LIBRO 6

FRUTA PROHIBIDA

Capítulo 38

Nueva Orleans 1995

El asesino de Blancanieves había vuelto a actuar. Santos lo supo a las tres de la madrugada. Veintiséis minutos más tarde aparcaba su coche frente a la catedral de San Luis. Los primeros agentes de policía ya habían acordonado la zona. La médico forense había llegado, al igual que el grupo de investigación de criminología, una furgoneta del Canal de televisión y varios periodistas.

Santos esperó a que se apartaran los periodistas antes de bajar del coche. Miró a su alrededor. La catedral estaba iluminada como un árbol de navidad. Una pequeña multitud se había reunido en el lugar, compuesta por residentes, noctámbulos y personas que trabajaban en la zona. Al menos había media docena de policías controlando la situación.

Respiró profundamente. En diez años en el cuerpo había visto multitud de situaciones semejantes. No le afectaban demasiado, pero aquello era distinto. Era su caso. Era un asunto personal.

Quería detener a aquel canalla y hacer que pagara por todos sus crímenes. Pero no había llegado a ninguna parte. Era un individuo muy inteligente y organizado. Todo un depredador.

Cruzó la línea de seguridad. Dos turistas le sacaron una fotografía, cegándolo con el flash.

– Cómo son estos turistas -comentó a un compañero-. Sacan fotografías de cualquier cosa.

El agente se encogió de hombros.

– Tal y como están las cosas en este país, visitar una ciudad sin sacar una fotografía de un crimen es como no haber estado.

– Sí, supongo que tienes razón.

– ¿Detective Santos?

Santos se dio la vuelta. Otro agente uniformado se dirigió a él.

– Hola, Grady, ¿qué tenernos aquí?

– Otro asesinato. Aún no hay confirmación, pero parece evidente que se trata del mismo tipo. Actúa cada cuatro meses.

– Lo sé. Sigue.

– Una pareja de turistas borrachos la encontraron. Se tropezaron con el cuerpo.

– Otra vez esos turistas… Al alcalde no va a gustarle nada.

– He oído que está de camino.

– ¿Dónde están esos turistas? Quiero hablar con ellos.

El agente indicó a una pareja que se encontraba sentada en un banco de la catedral, tapada con una manta.

– Allí los tienes.

– ¿Y el cadáver?

– La dejaron en la misma puerta de la catedral. ¿Puedes creerlo? Ya no respetan nada.

Santos asintió y se dirigió al pórtico. Tal y como había dicho el agente, el cuerpo se encontraba ante la puerta. A diferencia de otros asesinos, que dejaban a sus víctimas en posiciones degradantes, o que sencillamente los mutilaban, aquél se tornaba muchas molestias estéticas. Todos los cuerpos aparecían con las manos cruzadas sobre el pecho, las piernas juntas y los ojos cerrados. Como Blancanieves en su ataúd de cristal. Parecían dormidas, o rezando.

Pero estaban muertas.

Santos se inclinó sobre el cuerpo. La médico forense, una mujer de mediana edad con pelo canoso, pecas y rostro agradable, lo miró.

– Hola, detective. Parece que nuestro amigo ha estado ocupado.

– Ya lo veo. ¿Qué tenemos?

– Una mujer blanca, de pelo oscuro, joven, y yo diría que de dieciocho a veinte años.

– ¿Prostituta?

– Lo supongo, si tratamos con el mismo tipo. ¿La conoces? Santos negó con la cabeza. Había estado tres años en la brigada antivicio del barrio francés, antes de trasladarse a homicidios, pero las prostitutas no duraban demasiado en la calle, sobre todo las jóvenes. Por otra parte, el asesino de Blancanieves tenía la extraña costumbre de bañar a las víctimas después de matarlas; les arreglaba el pelo, les quitaba las joyas y el maquillaje y las vestía con virginales camisones blancos. Al final, resultaba difícil reconocerlas.

Santos miró a Grady y dijo:

– Hay unas cuantas chicas entre la multitud. Ve a ver si alguna puede reconocerla.

Grady asintió y se alejó.

– ¿Causa de la muerte?

– Imagino que la ahogó. No hay señales de pelea, ni una simple herida.

– Parece que ha muerto hace poco tiempo.

– Sí. El asesino actuó con rapidez.

– Creo que intenta burlarse de nosotros -opinó Santos-. ¿Y la manzana?

– Ya la hemos encontrado. Como siempre, tiene dos bocados. Pero a diferencia de las otras víctimas, no he encontrado residuos en sus dientes. Fíjate en esto.

El forense destapó el cadáver y señaló sus manos. Empezaban a mostrar los rasgos del rigor mortis, pero Santos pudo ver con claridad que en sus palmas había dos cruces, grabadas a fuego. Lo mismo de siempre. Por suerte, habían mantenido en secreto aquel detalle. La prensa no lo sabía.

– ¿Es posible que se trate de un asesino distinto?

– No, pero ya veremos qué dicen las pruebas.

– Bueno, te llamaré mañana -se despidió Santos.

– De acuerdo, pero llama tarde -dijo la mujer-. Tengo otros cadáveres.

Santos no dijo nada. Ya estaba pensando en los turistas y en las preguntas que haría.

Horas más tarde, Santos se detuvo frente a un restaurante de aspecto elegante. Se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. El sol de la tarde, bastante cálido para ser marzo, golpeaba con fuerza el barrio francés. Estaba cansado, tenía calor y se sentía frustrado. Había pasado cuatro horas trabajando en la calle, visitando establecimientos de todo tipo, enseñando fotografías de la última víctima en la espera de que alguien pudiera reconocerla.

Pero no había conseguido nada.

Y ahora se veía obligado a entrar en El jardín de las delicias terrenales. Su compañero se la había vuelto a jugar.

Santos entró en el restaurante, un típico lugar para ejecutivas con dinero. Miró a su alrededor buscando a su compañero y amigo. No resultó muy difícil. Además del encargado, era el único hombre. Por si fuera poco se trataba de un hombre bastante alto, calvo y tan negro como el carbón. Santos se sentó en su mesa y dijo:

– Odio este lugar.

Jackson rió.

– Es nuevo. He oído que es bastante bueno.

– Tal vez lo sea para Helga la horrible.

– Cuida tus palabras, compañero -entrecerró los ojos-. Estás hablando de mi esposa.

– Es una buena mujer. Pero con un gusto horrible en lo relativo a los restaurantes.

– Piérdete.

Santos rió y tomó el menú.

– Espero que tengan algo que no sea comida para conejos.

Santos y Andrew Jackson no se parecían en nada. Jackson era un hombre casado y con hijos, todo un hombre de familia. En su trabajo actuaba de forma práctica y fría, cuidando todos los detalles. Era un policía excelente, que olvidaba sus casos por completo cuando terminaba su turno.

En cambio, Santos era un adicto al trabajo, un solitario. No tenía más familia que Lily. Era un apasionado de su profesión, y no resultaba extraño que se obsesionara con algún caso. Perfectamente capaz de trabajar veinticuatro horas al día, su celo le había causado más de un problema con sus superiores. Decían que era peligroso, irresponsable y demasiado obstinado. En el fondo los molestaba que fuera uno de los agentes más condecorados del departamento.

Pero a pesar de sus diferencias, Jackson y Santos formaban un gran equipo. Llevaban juntos seis años, y se habían salvado la vida el uno al otro más veces de las que podían recordar. Jackson y Lily eran las únicas personas en las que Santos confiaba.

Pero detestaba su gusto culinario.

– ¿Estás seguro de que esta vez te tocaba a ti elegir el restaurante? -preguntó Santos.

– Sí -sonrió su amigo-. La última vez fuiste tú. Ya estaba harto de tanta grasa.

– Más que un tipo duro pareces un niño bonito.

Jackson rió y se cruzó de brazos.

– Puede ser, pero este niño bonito tiene intención de vivir muchos años.

La camarera llegó, tomó nota y se alejó. Santos se dirigió después a su compañero.

– ¿Tuviste suerte esta mañana?

– Un par de prostitutas identificaron el cadáver. Se llamaba Kathi. Llevaba demasiado tiempo en la calle. No tenía chulo, ni era drogadicta.

– Este tipo está empezando a irritarme -frunció el ceño-. Estoy seguro de que hemos pasado algo por alto.

– Hasta ahora tenemos cuatro víctimas. Todas mujeres. Todas jóvenes, morenas y caucásicas. Todas, del barrio francés. Asesinadas del mismo modo, sin variación alguna. Siempre aparece una manzana mordida por dos extremos. Y en todos los casos se demuestra que uno de los mordiscos lo realizó la víctima, de manera que suponemos que el otro lo hizo el asesino.

– Ya, ya lo sé, y luego está lo de las cruces en las palmas -continuó Santos-. Pero tiene que haber algo más. Algo en lo que no nos hemos fijado.

La camarera apareció con dos tés helados. Sonrió a Santos, que le devolvió la sonrisa aunque sin prestar demasiada atención. Su pensamiento estaba muy lejos, en el pasado, a mucha distancia de la atractiva rubia. Estaba recordando otro asesinato, recordando a un chico de quince años que lo había perdido todo.

– Lo encontraremos -dijo Jackson-. Uno de estos días cometerá un error y lo detendremos.

– ¿Y cuántas chicas tienen que morir mientras tanto?

En la televisión que había sobre la barra apareció en aquel instante un avance informativo. El locutor anunció que el asesino de Blancanieves había actuado de nuevo, y acto seguido informaron sobre la conferencia de prensa del alcalde, que criticó al departamento de policía y prometió limpiar la ciudad.

Santos lo miró, disgustado.

– Maldito cretino.

– Es increíble -dijo Jackson-. En esta ciudad mueren quinientas personas asesinadas al año, a pesar de lo cual no nos asignan los medios necesarios para combatir la delincuencia. No tenemos presupuesto, ni plantilla. Y sin embargo quieren que encontremos a ese tipo. Todo esto apesta.

– Lo que más me molesta es que, hasta ahora, no habían prestado ninguna atención al caso. No tenía prioridad -observó, tomando un poco de té-. Y ahora todo el mundo se indigna porque afecta al turismo.

Santos lo dijo con profunda amargura, porque a diferencia de otras personas se preocupaba realmente por las pobres víctimas. Lo sentía por ellas y por sus familias. Sabía lo que significaba perder a alguien querido sin que a nadie pareciera importarle.

Jackson permaneció en silencio unos segundos, antes de hablar.

– Esas chicas no tienen nada que ver con tu madre, Santos. El asesino no es el mismo tipo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Actúa de modo distinto. Las ahoga, no las acuchilla. Hace el amor con ellas cuando ya han muerto, no antes. Además, han pasado veinte años.

– Diecisiete. Pero olvidas la manzana. También encontraron una junto a la cama de mi madre.

– Una simple coincidencia. Tendría hambre.

– Tal vez, pero… Tengo un presentimiento, Jackson. ¿Te acuerdas del presentimiento que tuve en el caso Ledet? Fue poco antes de que cazáramos a aquel canalla.

Jackson asintió mientras empezaba a comer su ensalada.

– Lo recuerdo.

Santos probó su lasaña de verduras. No estaba mala.

– Pues es algo parecido. Y te aseguro que se trata de un presentimiento muy fuerte.

– Tus ansias por capturarlo te confunden.

– Puede ser… No, no es así.

– Santos…

– Escúchame. Los dos sabemos que un asesino en serie no suele actuar tantas veces seguidas en tan poco tiempo. Mata poco a poco y a medida que lo hace mejora su estilo. También sabemos que suelen tener la costumbre de viajar por el país, matando y cambiando de domicilio. A veces lo hacen durante años.

– Pero diecisiete años me parecen demasiados.

– Henry Lee Lucas actuó durante trece años. John Wayne Gacy, durante diez. Hay montones de precedentes.

– Creo que no estás siendo objetivo.

– ¿Eso crees?

– Sí.

– Piérdete.

– Y tú también.

Los dos hombres se miraron y rompieron a reír.

Durante el resto de la cena charlaron sobre los casos, sobre la familia de Jackson y sobre la salud de Lily. Santos no volvió a sacar el tema del asesino de Blancanieves, aunque no dejó de pensar en ello.

Cuando terminaron de comer, se levantaron. Jackson hizo un gesto hacia el pasillo y dijo:

– Voy al servicio.

– Te espero en la salida.

Santos caminaba hacia la puerta cuando oyó que alguien lo llamaba.

Se dio la vuelta. Tras él se encontraba una mujer medianamente atractiva, delgada y de pelo castaño, claro. Trabajaba en el restaurante. Recordó haberla visto al entrar, pero no la había reconocido.

– ¿Santos? ¿Eres tú?

– Sí, soy yo -le devolvió la sonrisa-. Siento mucho no reconocerte…

– Soy Liz. Liz Sweeney.

Santos tardó un segundo en recordar. Y cuando lo hizo movió la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.

– ¿Liz Sweeney? ¡Cuánto has crecido! -rió.

– Tú también. Me alegro de verte.

Santos sonrió de nuevo y estrechó su mano. De inmediato le gustó la mujer en la que se había convertido.

– ¿Qué tal estás?

– Bien. Trabajo aquí. Es mi restaurante.

– ¿De verdad? Es impresionante. Me alegro por ti -dijo, sin soltar su mano.

Liz se aclaró la garganta.

– Ver a hombres en el local ha resultado toda una experiencia. Me temo que mi clientela suele estar reducida al ámbito de las mujeres. Espero que te haya gustado la comida.

– Oh, sí, desde luego.

Jackson apareció en aquel momento e intervino en la conversación.

– Tendrías que incluir carne en el menú para este tipo -dijo, extendiendo una mano para estrechársela-. Soy Andrew Jackson, un viejo amigo de Víctor.

– No le hagas caso -protestó Santos-. Le gusta decir que es un viejo amigo, pero sólo es mi compañero, el detective Andrew Jackson. Jackson, te presento a Liz Sweeney. Una vieja amiga.

– ¿De verdad? ¿Una vieja amiga? Vaya, encantado de conocerte.

– Lo mismo digo.

– ¿Desde cuándo os conocéis?

Santos miró a Liz antes de contestar.

– Estuve saliendo con una antigua amiga suya. Por cierto, ¿qué tal está Glory?

La expresión de Liz se endureció.

– No lo sé. No la he visto en muchos años. Santos observó la animosidad de su gesto. Una beligerancia similar a la que él mismo sentía y que hizo que se sintiera extraño.

Liz se aclaró la garganta, incómoda.

– Así que sois compañeros… Ya veo que lo conseguiste, Santos. Siempre quisiste ser policía. Tu sueño se ha hecho realidad.

– Vaya sueño, amigo -bromeó Jackson-. Mucho trabajo, poco dinero y ningún respeto. Eso es pegarse la buena vida.

Santos hizo caso omiso.

– Sí, lo conseguí. Aquí tienes al superpolicía Víctor Santos, detective de la brigada de homicidios a tu servicio.

Hablaron durante unos minutos más antes de que Jackson los interrumpiera.

– Tengo que volver a casa -sonrió a Liz-. Me alegro de conocerte. Espero que volvamos a vernos en algún momento. Y lo mismo te digo a ti, detective.

Santos tosió, comprendiendo el mensaje.

– Mmm, supongo que será mejor que me vaya. Me ha encantado verte. Ya veo que te van bien las cosas.

Liz se despidió, se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Santos se unió a Jackson en la salida, pero una vez allí se detuvo y volvió la mirada hacia atrás. Liz había hecho lo mismo, y sus miradas se encontraron.

– Espera un momento, Jackson. Vuelvo enseguida. Santos avanzó hacia Liz, sin quitarle la vista de encima.

– ¿Te gustaría salir a cenar alguna noche? -preguntó.

– ¿Contigo?

– Sí, claro. Por desgracia, Jackson ya tiene pareja. -Liz rió.

– Por supuesto que me gustaría. Cuando quieras.

Santos sonrió, encantado con su respuesta y con su evidente confianza en sí misma.

– ¿Qué te parece esta noche?

– Perfecto, pero tendrá que ser tarde. Hoy salgo a las nueve.

– Muy bien, en tal caso te veré a las nueve, Liz.

Capítulo 39

Aquella noche, después de la cita, Santos regresó a la casa que compartía con Lily. Sonrió para sus adentros pensando en Liz y en su beso de buenas noches. Y su sonrisa se hizo aún mayor cuando recordó con cuánta pasión se había entregado a su abrazo. De haberlo pretendido, habrían hecho el amor.

Cerró la puerta. A medida que avanzaba por la casa iba apagando las luces. Liz le gustaba. Se sentía cómodo con ella; le gustaba su conversación y sus besos eran nuevos y excitantes. La deseaba, pero había decidido esperar por culpa del pasado, por culpa de Glory. Aquella noche había pensado en ella todo el tiempo, y no le agradaba. Era como un desagradable fantasma del pasado que se interponía en sus relaciones. Sabía que si hubiera intentado hacer el amor con Liz no habría funcionado. Y no quería estropear su relación; al menos, tan pronto.

Sabía que más tarde o más temprano se convertirían en amantes. Pero no antes de que fuera capaz de mirarla sin recordar a Glory.

La luz del dormitorio de Lily estaba encendida, aunque dudó que se encontrara despierta a tan altas horas de la madrugada. En cualquier caso, se detuvo al llegar a su puerta y echó un vistazo al interior de la habitación. Se había quedado dormida mientras leía, algo que no le sorprendió demasiado. No era la primera vez que sucedía.

Mientras la observaba lo dominó una profunda tristeza. Los últimos años se habían portado bastante mal con Lily. Su salud había empeorado, y no tenía demasiada energía ni demasiados motivos para vivir.

Sabía que su arrepentimiento y su sentimiento de culpa la estaban destrozando. Echaba de menos a su hija y a su nieta. No hacía otra cosa que buscar en las revistas del corazón en busca de algún artículo sobre ellas, costumbre que irritaba a Santos. Cuando encontraba alguna referencia, la recortaba y la guardaba en una carpeta. Víctor odiaba sacarla a comer o a cenar para que se divirtiera un poco, porque cada vez que veía a una familia de apariencia más o menos feliz se le caía el mundo al suelo.

De repente, su tristeza se transformó en odio. Odiaba a Hope por lo que le había hecho. La odiaba por su crueldad, por su estupidez, por sus prejuicios. Como odiaba a Glory por lo que le había hecho a él. Ni la madre ni la hija llegaban a la suela de sus zapatos. Y desde luego, mucho menos a las suelas de Lily.

Entró en la habitación, retiró de sus manos el libro e intentó colocar un almohadón detrás de su cabeza. Pero la mujer despertó y abrió los ojos.

– ¿Santos?

– Sí, Lily, soy yo.

– Ya veo que he vuelto a quedarme dormida.

– A este paso no conseguirás terminar el libro.

– Hacerse vieja es algo terrible. ¿Qué hora es?

– Más de la una.

– ¿Qué tal en tu cita?

– Bien. Muy bien.

Lily dio un golpecito en la superficie de la cama para que se sentara en el borde.

– Cuéntamelo todo.

Santos sonrió y se sentó, dispuesto a soportar otro de sus interrogatorios.

– Es una chica encantadora e inteligente. Tiene un pequeño restaurante en el barrio francés.

– ¿Es atractiva?

– Mucho. De hecho, se trata de alguien que conozco desde hace mucho tiempo.

– Me alegro. ¿Volverás a verla?

– Sí, definitivamente.

– Bien. Trabajas demasiado, y necesitas a alguien.

– Te tengo a ti.

– Estoy vieja y enferma -negó con la cabeza-. Necesitas una compañera.

– Ya tengo un compañero -sonrió-. Jackson.

– Me refería a una joven, y lo sabes -protestó-. Quiero que seas feliz, no deseo que estés solo. Estar solo no es natural.

– No te preocupes por mí, Lily. Soy feliz.

Santos se inclinó sobre ella y la besó en la frente.

– ¿Seguro, Santos? ¿Eres feliz?

Santos comprendió muy bien la pregunta. Lily no había olvidado que una vez, mucho tiempo atrás, había creído descubrir a la mujer de su vida. Víctor sabía que su benefactora se sentía culpable indirecta de su desgracia.

– Sí, soy muy feliz -declaró, mientras la tapaba con la manta-. Ahora, duérmete. De lo contrario, mañana no te despertarás a tiempo de salir a dar tu paseo matinal.

– ¿Santos?

– ¿Sí?

– He oído que ese hombre ha matado a otra chica. Lo siento.

– Yo también. Pero lo detendremos. Es una simple cuestión de tiempo.

– Sé que lo harás -murmuró, ya medio dormida-. Confío plenamente en ti.

Lily cerró los ojos y Santos permaneció unos segundos en el umbral de la puerta, observándola con afecto. Seguía viviendo con ella porque sabía que lo necesitaba y porque se sentía mejor a su lado.

Pero sabía que más tarde o más temprano la perdería, por muchas atenciones que le proporcionara. Ya no era joven, y estaba enferma. Debía prepararse para lo peor, pero no sabía cómo hacerlo. No podía imaginar la existencia sin Lily. No podía imaginarse, de nuevo, solo.

La emoción lo embargó. Sabía que no conseguiría dormir, que sería ridículo intentarlo. Decidió pasar un rato por la comisaría para ver si se había averiguado algo nuevo sobre la última víctima. Obviamente, había pasado algún detalle por alto.

Capítulo 40

El sonido del teléfono despertó a Glory de su profundo y oscuro sueño. Se sentó en la cama, respirando con pesadez.

Se echó el pelo hacia atrás y contestó.

– ¿Dígame?

Era el ayudante de dirección del hotel, un hombre que se ahogaba en un vaso de agua. Empezó a hablar tan deprisa, y de forma tan inconexa, que apenas podía comprender sus palabras.

– Tranquilízate, Vincent. No te entiendo…

Sin embargo, segundos más tarde comprendió lo que decía. El asesino de Blancanieves había actuado de nuevo.

– Tranquilízate, Vincent -insistió-. Y por Dios, no hables con la prensa. Bajaré de inmediato y llamaré al abogado del hotel.

Colgó el teléfono y buscó su agenda en la mesita de noche, sin dejar de pensar en las estrategias a seguir. El hotel no podía permitirse otro escándalo relacionado con un delito. La semana anterior habían atracado a dos clientes a la puerta del Saint Charles; dos meses atrás habían disparado a un hombre a una manzana de allí, y la desafortunada víctima se había presentado en el vestíbulo del hotel, donde cayó muerto. La histeria se había apoderado de la ciudad, y sabía que en este caso la noticia daría la vuelta a todo el país aunque sólo fuera porque el hotel estaba involucrado de forma indirecta.

Debía hacer algo para evitarlo. De lo contrario, el porcentaje de ocupación bajaría aún más.

Cuando encontró los números de teléfono se puso en contacto con el relaciones públicas y con el abogado. Acto seguido, corrió a la ducha.

Media hora más tarde salió para el hotel, arreglada y completamente serena. Daba la imagen de una mujer profesional, elegante e inalterable. A simple vista nadie habría imaginado que se había levantado y vestido a toda prisa; nadie habría sospechado la angustia que la devoraba por dentro.

Respiró profundamente. Sabía que no iba a ser fácil. Necesitaría actuar con sumo cuidado.

Santos. Su nombre y su imagen asaltaron su pensamiento y su corazón. Gracias al periódico, sabía que Santos era el detective asignado al caso. En los dos meses transcurridos desde el asesinato de la catedral había sido el centro de los ataques del alcalde y de los medios de comunicación. Lo había visto en televisión un par de veces y se había odiado a sí misma por la manera en que lo había observado, recordando, memorizando cada centímetro de su piel.

Se había convertido en un hombre muy atractivo, muy masculino, de aspecto duro. Pero Glory ya no creía ser el tipo de mujer que se sentía atraída por alguien como él. Había aprendido la lección. Se enorgullecía de poder controlar sus emociones y sus deseos. Pero cada vez que lo veía sentía un profundo estremecimiento. En realidad resultaba imposible olvidar el pasado. En realidad, resultaba imposible controlar las emociones más allá de cierto punto.

El aparcacoches abrió la portezuela del vehículo. Su inquietud era evidente.

– Señorita Saint Germaine, ¿ya lo sabe? Pete la encontró, y la policía…

– Sí, ya lo sé, Jim -sonrió débilmente-. Pero todo saldrá bien. Haz tu trabajo, y si alguien hace preguntas envíamelo a mí. ¿De acuerdo?

El joven le devolvió la sonrisa.

– La policía ya me ha preguntado todo tipo de cosas. Lo hicieron de tal modo que cualquiera habría pensado que yo era el sospechoso.

– ¿De verdad? ¿Qué preguntaron?

– Quién entró y salió del hotel anoche, si vi algo inusual… Ya sabe, ese tipo de cosas. Después insistieron en saber lo que había hecho. No creerán que soy el culpable, ¿verdad, señorita Saint Germaine?

– No, no -le dio una palmadita en el hombro-. Son preguntas de rutina. No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. ¿Dónde está Pete?

– Con la policía. Por lo que he oído, lo están sometiendo a un interrogatorio.

– ¿Han llegado los periodistas?

– Aún no.

– Menos mal. Cuando lleguen avísame de inmediato. Si estoy haciendo algo, interrúmpeme. No quiero que entren en el hotel, ¿está claro?

– Desde luego, señorita. La avisaré en cuanto lleguen.

– Has hecho un buen trabajo, Jim. Aprecio mucho que hayas sido capaz de actuar con tanta frialdad en un momento como éste.

Glory entró en el hotel. Tal y como esperaba, reinaba el caos. No tardó mucho en descubrir que la policía también había interrogado a varios trabajadores más, incluido el botones, y a dos clientes que habían regresado la noche anterior poco antes de que encontraran los cadáveres.

Vincent corrió hacia ella, casi histérico.

– La policía quiere interrogar a todos los clientes, puerta por puerta. Insisten, y no sé qué hacer.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. De momento, no permitas que molesten a los clientes, Vuelvo en seguida. Por el ruido que se oye la prensa ha debido llegar.

Glory volvió a salir. Las furgonetas de las cadenas de televisión bloqueaban la entrada al vado. En cuanto la vieron, empezaron a bombardearla con todo tipo de preguntas.

– Por favor, pregunten de uno en uno -sonrió-. Intentaré contestar a todas las preguntas. Hoda, puedes empezar tú.

– Es cierto que el asesino de Blancanieves ha actuado de nuevo y que depositó el cuerpo en el hotel Saint Charles? ¿Qué piensa al respecto?

– En primer lugar que preferiría que lo hubiera dejado en algún hotel de la competencia, en Le Meridian o en Windsor Court -contestó, despertando varias carcajadas-. Pero sí, es cierto. No obstante, aún no he hablado con la policía. No sé más que ustedes.

– ¿Dónde encontraron el cuerpo? -preguntó otro periodista-. ¿Cree que el asesino podría ser alguien del hotel?

– En absoluto. Nuestro hotel es absolutamente seguro. Como sabe, el asesino tiene la costumbre de elegir cualquier sitio para abandonar a sus víctimas. Por desgracia, esta vez escogió el garaje del hotel. Pero este desgraciado accidente no tiene nada que ver con el hotel -sonrió-. La última víctima fue encontrada en la catedral, lugar que visité al día siguiente y donde me sentí perfectamente a salvo, por cierto. El autor parece demostrar buen gusto en lo relativo a los edificios que elige. Aunque debo decir que el hotel dispone de un servicio de seguridad mejor que la catedral.

En aquel momento vio que se acercaba el relaciones públicas. Sonrió a los reporteros y dijo:

– Ahora tendrán que disculparme. Tengo que atender varios asuntos urgentes, pero Gordon McKenzie, nuestro relaciones públicas, contestará todas sus preguntas.

Glory charló unos segundos con Gordon antes de regresar al hotel para salvar a Vincent. Llegó justo a tiempo, porque lo encontró acorralado por dos policías que parecían haber elegido una estrategia algo más contundente para convencerlo. Estaba a punto de derrumbarse.

– ¿Puedo ayudarlos, agentes? -preguntó, con una sonrisa-. Soy Glory Saint Germaine, la dueña del hotel. Me temo que su pretensión de interrogar a los clientes llamando puerta por puerta no será posible. Tendrán que encontrar otro modo.

Los agentes se miraron entre sí.

– Tenemos órdenes, señora.

– Bueno, he hablado con mi abogado y dice que no tienen derecho a hacer tal cosa sin mi permiso -sonrió con dulzura exagerada-. ¿Quién está a cargo de todo el operativo?

– El detective Santos -respondió el más joven.

Glory se estremeció.

– ¿Y dónde puedo encontrarlo?

– En el aparcamiento, con la médico forense. Me temo que tendrá que esperarlo aquí.

– Es mi hotel, agente. Iré donde me plazca.

Glory no esperó más. Se dio la vuelta y se dirigió hacia uno de los ascensores.

Una vez en el aparcamiento, observó que habían acordonado todo el piso. Se respiraba cierta tranquilidad en el lugar, en comparación con el ambiente del vestíbulo. Al fondo pudo distinguir a un grupo de personas que observaban algo que se encontraba en el suelo.

Pero pronto descubrió que no se trataba de algo, sino de alguien. Glory se estremeció de nuevo al pensar en la pobre víctima.

– ¿No puede estar aquí! -exclamó uno de los policías.

– Quiero ver al detective Santos.

Se dirigió hacia el agente.

– Lo siento, señorita -dijo el hombre, tomándola del brazo sin demasiada delicadeza-. El detective Santos está ocupado. Tendrá que esperar en el hotel.

Glory se apartó de él.

– Me llamo Glory Saint Germaine. Este es mi hotel, y exijo ver al detective Santos ahora mismo.

– Muy bien, como quiera.

El agente caminó hacia el grupo de policías. Un segundo más tarde, uno de los hombres se dirigió hacia ella. Pero no era un hombre cualquiera. Era Santos.

El corazón de Santos empezó a latir más deprisa. Intentó recordar que era la dueña del hotel, que estaba allí para proteger sus intereses y que debía olvidar sus sentimientos personales.

Santos se detuvo ante ella. Glory escudriñó sus oscuros ojos. Era la primera vez que los veía en diez años, y durante una fracción de segundo sintió que tenía, otra vez, dieciséis años.

– Vaya, ya veo que te has acostumbrado a dar órdenes a diestro y siniestro. ¿Qué puedo hacer por ti? Sea lo que sea, tengo prisa.

Glory prefirió ir directamente al grano.

– No quiero que molestes ni a mis empleados ni a los clientes. Si necesitas algo pídemelo o habla con el abogado del hotel. Nos encargaremos de facilitaros el trabajo.

– ¿De verdad? ¿Estás dispuesta a ponerte a mi servicio?- preguntó, observándola con insolencia.

– No me presiones. Si te atreves a dirigirte a un empleado o a un cliente sin consultarlo antes conmigo, haré que te quiten la placa. ¿Comprendido?

– ¿La placa? ¿De verdad? -preguntó, divertido-. ¿Qué harías? ¿Hablar con el alcalde?

Glory se cruzó de brazos, ruborizada.

– De hecho, nos conocemos bastante bien. Y el gobernador es un viejo amigo de la familia.

– Vaya, vaya. Muy bien, puedes lograr que me echen del cuerpo. Pero hasta entonces haré lo que sea necesario para realizar mi trabajo. Quiero una lista con los nombres de los empleados y de los clientes del hotel, para interrogarlos. Por cierto, si no cooperas conmigo te acusaré por el cargo de obstrucción a la justicia. ¿Comprendido?

– Inténtalo.

– No me tientes -entrecerró los ojos.

Santos se dio la vuelta e hizo ademán de alejarse. Pero lo pensó mejor y la miró de nuevo.

– Glory, te has convertido en la mujer que quería tu madre. Debe estar muy orgullosa de ti.

Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Glory. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la compostura. Y cuando estaba a punto de abrir la boca para defenderse, Santos se alejó sin darle ninguna opción.

Capítulo 41

A las nueve de la mañana Glory ya había hablado con todos los periodistas de los antiguos Estados Confederados, O al menos tenía esa impresión. Por si fuera poco se había visto obligada a charlar con dos operadores turísticos para que no anularan las reservas en el hotel Saint Charles. Había convencido al primero y logrado que el segundo prometiera reconsiderar su decisión. Por desgracia no había tenido más remedio que ofrecer descuentos adicionales; descuentos que las castigadas arcas del hotel no podían permitirse.

Respiro profundamente. Estaba cansada, pero aliviada porque lo peor había pasado. Pero no se hacía ilusiones. El hotel tenía serios problemas, y se había limitado a poner parches a una situación catastrófica.

Se sentó en la butaca de su despacho, frente al escritorio que había sido de su padre; apoyó la cabeza sobre la mesa y cerró los ojos. Tendría que tomar decisiones drásticas e inmediatas con respecto al negocio familiar. Decisiones que no habrían gustado a su padre y que sin duda alguna despertarían la animosidad de su madre.

No obstante, debía hacer algo. Si no actuaba con celeridad para conseguir que se recuperaran la ocupación y los beneficios del hotel no tendría más remedio que reducir los servicios y ajustar la plantilla. En poco tiempo empeoraría el estado del establecimiento y el efecto dominó haría el resto.

No podía permitirlo.

Gimió, frustrada, y se levantó. Se acercó a la ventana y contempló la avenida. Los coches de la policía ya se habían marchado, al igual que las furgonetas de los medios de comunicación y los curiosos. Todo estaba como siempre.

Como siempre. Tocó la superficie del frío cristal. Sin embargo, aquél no era un día cualquiera. Era un día muy distinto a los demás. Se sentía de otro modo por culpa de Santos.

Verlo la había inquietado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo. Habían pasado diez años desde la última vez y sabía que debía estar preparada. No en vano era una adulta, una profesional que debía cuidar de un establecimiento con ciento veinticinco habitaciones. Pero el evidente desprecio de su mirada había derribado el muro protector que había levantado a su alrededor; había destrozado todas sus defensas y la había herido. En su opinión, se había convertido en la hija soñada por su madre.

Se miró las manos y observó que temblaban. Rápidamente apretó los puños y se dijo que tenía razón, aunque sólo fuera en parte.

De todas formas, prefirió esconderse tras sus defensas. Le irritó que se hubiera dirigido a ella con tal ironía, a una mujer tan importante en la comunidad, a una famosa mujer de negocios. No sabía muy bien qué había de malo en ello. Ya no dejaba que las emociones la dominaran. Cuando salía con un hombre, elegía a un individuo apropiado a su estatus. Nada de aventureros, nada de pasiones, nada de rebeldía.

Una y otra vez se repitió que no se había equivocado, que era una persona adulta y responsable, a diferencia de Santos, que se pasaba el día jugando a superpolicía callejero. Había oído que era un obstinado cuya actitud le había ganado la enemistad de sus superiores.

No podía negar que Santos se había mantenido fiel a sus sueños, algo que ella no podía decir, pero lo achacó a un comportamiento infantil. Aunque fuera uno de los agentes más condecorados del departamento de policía.

Estaba mejor sin él.

Se apartó de la ventana y regresó al escritorio. No obstante, no lo había olvidado. Como no había olvidado sus abrazos ni la sensación de ser completamente feliz. Una sensación que no había experimentado desde entonces.

Creía que la renuncia a la felicidad era una de las características de la madurez y se aferraba a una supuesta lección que había aprendido pagando un terrible precio: la muerte de su padre. Una lección que no olvidaría nunca y un precio que no podría perdonarse.

Echaba de menos a Philip. Tenía la impresión de que en su interior sólo había un inmenso agujero que nada ni nadie podía llenar, que no podían llenar ni las risas, ni las lágrimas, ni el trabajo. Lo había intentado una y otra vez, sin éxito.

Se pasó una mano por la cara, agotada física e intelectualmente. Pensó que se sentiría mejor si dormía un rato, o si comía. Miró el reloj y recordó que no había comido nada en todo el día. En cambio, se había tomado seis tazas de café.

– Glory Alexandra, ¿por qué no me avisaste?

La voz de su madre le pareció tan desagradable como el sonido de unas uñas arañando una pizarra. Se dio la vuelta y la miró. Hope se encontraba en el umbral, vestida como una típica señora de la alta sociedad. Tras ella, la secretaria de Glory movió las manos en gesto de disculpa. Su madre siempre se negaba a que la anunciaran antes de entrar.

– Hola, madre. Pasa.

– ¿Por qué no me llamaste?

– Te refieres a…?

– Al desafortunado incidente policial, claro está -dijo, mientras se sentaba-. Es imperdonable que dejara a esa prostituta en el aparcamiento.

Los prejuicios sociales de su madre se habían incrementado con el tiempo. Glory volvió a sentarse en la butaca.

– Esa mujer era un ser humano como tú o como yo. Y lo siento terriblemente tanto por ella como por su familia.

Su madre permaneció en silencio unos segundos antes de decir:

– Por supuesto. No merecía morir. Pero dejarla aquí… Es horrible, horrible.

Glory sabía que no sacaba nada discutiendo con su madre. Nunca estaban de acuerdo, de manera que decidió regresar al tema original.

– No encontré razón alguna para llamarte, madre. No había nada que pudieras hacer.

Su madre se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos.

– Debo recordarte que soy la dueña de la mitad de este hotel, y que fue mi herencia familiar la que salvó a Philip, y al establecimiento, de la ruina. Habríamos perdido el Saint Charles, pero no lo hicimos gracias a mí. Debiste llamarme.

Cinco años atrás, cuando se hizo cargo del hotel, Glory había descubierto en los libros de contabilidad que todas las deudas se habían pagado como por arte de magia. Pero desde entonces su madre no dejaba de echárselo en cara, y estaba cansada.

– Y yo te recuerdo que soy la directora, madre. Si quieres mi puesto podemos hablar sobre ello. Hasta entonces tendrás que aceptar mis decisiones. No había razón para llamarte. Todo está arreglado.

En aquel momento sonó el intercomunicador. La secretaria la informó de que tenía una llamada de un periodista del Times Picayune. Aceptó la llamada; su madre se levantó y tomó una de las fotografias que decoraban su escritorio. Era una fotografia de su padre, que le habían tomado por motivos publicitarios poco antes de su muerte. De inmediato sintió un nudo en la garganta.

Tras la muerte de Philip, Hope había recibido docenas de proposiciones, pero las había rechazado todas. Más de una vez había comentado que nadie podía sustituir a su difunto esposo. Sin embargo, Glory lamentaba su decisión porque incrementaba su injustificado sentimiento de culpabilidad.

Al final había aceptado que su madre no volvería a casarse nunca.

– Sí, en efecto -continuó hablando con el periodista-. Cuente conmigo. Si necesita más información no dude en llamar.

Poco después colgó el teléfono.

De inmediato, Hope dejó la fotografia en su emplazamiento original y la miró.

– Supongo que anoche lo viste.

– Si te refieres a Santos, sí. Lo vi. Está llevando el caso.

– Eso he oído. He oído que se ha convertido en un policía -sonrió con desprecio.

Glory decidió salir en su defensa, indignada por su actitud.

– Es un buen detective, uno de los mejores del departamento. Me alegra que esté de nuestro lado. Si no quieres nada más, estoy muy ocupada.

– Por supuesto. Siempre estás ocupada. Ah, quería hablarte de otra cosa. El sábado por la noche doy una pequeña fiesta en el hotel, a las ocho en punto. Podías traer a ese encantador cirujano con el que salías. ¿Cómo se llamaba?

– William. ¿Qué entiendes por una «pequeña fiesta»?

– Una cena para veinte personas, pero no te preocupes. Ya lo he organizado todo con el chef y con el jefe de camareros. No tienes que hacer nada.

– Ya hemos hablado antes del tema -dijo Glory, que sabía que el hotel tendría que cargar con los gastos-. No puedes seguir con ese ritmo. El hotel no puede permitírselo.

– Haré lo que me apetezca -espetó-. Es mi hotel.

– No lo comprendes. Si sigues…

– Lo comprendo muy bien. Sin embargo, ¿para qué tenemos el hotel si no es para disfrutarlo?

– Es nuestro negocio, nuestra forma de vida. Pero además es algo más. Es…

– ¿Qué es? ¿Tu herencia? ¿Parte de la familia? Si no fuera por los beneficios sólo sería una carga.

– ¿Una carga? Si es eso lo que piensas, ¿por qué lo salvaste? ¿Por qué utilizaste tu fortuna para evitar su ruina?

– Porque tu padre quería vender nuestras propiedades para salvarlo. Iba a vender la mansión, la casa de verano, el Rolls Royce y mis joyas. No podía aceptarlo. La gente habría empezado a hablar. Habríamos sido el hazmerreír de toda Nueva Orleans.

Glory intentó asumir lo que acababa de escuchar. El hotel había sido uno de los mayores amores de su padre. En cambio, Hope parecía detestarlo.

– ¿Y qué pasaría ahora, madre? ¿Qué pasaría si tuvieras que enfrentarte a las habladurías de la gente?

Hope la miró. Había tal frialdad y determinación en sus ojos que Glory se estremeció.

– Haría lo necesario para impedirlo, por supuesto.

Su madre se levantó y salió del despacho. Glory la observó sin dejar de pensar en sus últimas palabras.

Capítulo 42

Liz estaba tumbada en la cama, mirando el techo, intentando poner orden en sus confusos pensamientos. Santos se había marchado horas atrás, antes del alba. Sin embargo, no había podido dormir desde entonces.

En aquel mismo instante podía estar hablando con Glory, mirando sus ojos, recordando, empezando a desearla de nuevo.

Pensó en la pasión que compartían, en lo enamorados que habían estado en el pasado, y un sentimiento insano la empujó a imaginarlos juntos en aquel instante, como los adultos que eran, como adultos que sabían lo que querían.

Gimió y se cubrió el rostro maldiciéndose por ser tan insegura. Se repitió que Santos ya no la deseaba. Había confesado que la odiaba tanto como ella misma.

Respiró profundamente. Las sábanas aún olían a Santos, e intentó aspirar todo su aroma.

Lo amaba con locura, pero aquel amor no era recíproco.

Se sentó y se abrazó a la almohada. Santos había dicho que le gustaba mucho, que le agradaba su compañía y que le encantaba hacer el amor con ella. Pero no había en él ningún deseo por establecer una relación, ni intención alguna de involucrarse. No obstante, no renunciaba a la posibilidad de que se enamorara de ella.

Había sido sincero con ella. Liz podía notar la distancia que había establecido entre ellos; podía sentir sus muros defensivos.

Más de un aspecto de su personalidad permanecía oculto a su vista. Santos no quería compartir ni sus sueños, ni sus esperanzas, ni sus emociones, y la culpa de todo la tenía Glory. No sólo había destrozado su futuro, sino que también había matado la confianza y el amor de Santos. Le había partido el corazón.

Hacía dos meses que eran amantes, desde su tercera cita. Liz había estado enamorada de Santos desde siempre, y no había sido capaz de resistirse al deseo.

Se dijo que Víctor necesitaba tiempo. Poco a poco llegaría a comprender que estaban hechos el uno para el otro.

Si Glory no volvía a interponerse.

Apretó la cara contra sus rodillas e intentó recordar la reacción de Santos cuando supo que tenía que visitar el hotel Saint Charles, dos noches atrás. Intentó recordar cada palabra que intercambiaron, cada uno de sus gestos. Santos había recibido una llamada de la comisaría para informarle del asesinato. El teléfono no la había despertado. Sencillamente había notado que su amante ya no se encontraba en la cama.

Cuando abrió los ojos vio que se estaba abrochando los pantalones. Parecía enfadado.

– ¿Santos? ¿Qué ocurre?

– Tengo que marcharme -contestó, mientras se sentaba en la cama para ponerse los zapatos-. Han encontrado otro cuerpo.

– ¿Se trata del asesino de Blancanieves?

– El mismo.

Liz acarició uno de sus muslos.

– Lo siento.

– Yo también.

Santos abrió la boca como para decir algo más, pero no lo hizo. Se levantó, y se puso la cartuchera.

– Iré a prepararte un café.

– No tengo tiempo. Sigue durmiendo.

– ¿Piensas volver? -preguntó, adormilada, mientras se tumbaba de nuevo.

– Pasaré más tarde por el restaurante.

Liz asintió con un nudo en la garganta. Lo amaba tanto que cuando se marchaba sentía un profundo dolor.

– Espera, Santos. Esta vez… ¿dónde han encontrado el cuerpo?

Su amante dudó durante unos segundos, como si no quisiera decírselo, como si quisiera ocultarle alguna terrible verdad. En aquel momento, Liz supo que aún sentía algo por Glory.

Y ahora, dos días más tarde, se levantó de la cama porque se sentía demasiado inquieta. Si no hacía algo, si permanecía desocupada, se volvería loca.

Decidió ir al restaurante aunque había pensado dejar que Darryl, su ayudante, abriera. Santos pasaría más tarde por allí, y cuando viera sus ojos sabría que todo iba a salir bien.

Estaba segura.

Mucho más tranquila, se dirigió a la ducha.

Casi eran las tres en punto cuando Santos pasó por El jardín de las delicias terrenales. Para entonces Liz estaba bastante deprimida. No había dejado de pensar durante todo el día y su inseguridad la estaba destrozando.

Deseaba que la amara. Pero recordaba muy bien la pasión que lo había unido a Glory.

Santos entró y la abrazó.

– Hola. Eres toda una alegría para los ojos.

Liz se apartó un poco.

– ¿De verdad?

– No lo habría dicho si no fuera cierto.

– Claro que no. El señor perfecto no podría faltar nunca a sus elevados valores morales.

Liz estaba tan enfadada que temblaba. Estaba enfadada con él, con Glory y consigo misma por no ser capaz de controlar sus emociones.

– ¿Qué sucede? -preguntó él.

– Nada -respondió con fingida indiferencia-. Me alegra que sacaras tiempo de tu apretada agenda para venir a yerme.

– Así que es eso -entrecerró los ojos-. Estoy trabajando en un caso, y ya sabes lo que significa.

– Pero este caso es distinto, ¿verdad? -se cruzó de brazos.

Liz se arrepintió de haber insinuado algo así. Estaba celosa, y no podía soportar un comportamiento tan ajeno a ella. Además, Santos no era hombre que aceptara imposiciones de ninguna clase. Necesitaba sentirse libre, tener cierto espacio.

– Mira, Liz, he pasado despierto la mayor parte de la noche. Estoy cansado, enfadado y tengo hambre. De modo que di lo que quieras decir, porque no estoy de humor para insinuaciones indirectas y jueguecitos.

– La viste, ¿no es cierto?

– Sí, vi a la reina del Saint Charles, y puedo asegurarte que no me divertí demasiado.

– ¿Estás seguro? -preguntó.

Liz se sentía completamente idiota. Santos avanzó y acarició su cara.

– No sigas, por favor. Olvídate del pasado. Sólo importamos nosotros y el presente.

– Me gustaría hacerlo, pero no puedo. No dejo de recordar la relación que os unía. Y sé cómo es ella. Egoísta y manipuladora. Ni siquiera se lo pensó dos veces cuando… La odio. Me robó mi futuro y ni siquiera le importó. De no haber sido por ella, quién sabe qué habría podido ser.

– Bueno, tienes tu propio negocio. Las cosas no te fueron tan mal. ¿No te gusta lo que haces, Liz?

– Sí, me gusta. Pero tenía tantos sueños… -confesó, entre lágrimas-. Quería hacer algo importante con mi vida, quería convertirme en científico o cirujano. Iba a inventar algo que cambiara las vidas de las personas. Tal vez, hasta del mundo.

– En cierto modo lo has logrado. Consigues que la gente esté sana con el restaurante.

– No se trata de eso. Se trata de que a Glory no le importó destrozar mi existencia, O al menos, no le importó nada comparado con su propio y supuesto sufrimiento. Sólo es capaz de pensar en sí misma. Pensé que era mi amiga. Habría hecho cualquier cosa por ella, y en mi ingenuidad creía que era algo recíproco. Ella misma lo dijo. Pero mintió. ¿Comprendes por qué no confío en ella?

– Lo comprendo. A mí también me traicionó, pero no se trata de que confíes en ella, sino de que confíes en mí. Ya no me interesa esa mujer. Lo que nos unió ha muerto. Ni siquiera es la misma persona.

– Pero tus recuerdos…

– Son todos malos -la miró con intensidad-. No se interpondrá entre nosotros. No será ella quien impida que te ame.

– Quieres decir que serás tú…

– Lo siento, Liz, no quería decir eso.

– Claro que querías -se apartó de él-. Tengo que volver al trabajo.

– No nos peleemos. No dejes que se interponga entre nosotros. Tenemos algo muy bonito, algo hermoso. No debemos permitir que se pierda.

– Yo no quiero que se pierda. No quiero perderte.

Santos se inclinó sobre ella para besarla.

– Ahora tengo que marcharme.

– Quédate a comer algo -sonrió-. He añadido ternera al menú, sólo por ti.

– Me gustaría, pero no puedo.

– ¿Te veré más tarde?

– Lo intentaré.

Liz supo que poco a poco se apartaba de ella porque se sentía atrapado. Lo podía ver en sus ojos, en la mueca de su boca. Se maldijo por su inseguridad y maldijo a Glory por haber destrozado el corazón de Santos años atrás.

– Llámame para decírmelo.

– Lo haré.

Santos la besó de nuevo y se marchó.

Liz lo observó. Tenía la impresión de que lo había perdido. Pero intentó convencerse de que no era cierto y regresó al trabajo.

Capítulo 43

Santos y Jackson estaban sentados el uno frente al otro en el escritorio de madera, cubierto de documentos, tazas de café y archivos de toda clase. A su alrededor se alzaba el caos habitual de la brigada de homicidios. Llevaban tanto tiempo trabajando juntos que ya no lo notaban.

Santos limpió el centro del escritorio y sacó las fotografías de las seis víctimas del asesino de Blancanieves. Acto seguido, dio la instantánea de la última víctima a su compañero.

– Ya han hecho la autopsia.

Jackson observó la imagen.

– ¿Y qué hemos sacado en claro?

Santos le dio dos fotografías más en las que se apreciaban rasguños y hematomas.

– En primer lugar, que se resistió. Debió darse cuenta de lo que iba a suceder.

– ¿Y la manzana?

– Las dos últimas chicas no la mordieron voluntariamente. El asesino hizo los mordiscos después de que murieran.

– Encantador.

– Estoy seguro de que a nuestro hombre tampoco le habrá gustado. Como no le habrá gustado que la última víctima se resistiera. Quiere chicas perfectas, angelicales y solteras. Chicas sin compromiso. Pero elige prostitutas.

– Porque cree que así las limpia de un supuesto pecado.

– En efecto. Porque cree que las purifica.

– Así que tenemos a un maníaco religioso -observó Jackson.

– Sí, lo que no impide que sea necrófilo. No lo comprendo. No encaja.

– Puede que se crea Dios. Las marca con la señal de la cruz.

– Y la manzana no es otra cosa que la fruta prohibida del paraíso terrenal -añadió Santos.

– Exacto.

Santos se levantó, frustrado e inquieto. Necesitaba hacer algo o se volvería loco.

– Tiene cierta lógica -dijo-. Aunque sea la lógica de un demente. El muy cerdo está convencido de que matándolas las limpia de pecado y les hace un favor. Y hasta se permite el macabro juego de la metáfora bíblica. Pero hay algo extraño en todo ello. ¿Dónde están los posibles restos de semen? ¿Dónde está la prueba biológica de su necrofilia?

– Insinúas que las penetra con algún objeto? -preguntó Jackson.

– Puede ser -entrecerró los ojos-. Hasta cabría la posibilidad de que nuestro hombre fuera… una mujer.

Jackson lo miró sorprendido durante unos segundos.

– No puede ser. No, no puede ser.

– Es una posibilidad.

– Sí, pero ahora mismo cualquier cosa es una posibilidad.

Jackson tenía razón. No tenían nada, salvo cadáveres. Seis, para ser exactos.

Santos se pasó una mano por el pelo.

– Las chicas están muy asustadas. Saben cómo actúa. Y si empieza a tener problemas para conseguir víctimas se marchará a otra parte.

– Y no lo atraparemos.

– Tenemos que apretarlo. Está aquí mismo, bajo nuestras narices. Estoy seguro de que se trata de alguien que visita regularmente el barrio francés, o que vive en él. Alguien a quien las chicas conocen. Alguien en quien confían. De lo contrario habríamos descubierto más pruebas de resistencia física en las anteriores víctimas.

– Vamos a echar otro vistazo a los crucifijos.

Santos abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una cajita que estaba llena de crucifijos. Todos del tipo utilizado por el asesino para grabar a fuego la señal. Todos, comprados en el barrio francés.

En una ciudad tan religiosa y reaccionaria como Nueva Orleans no era extraño que la fe y el concepto de pecado ocuparan un ámbito tan importante en la vida de las personas. Todo el mundo tenía crucifijos. Se vendían como recuerdo para los turistas, y no resultaba demasiado difícil encontrarlos impresos incluso en las tazas de los bares.

Santos eligió uno y dijo:

– Lo encontré el otro día en la esquina de Royal y Saint Peter. Este otro es de una tienda del Cabildo, y aquél de una tienda de vudú de la calle Bourbon. Pero no hay testigos, ni pistas.

– ¿Y qué hay de aquel chico de la catedral? No estoy seguro de que su coartada me convenciera.

– Se comprobó.

– Sí, pero no le creí de todas formas. Tuvo la oportunidad de hacerlo, y frecuentaba prostitutas. Además, se pasa la vida en el barrio francés.

– Se hundió enseguida cuando lo interrogamos. Nuestro asesino, o nuestra asesina, es una persona mucho más fría. Ese chico habría hecho cualquier cosa por librarse de nosotros, hasta confesarse culpable. Te digo que no es él.

– No lo sé. Aún creo que debimos… Oh, vaya. No mires ahora, compañero. Se acercan problemas. Y creo que llevan grabados tu nombre.

Santos miró hacia atrás. Glory se dirigía hacia él, con evidentes signos de irritación. Sin quererlo, notó cómo la miraban todos los hombres de la comisaría y no le extrañó. Era muy atractiva, aunque escondiera un corazón de hielo. Parecía un diamante entre baratijas, un perro con pedigrí entre docenas de perros callejeros.

Santos sonrió divertido. Obviamente, quería su cabeza.

– ¡Cómo te has atrevido! -exclamó al llegar al escritorio-. ¿Cómo has sido capaz de interrogar a mis empleados de ese modo?

– Buenos días -dijo Santos-. ¿A qué debo el placer de tu visita?

– Basta de tonterías. Te prohibí que interrogaras a mis empleados sin consultármelo antes. ¿Quién te dio la autoridad para desafiarme?

– ¿Desafiarte?

– Creo que será mejor que me aparte -intervino Jackson-. No me gustaría verme en mitad de un fuego cruzado. La metralla puede llegar a ser muy peligrosa.

Santos lo miró, furioso, antes de volver a concentrarse en Glory.

– En primer lugar, no tienes ningún derecho a darme instrucciones de ninguna clase -declaró el detective-. Como funcionario público que soy haré lo necesario para llegar al fondo de este caso. Y en segundo lugar hablamos con Pete durante su tiempo libre, no durante las horas de trabajo. De modo que lárgate de aquí.

– Que no puedas encontrar al asesino no te autoriza a presionar a un pobre chico inocente. En lugar de molestar a adolescentes te sugiero que salgas a la calle a encontrar a ese maníaco.

En la enorme sala se hizo el silencio. Santos estaba demasiado furioso como para describir lo que sentía. Se levantó y caminó hacia ella. Se detuvo tan cerca que Glory tuvo que alzar la cabeza para mirarlo.

– ¿Y cómo sabes que Pete no es el asesino? ¿Qué pasaría si tienes a un criminal en plantilla?

– Eso es ridículo. Es un hombre encantador. Un empleado modelo.

– Claro, y supongo que los clientes confían en él.

– Desde luego.

– Sobre todo las mujeres. Confían en él, y les gusta. ¿No es verdad?

Glory palideció. Era cierto, pero insistió en defenderlo.

– Lo has presionado durante horas, sin abogado alguno que lo defendiera. Habéis hecho todo lo que podíais salvo acusarlo directamente.

– ¿Para qué diablos íbamos a leerle sus derechos? No estaba detenido, ni hay cargos contra él. Eran simples preguntas. ¿No es cierto, Jackson?

– Lo es.

– No necesitaba un abogado, Glory. Y desde luego, no pidió ninguno. Si lo hubiera hecho, se lo habríamos concedido de todas formas. Es su derecho. Y es la ley.

– Si yo fuera tú borraría ese gesto arrogante de tu cara. Los dos sabemos que le recomendasteis que no llamara a un abogado, que lo convencisteis de que si lo hacía sería tanto como declararse culpable. Y en realidad sólo es un chico solitario y vulnerable.

– ¿Hicimos tal cosa, Jackson? -preguntó Santos.

– No que yo recuerde, compañero. Tal vez esté pensando en otro detective. O tal vez haya visto demasiadas películas.

– No insultéis mi inteligencia. No estoy dispuesta a admitir más presiones, ni más juegos. La próxima vez llevaré el caso a los tribunales.

– No vayas tan deprisa, princesa -espetó Santos, mirándola directamente a los ojos-. ¿Es que tu empleado se siente culpable de algo? ¿Por qué estaba tan nervioso?

– No estaba nervioso. Simplemente estaba inquieto por vuestras acusaciones.

– Perdóneme, señorita -intervino Jackson de nuevo-. No lo acusamos de nada. Nos limitamos a hacer preguntas. Es nuestro trabajo.

– Tal vez no lo hicierais directamente, pero lo hicisteis -dijo ella, mirando a Santos-. Cualquiera se habría asustado.

– Yo diría que sientes debilidad por ese chico -observó Santos-. Suena como si le pagaras por algo más que por aparcar coches.

– ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a insinuar que…?

– ¿Y qué te hace estar tan segura de su inocencia? ¿Tal vez lo conoces? ¿Tal vez conoces al asesino de Blancanieves?

– Oh, por favor…

Glory se apartó de él, pero Santos la tomó del brazo y la detuvo.

– No tienes idea de con quién estamos tratando. Como mucha gente, crees que los asesinos son personas de aspecto extraño, personas en cuyos ojos se ve claramente un monstruo. Pero no es así en absoluto. Se trata de un monstruo, sí, pero de un monstruo que camina entre nosotros, desapercibido. Una persona fría, brutal y calculadora. Una máquina de matar, sin compasión ni respeto por la vida humana.

Santos notó su miedo y sintió cierta satisfacción. Quería asustarla. Sus acusaciones eran tan arrogantes y tan injustificadas que merecía un castigo, aunque fuera mínimo. Por el presente, y por el pasado.

– Pero no se trata de un monstruo que podamos identificar por su aspecto -continuó-. Es un manipulador nato. Alguien que necesita hacernos creer que es absolutamente inocente. Todo un ejemplo como persona. O un empleado modélico.

Glory estaba tan pálida que Jackson decidió intervenir.

– Santos…

Santos levantó una mano para detenerlo.

– Pete tuvo la oportunidad. Vive en el barrio francés y le gustan las… chicas de la calle. Por otra parte, trabaja durante la noche y puede salir y entrar cuando quiera. Puede utilizar los coches de los clientes cuando le apetezca. Vehículos de los que sabe que no se utilizarán en varias horas.

– ¿Estás diciendo que Pete es el asesino?

– No. Sólo estoy diciendo que no tienes derecho a venir aquí a decirnos cómo debemos hacer nuestro trabajo. Nos tomamos muy en serio nuestra profesión, y te aseguro que somos bastante buenos. Así que si no tienes nada más que decir, princesa, yo no tengo tiempo para tonterías. He de encontrar a un asesino.

– No me llames así.

– ¿Prefieres que te llame «alteza»?

– Vete al infierno.

Glory se dio la vuelta y se alejó de él. Mientras lo hacía miró sin querer las fotografias que ocupaban el escritorio y se asustó tanto que dio un paso atrás.

Jackson se levantó de la silla y se acercó a sostenerla por si se desmayaba.

– ¿Por qué no se sienta un momento?

Glory se recobró enseguida. Santos pudo notar perfectamente sus esfuerzos por recobrar la compostura, por colocarse de nuevo la ridícula armadura con la que se defendía del mundo. Unos segundos atrás la había visto tal y como había sido. Apasionada, llena de vida. Le había recordado a la chica de la que se enamoró.

– Gracias, detective Jackson. Me encuentro bien. Y ahora, si me permite…

Glory se marchó muy estirada. De todas formas, Santos sospechó que aquella noche no conciliaría el sueño. Las imágenes de las chicas muertas la perseguirían. De hecho, a veces también lo perseguían a él.

– Glory -dijo-, en cuanto a tu empleado…

Glory se detuvo un momento y lo miró.

– Está limpio -continuó Santos, sabiendo que había ganado la batalla-. Pensé que te gustaría saberlo.

– Eres un cerdo.

El detective sonrió y se llevó la mano, como saludo, a un ala de sombrero imaginaria.

– Siempre a tu servicio.

Capítulo 44

Lily despertó con los cantos de los pájaros. Suavemente, se desperezó y abrió los ojos. A juzgar por la suave luz acababa de amanecer.

Se levantó de la cama con cierta dificultad y se dirigió al balcón que daba al jardín central del edificio. Sonrió, abrió las puertas y salió para admirar el nuevo día.

Por alguna razón la luz matinal le recordaba su juventud. Recordó muchas mañanas del pasado, muchos detalles: el suave y dulce olor del aire; el rocío; el aroma de un desayuno caliente; la calidez del sol en el rostro.

Los pájaros continuaban cantando. Parecían ángeles.

La ráfaga de frío fue tan repentina que por un momento pensó que era enero en lugar de junio. Acto seguido pensó que debía tratarse de una especie de frío interno, pero no era así. Tenía frío de verdad. Se frotó los brazos y los encontró húmedos, sudorosos como si hubiera estado trabajando en el jardín.

Los pájaros cantaban y ella se estaba muriendo.

Lo sabía, aunque no supiera cómo. Lo intuía con una claridad absoluta.

Miró hacia el patio central intentando ver los pájaros que cantaban, pero no pudo distinguirlos.

Entró de nuevo y salió del dormitorio sin molestarse siquiera en ponerse unas zapatillas y una bata. Podía oler el café y oír el sonido que producía al pasar las páginas de un periódico. Santos no dormía mucho, ni profundamente. Sus demonios personales le habían robado la tranquilidad tiempo atrás.

Avanzó lentamente hacia la cocina. El frío era casi insoportable. Deseó que Santos encontrara a alguien. Una amante, una compañera, una esposa. Deseaba que encontrara a alguien que lo amara tanto como para que no volviera a sentirse solo. La vida era demasiado corta. Había que vivirla de forma intensa, disfrutarla al máximo.

Lo encontró en la cocina. Estaba sentado a la mesa, tomando un café y leyendo la prensa, con la cabeza inclinada. Lo miró y pensó que era muy fuerte y atractivo. Un gran hombre en todos los sentidos. Sintió tal orgullo que durante un momento el frío cedió. Pero no era su madre. No lo había traído al mundo.

Sin embargo, siempre había sido un hijo para ella. Al menos lo amaba como si lo fuera, como si lo hubiera tenido en sus brazos siendo un bebé, como si hubiera mamado de sus propios pechos, como si hubiera nacido de su propio cuerpo.

Si el cielo existía, hablaría con su verdadera madre cuando llegara. Le hablaría de él.

– ¿Santos?

– Buenos días -sonrió al mirarla-. Te has levantado muy pronto.

– Hay algo que necesito que hagas por mí. Ciertas cosas que debo decirte.

Santos frunció el ceño y la observó con intensidad como si notara que algo andaba mal.

– Lily, ¿te encuentras bien?

Súbitamente, Lily dejó de sentir su brazo izquierdo. Fue una sensación inquietante y terrible, que sin embargo no le robó su paz interior.

– Debo decírtelo antes de que… antes de que sea demasiado tarde.

Santos se levantó, alarmado. La tocó y apartó la mano de inmediato.

– Voy a llamar a una ambulancia.

– ¡Espera! -lo agarró por los hombros-. Santos, quiero que llames a Hope. Debo verla antes de… Prométeme que la llamarás. Prométeme que la llamarás antes de que…

Santos lo prometió. Acto seguido corrió al teléfono para llamar a una ambulancia. Segundos después tomó a Lily en sus brazos y la llevó escaleras abajo para esperar en la entrada del edificio.

Lily lo miró con cariño. Su apariencia fría no la engañaba. Lo conocía bien, y sabía que en su interior rugía un infierno de emociones y un pozo sin fin lleno de amor.

– A todo el mundo le llega su hora -dijo Lily con suavidad-. Y si ésta es la mía, la recibiré con los brazos abiertos.

– No vas a morir -dijo Santos, desesperado-. No permitiré que mueras.

Lily quiso alargar un brazo para acariciar su mejilla, pero no tenía fuerzas para hacerlo.

– Quiero que sepas… que te quiero, Santos.

– Lo sé, Lily, yo…

– Siempre has sido un hijo para mí. Mi hijo. Sin ti, mi vida habría sido…

Lily tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse al dolor que sentía. Necesitaba hablar con él.

– Estaba muerta cuando apareciste en mi vida. Apartaste de mí la soledad y me diste algo que pensé que nunca tendría. Me diste amor, Víctor. Eres un buen chico, y quiero que lo sepas antes de que muera.

– Lily, no digas eso -acarició su cabello-. Me estás asustando.

– Mereces tener más suerte. Y no sé si eres consciente de ello. Prométeme que te cuidarás, que serás amable contigo mismo, que no te engañarás con inútiles sentimientos de culpa como hice yo. ¡Víctor!

Lily se llevó una mano al pecho. No sentía nada salvo dolor. Entonces cerró los ojos.

– ¡No, Lily! ¡Espera! Tú también me diste todas esas cosas. Me diste un hogar y una familia. Me diste amor… Lily, no te mueras, por favor. No te mueras. No puedes abandonarme. Te necesito.

Lily notó el pánico en su voz, en la forma en que la sostenía, con fuerza. Con un último esfuerzo se aferró a su camiseta y dijo, ya casi sin aliento:

– Tengo que ver a Hope. Tengo que hacer las paces con ella. Yo…

El dolor se hizo tan insoportable que le robó el habla. Aún pudo oír la sirena de la ambulancia que se acercaba, las desesperadas palabras de Santos, el llanto del bebé del vecino. Y oyó los pájaros. Oyó el canto suave y dulce que la llamaba.

Después, sólo el silencio.

Capítulo 45

Las dos horas siguientes fueron angustiosas para Santos. Lily había sufrido un ataque al corazón, aunque aún no se conocía la gravedad de su estado. El médico había hecho todo lo posible para aliviar su dolor.

Santos no había sido nunca un hombre religioso, pero rezó de todas formas porque sabía que Lily lo era. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que viviera. Por suerte consiguieron salvarla, aunque el médico no le dio demasiadas esperanzas con respecto a su recuperación. De edad muy avanzada, su salud era débil y su corazón había sufrido demasiado. Las probabilidades de que sufriera otro ataque eran demasiado elevadas.

Sin embargo, había sobrevivido. Santos la miró, agradecido. Por fin se había liberado del dolor y descansaba. El médico había dicho que dormiría durante al menos doce horas y le había recomendado que descansara él también. Los siguientes días iban a ser días muy largos.

Se inclinó sobre ella y tocó su frente. Susurró a su oído que volvería y después salió de la habitación para ir a una cabina. Llamó a la brigada, a Liz, y acto seguido tuvo que tragarse todo su orgullo para avisar a Hope.

Por extraño que pareciera, la hija de Lily no se sorprendió demasiado al reconocerlo.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective Santos?

Santos se estremeció sin saber por qué. Aquella mujer era una serpiente venenosa. Había algo macabro en su tono de voz.

– Me temo que tengo malas noticias para usted.

– Oh. ¿De qué se trata esta vez? ¿De otro asesinato en el hotel?

Resultaba evidente que se divertía con él. Se creía superior a todo el mundo. Y esa actitud lo enfermaba.

– Se trata de su madre -declaró, intentando controlar, sin demasiado éxito, el desagrado que sentía-. Ha sufrido un…

– Lo siento, agente, pero debe estar mal informado -lo interrumpió-. No tengo madre. Murió hace años, durante un viaje.

Santos pensó en Lily, pálida, demacrada, al borde de la muerte. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobreponerse a la ira que sentía y acceder a su último deseo. Quería ver a su hija antes de morir, y debía hacer todo lo necesario para lograr que así fuera.

– Déjese de cuentos, señora Saint Germaine. Sé quién es. Personalmente pienso que no merece ser la hija de Lily, pero ella me pidió que la llamara. Por alguna razón piensa que vale la pena hacerlo.

Hope rió.

– ¿De verdad? Qué interesante. Siga, detective.

– Ha sufrido un infarto. Y no se encuentra bien -explicó-. Es posible que muera.

Hope permaneció en silencio unos segundos, al cabo de los cuales preguntó, impaciente:

– ¿Y qué tiene eso que ver conmigo, detective?

– ¿Es que no ha oído lo que he dicho? Su madre se está muriendo.

– Sí, lo he oído. Pero no comprendo por qué me llama.

Santos se sorprendió. Sabía que era una mujer despiadada y fría. Pero no esperaba tal carencia de remordimientos, de sentimientos, incluso de tristeza en su voz. No tenía corazón.

Respiró profundamente para controlar el odio que sentía por ella. Parecía alegrarse por la posible muerte de Lily.

– Quiere verla. Quiere hacer las paces con usted.

– Lo siento, detective, pero eso no es posible.

– ¿Está diciendo que…?

– Exacto.

– Está muriéndose, y quiere verla. Es su último deseo.

– Eso no tiene nada que ver conmigo.

– Por favor -rogó-. Se lo ruego. Acceda a verla. Permita que muera feliz.

– No, gracias -dijo con suavidad, como si estuviera hablando con algún vendedor de libros o seguros-. Buenos días.

Entonces colgó. Santos miró el auricular, incrédulo y furioso. Le había colgado el teléfono. Se había negado a ver a su madre en su lecho de muerte.

Estaba decidido a darle una lección, a golpearla en su punto más débil. No permitiría que tratara a Lily de aquel modo. Había intentado que el último deseo de Lily se hiciera realidad a toda costa, pero ya que no era posible se las arreglaría para concederle, al menos, parte del deseo.

Habló con el médico para conocer los últimos detalles sobre su estado, dejó el número de su busca a las enfermeras y salió del hospital en dirección a su coche. Una vez dentro, conectó la sirena y arrancó a toda velocidad. Su condición de policía le permitía ciertos lujos ajenos al resto de los ciudadanos.

Se plantó en la mansión de Glory en menos de quince minutos y detuvo el vehículo con un frenazo en seco. Un vecino, que estaba leyendo el periódico en el jardín, salió corriendo en cuanto lo vio. Santos supo que informaría inmediatamente a su familia de que Glory Saint Germaine tenía algún tipo de problemas.

Divertido, salió del coche. Glory iba a convertirse en centro de las habladurías vecinales.

Su antiguo amor tardó unos segundos en abrir la puerta. Cuando lo hizo pudo ver que llevaba vaqueros y una camiseta. No estaba maquillada, e iba descalza. Al contemplarla de aquel modo, tan natural y hasta cierto punto vulnerable, recordó el pasado y sintió un terrible dolor.

En cualquier caso intentó olvidar sus sentimientos personales. Aquella mujer no era la misma persona. De hecho, la persona de la que se había enamorado no había existido nunca.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella, nerviosa-. ¿Qué ha ocurrido?

– Tienes que venir conmigo. Es un asunto policial.

– ¿Ir contigo? ¿Qué quieres decir? ¿Estoy arrestada?

– No, en absoluto. Pero te necesito en la central. Debo hacerte unas preguntas.

– ¿Se trata de otro asesinato? ¿Está involucrado el hotel? ¿Se trata de Pete…?

– Podemos discutirlo por el camino. ¿Puedes venir conmigo?

– De acuerdo -respondió, dejándolo entrar-. Iré a ponerme unos zapatos y a recoger el bolso.

Mientras esperaba, Santos miró a su alrededor. A la izquierda del enorme vestíbulo se encontraba el salón, y a la derecha la biblioteca. Como la mayor parte de las casas de Garden District se trataba de una mansión antigua, de finales del siglo XIX, con grandes ventanas y balcones, suelos de madera y detalles escultóricos.

Esperaba que fuera un lugar algo sobrecargado, más un museo que una casa. Pero debía admitir que no resultaba ostentoso, sino cálido.

– Pareces perplejo -declaró ella al regresar.

– ¿De verdad?

– Sí. Tal vez esperabas una casa distinta.

– Siento decepcionarte, pero no esperaba nada.

Glory se ruborizó.

– Para que pudieras decepcionarme tendrían que importarme tus opiniones. Y no es así -se defendió.

– Perfecto. Ahora, si estás preparada…

Juntos entraron en el interior del vehículo, sin hablar. Una vez dentro, Santos la miró.

– Ponte el cinturón de seguridad. Es la ley.

Glory obedeció. Poco después avanzaban por la avenida Saint Charles, como si fueran a Lee Circle. Pero en lugar de eso, Santos se dirigió al oeste.

– Pensé que íbamos a la comisaría..

– Eso dije. Pero mentí.

Glory lo miró, alarmada.

– Deja que baje ahora mismo de este coche. ¿Me has oído, Santos? Exijo que te detengas.

– Lo siento, pero no puedo hacerlo. Hay cierta persona que te necesita. Alguien a quien quiero mucho. Y no pienso fallarle.

– Eso es ridículo, ¡Si no detienes el coche tendré que denunciarte por secuestro!

Santos rió.

– No seas melodramática. No te estoy raptando. Sólo vamos a dar un pequeño paseo.

– Contra mi voluntad. Eso es un rapto.

Glory llevó la mano a la palanca de la portezuela, con la intención de abrirla. Santos se dio cuenta y aceleró.

– Si yo fuera tú no intentaría saltar.

– Eres un canalla. Haré que te retiren la placa.

– Es la segunda vez que me amenazas con lo mismo. Yo diría que padeces de un caso grave de envidia.

– Vete al infierno -lo miró.

– De acuerdo, pero primero deja que te cuente una historia. No tuve más remedio que comportarme de este modo, porque de lo contrario no me habrías escuchado. Pero te aseguro que si después de contártela aún quieres bajarte del coche, podrás hacerlo con mi bendición.

Glory se cruzó de brazos.

– Muy bien. ¿Qué historia es esa?

– Una que trata sobre una madre y una hija -respondió, con la mirada fija en la carretera-. La madre en cuestión amaba a su hija más que a otra cosa en el mundo. Quería que tuviera una vida mejor que la que ella había llevado. La desafortunada mujer había sido prostituta, la «madame» de un burdel, para ser exactos, que había pertenecido a su vez a su madre y a su abuela.

Santos notó que había conseguido su atención, de manera que continuó hablando.

– Pues bien, la madre consiguió arreglar las cosas para que su hija tuviera una identidad nueva, para que se marchara a estudiar a un colegio donde nadie la conociera, lejos de allí. Lejos del lugar del que procedía. Pero la hija tenía sus propios planes. No quería a su madre, y había decidido utilizarla para huir de aquello. Mintió a todos, incluso al hombre con el que se casó más tarde. Rompió el corazón de su madre y se negó a verla de nuevo a pesar de las súplicas de la mujer que la había traído al mundo. Y cuando estaba a punto de morir realizó el último acto de crueldad negándose a verla en su lecho de muerte, negándose a acceder al único deseo de su madre.

Pasaron los segundos sin que nadie abriera la boca. Al cabo de un rato Glory se aclaró la garganta, intrigada. Aquella historia la había emocionado más de lo que estaba dispuesta a admitir.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?

– Deja que continúe. La hija consiguió casarse con un hombre poderoso y tuvo su propia hija. Pero nadie conocía la verdad. Nadie puso en duda la historia que había inventado sobre unos supuestos padres que habían muerto tiempo atrás.

– Por favor, Santos, tengo que estar en el hotel dentro de un par de horas -protestó, mirando su reloj-. ¿Podrías ir directamente al grano? Si tienes algo que decirme, hazlo.

– De acuerdo. Cuando se marchó de la mansión de su madre, la hija empezó a estudiar en un elegante colegio de Menfis y dijo a todo el mundo que sus padres habían muerto durante un viaje en el extranjero.

– ¿Qué?

– Lo que has oído.

– No estarás insinuando que…

– Por supuesto que sí.

– Eso es ridículo. Significaría que mi madre…

– Es una mentirosa -la interrumpió, apretando los dedos sobre el volante-. Mi Lily es la madre de la historia que acabo de contarte. Es tu abuela.

Glory se estremeció, atónita.

– Todo esto es absurdo. No te creo.

– Es absurdo, no lo niego. Pero también es cierto.

Glory se llevó una mano a la cabeza, temblorosa.

– Pero si todos estos años Lily supo dónde encontrarme… ¿por qué no se puso en contacto conmigo? Si quería conocerme, ¿por qué no me llamó?

– Porque sentía vergüenza de su profesión. Se avergonzaba de haber sido una prostituta y temía que la rechazaras como había hecho su propia hija. Además, creyó todas las mentiras que dijo Hope. Creyó que arruinaría tu vida. Pero ahora te necesita, Glory. Está muriéndose.

– ¿Muriéndose? -preguntó, casi sin aliento.

Santos intentó sobreponerse al dolor que sentía. Y no encontró más medio que concentrarse en el justificado odio que sentía por Hope Saint Germaine.

– Sí. Tu madre se ha negado a verla, aunque se trate de su último deseo. Se ha negado.

Entonces la miró durante un segundo. Parecía evidente que no creía nada de lo que había contado, pero empezaba a dudar. Fuera como fuese, aquella historia la había emocionado.

– Sé que es difícil de creer. Entiendo muy bien lo que todo esto significaría para ti. Pero te aseguro que no tengo ninguna razón para mentirte.

– ¿Y por qué razón debería creerlo? Contéstame. Es una historia falsa y ridícula.

– Porque es cierto. Si me lo permites, lo demostraré.

– ¿Cuánto tardarás?

– Más tiempo del que tienes. Para demostrarte la veracidad de mi historia tendremos que dar un paseo algo más largo. Pero piénsalo un momento. Si es cierto, como digo, ¿cómo te sentirás al pensar que has permitido que tu abuela muriera sola?

Glory tardó en reaccionar. Al final, suspiró y dijo:

– Eso significaría que todo lo que sé sobre mi madre es falso.

– Lo sé. Pero la verdad es mejor que la mentira, aunque duela.

– ¿Has dicho que puedes probarlo?

– Sí.

– Muy bien, Santos. Entonces, demuéstralo.

Santos la llevó a la casa de River Road. Durante el camino Glory no habló demasiado. Estaba perdida en sus propios pensamientos. El detective imaginaba lo que estaría pasando y sabía que todo aquello le dolería.

Pero estaba decidido a hacer cualquier cosa por Lily. Necesitaba a su nieta.

Al llegar a la propiedad detuvo el vehículo frente a las enormes puertas de hierro forjado.

– ¿Estás preparada?

– ¿Te importa mucho?

– No.

– Entonces, vamos.

Santos arrancó de nuevo y condujo lentamente para que Glory, y él mismo, pudiera contemplar la belleza del lugar. Santos amaba aquel sitio. Le parecía el lugar más hermoso del mundo.

– Es precioso -dijo Glory, como leyendo sus pensamientos.

– Era la casa de Lily. Su casa y su burdel. Y también fue la casa y el burdel de su madre y de su abuela.

– La casa de las Pierron -murmuró Glory-. He leído cosas al respecto.

– La mayor parte de los habitantes de Luisiana la conocen. Las Pierron eran tan conocidas como este lugar. En fin, ya hemos llegado.

Santos no dijo nada más hasta que entraron en la mansión. Sus pasos resonaban en la silenciosa casa. Habían dejado allí la mayor parte de los muebles, cubiertos con sábanas blancas, no sólo porque no tuvieran espacio en la nueva casa, sino porque Lily deseaba huir de aquello.

– Vengo tantas veces como puedo, para comprobar el estado de la casa. Un edificio tan antiguo necesita reparaciones de vez en cuando. Lily no puede permitirse el lujo de contratar a nadie para que lo haga, de manera que me encargo yo mismo.

Santos le enseñó la mansión. Ocasionalmente, Glory se detenía para levantar alguna sábana y admirar los muebles que ocultaban. Su rostro demostraba sorpresa, miedo y dudas.

Poco después, Glory se detuvo frente al retrato que había sobre una chimenea. De pequeña, se parecía lejanamente a sus antepasadas. Ya mujer, era idéntica a ellas. Parecía un retrato de sí misma.

– Dios mío, es igual a…

– Lo sé. Estás ante la abuela de Lily, Camelia Pierron. La primera madame de las Pierron. Camelia tuvo una hija, Rose, y Rose tuvo a su vez a Lily.

– Todas tienen nombres de flores.

– Menos tu madre. Lily quiso romper la cadena en todos los aspectos. Se odiaba a sí misma por lo que era y la llamó Hope, que en inglés significa «esperanza». Pero la realidad resultó mucho más irónica y cruel.

– Ya veo que procedo de una larga e ilustre familia de «chicas».

Santos sonrió.

– Podría decirse que sí. Pero todas eran muy inteligentes. Y terriblemente hermosas.

– Pero estaban atrapadas -susurró ella, casi para sus adentros-. ¿No tuvieron ningún hijo?

– No. Sólo hijas. Una para cada una de las Pierron.

– Todo esto podría ser una simple coincidencia. Muchas personas de Luisiana tienen rasgos latinos. Todos los que descienden de los franceses, y de los españoles, que estuvieron antes que ellos. Yo misma tuve una compañera en el colegio que se parecía mucho a mí, al menos a ojos de los anglosajones.

– Ven conmigo.

Santos le enseñó las fotos para convencerla. Una a una fue mostrándoselas, y una a una las observó Glory, con manos temblorosas.

– ¿Lo ves? Eres su viva imagen. Mira, aquí hay una de tu madre.

Esta vez, Glory no dijo nada. Sus ojos se cubrieron de lágrimas cuando comprendió la verdad.

– ¿Hay algo más? -preguntó un minuto más tarde.

– Sígueme.

Santos la llevó al ático, a un arcón que había descubierto años atrás sin que Lily lo supiera. Estaba lleno de cartas que había enviado a Hope, cartas que la madre de Glory había devuelto después de leerlas. Eran las epístolas de una mujer desesperada, de una madre con el corazón roto. Santos recordó que cuando las leyó no pudo evitar llorar. Aunque entonces ya tenía dieciocho años y se consideraba un tipo duro.

Glory se sentó en el suelo y tomó una, pero no la abrió. Parecía tener miedo de leerla. Miedo de lo que pudiera descubrir.

Santos lo comprendía. A pesar de todo, Glory no era tan cruel ni despiadada como su madre. No habría hecho nunca una cosa parecida.

– Te dejaré sola un rato. Si me necesitas estaré abajo.

– Gracias -murmuró, sin levantar la mirada.

Quince minutos más tarde regresó al ático. Glory había leído ya un buen puñado de cartas, y permanecía en el sitio con las manos cruzadas sobre el regazo.

Pero estaba llorando.

– ¿Glory?

– ¿Cómo pudo hacer una cosa así? -preguntó entre sollozos-. ¿Cómo pudo leerlas sin sentir nada? ¿Cómo es posible que tenga tan pocas entrañas, que sea tan fría y tan cruel?

– No lo sé.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Desde la noche en que murió tu padre. Lily me lo dijo.

Glory asintió, temblorosa.

– Según parece no conozco a mi madre. Todos estos años creí que mis abuelos habían muerto. Me mintió. Tenía una abuela y me mintió.

– Una abuela que te necesita -dijo Santos, mientras acariciaba su cara-. Siempre te ha querido, como ha querido a tu madre, aunque no comprenda por qué. La llamé esta mañana, pero se negó a verla. Incluso llegué a rogárselo, Glory. Me tragué mi orgullo y supliqué a tu madre que la viera.

– ¿Está muy enferma?

– Ha sufrido un ataque al corazón. Es grave. El médico no le ha dado demasiadas esperanzas. Te necesita, Glory. ¿Vendrás conmigo? ¿Le concederás al menos su último deseo?

Glory tomó su mano y lo miró durante varios segundos, emocionada. Acto seguido, asintió.

– Llévame con mi abuela.

Capítulo 46

Glory miró a la anciana mujer, pálida bajo las sábanas del hospital. Parecía tan frágil, conectada a aquellas máquinas, que parecía que no habría resistido una simple ráfaga de viento.

Aquella mujer, aquella desconocida, era su abuela. La emoción la embargó. Había estado a punto de perderla sin tener, siquiera, la oportunidad de conocerla.

Tomó una silla y se sentó junto a la cama. Después agarró su mano. La piel de Lily era tan blanca y tan transparente que casi podía ver todas sus venas. Pero estaba caliente. Aún vivía.

Se sentía mareada, como si hubiera bebido demasiado, como si le faltara el oxígeno. Aún no había asumido del todo lo que acababa de descubrir gracias a Santos.

En el espacio de unos cortos minutos había descubierto que tenía una familia y una historia que ni siquiera sospechaba. Procedía de una larga saga de mujeres que habían trabajado como prostitutas para ganarse la vida. Respiró profundamente y se recordó a sí misma, en su adolescencia, riendo con varias amigas mientras murmuraban cosas sobre la famosa mansión de las Pierron, sobre las cosas que hacían en el interior de aquella casa.

Y ahora resultaba que aquellas mujeres eran su familia. Formaba parte de aquel lugar.

Temblando, apretó los dedos sobre la mano de Lily. También había descubierto algo que no había querido aceptar hasta entonces: que su madre era una mentirosa, un verdadero fraude en todos los sentidos. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Todas las historias que le había contado su madre sobre sus supuestos abuelos eran completamente falsas.

Sintió pánico, y desesperación. Estaba allí, apretando la mano de una mujer moribunda a la que no conocía de nada, rogando que no se muriera.

No podía comprender a su madre. No entendía que hubiera mentido de aquel modo a sus seres queridos, a las personas que se suponía que amaba. A su hija, a su difunto esposo, a todos.

A todos.

Glory pensó en Philip y en las cosas que le había enseñado con respecto al amor que debía profesar hacia la familia. Su propia madre había intentado robársela.

En la desesperación del momento empezó a dudar de sí misma. Se dijo que ni siquiera podía saber quién era en realidad cuando gran parte de su propia vida había sido un fraude.

Entonces pensó en la preciosa casa de River Road, en el viento soplando sobre los inmensos robles, en el crujido del entarimado. Se había sentido cómoda en aquel lugar, como si perteneciera a él, antes incluso de que Santos hablara, antes de que viera las fotografías, antes de que conociera la verdad. Aquél era su hogar.

En aquel momento, Santos entró en la habitación. Glory supo que era él, aunque no podía verlo porque estaba de espaldas a la puerta. Como siempre, notaba su presencia física. Habían pasado diez años desde que se separaran, pero aún la afectaba.

Estuvo a punto de gritar, hundida. Se giró y lo miró, llena de preguntas sin respuesta.

Pero Santos sólo tenía ojos para Lily.

Glory lo olvidó todo de repente y sintió un terrible dolor por Santos. Sus ojos estaban llenos de amor, y de miedo. Ya había perdido a su verdadera madre y ahora estaba a punto de perder a su madre adoptiva.

Sin conocerla, Glory sabía que Lily había sido una gran mujer. Una mujer muy especial aunque su profesión no despertara precisamente el aprecio de los bien pensantes. Una mujer capaz de llegar al corazón de un chico duro y cínico al que la vida había golpeado de forma injusta. Una persona capaz de cambiar su existencia por el sencillo procedimiento de amarlo y de creer en él.

Herida, Glory miró de nuevo a Lily. Santos no necesitaba su compasión. No le habría gustado. Habría interpretado que era simple piedad, o algo peor. Santos pensaba que ella era como su madre.

Pero no era cierto. Una vez más, se preguntó cómo era posible que Hope hubiera leído aquellas cartas sin sentir nada, sin reaccionar, sin contestar siquiera. No tenía corazón.

Entonces recordó la escena de la bañera, una de las muchas torturas que había sufrido de sus manos. Recordó sus terroríficas palabras, mientras le frotaba todo el cuerpo con aquel cepillo, y se estremeció. Ahora comprendía su locura. Comprendía su obsesión con la religión, su repugnancia hacia todo lo físico, hacia todo lo natural. Y su comportamiento resultaba, no obstante, más condenable.

– Resulta difícil de creer que sean madre e hija -murmuró Santos, que se detuvo junto a Glory-. No se parecen nada. Eso puedo asegurártelo.

Glory no necesitó más explicaciones. Sabía muy bien lo que quería decir.

– ¿Qué ha dicho el médico?

– No mucho. Su estado sigue estacionario. Descansa, pero podría despertar en cualquier momento.

– Parece tan frágil. Ojalá pudiera decirte que se pondrá bien.

– No puedes hacerlo. Nadie puede -la miró.

Glory sintió su dolor, su soledad, su miedo. Quiso tocarlo, abrazarlo y animarlo con su propio contacto. Pero estaba segura de que la rechazaría, o de que se reiría de ella. No tenía derecho a tocarlo. Había perdido aquel derecho muchos años atrás.

– No, no puedo decírtelo, pero lo siento. Lo siento sinceramente.

Santos la miró. Entonces supo que le agradecía su presencia. Glory se sintió muy cerca de su antiguo amor, de un modo que no había sentido con nadie salvo con él. De una forma que echaba de menos.

– Santos, yo…

– Tengo que llamar a la comisaría. Si despierta mientras tanto, ¿me avisarás?

– Por supuesto. Te avisaré de inmediato.

Sin embargo, Lily no despertó. Ni entonces, ni durante las seis horas siguientes. Glory no salió de la habitación salvo para llamar al hotel, para ir al servicio y para comprar unas patatas fritas y un refresco. No podía soportar la idea de encontrarse lejos si su abuela despertaba. Temía que muriera sin haber llegado a hablar con ella. Algo que no podía, ni debía, suceder.

Santos tampoco se apartó de su lado. De manera que compartieron el pequeño espacio de la habitación como dos adversarios que estuvieran obligados por las circunstancias, sin hablar, sin animarse, sin intercambiar siquiera miradas de apoyo.

Al final, Lily gimió. Santos se levantó de golpe y corrió a su lado.

– Lily, Lily… -dijo, mientras tomaba su mano-. Soy yo, Santos, estoy aquí.

Lily abrió los ojos y lo miró. Pero no podía hablar.

Glory respiró profundamente. Su corazón latía a toda velocidad. Tenía miedo. Miedo a que la rechazara la mujer que tanto deseaba conocer, miedo a no estar a la altura de sus expectativas, miedo a decir algo inapropiado que pudiera hacerle aún más daño.

– Lily -declaró Santos con suavidad-, hay alguien que quiere verte.

Glory se levantó y caminó al otro lado de la cama. La anciana mujer la observó con intensidad. Y a pesar de su terrible estado, la hija de Hope reconoció la esperanza y el reconocimiento en sus ojos.

– ¿Glory?

– Sí, abuela, soy yo. ¿Qué tal estás?

Glory miró a Santos como esperando que la animara de algún modo. Cosa que hizo, sonriendo.

– He esperado tanto tiempo… -acertó a decir Lily.

– Yo también, abuela -la tomó de la mano-. Me alegro mucho de estar a tu lado.

Lily apenas tenía fuerzas. Su mano se cerraba sobre la de Glory como si fuera la mano de un bebé. Intentó decir algo, pero no pudo. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano.

– Y.. tu madre?

Glory no sabía qué decir. No quería herirla con la verdad.

Santos se apresuró a intervenir.

– No pudo venir -dijo con rapidez-. Tenía una cita y no podía…

No terminó la frase. Sabía que no había conseguido engañarla. Lily cerró los ojos y empezó a llorar.

A Glory se le rompió el corazón. Maldijo a su madre y apretó la mano de Lily.

– Pero yo he venido, abuela. Yo he querido venir -la miró, sonriendo-. Quiero que lleguemos a conocernos. Quiero que recobremos todo el tiempo perdido.

Lily abrió los ojos de nuevo y la miró con tal agradecimiento que Glory se estremeció.

– Te quiero -susurró su nieta-. Estoy tan contenta de que por fin estemos juntas…

Glory se sentó en la cama y empezó a hablar con suavidad sobre cosas sin demasiada importancia. De vez en cuando Lily preguntaba cosas sobre su vida y la escuchaba con tanto interés como si sus respuestas fueran oro.

Santos no dejó de pasear de un lado a otro mientras tanto, como un depredador acorralado. Glory notaba su presencia de un modo tan intenso que se sentía agotada.

No pasó mucho tiempo antes de que apareciera una enfermera. Lily debía descansar.

Glory y Santos salieron de la habitación y caminaron hacia el ascensor. Santos pulsó el botón y la miró de forma beligerante.

– ¿Vendrás a verla de nuevo? -preguntó-. ¿O ya has cumplido tu deber?

Glory se sintió profundamente herida por su desprecio. Hasta entonces había pensado que habían conseguido tender un puente entre ellos, aunque fuera débil. Pero no era así. Tardó un momento en comprenderlo, suficiente, empero, para recobrar la compostura y mirarlo con frialdad.

– ¿Cómo puedes preguntar algo así? ¿Crees que esto es un juego para mí? ¿De verdad crees que haría daño a mi propia abuela, que le diría que la quiero para dejarla después abandonada?

– Es una posibilidad.

– Eres un canalla. Pienses lo que pienses, no soy como mi madre. Volveré.

– Me alegro. Significaría mucho para ella. No quiero que vuelvan a romperle el corazón.

Glory se cruzó de brazos y alzo la barbilla, desafiante.

– Para mí también significa mucho. De hecho, antes de que empezaras a insultarme había decidido darte las gracias.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

Santos arqueó las cejas de forma exagerada. Glory deseó estrangularlo, pero se contuvo.

– Por Lily, por supuesto -apretó los dientes-. Me siento como si me hubieras hecho un gran regalo.

– Conocer a Lily es un regalo para cualquiera -puntualizó Santos, observándola con furia-. Pero no lo he hecho por ti, sino por ella.

Acto seguido, Santos se dio la vuelta y se marchó.

Capítulo 47

Hope estaba sentada en una silla, con una Biblia abierta en su regazo. Los sonidos de la cálida noche de verano se colaban a través de las persianas de la casa. Oía algún insecto, el croar de una rana, niños jugando, un perro que ladraba en algún lugar del barrio y el zumbido del ventilador de techo que se movía sobre su cabeza, refrescando el ambiente.

Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos. Creía que, con los años, ese confuso concepto de la «oscuridad» había ido creciendo en su interior, haciéndose más fuerte. Luchaba contra sus fantasmas con más furia, pero se rendía ante ellos con más frecuencia. Y la batalla interior agotaba su energía.

No encontraba ninguna paz, salvo después de sucumbir a los ataques. Y sólo durante un corto periodo de tiempo.

Había pasado una semana completamente tranquila. Sonrió para sus adentros. En aquellas ocasiones se encontraba muy bien. Hasta llegaba a pensar que todo había sido una pesadilla, que había vencido por fin a la bestia que llevaba en su interior.

Pero la calma se rompió pronto. Glory entró, cerró la puerta de golpe y caminó hacia ella.

– ¡Me pones enferma, madre! ¿Cómo has podido?

Hope miró a su hija, sorprendida. No la había visto nunca en aquel estado. Sus ojos brillaban con una furia que había contemplado más de una vez en sus pesadillas, y en su propia imagen cuando la dominaba aquella bestia interior.

Fiel a su visión del mundo, pensó que la «oscuridad» se las había arreglado para atacarla ahora a través de su hija.

Las manos de Hope empezaron a temblar, pero las cerró con fuerza sobre su regazo.

– Glory Alexandra -dijo, ocultando su temor-, sabes de sobra que no me gusta que me molesten cuando leo la Biblia.

– ¿Cuando lees la Biblia? Qué buena eres. Qué gran cristiana. Eres un ejemplo para todos nosotros, ¿no es cierto? Al menos es lo que siempre has querido que creyéramos.

El corazón de Hope empezó a latir más deprisa. Había sucedido algo terrible. Una de sus pesadillas se había hecho realidad.

Miró el libro abierto, leyó un salmo para tranquilizarse y lo cerró. Después, miró a su hija con suprema frialdad.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Estás molesta por algo?

– ¿Molesta? Podría decirse así -contestó, apretando los puños-. Dime una cosa, madre, ¿dice algo la Biblia sobre el perdón? ¿Dice algo sobre el pecado de juzgar a los otros?

Hope sintió un intenso frío.

– Por supuesto que sí, como sabes. Me aseguré de que conocieras a fondo la Biblia.

– Sí, claro, desde luego. Me obligaste a aprendérmela de memoria, te aseguraste de que fuera un pequeño angelito como tú. Y cuando fallaba por alguna razón te las arreglabas para castigarme por mis supuestos pecados.

– Soy tu madre. He hecho lo que he creído mejor para ti.

– ¿De verdad? Yo diría que hiciste lo que era mejor para ti. Hoy he conocido a Lily Pierron. Mi abuela. Vi la casa donde creciste. Y sé lo que has hecho. Lo sé.

Hope sintió que todo su mundo se derrumbaba. Siempre había temido la llegada de aquel día, pero a pesar de todo intentó controlar sus emociones.

– No sé de qué estás hablando. Yo tenía una magnífica relación con mi madre. Me rompió el corazón cuando murió a una edad tan temprana.

– ¡Basta ya! ¡Deja de mentir! Tu madre sigue viva, pero ha estado a punto de morir hoy mismo. ¿Cómo has podido…? No sé qué decirte. No sé quién eres. Has pasado toda la vida mintiendo, mintiéndome. Ni siquiera sé quién soy yo.

– Eres Glory Saint Germaine. Una más entre los Saint Germaine de Nueva Orleans. Y yo soy tu madre.

– ¡Y Lily es la tuya! ¡La abandonaste!

– ¡No sabes lo que dices!

– Santos me llevó a la mansión de River Road. Vi fotografías, y leí las cartas que te enviaba. Te rogó que la perdonaras, aunque no sé muy bien por qué tenías que perdonarla. Y te limitaste a leer las cartas sin contestarlas después.

– Es una prostituta! ¿No lo comprendes? ¡Una sucia prostituta que vendía su cuerpo!

– ¡Basta ya! ¡Es mi abuela! Me da igual lo que hiciera para ganarse la vida. Tenía una profesión, en cualquier caso, no mucho peor ni más indigna que cualquier otra. Es mi abuela y no pienso abandonarla como hiciste tú. ¡No lo haré nunca!

– Qué fácil es para ti. Me acusas de haberla juzgado de forma injusta, pero te atreves a juzgarme a mí. No tienes idea de lo que tuve que sufrir.

– ¿Cómo voy a tenerla? Sólo conocía tus mentiras.

Glory hizo un esfuerzo por contenerse.

– Has estado mintiendo todos estos años -continuó-. Nos has mentido a todos. Santos te llamó. Tu madre estaba muriéndose y su último deseo era verte, pero te negaste. Le negaste hasta ese derecho. No sé quién eres, madre. Cuando pienso en todas las mentiras que dijiste sobre tu supuesto padre siento ganas de vomitar. Ni siquiera lo conociste. Y supongo que no puedes soportar, siendo tan religiosa y estricta, que seas de padre desconocido. Eras hija natural, como todas las Pierron. Todas, menos yo.

– Exacto. Menos tú. Y gracias a mí. Gracias a mí eres una Saint Germaine. Las Pierron ya no existen. No existen.

– ¡Por supuesto que existen! No comprendes nada. No puedes cambiar la realidad declarando por decreto la inexistencia de una cosa. Y no conseguirás robarme a mi propia familia. Las Pierron son mi pasado, te guste o no.

Hope se levantó y la agarró con fuerza.

– ¡Basta ya! ¡Tienes que olvidarlo! ¡Te lo ordeno!

– ¡No! -se soltó-. No lo haré.

Hope estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para evitar que la «oscuridad» dominara a su hija. Estaba convencida de que debía salvarla de algo.

– No puedes imaginar lo que tuve que vivir -declaró, con lágrimas de cocodrilo-. No puedes imaginar lo que fue vivir en aquella casa, ni las cosas que veía. Tenía que vivir con prostitutas, Glory, con prostitutas.

– Lo sé, pero…

– ¡No sabes nada! Todo el mundo se burlaba de mí, y no por lo que era, sino por vivir en aquella casa. No tenía amigos, y nadie se acercaba a mí en el colegio. No me invitaban nunca a ninguna fiesta de cumpleaños, ni a la casa de ningún vecino. Por la noche no podía dormir por los ruidos, por los gemidos casi animales de los clientes. ¿No comprendes que huyera de todo aquello? ¿No entiendes que no quisiera volver? Si me hubiera quedado habría muerto.

– Tu madre te amaba e intentó protegerte lo mejor que pudo. Te sacó de aquel lugar.

– Sí, es cierto, me quería. Y yo a ella. Pero sólo quería escapar. Necesitaba empezar una nueva vida. Y cuando tuve la oportunidad la aproveché. Por favor, intenta comprenderlo. Perdóname. Si me abandonaras no podría soportarlo.

Glory cayó en la trampa y la abrazó.

– No te abandonaré, madre. Comprendo que quisieras huir, pero ¿por qué tuviste que mentir? ¿Por qué mentiste a papá? ¿Por qué abandonaste a tu madre? ¿Por qué tenías que ser tan cruel?

Hope se aferró a Glory y apoyó la cabeza en su hombro.

– Tenía miedo. Por mí y por ti. ¿Crees que tu padre se habría casado conmigo de haberlo sabido? Imagina cómo habría reaccionado su familia. Tenía miedo y aún lo tengo. No quiero que nadie lo sepa. Si llegaran a averiguarlo lo perdería todo. Lo sé.

– Lo comprendo. Si es eso lo que quieres, no es necesario que nadie lo sepa.

– Gracias.

– No se lo diré a nadie, pero no la abandonaré. Me necesita, y yo la necesito a ella. Es mi abuela.

Hope la miró, irritada. Su máscara de sensibilidad desapareció de repente. Apretó sus manos con fuerza y preguntó:

– Con todo lo que sabes sobre ella, con todo lo que sabes sobre su pasado, ¿cómo es posible que…?

– Madre, entiendo lo que hiciste, te perdono por ello e intentaré no juzgarte. Pero todo eso forma del pasado y tampoco tengo intención de juzgarla a ella.

– Sé que fui más estricta contigo que otras madres con sus hijos. Pero tenía miedo por ti. Quería que tuvieras una buena vida. Una vida sin pecado. Tu abuela es peligrosa. Tengo miedo de que caigas bajo su influencia, miedo de que pueda hacerte daño.

– ¿Qué es eso del «pecado», madre? Soy una mujer madura, y te aseguro que no tengo ninguna intención de cambiar de profesión para hacerme prostituta. Lily es una anciana, y está enferma. No ha vivido nunca en ningún «pecado», como dices, y desde luego dudo que pueda influirme en la forma que temes.

Hope pensó que la «oscuridad» no envejecía nunca, que la bestia no tenía edad. Pero no podía decírselo a su hija. Aún poseía la cordura suficiente como para comprender que la habría tomado por loca. De manera que dejó que se marchara.

Pero estaba segura de que al final vencería. No estaba dispuesta a ceder después de haber pasado toda la vida guiando a su hija por el camino correcto.

Al pensar en Santos sintió un profundo odio. Se las arreglaría para que pagara por todo aquello. Algún día encontraría la forma de destruirlo.

Horas más tarde, Hope despertó en mitad de la noche, sudorosa. La bestia la había despertado. Esta vez no sólo la quería a ella, sino también a su hija.

Apretó los dedos con tanta fuerza que se clavó las uñas en las manos. Para ganar aquella batalla necesitaría toda su fuerza. La oscuridad se cernía sobre Glory, utilizando como instrumento a Santos. Iba a ser una guerra muy difícil, tal vez la más difícil de toda su vida.

Capítulo 48

Los días fueron avanzando poco a poco. Lily estaba cada vez más fuerte, y Santos tenía la impresión de que su recuperación se debía a la presencia de Glory. Siempre estaba a su lado en la cama del hospital, de día o de noche, hablando con ella o simplemente observándola mientras dormía.

La mayor parte de las veces Santos se limitaba a observar la escena mientras Glory hablaba sobre su vida. Su opinión sobre la hija de Hope no había cambiado, pero el cariño que demostraba hacia Lily, y su dulzura, habían bastado para que supiera que no se parecía en nada a Hope Saint Germaine. No era fría, ni se dedicaba a juzgar a los demás. No era cruel.

A veces, mientras la miraba, recordaba la relación que habían mantenido años atrás. Entonces debía hacer un esfuerzo para convencerse de que Glory no le gustaba, que no le agradaba aquella mujer, que no los unía nada salvo la existencia de Lily.

De hecho, apenas habían charlado durante los últimos días. Intercambiaban simples frases de cortesía. Ni siquiera habían compartido su preocupación cuando conocieron la opinión de los médicos. Su corazón ya no funcionaba bien, y las posibilidades de que sufriera otro ataque eran demasiado elevadas.

No se tocaban nunca, y sólo raramente se miraban.

Santos frunció el ceño, aparcó en el primer hueco que vio, salió del vehículo y se dirigió a la entrada del hospital.

Un homicidio lo había mantenido ocupado toda la noche anterior y parte de la mañana. Conforme avanzaba el tiempo lo había ido dominando una extraña inquietud. Temía que Lily se encontrara peor. Había llamado dos veces para informarse; pero la primera vez estaba dormida y la segunda no contestó nadie.

Intentó tranquilizarse pensando que Glory estaba a su lado y que lo habría llamado si hubiera ocurrido cualquier cosa. No tenía razón para temer. No se llevaba bien con ella, pero admitía que era una suerte que estuviera en el hospital mientras trabajaba.

Santos subió en el ascensor. Estaba lleno de gente, y se detuvo en todos los pisos hasta llegar al sexto.

Nervioso, avanzó por el pasillo hacía la habitación de Lily. Cuando abrió la puerta temía lo peor. Temía que hubiera sufrido otro infarto, que hubiera muerto. Pero en lugar de eso la descubrió sentada en la cama, riendo una de las historias de Glory.

Se sintió tan aliviado que casi se mareó. No había visto a Lily tan feliz desde hacía mucho tiempo.

Lily sonrió de oreja a oreja al verlo. Santos se emocionó profundamente. Había pasado muchos años culpándose por no haber sido capaz de ayudar a su difunta madre. Pero al menos ahora había conseguido que Lily fuera feliz.

– Víctor, has llegado a tiempo de escuchar la historia sobre el primer recital de piano de Glory.

Santos caminó hacia ella y tomó su mano.

– Estás preciosa -la besó en la mejilla.

– Me siento muy bien. El médico dice que me dará el alta muy pronto. Tal vez mañana.

– ¿Mañana? ¿Tan pronto? Vaya, eso es magnífico.

– Soy más dura de lo que creía.

– Desde luego -rió-. Nunca pensé lo contrario.

– Bandido… Te asustaste tanto que estuviste a punto de desmayarte varias veces.

Lily se volvió entonces a Glory y le contó que en cierta ocasión, después de averiguar que Santos se escapaba por la noche para ver a una chica, había cerrado a cal y canto toda la casa. A las tres de la madrugada había tenido que llamar a la puerta para que lo abriera.

– Se sorprendió tanto -rió Lily-. Empezó a dar la vuelta a la casa, buscando una ventana que estuviera abierta. Pero al final no tuvo más remedio que llamar al timbre de la entrada principal.

– No pensé que lo supiera -confesó Santos-. Di la vuelta a toda la maldita casa porque ya no estaba seguro de cuál era la ventana que había dejado abierta.

La anécdota llevó a otra anécdota y al cabo de un rato todos reían alegremente. Pero al cabo de un rato, Lily se durmió.

– Si quieres marcharte -dijo entonces Santos-, yo me quedaré aquí.

– No, me quedaré un rato. El hotel va bien. Si ocurre algo me llamará mi ayudante.

– Ojalá pudiera decir lo mismo del departamento de policía.

Habían pasado nueve semanas desde el último asesinato y Santos temía que el criminal actuara de nuevo. Hasta los medios de comunicación lo sospechaban.

Debía encontrarlo. Debía averiguar si era el mismo canalla que había matado a su madre.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Glory-. ¿Ha ocurrido algo?

– No. Ese es el problema.

– Si necesitas marcharte le diré a Lily que…

– No, estaré un rato más. Voy a llamar a Jackson y a tomar un café. ¿Quieres algo?

– No, gracias.

– Si se despierta llámame.

– Lo haré.

Al salir al pasillo, Santos se detuvo. Durante unos minutos había olvidado quién era Glory. Había reído con ella y se habían divertido juntos. Pero no podía confiar en una mujer así. Era el enemigo.

– ¡Santos!

Santos levantó la mirada, sorprendido. Liz se dirigía hacia él, con un tiesto en las manos.

– Liz, ¿qué estás haciendo aquí?

– He venido a ver a Lily. ¿Es mala hora?

– No, por supuesto que no. Pero está durmiendo.

Santos no le había contado a Glory que mantenía una relación con Liz. No era asunto suyo. Pero por desgracia tampoco le había contado a Liz que Glory pasaba a menudo por el hospital.

– Vaya… Últimamente no te veo demasiado.

– Entre el infarto de Lily y el trabajo he pasado unas semanas horribles.

Santos sabía que sólo era una excusa. Por alguna razón no había deseado verla desde el infarto de Lily.

– Lo comprendo. Recuerdo lo que viví cuando mi padre estuvo en el hospital -dijo ella-. Pero te echaba de menos.

– Cuando se ponga bien todo volverá a la normalidad.

– ¿Qué tal está?

– Mejor. Mucho mejor, de hecho. Es posible que le den el alta mañana.

– ¿Bromeas? Es maravilloso.

– Es increíble. Pensé que iba a perderla.

– Me alegro por ti. Si quieres, le enviaré algo de comida del restaurante para que no tenga que cocinar. Házmelo saber.

– Lo haré, gracias.

– Si puedo hacer cualquier otra cosa, dímelo. En fin, tengo que volver. El negocio me llama.

– ¿Qué tal van las ventas de hamburguesas? -preguntó, bromeando.

– Bien, por desgracia. Temo por la salud de nuestros ciudadanos.

Santos rió encantado.

– Me alegra que hayas venido, Liz. Le diré a Lily que viniste.

Se inclinó sobre ella y la besó durante unos segundos.

En aquel momento sucedió lo inesperado. La puerta de la habitación se abrió. Glory se asomó y dijo:

– Santos, se ha despertado…

Al contemplar la escena, se ruborizó.

– Oh, lo siento, no sabía que estuvieras acompañado.

– ¿Se ha despertado? -preguntó Santos, apartándose de Liz.

– Sí, pensé que te gustaría saberlo. ¿Liz? ¿Liz Sweeney? Oh, Dios mío, ¿eres tú? -preguntó al reconocerla.

– Hola, Glory.

– No puedo creer que seas tú. ¿Qué tal te han ido las cosas?

– Bien -respondió, irritada-. Pero no gracias a ti.

Glory palideció. Abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. Santos casi lo sintió por ella, pero de inmediato recordó lo que había sucedido en el pasado. Glory había utilizado a Liz y había destrozado su existencia.

– Yo… le diré a Lily que… perdonadme.

Segundos después, regresaba a la habitación.

– ¿Cómo has podido, Santos? Pensé que no aparecías por el estado de salud de Lily. Pero no era por ella, ¿verdad?

– No es lo que crees, Liz.

– Dijiste que no te interesaba.

– Y no me interesa. Ha venido a ver a Lily, nada más.

– Ya. Lástima que no conociera a Lily.

– No la conocía hasta hace una semana. Es la abuela de Glory.

Liz lo miró con incredulidad.

– No puedes estar hablando en serio.

– Completamente. Es la abuela de Glory. Nadie lo sabía, menos yo. Hope Saint Germaine se encargó de que nadie lo supiera.

– No lo comprendo.

Santos le explicó toda la historia. Al final, Liz lo miró y dijo:

– Ya veo. Y desde que sufrió el infarto, ¿has estado aquí con Glory?

– ¿Con Glory? No. Digamos que hemos compartido el mismo espacio. Apenas nos hablamos.

– Pero no me lo dijiste. ¿Por qué?

– Porque sabía que reaccionarías así.

– ¿Quieres decir que me pondría celosa, que empezaría a sospechar, que me excedería?

– ¿Es que puedes culparme por ello? No decir la verdad es igual que mentir. Y mentir es una manera como otra cualquiera de decir que uno se siente culpable por algo. Pero supongo que ya deberías saberlo, siendo policía.

– No es así, Liz.

Sin embargo, Santos sabía que Liz estaba en lo cierto.

– Dime una cosa, Santos. ¿Tengo razón para sentirme celos?

– No.

– Tus palabras dicen una cosa, pero tus ojos, otra, Te amo, y lo sabes. No quiero perderte. Pero no estoy dispuesta a aceptar ciertas cosas.

– ¿Qué estás diciendo?

– Quiero que te comprometas conmigo. Quiero saber que tenemos un futuro -dio un paso hacia él-. Algún día, hasta me gustaría tener hijos, una familia. Y me gustaría que fuera contigo.

A Santos le habría gustado poder tranquilizarla. Se sentía muy cómodo a su lado, pero no estaba enamorado de ella, y no quería hacerle daño.

– Liz, no sé muy bien lo que quiero. No estoy seguro de querer lo mismo que tú.

Los ojos de Liz se llenaron de lágrimas. Pero no derramó ni una sola.

– Tendrás que tomar una decisión. Pero no ahora. Comprendo que no es buen momento para ti. Sin embargo, tendrás que pensarlo. Yo creo que hacemos una buena pareja.

Dio un paso hacia él, puso las manos en su pecho y alzó la cabeza para mirarlo.

– Creo que podríamos ser felices -continuó-. Ni siquiera necesito saber que será algo inmediato. Pero tampoco puedo aceptar una incertidumbre constante, Te amo, Santos. Sé que no sientes lo mismo por mí, pero también sé que podrías llegar a sentirlo. Te prometo que no haría nada que pudiera herirte. Siempre estaré a tu lado. Podríamos tener una familia feliz.

Santos tomó sus manos y dijo:

– Sí.

– Me gustaría poder decirte lo que esperas que diga. Pero no puedo. Al menos, ahora.

– Lo comprendo. No obstante, debes comprender que no puedo seguir así. La pelota está en tu tejado, detective.

– De acuerdo, Liz, lo pensaré.

Liz le dio un beso, se dio la vuelta y se marchó.

Santos la miró mientras se alejaba. Pero no pensaba en ella, sino en Glory, en lo que se sentía al estar enamorado.

Frunció el ceño y regresó a la habitación de Lily. Glory estaba en la ventana, mirando hacia la calle. No podía ver su rostro, pero su inquietud y su palidez eran evidentes.

– ¿Cuánto tiempo ha estado despierta?

– Sólo unos minutos. Preguntó por ti. Le dije que regresarías enseguida.

– Gracias.

– Santos, siento mucho lo ocurrido. No quería interferir.

– Lo sé. Olvídalo.

Glory se aclaró la garganta.

– Entonces, ¿sales con Liz?

Santos la observó con curiosidad. Se preguntó si sentiría lo mismo que él. El triángulo que formaban había cambiado sustancialmente con los años.

– Sí.

– Tiene muy buen aspecto. Ha crecido bastante.

– Como todos.

– No quería herirla -confesó, con ojos llenos de lágrimas-. No quise herir.., a nadie.

Santos se encontró paralizado entre el rencor y el dolor que le producía su tristeza. Pero pensó que era una simple estratagema. En Glory Saint Germaine no había nada dulce, ni vulnerable.

– Seguro que no. Pero eso no cambia el hecho de que hiciste mucho daño a ciertas personas.

– ¿Como a ti?

– Sí, como a mí -respondió, mientras avanzaba hacia ella, furioso-. ¿Es lo que querías oír? ¿Querías oír que me hiciste daño, que me rompiste el corazón? ¿Te sientes mejor ahora, Glory?

– No -acertó a contestar-. Me siento muy mal.

– Me alegro.

Santos quiso alejarse de ella, pero Glory lo tomó del brazo.

– Yo también perdí muchas cosas. Pagué un precio que ni siquiera puedes imaginar.

Santos apartó su mano.

– Todos estos años no te han servido para nada. Aún eres la misma niña rica y mimada que sólo piensa en sí misma. Pobrecilla, has sufrido tanto…

– Eres un cerdo.

– No es la primera vez que me lo dicen.

Santos caminó hacia la puerta y se detuvo un instante para mirarla.

– ¿Sabes una cosa, Glory? Puedo imaginar perfectamente el precio que pagaste. Porque yo también lo pagué. Y por tu culpa.

Capítulo 49

Una vez más los pájaros despertaron con sus cantos a Lily. Y una vez más, la llamaron. Lily abrió los ojos y sonrió. Su querida Glory se había quedado dormida en la silla que había junto a la cama. La luz de la lamparita iluminaba su encantador rostro. Las dos semanas pasadas en su compañía habían sido las mejores de su vida. Deseaba que su hija llegara a perdonarla, pero entendía sus motivos.

Miró a su nieta y se dio cuenta de que no temía la muerte. Su vida había sido más completa que las vidas de muchas personas. Gracias a Santos, y al final gracias también a Glory, había conocido el amor.

Era lo suficientemente vieja como para comprender que todo lo demás carecía de importancia.

Esta vez el dolor fue mucho más intenso. Pero no tardó en desaparecer. Se marchó inesperadamente, dejándola con una extraña sensación, liviana y juvenil. Rió con alegría. Recordó haber reído y haberse sentido de aquel modo en algún momento, aunque no recordaba cuándo ni dónde.

Pero el canto de los pájaros no cesaba. Cada vez era más alto, más alto aún que el sonido de sus propios pensamientos. Lily comprendió entonces que estaba a punto de morir.

Ya no sentía arrepentimiento, ni miedo, ni dolor, ni tristeza. Sólo amor. La envolvía una paz que ni siquiera habría creído posible.

Pero no podía marcharse todavía.

Alargó un brazo para tocar la mano de Glory, que sonrió sin despertarse.

La noche terminaba y el día empezaba de nuevo. La luz de la mañana empezaba a entrar por la ventana de la habitación del hospital, y los pájaros cantaban con insistencia.

Pero debía despedirse de Santos.

Soñó que lo veía y que lo abrazaba, aunque no supo cómo. Siempre le habían disgustado las despedidas. Los adioses siempre implicaban dejar algo detrás o ser rechazado de algún modo. Pero esta vez fue una despedida dulce, más dulce que ninguna otra. Una despedida llena de promesas.

En su sueño le dijo que no llorara, que no estuviera triste. Después sonrió, se apartó de Santos y caminó hacia una luz. Esta vez, cuando la llamaron los pájaros, se dejó llevar.

Capítulo 50

Al funeral sólo asistieron Santos, Glory, Liz, Jackson y unos cuantos vecinos de Lily. Glory rogó a su madre que asistiera, pero Hope se había negado. Aceptó su decisión, no sin gran dolor porque le habría gustado que su madre fuera capaz de vencer sus miedos.

Desgraciadamente no era capaz. Pensaba que debía perdonar a su madre por algo, y no lo hacía. Resultaba evidente que había cosas en Hope que no llegaba a comprender. Una especie de carencia injustificable.

Glory no derramó ni una sola lágrima. Entre otras cosas porque ya las había derramado todas. Se sentía tan derrotada que temía no tener fuerzas para seguir viviendo.

Débilmente, se llevó una mano a la frente. Los días y las horas transcurridas desde la muerte de su abuela habían resultado un verdadero infierno. Tanto Santos como ella se dedicaron a arreglarlo todo, aunque en realidad fue él quien lo hizo. No en vano había vivido con ella muchos años. Había gozado de una oportunidad que Glory no había tenido.

Esta vez sus ojos se llenaron de lágrimas. Hizo un esfuerzo por mantener la calma. Había perdido a Lily, a una mujer que había llegado a ser muy importante para ella en el corto periodo de tiempo en que estuvieron juntas. Su marcha había dejado un terrible vacío en su interior.

No podía soportar el sentimiento de pérdida, ni librarse de los recuerdos. Recordó la muerte de su padre, su funeral, las palabras del párroco. En muchos aspectos sentía lo mismo que entonces: soledad y abandono. Tal vez porque Lily, al igual que Philip, la había amado sin reservas.

Suspiró y miró a Santos. El también había asistido a la ceremonia sin derramar una lágrima, aunque sabía muy bien cómo se sentía, aunque lo comprendía. Los dos habían querido a Lily.

Santos invitó a todo el mundo a la casa tras la ceremonia. Liz se encargó de la comida y de la bebida, y Glory sabía que Santos le estaba muy agradecido por aquel detalle. Su antigua amiga había permanecido a su lado todo el tiempo, agarrada de su brazo. No la miró ni una sola vez, pero notó que estaba al tanto de cada uno de sus movimientos. Podía notar su desagrado, su desconfianza.

Cada vez que la observaba la asaltaba un terrible sentimiento de culpa.

Uno a uno los invitados se fueron marchando. Liz debía regresar al restaurante; Jackson, al trabajo; y los vecinos a sus casas, porque ya era muy tarde.

Glory empezó a recoger los platos y las copas. Lo llevó todo a la cocina para lavarlo.

– Déjalo -dijo Santos a su espalda-. Ya me ocuparé más tarde.

– No me importa hacerlo.

– Pero a mí sí. Déjalo. No necesito tu ayuda.

– No me molesta. Me gustaría ayudar.

– ¿Por qué, Glory? -preguntó mientras caminaba hacia ella.

– Porque la quería.

Santos no dijo nada durante unos segundos. Permaneció a escasos centímetros de ella. Al cabo de un rato la miró con animosidad.

– ¿Y qué tiene eso que ver con ayudarme a limpiar los cacharros? No vives aquí. Apenas la conocías.

– Pero llegó a ser parte de mi existencia, una parte tan importante que necesitaba…

Glory no terminó la frase. Santos no lo comprendía. Porque no quería comprenderlo, porque no quería interesarse por ella. Le había contado toda la verdad sólo porque pensó que podía ayudar a Lily, no por su bienestar. Y ahora la quería fuera de su vida.

En el fondo comprendía que no podía esperar nada de él. No después de lo que había hecho años atrás. Y se sentía completamente idiota por haber alimentado sueños vanos.

– No has contestado a mi pregunta, Glory. ¿Qué tiene que ver Lily con ayudarme? ¿Es que crees que limpiando los platos estarás más cerca de ella? ¿Es que crees que te ayudará a mitigar tu sentimiento de culpa?

– Muy bien. Si quieres fregar todo tú solo, adelante.

Glory cerró el grifo, se secó las manos y salió de la cocina. Santos la siguió y la agarró del brazo.

– Quiero una respuesta.

– No, no es cierto. Quieres una pelea. Y no pienso deshonrar la memoria de Lily con una pelea. Déjame pasar.

– Ya no puedes hacer nada, Glory. No puedes hacer nada para mitigar el dolor de Lily, para eliminar todos los años que estuvo sola. Es demasiado tarde.

En cierto modo, Santos había leído sus pensamientos. Pero no necesitaba que le dijera que no podía hacer nada.

Se apartó de él.

– No tengo ninguna razón para sentirme culpable. Es culpa de mi madre, no mía. Yo nunca le habría hecho a Lily lo que ella…

– ¿Estás segura? ¿Estás segura de que no eres como ella?

– ¡Maldito canalla! -estalló al fin-. ¡No sabía que tuviera una abuela! Me mintió, me engañó. ¡Y no puedes imaginar lo que eso duele! ¡No puedes imaginar lo que se siente cuando has perdido…!

Glory no terminó la frase. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No podía seguir peleándose con Santos. Si lo hacían terminarían arrepintiéndose de ello. Y a Lily no le habría gustado.

– No podemos seguir así, Santos -continuó-. Sé lo que has sufrido. Sé que la amabas y que la echarás de menos. Yo también la quería. Y tanto que…

– No tienes ni idea de lo que siento! No dejas de repetirlo, pero no tienes ni idea. Tienes una madre, una familia. Lily era como mi madre, y ahora ya no tengo a nadie. Así que vuelve con tu mamá y déjame solo.

Santos quería destrozarla. La habría desintegrado en el aire de haber podido, y Glory lo notó. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitírselo.

– Lily era mi abuela. Y me quería. No permitiré que lo olvides. Y no permitiré que me digas que pertenecí a…

– No lo hiciste. Era nuestra vida. No puedes comparar diecisiete días, que es el tiempo que ha pasado desde que la viste por primera vez, con diecisiete años.

– Maldito cerdo… No lo entiendes porque no quieres comprenderlo. No quieres creer que la quería porque ni siquiera quieres compartir conmigo el amor por ella.

– ¿Tan segura estás, princesa? -la tomó de ambas manos-. Te conozco bien, y sé que eres toda frialdad. Eres una manipuladora y una mentirosa como tu madre. Eres incapaz de amar.

– ¡Basta! ¡Eso no es cierto! -gritó histérica.

– Supongo que sólo estás aquí para ver si te caen algunas migajas, pero puedes ahorrarte el tiempo, porque no hay mucho.

Glory lo empujó con fuerza y empezó a golpearlo.

– ¡Eso no es cierto! ¡Yo la quería! Pero estás tan enfadado conmigo que no te das cuenta. La quería, maldito canalla.

– Nunca has amado a nadie, salvo a ti misma.

– Eso no es cierto. ¡Yo te amaba!

Santos no la soltó en ningún momento. Glory intentó librarse de nuevo, pero sólo consiguió que los dos acabaran en el suelo. Su antiguo amor se colocó de inmediato sobre ella para inmovilizarla.

– Admítelo. No me amaste nunca. Sólo fui una diversión para ti. Pobre niña rica, siempre tan aburrida, tan incomprendida por todos.

– ¿Qué esperabas que hiciera?

Glory lo golpeó entre las piernas y Santos la soltó al sentir el dolor. Pero volvió a apresarla antes de que tuviera tiempo de huir.

– Esperaba que creyeras en mí. Esperaba que permanecieras a mi lado.

Glory empezó a llorar.

– Tenía dieciséis años. Había perdido a mi padre aquella noche. Lo había perdido todo. Y estaba sola. Tan sola…

– Me tenías a mí, pero eso no era suficiente, ¿verdad? No podía serlo para una niña rica.

Glory negó con la cabeza, llorando.

– No te tuve nunca. No confiaste nunca en mí. Nunca me quisiste. Sólo deseaba que me amaras para…

Santos se inclinó sobre ella y la besó con fuerza, frotándose contra su cuerpo mientras tanto, como si quisiera hacer que pagase de alguna forma por el pasado. Por el dolor que le había causado.

Unos segundos más tarde se apartó de ella y la soltó. Pero Glory no salió corriendo, como cabía esperar. Se agarró a su pelo y cerró las piernas alrededor de la cintura de Santos.

Lo deseaba. Y se trataba de un sentimiento que no tenía nada que ver con hacer el amor. Necesitaba sentirlo en su interior. Necesitaba algo mucho más duro, mucho más básico.

– Glory, maldita sea, yo…

Glory lo besó apasionadamente, con hambre acumulada en diez largos años.

Empezó a quitarle la ropa, y él hizo lo mismo con ella. Aunque no fue fácil. Glory se había puesto un vestido y él llevaba un traje. Pero al final lo consiguieron.

Una vez desnudos, Santos la penetró. Glory gritó, pero no de dolor.

Fue algo muy animal. No hubo caricias, ni besos, ni palabras cariñosas, ni sonidos de placer o de afecto. Era como el acto culminante después de diez años de odio, de deseo y de desesperación. Sin palabras estaban diciéndose todas las cosas que siempre habían querido decirse. Y muchas dolían demasiado, tanto que apenas podían soportarlo.

Cuando terminaron, Glory se apartó sin querer mirarlo a la cara. Lo que había comenzado como una expresión de ira había terminado siendo pura pasión. Y se arrepentía amargamente. Se había comportado como un animal en celo, y no sabía cómo iba a ser capaz de mirarlo a los ojos, o de mirarse en un espejo.

– Lo siento -dijo él.

– No lo sientas. No te disculpes.

– ¿Por qué no? No me había comportado nunca de este modo.

– Tú intentaste detenerlo, pero yo fui quien empezó. Me siento profundamente avergonzada.

Santos no dijo nada. Pasó un buen rato antes de que volviera a hablar.

– Lo siento, Glory -repitió-. Lo siento de verdad.

– Es igual, olvídalo.

Glory intentó levantarse, pero él se lo impidió.

– No me has entendido. Me he disculpado dos veces. La primera, por lo que acaba de suceder. Pero la segunda era por las cosas que dije.

– Olvídalo.

– No. Antes dijiste que no te comprendía porque no quería comprenderte, porque estaba enfadado contigo. Pues bien, dímelo ahora. Dime por qué amabas a Lily. Quiero saberlo, de verdad.

Glory se emocionó, y tardó en contestar.

– Porque me amaba, porque me necesitaba. Cuando me diste a Lily fue como si me devolvieras parte de mí. Una parte que ni siquiera sabía perdida. Pero pertenecía ella, y a su casa, en cuanto las vi.

– Tal vez porque querías sentirte de ese modo.

– No lo creo. Fue una sensación muy intensa, e inmediata. Lily consiguió que me sintiera completa, aunque no sepa cómo.

Santos empezó a acariciar uno de sus muslos con un dedo, de forma inconsciente. Glory no dijo nada porque quería que lo hiciera.

– Estuviste con ella hasta el final, y eso la hizo feliz -declaró él.

Glory tocó su mejilla y lo acarició con delicadeza. El recuerdo del pasado era muy fuerte. Recordaba perfectamente su olor, el sonido de su respiración.

Pero era consciente de lo mucho que había cambiado. Era más duro que entonces, mucho más hombre. Le habría gustado poder explorar su cuerpo, le habría gustado explorarlo muchos años atrás y contemplar su transformación con los años.

Al cabo de unos segundos apartó la mano, aunque su deseo fuera otro.

– Tenías razón. Diecisiete años no pueden compararse con diecisiete días. Tú la hiciste feliz durante mucho tiempo.

– No debí decir tal cosa. Estaba enfadado.

– Lo sé.

Santos empezó a acariciarla de forma muy distinta. Glory se humedeció. Lo deseaba con locura. Pero esta vez no era una simple cuestión de sexo, esta vez deseaba calor. Deseaba amor.

Sin embargo, no se dejó llevar. Se sentó e intentó recoger el vestido.

– ¿Qué pasa? -preguntó, sorprendido.

– Nada. Me gustaría que… Nada.

– Después de lo que ha pasado entre nosotros no puede preocuparte de verdad lo que pueda pensar.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Hazlo, aunque no sé si te contestaré.

– ¿Podríamos hacerlo otra vez?

– ¿Hacer qué?

– Ya sabes… Bueno, no importa. Es ridículo -declaró, mientras se pasaba las manos por el pelo-. Supongo que será mejor que me marche. El hotel…

Santos la tomó en sus brazos y la atrajo hacia él, divertido.

– Ah, te referías a… esto.

Entonces la besó apasionadamente. Cuando se apartó de ella, Glory tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

– Sí, me refería a esto.

La sonrisa de Víctor se hizo agridulce.

– No podemos volver atrás, Glory, aunque me gustaría. Y en cuanto al futuro… bueno, no creo que tengamos ningún futuro.

– Lo sé, pero no me gustaría dejar las cosas como estaban antes. Además, necesito que me abraces ahora. No quiero estar sola. Y pensé que, tal vez, tú tampoco querías.

Santos la abrazó con fuerza y la acarició con cariño. Le quitó el vestido que apresuradamente se había puesto otra vez y comenzó a explorar cada centímetro de su cuerpo. Para Glory dejó de existir el resto del mundo. No existía nada salvo él. Se entregó en cuerpo y alma. La excitación se convirtió en pasión, y la pasión en pasión desenfrenada. Una vez más alcanzaron las cotas más altas del placer; pero en esta ocasión Santos no dejó de besarla.

Glory se apartó, respirando aceleradamente. Miró el techo, asombrada. Era demasiado consciente del calor de su cuerpo, de su olor, de su sexo.

Había sido una experiencia maravillosa, capaz de rivalizar con la primera vez.

Por desgracia, ya no había amor entre ellos, ni magia. En comparación con el pasado resultaba vacío y triste.

Abrió los ojos y se preguntó por qué lo había hecho. Había actuado con impetuosidad, con una especie de instinto autodestructivo que creía haber superado la noche de la muerte de su padre.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Había traicionado la memoria de su padre, y no por hacer el amor con Santos, sino por haber permitido que la dominaran sus emociones.

Ni siquiera habían tenido la precaución de usar un preservativo. Un montón de dolorosos recuerdos la asaltaron. Recuerdos de la primera vez que había hecho el amor con Santos, de la calidez del acto, de sus sentimientos, de sus sueños de futuro.

Lo había amado con todo su corazón. Entonces sólo pensaba en él. Era joven y obstinada, y no tenía miedo.

Pero había pagado un terrible precio.

– ¿Tan mal te sientes? -preguntó él.

– ¿Cómo?

– Acabas de suspirar.

– Sí, es cierto, pero no me siento mal. Ha sido maravilloso. No te preocupes, tu reputación sigue intacta.

– No estaba preocupado.

– Ya veo -declaró, de forma beligerante.

Santos se apoyó en un codo para mirarla.

– ¿Intentas pelearte conmigo? No arrojes sobre mí tu arrepentimiento. Ya tengo que vérmelas con el mío.

– Seguro que sí. En fin, debo marcharme.

– Entonces, vete.

– ¿Sabes una cosa, Santos? Creo que te odio.

Santos la miró y dijo:

– Yo también a ti, Glory.

Capítulo 51

Santos permaneció un buen rato en el suelo después de que se marchara Glory, mirando el techo y pensando en lo que tendría que haber hecho o dicho. Pensando en todos sus errores.

Al final se sentó, disgustado consigo mismo. Se pasó una mano por el pelo y se preguntó qué le pasaba. No parecía haber aprendido la lección. Diez años no habían servido de gran cosa.

Ahora no sabía cómo iba a ser capaz de seguir viviendo.

Tal vez la odiara, pero se odiaba más a sí mismo.

Pensó en Liz y se sintió aún peor. No podía decirle que también odiaba a Glory, pero que deseaba hacer el amor con ella. No podía decir que la respetaba y que la quería, pero que prefería acostarse con su antigua amiga.

Era un completo idiota.

Volvió a tumbarse en la moqueta. El persistente aroma del perfume de Glory lo asaltó, irritándolo. Pero aún le molestó más que lo afectara con tanta fuerza como una especie de potente afrodisíaco. Le gustara o no, sabía que Liz y él no tenían futuro juntos. Al menos, no la clase de futuro que ella deseaba. Ni la clase de futuro que le habría gustado a él mismo.

Por terrible que fuera, deseaba el amor que había sentido con Glory.

De no haberla conocido nunca, de no haber sabido hasta qué punto podía amarse a una mujer, podría haber mantenido una relación más seria con Liz. Pero había probado un néctar que no encontraría en Liz.

Ahora no podía cambiar las cosas, y se detestaba a sí mismo porque estaba a punto de hacer mucho daño a una mujer que quería y que se preocupaba por él.

Liz se merecía algo mejor. Se lo merecía todo.

Como él mismo.

En aquel instante sonó el teléfono. Agradecido por la súbita interrupción, se levantó y contestó. Era Jackson.

– Ven inmediatamente, Tenemos otro cadáver.

– ¿El asesino de blancanieves?

– El mismo que viste y calza.

– El muy canalla sigue aquí. Estaba seguro de que se habría marchado de la ciudad.

– Espera, amigo, esta vez es mucho mejor. Tenemos un testigo.

Santos batió todas las marcas de velocidad de camino a la comisaría. Entró como una exhalación en la brigada de homicidios, alerta, despierto. Iba a capturar a aquel canalla. Lo presentía. Y al parecer, también sus compañeros. Se respiraba un ambiente distinto, tenso, idéntico al que se respiraba siempre cuando se descubría algo en un caso importante. Sobre todo, tratándose de un caso como aquél.

Varios compañeros lo miraron. No necesitó palabras para comprenderlos. Querían que atrapara a aquel canalla, a aquél malnacido.

Cuando llegó a la mesa de Jackson fue directamente al grano.

– ¿Dónde está el testigo?

– En la sala de interrogatorios..

Mientras se dirigían a la sala, Jackson le dio todo tipo de detalles.

– Es una prostituta, que se hace llamar Tina. Apareció en la escena del crimen. Dijo que conocía a la víctima y que la había visto con su cita anoche, hacia las dos de la madrugada. Pudo verlo.

– ¿Alguna otra cosa?

– Oh, sí. Cuando regresaba a casa pasó por delante del lugar donde encontramos el cuerpo. Y vio a un tipo de espaldas, que parecía estar arrastrando algo.

– O a alguien.

– Bingo. Nos dio una descripción general. Era de media altura, peso medio y piel blanca.

– ¿Y no pensó en denunciarlo anoche?

– Oh, venga, ya sabes cómo son estas cosas.

– ¿Estamos seguros de que se trata del asesino de Blancanieves?

– Sin duda.

Jackson le dio una carpeta con toda la información. Santos la abrió sin detenerse. No había nada distinto a los otros asesinatos.

Entraron en la habitación. La mujer se encontraba de pie, mordiéndose las uñas con nerviosismo. Era blanca y aparentaba unos cuarenta años, aunque probablemente fuera más joven. La calle endurecía a las personas. Santos había visto a chicas de dieciséis años que aparentaban treinta.

Y parecía muy asustada.

– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó la mujer, intentando ocultar su miedo-. Necesito fumar.

Santos miró a Jackson.

– Ve a buscar un paquete. Y trae un par de refrescos.

Jackson asintió y se marchó. No le molestaba hacer ese tipo de cosas en aquellas situaciones. Santos era magnífico con los interrogatorios, sobre todo cuando se trataba de prostitutas. Se llevaba bien con ellas porque no las juzgaba negativamente a priori, como otros agentes. Santos comprendía muy bien que odiaran a los policías.

– Hola -sonrió, haciendo un gesto hacia las sillas-. Siéntate, por favor.

La mujer no se movió.

– Soy el detective Santos. Y mi compañero, el que se acaba de marchar, el detective Jackson.

– ¿Detective Santos?

– En efecto. Víctor Santos.

– Vete al infierno.

Santos arqueó las cejas, algo sorprendido. Aquella mujer parecía tener algo personal contra él.

– ¿Hemos empezado con mal pie? ¿O es que he hecho algo que te ofenda?

– Claro que lo has hecho. Estar aquí. Quiero que te marches.

– Me marcharé, pero antes debes contestar a unas preguntas.

– Ya he contestado todo tipo de preguntas. No vi nada.

– ¿Ah, no? Aquí dice que viste que tu amiga Billie estaba con alguien a eso de las dos de la mañana. Y también dice que viste al mismo tipo dos horas más tarde.

– No es cierto.

Jackson regresó con el tabaco y los refrescos. Dejó los cigarrillos sobre la mesa. La mujer miró el paquete y se acercó para recogerlo. Le temblaban las manos, pero al final consiguió encender uno.

Santos decidió dejarla tranquila unos segundos antes de continuar.

– ¿Y qué razón tendría para mentir el agente que te tomó declaración, Tina?

– ¿Cómo puedo saberlo? Sólo soy una prostituta -dijo-. Además, todos los policías mienten.

Resultaba evidente que la chica no solamente odiaba a los policías, sino que también lo odiaba a él. Santos miró a Jackson. Su compañero también lo notaba.

– ¿Tomas drogas, Tina?

– Estoy limpia. No puedes encerrarme aquí. No vi nada.

– Estás mintiendo. Por alguna razón. Tal vez tengas miedo.

– Demuéstralo -apagó el cigarrillo en el cenicero-. ¿Puedo marcharme ya?

– Queremos ayudarte -declaró Santos, observándola-. Una chica ha muerto. Una amiga tuya. Y tú puedes ayudarnos a atrapar al canalla que la mató.

– Ya he dicho que no sé nada. Por otra parte sé algo de leyes. Lo suficiente como para saber que no puedes encerrarme.

– ¿Es que no lo entiendes? Tú puedes ser la siguiente. Si ese tipo te vio no se detendrá hasta eliminarte. Con nosotros estarás a salvo.

– ¿Vais a protegerme? -preguntó-. Qué gracioso. Sólo soy una prostituta. Queréis que hable, pero luego me dejaréis en la calle, tirada. No os importa nada lo que pueda sucederme.

– Eso no es cierto. No quiero que muera otra chica. No quiero que mueras.

– Me arriesgaré.

– Mira, Tina, hablemos un rato sobre cualquier cosa. Conozcámonos un poco mejor. Y luego, si hay algo que desees…

– No me recuerdas, ¿verdad? -preguntó la mujer-. Ni siquiera me recuerdas. De todas formas no esperaba otra cosa. Me olvidaste en el preciso momento en que te marchaste.

– ¿Nos conocemos? -preguntó extrañado-. Lo siento, pero no te recuerdo. He conocido a muchas chicas y…

Tina rió con tristeza.

– Entonces no era prostituta. Ni tú eras policía.

Santos la observó con atención, pero no observó nada familiar en su rostro.

– ¿Por qué no me refrescas la memoria?

– Me llamo Tina. Piénsalo. ¿No te dice nada mi nombre?

La mujer recogió su bolso, se lo puso al hombro y caminó hacia la puerta, donde se detuvo.

Santos se quedó en silencio. Pero acto seguido lo recordó. Recordó a cierta chica a la que había conocido en el colegio abandonado de Esplanade. No podía creer que aquella mujer fuera la misma niña que había conocido, la misma criatura vulnerable y sola. Recordó sus lágrimas, sus besos, el terror que sentía al encontrarse desamparada, en la calle. Y recordó también la promesa rota. La promesa de que volvería al día siguiente.

Sin embargo las circunstancias habían impedido que fuera fiel a su palabra. Veinte minutos más tarde se derrumbó su mundo y no fue capaz de pensar en nada salvo en lo que había perdido.

Miró a Tina, embargado por una profunda tristeza. El había sido mucho más afortunado que ella.

– Ya veo que te has acordado -espetó-. No cumpliste tu promesa, maldito cerdo. Y yo te esperé. Esperé tanto tiempo…

No terminó la frase. Abrió la puerta y salió de la habitación.

Jackson se levantó como empujado por un resorte.

– Iré a buscarla.

– No, déjala. Sabemos dónde encontrarla.

– Una chica encantadora -comentó Jackson, irónico.

– Lo fue, no te quepa duda -declaró Santos con amargura-. Hace mucho tiempo fue una chica maravillosa.

Capítulo 52

La agente que se encontraba en el mostrador del vestíbulo acompañó a Liz al tercer piso del edificio, donde se encontraba la brigada de homicidios. Liz sonrió e intercambió unas cuantas palabras con la mujer policía antes de dirigirse al escritorio de Santos, que se encontraba al fondo de una enorme sala. Mientras pasaba ante las mesas varios agentes sonrieron y la saludaron. Liz devolvió los saludos intentando controlar su nerviosismo, con la extraña sensación de que algo iba mal.

No había visto a Santos desde el funeral, aunque lo había llamado por teléfono varias veces. Parecía distante, preocupado. Tenía la impresión de que no quería hablar con ella, impresión acentuada por el hecho de que siempre decía que no tenía tiempo.

No obstante, prefería pensar que seguramente estaría preocupado por el asunto del asesino de Blancanieves. Al menos, era su excusa preferida.

Frunció el ceño. Santos estaba pasando por un mal momento. Lily era su única familia, y al perderla se había quedado solo. No resultaba extraño que quisiera centrarse en su trabajo.

Apretó los dedos sobre la cestita de picnic que llevaba consigo. Santos no comprendía que ella podía llenar el vacío que había dejado Lily al morir. No entendía que podía realizarse de nuevo con una familia. No entendía que la necesitaba.

Lo encontró sentado junto a su escritorio, hablando por teléfono. Jackson se encontraba ante él, con expresión seria.

Automáticamente su corazón empezó a latir más deprisa. Siempre que lo veía ocurría lo mismo. Lo amaba con todo su corazón.

Jackson fue el primero en advertir su presencia. Acto seguido, Santos levantó la mirada. Durante un segundo pareció acorralado, como un animal que contemplara impotente el coche que estuviera a punto de atropellarlo.

– Hola -sonrió de manera forzada-. Pensé que tendríais hambre.

Santos se levantó para saludarla, pero no la besó. Ni siquiera la miró a los ojos.

– Muchas gracias, Liz. Es todo un detalle.

Liz dejó la cesta sobre la mesa y se volvió hacia Jackson, desesperada. Pero a pesar de todo sonrió.

– Sé que no coméis muy bien cuando estáis ocupados con un caso.

– Es por culpa del maníaco con el que trabajo -rió Jackson-. Trabaja veinticuatro horas al día y se alimenta de café.

– Hablando de trabajo -intervino Santos-, siento que no llamaras por teléfono, Liz. No has venido en un buen momento.

Jackson miró a su compañero, sorprendido. Tanto él como Liz habían comprendido perfectamente el sentido de aquellas palabras.

– Tengo que hacer una llamada -se excusó el detective-. Me he alegrado mucho de verte de nuevo, Liz. Gracias por la comida. Ya hablaremos más tarde.

Liz se despidió de Jackson, pero tuvo la sensación de que no volvería a verlo.

– ¿Qué sucede?

– Tenemos que hablar. Quería llamarte, pero éste no es ni el lugar ni el momento más adecuado.

Liz lo miró, pálida. Una vez más, Glory se interponía en su camino. No podía tratarse de otra cosa.

– Maldito canalla. Te acostaste con ella, ¿verdad?

Santos la miró con expresión tan culpable que casi parecía cómico. Por desgracia, no había nada gracioso en ello.

– Vamos a algún lugar donde podamos hablar en privado.

– Te acostaste con ella, ¿verdad, Santos? -preguntó, elevando el tono de voz-. Dime que no lo hiciste. Dímelo.

– No puedo, y lo siento. No quería hacerte daño.

– Dios mío… Después de todo lo que nos hizo. ¿Cómo has podido?

– No quería hacerlo, no lo planeé así -bajó la voz-. Pero ocurrió.

– ¿Y se supone que debo sentirme mejor por eso? -preguntó entre lágrimas-. ¿Crees que me tranquiliza que no lo hicieras empujado por una irresistible pasión?

Santos intentó tomarla del brazo, pero Liz no lo permitió.

– Lo siento.

– Sí, claro. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿O es que estabas pensando en acostarte con las dos?

Santos miró a su alrededor, incómodo.

– Este no es el lugar más adecuado para una discusión. Por favor, vayamos a otro sitio.

– ¿Para qué, para que intentes explicarte? ¿Para intentar que me sienta mejor? Olvídalo.

– No quería hacerte daño. Por Dios, es lo último que querría hacer. Como he dicho antes, no sé lo que ocurrió. Pero ocurrió.

– Y supongo que ahora vas a decir que todo fue un error. Supongo que vas a pedirme perdón, que vas a insistir en que las cosas pueden seguir como antes.

Liz no pudo negar la llama de esperanza que aún vivía en su interior. En el fondo estaba dispuesta a perdonarlo por mucho dolor que le hubiera causado.

Pero Santos no dijo nada. Su silencio fue muy clarificador. Liz se sintió completamente ridícula. Se había expuesto de forma innecesaria con aquellas palabras.

– No debí confiar en ti. No debí creerte cuando dijiste que no la querías.

– No la quiero. Pero ahora me doy cuenta de que tú y yo no tenemos ningún futuro. Y no sería justo contigo si te engañara.

El odio que sentía hacia Glory Saint Germaine se incrementó. Le había robado la oportunidad de estudiar y ahora le robaba al hombre que amaba. Si seguía así terminaría arreglándoselas para quitarle también el restaurante y el aire que respiraba.

Santos pareció leer sus pensamientos. La tomó del brazo y la obligó, cariñosamente, a mirarlo.

– No tiene nada que ver con ella. Es algo sobre nosotros, sobre lo que sentimos el uno por el otro.

Liz hizo un esfuerzo para no llorar, para no humillarse aún más.

– Bueno, supongo que no puedes ser más claro de lo que eres.

– Lo siento, Liz. Me gustaría que pudiéramos seguir siendo amigos…

– No digas eso, por favor. Te quiero tanto que querría estar siempre a tu lado y… Duele más de lo que puedo soportar.

– Liz, lo siento tanto…

– Ya te has disculpado, Santos. Pero si realmente lo sintieras no te habrías acostado con ella, en primer lugar. No lo habrías hecho de haber sido cierto todo lo que dijiste sobre Glory y sobre tus sentimientos. Pero eran mentiras, ¿no es verdad? Todo lo que me dijiste era mentira.

– No -negó con la cabeza-. No te he mentido nunca.

– No. Hiciste algo más peligroso. Te mentiste a ti mismo. No quiero volver a hablar contigo. No quiero volver a verte. Y te aseguro que no os perdonaré a ninguno de los dos por lo que habéis hecho. En toda mi vida.

Capítulo 53

En los últimos días de su vida, Lily había cambiado su testamento. Por irónico que fuera había dejado la casa de River Road a Glory y todo lo demás a Santos. Y el anuncio oficial supuso un verdadero golpe para el detective. No pensaba que mereciera la casa, ni le preocupaba en modo alguno lo que valiera. Pero la amaba.

Había sido su hogar.

Santos miró al albacea sin poder creer lo que había oído.

La casa de River Road se había convertido en la mansión de Glory, y ya no podría volver nunca a su hogar.

Hasta entonces no se había dado cuenta de lo importante que era aquella casa en su vida.

Miró a Glory. Al parecer ella también estaba sorprendida. Al sentir su mirada lo observó como disculpándose.

Lo último que necesitaba Santos era la simpatía o la lástima de aquella mujer. Ya se sentía suficientemente mal después de haberle demostrado que la deseaba, después de haber hecho el amor con ella.

Por desgracia, desde el día en que se acostaron juntos la deseaba aún más. El simple hecho de verla se había convertido en una verdadera tortura. Y no podía hacer nada. Glory Saint Germaine era territorio prohibido.

Veinte minutos más tarde salieron del pomposo despacho del albacea y se dirigieron a los ascensores. Santos la miró y dijo:

– Felicidades.

– Gracias. Yo… Lo siento. No tenía idea de que planeara… No lo esperaba.

– Olvídalo -dijo, en el preciso momento en que se abría el ascensor-. No sé qué habría hecho con la mansión si me la hubiera dejado.

– Podrías haberla vendido.

– No, jamás. De todas formas, no podría mantenerla con mi sueldo de policía. Es mejor que la tengas tú.

Glory tocó su brazo con suavidad, pero Santos se apartó.

– Sé que amas esa casa. Sé que la querías.

– ¿Ahora te dedicas a leer las mentes de los demás?

– No es necesario. El día que estuvimos en River Road pude ver la expresión de tus ojos. Y he observado tu gesto cuando supiste que Lily me la había dejado en herencia.

– Tú también la quieres -se encogió de hombros-. Qué más da.

Una vez abajo, cruzaron el vestíbulo en dirección a la Salida.

– Me preguntaba una cosa -dijo Glory.

– ¿Qué?

– Doce años atrás mi madre necesitó un préstamo familiar para pagar las deudas del hotel, Al menos fue lo que dijo entonces. Lo supe cuando me hice cargo del Saint Charles. Era una suma bastante importante. No pregunté nada porque entonces creía que su familia existía, y que era muy rica.

– Lily era su única familia.

– Exacto. Entonces, ¿de dónde sacó el dinero?

– ¿Cuánto era, exactamente? -frunció el ceño.

– No lo sé, tendría que revisar la contabilidad. Pero creo que varios cientos de miles de dólares. Cuatrocientos… No, quinientos mil.

– ¿Cuándo fue? ¿Lo recuerdas?

– Hace diez años, casi once. El año en que… El año en que murió mi padre.

1984. El año en que se habían conocido. El año en que descubrió que Lily era la madre de Hope. El año en que, repentinamente, Lily empezó a tener problemas económicos.

Él no se había ocupado nunca de los asuntos económicos de Lily, y no había hecho preguntas al respecto. No era asunto suyo, ni le importaba en modo alguno su hipotética riqueza.

Sin embargo, ya entonces le había parecido extraño que empezara a tener problemas cuando siempre había vivido de forma más que desahogada. No se había preocupado nunca por el dinero, y estaba acostumbrada a comprarse todo lo que le apeteciera.

Pero las cosas habían cambiado de forma súbita. Lily empezó a controlar los gastos, dejó de donar fuertes sumas a organizaciones de solidaridad, dejó de permitirse caprichos y hasta dejó de ir al cine.

Las piezas encajaban. Lily habría hecho cualquier cosa por su hija, incluso empeñarse hasta las cejas. Ahora comprendía qué significaban aquellos sobres que entregaba a Hope Saint Germaine. Tras la traición de Glory lo había olvidado por completo. Eran cheques. Pero aún no sabía qué le entregaba Hope a cambio.

– ¿Qué sucede, Santos?

Santos parpadeó. Se había olvidado de todo lo demás.

– Oh, estaba pensando -sonrió, ausente-. Estoy cansado. Ha sido una mañana muy larga.

El detective abrió una de las enormes puertas de cristal y la mantuvo así para permitir que Glory saliera. Había empezado a lloviznar, y se subió el cuello de la chaqueta.

– ¿Dónde has aparcado el coche?

– Un poco más arriba.

– El mío está aquí mismo. ¿Quieres que te lleve?

Glory dudó, pero negó con la cabeza.

– No, gracias, no está tan lejos.

– Si estás tan segura… tengo que marcharme.

– Estoy segura.

Santos se alejó, pero apenas había dado unos pasos cuando oyó que lo llamaba.

– ¿De dónde crees que sacó mi madre ese dinero? -preguntó Glory.

Santos aún no estaba seguro. Lo sospechaba, pero a pesar de todo se encogió de hombros y disimuló. No quería decir nada, al menos de momento.

– No lo sé, Glory. Tal vez deberías preguntárselo a ella.

Capítulo 54

Hope miró a Víctor Santos con disgusto. Lo recorrió lentamente con la mirada y sonrió con frialdad, sin tomarse la molestia de ocultar lo que sentía.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective? Tengo entendido que ha venido en calidad de policía.

Santos levantó una ceja, divertido.

– ¿Le ha dicho eso el ama de llaves? No sé de dónde habrá sacado tal idea. Lo siento, pero esta visita es estrictamente personal.

Hope reforzó su aire de superioridad divertida y señaló la puerta con un gesto.

– Entonces, le ruego que se marche.

– No creo que quiera que me vaya -entró en el vestíbulo y miró a su alrededor sin disimular la curiosidad-. Es una cabaña muy acogedora.

Seguía hablando con sarcasmo, sin tomársela en serio. Hope cerró fuertemente los puños, furiosa por tener que soportar su compañía por el hecho de que fuera agente de policía. Si no lo fuera, no lo habría recibido.

– No tengo nada que decirle.

– Eso lo veremos -la miró a los ojos-. Tengo algo que creo que puede interesarle.

– Dudo que me interese nada que usted tenga que decir -se cruzó de brazos, sintiendo curiosidad a pesar de sí misma-. Pero si insiste en seguir con este ridículo jueguecito, le concederé un minuto.

– Insisto -sonrió Santos-. ¿Se ha enterado de que su madre ha muerto?

– Por supuesto -dijo con un tono que no dejaba duda de lo poco que le importaba.

Observó en la forma en que Santos apretaba los labios que había conseguido lo que se proponía.

– Ha dejado a Glory la casa. El sitio en que pasó la niñez. ¿También sabe eso?

Lo sabía. Cuando Glory se lo contó sintió deseos de matar a Víctor Santos. Seguía sintiéndolos. Había pasado toda su vida intentando proteger a Glory contra el legado de las Pierron, y ahora, por culpa de aquel hombre, su hija era la dueña de la casa del pecado.

– A mí me ha dejado todo lo demás -prosiguió Santos.

– Ya me he enterado. No me dice nada nuevo, detective, así que si no hay nada más… -miró el reloj, impaciente-. Se le ha acabado el tiempo.

Empezó a caminar hacia la puerta, pero él no la siguió. Abrió de par en par y se volvió para mirarlo.

– Que tenga un buen día, detective -dijo deseosa de arrancarle la sonrisa de la cara.

– ¿Tiene quinientos mil dólares a mano, señora Saint Germaine?

Se quedó congelada. El muchacho diabólico rió. La oscuridad podía asumir muchas formas.

– Exactamente -dijo Santos-. Un fantasma de su pasado ha vuelto para acosarla.

Hope se esforzó por conservar la calma.

– No sé de qué me habla -dijo con frialdad.

– ¿No? -dijo un paso hacia ella-. ¿Qué hay de tres pagarés en los que promete devolver, cuando se le solicite, la suma de quinientos mil dólares? ¿Le he refrescado suficientemente la memoria?

Dio otro paso hacia ella. Hope dio un paso atrás. Su corazón latía con fuerza. El sol le daba en la espalda.

– Lily la ayudó a salir de un embrollo bastante caro en 1984, ¿no? -prosiguió Santos-. El hotel estaba endeudado. Lily tuvo que gastarse prácticamente todo lo que tenía, pero le dejó ese dinero. Yo hice las tres entregas cada vez que usted me mandaba a ella con uno de esos pagarés -entrecerró los ojos-. Usted sabía que nunca intentaría pedirle que le devolviera el dinero. Sabe que lo único que quería era pasar un poco de tiempo con usted. Me pongo enfermo cuando pienso en lo mucho que la quería y lo mal que usted la trató.

– Exactamente -dijo Hope, levantando una ceja con arrogancia-. Nunca intentó pedirme que le devolviera el dinero. Ahora todo ha terminado, porque ha muerto.

– Lo siento, pero las cosas no funcionan así. Los pagarés son como las acciones, los bonos y otros activos negociables. Se pueden transmitir.

Hope empezó a sudar. El sol le resultaba insoportable en la espalda. La sangre bullía en su cabeza, cerrándola a todos los sonidos con excepción de la voz de Santos.

– Ya pagué mi deuda con ella -le dijo, temblorosa-. Le di el tiempo que quería.

– No le dio nada -cerró los puños-. Se fue a la tumba añorando el perdón y el amor de su hija, pero usted no pudo concederle ni siquiera eso. Ni siquiera le hizo una breve visita al hospital.

– No puede demostrarlo. No puede demostrar que no…

– Pero tengo los pagarés. Los he heredado -se inclinó hacia ella-. Si hubiera pagado su deuda, ella se los habría devuelto.

Hope se llevó una mano a la garganta.

– ¿Qué quiere de mí?

Santos levantó las cejas, como si estuviera sorprendido.

– Qué cosas tienes, Hope, cariño. Quiero mi dinero.

Hope dio otro paso atrás, y la luz del sol la golpeó en los ojos.

– ¡Bastardo!

Santos rió.

– Parece que últimamente me llaman bastardo muy a menudo. Y siempre lo hace una Saint Germaine.

Hope no soportaba el sol y el calor. Entró en el fresco y oscuro vestíbulo. Se esforzó por recuperar el aliento, dándose cuenta de lo atemorizada que estaba. No tenía quinientos mil dólares. No los tenía.

Hope se frotó los brazos, repentinamente helada.

– ¿Cómo puedo saber que los pagarés no son falsos? ¿Cómo puedo saber que los tienes?

– Te aseguro que no son falsos, y creo que lo sabes tan bien como yo -se metió las manos en los bolsillos-. Los tiene mi abogado -sonrió al ver su expresión-. Sí, claro que he hecho mis deberes. He contratado a un buen abogado. Habrás oído hablar de Hawthorne, Hawthorne y Steele, ¿no? Pues ponte en contacto con el señor Steele. Es el mejor abogado de la ciudad, tal vez de todo el sur de los Estados Unidos.

Hope empezó a temblar. Había oído hablar de Kenneth Steele. En efecto, era el mejor.

– No importa -dijo-. No tengo el dinero.

– Pero puedes conseguirlo. A fin de cuentas, Lily lo consiguió -miró a su alrededor-. Y vivía con menos lujos.

– Pues yo no puedo.

Santos chasqueó la lengua, divirtiéndose visiblemente a su costa. Hope sintió deseos de arrancarle los ojos.

– Estoy seguro de que este sitio vale medio millón de dólares, y probablemente mucho más. Estoy seguro de que el Saint Charles, o por lo menos la mitad que posees, vale más que eso -se volvió a meter las manos en los bolsillos-. Imagínate, la socia del callejero Víctor Santos. O mejor aún, imagíname viviendo en la mansión de los Saint Germaine.

– ¡Nunca! -dijo con rabia-. Nunca sería socia de una… criatura como tú. Y quemaría esta casa antes de permitirte poseer un solo ladrillo.

Santos entrecerró los ojos.

– ¿No te han enseñado nunca a ser amable con los demás? ¿Dónde estabas cuando enseñaron esa lección en tu colegio -sacudió la cabeza, torciendo la boca-. Aunque tal vez pienses que eres tan rica y poderosa que no tienes por qué preocuparte por esas nimiedades. Tal vez pienses que no debes preocuparte por los premios ni por los castigos. Ni por pagar tus deudas. Evidentemente, no pareces pensar que debas tratar con cierta consideración a la gente. Pues ha llegado el momento de que cambies de actitud. Ha llegado el momento de que empieces a pagar. Estás en deuda con Lily, y as a pagar tu deuda.

Hope se apartó y cruzó el vestíbulo, huyendo de él. Se detuvo frente a un espejo convexo y contempló su imagen distorsionada, intentando decidir qué hacer con aquella situación. El hotel valía mucho menos que en el pasado. Tenía las inversiones, que junto con los beneficios del hotel, le permitían mantener su nivel de vida. Otras de sus necesidades habían demostrado hacerse cada vez más caras con el paso de los años.

Como en un castillo de naipes, si quitaba una pieza todas demás se desmoronarían.

No sabía qué podía hacer.

– Puede haber otra solución -dijo Santos con suavidad. Se encontró con su mirada en el espejo.

– ¿Otra solución?

– La verdad es que el dinero no me importa. No quiero para nada su casa ni su hotel, ni ninguna otra cosa que le pertenezca.

Hope se volvió lentamente para mirarlo. Contempló sus ojos, buscando en ellos el sarcasmo habitual.

– ¿De verdad?

– De verdad -se colocó delante de ella-. A quien quiero es a Lily.

– Pero está muerta.

La expresión de Santos se endureció.

– Pero su recuerdo no lo está. Lo que siento por ella sigue vivo. He decidido darle lo que más deseó en su vida, aunque se fue a la tumba sin ello.

– ¿De qué se trata?

– De su hija.

Hope lo miró confundida.

– No lo entiendo.

– Tendrá que admitir públicamente que Lily era su madre. Dirá a todo el mundo quién es y de dónde viene.

Hope dio un paso atrás. Sus piernas amenazaban con dejar de sujetarla.

– No puede hablar en serio.

– Créame, hablo completamente en serio -la miró con desprecio-. Tal vez debería sentarse.

Hope asintió y se desplomó en un sillón que había junto al espejo.

– Adelante.

– Si quiere que no le reclame el medio millón de dólares que me debe tendrá que hacer una serie de cosas. En primer lugar contratará dos espacios publicitarios de una página, y publicará en ellos su verdadera ascendencia. El primero en el dominical del Times Picayune, y el segundo en la revista New Orleans, en el interior de la portada -se metió las manos en los bolsillos y paseó-. Como he dicho, en esos anuncios deberá reconocer su verdadera ascendencia, confesará sus años de mentiras y expresará su profunda y eterna aflicción por haber abandonado cruelmente a su amantísima madre.

– ¿Qué más? -preguntó tensa, cerrando los puños.

Santos sonrió.

– Celebrará una enorme fiesta, una gala en honor de Lily. Invitará a todos sus amigos importantes y a todas las autoridades de la ciudad. Al alcalde, al jefe de policía y tal vez hasta al gobernador. Por supuesto, una vez más reconocerá públicamente a Lily.

– Y por supuesto -añadió Hope con amargura-, usted asistirá para asegurarse de que sigo sus instrucciones al pie de la letra.

– No sea ingenua. Esto me cuesta quinientos mil dólares, y quiero que todo salga perfectamente.

– ¿Y si sigo las instrucciones?

– Los pagarés serán suyos.

Hope lo miró atónita.

– Eso es una locura. ¿Por qué lo hace en realidad?

La contempló detenidamente, arqueando los labios en un gesto de disgusto.

– Ya sé que no puede entenderlo. No entiende que quisiera tanto a Lily, que piense que se lo debo todo, incluso mi vida. Está por encima de usted el comprender que puedo darle lo que más deseaba en el mundo y no me importa lo que me cueste. Aunque mis motivos no son completamente altruistas. Disfrutaré viendo cómo hace lo que debería hacer, por una vez en su vida, como un ser humano decente.

Hope guardó silencio durante un momento. El odio creció en su interior, retorciéndose en sus entrañas. Lo mataría si pudiera.

Pero había otras formas de hacerle pagar aquello. Encontraría la forma. Aunque fuera lo último que hiciera en su vida, la encontraría.

Lo miró fijamente a los ojos.

– Es muy imprudente por su parte.

Santos levantó una ceja.

– ¿Por qué? ¿Es que va a vengarse por esto? ¿Me está amenazando?

Hope se limitó a sonreír.

Capítulo 55

La casa de River Road dio la bienvenida a Glory. La llamaba por su nombre, en voz baja y suave, como lo haría un amante. Estaba al final del largo camino arbolado, mirándola maravillada, pensando que era la mansión más bonita que había visto en su vida. Sacudió la cabeza. Tres semanas después de la lectura del testamento de Lily, seguía sin poder creer que fuera suya.

A lo largo de las semanas anteriores había ido allí tanto como había podido. En algunas ocasiones, como la noche anterior, había dormido allí. Otras veces sacaba un par de horas de su apretada agenda para ir a visitarla.

Se agachó para recoger una brizna de hierba y se la llevó a la nariz. La casa la atraía fuertemente. Allí se sentía feliz, tranquila y relajada. Tenía la impresión de que aquél era su lugar.

Empezó a caminar hacia la casa lentamente. Aquel día no tenía que estar en ningún sitio. Había decidido que el hotel podía seguir funcionando sin ella. Durante las semanas anteriores se había dedicado a repasar cajas de recuerdos y fotografías y a examinar los libros de contabilidad. Sus antepasados habían llevado a cabo allí un negocio muy rentable. No entendía que Lily hubiera muerto con tan pocas pertenencias.

Glory bostezó y se pasó los dedos por el pelo. La noche anterior había encontrado unos cuantos diarios pertenecientes a sus antepasadas. Algunos se remontaban a Camelia, la primera de las Pierron. También estaban los diarios de algunas de las chicas que trabajaban en la casa.

Las narraciones de sus vidas la fascinaban y la descorazonaban a la vez. Pasó gran parte de la noche leyendo, hasta que le dolieron los ojos y la cabeza. Al final, la fatiga la había obligado a guardar los diarios, pero tenía la intención de seguir leyendo durante el día.

Un pájaro se puso a cantar en las ramas del árbol contiguo. Miró hacia arriba, y una suave brisa recorrió su rostro. Oyó el sonido de un coche que avanzaba por el camino.

Se volvió, con el corazón en la garganta.

Era Santos.

Lo contempló con sensación de inevitabilidad. Siempre había pensado que Santos era su media naranja, y siempre lo había usado como medida para juzgar a los demás hombres. Era lógico que estuviera allí, apareciendo de la nada. Tal y como había aparecido en su vida por primera vez.

Detuvo el coche a su lado. El viento que entraba por la ventanilla bajada le revolvía el pelo.

Deseaba tocárselo, acariciárselo, pero se metió las manos en los bolsillos.

– Hola, Santos.

– Tenemos que hablar.

Glory sonrió con calma, aunque su corazón se había desbocado.

– De acuerdo. Vamos a la terraza del primer piso.

Santos asintió y aparcó el coche. Caminaron juntos a las escaleras que conducían a la terraza.

Santos examinó la casa, pensativo.

– Es la primera vez que vengo después de la muerte de Lily.

– Te trae recuerdos, ¿verdad?

– Sí -la miró a los ojos-. Buenos recuerdos.

Glory se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.

– A mí también, aunque no tenga sentido, porque mi historia no está aquí.

– Tu historia está aquí, más que la mía, aunque de forma distinta.

Glory pensó en Lily y en los diarios, y se le hizo un nudo de emoción en la garganta.

– ¿Quieres un té helado, un refresco, o algo?

Santos negó con la cabeza.

– No, gracias.

No quería nada de ella. Glory apartó la vista y después se volvió para mirarlo de nuevo.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí?

– Una premonición -sonrió-. Y un soplo de un empleado de tu hotel. Es curioso que una placa de policía abra tantas puertas.

– Y la premonición, ¿a qué se ha debido?

A la cara que pusiste cuando te enteraste de que Lily te había dejado la casa.

La sonrisa de Glory se desvaneció.

– Lo siento. Sé que querías…

– No lo sientas. Yo no lo siento.

– Mentiroso -dijo suavemente pero sin malicia, sorprendiéndose-. Veo la verdad en tus ojos.

Santos inclinó la cabeza, reconociendo que era cierto, y caminó hasta la barandilla para mirar el paisaje.

– No estoy enfadado, Glory.

– Sólo estás triste.

– Algo así -se volvió para mirarla-. Ahora que la casa es tuya, ¿qué te parece?

– Me encanta. Tengo la sensación de que mi sitio está aquí -se colocó a su lado y siguió su mirada-. No entiendo la atracción que este sitio, esta casa, ejerce sobre mí. Pero es innegable. Me confunde, y tal vez me asusta.

Santos la miró a los ojos. Se quedaron en silencio, mirándose. Al cabo de un rato que pareció infinito, él apartó la vista y volvió a mirar al río.

Glory tragó saliva. Echaba de menos la conexión entre ellos. Se sentía dolida, de una forma irracional. Santos también ejercía una fuerte atracción sobre ella. Sobre su vida y sobre su corazón. Desde el primer momento en que lo vio hasta el presente, a lo largo de tantos años. No entendía lo que sentía por él más que lo que sentía por la casa.

Suspiró. Mucho tiempo atrás había dicho a Liz que Santos y ella estaban destinados. Ahora le parecía una tontería, una afirmación ingenua hecha por una adolescente.

Pero en cierto modo era verdad. No parecía capaz de librarse de él. No podía olvidarlo. No podía seguir viviendo sin pensar en él.

Desde que habían estado juntos se sentía atormentada por la añoranza. Lo deseaba. Quería estar con él de nuevo.

Santos se volvió de repente y la miró a los ojos. Glory sabía que podía leer todos sus pensamientos, en su cara y en sus ojos. No intentó ocultarlos; no intentó fingir. Quería que supiera cuánto lo echaba de menos.

Se sentía poderosa, valiente y llena de vida. Una risa incrédula afloró a sus labios, aunque no la dejó escapar. Era posible que la casa la estuviera afectando. Tal vez la lectura de los diarios influyera sobre ella. En cierto modo había cambiado después de leer las vidas de mujeres que tenían valores muy distintos a los que le habían inculcado, que entregaban el cuerpo sin amor y podían encontrarlo repugnante, pero en ningún modo vergonzoso.

O tal vez había conseguido por fin entender sus necesidades.

Llevó una mano al rostro de Santos y lo acarició suavemente, primero en la mejilla y después en la boca.

– Te deseo.

El tomó su mano con la suya.

– Glory, yo…

– No.

Se llevó sus dedos a los labios y los besó, mordisqueándolos. Se sentía sincera. Más sincera que en toda su vida.

La última vez que había sido sincera con un hombre no lo había entendido. Era muy joven y no tenía experiencia. Ahora sabía todo lo que tenía que saber. Sabía satisfacer a su amante.

– Tú también me deseas -murmuró-. Lo sé.

– Sí -dijo Santos excitado-. Sí. Te deseo, pero…

– No -negó con la cabeza-. Nada de peros. Ven.

Lo condujo al interior de la casa, a una de las grandes camas del piso superior. Las ventanas estaban abiertas, y la brisa del Misisipi agitaba las cortinas de encaje. La luz del sol iluminaba el suelo, las paredes y la cama.

Se dejaron caer juntos, bañados por la luz. Los segundos se transformaron en minutos, y después en horas. El tiempo se detuvo y a la vez se les escapaba entre los dedos mientras se exploraban mutuamente.

Glory pidió a Santos lo que quería, y él le dio todo lo que deseaba. Cuando él pedía, ella daba. Fue un acto exquisito y perfecto, tierno y salvaje, frenético y tranquilo. Al final Glory entendió completamente en qué consistía ser una mujer.

Después estaban entrelazados en la cama, empapados en sudor y sin aliento, pero completamente relajados. Santos no se apartó, y Glory se alegró de ello, aunque no albergaba ninguna ilusión con respecto a lo que había ocurrido entre ellos.

Pasó los dedos por su pecho. Le encantaba sentir su carne firme y musculosa.

– ¿Lo sientes? -le preguntó con suavidad.

– No -inclinó la cabeza para mirarla a los ojos-. ¿Y tú?

Glory negó con la cabeza.

– ¿Cómo iba a sentirlo? Ha sido maravilloso.

Santos sonrió, complacido, y volvió a mirar el elaborado medallón del techo.

Glory siguió su mirada.

– Es una casa preciosa, ¿verdad?

– Desde luego. ¿Has decidido qué vas a hacer con ella?

– No. Aún no he llegado tan lejos -apretó la mejilla contra su pecho, pensando en el momento y en el futuro-. Es un sitio con mucha historia. Forma parte de Luisiana. Es una casa especial, única y maravillosa. No debo cambiarla -respiró profundamente-. Las mujeres que vivieron aquí merecen ser recordadas.

– Podrías vivir aquí.

Glory negó con la cabeza.

– Me gustaría, pero está demasiado lejos del hotel. Además creo que me sentiría muy sola.

A no ser que Santos estuviera con ella.

Aquella idea saltó por sí sola a su cabeza, y la apartó en silencio. No le serviría para nada empezar a pensar en compartir la vida con Santos. No le serviría para nada empezar a pensar en el amor. No iba a ocurrir, y si se permitía el lujo de albergar esperanzas terminaría saliendo dañada.

Tenían demasiado pasado para que pudiera haber un futuro.

– ¿Dónde te deja eso? -preguntó Santos, interrumpiendo sus pensamientos.

– También tengo que tomar varias decisiones con respecto al hotel. Tendré que efectuar varios cambios -suspiró-. Cambios que mi padre no habría aprobado.

– El tiempo cambia las cosas, Glory.

– Ya lo sé -apretó los labios contra su hombro para contener las lágrimas-. Pero me habría gustado gestionar el hotel tan bien que no se hubiera visto afectado por ningún cambio. Me gustaría haber podido mantenerlo como fue siempre. Sé que es una tontería.

– Nada de eso -murmuró acariciándole la espalda-. Es una autocomplacencia derrotista. El tiempo lo cambia todo. No te engañes. Si tu padre siguiera con vida, también él habría tenido que hacer ajustes para enfrentarse a los retos actuales.

– Gracias -dijo mirándolo a los ojos-. Eso me hace sentir mejor. Lo quería mucho.

– Ya lo sé -los dedos de Santos se detuvieron-. Tengo que decirte una cosa.

Glory se enderezó, apoyándose en un codo, y lo miró con el ceño fruncido.

– Eso ha sonado muy serio.

– Lo serio que sea depende de tu perspectiva.

– No lo entiendo.

– Sé de dónde sacó tu madre el dinero para salvar el hotel hace diez años.

– ¿De verdad? ¿De dónde?

– Se lo dio Lily.

Santos explicó que el comentario que había hecho el día de la lectura del testamento lo había hecho pensar en la correspondencia que había llevado al hotel tantos años atrás y sobre lo que Hope enviaría a Lily. Tampoco se le había escapado que el nivel de vida de Lily cambió después de aquello. Después le dijo que, buscando entre las pertenencias de Lily, había encontrado tres pagarés, firmados por su madre, en los que se comprometía a devolver la suma de quinientos mil dólares.

– No entiendo -Glory respiró profundamente, sin dar crédito a sus oídos-. ¿Quieres decir que mi madre te debe medio millón de dólares?

– Sí y no. Le he ofrecido un acuerdo.

– Un acuerdo -repitió Glory-. ¿Quieres decir que ya has hablado con ella de esto?

– Sí, después de consultar a un abogado.

– Ya veo -se sentó y se pasó una mano por el pelo, sin sorprenderse al ver que temblaba-. ¿Cuánto hace que encontraste esas notas?

– Dos semanas.

Glory se volvió para mirarlo a los ojos.

– Y me lo dices ahora. Muy amable, Santos. Muchas gracias por el voto de confianza.

– Tenía motivos para no decírtelo antes.

Aquello le hizo daño, porque decía mucho sobre su relación. Mejor dicho, demostraba que no tenían ninguna relación. Simplemente se habían acostado juntos un par de veces.

El sexo no era lo mismo que el amor. No constituía una relación. Y desde luego no era lo que habían compartido tantos años atrás.

Era lo que Glory quería, pero no lo tendría nunca. Se mordió el labio, negándose a llorar. No quería reconocer cuánto le dolía que no confiara en ella, que no la considerase lo suficiente para decirle que su madre le debía quinientos mil dólares.

– ¿Y antes de esto? -señaló con un gesto la cama revuelta-. ¿No crees que tenías la obligación moral de decírmelo antes de acostarte conmigo?

Santos la examinó con la mirada.

– ¿Eso habría cambiado algo?

Glory alzó la vista al techo. Tal vez no habría cambiado nada antes, pero después, en aquel momento, le parecía que la diferencia era abismal. Si se lo hubiera dicho no le dolería tanto que no podía soportarlo.

Hundió los dedos en las sábanas.

– ¿A eso has venido?

Le rogó en silencio que no fuera así, que le dijera que había ido a verla porque pensaba en ella, porque quería verla y estar a su lado.

– Sí.

Glory respiró profundamente y bajó los pies de la cama.

– He sido tan idiota que he pensado que venías por otros motivos.

– No te pongas así.

Se sentó y alargó una mano hacia ella, pero Glory se levantó de la cama, llevándose la sábana. Se envolvió cuidadosamente en ella y se volvió para mirarlo.

– ¿Se puede saber qué trato has ofrecido a mi madre? ¿Qué te pague un sesenta por ciento? ¿Un cuarenta?

Santos entrecerró los ojos.

– ¿Por qué iba a hacer algo así, Glory? Pidió el dinero prestado a Lily, dejándola en la ruina. Le prometió que se lo devolvería y no lo hizo. Lily me legó esos pagarés. Quería que yo los tuviera.

Glory se puso tensa.

– Por supuesto -dijo con frialdad-. Tienes derecho a su herencia -se puso la camiseta y volvió a mirarlo a los ojos-. Tengo cosas que hacer. Será mejor que te vayas.

Santos la miró furioso.

– ¿Se puede saber qué te pasa, princesa? ¿Es que crees que debería perdonar la deuda a tu madre porque tienes un buen polvo?

– Vete al infierno.

Se volvió y caminó hacia el cuarto de baño. Santos la siguió, y consiguió detener la puerta cuando ella estaba a punto de cerrarla en sus narices.

– ¡Fuera de aquí! -dijo tapándose, a pesar de que un momento atrás estaban los dos desnudos.

– A diferencia tuya y de tu madre, el dinero no significa nada para mí. Le he dicho que le perdonaré la deuda si reconoce públicamente a Lily. Ese es el trato que le he ofrecido.

Glory lo miró con incredulidad, atónita. No podía dar crédito a sus oídos.

– No querrás decir que vas a olvidarte de…

– Eso es exactamente lo que quiero decir -rió con amargura-. No me importan nada el dinero, ni el hotel, ni nada que pudiera sacar de esto. No me gustó la forma en que tu madre trató a Lily. Le hizo mucho daño. Y estoy dispuesto a obligarla a resarcirla por lo que hizo, aunque vaya a costarme medio millón de dólares.

Se volvió y empezó a alejarse. Glory lo miró, con el corazón en un puño. Le tendió la mano.

– Lo siento.

Santos se detuvo, pero no se volvió.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Te he juzgado mal. Estaba enfadada, y dolida porque no hubieras confiado en mí. Me ha hecho daño que no me dijeras antes lo que habías averiguado.

– ¿Debería decírtelo, Glory? -se volvió para mirarla-. ¿Debería confiar en ti?

Ella levantó la cabeza.

– Sí.

– ¿Es que tú confías en mí? ¿Crees en mí? -negó con la cabeza cuando ella abrió la boca, probablemente para contestar que sí-. No creo. Ni siquiera tengo la impresión de que hayas creído en mí realmente. Si hubieras creído en mí… -se tragó las palabras-. Olvídalo.

– ¿Cómo puedo demostrarte que te equivocas? -dio un paso hacia él-. Quiero demostrártelo.

Santos la miró sin pestañear.

– No creo que puedas, Glory. Probablemente es demasiado tarde para eso.

Se le formó un nudo en la garganta. Hizo un esfuerzo para tragárselo. Ya no era una adolescente de dieciséis años; era una mujer. Y sabía lo que quería. Quería a Santos. Quería ser su amante. Quería mantener una relación con él.

Lo quería todo. Más de lo que nunca tendría con él.

– Me gustaría volver a verte. Me gustaría volver a… estar contigo. Así -se acercó a él y respiró profundamente, más asustada de lo que había estado en mucho tiempo-. ¿Es eso posible, Santos?

– Depende.

– ¿De qué?

– De ti. De lo que estés dispuesta a aceptar de mí. De Cuánto sea suficiente -inclinó la cabeza y capturó su boca en un breve beso-. Lo que yo siento no va a cambiar. Hasta la próxima, princesa.

Capítulo 56

Hope bajó por el débilmente iluminado pasillo. El rancio olor de la decadencia le revolvía el estómago. Contuvo la respiración, pero el hedor seguía asfixiándola, y se dio cuenta, horrorizada, de que era su propio olor el que corrompía el aire.

Cerró fuertemente los ojos, con la cabeza llena de la imagen de sí misma y el hombre retorciéndose en la cama, enredándose como dos serpientes. Se había entregado al placer profano de sus manos y su boca, y después había blandido el látigo, para castigarlo por sus pecados.

Pero la bestia seguía pidiendo más. Un gemido de terror escapó de sus labios, y se llevó la mano a la boca para contener el siguiente. Últimamente quería siempre más, por mucho que cediera a su poder.

Por culpa de Santos.

En lo alto, la luz se filtraba entre las contraventanas cerradas. Se envolvió fuertemente en el echarpe. Estaba convencida de que triunfaría el bien. No podía ser de otra forma.

Si no era así, estaría perdida.

Se acercó a la luz. Unos pasos más y estaría fuera de aquel lugar abandonado de Dios, y tal vez la bestia se aplacaría. contó los pasos hasta que llegó a la puerta y salió apresuradamente.

El aire fresco le aclaró la cabeza, aunque no podía dejar de temblar. Respiró profundamente y corrió a su coche, con la esperanza de que nadie la viera. No había sido capaz de esperar a que llegara la noche a esconderla. La bestia no quería esperar, ni siquiera una hora más.

Llegó al coche y se metió dentro. Sólo entonces se permitió un momento de calma. Tal y como esperaba, la luz del sol había vencido sobre la oscuridad, y su cabeza había recuperado el silencio. Se aferró fuertemente al volante y apoyó la cabeza en las manos. Cerró los ojos.

Los días y semanas que habían transcurrido desde que Víctor Santos apareciera en su puerta para amenazarla habían sido una pesadilla. Después de hablar con su abogado había hecho lo que le pidió el policía, siguiendo cada una de sus instrucciones al pie de la letra, aunque era algo que la ponía enferma. A ojos de todo el mundo había desempeñado el papel de pobre víctima, de hija amantísima que, para salvar su vida, había huido de una madre a la que adoraba.

De forma sorprendente, sus amigos y conocidos, ya fueran de negocios o personales, habían estado a su lado, aunque sabía las habladurías que se habrían extendido como la pólvora por la alta sociedad de Nueva Orleans. Delante de ella aplaudían su valor. Delante de ella la comprendían, y afirmaban compartir sus sentimientos.

Pero vio las miradas que intercambiaban cuando creía que ella no los veía; vio el horror y la repugnancia en sus ojos. Toda su vida había cambiado. Hasta el padre Rapier la miraba con otros ojos.

Estaba convencida de que todo el mundo la despreciaba por ser descendiente de una casta de rameras, y que la consideraban marcada por el pecado.

El autodominio del que se enorgullecía en el pasado, en el que siempre había confiado, la abandonaba cada vez más a menudo.

Abrió los ojos. La luz del sol la cegó, pero acogió el dolor de buen grado. Se miró la palma de la mano derecha, enrojecida y magullada por el látigo. Deseaba haber oído el dolor de Víctor Santos rompiéndole los tímpanos. Deseaba haberlo castigado a él. El odio que le profesaba no tenía límite. Ardía en su interior con tanta intensidad que le quemaba la piel.

Santos estaba convencido de que había ganado. Creía que la había vencido. Podía oír su diversión, su risa de victoria. Glory y él se veían. Su hija no la había apoyado en la humillación. Glory no entendía, no veía. La bestia debajo de la bella fachada. Como siempre había ocurrido, consideraba su misión enseñarle la verdad, salvarla.

Se estremeció cuando un escalofrío recorrió su columna. Haría pagar a Víctor Santos. Tenía amigos, gente que la ayudaría a cambio de un precio. Gente que siempre la había ayudado.

Haría que Víctor Santos se arrepintiera de haberse atrevido a acorralar a Hope Saint Germaine.

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