio que ofrecemos, y no quiero que eso ocurra.

– Lo entiendo perfectamente. En mi opinión, sería una tragedia. Quedan muy pocos lugares como éste -observó su expresión, sin pasar por alto un solo detalle-. ¿Son ésos tus únicos motivos?

– No -se puso en pie para mirar por la ventana-. Como sabrás, la gerencia de un hotel es una ocupación que consume mucho tiempo.

– Sí, más que una jornada de trabajo normal.

– Exactamente. Y hay otra cosa a la que me apetece dedicarme. Otra propiedad, mucho más pequeña, con un enorme potencial de crecimiento.

El agente arqueó una ceja.

– A juzgar por tu mirada, esa propiedad es algo especial.

Glory sonrió.

– Mucho. Pero me va a llevar mucho tiempo. Y necesito un capital considerable para sacarla a flote.

– Hay alguna posibilidad de que te apetezca tener un socio en esa empresa?

Glory volvió a reír. Le caía bien aquel hombre.

– No te sentirías muy cómodo, créeme. Pero me lo tomo tan en serio como el Saint Charles. También es una propiedad familiar. Por parte de madre -caminó hacia la mesa y se apoyó en ella-. Ya hemos hablado de mí y de los motivos por los que quiero un socio. ¿Qué hay de ti? Sé que has llevado a cabo una investigación. No habrías llegado tan lejos en el negocio si no te informaras bien sobre tus inversiones. Sabiendo lo que sabes de este hotel, ¿cómo es que te interesa adquirir la mayor parte del capital?

– Muy sencillo. Porque el Saint Charles es una joya. Porque es el complemento perfecto para mis demás hoteles. Y porque creo que esta zona de Nueva Orleans se pondrá de moda dentro de unos años. También estoy convencido de que, si pueden elegir, los visitantes más exigentes preferirán un antiguo hotel del centro antes que un hotel moderno de las afueras. Lo más importante es la publicidad. Hay que correr la voz de que este hotel es muy especial. Lo incluiremos en el circuito de los viajes organizados, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Mi empresa de gestión tiene mucho éxito con los mayoristas europeos. Ya verás como dentro de seis meses lo tienes ocupado al noventa por ciento.

Glory se esforzó por ocultar su alegría. El hotel no había estado nunca tan ocupado, ni siquiera en vida de su padre.

– ¿No crees que apuntas demasiado alto?

– Lo he hecho antes.

Era cierto. También ella había estado investigando. Jonathan Michaels tenía una excelente reputación. A nivel financiero era muy estable, y el historial de su éxito se consideraba fuerte y honrado.

Jonathan se levantó y observó la calle desde la ventana.

– También tengo intención de comprar varios comercios en las inmediaciones del hotel.

Glory arqueó las cejas.

– Ésa sería una inversión considerable en una zona que casi todo el mundo considera muerta.

– Tengo el capital suficiente, y me encanta esta ciudad. Creo en ella. ¿Sabes que nací aquí?

Glory asintió.

– Tu padre trabajó en este hotel durante una temporada.

– De portero -rió y sacudió la cabeza-. Recuerdo que venía a verlo aquí, con mi madre. Este edificio me impresionaba.

Glory rió.

– A veces me impresiona a mí también.

– Un día conocí a tu padre. Fue muy amable con nosotros. Más adelante lo conocí por motivos de negocios.

Glory lo examinó detenidamente. Jonathan Michaels parecía estar cerca de los cincuenta años. Si su padre viviera, tendría sesenta y cuatro años.

– ¿De verdad?

– Yo estaba empezando en el negocio, y él estaba en la cima. Lo admiraba muchísimo.

– Yo también. Gracias -miró el reloj-. Sé que tienes que tomar un avión, así que no te entretendré más.

Jonathan asintió y caminaron hacia la puerta.

– ¿Qué opinas? -le preguntó-. ¿Te interesa?

– Mucho.

– Tendré que hablar con mis asesores financieros. El abogado y el contable del hotel. Y con mi madre. Como probablemente sabrás, es la propietaria del cincuenta por ciento del hotel.

– ¿Crees que querrá vender su parte?

Glory abrió la puerta y se dirigieron a los ascensores.

– No tiene tanto cariño al hotel como yo, pero le gusta el prestigio de ser la propietaria.

– Muchos de esos detalles se pueden arreglar -llegó el ascensor, y se introdujo en él-. Te llamaré.

– Muy bien. Una asociación entre nuestros hoteles resultaría rentable para los dos. Y buena para el Saint Charles.

– Si no lo creyera no me habría reunido contigo. Te llamaré -repitió.

Después de que se marchara Jonathan, Glory volvió a su despacho. Se quedó en la puerta, mirando el escritorio de su padre, la ventana y el paisaje. Se sentía a la vez triste y esperanzada.

Su padre no habría querido que el hotel fracasara. No habría permitido que fuera arruinándose poco a poco. Y le habría gustado todo en Jonathan Michaels, desde su reputación en la industria hasta el hecho de que fuera de Nueva Orleans.

Pero a su madre no le caería bien. No pensaría que tenía la categoría suficiente para ser su socio. No querría renunciar a su reputación, ni querría hacer nada que temiera que fuera a despertar habladurías.

Su madre nunca accedería a aquel trato, al menos no de buen grado.

Y Glory no sabía muy bien cómo iba a resolver el problema.

Capítulo 64

El club se llamaba Rack. Se encontraba en un extremo del barrio francés, alejado del centro del bullicio turístico. Abría a las doce de la noche y cerraba al amanecer, para acoger a una clientela cuyos apetitos sexuales giraban en torno a dar y recibir dolor.

Y Hope Saint Germaine acababa de entrar.

Santos silbó para sus adentros. Después de seguirla durante cinco días había encontrado algo interesante. Pero aquello era lo último que esperaba. Si no la hubiera visto personalmente, si no la hubiera seguido desde su casa hasta el local, si no la hubiera visto salir de su coche, vestida de negro y con la cara tapada por una bufanda, para entrar en el club, no se lo habría creído.

Casi la tenía.

Se bajó un poco la gorra y salió del coche. Jackson había descubierto recientemente que Hope había retirado de su cuenta veinticinco mil dólares. También había averiguado que no había colocado el dinero en otra de sus cuentas, al menos, en ninguna a la que tuvieran acceso las fuentes de Jackson.

Desgraciadamente, sacar dinero de una cuenta no era ningún delito. Y dado que Jackson y él se habían enterado por vías ilegales, la información no se podía utilizar en un juzgado ni en ningún otro sitio. Necesitaba más. Tenía que conseguir alguna prueba de que le había preparado una encerrona.

Santos entró en el Rack, con la cabeza baja. Alguien podía reconocerlo, aunque hacía muchos años que no iba a aquel sitio en una redada rutinaria. Si no le fallaba la memoria, después de una de las redadas el local estuvo cerrado durante tres días.

La vida seguía su curso. La policía no tenía dinero ni personal para actuar contra todas las infracciones de la ley, y además no estaba seguro de que hubiera algo de malo en una relación consensuada entre adultos, por repugnante que le pareciera.

Todo el mundo tenía algún entretenimiento.

Examinó la estancia. Era muy elegante. No se trataba en absoluto del interior que cabría esperar de un local en el que se reunían los sadomasoquistas. Pero la clientela del Rack era de clase alta. Estaban acostumbrados a lo mejor y no se conformaban con menos, ni siquiera para dar rienda suelta a sus aficiones más inconfesables. Además, si algún cliente deseaba la cámara de los horrores tradicional, podía encontrarla en los reservados de la parte trasera.

Santos avanzó dentro del club, entre una multitud ataviada con una cantidad increíble de cuero negro y cadenas. Se detuvo para ceder el paso a un hombre que llevaba a su amigo con una cadena de perro. En la barra, una mujer con botas de tacón de aguja utilizaba la espalda desnuda de su acompañante como reposapiés. Santos contuvo la respiración cuando vio que se inclinaba hacia delante, hundiendo el tacón en la carne del hombre.

También había muchas personas que tenían un aspecto completamente normal, tan bien vestidos y conservadores como cualquier otro banquero, economista o abogado.

Pero no veía a Hope Saint Germaine.

Debía estar en una fiesta privada, en uno de los reservados. Maldijo y miró de nuevo a su alrededor. No podía entrar en un reservado si no ocurría un milagro, ya que ni siquiera podía enseñar su placa de policía. No sabía qué hacer.

– Hola, guapísimo.

Una mujer alta, de constitución fuerte, que tal vez había sido un hombre en el pasado, entrelazó un brazo con el suyo, pasándole las larguísimas uñas rojas por la piel en ademán seductor.

– Tienes pinta de ser precisamente el hombre que podría hacerme gritar -le dijo.

Santos miró sus ojos cargados de pintura y reconoció a Samantha. Sus caminos se habían cruzado en varias ocasiones. Era un conocido travesti.

Y tal vez pudiera ayudarlo.

– Hola, Sam -dijo sonriendo-. ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

Samantha intentó apartarse al reconocerlo, pero Santos le cubrió la mano con la suya para retenerla en el sitio.

– No irás a montar una escena, ¿verdad? No me gustaría nada.

Samantha negó con la cabeza.

– No voy a hacer nada. Venga, detective, sólo me estaba divirtiendo un poco.

– ¿Ya te has divertido? Pues ven conmigo. Tenemos que hablar.

La condujo a una esquina y se colocó de espaldas a la pared, para seguir controlando todo el local.

– Necesito saber qué pasa hoy -le dijo.

Samantha volvió a negar con la cabeza, algo nerviosa.

– Ya te lo he dicho, detective. No pasa nada.

– Las fiestas privadas, Sam. Necesito saber qué fiestas se celebran esta noche.

Samantha se alisó con una mano el vestido negro de satén. Tenía una abertura a un lado, sujeta con cadenas plateadas.

– No sé nada. De verdad.

Santos se dio cuenta de que le temblaba la mano.

– ¿Estás nerviosa por algo?

– No, en absoluto.

– Entonces, ¿por qué tiemblas? Parece como si te sintieras culpable, o algo así -se acercó-. Podría arrestarte por varios motivos. Nunca te ha gustado demasiado la cárcel, ¿verdad?

Samantha palideció.

– No me hagas esto, por favor. Si alguien descubre que te he dicho algo…

– Busco a una mujer madura. De la alta sociedad. Tiene un montón de dinero.

Samantha se mordió el labio y miró nerviosa a los lados.

– ¿Sabes de quién hablo? -preguntó mirándola a los ojos-. Te debo una, Sam. Esto es muy importante. Es algo personal.

Durante un momento Samantha guardó silencio, pensativa. Después asintió y se acercó un poco.

– Sé de quién hablas -dijo bajando la voz-. Es una verdadera zorra. Dejó malherido a un amigo mío. Se pasó una semana en el hospital.

El corazón de Santos empezó a latir con fuerza. La tenía.

– ¿Qué más?

– Le gustan los chicos jóvenes y musculosos. Hay gente que tiene gustos muy raros.

– ¿Está aquí ahora?

Samantha se humedeció los labios y asintió.

– Acaba de llegar. Nunca habla con nadie. Nunca mira a nadie. Se considera superior a los demás.

– Así que entra en un reservado -dijo Santos impaciente-. ¿Qué hace entonces?

– Empiezan los juegos, evidentemente. Tengo entendido que se hace llamar Violet.

Se había puesto un nombre de flor. Como las demás mujeres Pierron.

– ¿Chop le consigue el material?

La expresión de Samantha se enfrió.

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Claro que lo sabes -le sujetó la mano con fuerza-. Chop consigue el material a casi todo el mundo. ¿Cuánto le cuesta lo que le gusta?

– Nunca he estado con ella, ¿sabes? Pero según tengo entendido, entre unos cientos y unos miles de dólares. Según lo que le apetezca cada noche.

En ningún caso veinticinco mil. Santos asintió, entrecerrando los ojos. Evidentemente, había invertido el dinero en otra cosa. Algo más peligroso, más fuera de lo normal que lo que ocurría arriba.

– Muchas gracias, Samantha -dijo soltándole la mano-. No olvidaré esto, Te debo una.

Cuando se volvió para marcharse, Samantha lo retuvo por el brazo y lo miró detenidamente.

– ¿Por qué no saldas tu cuenta ahora? Quédate un rato, podríamos pasarlo bien -se acercó un poco-. Estoy segura de que puedo enseñarte unos cuantos trucos nuevos.

Santos le apartó la mano, pero respondió con tono amable.

– Ya conozco todos los trucos que necesito. Cuídate, Sam. -Santos se alejó, dejando atrás el Rack.

Capítulo 65

Siete horas después, Santos y Jackson se detuvieron frente al club de Chop Robichaux, en Bourbon. Aún no eran las diez de la mañana, y la calle estaba casi desierta. Estaban convencidos de que Chop no tendría demasiada compañía en aquel momento. Justo lo que querían. El juego al que estaban a punto de jugar no se ajustaba demasiado a los reglamentos, y no querían testigos.

Jackson se volvió hacia Santos.

– Bueno, ya sabes. Hay que convencerlo de que Hope Saint Germaine lo ha delatado, y de que eso le va a costar muchos años de cárcel.

– Pan comido -Jackson sonrió incómodo-. Tenemos que apelar a su vertiente criminal y paranoide.

Santos miró la entrada del club, inquieto. Jackson y él habían hecho cosas parecidas anteriormente. Miles de veces. Pero nunca se había jugado tanto como en aquella ocasión. Su vida era lo que estaba en juego. Miró a su amigo.

– Es posible que no funcione. Puede que no muerda el anzuelo.

– Funcionará. Confía en mí, compañero. Cuando lo acorralemos cantará todo lo que sepa. Y si no lo hace, se lo sacaré a golpes.

– Se supone que eso tengo que decirlo yo -murmuró Santos, intentando bromear-. Si sigues así acabarás por pedir un filete.

– Gordo y poco hecho.

Santos rió, aunque la risa le sonó hueca.

– Ya tenemos lo fundamental. Sabemos lo del dinero. Sabemos que se reunió con él y que le entregó un sobre. Conocemos las actividades secretas de Hope. Lo único que tenemos que hacer es rellenar los espacios en blanco. Lo hacemos todo el tiempo.

– Y debo añadir que muy bien.

– Me gustaría que tuviéramos algo más -dijo Santos-. Me gustaría que esta visita fuera reglamentaria. Es curioso, pero no me parece tan divertido el juego de sacar una verdad de una mentira cuando se trata de salvarme a mí.

– En serio -dijo Jackson frustrado-. No van a conseguir acabar contigo. No vamos a permitir que eso ocurra.

– Entonces, hagámoslo.

Se bajaron del coche, caminaron hasta la puerta del bar y entraron. Chop estaba en la barra, comiendo y fumando. Tenía la televisión encendida. En la pantalla, el Coyote perseguía al Correcaminos.

– Está cerrado -dijo con la boca llena, sin girarse-. Vuelvan a las once.

– Me temo que no puede ser -dijo Santos, acercándose-. Tenemos un asunto del que hay que ocuparse ahora.

Chop se dio la vuelta para mirarlos, maldijo y volvió a su desayuno.

– Cerdos. ¿Qué pasa ahora?

– Eso, ¿qué pasa? -dijo Jackson, colocándose a su izquierda y mirando la comida-. Nadie te ha prevenido contra las grasas animales, ¿verdad?

– Vete a la mierda.

Santos rió y se apoyó en la barra, a la derecha de Chop. Miró a Jackson a los ojos.

– Me parece que esta mañana alguien se ha levantado con el pie izquierdo.

Chop miró a Santos con los ojos entrecerrados y se metió otro tenedor en la boca.

– No puedes estar aquí en misión policial. Ya no eres policía.

– ¿Ah, no? -sacó la placa, o lo que esperaba que Chop tomara por una placa, y se la puso ante los ojos-. Es curioso cómo pueden cambiar las cosas de la noche a la mañana. Se descubre cierta información, y al amanecer todo ha cambiado.

Chop parecía más divertido que nervioso.

– ¿Quién es tu amigo?

– Detective Jackson -le enseñó la placa y se la metió en el bolsillo-. Queremos hablar contigo sobre una interesante charla que hemos mantenido con una amiga tuya.

– ¿Una amiga mía? -rió-. No sabía que tuviera amigos.

– Se llama Hope Saint Germaine. A veces se hace llamar Violet. ¿Te suena de algo?

La sonrisa de Chop se desvaneció, y apartó el plato.

– No. Tal vez deberíais refrescarme la memoria.

– Con mucho gusto -Santos levantó el encendedor de Chop y lo examinó con despreocupación-. Pesa mucho. Debe ser de oro -lo abrió, lo encendió, y dejó caer la tapa-. ¿Cuánto cuesta este mechero, Chop? No creo que cueste veinticinco mil dólares. No debe ser tan caro. ¿Qué piensas tú, Jackson?

Lanzó el encendedor a su compañero, que lo atrapó en el aire y lo examinó.

– Estoy seguro de que por veinticinco mil dólares se podrían comprar muchos como éste. Tal vez una maleta llena.

Chop le arrebató el encendedor y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

– ¿Queréis llegar a algún sitio con eso?

– Sí, claro que queremos llegar a algún sitio -Santos se inclinó hacia él, taladrándolo con la mirada-. Esa amiga tuya dice que le hiciste chantaje. Dice que amenazaste con revelar sus… preferencias sexuales. Asegura que te oyó planear la trampa que me tendiste, También va a testificar. Ya sabes que a las damas de la alta sociedad no les gusta ir a la cárcel -sonrió y le hundió el dedo en el pecho-. Y te tenemos, amigo. Te vamos a arrestar por conspiración y chantaje. ¿Qué te parece?

Chop apartó la mano de Santos de un manotazo y bostezó.

– Una tontería. No tenéis nada.

– Tenemos todo lo que necesitamos.

– Seguro que sí -rió y se puso en pie-. Creo que voy a llamar a mi amigo el fiscal del distrito. Seguro que este incidente le parece muy interesante.

Jackson lo retuvo por el brazo.

– No creo que quieras hacer eso. Sobre todo porque tenemos un testigo. Alguien que vio cómo te entregaba el dinero. El chantaje es un delito muy feo. Sobre todo cuando se chantajea a una mujer con tantas influencias.

Chop tragó saliva y empezó a sudar.

– Mira -Santos se acercó a él-. Creo que está implicada. No me llevo muy bien con ella, pero tampoco me importará demasiado que cargues tú con toda la culpa. Me alegraré de tenerte fuera de la circulación, y en cualquier caso, he recuperado mi placa.

– Fuera de la circulación -repitió Jackson-. Ya era hora de retirar a este tipo de la calle. ¿Cuánto crees que le caerá, Santos?

– Entre quince y treinta años. A fin de cuentas, tenemos dos cargos contra él -sonrió a su compañero, sabiendo que lo tenían en el bote-. ¿Crees que a los presidiarios les gustará? No es demasiado feo, y a algunos les gustan los hombres rellenitos.

– Vete a la mierda -dijo Chop, aunque sin ninguna convicción -Incluso si le aplican la condena mínima -continuó Jackson-, cuando salga será demasiado viejo para volver a salir adelante. Claro que no es nuestro problema.

– ¿Por qué iba a chantajearla? -preguntó Chop, poniéndose en pie-. Con algo así sólo conseguiría destrozar mi reputación. Os aseguro que tengo clientes mucho más ricos y que tienen mucho más que perder que ella.

– Te creo, desde luego -dijo Santos, divertido, mirando a Jackson-. ¿Tú lo crees?

– Sí, desde luego, claro que lo creo. Pero ¿crees que pensarán lo mismo los miembros del jurado? Me lo imagino. Cuando el fiscal termine de describir todos los detalles de tu trabajo… -sacudió la cabeza-. Francamente, la cadena perpetua les parecería poco.

Chop guardó silencio durante un minuto. Se quedó mirando a uno y a otro, mordiéndose el labio inferior, nervioso.

– No voy a pringar por esa bruja pervertida -dijo al fin-. Me da igual lo que me pagara -miró a Santos-. Ella fue la que recurrió a mí. Quería acabar contigo. Fue ella quien lo planeó todo.

– Seguro -dijo Santos con sarcasmo, ocultando su euforia-. Estamos hablando de una mujer que pertenece a una de las mejores familias de la ciudad. Hablamos de una señora que va a misa todos los días. Una persona que dona cantidades enormes a todas las organizaciones caritativas. ¿Y ella lo ha planeado todo? -hizo un gesto a Jackson-. Espósalo.

– ¡Es verdad! -Chop dio un paso atrás-. Y puedo demostrarlo. Puedo demostrarlo todo. Tengo nombres, fechas, fotografías y grabaciones. Nadie, absolutamente nadie, le toma el pelo a Chop Robichaux.

Jackson y Santos descubrieron poco después que, en efecto, podía demostrarlo todo. Era innegable que Chop era un hombre de negocios muy cuidadoso. Al parecer tenía registros de todo y de todos. No faroleaba cuando dijo que tenía clientes con mucho más que perder que Hope Saint Germaine. Ya estaba con el fiscal, intentando llegar a un acuerdo a cambio de su colaboración, pero no iba a salir impune de aquello.

Santos dio una palmada en la carpeta. En su interior había varias fotografías de Hope Saint Germaine. Fotografias de su otra vida, de la vida que había conseguido guardar en secreto durante tanto tiempo. De la vida que ni siquiera su hija sospechaba que llevaba.

Glory. Se le formó un nudo en la garganta. No sabía cómo iba a decírselo a Glory.

– Oye, compañero.

Santos se volvió.

– ¿Tienes la orden de detención?

– Se está gestionando. La tendremos en menos de una hora. Cuarenta minutos, si todo va bien.

– Quiero ir.

– Es comprensible. Ya he hablado con el capitán. Ha escuchado la grabación de la confesión de Chop. Dadas las circunstancias, no creo que haya problema.

Santos miró el reloj y frunció el ceño.

– Necesito que sea una hora. Tengo que… -se le hizo un nudo en la garganta-. Tengo que decírselo a Glory. No puedo permitir que se entere por las noticias. Y querrá ver a su madre, estoy seguro. Antes de que lleguemos.

– ¿Vas a decírselo a Glory? No podemos arriesgarnos a que su madre se nos escape.

Santos asintió, incómodo ante la perspectiva de lo que tenía que hacer.

– No te preocupes. Si va a ver a su madre, y supongo que lo hará, me quedaré vigilando y te esperaré ahí.

– Muy bien. Me encargaré de tenerlo todo preparado -examinó la expresión de su compañero-. ¿Te encuentras bien?

– Claro que no. ¿Cómo quieres que me encuentre bien? Me alegro de haber recuperado la placa. Otra vez soy policía. Persigo a los malhechores y busco respuestas. Es lo único que sé hacer. Pero ¿cómo puedo mirar a Glory a los ojos y decirle lo que es su madre?

– Tienes razón. Eres un buen policía. Y esto no es culpa tuya. Tú no eres el responsable de esto. Recuérdalo.

– Sí, pero díselo a Glory -respiró profundamente, frustrado-. ¿Qué voy a decirle? ¿Cómo se lo voy a contar sin hacerle daño?

– No lo sé -le puso una mano en el hombro-. No tengo ni idea.

Capítulo 66

Santos encontró a Glory en su despacho del hotel. Pidió a la secretaria que no permitiera interrupciones, y le contó detenidamente toda la historia, empezando por el momento en que Liz había hablado con Jackson y él.

Mientras Santos hablaba, Glory lo miraba inmóvil, mirándolo sin verlo, sin dar crédito a sus oídos.

– No puedes hablar en serio.

– Te aseguro que hablo completamente en serio -se aclaró la garganta-. Lo siento mucho, Glory.

– Pero esto es ridículo. Es una locura. ¿Estás diciendo que seguiste a mi madre? ¿Estás diciendo que descubriste que tenía algo que ver con el tal Chop Robichaux? ¿Que es cliente suya? -subió la voz-. ¿Insinúas que fue ella…?

– Sí. Ella fue la que me tendió la trampa.

Glory volvió a negar con la cabeza, sintiendo que la sangre escapaba de su cerebro. No podía creer que algo así estuviera sucediendo.

– No te creo.

– Lo siento. Me gustaría que no fuera verdad.

Se miró las manos y volvió a subir la vista a Glory. Ella contuvo la respiración al ver su rostro desamparado. Presa del miedo, empezó a temblar violentamente.

– ¡No es verdad! -se puso en pie, con los puños cerrados a los lados-. ¿Por qué me haces esto, Santos? Sé que mi madre no te cae bien. Sé que tienes motivos para odiarla. Pero esto es… es…

Se apartó de él, incapaz de soportar la expresión lastimosa de sus ojos. Se llevó las manos a la cara, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas, que hicieran que terminara esa pesadilla, que despertara y se encontrase con que no estaba sucediendo lo que creía.

Volvió a mirarlo directamente a los ojos.

– Esto va más allá de una simple enemistad, Santos. Lo que has ideado es enfermizo. Necesitas ayuda.

Se levantó y caminó hacia ella. Los ojos de Glory se llenaron de lágrimas. La sujetó por los brazos y la acarició, como si intentara ayudarla a entrar en calor.

– Yo no soy el enfermizo, cariño. Créeme, no me gusta tener que hacerte tanto daño.

Glory apartó las manos.

– No te creo. Todo esto es mentira. ¡Mentira! Es imposible. La mujer de la que hablas no es mi madre.

– Sé que es tu madre. No sabes el miedo que me daba venir a decirte esto. No puedes imaginar…

– Ahórrame la palabrería, detective Santos. Estás disfrutando con esto.

Santos se puso tenso.

– Estás enfadada con la persona que no es. Y por mucho que mates al mensajero no podrás alterar las noticias. Yo no soy el que te ha traicionado. Y los dos lo sabemos.

Glory se llevó la mano a los ojos, para cubrirlos y combatir contra las lágrimas. Seguía pensando que no era verdad. No podía ser verdad.

– He traído pruebas. Tengo fotografías, pero no quiero que las veas -la sujetó por el brazo y la obligó a mirarlo-. Créeme, Glory Nunca te mentiría. Ni con respecto a esto, ni con respecto a ninguna otra cosa.

– ¿Fotografias? -repitió Glory, con la vista empañada por las lágrimas-. ¿Qué quieres decir?

Santos señaló con la mirada el gran sobre que llevaba consigo, y que había dejado en la silla.

– Robichaux tiene registros de todos sus clientes. Guarda todas las transacciones, con la fecha, el tipo de servicio prestado y el precio. Los archivos de tu madre se remontan a 1970.

En aquella época Glory tenía tres años. Su padre aún estaba vivo. Completamente vivo.

Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. No era verdad. No podía ser verdad.

Se acercó a la carpeta, la levantó, y la abrió con aire desafiante.

– ¡Glory! -Santos dio un paso hacia ella-. Créeme, por favor, cariño. Cuando hayas visto esas fotografías no habrá vuelta atrás. ¿No lo entiendes? Cuando la hayas visto así, nunca…

– No digas nada más -respiró profundamente, advirtiendo por primera vez que estaba al borde de la histeria-. No me hables. No me vuelvas a hablar nunca más.

– Yo no lo he hecho, Glory. Sólo lo he descubierto -dio otro paso al frente-. Si miras esas fotografías, nunca serás capaz de olvidarlas. No te hagas eso. No es necesario. Créeme, por favor.

Glory aferró los papeles que contenía el sobre, sintiendo en los dedos el contacto del papel fotográfico. Sacó una de las instantáneas, mirando a Santos y no la fotografía.

Le empezó a temblar la mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Dejó caer el sobre y empezó a sollozar. Santos se apresuró a tomarla entre sus brazos.

– Glory, cariño, todo se arreglará.

– Nada se arreglará -acertó a decir entre lágrimas-. ¿Cómo pueden arreglarse las cosas después de esto? Mi madre es… Mi madre…

Lloró durante largo rato. El dolor que sentía era demasiado intenso para soportarlo. Mientras tanto, Santos la abrazaba, murmurándole palabras de consuelo y acariciándole el pelo.

Al final, agotada, levantó la vista para mirarlo.

– ¿Qué voy a hacer ahora, Santos? ¿Qué puedo hacer para seguir viviendo?

– Saldrás adelante -murmuró, secándole las lágrimas con los pulgares-. Pero antes tendrás que ir a hablar con ella. No tienes demasiado tiempo.

Glory se limpió la nariz con la palma de la mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Hay una orden de arresto contra ella.

– ¿Una orden de arresto? -repitió, perdiendo las fuerzas-. ¿Cuáles son los cargos?

– Conspiración. He conseguido que esperen un poco. Sabía que querrías verla antes de…

Antes de que la detuvieran. Antes de que la historia saliera a la luz y los medios de comunicación se cebaran en ella.

Su frase sin terminar quedó colgada del aire, entre ellos. El corazón de Glory se detuvo, y después empezó a latir de nuevo a toda velocidad.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabías? ¿Cuánto tiempo has pasado siguiéndola?

Apenas podía pronunciar las palabras. Le sonaban demasiado raras.

Cinco días.

– Cinco.., días.

Contó hacia atrás, pensando en las veces que había visto a su madre. Se dio cuenta de lo que significaba el silencio de Santos.

Se apartó de él, sintiendo una cólera tan intensa que apenas podía respirar.

– Te enteraste de esto hace cinco días, pero no me dijiste nada. Durante cinco días estuviste sospechando y…

– Y hasta hoy no tenía nada más que sospechas. ¿Qué habría podido decirte?

– Podrías haberme dicho la verdad. Somos amantes. Dormimos juntos. Pero me has ocultado esto -sacudió la cabeza, destrozada-. No viste nada de malo en eso, ¿verdad?

– No. Sin tener pruebas, ¿qué podría haberte dicho? ¿Que creía que tu madre había preparado la trampa que me tendieron? ¿Que tenía algo que ver con un delincuente habitual? ¡Por favor, Glory! Es tu madre.

– Exactamente -se apartó el pelo de la cara con una mano temblorosa-. Es mi madre. Deberías haberme dicho la verdad. Deberías haberme dicho lo que ocurría. Me merecía eso, por lo menos.

– Si te lo hubiera dicho habría puesto en peligro la investigación.

– Ya veo -cerró los puños, furiosa-. Tenías miedo de que pusiera a mi madre sobre aviso y se escabullera. Tenias miedo de que encontrara la forma de detenerte. De que advirtiera a tu capitán lo que estabas haciendo.

Santos no dijo nada durante un momento. Después dejó escapar la respiración, frustrado.

– Sabía que no me creerías. Quería ser capaz de demostrarte que era cierto. ¿Qué tiene eso de malo?

Glory se dio cuenta de que Santos no la amaba. Nunca la amaría. La traición que había cometido en el pasado seguía pesando sobre él. No confiaba en ella. Nunca podría confiar.

Caminó hacia la mesa. Sacó el bolso del último cajón y se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

– No mucho -miró de nuevo el reloj-. Veinte minutos, como mucho.

Glory asintió, muy tranquila, aunque por dentro estaba destrozada.

– Será mejor que me vaya.

– Voy contigo.

Glory entrecerró los ojos.

– Nada de eso. Voy sola.

– Se lo he prometido a Jackson.

– ¿Aún te da miedo de que la ayude a escapar?

En el tenso silencio que siguió, Glory salió del despacho. Una vez en la puerta, se detuvo y se volvió hacia Santos.

– No dejas de acusarme de no creer en ti -le dijo-. De no haber creído nunca en ti. Pero creí en ti lo suficiente para amarte. No una vez, sino dos. Eres tú el que da importancia a nuestras diferencias. Tú fuiste el que juzgó, el que decidió que yo estaba demasiado mimada para amarte de verdad. Tú fuiste el que decidió que no me merecías. Tengo la impresión de que tú fuiste siempre el que no creía que esto pudiera funcionar. Porque no confiabas en mí. Pero en este momento no tengo tiempo de pensar en ello -respiró profundamente y lo miró a los ojos, retándolo a llevarle la contraria-. Voy a ver a mi madre. Y voy sola.

Santos no le llevó la contraria porque no se sentía con fuerzas. Seguía amándola, a pesar de que ella había sido la primera en traicionarlo, a pesar de que si no podía confiar en ella era porque le había demostrado, una y otra vez, que estaba dispuesta a anteponer la familia a la lógica.

Capítulo 67

Glory condujo como loca, cegada por las lágrimas, con la cabeza llena de las cosas que había dicho Santos sobre su madre, sobre sus retorcidas pasiones, su relación con Chop Robichaux y su intento de tenderle una trampa.

Se dijo que debía haber una explicación. Esperaba con todas sus fuerzas que la hubiera. Quería que su madre la abrazara y le dijera que no era cierto. Que le prometiera que no era cierto.

Pero sabía que sus ruegos no se verían cumplidos.

Algún milagro le permitió llegar a casa de su madre sin incidentes. Salió apresuradamente del coche y corrió por el camino. En cuanto llegó a la puerta se puso a llamar fuertemente. Abrió la señora Hilcrest, que se alarmó considerablemente al verla en aquel estado.

– ¿Qué pasa, señorita Glory?

– ¿Dónde está mi madre? -dijo, a punto de atropellarla al entrar en la casa-. Tengo que verla.

– En su habitación, descansando. Ha pedido que no la moleste nadie.

Glory corrió hacia las escaleras.

– Unas personas van a venir a buscarla. Distráelas todo lo que puedas.

– ¿Cómo dice? -la siguió al pie de la escalera, confundida-. ¿Quién va a venir a buscar a su madre? No la entiendo.

Glory se detuvo para mirarla.

– Hágame caso, por favor.

Subió a toda prisa los escalones restantes y se detuvo frente a la puerta de su madre. Estuvo a punto de llamar para esperar a que le cediera el paso, pero al final pudo más la impaciencia. Abrió e irrumpió en el dormitorio.

Su madre estaba dormida. Se incorporó de un salto al oír el ruido y la miró confundida.

– ¿Glory Alexandra? -dijo parpadeando y llevándose una mano a la garganta-. ¿Qué haces aquí?

– Tengo que hablar contigo.

Se acercó a la cama. Temblaba tanto que temía no poder llegar. Al final consiguió sentarse en el borde.

Las lágrimas le impedían hablar. Hizo un esfuerzo para tragárselas. No tenía mucho tiempo. Tenía que hablar con su madre. Tenía que oír la verdad, fuera la que fuera.

– Van a venir a buscarte. Tenemos que hablar. Tengo que saber…

– ¿Que van a venir a buscarme? -interrumpió Hope, apartándose el pelo de los ojos-. ¿Quién? ¿Qué quieres decir?

– Santos y… otros -la miró a los ojos-. Tienen una orden de detención.

– ¿Una orden de detención? ¿Para quién?

– Para ti, mamá. Dicen que…

– ¿Para mí? -se echó hacia atrás, horrorizada-. ¿Por qué? No puedo imaginar cómo…

– Dicen que estabas involucrada con lo que hizo Chop Robichaux, que fuiste tú la que planeó la trampa que le tendieron a Santos.

Su madre no lo negó; emitió un sonido de indignación o incredulidad y se quedó mirándola fijamente a los ojos, atemorizada.

Se dio cuenta de que era culpable de todo lo que Santos había dicho. Era verdad.

Las lágrimas afloraron a sus ojos y empezaron a caerle por las mejillas. Se las retiró con impaciencia.

– Lo saben todo, mamá. Se han enterado de lo de Santos, y de tu relación con Chop Robichaux. Saben que… saben qué era lo que te suministraba -alzó la voz-. ¿Es eso cierto, madre? ¿Hacías esas cosas? ¿También cuando papá estaba vivo? No puedo soportar pensar en eso.

– ¡No! -gritó su madre, con un sonido desesperado que salía del centro de su alma-. ¡No!

Glory tomó las manos de su madre. Estaban frías y húmedas como las de un cadáver.

– Tienen pruebas. Fechas y fotografías. Todo un expediente sobre ti -le frotó las manos, intentando calentarlas-. Dime que no es verdad y te creeré. Dime cómo han conseguido esas fotografías y…

Hope apartó las manos de las de su hija y salió de la cama de un salto. Corrió a la puerta del dormitorio y la cerró con pestillo.

– ¡Madre?

Hope se volvió, jadeando nerviosa.

– La oscuridad ha llegado. Tenemos que intentar escondernos. Tenemos que hacer planes.

El corazón de Glory empezó a latir a toda velocidad. Se esforzó por mantener la calma.

– Estás muy nerviosa -dijo con la voz más tranquila que consiguió poner-. Vamos a calmarnos, y juntas encontraremos una solución a este problema. Te prometo que…

– ¡No! Es demasiado tarde. Ya viene hacia aquí. El mal ha llegado.

Glory sujetó fuertemente las manos de su madre.

– ¿De qué hablas, mamá? Tendrás que contármelo para que pueda ayudarte.

– Sí -asintió-. Tengo que contártelo. Ahora debo decirlo -la miró a los ojos con una expresión que la dejó sin aliento-. La oscuridad, la bestia. Viene a por nosotras.

Se apartó de Glory y empezó a recorrer la habitación. Su camisón de seda largo se le enredaba en los tobillos.

– Intenté protegerte -le dijo-. Siempre lo intenté, sin rendirme nunca. Pero lo sabía. La vi en ti, y era muy fuerte.

Glory se humedeció los labios.

– ¿Qué es lo que viste?

– La bestia.

Dio un paso atrás. Las palabras de su madre la habían herido como una puñalada. Recordó su niñez, las ocasiones en que se había despertado para ver a su madre mirándola como si fuera el diablo en persona. Gimió débilmente. Lo único que deseaba era que su madre la quisiera.

Pero cuando Hope la miraba veía un monstruo.

– Es la maldición -continuó Hope-. La herencia de mal de Pierron. Se transmite de madre a hija. Todas la tenemos. Somos pecadoras, sucumbimos. Me resistí tanto como pude -se llevó las manos a la cara-, pero era demasiado fuerte.

Glory tragó saliva, pensando en lo que le había dicho Santos sobre las aficiones de su madre.

– ¿Así que sucumbiste?

– Sí -la miró con la cara llena de lágrimas-. Deseaba algo mejor para ti. Me propuse sacarte a la bestia. Me prometí que no caerías en esta sucesión de pecado. ¿Es que no intenté limpiarte?

Glory recordó la biblioteca, y al pequeño Danny. Se le hizo un nudo en el estómago.

Hope se aferró a sus muñecas.

– Aún tienes tiempo. ¿Lo entiendes?

Negó con la cabeza, mirando a su madre horrorizada. Estaba loca. Completamente loca.

– Necesitas ayuda, mamá. Podemos conseguir que te ayuden.

– No hay ayuda. No puede haberla.

Corrió a las puertas de la terraza y las abrió. Se apoyó en la barandilla, en equilibrio, respirando profundamente.

– ¡Mamá! -la sujetó por detrás, rodeándola con los brazos-. Te puedes caer. Apártate de ahí.

Su madre se debatió. Cayeron contra la barandilla, y la madera crujió. Asustada, Glory la apartó. Perdió el equilibro y se golpeó el hombro con el marco de la puerta. Hope se recuperó.

Se apartó de Glory y volvió a la barandilla.

– Espera en tu interior. Quiere alimentarse de tu alma inmortal. Intenté libertarte. Intenté borrar de tu carne la necesidad de pecado.

– Santos nos ayudará. Si se lo pido, nos ayudará.

Hope negó con la cabeza. De repente, su expresión era muy tranquila.

– El tiene la oscuridad, Glory. La bestia los controla a todos. Los utiliza para conseguirnos.

Glory oyó unas voces en el piso inferior. Santos estaba allí. La ayudaría, y a pesar de todo, ayudaría a su madre.

– Están aquí -le dijo-. Déjame hablar con ellos. Conseguiré que nos den algo de tiempo. Podremos planear algo. Juntas.

– De acuerdo -asintió y volvió al dormitorio, con una calma más sobrecogedora que la histeria anterior-. Ahora voy a rezar el rosario.

Glory la siguió y cerró las puertas de la terraza.

– Me parece muy bien. Ahora vuelvo.

Su madre no pareció advertir su partida. En cuanto Glory salió de la habitación corrió hacia las escaleras, descontrolada. Santos y Jackson estaban en el vestíbulo con la señora Hillcrest y otros dos agentes a los que no reconocía.

– ¡Santos!

El miró hacia arriba. Con lágrimas de alivio en los ojos, empezó a bajar a toda prisa la escalera. Santos se reunió con ella a mitad de camino y la retuvo por las manos.

– ¿Estás bien?

– Sí, pero mi madre… -se esforzó por no desmoronarse-. Está histérica. Ha perdido la razón. Tengo miedo, Santos. Temo por ella. No sé qué hará cuando vayáis a buscarla.

Santos miró a Jackson.

– Llama a la comisaría, y que envíen un psiquiatra cuanto antes -se volvió hacia Glory mientras su compañero encendía el transmisor-. ¿Dónde está?

Glory subió con él las escaleras. Cuando llegaron al dormitorio, Glory llamó con los nudillos a la puerta cerrada, y después bajó el picaporte.

– Madre -dijo con suavidad antes de abrir del todo, intentando no sobresaltarla-. Soy Glory. Santos viene conmigo. Va a ayudarnos. Todo se arreglará.

Entreabrió la puerta y miró en el interior, pero no vio a su madre. Atemorizada, abrió de par en par y miró a su alrededor.

– ¿Dónde estás, mamá?

Entonces la vio. Estaba de pie en la barandilla de la terraza, tambaleándose, con el rosario entre las manos. El viento agitaba su bata, levantándola. Parecía a punto de ponerse a volar.

– ¡Madre! -Glory entró en la habitación, tendiéndole la mano-. No te muevas.

Hope la miró a los ojos. Su expresión era nítida, y extrañamente tranquila.

– La bestia ha llegado.

– Por favor, señora Saint Germaine, no se mueva.

– Santos entró lentamente en la habitación, hablando en voz muy baja-. Todo se arreglará. Sujétese y…

El rosario resbaló de los dedos de Hope y cayó el suelo. Glory contuvo la respiración, pero su madre sonrió.

– Recuerda, hija, que la oscuridad se manifiesta de muchas formas.

Entonces voló.

Capítulo 68

Santos miró el reloj. Tenía la impresión de que lo había consultado más de cien veces en menos de una hora. El día había sido muy tranquilo en el departamento de homicidios, aunque todos los días parecían tranquilos después del frenesí informativo que siguió al suicidio de Hope Saint Germaine, la detención de Chop Robichaux y la historia que había desencadenado los dos acontecimientos. Después llegó la detención del asesino de Blancanieves.

El vendedor de biblias de Tina había vuelto por fin a Nueva Orleans. Para entonces, Santos y Jackson ya tenían varios testigos que lo relacionaban con dos de las víctimas, en uno de los casos el mismo día de su muerte. Por supuesto, él negaba ser el asesino que buscaban. Incluso afirmaba que nunca había matado a nadie.

Pero si Santos había aprendido algo después de diez años de trabajo policial, era que pocas veces los delincuentes confesaban su culpabilidad de buen grado. Sin duda, aquél era el hombre que buscaban. El asesino de Blancanieves y el que había matado a su madre. Estaba seguro de ello.

Volvió a mirar el reloj y murmuró una maldición. No sabía por qué estaba tan impaciente por salir de allí. No tenía ningún sitio a donde ir, y nadie lo esperaba.

Y menos Glory.

La había visto por última vez en el entierro de su madre, y en aquella ocasión apenas habían hablado. Ella estaba embargada por el dolor. Santos había intentado acercarse para consolarla, pero le había resultado imposible. Había un muro entre ellos. Fuerte e indestructible. Era como si las revelaciones y el suicidio de su madre hubieran relegado a Glory a un paraje lejano, inalcanzable.

La echaba de menos. Quería escalar el muro e ir a su lado, pero no sabía cómo hacerlo.

Pero incluso en el caso de que lo supiera, una relación entre ellos no duraría. Había demasiadas cosas que los separaban, demasiado pasado, demasiado dolor. Procedían de mundos distintos. Glory no podría ser feliz con un policía durante mucho tiempo. Era mejor así.

Sonó su teléfono. Se apresuró a responder como si su vida dependiera de ello.

– Detective Santos.

– Ayúdame -susurró una voz de mujer al otro lado-. Ayúdame, por favor.

– ¿Quién es?

– Por favor, Santos, tienes que ayudarme. No tengo nadie más a quien recurrir.

– ¿Eres tú, Tina?

– Me está siguiendo. Sé que es él -sollozó-. Va a matarme.

Un escalofrío recorrió la columna de Santos.

– Lo tenemos. Es Buster Flowers, el que te dio la cruz.

– No es él. Por favor, Santos, no quiero morir.

Su gemido lo estremeció. Tina estaba aterrorizada.

– Dónde estás?

– ¿En un teléfono público, en la esquina de Toulouse y Burgundy. Entre la droguería y la iglesia.

– De acuerdo -miró el reloj, calculando el tiempo que tardaría en llegar a aquella hora-. Quédate dónde estás, ¿me oyes? Voy para allá. No tardaré más de diez minutos.

– Date prisa, Santos, por favor.

Santos colgó el teléfono y se puso en pie de un salto, descolgando la chaqueta en el mismo movimiento.

Patterson, el detective que se sentaba frente a él, lo miró extrañado.

– ¿Qué pasa?

– Era la prostituta que me puso sobre la pista del asesino. Dice que no es el que tenemos encerrado, y que la persigue -se puso la chaqueta-. Si llega Jackson antes que yo, infórmalo. Ha llamado desde la cabina que hay entre Toulouse y Burgundy.

Patterson apretó los labios disgustado.

– Esa mujer está loca. Ya tenemos al asesino. Olvídala.

Hubo algo en la afirmación de Patterson y en su arrogancia que alertó a Santos. Era posible que hubieran encarcelado a un hombre inocente. Creía que Flowers era culpable, pero podía estar equivocado. Todas las pruebas que tenían contra él eran circunstanciales. Todo apuntaba a él, pero nada demostraba su culpabilidad.

Era posible que Buster Flowers no fuera el asesino de Blancanieves.

Aquello significaría que el culpable seguía libre. Tina podía estar en peligro.

– ¿Me has oído? -insistió Patterson-. Esa mujer está loca. No pierdas el tiempo.

– Sí, ya te he oído, pero ¿y si no está loca? ¿Y si el asesino está detrás de ella? Puede que tú quieras arriesgarte, pero yo no.

Tardó los diez minutos prometidos en llegar de la comisaría al barrio francés. Encontró el teléfono público, la droguería y la iglesia. Detuvo el coche y salió rápidamente.

No había ni rastro de Tina.

Miró a su alrededor para asegurarse de que estaba en la esquina adecuada. En efecto, allí convergían las calles Toulouse y Burgundy. Había una droguería, aunque el edificio de al lado no era una iglesia, sino un convento. No había pérdida.

Pero Tina no estaba a la vista. Miró a su alrededor, buscando algún sitio donde pudiera haberse escondido. Reparó en la puerta de la droguería. El cartel de cerrado se balanceaba, como si acabaran de darle la vuelta.

Miró el reloj. Eran las cinco y veinte. Demasiado temprano para que cerrara una tienda. Miró el cartel, recordando algo que había dicho Tina, y el pelo de su nuca se erizó.

«Son condones, agente. Látex cien por ciento. El mejor amigo de la puta, ¿sabes? Los compramos al por mayor en la droguería de la esquina».

La droguería de la esquina.

Cruzó la calle. Se acercó a la puerta y escudriñó el interior. Había un hombre frente a la caja registradora, contando el dinero. No veía a nadie más.

Santos llamó al cristal, pero el joven negó con la cabeza, indicando que la tienda estaba cerrada. En respuesta, Santos se sacó del bolsillo la placa de policía y se la mostró.

El dependiente palideció, cerró la caja y se acercó. Examinó la placa a través del cristal durante largo rato, antes de abrir la puerta.

– ¿Qué puedo hacer por usted, agente?

– Ha habido varios robos en esta zona -dijo Santos-. ¿Le importa que eche un vistazo por aquí?

– ¿Robos? -repitió el dependiente-. ¿En esta zona?

– Exactamente.

– De acuerdo -dijo el joven extrañado, apartándose para cederle el paso.

El interior de la tienda era frío y estaba poco iluminado. Se trataba del típico establecimiento que podría encontrar en muchas esquinas de Nueva Orleans, sucio y lleno de cosas, con una gran variedad de objetos en venta, desde artículos de limpieza hasta aperitivos, bebidas y periódicos, todo en la planta baja de un edificio que debía datar de la década de los treinta.

La mirada de Santos aterrizó en una cesta de manzanas que había en el mostrador. Su pulso se aceleró. Se volvió hacia el dependiente, que llevaba un broche en el que ponía su nombre: John. Debía tener algo más de veinte años. De estatura y peso medios, tenía un rostro anodino, que no definía nada. Sus ojos y su pelo eran claros, y sus cejas tan pálidas que parecían inexistentes.

Estaba nervioso. Muy nervioso.

– ¿Es tuya esta tienda, John?

El chico negó con la cabeza.

– De mi tío.

– Un negocio familiar -murmuró Santos-. Muy bien. ¿Dónde está tu tío esta tarde?

– Rezando.

– ¿En serio? -empezó a recorrer la tienda lentamente-. ¿Va a menudo?

– Casi todos los días. Es muy creyente -se pasó las manos por los vaqueros, como si intentara secárselas-. ¿Busca algo en particular, agente?

– Detective Santos -respondió, haciendo caso omiso a su pregunta-. Es muy temprano para cerrar, ¿no? Tengo la impresión de que podrías hacer mucho negocio si dejaras la tienda abierta. Este barrio se llena de gente cuando anochece.

El muchacho se encogió de hombros.

– No vale la pena. La gente tiene tiempo para comprar durante todo el día.

– ¿Qué hay de las chicas de la calle? Deben venir muchas por la noche.

Lo miró fijamente a los ojos. El chico mantuvo su mirada durante un momento y después se apartó.

– No vienen. A mi tío no le gustan las prostitutas. No quiere que entren en su tienda.

Mentía. El ambiente era bastante fresco dentro de la tienda, pero John estaba sudando.

– En realidad estoy buscando a una prostituta llamada Tina. ¿La conoces?

– No, ya le he dicho que las prostitutas no vienen aquí.

– Pero es posible que hayas visto a la mujer que busco. Estaba llamando por teléfono en esa cabina -la señaló-, hace un rato.

El joven volvió a encogerse de hombros.

– Mucha gente usa esa cabina. ¿Cómo es?

Santos describió a Tina, observando detenidamente a John, que lo miraba impasible.

– Ahora que lo pienso -dijo al fin-, he visto a una mujer que encaja con la descripción. Terminó de llamar por teléfono y se marchó.

– ¿Sí?

– Sí. Iba de camino a Saint Peter.

Había algo raro en su voz, entre atemorizado y ligeramente divertido. Santos señaló una puerta que había en la parte trasera de la tienda.

– ¿Qué es eso?

– El almacén.

– ¿Te importa que eche un vistazo?

John dudó y se encogió de hombros.

– Claro que no. Adelante.

– Tú primero.

Santos lo siguió, con una extraña sensación. Se dijo que podía no significar nada, pero se resistía a creer que su instinto estuviera fallando.

Aquello lo devolvía a Tina. No sabía dónde podía estar.

El chico abrió la puerta de la trastienda. Estaba vacía, con excepción de las cajas que había en los estantes y en el suelo. Santos echó un vistazo, apartando las cajas en busca de puertas.

Encontró una. El cartel de salida que había encima de la puerta estaba quemado, y había varias cajas delante.

– Adónde conduce esta puerta?

– Al callejón. No la usamos nunca -le señaló unas teclas que había en la pared-. Tiene apertura electrónica, sólo desde el interior. Los ladrones entraron varias veces por ahí para robar. Ya es suficiente que entren por la puerta principal. Pero a eso ha venido, ¿no, detective Santos? -se cruzó de brazos-. Porque ha habido robos en la zona.

– Exactamente -se volvió hacia él y sonrió-. Creo que eso es todo. Me has ayudado mucho. Muchas gracias.

John lo acompañó a la puerta y abrió.

– ¿Sabes? -le dijo Santos-. Es peligroso bloquear la salida de emergencia. Si viniera una inspección podríais tener problemas.

– Hablaré con mi tío.

– De acuerdo, John.

– Espero que capturen a los ladrones.

– Los capturaremos -le dijo mirándolo a los ojos-. Siempre lo conseguimos.

Salió a la calle, y John cerró la puerta tras él. Santos se volvió y miró al joven, que seguía contando el dinero.

Entrecerró los ojos. Había algo muy raro en todo aquello. Pero era muy posible que lo que se trajera el dependiente entre manos no tuviera nada que ver con Tina, y ella era la prioridad en aquel momento.

Aunque también era posible que sus mentiras estuvieran relacionadas con Tina. No había dicho la verdad sobre las prostitutas y la tienda. Estaba seguro. Aquello lo incomodaba enormemente.

Maldijo, consciente de que los segundos iban pasando. Tina podría haberse marchado. No le sorprendería que lo hubiera hecho; no era la persona más estable del mundo. Pero estaba asustada, muy asustada. Y sabía que él corría a su encuentro, así que no tenía motivos para marcharse.

Caminó hasta la esquina y miró la calle Saint Peter. El dependiente le había dicho que se había marchado por allí. Empezó a caminar en aquella dirección, pero se detuvo en seco al recordar las palabras textuales del joven: «Iba de camino a Saint Peter».

San Pedro. El santo que custodiaba las puertas del cielo. El santo que consultaba el historial y decidía si el alma era suficientemente pura para atravesar las puertas.

Aquel muchacho enviaba a Tina a ver a San Pedro.

Santos giró y corrió hacia la tienda. Se agachó al llegar; no quería que John lo viera. Deseaba poder llamar para pedir refuerzos, pero no se atrevía a alejarse. Cada segundo era crucial, si no era ya demasiado tarde.

Cuando llegó a la esquina, un Buick de último modelo salía por el callejón. Sus ojos se encontraron con los del conductor. Era el chico de la droguería.

Santos sacó la pistola, se puso en mitad de la calle y gritó:

– ¡A1to!

En aquel momento, John pisó a fondo el acelerador, hacia él.

Santos se apartó del camino y disparó. Una vez, y después otra. El coche perdió el control, atravesó las puertas del convento y fue a chocar contra una estatua, que cayó contra el parabrisas, destrozándolo.

Alguien gritó. La gente salió de todas partes, ávida por ver lo que ocurría.

Santos corrió hacia el vehículo.

– Policía -gritó, mostrando su placa-. Llamen a la policía. Que alguien traiga una ambulancia.

Llegó al coche. El maletero se había abierto por el impacto. Dentro, atada como un cordero dispuesto para el sacrificio, estaba Tina.

Santos sintió que se le doblaban las rodillas de alivio. Estaba viva.

Capítulo 69

La popularidad del «Jardín de las delicias terrenales» aumentaba todas las noches. A Liz no le había molestado la crítica negativa del Times Picayune, ni el escándalo de Santos y Hope, que salpicaba los medios de comunicación. Tanto Liz como su establecimiento salían una y otra vez en televisión y en prensa.

El restaurante tenía tanto éxito que apenas podía respirar. Por suerte, en aquel instante se encontraba en una de las horas más tranquilas, entre la comida y la cena, y disfrutó de ello. Se sentó en uno de los taburetes de la barra del bar y suspiró.

El encargado le llevó un té de hierbas.

– El éxito resulta muy cansado.

– Pero no está mal, Darryl. Nada mal.

– No me quejo. Las propinas han sido maravillosas, y lo creas o no hemos vuelto a salir en los periódicos -sonrió.

– ¿Otra vez? -preguntó, mientras se quitaba los zapatos.

Darryl le dio el ejemplar de la prensa.

– Esta vez te llaman «la propietaria del elegante y popular restaurante Jardín de las delicias terrenales».

Darryl sonrió de nuevo y volvió a la barra para atender una de las peticiones de las camareras.

Liz tomó un poco de té, leyó el artículo y sonrió. Resultaba increíble que un acto de conciencia hubiera tenido tal repercusión. No esperaba nada a cambio de su sinceridad, excepto dormir por las noches, pero no le importaba el éxito derivado.

Estaba tan encantada que a veces quería dar palmas y reír. Había levantado aquel lugar por sus propios medios. Tal y como había dicho Santos, había logrado hacer algo importante, algo que ayudaba a la gente en cierto sentido.

Su vida había dado un cambio positivo. Y habría sido perfecta de haber conseguido el amor de Santos.

– Hola, Liz.

Liz se sorprendió. Era la voz de Glory. Parecía incómoda, pero decidida a hablar con ella. Las últimas semanas no debían haber resultado fáciles para su antigua amiga. Sus ojos denotaban tanto cansancio como tristeza.

No resultaba precisamente agradable descubrir que Hope había sido una especie de monstruo.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Podemos hablar? Por favor.

– No sé qué diablos tenemos que hablar tú y yo.

– Tenemos que hablar sobre el pasado, sobre nosotras.

De forma repentina, los ojos de Liz se llenaron de lágrimas. Pero hizo un esfuerzo por controlarse.

– Ya no somos amigas.

– Pero lo fuimos, hace mucho tiempo. Por favor.

– Muy bien, como quieras.

Liz se levantó del taburete y le indicó a Darryl que estaría en el despacho si la necesitaba.

– Tu restaurante es maravilloso, Liz, y he oído que la comida también lo es. Felicidades.

– Gracias.

Una vez dentro del despacho se cruzó de brazos y miró a Glory. Pero no le ofreció que se sentara.

– Hay tantas cosas que quiero decirte que no sé por dónde empezar. Supongo que lo primero debería ser pedirte disculpas. Nunca pensé que mi madre pudiera hacerte daño. Debí haberlo sospechado, pero obviamente no la conocía tan bien como pensaba. En el fondo, nadie la conocía. En fin, imagino que habrás leído las noticias.

– Sí.

– Siento mucho no haberme quedado a tu lado. No supe demostrarte lo mucho que te quería. No supe demostrarte que eras mi mejor amiga. Tenía tanto miedo de Hope que olvidé todo lo demás, Aquel día se me rompió el corazón.

Liz lo comprendía muy bien, aunque habría preferido no hacerlo. Aquel día también se le había roto el corazón a ella.

Caminó hacia su escritorio y cerró los ojos un instante. Tal vez fuera una idiota, pero después de lo que había leído sobre Hope Saint Germaine no podía evitar sentir lástima por Glory.

Comprendía que tuviera miedo de aquella mujer.

– También he venido para darte las gracias por lo que hiciste por Santos.

La simple mención de aquel nombre bastó para poner tensa a Liz.

– No lo hice por él -espetó, irritada-. Ni lo hice para que pudierais vivir felices el resto de vuestras vidas.

– No dejé nunca de amarlo, Liz. Nunca.

La vehemencia de Glory la sorprendió. Había una emoción verdaderamente profunda en sus palabras. Una emoción que no podía pertenecer a una niña rica, mimada y egoísta. Entonces recordó el pasado y pensó en dos jovencitas que reían y jugaban juntas en el colegio. Recordó que una de ellas había conocido a un chico y que decía que estaba destinada a él.

Tal vez tuviera razón.

Liz apartó la mirada y miró el reloj para disimular su tristeza.

– Si eso es todo, tengo que volver al trabajo.

– Gracias por haberme escuchado, Liz. Gracias. Sé que estás muy ocupada. Yo misma encontraré la salida.

Liz la observó mientras se marchaba. Esta vez desaparecería de su vida para siempre.

Pero no podía permitir que se marchara sin decir toda la verdad.

– ¡Glory!

Glory se detuvo y la miró.

– Aquel día en el colegio yo también cometí un tremendo error. Tu madre me dijo que intercedería ante la hermana Marguerite si le contaba todo sobre vosotros -declaró-. Intenté justificarme pensando que ya sabía que erais amantes, pero en el fondo sabía que no era así. Tenía miedo, Glory. Yo también tenía miedo de tu madre, miedo de perder mi beca, de enfrentarme a mi padre.

– Entonces sólo tenías dieciséis años. Las jovencitas se asustan con facilidad.

– Y las que no somos tan jovencitas -sonrió Liz, mirándola-. Pero eso es agua pasada, Glory. Y creo que debemos olvidarlo.

Capítulo 70

John Francis Bourgeois, el chico de la droguería, fue arrestado y acusado por los asesinatos de las ocho jóvenes. Las pruebas contra él eran contundentes. Tanto las marcas de las manzanas como la prueba del ADN lo demostraban. Y por si fuera poco los análisis de sangre, las huellas dactilares y las diversas fibras y pelos encontrados hablaban en su contra.

Tina había testificado que John Bourgeois no era el hombre que recogió a su amiga Billie poco antes de que la mataran. Pero añadió que lo había visto pocos minutos antes. Tina no lo había considerado importante, pero John sí. Tuvo miedo de que intentara recordarlo y empezó a seguirla, esperando el momento adecuado para matarla, hasta que por fin llegó.

Santos estaba sentado en el sofá de su salón. Había acertado en todo. Se trataba de alguien conocido por las prostitutas de la zona, de alguien en quien confiaban, de alguien que quería «salvarlas».

Pero había fallado en una cosa. John Thomas Bourgeois tenía veintidós años. Por tanto, sólo tenía cinco cuando mataron a su madre.

Respiró profundamente. Había fracasado. No había descubierto al asesino de Lucía. No había vengado su asesinato.

Y nunca lo haría.

Se levantó, se detuvo en la ventana y miró hacia la tranquila calle. Acababa de amanecer y todo el mundo dormía, pero él no podía hacerlo. Acarició el cristal, caliente por la luz del sol. Recordó el momento en que encontró a Tina, una semana atrás, cuando se abrazó a él sollozando, agradecida.

No había conseguido salvar a su madre de aquel cruel asesino, pero al menos había logrado salvar a Tina. Y al detener a John Francis Bourgeois había salvado la vida de muchas otras mujeres.

Tenía muchas razones para sentirse bien.

Como en un final digno de un cuento de hadas, Tina había prometido abandonar la dura vida de la calle. Iba a marcharse a algún sitio donde no la conocieran para intentar empezar de nuevo. Santos le había prestado dinero, y Tina le había asegurado que se lo devolvería. De todas formas no le importaba si lo hacía o no. Sería el dinero mejor gastado de toda su vida. Muchos años más tarde había conseguido cumplir la promesa que había hecho a aquella chiquilla en el colegio abandonado.

Se apartó de la ventana y pensó en su madre, en su vida y en su muerte, en el amor que siempre le había profesado. Había llegado el momento de dejar en paz el pasado, tal y como Tina había dicho. Debía superar su dolor, su sentimiento de culpa. Debía sobreponerse a la asfixia que sufría para encarar la existencia y enfrentarse a ella sin demasiado equipaje.

Había llegado el momento de marcharse.

Santos sonrió. Y acto seguido estalló en una carcajada. Por primera vez en mucho tiempo se sentía bien. También él le estaba agradecido a la vida; por estar allí, por haber conocido el amor. Por Glory.

Siempre había tenido razón al decir que no había creído en ella. En realidad deseaba que le demostrara que sus sentimientos eran sinceros porque no creía en sí mismo, porque no creía merecer su cariño. Incluso después de la muerte de su padre fue a ella no tanto para reclamar su amor como para exigirle una prueba de éste.

Una vez más, rió. Hope había odiado a Lily tanto como Lily se odiaba a sí misma, algo que Santos no comprendía.

Lily era una buena mujer, encantadora, maravillosa y digna de ser amada.

Sin embargo, él había hecho lo mismo. Se había negado a admitir que era digno de ser amado, digno del amor de Glory.

Ahora lo sabía.

El pasado ya no existía, y por primera vez se sentía libre.

Amaba a Glory. Merecía su amor y podía hacerla feliz. De hecho, la haría feliz.

Sólo tenía que ir a buscarla. Y esta vez, no exigiría ninguna prueba.

Capítulo 71

En las semanas transcurridas desde el suicidio de Hope y el posterior escándalo, Glory había encajado todas las piezas de la vida oculta de su madre. Resultó algo terriblemente doloroso, pero a pesar de todo quería conocer la verdad e intentar comprenderla. Sabía que sólo podría seguir viviendo si pasaba para siempre aquella página.

Glory había visitado a un psicólogo para que la ayudara a comprender el comportamiento de su madre. Hope había sido una enferma, una esquizofrénica. El especialista comentó que de estar viva no habrían tenido que enviarla a una cárcel, sino internarla en una institución adecuada.

Glory deseaba en el fondo de su corazón que hubieran podido ayudarla, pero sabía de sobra que Hope no habría resistido el escándalo. De todas formas, había decidido por su cuenta.

Sus propios sentimientos resultaban mucho más difíciles de asumir. Se sentía furiosa, traicionada, sola, confusa, impotente, como si la hubieran cortado en pedazos. En el corto espacio de veinticuatro horas su vida había cambiado por completo. Su madre, y la vida que había llevado, habían sido una terrible e inmensa mentira.

Ni siquiera sabía quién era ella misma.

De manera que había regresado a la casa de River Road para encontrarse con sus raíces y recomponer de algún modo su existencia.

Después de varias semanas creía haberlo logrado.

Glory dejó la pequeña pala sobre la tierra húmeda y oscura. El sol de junio calentaba su espalda, y su cuerpo estaba empapado de sudor. Le encantaba todo aquello. Le gustaba el calor, la humedad, incluso el sudor.

En poco tiempo tendría que regresar a la ciudad, al despacho con aire acondicionado del hotel. Sonrió e introdujo la planta en el agujero que había hecho, antes de cubrirlo. Había hablado varias veces con Jonathan Michaels desde su primer encuentro, y los abogados se estaban encargando de solucionar los detalles del acuerdo.

Había tomado la decisión más acertada. Además, necesitaba bastante dinero para restaurar la mansión de las Pierron. Tenía que rehabilitar el lugar para hacer tres suites lujosas para invitados y una más que utilizaría como lugar de residencia. Por otra parte, no tendría más remedio que contratar a un ama de llaves, un encargado, varios guías turísticos y otras tantas personas para la limpieza.

Sabía que no ganaría dinero con ello, pero no le importaba. Lo hacía por amor. La mansión de las Pierron formaba parte de la historia de Luisiana, y de su propia historia. Y no quería que se olvidara como tantas otras.

Sonrió, se limpió las manos y admiró su trabajo. Había pasado toda una semana arreglando el jardín. Y ahora estaba decorado con un triple macizo de preciosas begonias rojas.

Le había parecido un color muy adecuado para homenajear a las tres mujeres que habían vivido y trabajado en aquella casa. Mujeres de vidas fascinantes, que habían vivido grandes sueños y terribles decepciones.

Glory las comprendía. Todas habían sido buenas personas, muy lejos en todos los aspectos de las figuras diabólicas de la mente de su madre. Habían estado perdidas y atrapadas en un mundo que no les había dejado otra opción, en un mundo que las utilizaba para arrojarlas después a una vida sin amor ni respeto.

Se levantó una ligera brisa, procedente del Misisipi. Glory levantó la cabeza para oler la fragancia. Al comprender a sus antepasadas había llegado a comprenderse a sí misma. Ella también había estado atrapada. Por la falta de amor de su madre, por su incapacidad para aceptarse, por la necesidad de cambiar y de amoldarse a la persona que su madre deseaba que fuera.

Movió la cabeza en gesto negativo al recordar. Hope siempre la había mirado como si tuviera algo malo, como si estuviera dominada por algún tipo de horrendo demonio.

Pero el único mal se encontraba en la mente de su madre.

Glory rió. Por fin era libre. Libre para amarse, libre para siempre. No volvería a intentar ser lo que no era. No volvería a dejar de creer en sí misma. No volvería a preguntarse quién era Glory Saint Germaine.

Ahora lo sabía.

En aquel instante oyó que se aproximaba un coche por el vado. Se dio la vuelta y usó una mano a modo de visera para defenderse del sol.

Era Santos.

Su corazón empezó a latir más deprisa, pero no se movió. Prefirió dejar que la encontrara. Lo había echado mucho de menos. Había deseado verlo con todo su corazón, pero tenía que enfrentarse a sus propios fantasmas.

Había descubierto que no aceptaría ninguna relación con Santos sin contar con su compromiso profundo. Pero mientras lo observaba tuvo que admitir que una oferta por su parte resultaría muy tentadora.

Santos se detuvo ante ella y la miró sin sonreír.

– Hola, Glory.

– Hola, Santos. Me preguntaba cuándo vendrías, si venías.

– Y yo me preguntaba si desearías que lo hiciera.

– Lo deseaba, y lo deseo. Me alegra que estés aquí.

Glory puso una mano sobre su pecho. Podía sentir los fuertes y seguros latidos de su corazón.

– ¿Te encuentras bien? He estado preocupado por ti -declaró, tomando su mano.

Glory sonrió.

– Estoy bien. Muy bien.

– Te he echado de menos.

Glory sintió una profunda alegría.

– Y yo también a ti.

Santos se inclinó para besarla, pero apenas rozó sus labios.

– Te he traído algo.

– ¿De verdad? -preguntó, encantada.

Santos sacó una cajita blanca del bolsillo de la chaqueta. Al menos había sido blanca en algún momento. Ahora estaba desgastada y arañada, como si hubiera pasado toda una vida en el puño de alguna persona.

Tomó la mano de Glory, la abrió y la depositó sobre su palma.

– Es para ti.

Glory la miró con un nudo en la garganta. Había algo en los ojos de Santos que no había contemplado con anterioridad, algo profundo, cálido y fuerte. Mientras abría la cajita, casi de forma solemne, sus manos empezaron a temblar. En el interior descubrió unos pendientes envueltos en un pañuelo. Levantó uno y lo miró contra el sol. Estaba hecho de cristal coloreado y brillaba bajo la luz con toda la gama del arco iris.

– Eran de mi madre -dijo con suavidad-. Es lo único que tengo de ella. Le gustaban mucho.

Santos los tomó y se los puso. Glory empezó a llorar.

– A mí también -declaró, mirándolo-. Los guardaré siempre.

Glory lo tomó de la mano y lo llevó a la casa, al piso superior. Una vez allí hicieron el amor en una cama iluminada por la luz del sol. Y esta vez fue amor verdadero, por primera vez desde su adolescencia. Fue como regresar a un tiempo en que eran demasiado jóvenes para saber que tenían el paraíso en sus manos.

Ahora ya no eran tan jóvenes. Y lo sabían.


***

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